Introducción
En 2012, cuando Pablo Pérez D’Ors, Richard Johnson y Dan Johnson presentaron los resultados de su estudio técnico del Retrato de Felipe IV de Velázquez, localizado en la Frick Collection de Nueva York,1 advirtieron que no sólo se trataba de una contribución que permitiría comprender mejor el trabajo de Velázquez de mediados de la década de 1640, cuando pintó algunos de sus más reconocidos retratos, sino que de manera especial permitiría poner bajo una nueva luz el retrato que Velázquez realizó de forma simultánea al del enano llamado El Primo (fig. 1).
Sin embargo, el estudio no se refería al que durante mucho tiempo se conoció como retrato de Don Diego de Acedo, El Primo,2 sino al del enano, también por largo tiempo identificado como Sebastián de Morra. A pesar de que la historiografía había respaldado casi con unanimidad esta identidad, las fuentes contenían ciertas inconsistencias o vacíos de información que impedían emitir una opinión concluyente. Ya en 1963, José López-Rey había dudado de si no se estaría confundiendo a dos personas distintas, Diego de Acedo y Sebastián de Morra, por la imposibilidad de identificar con certeza sus retratos y la localización de éstos. Y es que, para determinar la identidad del modelo, el único punto de referencia era el inventario de 1690 que don Gaspar de Haro, séptimo marqués del Carpio, había dejado a su muerte en su residencia madrileña del Jardín de San Joaquín.3
Tal parece que el origen de esta confusión comenzó tras el incendio que sufrió el Alcázar de Madrid en 1734. Entre otros, colgaban ahí un retrato de Sebastián de Morra y otro de Diego de Acedo, pero sin especificar los nombres de los personajes. Se sabía que sólo uno se había salvado del incendio, y ya se tenía noticia también del otro retrato de El Primo registrado en los inventarios de 1690 y 1692 de la colección del marqués del Carpio, pero cuyo personaje coincidía más bien con el supuesto Sebastián de Morra del Alcázar, ahora en el Museo del Prado.
Es precisamente de aquel, que a partir de ahora llamaré segundo retrato de El Primo (fig. 2) del que se tratará en las páginas siguientes. Su historia y su procedencia respaldaron la idea de que las pinturas del Museo del Prado, conocidas por más de un siglo como el retrato de Sebastián de Morra y Diego de Acedo, debían ser rebautizadas, como por fin se hizo en 2018. Hoy, el llamado retrato de don Sebastián de Morra ha pasado a llamarse sólo El Primo, y el retrato de Diego de Acedo es ahora Bufón con libros (fig. 3), con la consecuencia de que ahora no se conocen sus nombres de pila y tampoco los verdaderos rostros de Morra y de Acedo, sólo de El Primo. Por lo pronto, haber aceptado el hecho de que, para ser más precisos, la primera de estas pinturas debía ser identificada como la representación de El Primo, colocó al segundo retrato, el proveniente de la colección del Carpio, en el sitio de una verdadera fuente de estudio para averiguar más acerca de todos estos personajes, de los retratos pintados por Velázquez y en específico de la historia de ambas pinturas. El segundo retrato pertenece hoy a la Colección Pérez Simón en México, pero, si como lo señalaron Pablo D’Ors, Richard y Dan Jonhson, esta pintura es la más probable de identificar con El Primo, antes que cualquiera de los retratos del Prado, esta filiación debería tener mayor peso que cualquiera otra que se haya discutido hasta ahora. Todo esto ha dado la razón a López-Rey acerca de que los títulos tradicionales de El Primo y Sebastián de Morra no eran concluyentes.

1 Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, El bufón el Primo, 1644, óleo sobre lienzo, 106.5 x 82.5 cm, P001202. © Museo Nacional del Prado, Madrid.
Así, a quien antes conocíamos como Sebastián de Morra, serio y elegante, vestido con gran dignidad con una ropilla de púrpura y oro que se supone le habría regalado el príncipe Baltasar Carlos, cuando llegó a servirle desde Flandes a Madrid en 1643, ahora sabemos que no es don Sebastián y quién sabe si bufón, y aunque no deja de ser ese cuadro magnífico en el que Velázquez -a diferencia de sus retratos de la familia realse habría permitido unas licencias de composición y de factura inéditas, en el presente, ya no es sólo su actitud la que nos resulta enigmática, también su imagen e identidad.
Velázquez sentó a su modelo en el suelo, apoyado en una pared que con sus tonos oscuros parecía crear el marco perfecto para destacar el vistoso colorido verde, rojo y blanco de su indumentaria, pero, sobre todo, hay en él una eficacia comunicativa a la que contribuye el modelado a la vez elaborado y libre del rostro,4 cuya expresión establece una comunicación directa con el espectador. El personaje posee una mirada mucho más viva que la habitual en cualquier otra modalidad de retrato. Según José Moreno Villa, la extraña postura de El Primo, que además aparece dando al espectador las suelas de sus zapatos, nos presenta a un personaje “siniestro”;5 y no porque mire de manera directa al espectador, sino porque lo hace de un modo desafiante.
Cuando el examen técnico de las pinturas del Prado y de la Frick Collection reveló que tanto el retrato del enano El Primo (antes conocido como Sebastián de Morra) como el retrato del rey en Fraga fueron pintados en lienzos cortados por la misma tela, esta evidencia de la identidad del personaje respaldó la confiabilidad de los inventarios de la colección del marqués del Carpio, sobre todo por la aparición del cuadro mismo, cuyo estudio como fuente de cono cimiento no se había podido realizar hasta ahora. Éste es, de hecho, el sentido de la contribución a que aspiran las páginas siguientes, al tratar de reconstruir su historia, a partir de su procedencia y de su fortuna crítica, para ayudar a difundir el conocimiento del cuadro entre un público más amplio, y, tal vez, incitar a los especialistas a realizar un estudio comparativo más profundo con el cuadro que conserva el Museo del Prado.
Las características del cuadro
En el caso del retrato de El Primo que se encuentra en el Museo del Prado (fig. 1), sabemos que el lienzo sufrió recortes y añadidos posteriores, y que incluso las fracturas laterales sugieren un corte violento, tal vez de cuando fue salvado en el incendio del Alcázar de 1734, donde en tal caso habría sido inventariado desde 1666, pero con un formato oval de vara y media de alto y casi cuadrado, es decir, aproximadamente de 125 x 125 cm.6 Su formato original era cuadrangular y mayor que el actual, por lo que las consecuencias de haber sido dispuesto en un bastidor y marco ovalados, quizás a principios del siglo XVIII, es la más acusada de sus alteraciones.
