Entre Brahms y Mendelssohn existe decididamente un cierto parentesco; y no me refiero a aquel que se muestra en algunos pasajes particulares de las obras de Brahms y que recuerdan pasajes de Mendelssohn, sino que el parentesco al que me refiero podría expresarse diciendo que Brahms le da todo el vigor donde Mendelssohn lo dio sólo a medias. O: Brahms es con frecuencia un Mendelssohn sin faltas.
Ludwig Wittgenstein1
Introducción: pulchrum sine gloria
No hará falta insistir en que el proceso de secularización y laicización de la cultura occidental ha dejado atrás los tiempos de las creencias, los ritos, las fidelidades y los compromisos, al menos los de índole religiosa. Aquellos tiempos de comunidades de creyentes y de ideas compartidas sobre la vida y la muerte, de horizontes de sentido2 comunes, previos a toda experiencia religiosa, parecen haber declinado, y con ellos los grandes relatos, que diría Lyotard.3 Todo ello también se ha dejado notar en el arte. Baste con evocar aquel lamento heideggeriano de 1935 tan premonitorio: “las obras ya no son lo que fueron”.4 Puede que ello obedezca al abandono de la humanidad de su “culpable incapacidad”, que dijo Kant en 1784,5 pero en líneas generales, también se debe al lento, pero progresivo proceso de insensibilización, indiferencia y embrutecimiento6 para las cosas del ser y de lo sagrado que ha perfilado el mundo desarraigado del Gestell técnico.7 En todo caso, esa tosca apatía para lo religioso no se ha producido tan sísmicamente para lo artístico. En no pocos casos el arte aún permanece erguido como medio eficaz para dar cuenta de lo inefable o, para representar lo que sólo se puede mostrar, pero no decir, como defendería Wittgenstein en el Tractatus.8 Ciertamente, en gran parte de nuestra cultura occidental, muchos de los símbolos religiosos se ofrecen desactivados, faltos de vigor y potencia. Semejante condición ha neutralizado la verdad que los símbolos representaban. La cultura protestante influyó de manera notable en ello. Aquella eficacia estable, operante y trascendente de las formas religiosas parece haber zozobrado en una gran parte de nuestro mundo. Ya lo indicaba Hegel a modo de gemido en aquellas Lecciones sobre la estética que comenzó a impartir en 1817 en Heidelberg y que continuó en la Universidad de Berlín desde 1819 a 1820: “El arte ha dejado de valernos como el modo supremo en que la verdad se procura existencia”.9 Sin embargo, insistamos, los tiempos recientes no han sido tan sombríos para el arte como cabría esperar. La realidad se impone, los hechos son tozudos, y en la actualidad mucho de lo artístico preserva su prestigio, eso que Benjamin denominó con el vocablo “aura”10 para designar lo que irradia o emana un tipo de luz o peculiar dignidad. Nada más utilizar el término aura ya nos vemos obliga dos a definir la obra de arte como un objeto distinto. Pero, como es sabido, lo distinto está muy emparentado con la semántica de las palabras templo (lo que abre), santo (lo apartado), misterioso (lo no objetivable), etc. Precisamente por su aura y distinción notamos un cierto paralelismo entre lo religioso y lo artístico. El poder de fascinación que en la actualidad supondría para cualquier ciudad la llegada, a modo de adventus, de un Leonardo o un Botticelli, es correlativo al poder de atracción que otrora poseían las reliquias de santos y mártires. Está comprobado que aquellos auráticos fragmentos de santidad comenzaron a dispersarse en la Antigüedad tardía por el naciente orbe cristiano, e iluminaron un enorme territorio que había caído en la oscuridad tras el hundimiento del Imperio romano. Muchas reliquias alumbraron puntos geográficos desconocidos y, a partir del siglo IX, reconectaron el Occidente medieval al crear una nueva “Vía Láctea”,11 que diría Peter Brown. Así fue cómo se abrieron nuevos caminos, hilados de aura en aura, por los que infinidad de fieles transitaban con el firme deseo de entrar en contacto con las reliquias de hombres y mujeres transformados por la gracia de Dios. La fe de aquellos peregrinos era como la de la hemorroísa del evangelio de san Marcos. Aquella señora con flujo de sangre constante, al ver a Jesús, se dijo a sí misma “si logro tocar, aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré” (Mr, 5, 28). ¿Acaso no le bastó a esta mujer con inmensa fe tocar con la punta de los dedos el manto de Jesús para ser curada? A los peregrinos no les movía una inquietud estética, sino otra de índole espiritual y, sin duda, una gran fe, la misma que propició la iniciativa de la hemorroísa. Los fieles peregrinos creían que la potentia12 de las reliquias era suficiente para conseguir una gracia, un milagro, una curación física o moral, incluso la salvación.
Desde que la posmodernidad se hiciese experta en la creación de cultura, la obra de arte, como si de uno de aquellos fragmentos taumatúrgicos se tratase, es uno de los objetos mejor custodiados. De todo ello dan buena cuenta las largas filas de peregrinos culturales que se producen para disfrutar de obras artísticas, consagradas por la crítica o por los medios masivos, en los nuevos relicarios edificatorios que llamamos museos. Tenemos la sensación de que los espacios destinados a la exhibición de arte han suplantado a los templos, a sus criptas, a las viejas ermitas y monasterios, a las abadías y las catedrales medievales a las que, no sin motivo, algunas veces se les denominaba “relicarios de piedra”. Es verdad que en esos lugares distintos y separados (témenos, recortado, decían los griegos) los fieles se adentraban para tener contacto con los restos del santo, y poder expiar sus pecados, suplicar una gracia o curarse. Sin embargo, no lo hacían como lo hacen los visitantes del Moma de Nueva York, de la National Gallery de Londres o del Thyssen de Madrid. Aquellos lo hacían, en el seno de ritos y celebraciones litúrgicas, esto es, en el marco de las representaciones de un tipo de realidad dotada de potentia, de fuerza y de sobrada eficacia para comprometer y orientar la existencia individual y colectiva. Aquellas reliquias, fragmentos de individuos, convertidos en iconos vivientes de Dios, y aquellos fieles, necesitados de su contacto, parecen tener su equivalente en las obras de arte y en los espectadores que las contemplan y disfrutan museísticamente en numerosas ciudades. En este sentido, puede decirse que la experiencia religiosa y la artística comparten algunas de sus fronteras ¿Acaso no se ha encomendado al genio del artista, a su pericia y destreza, a su fidelidad y piedad, en suma, a su grazia que dirían Alberti13 y Vasari,14 la labor que otrora realizaban los profetas veterotestamentarios, los augures etruscos y los individuos consagrados? ¿No se ha patrocinado a los artistas para que lleven a cabo una representación de aquel tipo de realidad, de suyo distinta, que sólo puede aparecer y venir a presencia en su representación? Sixto Castro ha resumido esta situación de forma bien ilustrativa,
Contemporáneamente, la alta cultura ha devenido un cierto sustituto de la religión. A las obras de arte se acerca uno con un cierto sentido de veneración, como quien pisa un territorio sagrado. [...] El profeta y el sacerdote han sido sustituidos por el artista, al que se le encomienda la misión de dotar de aura a una sociedad que la había perdido por completo.15
A fecha de hoy, la gran mayoría de los templos son considerados lugares de culto. A los museos se les ha otorgado el mismo título. No es casualidad que culto y cultura posean la misma raíz etimológica, colere. Ambos son espacios cul tuales y culturales porque en ellos parece tener lugar la vieja y misteriosa experiencia de eso que Heidegger llamaba “decir poético”, a saber: “existencia”, Dasein, “Presencia”. El poético no es el lenguaje para decir cosas bonitas, es el lenguaje para tocar las cosas y dejarse alcanzar por ellas. En Fenomenología y teología Heidegger subraya que ese decir no es objetivador. En él no se representa o coloca delante nada como si de un objeto se tratase: “El decir poético es estar presente junto a ...y para dios. Presencia quiere decir un simple estar dispuesto que nada quiere y que no cuenta con ningún éxito. Estar presente junto a.: un puro dejarse decir la presencia del dios”.16
En general, la gente instruida no duda que los espacios de culto y los culturales son en sustancia “diferentes”, pues allí, valga la redundancia, acontece “la diferencia”. Tampoco se duda que lo que en uno y otro espacio se pueda mostrar sea la misma realidad ontológica. Por ahora baste con señalar que, en otros tiempos, al menos para judíos y cristianos, nombrar eso que en su desocultación se mostraba, se describía con el vocablo “gloria”; en la actualidad se utiliza la palabra “belleza”. Y es que, a nuestro juicio, el precio de la secularización es la sustitución de lo glorioso por lo bello. Los museos ofrecen un pulchrum sine gloria, ni más ni menos. Sea como fuere, no parece generar debate que ese mostrar potente de unos u otros artífices es muy creativo, y no por su originalidad, sino por su originariedad. Lo propio del decir que muestra es su presencia, también su cercanía y proximidad al origen, vecindad que aspira a una “actualización” de lo real, no a su reproducción o rememoración.
