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versión impresa ISSN 0185-013X

Foro int vol.56 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2016

 

Reseñas

Rogelio Hernández Rodríguez, Presidencialismo y hombres fuertes en México. La sucesión presidencial de 1958

Jaime Hernández Colorado

Hernández Rodríguez, Rogelio. Presidencialismo y hombres fuertes en México. La sucesión presidencial de 1958. México: El Colegio de México, 2015. 191p.


I. Introducción

El cacique ha sido objeto de estudio desde hace varias décadas. Relacionado, como oposición, con el de caudillo, comúnmente se le ha vinculado con características regionales, es decir, de dominio local, de ejercicio del poder en un territorio determinado, pequeño y delimitado por los linderos de otros cacicazgos. Rogelio Hernández coloca en este libro las bases para dos nociones: la de cacique -ya discutido ampliamente- y una novedosa y, por eso, interesante: la de hombre fuerte.

Las fortalezas de la obra son evidentes. El libro hace una trilogía con Amistades, compromisos y lealtades1 y El centro dividido. La nueva autonomía de los gobernadores,2 pues se lo puede leer como un aporte más de Hernández a la labor de derrumbar algunos mitos que, con bases endebles, han campado en los estudios políticos mexicanos. Los absolutos, como se puede constatar en la lectura de las investigaciones del autor, no son suficientes para explicar la lapidaria, intrincada y contradictoria realidad política ni sus prácticas y procedimientos; al menos no en México. Más allá de la atención en Presidencialismo y hombres fuertes..., es conveniente decir que las contribuciones de Rogelio Hernández a la discusión contienen bases conceptuales sólidas y análisis con herramientas políticas, históricas y sociológicas que, al final, construyen argumentos sencillos y no por ello simples. Volvamos, por ejemplo, a la importancia de desmontar la afirmación de que el pretendido “Grupo de Atlacomulco” ha funcionado de forma idéntica desde su “fundación”. Otro ejemplo: la relevancia de derrumbar el mito de que los gobernadores fueron, durante todo el siglo XX, subordinados del presidente (hay quienes llevan, aún, este argumento al grado superlativo). El autor ha contribuido, estudiando estos y otros objetos, a mostrar que la realidad es siempre más complicada de lo que parece.

En este libro puede identificarse una aportación contundente. De nuevo: las bases para afirmar la idea de cacique. Y más: la idea sugestiva de hombre fuerte que, según el autor, debería observarse sólo como una propuesta de tipología. Este breve libro aporta tres elementos concretos: detalla y consolida el concepto de cacique; propone uno nuevo que, si se analiza, es en realidad una etapa superior del cacicazgo; y, además, establece -quizás sin pretenderlo- una cronología de los liderazgos regionales en México. En ésta, el autor propone distinguir entre etapas históricas, pues las mismas, a la vez, otorgaron condiciones específicas a esos líderes locales. Un hallazgo más: Hernández coloca en el debate una idea muy discutida, pero actualmente desdeñada: los liderazgos locales han estado ahí siempre; lo que ha mutado es su forma de ejercer el poder y de relacionarse con el poder nacional.

II. Del cacique al hombre fuerte

Como se ha dicho, el libro de Rogelio Hernández adelanta algunas líneas para forjar la definición de cacique. A pesar de que esta definición es clásica en los estudios históricos y políticos en México, hasta ahora su anclaje había sido limitado. Sobre ese tema se han escrito varios textos, todos de calidad. El concepto remite invariablemente “al ejercicio del poder de forma individualista, en un territorio delimitado, geográfica, cultural, económica y socialmente, en el que no existe ningún sistema normativo y menos de gobierno”.3 Esta concepción, que Hernández vincula con los estudios de Paul Friedrich, Eric Wolf y Edward Hansen, remite a los caciques en sentido histórico.4 Y poco más: establece elementos de relación invariable con la autoridad caciquil: ejercicio personalista del poder, dominio con base en prácticas políticas tradicionales, autoridad delimitada por criterios geográficos y, frecuentemente, en regiones muy concretas.