Sin embargo, los elementos técnicos que los especialistas han destacado como diferencias para comparar ambos retratos se ofrecen en el examen radiográfico y la estructura material del cuadro localizado en el Prado. En primer lugar, está la tenue impresión de la figura que se confunde con el fondo, debido a una gruesa capa semitransparente inicial, así como la capa compacta de blanco de plomo y negro orgánico utilizada de manera característica por Velázquez en la década de los años cuarenta. A pesar de que el lienzo constituye una excep ción, ahora sabemos que Velázquez pudo haberse visto obligado a conseguirlo en Fraga y combinar en él una molienda muy fina de pigmentos, empleada por él desde 1635. No debe pasarse por alto que la excepcionalidad de ambos elementos hizo pensar a Carmen Garrido que la tela y la técnica de preparación de este lienzo abonaban en favor del carácter “experimental” de una representación tan libre como la del retrato.
En segundo lugar, no aparecen cambios significativos de composición, debido a que “es un retrato directamente realizado”, que, sin embargo, conserva determinados detalles de técnicas habituales en el artista, como la manera de aplicar los pigmentos y superposiciones de detalles como la del fino cuello de encaje de Flandes sobre los paños del traje. Por último, está la forma rápida y somera con que fue pintado el rostro, aunque lo mismo ocurre con los deta lles decorativos del traje, de los que Carmen Garrido comenta: “el realce de los bordados en oro de los filos de la ropilla o el cuello blanco y los puños con la puntilla a borde, son pintados con gran simplicidad. No se puede con menos trazos pintar más, dando la impresión exacta de ubicación, realce, luminosidad, transparencia, etc. Toques muy rápidos y limitadísimos”.7
Por lo que toca al “segundo” retrato de El Primo (fig. 2), de acuerdo con José López-Rey, éste se sometió a una limpieza en 1973, se eliminó entonces una capa de barniz oscuro, así como algunos repintes, sobre todo en la nariz y los ojos del modelo, que buscaban imitar la pincelada del retrato restaurado del Prado. En el ojo derecho, la nariz y el cabello se apreciaban ya ligeros deterioros, al igual que en el vestido, en el fondo y en el primer plano, además de presentar huellas de abrasión, en particular en el fondo, a la izquierda del enano. Un detalle significativo eran los repintes en el hombro izquierdo y el contorno de la cabeza,8 porque como se descubrió en el estudio realizado al retrato de Felipe IV del Metropolitan Museum de Nueva York, en las pinturas de Velázquez el contorno de las figuras sólo es visible en las imágenes radiográficas, pero no en la obra terminada.
Aunque no contamos con un estudio técnico completo y más reciente, podemos decir que la pintura de la Colección Pérez Simón se encuentra hoy día en buen estado. Al haber conservado su formato y dimensiones originales (105.7 x 85.1 cm), el cuerpo de El Primo está descentrado en el espacio del cuadro, debido a la presencia de una garrafa de barro sobre el suelo del lado derecho. Un elemento que no aparece en el retrato del Prado, que sería innece sario por el modo como afecta el equilibrio de la composición y que sería poco probable en una segunda versión original. La garrafa pudo haberse encontrado en el espacio donde fue pintado el retrato, colocarse ahí para dar idea de la estatura del personaje o hasta como un atributo relacionado con su persona, pero, en cualquier caso, no parece propio de un agregado posterior. Es una pintura mucho menos colorida y brillante que la del Prado, a pesar de que la frente, el hombro derecho y el puño izquierdo reflejan de un modo más drástico la luz que parece caer del ángulo superior izquierdo. La luz del cuadro del Prado parece tener el mismo origen, pero baña de un modo más uniforme y tenue el cuerpo completo del enano, lo que afecta a la naturalidad de las sombras proyectadas por la cabeza, los brazos y los zapatos. Esto no ocurre con el segundo retrato, que posee mayor dureza en la actitud y el rostro del modelo. Su mirada es profunda, directa y del mismo negro que el cabello, el bigote, la barba y la valona; tres elementos contrastantes con el rojo más intenso de la gabardina; y como destacó Leticia Frutos,9 el tono más rojizo del fondo y de toda la base de la composición.

2 Diego Rodríguez de Silva y Velázquez y taller, Retrato de El Primo, ca. 1644, óleo sobre lienzo, 105.7 x 85.1. Ciudad de México, Colección Pérez Simón.
Este último es uno de los rasgos más intrigantes de la imagen, sobre todo cuando se la compara con el cuadro del Prado. No sólo pareciera ser todavía más realista en términos pictóricos, también más fiel a la persona en cuanto a sus características físicas y desarrollo intelectual.10 Al contrario de lo que se ha escrito con frecuencia, parece que Velázquez no sentó a su modelo con las suelas de los zapatos hacia el frente para enfatizar que se trataba de un enano, sino para destacar la fuerza del tronco, como si se tratara de un retrato de medio cuerpo. Otra diferencia importante es el tratamiento del traje. Algunos especialistas han destacado el carácter de réplica o copia del segundo retrato, debido a que el tratamiento de la ropa es todavía más abocetado, y el cuello de la camisa, por ejemplo, no posee la transparencia que se observa en el retrato del Prado. Y es cierto que no parece haber constancia de que Velázquez trabajara de este modo, pero bien se podría decir que el segundo retrato parece más tomado del natural, “en presencia del modelo en persona” y luego reelaborado de un modo más delicado y detallado por el propio Velázquez en su estudio.
Podría tratarse entonces de la “adaptación hecha en el estudio” y más apropiada para acompañar al retrato del rey.11
Esto no resulta extraño si se recuerda que, como descubrió Michael Gallagher,12 el retrato de Felipe IV en Fraga, además de presentar varios arrepentimientos (pentimenti) que le restaron naturalidad a la pose del rey para favorecer su carácter icónico, como sustituto de su presencia, fue además recortado por la parte inferior con la intención de servir mejor a su función ceremonial y política. Esto debió ocurrir en la vida de Velázquez y tal vez fue él mismo quien lo hizo, pues se conoce, por los testimonios de la época, que este retrato del rey fue copiado y reproducido muy pronto por otros pintores y por el taller de Velázquez, como lo demuestran los cuadros existentes en una colección particular de Londres y en la Dulwich Picture Gallery. No se debe pasar por alto la función política y diplomática que jugaban los retratos de la familia real y del rey en particular, que encontraban así justificación y necesidad de su reproductibilidad, por el contrario, nos hace volver a la pregunta del porqué dos retratos de El Primo. No es el único enano que Velázquez parece haber pintado en más de una ocasión, porque un buen número de sus retratos se han perdido, pero sí es el único enano cuyos retratos aparecieron descritos como realizados por Velázquez y expuestos en célebres colecciones de Madrid ya a finales del siglo XVII. Algo que no ocurre con los de Juan Calabazas, el bufón llamado Barbarroja, Lezcanillo, conocido también como el Niño de Vallecas, ni tampoco con el hoy llamado Bufón con libros. Es incluso el único aceptado por José López-Rey como réplica de Velázquez y citado por Fernando Checa y Miguel Morán en sus respectivos catálogos.