Templos y museos son espacios, cada uno a su escala y densidad, de lo diferente, de la desocultación, del contacto con lo originario. Con frecuencia, el tipo de contacto con lo misterioso y lo artístico se produce de súbito y en el ámbito contemplativo, no en el especulativo, porque ni lo misterioso ni lo sagrado ni lo artístico se dejan objetivar, pues no se agotan en enunciados teóricos o científico naturales.17 Lo sagrado y lo artístico se contemplan y revelan ante una mirada que asume. Si todo fuese accesible al pensar objetivador, tanto los misterios como las obras de arte carecerían de sentido, “pues no podrían mostrarse nunca a ningún hombre, que éste convertiría de inmediato en un objeto a eso que aparece y de este modo impediría que apareciese la obra de arte”.18
Los espacios religiosos y artísticos, los ritos y las obras de arte bien pueden considerarse como el abrigo donde las cosas brillan en el sentido del Lichtung o mejor: son un tóno^ donde “la esencia del ser llega a la presencia en un sentido eminente”.19 En la actualidad ese brillar no es sólo el que clarea un espacio de sentido, es aquello con lo que se mercadea. El brillo ya no es lo que era. Lo más brillante es lo que más atrae y, precisamente por eso, los asesores de marketing les insisten a sus clientes que los productos de consumo (sobre todo los de alimentación) deben brillar porque tienen más gancho, seducen más y se venden mejor. Basta con que nos acerquemos a un supermercado para comprobar la superior rentabilidad de los productos lustrosos sobre los mate o apagados. Sin embargo, en nuestro texto la palabra brillo es palabra seria, y guarda relación con el esplendor. El brillo de la liturgia y de la celebración cultual siempre se ha asociado a lo glorioso. Al brillo de la obra de arte ya no se le emparenta con la gloria, pero sí con la belleza, a veces con lo sublime. El brillar de la celebración religiosa y de la obra de arte no guardan relación con el relucir superficial sino con el resplandecer, con el abrir, porque a través de ellas aparece y viene a presencia, la máxima diferencia, la plenitud de sentido, eso que no se puede poner ni representar como una cosa dispuesta enfrente, al modo de un objeto.
Cometeríamos un error si por “diferente” entendiéramos lo distinto de rango, como lo bajo a lo alto, o lo sano a lo enfermo, como diría Émile Durkheim.20 Por diferente hemos de pensar, más bien, en lo ontológicamente diverso, en “lo otro que”. Ése es el motivo por el cual, a lo diferente se le protege, al sacralizarlo y separarlo de lo demás. Fieles creyentes, espectadores y consumidores de arte quedan fascinados por los efectos de paz y sobrecogimiento, dependencia, deseo de permanencia y reconocimiento, estupor, “temor y temblor”, diría Kierkegaard, que sin duda la gloria, y la belleza de esa diferencia, que es presencia y existencia, provocan, cada una a su escala y densidad. Y es que, a nuestro tiempo secularizado y laicizado, a falta de culto le queda la cultura; a falta de lo glorioso le queda lo bello: ése que salvaría al mundo, a decir de Dostoievsky en El idiota.
La belleza artística puede entenderse como el correlato de lo glorioso, un sucedáneo o Ersatz para tiempos de miseria religiosa. En todo caso, es prudente hacer ya una seria advertencia: esa gloria y belleza no es sólo la de las cosas, sino la de un encuentro insólito, cuya particularidad fenomenológica consiste en que el encontrado es el sujeto mismo que contempla y no el objeto contemplado, tal es la inversión trascendental, la Verónica metafísica. Ese poder, casi taumatúrgico que tiene lo glorioso, lo misterioso y la belleza artística, explicaría la afluencia de público tanto a los templos como a los museos. A unos y a otros lugares de la diferencia y de la presencia peregrinamos para adorar y venerar espiritualmente, para disfrutar o sobrecogernos estéticamente, para experimentar y padecer la presente existencia de “lo otro que”, la de un tipo de realidad saturada de sentido que “irrumpe”, “despunta” y “se hace nítida”, nos dice Gehlen,21 y que a unos purifica y redime, y a otros embruja o encanta. Poco debe extrañarnos que autores como Pierre Bordieu y Alain Darbel se refieran a los museos como la versión secularista de la institución eclesiástica. En los museos las obras se santifican en celebraciones para los devotos del arte que acuden como si de aquellos peregrinos medievales se tratase. Un museo como la National Gallery, nos dicen, es una:
Iglesia en la que algunos elegidos acuden para alimentar una fe de virtuosos mientras que conformistas o falsos devotos se consagran para cumplir en ella un ritual de clase. El museo puede convertirse, por un momento, en el lugar de peregrinación donde se hacinan los apretados tropeles de fieles que en Nueva York, en Washington, en Tokio o en París, esperan en largas colas para echar un breve vistazo, con la actitud con que antaño se besaba un crucifijo o un relicario, a una obra maestra entregada al fervor colectivo; pero estos deslumbramientos sólo pueden suscitar la admiración en quienes quieren ver en las llamaradas fugaces de la exaltación popular una manera, sin duda, desacralizada, de reconocer lo sagrado.22
En la experiencia de lo misterioso y de la gloria, del arte y de la belleza, en suma, en la experiencia de lo diferente, parece operarse una inversión o Verónica metafísica: el que ve pasa a ser el visto; el sujeto adopta una postura pasiva, se convierte en objeto, y el objeto en sujeto. La experiencia religiosa en el templo y la estética en el museo son experiencias de esa inversión que acontece cuando lo enigmático que emerge, brota y viene a presencia adquiere todo el protagonismo. Es ahí, precisamente al sentirse mirados en medio de semejante presencia, cuando fieles y espectadores quedan como arrebatados por la plenitud de sentido, por la epifanía de Dios, del Ser o, como diría Heidegger, del manifestarse de la obra. Escrito está que los dioses son los que miran en su manifestarse.23 ¿Puede considerarse el modo de experimentar y padecer la obra de arte como la versión secularizada sustitutiva de la experiencia y el padecimiento de lo misterioso? Creemos que sí, aunque realizaremos algunos matices más adelante. No