Pese a la capacidad del sistema político mexicano de ofrecer ejemplos nuevos y de que la figura de los caciques, en el periodo postrevolucionario, sufrió modificaciones sustanciales, los estudios políticos en México pusieron poca atención en el cacique, limitando sus capacidades de ofrecer ajustes conceptuales que, como vemos en la obra de Hernández, no son menores. Estas alteraciones permiten entender una parte importante de las relaciones políticas que se desarrollaron en México, durante la mayor parte del siglo XX, y de las que se llevan a cabo actualmente. Así, esta obra subsana ese faltante esencial: propone ajustes a la noción de cacique y, además, introduce una nueva definición que, hemos dicho, va más allá de lo que el autor caracteriza como una mera variación de tipología.

La situación estática del concepto de cacique se puede observar si asimilamos que los aportes de Moisés González Navarro y Fernando Díaz Díaz han primado en la discusión académica, al menos por cuatro décadas.5 No es menor, en cambio, reconocer en los trabajos de esos dos autores un esfuerzo consistente por consolidar una concepción unívoca del cacique. Díaz Díaz, discípulo de González Navarro, propuso no sólo un rasero para definir a la autoridad caciquil; también lo hizo por medio de la metodología weberiana de los tipos ideales. Como se sabe, al diseñar un tipo ideal no necesariamente se propone una definición; lo que se hace es colocar una medida para comparar los casos reales. Se entiende, al hacer la comparación, qué sí y qué no es un cacique. Las variables de Díaz para construir el tipo ideal de cacique fueron parecidas a las de Friedrich: ruralidad, obra de proyección regional, defensa del statu quo, tránsito de la dominación carismática a la tradicional y, finalmente, la jacquerie como mecanismo de afirmación de la autoridad caciquil.6

El interés de González y Díaz puede identificarse como similar al de Friedrich: definir a una de las figuras más importantes del desarrollo político en México. Es sencillo observar, en los tres autores, que entienden la relevancia del ámbito regional/local en la trayectoria política mexicana desde la independencia, incluso antes, si observamos estudios como los de Benson o Alisky.7 Así, queda claro un elemento que será vital para la propuesta conceptual de Hernández: el cacique es una figura que permaneció inalterada, por prácticas y ejercicio del poder, durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, si bien en éste sus condiciones se alteraron debido al fenómeno político que trastocó todos los órdenes de la vida en México: la Revolución Mexicana.

Rogelio Hernández evidencia que la definición de cacique debe estudiarse a la luz del proceso de evolución histórica del país. De nuevo, la idea que propusieron Díaz, González y Friedrich es adecuada para entender los cacicazgos del siglo XIX y, al menos, hasta la primera mitad del XX, puesto que las prácticas políticas en México cambiaron poco en ese arco temporal. Es decir, la política tradicional no empezó a ceder espacios a otro ámbito de relaciones de poder sino hasta entrado el siglo XX. He aquí el primero de los aportes conceptuales del libro: la idea del cacique debe entenderse en sentido histórico, de forma que se asimile que éstos, con variaciones mínimas, fueron iguales y ejercieron el poder con similitudes, al menos durante siglo y medio. Esto asienta la definición, la consolida como un tipo de autoridad -de ejercicio de la dominación y de ordenación de la vida- que se verifica en un espacio delimitado, mediante formas específicas y, sobre todo, con mecanismos tradicionales. Esta tesis, que el autor ayuda a fortalecer, es válida sólo hasta la quinta década del siglo XX.