De acuerdo con Leticia Frutos,13 el reciente examen de las radiografías del segundo retrato reveló una imagen claramente legible de la composición, ya que el artista parece haber construido su figura sobre un fondo rojo con aplicaciones de pintura opacas y bastante gruesas. Esta técnica es inconsistente con la práctica de Velázquez a partir de 1630, cuando parece haber trabajado en exclusiva sobre superficies grises con un alto contenido de plomo blanco, lo que explicaría la apariencia algo ilegible y borrosa de las radiografías corres pondientes. Por eso, para ella, la construcción técnica, junto con la aplicación evidente y hábil de la pintura, se alinearía de forma más estrecha con las obras del yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo. Como pintor líder en el estudio de Velázquez, gran parte de la producción de este artista más joven consistió en reproducir con fidelidad las pinturas del maestro, al trabajar en un estilo casi indistinguible respecto de la manera del propio Velázquez. La comparación con las radiografías del retrato de Mazo de La reina Mariana de España de luto y el sorprendente retrato de Don Adrián Pulido Pareja (ambos en la National Gallery, Londres), que antes se consideraban pinturas autógra fas de Velázquez, pero ahora se atribuyen a Mazo, sugiere que el “segundo” retrato de El Primo pudo haber sido creado por este artista, pero hay otras cuestiones a considerar, antes de poder aceptar sin más esta hipótesis.
El posible origen del segundo retrato
Al menos dos cuestiones se desprenden de lo anterior: ¿cuándo, cómo y por qué habría replicado Velázquez el retrato de El Primo? Y digo “replicado” porque hasta ahora me he referido a la pintura de la Colección Pérez Simón como el “segundo” retrato de El Primo, sin advertir todavía que, a lo largo de su historia, este cuadro se ha clasificado de manera sucesiva como “original de Velázquez”, “copia autógrafa del original que se encuentra en el Museo del Prado”, “obra del taller de Velázquez”, y en tiempo más reciente, “obra de Velázquez con la colaboración de alguien de su taller”. Sin entrar en el problema de su atribución, la primera pregunta se mantiene y da pie a otras interrogantes: ¿cuándo y por qué el marqués del Carpio habría querido poseer un retrato de El Primo? ¿pudo ser un encargo o tan sólo fue una com pra oportuna para enriquecer su colección? No es un cuadro mitológico ni erótico; no es un retrato del rey, que en su momento podría haber cumplido con funciones cortesanas, diplomáticas o políticas; y mucho menos se trata de una pintura de paisaje, un bodegón o una escena bien histórica o bien de cacería, pensando en el gusto por la pintura que prevaleció durante el siglo XVII en las cortes europeas.
Cabe recordar que los enanos formaban parte de casi todas las cortes de Europa, y los reinos hispánicos atestiguaron por siglos la presencia de un gran número de ellos. Si el reinado de Felipe IV parece un momento de especial relevancia para conocerlos, esto se debe a que llegaron a ser una compañía irremplazable para el rey y su familia. Sin llegar a la exageración de decir que formaban parte de la familia real, lo cierto es que sí se trataba de cortesanos vinculados al monarca de un modo personal, y así fue como los pintó Velázquez. Tal vez el marqués del Carpio también quiso hacerse rodear por estos cortesanos en persona, y qué mejor forma de hacerlo que con un cuadro de Velázquez.
Se han ofrecido diversas explicaciones al porqué Velázquez habría pintado a esta “gente de placer”, o a varios de ellos al menos, pero cada uno precisaría averiguar y comprender su historia. Como escribió Julián Gallego,14 es difícil saber la posición humana de Velázquez ante estos modelos, pues quienes trataron de hacer del pintor un apóstol, subrayaron la infinita atención y bondad con que los pintó, olvidaron que ésa era su manera normal de pintar; de modo que, si la denuncia existe sólo en nuestra mente, es posible que lo mismo ocurra con su deformidad y monstruosidad. Retratar a Juan Calabazas, Cristóbal de Castañeda, Francisco Lezcano o a El Primo, tal vez no fue idea de Velázquez ni de Felipe IV o de los monarcas de la Casa de Austria, porque “Pejerón”, bufón de Carlos V, fue retratado por Moro, y Magdalena Ruiz, loca de Felipe II, con su protectora Isabel Clara, por Sánchez Coello.15
A pesar de la “manera abreviada” de Velázquez, que pudo haber representado un obstáculo para el público no preparado, quienes como Felipe IV se mostraron dispuestos a aceptar y apreciar sus novedades, comprendieron muy bien las palabras de Francisco Andrés de Ustarroz en su Obelisco histórico de 1646: “el primor consiste en pocas pinceladas obrar mucho, no porque las pocas no cuesten, sino que se ejecuten con liberalidad, que el estudio parezca acaso y no afectación. Este modo galantísimo hace hoy famoso a Diego Veláz quez”.16 En el fondo, se trata del mismo “Troppo veroT de Inocencio X cuando vio su retrato pintado por Velázquez en 1650.