les faltan motivos a quienes, como Bordieu y Darbel, sentencian que la obra de arte ha devenido objeto consagrado, una suerte de inédita realidad, que ya no es religiosa, sino cultural. Y aquí el vocablo consagrado (por el curador, por la crítica, por los medios masivos, por el folleto de la oficina de turismo o la guía de viaje) ha de equipararse con la palabra “sagrado” que, como es sabido, designa aquello admirable y asombroso, digno y prestigioso, lleno de sentido, frente a lo cual el sujeto no puede hacer más que padecer: padecer y soportar un tipo de realidad (no de carga o peso), capaz de transformarla. Quizá por eso resulta tan sugerente María Zambrano cuando dice que el hombre es “el ser que más padece”,24 también el propio Heidegger cuando designa al ser humano como ese tipo de ente “privilegiado”, Dasein, donde se manifiesta el Ser, y precisamente por eso es el lugar desde el cual podemos acceder a la posibilidad de articular el sentido del Ser.25
Poesía y religión
El arte y la religión eran del todo indistinguibles en la mentalidad del hombre antiguo: “En las primeras civilizaciones arcaicas, como en la prehistoria, la separación de la creencia y la realidad, de lo sagrado y lo profano, no estaba todavía acentuada”.26 El decir originario era un solo decir, era un decir que mostraba. No había una forma poética y otra religiosa de hacerlo. El arte de aquellas primeras comunidades humanas no se hallaba escindido de la vida ni de los ritos religiosos, más aún: el arte era de hecho la forma religiosa de vivir, la única posible, pero allí donde la forma de vivir es una forma religiosa de existencia, la obra de arte no es reconocida como tal, es algo invisible, diría Maurice Blanchot en L’art, la littérature et l'experience originelle. Hegel también lo anotaba con lucidez al señalar que
en la época en que crearon sus mitos los pueblos vivían en circunstancias ellas mismas poéticas y tomaban por tanto conciencia de lo más íntimo y profundo suyo, no en forma de pensamientos, sino en figuras de la fantasía, sin separar las abstractas representaciones universales de las imágenes concretas.27
Cuando se afirma que los hombres de las primeras culturas vivían poéticamente se está diciendo que la forma de vida era imaginativa, creativa, ritual, performativa, en suma: religiosa. Los tiempos poéticos eran los tiempos donde todo estaba saturado de sacralidad y de inocencia. Los primeros tiempos, los del nacimiento de la conciencia religiosa eran los tiempos donde el hombre habitaba el mundo poéticamente, que diría Heidegger. Pero el nacimiento de la conciencia es el tiempo de la infancia, por eso Holderlin nos dice que, en el estado de inocencia, el hombre llama a las cosas en su originariedad. Allí era donde los hombres podían decir, cantar y nombrar las cosas la primera vez, sacándolas a la luz, creándolas, trayéndolas a presencia de forma enigmática. La importancia de la inocencia, tanto para lo religioso como para lo artístico es decisiva y capital. Sabido es que los niños cuando hablan dicen lo que las cosas son, o mejor: cuando las dicen las cosas son, pues en la infancia no hay holgura entre el decir y lo dicho, entre el nombrar y el ser.
Casi nadie duda, me refiero a psicólogos y pedagogos, que la comunicación y el lenguaje infantil son de una intensidad ontológica suprema. En su hablar no hay simulacra ni apariencias. Por paradójico que pueda parecer, los simulacra y el ilusionismo son sintomáticos de indigencia, y el hombre “primevo” no era indigente en este sentido, en otros sí, pero en el de la creatividad no.28
Los primeros hombres, como los niños, utilizaban un tipo de decir auténtico, una suerte de lenguaje poético que, a decir de Rilke en su Soneto a Orfeo, era existencia y presencia. Todavía no creen en las trampas ni en la mentira. Pre cisamente por eso, cuando pintan, representan lo que saben, no representan lo que ven. Pintan como lo hacían los hombres prehistóricos en los lienzos parietales de las cavernas o como los artífices de iconos, pero no como los artistas del Renacimiento que inventaron la perspectiva científica, desarrollando como nunca antes se había visto, el trompel’ail. Insistamos sobre este particu lar: cuando los niños pintan, representan lo que las cosas son, nada les importa cómo aparecen, eso es cosa de adultos, de los que se hallan lejos del origen. Los adultos, a diferencia de los niños, acostumbran a convertir la realidad en representaciones, en conceptos e ideas abstractas; mucho de su hacer y conocer está mediatizado por la reflexión y por su deseo de objetivar la realidad al hacer de ésta un objeto. Es posible que una de las razones por las que los dioses han huido (Entflohene Gotter), que diría Holderlin,29 sea que los adultos han optado por los conceptos, por las representaciones y las objetividades, y no por la realidad en el sentido de presencia o existencia. Adultos son aquellos que se alejan del Padre (del origen, que diría Freud). Pero también son aquellos que han separado las palabras de las cosas, los signos de sus significados, que abren una distancia insalvable (holgura radical) entre la realidad y su representación. Los tiempos de la identidad entre las cosas y las palabras, en suma, los tiempos de la inmediatez y los de la infancia, del decir poético, de la minoría de edad culpable, que diría Kant, quedaron atrás.
Historiadores, antropólogos y etnólogos señalan que cuando comenzó la carrera neolítica por la subsistencia de manera simultánea aparecieron los primeros astillamientos técnicos, las primeras profesiones, las primeras castas sociales, los primeros lenguajes propios y las primeras identidades. Debido a la especialización de las áreas del conocer y del hacer, sobrevino la primera fragmentación cultural, lingüística, identitaria y psicológica. En esos momentos inaugurales de la escisión del conocer tuvo lugar la primera forma de sepa ración entre lo público y lo privado, entre lo civil y lo religioso. Para que de una vez por todas se consumara el desgarro entre lo poético y lo religioso, entre lo artístico y lo espiritual, entre lo sagrado y lo profano aún hacía falta un largo trecho histórico y cultural, y un movimiento magmático como el que provocó Lutero.