A partir del gobierno de Ruiz Cortines, Hernández construye su segunda propuesta teórica. Con base en la noción sólida de cacique que, según deja claro, funciona para explicar a esta figura política sólo en un lapso temporal determinado, expone lo que podría considerarse una bifurcación. En ese periodo, que quizás puede ampliarse a la década de 1950, para mayor capacidad explicativa, el cacique se divide en dos conceptos subordinados. El primero remite a liderazgos locales que ejercen el poder como los del siglo XIX: con base en prácticas tradicionales, limitándose a un área geográfica pequeña, con autoridad personalista y, desde luego, medios al margen de la ley. Esta categoría define a un cúmulo de personajes que pueden identificarse en la segunda mitad del siglo XX, e incluso ahora. Sin embargo, esos liderazgos ni son mayoritarios, ni definen o influyen en los acontecimientos políticos nacionales o estatales, ni imponen su autoridad en grandes extensiones territoriales (a veces se limitan a unos pocos o a un solo municipio) y, en ocasiones, no alcanzan a relacionarse ni con el gobierno estatal y mucho menos con los gobiernos nacionales. En suma, esta primera vertiente del concepto de cacique -que ha dejado de ser unívoco-, si bien permite explicar la autoridad informal de muchos individuos a lo largo del país, evidencia que esos liderazgos se han replegado y se reproducen gracias a la diversidad geográfica de México y a la incapacidad o desinterés de las autoridades estatal y nacional por aniquilarlos. Esta última condición se entiende dado que la capacidad de esos líderes locales de controlar la vida en pequeños territorios depende, entre otras cosas, del mantenimiento de la paz social. Es decir, los gobiernos estatal y nacional deciden no atacar esos feudos diminutos, pues no constituyen amenazas para la estabilidad política y, además, es más costoso acabar con ellos que tolerarlos. Ni siquiera sería necesario mencionar los casos de este tipo de líderes locales, que plagaron la segunda mitad del siglo XX -y que siguen existiendo-; algunos ejemplos: Cirilo Vázquez Lagunes y la familia Zepahua (Veracruz) o los Austria (Hidalgo). Es claro que la variable que define a este tipo de cacique es la territorial, es decir, el ejercicio de la autoridad en un espacio que, de tan mínimo, es poco o nada interesante para las instituciones estatales o nacionales.

La segunda vertiente en la que, según se entiende, se dividió el antaño sólido significado de cacique, remite a otro tipo de liderazgos. La variable que define a estos caciques es la institucional. Es decir, el profesor Hernández señala que, a partir de la consolidación de las instituciones de la postrevolución -en concreto, en el sexenio de Ruiz Cortines y, poco, en el gobierno de López Mateos-, los líderes locales viraron sus formas de ejercer la autoridad y el poder. El cambio entre las prácticas de caciques como Saturnino Cedillo o Tomás Garrido Canabal y aquellos como Gilberto Flores Muñoz es la base para que el autor proponga, incluso, llamarles de otra forma. El aporte no es menor cuando se tiene en cuenta que el concepto de “hombres fuertes” describe a caciques que tienen poco que ver con los antiguos. En la argamasa de la que surgen los hombres fuertes, sin duda están el ejercicio personalista del poder, la influencia en decisiones en un territorio determinado y la representación de los intereses de una región. Empero, también está la actuación institucional. Así, al hombre fuerte puede, incluso, identificárselo con el uso de medios poco o nada legales para afirmar su autoridad, pero también debe caracterizárselo como parte del engranaje institucional del sistema político mexicano.

El tránsito de los viejos caciques a los hombres fuertes no es irrelevante, pues la variable institucional no sólo introdujo complejidad a la actuación de los líderes locales; también limitó sus capacidades de ejercicio del poder. El ejemplo de Gilberto Flores Muñoz sirve para dejar claro qué son los hombres fuertes. Según Hernández, Flores Muñoz es el ejemplo más acabado de éstos. No sólo porque consolidó su autoridad regional, con capacidad para influenciar las decisiones políticas en Nayarit, sino porque afirmó, en el ámbito nacional, su posición como representante de los intereses de su región. Asimismo, consolidó su fuerza nacional con puestos en el gabinete federal y vínculos cercanos con los presidentes. Por medio de su subordinación a las decisiones institucionales, que no siempre le fueron favorables -por ejemplo, cuando perdió la candidatura presidencial-, Flores Muñoz pudo evidenciar que no tenía interés en disputar la capacidad de la autoridad nacional para tomar determinaciones políticas. La respuesta institucional, para este ejemplo de hombre fuerte, fue la permisividad para actuar en aquellos ámbitos que no eran del interés de los políticos nacionales y también para definir líneas políticas en Nayarit. Así, es diáfano que la recompensa por la subordinación a las instituciones, para los hombres fuertes, fue la duración indefinida de su poder regional. El hombre fuerte se mantuvo hasta su fallecimiento, hasta su defenestración por uno nuevo o hasta que intentara, sin éxito, disputarle a la autoridad nacional la capacidad de tomar decisiones. El cacique, sin subordinarse, mantenía su poder hasta que las autoridades estatales o nacionales decidieran eliminarlo. La estabilidad institucional es también uno de los activos más identificables de los hombres fuertes que, como hemos dicho, son una categoría de la definición de cacique. Gracias a este libro entendemos que ésta se ha bifurcado. Tampoco sería necesario proponer ejemplos de hombres fuertes; con todo, veamos: Pedro Joaquín Coldwell (Quintana Roo), Víctor Cervera Pacheco (Yucatán) o Carlos Sansores Pérez (Campeche).