Tanto el retrato de El Primo como el de Felipe IV en Fraga, ambos pintados en junio de 1644, muestran la manera en que Velázquez parece haber adaptado su estilo al tema, por un lado, al dar cuenta de lo que el poeta Francisco de Quevedo admiró y elogió en él como las “manchas distantes” con las que, decía, el gran Velázquez había conseguido verdad más que verosimilitud,17 y por otro, muy lejos de la condena de Vicente Carducho por pintar borrachos, tahúres, pícaros o mujeres desaliñadas, sino más bien, al conceder a todos es tos personajes el honor del retrato que, según Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611), debía limitarse tan sólo a aquellas personas principales y de cuenta, “cuya efigie y semejanza es justo quede por memoria de los siglos venideros”.18
De acuerdo con la documentación que hace tiempo se estudiaba con miras a entender e interpretar el retrato del Bufón con libros o Diego de Acedo (fig. 3), a quien se creía El Primo, quien vivió en la corte más bien entre 1635 y 1660, trabajó en “la Estampa”, que era “el despacho u oficina de la Estampilla o firma facsimilar del rey”, y que fue así cómo se quisieron explicar los detalles de los libros y la pluma. Pero aparte de esto, El Primo parece haber servido también como correo y de acuerdo con un Asiento de Palacio descubierto por Moreno Villa en una de tales ocasiones se confeccionó en forma apresurada para él “un capote de campaña, guarnecido con un pasamanos ancho de oro falso, cosido a tres puntos, con sus mangas y portezuelas, con dicho pasamanos por dentro y fuera, y un jubón de gamuza con faldillas a lo francés guarnecido con un pasamanos más angosto y coleto con dicha guarnición. Es el jubón y coleto de gamuza, forrado”.19
Si se compara esta descripción con la del cuadro inventariado entre las pinturas del marqués del Carpio de 1692, la coincidencia del personaje es indudable: “Vn Retrato del Primo sentado en el suelo con Valona caída vestido de negro con una gauardina colorada guarnezida de pasamanos de oro y solo se ben las suelas de los zapatos con un jarro al lado Original de Diego Belazquez de vara y media de caída y vara y quarta de ancho 1000 reales”.20 Y todavía más, acaso el traje descrito se confeccionó con la misma premura con la que El Primo debió haber acompañado a Felipe IV a Fraga, donde Velázquez los pintó a ambos. Fue en aquella ocasión cuando Velázquez realizó el célebre retrato del monarca conservado hoy en la Frick Collection, su propósito era conmemorar la victoria española sobre el ejército francés en Lérida, pero los documentos revelaron una nota que agregaba el origen del cuadro de El Primo: “Más, mandó Su Mgd. que se hiciese una caja de madera para enbiar un retrato del Primo, enano, que auía echo Diego Velásquez, con dos anjeos, uno por dentro y otro por fuera; costó diez y seis reales”.21

3 Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, Bufón con libros, ca. 1640, óleo sobre lienzo, 107 X 82 cm. P001201. © Museo Nacional del Prado, Madrid. © Archivo Fotográfico Museo Nacional del Prado, Madrid.
También existe la entrada en un libro de cuentas para 1643-1645, que registra que “el enano El Primo” recibió para el cumpleaños del Rey un traje negro hecho de tela rizada. El color y la tela podrían coincidir con los usados por el enano antes identificado con don Diego de Acedo, y si se considera la fecha del recibo, es posible que lo usara también en 1644, de haber sido el personaje que retrató Velázquez en Fraga junto al rey. Pero, si bien Pedro de Madrazo concluyó que Diego de Acedo, El Primo y el Enano con libros eran los tres el mismo personaje cuyo retrato fue pintado en Fraga en 1644, esta información ha tenido que ser descartada por el Museo del Prado. Ahora, cabe observar una de las diferencias más significativas entre el retrato de El Primo del Prado y el cuadro de la colección del marqués del Carpio, y es que este último sí viste un traje de color negro.
Esto nos permite analizar dos casos comparativos, tomando como punto de partida similares modos de proceder de Velázquez, o si se quiere, del artista y su taller. En primer lugar, está el famoso retrato de Inocencio X (1650) al que ya se ha hecho referencia, con sede en la Galería Doria-Pamphili de Roma, cuadro incluso firmado por Velázquez, pero del que según Antonio Palomino,22 el propio Velázquez habría realizado una “copia” que llevó consigo a España, fue vista y elogiada por Mariano Boschini en Venecia, además de haber sido descrita por el nuncio papal en Madrid como “muy parecido” al modelo, con lo que también el rey Felipe IV se vio muy complacido. Lo importante es que este retrato, hoy localizado en la Apsley House, Wellington Museum de Londres, ha sido considerado, por lo menos desde Carl Justi (1903),23 como “un estudio del natural con colaboración de otra mano, opinión compartida por López-Rey (1979)”.24
Si en el caso de los dos retratos del papa Inocencio X es posible documentar la recurrencia de Velázquez a la realización de “copias” con variantes de su propia mano, el segundo ejemplo comparativo nos lo ofrece el estudio que Michael Gallagher25 realizó de cuatro retratos de Felipe IV, rey de España (Madrid, Dallas, Nueva York y Boston: Museo del Prado/Meadows Museum/ Metropolitan Museum/Museum of Fine Arts), donde encontró que un trazado del contorno y de las facciones del retrato de busto del Meadows, fechado en 1623, coincidía con exactitud con el del Metropolitan que él se encontraba restaurando, y cuyos documentos permitían situarlo a finales de 1624, pero que también coincidía a la perfección con el trazado original de la radiografía del cuadro del Prado. Esto permitió concluir que el retrato de Boston no era una obra del taller de Velázquez, como se había pensado, sino una réplica autógrafa, para la cual también se había utilizado un trazado, con seguridad a partir del retrato del Metropolitan, porque la coincidencia era todavía más cla ra, aunque según las radiografías, el cuadro de Boston presentaba las líneas de refuerzo y los contornos de la imagen, el traje aparecía pintado con más libertad y las líneas del pincel parecían seguir la forma de la cabeza de un modo preestablecido y hasta con ciertas “carencias de inteligencia visual”. Pero como recordó Gallagher, es necesario pensar en lo difícil que debió ser en el siglo XVII duplicar un cuadro con tal grado de perfección y mediante una comparación in situ, para por último repetir, replicar o actualizar una pintura.
Lo mismo ocurre con los dos principales retratos de Sor Jerónima de la Fuente (1620), pues si bien no se duda de la autoría de ambos, entre ellos se observan claras diferencias, aunque siempre la primera versión se identifica con la mayor elaboración de la pintura y la réplica con un trabajo más simplificado y directo.26 Si es verdad, como afirmó Gallagher, que “la réplica” fue algo que Velázquez aprendió desde antes de su traslado definitivo a Madrid, y tampoco se trataba de una práctica extraña a los artistas de su tiempo, como Gentileschi o Van Dyck, los dos retratos de El Primo bien podrían ser tratados como parte de dicha práctica, y no sé si hasta el punto de hacernos dudar cuál de ellos pudo haber sido la primera versión, pero sí para conocer y valorar ambos cuadros de un modo más adecuado. Por ahora baste decir que, pese a sus diferencias más evidentes, también ahí es posible que se haya empleado un trazado para replicar otro original.