Sea como fuere, y lejos aún del nacimiento de la ciencia moderna, momento que inaugura el divorcio entre arte y artesanía, entre poesía y religión, entre obra de culto y obra de arte, entre vida religiosa y vida pública, los aedos, los rapsodas y los poetas griegos arcaicos (VIII y VII a.C.) todavía hablaban un decir originario. Durante largo tiempo, lo artístico jamás fue considerado un embellecimiento extrínseco de las cosas, mucho menos algo superfluo. Lo artístico se tenía como el modo, el único modo, de hacer lo que en un mundo repleto de sacralidad no puede hacerse de ninguna otra forma, por eso el arte no existía como tal. No podemos detenernos por más tiempo aquí, pero baste con insistir en que, en aquellos tiempos originarios y arcaicos, el arte no se hallaba separado de un horizonte de sentido común, ni le era extraño al contexto cultural ni vital en el que surgió: el del rito, lleno de celebraciones, ceremonias y fiestas sagradas, también de conocimientos, saberes y certezas, motivo por el que el sacerdote era médico y arquitecto a la vez, escultor y astrónomo a un tiempo, matemático y asesor del faraón o del rey, entre otros.30 Gehlen es bien concluyente,
Lo que distingue las obras de tiempos y pueblos remotos, aquellos que se denominan primitivos o arcaicos, respecto de cualquier forma de arte, es que sus motivos y contenidos no existían en absoluto fuera de las encarnaciones sensibles en que se realizaban, a no ser en la figura de algo que era también “más que arte”: el mito.31
Sabemos que el rito y la religión no son propiamente lo mismo. Podemos distinguirlos, pero la ruptura al estilo moderno es imposible, a menos que queramos caer en la esfera de la estetización banal de la cultura o en la inautenticidad que diría Heidegger, y aquellas primeras culturas no eran superficiales ni banales, sino más bien auténticas. Rito y religión, en tal sentido, pueden diferenciarse para nosotros, pero en aquella hora de la Prehistoria y de la Historia su escisión era imposible: “forma, motivo y contenido en su conjunto coincidirían con la función: no existirían separadamente”.32 Es más que probable que la conexión entre la experiencia religiosa y la estética obedezca a este vínculo inseparable entre religión y rito, un vínculo tan sustancial como el que existe entre el humo de una vela y el aparente helicoide que describe en su ascensión. Arte y culto, desde bien antiguo, han compartido límites fronterizos y, a decir de Gadamer en Wort und Bild. So wahr, so seined:
Lo que distingue al desarrollo del espíritu occidental es, claramente, que sólo en él, y en manifiesta conexión con el despertar de la ciencia y la filosofía, se inicia un tenso conflicto con la tradición religiosa y poética, conflicto que acabó conduciendo a la diferenciación y separación de ambas tradiciones.33
En efecto, no será hasta el advenimiento de la Modernidad y, sobre todo de la Ilustración, cuando se lleve a cabo la desconexión radical entre religión, arte y vida, o si se prefiere entre palabra y realidad, entre espíritu y materia, entre Cristo e Iglesia, entre otros. Es sabido que las primeras trazas de dispersión se sitúan en el Renacimiento. Allí encontramos las primeras iniciativas de un tipo de arte que se pretende laicizado y que comienza su itinerario hacia la emancipación y el ensimismamiento. Fue en aquella mañana moderna, en “La época de la imagen del mundo”,34 donde aparecen las primeras formas de amor a la belleza y al arte por sí mismos, por completo desvinculados de función o utilidad práctica alguna. Y fue precisamente en ese periodo cuando se consumó el tránsito de la “obra de culto” a la “obra de arte”, que diría Belting,35 de la obra religiosa a la obra que sólo busca la belleza de sí y por sí, en definitiva, al arte que persigue lo superfluo, sentenciaría Winckelmann en 1768 en su History of Ancient Art: “Las artes que dependen del dibujo han comenzado, como todos los inventos, con lo necesario: el siguiente objeto de investigación fue la belleza; y finalmente, siguió lo superfluo: éstas son las tres etapas principales en el arte”.36
El arte por amor al arte es una criatura ilustrada que aspiraba a liberarse de la cadena de creencias colectivas, de la comunidad de creyentes y de los valores sagrados o rituales comunes. Y la primera forma de hacerlo fue desligándose de la arquitectura: en el marco lo hizo la pintura; en la peana lo hizo la escultura; en las salas de conciertos lo hizo la música, etc. El arte alcanzó la mayoría de edad, y exigió por la fuerza de los hechos y la genialidad de los artistas emanciparse, al conquistar para sí un estatuto de libertad que le pemitiera deshacerse de la forma sagrada y heroica, de la narrativa, del relato, de la historia e incluso de la manera tradicional de entender y disfrutar la belleza. Fue entonces, no pudo ser antes por innecesario,37 cuando podemos situar el momento inaugural de la Estética, en el que se puede hablar de una experiencia del arte, concebido para exhibirse y no para servir calladamente, separado de la experiencia religiosa. De todas formas, insistamos, al ser distintas, siguen ofreciendo lindes comunes.
Apologética del arte y la religión
La Historia del arte y de la Estética confirman que no fue hasta el periodo ilustrado, nunca antes, cuando pudo alumbrarse el nacimiento de un tipo de ciencia capaz de reflexionar desde la epistemología sobre la belleza. Así lo pretendió Baumgarten, al intentar elaborar una gnoseología de la sensibilidad, una “ciencia del conocimiento sensitivo”.38 La Estética no aspiraba a cosa pequeña y menuda. Ni más ni menos que buscaba hacer ciencia de un tipo de realidad, de suyo, intensamente refractaria a cualquier teorización. Con la única fuerza de la razón, indagaba de forma inédita sobre el arte. El esfuerzo fue hercúleo y temerario, pues pocas realidades hay más alejadas de mediación objetivadora, racional o científica que el arte. Sin duda que otras de esas realidades son la religión, la experiencia religiosa y Dios mismo. Como es sabido, la apologética cristiana39 también se dejó llevar por esa forma científica del conocimiento, y no fueron pocos los esfuerzos de muchos teólogos por pretender un estatuto racional y científico para la religión.40 Buscaban hacer de la teología una suerte de ciencia positiva cuya credibilidad no fuese la verdad misteriosa y divina, sino la sola racionalización pues “la ciencia positiva, nos dice Heidegger, es el desvelamiento fundamentador de un ente que está ahí delante y ya desvelado de algún modo”.41 Para ello hubo de reducir el ámbito de investigación a la fe y al cristianismo mismo. Ambas realidades fueron tenidas como ese positum que está ahí delante, de manera que la teología era la ciencia de aquello.42 Sin embargo, todo hay que decirlo, la pretensión de hacer de la religión un saber racional o una ciencia objetivadora y a Dios un objeto o ente de la razón fue muy poco fecunda. Al articular y asegurar la fe, la creencia, los misterios y Dios mismo en torno a proposiciones, objetividades y racionalidades, normas, dogmas, etc., como si de un saber cartesiano se tratase, muchos apologetas del XVIII y del XIX acabaron sustituyendo el fascinante encuentro con Dios por el encuentro con la evidencia. Para esa apologética bienintencionada, todo hay que decirlo, el objetivo de sus desvelos intelectuales era la salvaguarda racional de lo irracional.43 Fue así cómo se produjo una superlativa valoración del primado de lo epistemológico sobre la fe y la experiencia. Dios, la fe y la experiencia religiosa quedaron muy expuestos a los riesgos propios de lo científico, al desrritualizar y despersonalizar el encuentro con lo sagrado.44 A partir de entonces, la fe perdió esa densidad simbólica que había caracterizado la vida de tantos creyentes. Se teorizó en exceso sobre la fe y el cristianismo para conseguir que la teología se equiparase a las ciencias positivas, como si la fe fuese cosa u objeto material alguno, y la razón fuerza omnicomprensiva. Poco debe extrañarnos el paralelismo de los procesos de absolutización del arte y los de la experiencia religiosa. Y así fue cómo absolutizando y objetualizando (separando) cada parcela de la realidad, confinándola en la esfera de saberes independientes, sometiéndolas a la férula de la razón, el arte y la fe cayeron en las fauces de la evidencia y no de la experiencia. El resultado no fue una legitimación, sino el alejamiento de la vida, el desarraigo, el extrañamiento y la marginalidad.45