El libro de Rogelio Hernández coloca en el debate académico las tres ideas que hemos mencionado. Lo hace con claridad y haciendo uso de ejemplos conocidos, aunque poco analizados en la bibliografía. Las aportaciones conceptuales caen por su peso. De suyo, éstas serían suficientes para atraer al lector a la obra. No sólo eso, como se ha dicho, este libro hace mancuerna con otros textos del autor. El análisis conjunto de esas investigaciones redunda en obtener claves para entender la política mexicana del siglo XX y de la época actual, así como para abstenerse de otorgar validez a los mitos que, como aquel de la “presidencia imperial”, tienen más de literatura que de capacidad explicativa.

III. Gobierno y proceso político en México

Otro de los ámbitos que analiza el libro es el de la relación entre los liderazgos regionales y las instituciones políticas. El periodo revolucionario consolidó un buen número de grupos y personajes que dominaron la vida política de las entidades federativas durante las primeras tres décadas “revolucionarias”. El gobierno de Plutarco Elías Calles, con todo lo contradictoria que fue su estrategia durante el Maximato, es conocido como el inicio de la construcción de instituciones nacionales que, en el mediano plazo, sustituirían a las personas. La pretensión de Calles fue construir un modelo institucional que, a diferencia del Porfiriato, permaneciera en el ejercicio del poder más allá de la capacidad vital de los individuos.8

Así, el largo periodo de consolidación institucional, que inició en los últimos años de la década de 1920, se prolongó hasta la de 1950. Hasta entonces, Hernández apunta la necesidad de los presidentes de establecer alianzas con los caciques para afirmar su autoridad nacional. No es desdeñable la posición que tuvieron Saturnino Cedillo o Garrido Canabal en tiempo del gobierno de Lázaro Cárdenas, hasta que se opusieron a él. El presidente Cárdenas, como también señala el autor en El centro dividido..., rompió antiguas alianzas de caciques con el gobierno nacional y estableció nuevas. En San Luis Potosí, por ejemplo, Gonzalo N. Santos sustituyó a Cedillo como el líder dominante. Santos fue un ejemplo intermedio entre el cacique -con detalles decimonónicos- y el hombre fuerte que se adaptó al ámbito institucional, aunque sus características de cacique primaron sobre las de hombre fuerte y fueron, a la vez, la razón del fin de su poder local.

Al observar los gobiernos de Cárdenas, Ávila Camacho y Miguel Alemán, es claro que los presidentes requerían del apoyo de los caciques para afirmar su autoridad, en aquellas regiones que seguían rigiéndose por la política tradicional. El proceso fue, si tenemos en cuenta los conceptos de Weber, de evolución de las fuentes de legitimidad. De la legitimidad carismática a la legitimidad burocrática. De la autoridad de los caciques o, para mayor claridad, de personas que por razones carismáticas ejercían el poder, a la autoridad legal-racional de las instituciones. Hernández utiliza el ejemplo de la sucesión presidencial de 1958 para explicar que, al haberse arraigado las instituciones, la influencia de los caciques disminuyó en las decisiones nacionales. No sólo eso: la oposición a las determinaciones institucionales provocó la respuesta y aniquilación paulatina del poder de algunos caciques, de nuevo: Gonzalo N. Santos.