Hay un episodio conocido en la vida de El Primo que fue recogido por José Pellicer en sus Avisos históricos sólo dos años antes del viaje a Fraga, el 22 de julio de 1642. En ellos escribió:
El jueves, a 17, sucedió una cosa bien extraordinaria, y es que por la mañana salió el señor conde-duque al Humilladero, como acostumbra, donde vio pasar la com pañía del señor marqués de Salinas, que llegó con doscientos hombres, y otras; y a la vuelta pasó con su carroza por un lado de la de Salinas y una escuadra de la de arcabuceros, que era la primera hilera, le hizo salva. Entre los que tiraron disparó uno con bala, y otros dicen que con taco fuerte. La bala o taco dio en una barra del coche, hacia la parte de la proa, y rompió la vara haciendo harta batería, y con la pólvora y pedazos que chascó hirió en la cara a un enano que iba allí que llaman el Primo, y alcanzó algo al Secretario Correa, aunque no de peligro.27
El marqués del Carpio era sobrino de Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, y de acuerdo con este relato El Primo había recibido una bala que de forma accidental o intencionada iba dirigida al conde-duque. Esto es algo que, según la nota del catálogo de la subasta de 2012,28 habría señalado la presencia de El Primo en la historia familiar del marqués, lo que hacía improbable la identificación errónea de su retrato en los inventarios. Salvar la vida del conde-duque habría asegurado la memoria del enano dentro de la familia, e indirectamente, podría explicar el interés del marqués en poseer su retrato, tanto más si provenía de la mano del mismísimo Velázquez.
La colección del marqués del Carpio
Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio (1661-1687), Heliche (1648-1687) y V conde-duque de Olivares (1661-1687), fue hijo de Luis Méndez de Haro y Guzmán, valido de Felipe IV y de Catalina Fernández de Córdoba. Sus padres planearon muy pronto su carrera política, y puesto que el mecenazgo y el coleccionismo habían cobrado especial importancia para valorar el prestigio social, la cantidad y la calidad de las obras que llegó a reunir convirtieron a Gaspar de Haro en uno de los coleccionistas más importantes del siglo XVII. Parte de su colección la heredó de su padre, pero el cargo de alcalde del Buen Retiro le permitió conocer de cerca a los pintores y escultores que trabajaban en las producciones teatrales de la corte, además de poder contemplar de cerca y familiarizarse con las colecciones reales del Alcázar y del palacio del Buen Retiro. Entre 1667 y 1682 ocupó el cargo de embajador en Roma, pero éste fue solo la antesala para conseguir el de virrey de Nápoles. Su estancia en Italia consolidó su formación como coleccionista, pudo apreciar un gran número de pinturas españolas, italianas y flamencas, conoció a los artistas jóvenes que se presentaban en la corte papal de Inocencio XI, se relacionó con intelectuales y artistas de la talla de Carlo Maratta y Gian Lorenzo Bernini, además de informarse mejor de cómo valorar en forma adecuada las obras que él mismo poseía o adquiría.29
En más de una ocasión, el marqués del Carpio ha sido considerado el mejor ejemplo del coleccionismo hispánico del siglo XVII, primero por la calidad de las obras que llegó a poseer, pero también porque no se conformaba sólo con adquirirlas, además se informaba y estudiaba a los artistas de moda y a los mejor cotizados, ya fueran del pasado o del presente. Hasta ahora se han contabilizado siete inventarios de la colección del marqués del Carpio, desde el primero de 1651, que incluyó lo heredado por su madre, Catalina Fernández de Córdoba, fallecida en 1647, la biblioteca que heredó de su tío el conde-duque de Olivares, la parte que adquirió de la colección de los Zúñiga30 y las que compró en la almoneda de Carlos I de Inglaterra; hasta el último de 1690.
De acuerdo con María Bustillo Merino, la colección se podía dividir en dos etapas, la madrileña y la italiana. En la primera estuvo incluida, nada menos que la Venus del espejo (ca. 1644-1648) de Velázquez, que lo colocaba en una elevada posición social, no sólo por su gusto italianizante y por la posibilidad de poseer una obra de tema mitológico como ésta, también por la moralidad cristiana y cultura clásica que era reconocida por el monarca y los nobles coleccionistas. La lista de los artistas italianos y no españoles de su colección es impresionante, porque casi llegó a replicar y superar las propias colecciones reales. Su favorito fue Tintoretto, pero también coleccionó a Van Dyck, Rubens, Brueghel, Tiziano, Bassano, Veronés, Bernini, Palma el Joven, Maratta, Bril, Rembrandt, Caravaggio, Salvator Rosa, y ocupando un lugar destacado a partir de su estancia en Nápoles, Luca Giordano. A los veintidós años, Gaspar de Haro ya contaba con una colección de 331 cuadros. Durante su virreinato en Nápoles, su colección pasó de 1 100 a 1 800 cuadros, y al morir, de sus tres mil obras de arte, casi dos terceras partes eran pinturas.31
Su llamada “colección madrileña” tuvo como principal fuente de inspira ción la colección real. Podríamos hacer muchas conjeturas acerca de la relación de Velázquez y el marqués del Carpio como coleccionista, sobre todo porque la Venus del espejo (ca. 1644-1648) y el segundo retrato de El Primo (ca. 1644) no fueron los únicos cuadros de mano del sevillano que llegó a poseer. Ya en 1952, José Manuel Pita Andrade había dedicado un artículo al estudio de “Los cuadros de Velázquez y Mazo que poseyó el séptimo Marqués del Carpio”,32 pero con sólo revisar los catálogos de José López-Rey, el de Fernando Checa o el de Miguel Morán Turina con María Isabel Sánchez Quevedo, podemos observar la complicada cuestión que se abre ahí para tratar de esclarecer la relación de Velázquez y sus obras con el marqués del Carpio y su colección.