No hará falta detenerse ahora en que la escisión trascendental entre arte y vida o, si se prefiere, entre arte y religión fue llevada al extremo por Kant. Fue el filósofo de Konigsberg quien, en cada una de sus tres Críticas, operó la desconexión de los trascendentales clásicos y medievales: verun, bonum y pulchrum. Su trabajo fue titánico y consiguió en la Kritik der reinen Vernunf (1781) emancipar la verdad, del bien y la belleza. En la Kritik der praktischen Vernunft (1788) hizo lo mismo con el bien, al desvincularlo de la verdad y el pulchrum. Finalmente, en la Kritik der Urteilskraft (1790) escindió la belleza, y la absolutizó. A partir de entonces, el pulchrum careció de referencia al bien y a la verdad. Así fue cómo se materializó la absolutización de los trascendentales y cómo se consiguió reservar la verdad a la ciencia, la justicia a la ética y la belleza a la estética. Más revolucionaria y de mayor alcance para la cultura occidental que la tríada “Egalité, Liberté y Fraternité” (que no fue oficial y pública hasta 1793) fue la dispersión trascendental entre la verdad, el bien y la belleza. El precio a pagar no fue bajo, pues quedó cancelada la posibilidad de articular un centro de gravedad46 capaz de hacer girar sobre él el conjunto de las expe riencias vitales. En efecto, es posible que la intención de Kant fuera poner a salvo la religión y el arte del dominio férreo de la ciencia y de su método, cuya voracidad era y es inmensa. Sin embargo, con la desintegración trascendental, la experiencia religiosa y la artística, ya desunidas como el resto de las áreas de saber, acabaron relegadas al ámbito marginal de la experiencia subjetiva y privada. El intento de poner a salvo del cientifismo objetivista la experiencia religiosa y estética, condujo a su separación y desvinculación mundanas. Fue entonces cuando se alzó la voz de Hegel. En sus Lecciones sobre la estética señaló que el coste era mucho más alto de lo previsible, y no era otro que la desmisterización y subjetivación trascendental del arte. La cultura occidental había llegado a un punto donde resultaría imposible, y carente de sentido, inclinar la cabeza y arrodillarse ante las representaciones sagradas, antaño inmersas y enraizadas en su Sitz im Lebem o contexto vital. Por eso, en 1820, el filósofo de Sttutgart declaraba, a modo de epitafio, que el arte era un pasado:
Considerado en su determinación suprema, el arte es y sigue siendo para nosotros, en todos estos respectos, algo del pasado. Con ello ha perdido para nosotros también la verdad y la vitalidad auténticas, y, más que afirmar en la realidad efectiva su primitiva necesidad y ocupar su lugar superior en ella, ha sido relegado a nuestra representación.47
Experiencias de una re-presentación
Como ya se ha señalado, la experiencia religiosa y la estética comparten límites ¿Cuáles? Los más evidentes son el asombro, la representación, el padecimiento, la gratuidad, el desinterés y la inocencia, aunque podrían citarse más. Hegel señala que una de las fronteras más evidentes es el asombro: “Si queremos hablar de la primera aparición del arte simbólico de modo subjetivo, podemos recordar la máxima de que la intuición artística en general, como la religiosa -o más bien ambas al unísono-, e incluso la investigación científica, comenzaron con el asombro”.48 Pese a todo, no menos evidente es la importancia que ambas experiencias otorgan a la representación. Heidegger y Gadamer han insistido en que tales experiencias lo son de una representación.
Y aquí hemos de olvidarnos de la representación como la mera ilustración o reproducción objetivadora de la apariencia de una cosa al modo de las ciencias positivas. Representar es algo mucho más hondo: es la forma con que ese algo, Dios o el Ser, acaece y viene a ser en lo representado. Es una suerte de envío o embajada muy peculiar, pues en el representante aparece el representado, o el obrar, o el pensar, o la intención del representado, o la obra de arte. Representar no es un estar “en lugar de otra cosa”.49 Y es que en toda auténtica representación tiene lugar una suerte de manifestación. Dicho de otro modo: la cosa en plenitud de sentido brota en la representación de la obra, de la celebración litúrgica y comunitaria, en el marco ritual de la comunidad de creyentes. Quizá por eso en la representación, al modo del decir poético o del hacer artístico, puede advenir la presencia de una realidad al completo saturada de sentido: “No se trata de ninguna reproducción fiel [dice Heidegger] que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo”.50 En Fenomenología y teología insiste en el mismo particular al señalar que si nos acercáramos a la estatua del dios Apolo con una pretensión científica u objetivadora sólo podríamos calcular su peso, su volumen, su composición química, en definitiva, sus medidas. Sin embargo, concluye Heidegger, “este pensar y hablar objetivadores no llegan a ver a Apolo en la belleza en que se nos muestra y se nos aparece en ella como imagen del dios”.51
¿Puede deslizarnos un acercamiento objetivador al arte hacia la banalidad litúrgica y el esteticismo? En efecto. Ése es el mayor de los peligros, el encubrimiento, pues en tal caso no viene a presencia cosa alguna del Ser, ni de Dios ni de la Obra en su manifestarse. Sólo en el ámbito del culto sincero (Gadamer diría “en el marco del juego”) es posible la desocultación, como sólo en el ámbito del arte es posible una auténtica re-presentación (hacer presente) que permita “hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra”.52
Pese a todo, lo que se manifiesta o surge, en modo alguno, es una cosa sobre la que establecer una relación conceptual del tipo “Yo sujeto” frente “eso objeto”. Heidegger ha insistido en este particular, también lo hizo Hegel y sin duda Kant. Lo bello, el arte, lo religioso, Dios o el ser mismo, son realidades especialmente refractarias a su conceptualización objetivadora científico-natural. De sobra son conocidas las opiniones de estos tres autores al respecto. Traigamos aquí la de Hegel que es quien adopta una postura más grave y seria frente a este punto, no en vano expresa su perplejidad cuando nos dice: “vemos a la ciencia abandonarse autónomamente para sí al pensamiento de lo bello y producir sólo algo general irrelevante para la obra de arte en su peculiaridad, una abstracta filosofía de lo bello”.53 Las palabras de Heidegger recogidas más arriba referentes al modo objetivador de acercarse a la estatua de Apolo también serían pertinentes. Conviene insistir sobre este punto: ni en la representación religiosa ni en la estética tiene lugar propiamente un conocer científico, sino un desvelamiento. Puede haber un saber, pero no un conocer que se pueda decantar en conceptos. No hay conocimiento porque no se aprehende con evidencia positivo-científica más que lo medible. Pero conocer no es saber. Los que han tenido oportunidad de padecer una enfermedad saben lo que es, pero no conocen con evidencia científica los pormenores de lo que padecen (παθει μαθος).54
En la experiencia religiosa y estética no comparece un subjectum como lo fue el individuo moderno, convertido “en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente”, tal y como diría Heidegger en “La época de la imagen del mundo”, ni se trata de una “objetivación de lo ente”,55 que otorga al sujeto una certeza científica de la realidad y de él mismo. La experiencia estética y la religiosa no son experiencias del conocer de un sujeto que conoce un objeto, al proyectar sobre éste un sinfín de categorías apriorísticas. La hegemonía de la razón científica y de la ontología clásica resultan operativas en su ámbito particular, al desvelar el ser en tanto que medible y científico, pero ocultando otras formas de desocultación del ser que pueden realizarse en forma legítima mediante el arte, la poesía y la religión56 porque la ciencia no es la forma exclusiva de conocimiento, ni el único sendero de la sabiduría.57 Y es que en el ámbito de la experiencia religiosa y del arte tiene lugar un saber peculiar o, dicho de otro modo: un saber que las cosas son, pero sin llegar a conocer lo que son. Ese saber no es necesario, ni universal, mucho menos es demostrable como tiene lugar en el espacio de las ciencias positivas y objetivadoras. El saber religioso y artístico es un saber gratuito que acontece como gracia, y precisamente por eso se deja notar como acontecimiento. El acontecimiento se padece, como se padece algo que te arrastra y posee,58 motivo por el cual hemos utilizado el ejemplo de la enfermedad, pero también valdría el ejemplo del enamoramiento y el de la Transfiguración que provocó en san Pedro ese deseo de permanecer y demorarse en forma indefinida porque allí, en esos instantes tabóricos, se estaba muy bien: “Señor ¡qué ‘bello’59 es estar aquí!” (Mt, 17, 4).