De esa forma, la legitimidad tradicional o carismática de los caciques antiguos dejó de ser necesaria para los presidentes, pues la institucionalidad los sustituyó como base de legitimación de la autoridad nacional. La historia que narra Rogelio Hernández es la de la materialización del deseo de Calles: “pasar, de una vez por todas, de la condición histórica del país de un hombre, a la de nación de instituciones y leyes”. Esto no quiere decir, sin embargo, que los liderazgos regionales hayan desaparecido; es claro que sólo se adaptaron al funcionamiento institucional y, por otro lado, se replegaron a espacios locales muy pequeños.

IV. La importancia de lo local

La tercera de las vertientes analíticas de Hernández tiene que ver con el ámbito regional de la política. Es poco frecuente que los estudios políticos actuales sobre México reparen en la importancia del espacio local. La existencia de líderes locales o regionales ha sido moneda de cambio permanente en la historia de México, incluso antes de que fuera nación independiente. El centro de la discusión del libro, además de reiterar la importancia de lo local, afirma que los caciques han existido siempre -y siguen existiendo-, pese a que las instituciones del sistema político han limitado y delimitado sus áreas de acción. En estricto sentido, el ejercicio regional del poder, por medio de líderes locales, ha evolucionado a la par que la estructura política del país, no cancelándose o diluyéndose, sino adaptándose a las nuevas condiciones; es decir, el cacique, el líder local, ha sido -a la par del municipio, nada extraño- la única figura política que se ha mantenido por más de dos siglos casi intacta, a reserva de la división conceptual de la que ya hemos alertado.

La capacidad de dominación de grupos o líderes políticos locales está ligada con la regionalización que, históricamente, ha sido característica de la política mexicana. Y, al menos en el siglo XIX, esa preponderancia de las regiones determinó los asuntos políticos nacionales, no sólo en los tiempos convulsos de las guerras, sino también durante la pax porfiriana. En la postrevolución, la relevancia de la política local siguió definiendo decisiones nacionales, al menos hasta la transformación del poder caciquil.

El autor remite a revalorar lo local, no por superior a lo nacional, sino como elemento distintivo de la política en México. Si bien el interés del libro es muy particular, no escapan al análisis de Hernández algunos elementos importantes para la discusión pública actual. Por ejemplo, la alteración del orden local en algunas zonas del país, con la beligerancia directa hacia los cacicazgos -ésos, pequeños y focalizados- por parte de las instituciones nacionales, provoca condiciones de inestabilidad; es decir, vulnera la paz social en aquellas regiones en las que sólo los caciques son capaces de garantizarla.

Así, los argumentos colocan al libro en un debate de mayor amplitud: la cuestión de volver a traer a una posición de excepción, en los estudios políticos, al ámbito local. Son innumerables los textos sobre este tema: desde los libros esenciales de Escalante y Merino,9 en los años noventa, hasta los más recientes de Agudo y Estrada, Escalante o Guerra Manzo.10

V. Recapitulación

Las contribuciones del profesor Hernández en este volumen alcanzan temas diversos. Una de las mayores ventajas es que el autor logra introducir sus aportes en un libro sucinto, carente de circunloquios y con estructura sencilla. Son cinco capítulos en los que Rogelio Hernández coloca las bases para afirmar la existencia y evolución de los caciques en México: 1) Estabilidad política y presidencialismo; 2) La élite política en disputa; 3) La sucesión y los hombres fuertes; 4) El control de los poderes tradicionales; y 5) Los grupos y la disputa ideológica en la élite priista. La organización de los capítulos es un elemento distintivo del autor: distribuye subtítulos con precisión, abarcando temas específicos en cada uno y, en la sumatoria, esas divisiones logran articular argumentos generales. El apartado de fuentes documentales y bibliografía es una buena aportación para estudios futuros sobre el mismo tema, algo que será necesario para analizar otras aristas de los hombres fuertes.