Al seguir la investigación que Markus Burke realizó en 1984, acerca de las colecciones privadas de arte italiano en España durante el siglo XVII, Enriqueta Harris33 observó que en los inventarios de la colección del marqués del Carpio, realizados en 1677 y 1688, figuraban 16 pinturas atribuidas a Velázquez y no más de 20, como afirmó Jonathan Brown; además, según otro testimonio recogido por Burke, parece que antes de abandonar España en 1677, el marqués del Carpio había “expurgado” su colección de lo que en su mayoría eran copias, aunque “de buenos originales”. El conde de Harrach, embajador de Austria, había dado cuenta de esto en su diario después de asistir a una subasta de pinturas del marqués del Carpio en junio de 1674, en la que encontró poco más que copias.34
De manera que, además de la Venus del espejo (ca. 1644-1648), que ya apa rece en el inventario de la colección del marqués el 1 de junio de 1651, y El Primo (ca. 1644), hay al menos otras seis de las más importantes pinturas de Velázquez que siguen siendo reconocidas o estudiadas y que pertenecieron al marqués del Carpio: 1) Demócrito (ca. 1628-1629), el cuadro que ahora se identifica como el más original de todos los que presentan al mismo personaje sonriente, actualmente en el Museo de Bellas Artes de Rouen. Según el inven tario de 1692, en este año habría pasado de manos de los sucesores del marqués a las de Pedro Rodríguez en Madrid; 2) Retrato de una joven (ca. 1635), que quedó registrado desde el inventario del marqués del Carpio de 1677 en el Jardín de San Joaquín de Madrid y, al igual que el retrato de El Primo, pasó a partir de su sucesión en 1692 a manos de su hermano Juan Domingo, VII conde de Monterrey.35 Aunque se ha puesto en duda como obra autógrafa, hoy día se encuentra en Chatsworth, Devonshire y su calidad no es inferior al retrato de la misma joven representada en Dama con un abanico (ca. 1635) de la Colección Wallace de Londres, cuya autenticidad también había sido cuestionada; 3) Retrato alegórico de Felipe IV (ca. 1645), en el cual se ha visto desde hace tiempo una participación importante del taller de Velázquez con influencia de Rubens, aunque según Miguel Morán, al menos la cabeza sería obra de Velázquez.36 También apareció en el inventario de 1651; 4) Una joven campesina (ca. 1645-1650) que formó parte de la almoneda del marqués en Nápoles, con quien estuvo durante su virreinato entre 1682 y 1687, y pasó de su sucesión a una colección particular en Roma; 5) Retrato de Camillo Massimi (1650), que perteneció también al marqués de 1682 a 1687, y hoy es uno de los retratos más celebrados de Velázquez durante su segundo viaje a Roma. En la actualidad es compañero de las llamadas Meninas de Dorset en Kingston Lacy, y 6) Retrato de Olimpia Pamphili (1650), cuñada de Inocencio, que fue pintado por Velázquez en Roma, perteneció a la importante colección de Massimi y junto con los retratos de Felipe IV, la reina Mariana y las infantas Teresa y Margarita, que encargó a Velázquez, todos ellos comprados en 1678 por el marqués del Carpio y llevados por él a Nápoles desde 1682 hasta su muerte.37 Se le consideraba perdido, pero reapareció y fue subastado en Londres en julio de 2019.
Al comparar la lista anterior con los inventarios de 1677 y 1688, el marqués llegó a poseer desde una obra no discutida como la Venus del espejo, y de la que con probabilidad él mismo se desprendió por razones políticas, hasta una composición por encargo como el Retrato alegórico de Felipe IV, cuyo carácter celebratorio y monumentalidad importaban más que la mano o las manos que la hubiesen realizado, igual que los retratos de Camillo Massimi y Olimpia Pamphili, que si ya no jugaron un papel político relevante durante su estancia en Italia, sin duda lo erigieron como el más entusiasta admirador del arte de Velázquez.38 Y desde luego, Retrato de una joven, Una joven campesina y El Primo. Las tres pinturas de carácter privado y de tema profano, a las cuales no se les puede atribuir una función política, y sería aventurado querer encontrar en el marqués del Carpio alguna sensibilidad particular hacia la vida del pueblo.39
Lo mismo que con las escenas mitológicas y los desnudos, el marqués del Carpio perteneció a esa pequeña élite de coleccionistas españoles del siglo XVII, que así como eran capaces de reconocer los principios clásicos de la representación pictórica, también podían “trascender la ‘vulgaridad’ de los temas para disfrutar de la manera en que estaban pintados, eran los únicos capaces de entender aquellos cuadros y disfrutarlos como lo que son, como pura pintura”.40 Esto permitiría sugerir otras posibles respuestas a la pregunta del porqué Carpio habría querido coleccionar algunas de estas pinturas.
Por tanto, es cierto que el marqués del Carpio poseía cuadros de “segunda fila” y “copias”, además de que “en el siglo XVII, los inventarios de colecciones se realizaban con fines legales, no científicos”,41 pero es un tema que merece mayor cuidado, porque esto no significa que carezcan de toda fiabilidad. De los inventarios de la colección del marqués del Carpio, el primero lo realizó Claudio Coello, pintor del rey, y el segundo, José Jiménez Donoso, otro pintor que pudo haber conocido en persona a El Primo, fallecido, lo mismo que Velázquez, en 1660. El caso es todavía más excepcional, porque a diferencia de otros retratos de enanos y de otros inventarios de la época, en los de 1690 y 1692 ambos pintores identificaron al modelo con toda seguridad.42
De la Colección del marqués del Carpio a la actualidad
Como quedó dicho, tras la repentina muerte del marqués del Carpio en 1687 fue necesario vender la mayor parte de su colección artística para saldar sus deudas. El retrato de El Primo fue uno de los cuadros que apareció en su almoneda de Madrid en octubre de 1692, en donde fue adquirido por su hermano Juan Domingo. Esta última circunstancia es importante porque al quedar viudo en 1710, el conde de Monterrey se ordenó sacerdote e ingresó a la Congregación de los Venerables de San Pedro de Madrid, por lo que al morir sin descendencia en febrero de 1716, convirtió en su heredera a la única hija del marqués del Carpio, Catalina de Haro y Guzmán, quien a su vez era esposa de Francisco Álvarez de Toledo (1662-1739), X duque de Alba, así que a principios del siglo XVIII, una significativa porción del patrimonio artístico del marqués del Carpio pasó a las colecciones ducales.43 Sin embargo, éste no parece haber sido el destino del retrato de El Primo, porque en las referencias que existen acerca de la procedencia del cuadro, éste no vuelve a aparecer hasta 1785 como parte de la colección madrileña del infante don Luis de Borbón.44 A pesar de que faltan estudios más detallados sobre la colección Carpio-Alba en el siglo XVIII, es improbable que hubiese sido doña Catalina de Haro y Guzmán quien se deshiciera del cuadro después de 1716, por lo que el camino para que El Primo llegara a la colección del infante Luis debió ser mucho más franco. La hipótesis más verosímil es que después de haber pertenecido al conde de Monterrey, el retrato hubiese pasado por la colección de Isabel de Farnesio.
Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, llegó a poseer una magnífica colección de más de novecientos cuadros, esculturas, abanicos y porcelanas. Las pinturas tenían diversas procedencias; algunas fueron llevadas desde Parma y Holanda, otras compradas al marchante Florencio Kelly, y otras más heredadas o recibidas como regalos. Hasta hace algunos años se suponía que a la muerte de la reina su colección se había sumado a la herencia de Carlos III y luego a la Fundación del Museo del Prado; sin embargo, además de las hijuelas de cada heredero, que ya estaban definidas en 1766, Isabel de Farnesio había comprado con el dinero de su bolsillo secreto, y no con fondos reales, obras que no formaban parte del patrimonio inalienable de la Corona, por lo que además de los 109 cuadros y cinco esculturas heredados de su madre, antes de la almoneda del 13 de febrero de 1768, don Luis pudo comprar 72 cuadros más, procedentes también de la colección de su madre. Tal era la importancia de la colección y el interés del infante, que mientras las hijuelas fueron tomadas a partir del inventario realizado por el pintor de cámara Domingo María Sani, la compra de los 72 cuadros siguientes fue tasada por el pintor Anton Raphael Mengs.45

4 Sello lacre al reverso sobre la parte inferior del bastidor del Retrato de El Primo, ca. 1644, óleo sobre lienzo, 105.7 x 85.1 cm. Ciudad de México, Colección Pérez Simón.
El “segundo” retrato de El Primo no presenta en el reverso el sello con la flor de lis que identifica a Isabel de Farnesio (fig. 4), pero debe recordarse que este sello sólo correspondía a las adquisiciones hechas por la reina tras la muerte de su esposo.46 Y es que en el inventario de la colección de Felipe V e Isabel Farnesio, entre otras pinturas de Velázquez y copias de Velázquez, con el número 116 se describe un cuadro “de vara y quartta de alto y ttres qyuarttas de ancho de un retratto de un Enano cuerpo enttero original de Belazquez en dos mil reales”.47 En estas fechas las atribuciones a Velázquez eran abundantes, pero las procedentes de colecciones con tal reconocimiento han sido casi siempre identificadas gracias a que Velázquez no fue muy productivo. Por otro lado, en la colección de Felipe V e Isabel Farnesio se registran muchas pinturas que se especifican como copias, gracias a la intervención de otros pintores en su elaboración. En la tasación que Mengs hizo para Carlos III y para el infante don Luis, uno de sus principales propósitos fue satisfacer los gustos de ambos coleccionistas, el costo no era factor, porque los precios de las almonedas de su madre eran de forma intencional bajos para favorecerlos y facilitar sus compras. Por otro lado Mengs conocía bien el “naturalismo” de Velázquez, aunque le pareciera “grande en artificio pero sin idea”.48 Y es que si un siglo antes resultaba excepcional encontrar replicado el retrato de El Primo en la colección del marqués del Carpio, a partir del siglo XVIII, parece que la imagen de nuestro “siniestro” personaje ya no dependerá del nombre de Velázquez, cuyo reconocimiento como pintor universal tendría que esperar hasta Manet y otros críticos posteriores, sino del nuevo gusto de la época.49
A la muerte del infante don Luis en 1785, las 909 pinturas de su pinacoteca incluían obras hechas por encargo a artistas como Tiepolo, Mengs, Bayeu, Paret o Goya, y fueron repartidas entre su viuda, María Teresa de Vallabriga y Rozas (1759-1820) y sus tres hijos, Luis María (1777-1823), futuro arzobispo de Toledo, María Teresa, condesa de Chinchón (1780-1828), y María Luisa, duquesa de San Fernando (1783-1847). A esta última le correspondió heredar el retrato de El Primo. En 1817, María Luisa se casó en Madrid con José Joaquín Melgarejo y Saurín (1780-1835), II marqués de Melgarejo y I duque de San Fernando de Quiroga quien, si bien fue favorecido por Fernando VII por haberle sido fiel en su causa contra Manuel Godoy, tras participar como ministro de estado en la Junta Provisional que se formó después de la Constitución de Cádiz, él y su esposa tuvieron que exiliarse en París. Después de pasar unos años en Roma, ambos regresaron a Madrid, donde el duque fue ministro de la Regencia de la reina María Cristina de Borbón, aunque murió en 1835.
Los duques de San Fernando de Quiroga fueron también coleccionistas y promotores de arte. Entre 1828 y 1829, el duque tenía en su propiedad el Cristo crucificado, pintado por Diego Velázquez hacia 1632, mismo que entregó al rey en 1829, y quien a su vez lo habría de donar al Museo del Prado. El retrato de El Primo, en cambio, fue conservado por María Luisa hasta el 31 de octubre de 1845, poco antes de su muerte en marzo del siguiente año, cuando vendió a José de Salamanca un total de 71 pinturas por valor de un millón de reales de vellón.50 José de Salamanca y Mayol (1811-1883) fue un banquero originario de Málaga, cuya vida coincidió con el periodo de modernización y desarrollo tecnológico bajo el reinado de Isabel II, quien lo favoreció nombrándolo marqués de Salamanca en 1863 y conde de los Llanos en 1864. Además de invertir en el primer ferrocarril Madrid-Aranjuez y en el Banco de Isabel II, Salamanca reunió una colección de pinturas que hoy se considera una de las más prestigiosas galerías españolas del siglo xix. Esto fue posible gracias al auge de su fortuna alrededor de 1845, pero también porque contó con el consejo y asesoramiento del pintor José de Madrazo, entonces director de la Academia de San Fernando y del Museo del Prado, además de los pinto res Valentín de Carderera y Gregorio Cruzada Villaamil.51
No obstante, además de ciertos altibajos económicos sufridos en fechas anteriores a 1845, que lo llevaron a permutar varias obras de su galería con el Patrimonio de la Corona a cambio de acciones del ferrocarril, y a empeñar otras con prestamistas londinenses, la crisis económica de 1865-1866 fue la que finalmente obligó a Salamanca a recurrir a una venta pública en su hotel particular de París, bajo la dirección del famoso perito tasador Charles Pillet, el 3 de junio de 1867. Esta primera venta tuvo una preparación minuciosa, que la hizo coincidir con la Exposición Universal. Su difusión aseguró la asistencia de algunos de los más importantes especialistas y coleccionistas de la época. A pesar de que también se incluyeron cuadros de las escuelas italiana, alemana, flamenca y holandesa, fue una venta que marcó la historia del coleccionis mo francés y el conocimiento de la pintura española en Francia, tanto por los artistas representados en ella, desde Alfaro y Antolínez hasta Velázquez y Zurbarán, como por las prestigiadas procedencias de las obras, que incluían las colecciones de Mariana de Neoburgo, Isabel Farnesio y el infante Luis de Borbón.52