Insistamos: si el ser se desoculta de una forma, se ocultan otras formas de hacerlo. Hay realidades irreductibles a la formalización objetivadora y científica, pero “Lo que no es algo”, dice Choza, “algo formalizable, no por eso es nada, porque puede ser lo informalizable como ser, vida, caos, poder, etc.”.60
Y para representar eso hay que recurrir a otros rudimentos: a los fundamentos del lenguaje corriente, del arte, a la poesía, la metáfora o la religión, que desde el comienzo de la humanidad han utilizado los elementos del rito, y tanto da que sean los de la liturgia o los del arte. Para el creyente sólo en la liturgia tiene lugar verdadera, real y sustancialmente la presencia de Dios. Para los espectadores de la representación artística, en cambio, más que encontrarse con una realidad que compromete la existencia personal, hallará “propiamente aquello a lo que remite”61 la obra de arte, por ejemplo: Dios en la estatua de Apolo, o el rojo en la rosa del jardín.62
El modo religioso y artístico del Ser
En un tiempo tan desacralizado como el del primer tercio del siglo XXI, los contornos comunes entre la experiencia religiosa y la artística siguen siendo nítidos. Esos límites compartidos guardan relación. En todo caso, se podría objetar, y con justa razón, que aquello mismo que padecemos en uno u otro ámbito no son la misma cosa. Basta con advertir que en la experiencia religiosa puede quedar transformada la totalidad de la existencia personal, mientras que en la experiencia estética (la del placer estético) esa transformación no es tan evidente. Conozco personas que van a los museos porque allí se encuentran a gusto y lo pasan bien, pero no conozco a nadie que desee ir a un museo porque quiere ser mejor. Quizá uno de los riesgos de los contornos compartidos recaiga en la pseudo-espiritualidad que se experimenta ante la obra de arte. Iris Murdoch, en su particular lectura de Platón, ha incidido sobre este particular al subrayar que,
El arte impide así la salvación de todo el hombre al ofrecer una pseudo espiritualidad y una imitación plausible del conocimiento intuitivo directo (visión, presencia), una derrota de la inteligencia discursiva en la parte inferior de la escala del ser, no en la parte superior.63
En todo caso, se produce, en una, un deseo de transformación de la existencia, y, en otra, un agrado inexpresable, pseudoespiritual, ambas experiencias son experiencia de máxima significación, de sentido y de presencia, cada una a su escala o nivel ontológico. Semejante exceso de sentido o presencia es posible en su representación en cuanto que la representación es tanto el modo de aparecer de gran parte de lo misterioso como el de la obra de arte. Esa presencia se experimenta, en ambos territorios, como una superabundancia de realidad, que aparece y desaparece, que viene y se va, que se desoculta y, de nuevo, se oculta, se abre y se cierra. Como ya hemos apuntado, tales experiencias, que diría Kant, no se decantan en concepto alguno de conocimiento: no son un conocer algo. Más bien se trata de un saber certero que sólo se puede padecer y que, al mismo tiempo se experimenta como una salvación, como una redención, a veces como renovación o sencillamente como un “¡qué bello es estar aquí!”. Heidegger insiste en el mismo particular cuando señala que “en semejante decir (poético) no se pone ni se representa algo como algo que está enfrente o como objeto. Aquí no se encuentra nada a lo que se pueda contra poner un representar que aferra y abarca todo”.64
Ya se ha anotado que la importancia de la representación es capital. De todas formas, no debemos desechar otros lugares comunes entre lo religioso y lo estético. El desinterés es uno de ellos. Así se ha apuntado al afirmar que ni al arte ni a la religión se acude para conocer como el que acude a un objeto para aprehenderlo. Ésta es una de las razones por las que adquiere tanta importancia la adoración, la contemplación, y “el abandonarse a la mirada que asume”,65 acciones que bien podríamos considerar como las más nobles, las que más humanizan o, dicho más en sentido aristotélico: las que más divinizan al hombre. Adoración y contemplación son actividades sin rendimiento conceptual. Aprender no es algo que se consiga con tales acciones, si así fuese los elementos del culto religioso, los del rito y los del arte serían cosas para un uso. Pero ya hemos dicho, nada más comenzar este texto, que se les considera elementos distintos, sagrados y diferentes, merced a lo cual sólo se dejan adorar y contemplar pues, son rudimentos muy refractarios a la objetivación y a la conceptualización de aquel “ego hipostasiado a nivel de instancia absoluta e indubitable”66 que ha devenido la conditio sine qua non para el conocimiento de la realidad.
También hay, siendo muy cautos y medidos con las palabras, un cierto paralelismo entre culto, arte y juego. Ahora no podemos demorarnos, pero nos es suficiente con señalar que al juego se va a jugar, no se va a ganar. Si se fuera a ganar ya no sería un juego, sino una competición. La sustancia del juego no es otra que la de jugar. Y es precisamente en la realidad del juego donde atisbamos algo que será tratado más adelante y que es de suma importancia para este texto: el sujeto del juego no es el jugador, sino el juego mismo.67 Ésta podía ser una de las razones por las que la representación ofrece un cierto perfil no lúdico, como diría Gadamer, sino recreativo, porque hace las cosas nuevas, las recrea. Insistamos, en la representación en la que tiene lugar una manifestación que no es un entender para un uso, más bien se trata de un padecer recreativo del Ser o tan sólo de una apertura llena de claridad. Su consistencia estriba de hecho en ser o en dejar ser o abrir y no en qué es, ni en cuál es su utilidad ni en para qué sirve, eso sería propio de los que juegan para ganar, pero no para jugar. La experiencia de semejante apertura no es la de una evidencia, ni la de un objeto ante un sujeto. Se trata de la experiencia de un saber sin fines prácticos, de un sentido pleno que tiene lugar cuando se está de un modo peculiar en el mundo, vale decir, desinteresado frente a las cosas. No toda la verdad de las cosas se manifiesta propiamente al entendimiento objetivante. Esa perplejidad fue la que de alguna manera pudo padecer Pilato al preguntarle a Cristo si era Rey. Como sabemos, éste le respondió: “mi reino no es de este mundo” (Jn, 18, 36). Y es que allí donde acontece la verdad en su plenitud no hay propiamente juicio (del entendimiento), y cuando parece haberlo o es un falso juicio o es un juicio falso.68 La experiencia estética y espiritual no son sólo pragmáticas, tienen mucho de desinteresadas y aconceptuales: son gratuitas. Quizá por eso, Kant decidió proteger de las ciencias y de su apetito omnímodo, a la fe y a la belleza. En el Prólogo a la segunda edición de la Kritik der reinen Vernunft señalaba que: “He tenido que eliminar el saber para hacerle un lugar a la creencia”.69 Algo semejante y paralelo pretendía en su Kritik der Urteilskraji al señalar:
No hay ni una ciencia de lo bello, sino una crítica, ni una ciencia bella, sino sólo arte bella, pues en lo que se refiere a la primera, debería determinarse científicamente, es decir, con bases de demostración, si hay que tener algo por bello o no; el juicio sobre la belleza, si perteneciese a la ciencia, no sería juicio alguno de gusto. En lo que a lo segundo toca, una ciencia que deba, como tal, ser bella es un absurdo, pues cuando se le fuera a pedir, como ciencia, fundamentos y pruebas, se vería uno despedido con ingeniosas sentencias (bons mots).70
Tolstói también advirtió los riesgos del derrumbamiento de lo simbólico poco más de un siglo después. En una carta del año 1873 dirigida a Nikolai Nikoláievich avisaba de los peligros que conllevaba permitir que a Dios y al arte les alcanzara la razón.