Al finalizar, el lector tiene en cuenta dos ideas que van más allá de los límites del libro, pero que surgen de la buena prosa de Hernández. La primera, que los caciques -sean decimonónicos u hombres fuertes- han existido y siguen teniendo presencia fuerte en México. Son figuras que ordenan la vida en los espacios locales, que garantizan la estabilidad en sus regiones y que, en muchas ocasiones, también ejercen la autoridad institucional por medio de los municipios. Ignorarlos, que ha sido la estrategia reciente de las instituciones políticas nacionales, no sólo es una táctica equivocada, sino que se opone a la experiencia histórica de, al menos, toda la segunda mitad del siglo XX, pues esos líderes se integraron a la dinámica institucional a través del partido de la revolución, acaso la institución más importante en el proceso de subordinación política de los viejos caciques. Esto nos lleva a la segunda idea, la institucionalidad opuesta a la política tradicional. En la argumentación de Hernández se prefigura a las instituciones como medios legal-racionales que de forma paulatina lograron la inclusión de los liderazgos locales, su subordinación y la cancelación de sus medios de coerción. Pues bien, si después de leer este libro algún lector tiene duda, la institución más importante para la consecución de esos fines fue el partido de la revolución. Esta idea, que es nítida en el volumen, remite a análisis ya conocidos, todos de la mayor importancia: el clásico de Carpizo, el de Juan Espíndola Mata o el de Mainwaring y Shugart.11 Conviene tener en cuenta que esa institución central no eliminó los medios tradicionales del poder, sólo los adaptó y subordinó a su lógica institucional de dominación. De ahí su fortaleza. La hegemonía del partido de la revolución tuvo, como uno de sus pilares, la experiencia histórica del laboratorio político que fue el siglo XIX mexicano.

Lo que resta, como conclusión, es una llamada de atención para que aquellos lectores y autores interesados en la historia política de México -y en su devenir actual- lean las ciento noventa y una páginas de este libro y confirmen no sólo la capacidad de la historia para explicar el presente, también la utilidad de lo minúsculo.

1México, El Colegio de México, 1998.

2México, El Colegio de México, 2008.

3Rogelio Hernández Rodríguez, Presidencialismo y hombres fuertes en México, México, El Colegio de México, 2015, p. 23.

4Paul Friedrich, “A Mexican Cacicazgo”, Ethnology, núm. 2, abril de 1965, pp. 190-192; Eric R. Wolf y Edward C. Hansen, “Caudillo Politics: A Structural Analysis”, Comparative Studies in Society and History, núm. 2, enero de 1967, p. 169.

5Los dos estudios esenciales sobre los caciques son, de hecho, dos expresiones del mismo interés intelectual: Fernando Díaz Díaz, Caudillos y caciques, México, El Colegio de México, 1972; y Moisés González Navarro, Anatomía del poder en México (1848-1853), México, El Colegio de México, 1977.

6Fernando Díaz Díaz, op. cit., p. 4.

7Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federalismo mexicano, trad. Mario A. Zamudio Vega, México, El Colegio de México, 1955; Marvin Alisky, “The Governors of Mexico”, Southwestern Studies, vol. 3, núm. 4, 1965.

8Lorenzo Meyer, Rafael Segovia y Alejandra Lajous, Historia de la Revolución Mexicana (1928-1934). Los inicios de la institucionalización, México, El Colegio de México, 1978, p. 24 y passim.

9Fernando Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios, México, El Colegio de México, 1993; Mauricio Merino, Gobierno local, poder nacional, México, El Colegio de México, 1998.

10Alejandro Agudo Sanchíz y Marco Estrada Saavedra, Formas reales de la dominación del Estado, México, El Colegio de México, 2014; Fernando Escalante Gonzalbo, El crimen como realidad y representación, México, El Colegio de México, 2012; Enrique Guerra Manzo, Caciquismo y orden público en Michoacán (1920-1940), México, El Colegio de México, 2002.

11Jorge Carpizo, El presidencialismo mexicano, México, Siglo XXI, 1978; Juan Espíndola Mata, El hombre que lo podía todo, todo, todo. Ensayo sobre el mito presidencial en México, México, El Colegio de México, 2004; Scott Mainwaring y Matthew Shugart (eds.), Presidentialism and Democracy in Latin America, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.

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