La subasta de 1867 fue un éxito y hasta le permitió al marqués de Salamanca recuperar algunos de sus cuadros más preciados, pero no fue suficiente para levantar su posición económica, por lo que el 25 y 26 de enero de 1875 se celebró la segunda venta de la colección Salamanca en París. Esta vez el principal incentivo fue la fama que el recuerdo de la primera subasta había alcanzado, pero también saber que volverían a aparecer tres de los cuadros recuperados por el marqués en 1867: Santa Rosa de Lima de Murillo, Apolo desollando a Marsyas de Ribera y el Enano de Felipe IV de Velázquez, título bajo el cual apareció el retrato de El Primo.53 Cabe destacar que en el catálogo de la segunda venta, El Primo se publicó junto a otras diez obras asociadas al nombre de Velázquez, pero con notables cambios de atribución respecto de la primera venta, pues se hacía ya la distinción entre obras de Velázquez, atribuidos a Velázquez y de la escuela de Velázquez. En la actualidad, de las 366 obras que aparecieron en subastas francesas vinculadas al nombre de Velázquez durante el siglo XIX, sólo dos de ellas se mantienen ahora como indiscutibles: El Cristo de San Plácido (Madrid, Museo del Prado) y La dama del abanico (Londres, Wallace Collection), mientras que dos de ellas siguen dividiendo a los especialistas Calabacillas (Cleveland, The Cleveland Museum of Art) y nuestro enano El Primo (Ciudad de México, Colección Pérez Simón). El resto han sido modificadas y rechazadas con el tiempo o siguen en paradero desconocido, como fue el caso del Retrato de Olimpia Pamphili y del mismo retrato de El Primo.54 Ahí es donde el rastro de la procedencia de El Primo se pierde. Sabemos que en la segunda venta de Salamanca el cuadro pasó por 2750 francos a una colección particular parisina y de ésta, en fecha todavía desconocida, a una colección particular en Suiza, de donde por último, salió para subastarse en enero de 2012.55
En 2012, Leticia Frutos respaldó la clasificación del retrato de El Primo como una obra del “taller de Velázquez”, y presumiblemente, de la autoría de Juan Bautista Martínez de Mazo, por tratarse de su discípulo más cercano. Sin embargo, esto no parece suficiente. Al menos desde finales de la década de 1640, Mazo mantuvo una importante relación como copista con el marqués de Carpio, misma que quedó atestiguada por la presencia del cuadro de Las Meninas de Kingston Lacy, en el inventario de los bienes que dejó a su muerte el marqués del Carpio en 1688,56 pero esta misma circunstancia podría haber impedido a Mazo registrar como obra de su maestro una pintura sólo suya.
Mazo fue el más importante de los pintores velazqueños, y la calidad de su pintura ha hecho difícil adjudicar con toda seguridad al maestro o al discípulo la autoría de algunas obras. En 1633 Velázquez casó al joven pintor con su hija Francisca, como muestra del aprecio y de la confianza que el arte de su discípulo le inspiraba. Mazo estuvo vinculado al príncipe Baltasar Carlos, fallecido a los 16 años, del que fue profesor de dibujo y al que acompañó a Zaragoza, donde murió en 1648, pintando allí tanto su último retrato como la famosa Vista de la ciudad de Zaragoza, por indicación del propio príncipe. En sus retratos se muestra tan cercano a Velázquez, incluso en la técnica, que la tarea de diferenciar la atribución de algunas obras ha sido bastante ardua.57
En 2003 María del Mar Doval Trueba presentó su tesis sobre Los velazqueños, y ya desde 1996, Enriqueta Harris había adelantado en el conocimiento de los asistentes de Velázquez,58 pero lo cierto es que todavía “se dispone de muy pocos datos concretos sobre la composición y el funcionamiento del taller de Velázquez en los últimos años de su carrera y sobre los mecanismos de multiplicación de sus retratos”.59 Y aunque tal afirmación incumbe sobre todo a los retratos de Felipe IV, la comparación que estableció Javier Portús entre “el material técnico” del retrato del Museo de Bellas Artes de Bilbao y el del Museo del Prado nos acerca a una conclusión muy similar. De acuerdo con las respectivas imágenes radiográficas, la capa de preparación del retrato de El Primo que se ubica en el Prado, también es blanco-grisácea, mientras que la del retrato de la Colección Pérez Simón es rojiza, como los retratos de Felipe IV del Museo de Bilbao y del Museo de Arte de Cincinnati. Lo que sugiero es que el segundo retrato de El Primo también podría ser una copia autógrafa si consideramos las diferencias técnicas, no por la evolución del pintor o por la intervención de sus discípulos, sino por el fin al que serviría. De ahí que no sugiero en ningún momento que el retrato de El Primo en el Museo del Prado sea mejor o peor, anterior o posterior al retrato de El Primo en la Colección Pérez Simón, lo que digo es que ganaríamos mucho en su estudio si se le dejara de estudiar como único original
Como ha señalado Javier Portús, la multiplicidad de todas estas obras nos obliga a enfrentar una concepción de la pintura muy distinta de la que tenemos hoy. A su definición como “obra de arte” no sólo se le imponía su estatus como objeto de uso, además, en el caso de los retratos reales, su multiplicación también era imprescindible. Si esto es cierto a propósito de la efigie de Felipe IV, de la reina Mariana de Austria o de las infantas María Teresa y Margarita, qué podríamos decir acerca de la dignidad que adquiere nuestro “siniestro” personaje de El Primo. Pese a la carencia documental en los mecanismos del taller de Velázquez y su dinámica administrativa, el uso de calcos y la partici pación del maestro en su realización son una vía indiscutible para el análisis comparativo y pormenorizado de cada obra en su multiplicación. Únicamente así se podrá, no sólo agrupar las pinturas en series o secuencias de acuerdo con sus variantes o el mayor o menor grado de elaboración en su escritura, sino también avanzar en estudios que nos permitan pensar de un modo distinto la relación entre el calco y su prototipo. Tal vez nos sorprenda descubrir que los retratos pintados por Velázquez ante el modelo no siempre fueron los más conocidos o los más eficaces, y tampoco los destinados a servir como prototipos para la posteridad.