si dejamos a la razón rozar lo que sólo está abierto al sentimiento de la belleza, si la dejamos sacar conclusiones lógicas sobre cómo debe uno hacer sacrificios a Zeus, o servirlo, o imitarlo, o cómo debe uno celebrar una misa o confesarse, entonces desaparece la belleza.71
Ya hemos visto que la representación, la gratuidad y el desinterés son fronteras compartidas entre lo religioso y lo estético. Otros límites comunes son el de la transfiguración y el respeto. Las cosas no son del todo eso que parecen, sino aquello que viene a presencia en su manifestación. El pan y el vino eucarísticos, para los católicos, por la fuerza del sacramento se transustancian en el cuerpo y la sangre del mismo Cristo, y en las obras de arte, para los espectadores, se manifiesta el Obrar de la obra, que diría Heidegger. Cierto es que lo que tiene lugar en el primer caso, para los creyentes es ni más ni menos que la presencia real de Cristo, pero eso no pone en duda que lo manifestado en la obra de arte sea, como ya hemos señalado “aquello a lo que se remite”: el dios Apolo o el rojo de la rosa. Así pues, dado que en el marco sacramental y en el marco artístico viene a presencia un tipo de realidad, valdría decir, una existencia que es presencia y que tiene el carácter de acontecimiento (Veranstaltung, un événement, event), una y otra obra, la religiosa y la artística, son portadoras de un aura que obliga a un trato respetuoso. Cualquier intento de acabar con el prestigio aurático que la obra religiosa y la de arte poseen puede considerarse una suerte de falta de respeto, de sacrilegio o de profanación, término que, dicho sea de paso, en la actualidad se utiliza tanto para las obras expuestas en los museos como para las formas sagradas. Gadamer ha advertido con toda intención que el vocablo alemán “Frevel”, esto es, profanación o sacrilegio,72 es un término que hoy por hoy ha dejado de aplicarse en el lenguaje corriente para referirse a lo sagrado. Sólo tiene uso en lo artístico. En la cultura contemporánea no se profanan tanto las iglesias, como los museos y las obras de arte.
Y en última instancia toda obra de arte lleva en sí algo que se subleva frente a su profanación. Una de las pruebas más decisivas de esto es en mi opinión el hecho que incluso la conciencia estética pura conoce el concepto de profanación. Incluso ella siente la destrucción de una obra de arte como un atentado (La palabra alemana Frevel - «atentado», «desmán», incluso «sacrilegio» - no se emplea actualmente casi más que en relación con obras de arte: Kunst-Frevel). Es un rasgo muy característico de la moderna religión de la cultura estética, y se le podrían añadir algunos otros testimonios.73
En un instante inesperado
La contemplación no es algo tan pasivo como se piensa, sino la actividad más activa. Es el ámbito del respeto y, al cabo, de la máxima atención. Sabemos que del acto de mirar se sigue la creación de las más serias teorías, no en vano, etimológicamente ambos términos están relacionados.74 A los templos y a los museos se va a contemplar y a mirar, “a abandonarse a la mirada que asume”. Resulta oportuno traer a colación el caso del teatro. La relación entre el verbo mirar, los espectadores y el teatro75 está bien probada.76 En el teatro se está presente como enviado que contempla para saber, pero también como espectador, pues éste es quien está expectante a la espera de algo espectacular.
Toda contemplación exige un asistir con atención y respeto. A diferencia de los teatros, los templos y museos son erigidos para un contemplar que asiente y participa sin la pretensión de un conocer sino más bien, de un experienciar una presencia que es traída delante. Allí no se conoce, ni se hacen de hecho comprobaciones. Allí se experimenta. En efecto, experimentar, en el sentido del padecer, expresa el máximo nivel de comunicación. Como ya hemos apuntado, quien ha padecido una enfermedad no necesita leer ningún texto que la describa, pues ya sabe en qué consiste. Las experiencias del misterio, de un acontecimiento y del manifestarse de la obra no son propiamente conceptuales, pero son una comunicación extrema. Una comunicación inmediata y sentida (de sentido) donde no se aprehenden objetividades, conceptos ni significados pues, si esa experiencia significase algo no sería inmediata. El padecer inmediato de la contemplación de lo religioso, de lo misterioso o de la obra en su manifestación es indemostrable e indecible, no está garantizado, no es interesado, es gratuito, irracional e inesperado. Este último aspecto, su carácter inesperado, es otra de las fronteras compartidas que queremos comentar. Y es que lo que se revela, manifiesta o viene a presencia como una existencia acontece en un instante. Y aquí por instante no ha de entenderse un lapso breve de tiempo, sino una suspensión de la temporalidad con la que queda vencido y anulado el imperio de Cronos. María Zambrano es bien ilustrativa al respecto. En una de sus obras más señeras, El hombre y lo divino, nos advierte que la conditio para que tenga lugar la aparición del instante es que se produzca una apertura, una manifestación, una suerte de realidad o ser que a veces identificamos con el sentido (Sinn), que adviene de dentro o del fondo, con una fisonomía eterna y, sin embargo, desaparece tras su manifestación. Oigamos a la filósofa malagueña,
parecía estar ahí para siempre [...], llenaba con su presencia la totalidad de nuestra alma, ha desaparecido de pronto sin que lo podamos retener. Tal es el instante: un tiempo en que el tiempo se ha anulado, en que se ha anulado su transcurrir, su paso, su paso, y que por tanto no podemos medir sino externamente y cuando ha transcurrido ya por su ausencia.77
¿De qué se trata entonces? De un instante de inmediatez no conceptual cargado de sentido y saturado de realidad. Se trata de un instante que acontece como el rayo, iluminándolo todo de súbito, que diría Heráclito, clareándolo todo antes de que el mundo vuelva a esconderse detrás de la noche. Esa iluminación da lugar a un ver que es verlo todo en todo, es un instante de eternidad, un conocer todo de golpe,78 diría san Agustín, pero sin pretenderlo como un fin, pues no es algo buscado en sentido pragmático.
Rara vez sucede tal cosa en la mirada rápida e inconsciente, o en el hacer corrientes, subordinados a la velocidad del siglo; eso sí sería demasiado extraordinario. Pese a todo, en medio de lo más insignificante, alguna que otra vez tienen lugar esos instantes de máxima claridad, momentos en los que las cosas ya no son sólo eso que parecen. No es la rosa del jardín lo que nos inte resa, sino el ser rojo que se manifiesta en la rosa que el viento no puede mecer de un lado a otro porque el ser rojo no es un objeto.79 Poco interés tiene saber quién ha realizado las cosas o de qué están hechas, mucho menos, para qué sirven o cuál es su fin. Allí las causas aristotélicas se vuelven irrelevantes. Sea como fuere, ese tipo de experiencia que estamos intentado mostrar, al retorcer las palabras, tiene su lugar propio en los actos de culto, tanto en los religiosos como en los artísticos, en los actos de adoración y contemplación, aunque, no está de más volver a indicar que esos instantes también podemos padecerlos en medio de lo más mundano. Es entonces cuando las cosas y los objetos, los religiosos, los artísticos e incluso los vulgares se experimentan como apertura, epifanía, desocultación, αλήθεια que decían los griegos. Semejante apertura pone ante el hombre, aunque sea de forma fugaz, algo del Ser, de Dios, de la verdad. La experiencia de un algo, no de una cosa u objeto puestos delante, de suyo, al máximo atractiva, seductiva y encantadora que no se impone por su inteligibilidad, por su bondad o por su deber, se impone en el arrobamiento de un instante, como si de un desprendimiento súbito o una sacudida sísmica se tratase, diría Nietzsche.80 Hoy por hoy casi ninguna transfiguración es definitiva.81
Conclusión. Inocencia y Verónica metafísica
Por último, nos quedaría preguntarnos por las condiciones de posibilidad de tales experiencias de presencialidad y representatividad ¿Basta con una actitud respetuosa? A nuestro modo de ver, sí, hace falta respeto, el mismo que, pongamos por caso, le tienen los niños al juego. Dicho de otra forma, hace falta una actitud inocente, y esto también es frontera común entre experiencia religiosa y artística. En efecto, para eso resulta necesario creer, hace falta la fe, la confianza y la ilusión tan características de la actitud infantil pues, sólo los que son como niños pueden portar a Dios en sus brazos sin ser aplastados por su gravedad, que diría Rilke. Lo otro que la inocencia, la dureza de corazón y la mirada interesada son difícilmente compatibles con la presencia de Dios y con el manifestar del obrar de la obra de arte. Hace falta la seriedad de la infancia, ésa que, como diría Gadamer, permite la inversión trascendental: que el sujeto del juego no sea el jugador, sino el juego mismo; ésa que convierte al fiel y al espectador no en sujetos ante objetos, sino más bien al revés pues “el verdadero sujeto del juego no es con total evidencia la subjetividad del que, entre otras actividades, desempeña la de jugar [sino que] el sujeto es más bien el juego mismo”.82 También Heidegger lo apunta en su Parménides: “En el ámbito de esa mirada inicial el hombre sólo es lo mirado; sin embargo, éste sólo es tan esencial, que el hombre, precisamente como lo mirado, es recibido y tomado primero en la relación del ser con él mismo y es conducido así a la percepción”.83
El lenguaje simbólico es el de la inocencia, el más próximo al origen. El lenguaje religioso y el poético son las formas del decir dónde, con mayor claridad, se deja ver el misterio de lo real. Como se ha visto, en esas formas tremendamente simbólicas no se conceptualiza ni objetiva cosa alguna. Y está bien que así sea, de otro modo, podrían quedar bajo nuestro dominio. Las formas religiosas y artísticas son las más creativas y, al mismo tiempo, las más cercanas al comienzo de las cosas. Precisamente por eso, la manera más adecuada de acercarse a ellas es la inocente. El modo de situarse más cercano a la “lejanía”,84 cuando no en el origen mismo es el de los niños. Está escrito: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos” (Mt, 19,14). A Holderlin tampoco se le escapa esta idea en su poema Da iche in Knabe war. que recibir los signos de los dioses (rayos y tormentas) es un poder reservado a las almas inocentes:
Cuando yo era niño
me solía salvar un dios
del griterío y la férula de los hombres,
jugaba yo entonces seguro y sereno
con las flores del bosque
y las brisas celestes
jugaban conmigo.85
Hemos pretendido poner de relieve que, tanto en la experiencia sagrada como en la artística parece operarse no sólo una transubstanciación y transfiguración de la materia simbólica, sino otra de alcance más íntimo, incluso mística. En tales experiencias no son los hombres los que miran sino los dioses que lo hacen con un mirar simultáneo a su desvelarse o mostrarse, sin que en ello quede decantado concepto alguno ni objetivada la realidad. Y es que lo sagrado y misterioso, y ahora valdría decir la belleza, no es lo que se padece al modo de un sujeto frente a un objeto. Es al revés: el sujeto deviene objeto, pues es contemplado por este exceso de realidad, escándalo para el entendimiento, que es el más verdadero y radical sujeto. Es ahí cuando se experimenta verdaderamente eso que es el ser de Dios en su manifestarse, y es entonces cuando uno se siente al completo abierto y visto en lo más interior y último, penetrado (salvado y redimido), haciendo brotar, súbitamente, un profundo sentimiento de rubor y de pudor pues, no en vano, la intimidad ha quedado expuesta como un objeto ante un sujeto. Con semejante inversión tiene lugar, aunque sólo sea por un instante, el ocaso de “La época de la imagen del mundo”, que diría Heidegger. Esa experiencia de inversión es la de una suerte de “Verónica metafísica”, a la que el hombre con fe, o el espectador inocente (respetuoso y atento) de la obra de arte, se entrega y se somete, pues ese ser visto y escuchado hace brotar los sentimientos de criatura y de máxima expectación.
La experiencia sagrada y la experiencia estética son “experiencias de”. Nada tienen que ver con las comprobaciones o los procedimientos, ni con los conceptos ni las reflexiones. Tolstoi nos ha avisado del riesgo que supondría que la razón tocara eso que se manifiesta en su apertura. La más intensa de las fronteras comunes entre un tipo y otro de experiencia, religiosa y artística, es aquella donde acontece la transformación del sujeto en objeto, y del objeto en sujeto. Como se ha dicho, en ambas experiencias acontece un salir afuera o desocultarse lo decisivamente diferente. Algo que por ser anterior a la realidad misma no se puede nombrar.86 En él nos sumergimos y nos descentramos, dejándonos llevar en un puro sentir, un puro disfrutar, un genuino divertimento como el que los amados de los dioses padecen cuando juegan. Eso es un regalo y un don que se experimenta como algo inmerecido y gratuito que los hombres, al menos los de espíritu atento y respetuoso, suelen agradecer. Lo único que podemos asegurar es que la admiración y el asombro que toda desocultación provoca es algo que se padece, en ningún caso es algo que se hace.
Quedarían por dilucidar varias cosas ¿A quién se le abre esa realidad que el hombre padece y se actualiza con todos y cada uno de sus sentidos, que diría Zubiri?87 ¿A quién se le revela la gloria transfiguradora de Dios en el Tabor o, en otra escala, el Ser de la Obra en su manifestación fugaz e instantánea? ¿Cuáles son las condiciones que deben darse en el fiel o en el espectador para que el Ser se dé, se entregue y lo reúna todo en sí? Por último, cabría preguntarse si, cabalmente, la experiencia religiosa y la estética son tan semejantes, a pesar de compartir tantos de sus límites. Es más que posible y razonable que no sea así para el hombre con fe. Para dar cuenta de esa “desemejanza” quizá sea suficiente con traer a colación el aforismo de Wittgenstein que recogíamos en el epígrafe de este texto,
Entre Brahms y Mendelssohn existe decididamente un cierto parentesco; y no me refiero a aquel que se muestra en algunos pasajes particulares de las obras de Brahms y que recuerdan pasajes de Mendelssohn, sino que el parentesco al que me refiero podría expresarse diciendo que Brahms le da todo el vigor donde Mendelssohn lo dio sólo a medias. O: Brahms es con frecuencia un Mendelssohn sin faltas.88