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Boletín mexicano de derecho comparado
versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633
Bol. Mex. Der. Comp. vol.39 no.116 Ciudad de México may./ago. 2006
Bibliografía
Cruz Barney, Óscar, Historia del derecho en México
Rafael Estrada Michel*
2a. ed., México, Oxford University Press, 2004, 1049 pp.
* Catedrático del Departamento de Derecho de la Universidad Iberoamericana.
Historia del derecho en México es un libro que viene a llenar una laguna que entre nosotros había devenido en desesperantemente perpetua, En efecto, no abundan los manuales de historia jurídica en el Anáhuac, y la explicación de fenómeno semejante no resulta de sencilla formulación, Podría alegarse que el jurista-historiador recela del texto para cursos académicos porque sabe que constituye sólo un género (y no el más útil para efectos de la práctica y del desarrollo científico) entre los muchos que abarca la literatura jurídica, Pero ello dejaría sin justificación obras que, como el Manual de historia del derecho español de Tomás y Valiente, o la Tierra y poder de Brunner, son producto del privilegiado accionar de mentes envidiablemente versadas en los vericuetos de la historia del derecho, La verdad es que había faltado voluntad para realizar una síntesis que, siguiendo un hilo conductor, se ocupe en explicar lo que históricamente ha venido siendo el derecho en nuestras tierras, Es motivo de celebración que esta explicación se halle ahora al alcance de los estudiantes que en poco tiempo han de convertirse en operadores de la justicia.
Así pues, aunque Óscar Cruz se reconoce inserto en una tradición que ya ha ocupado varios lustros de la vida académica del país, lo cierto es que su obra posee un notable aroma a innovación, No sólo por su naturaleza de manual (un manual que cada edición torna más difícil de manipular, dicho sea esto en un sentido tanto literal como metafórico), sino por la rara cualidad que posee y que le permite integrar los temas tradicionales de la historiografía jurídica en el más amplio espectro de la teoría y la práctica del derecho actual, como prueban sobradamente las páginas dedicadas al análisis de las modernas teorías de un Hart o un Gagarin en relación con el antiguo cuestionamiento en torno a la juridicidad de las civilizaciones precolombinas, El lector, en suma, queda habilitado para, con instrumentos de gran actualidad, hacerse cargo de la investigación de frontera que ha surgido en torno a los ya añejos temas de la historia del derecho en México.
Historia del derecho en México y no historia del derecho mexicano, pues el profesor Cruz sabe que, en principio, no hace historia de un orden jurídico abstraído de la realidad geopolítica que le tocó en suerte experimentar. Es el desenvolvimiento de la idea jurídica occidental en tierras mesoamericanas lo que le ocupa. Por ello es que el autor que nos convoca dedica numerosas páginas a esos dos órdenes jurídicos diferenciados que posibilitaron nuestra dolorosa inserción en Occidente: el derecho castellano y el derecho indiano. Son dignas de especial agradecimiento, por parte de los catedráticos, las páginas que el autor dedica a las polémicas del quinientos en particular, a mi modo de ver, las que contienen la ordenación de las nada fáciles Relecciones salmantinas, en las que el inmenso Vitoria se ocupó de los títulos para la conquista de las Indias. Se trata del momento luminoso en el que por primera y única vez en la historia, un imperio cuestiona la legitimidad de sus ocupaciones (¡qué lejos estamos de los halcones de la señora Rice!), y el autor lo solventa con una erudición y una sencillez merecedoras de elogio. Con todo, me gustaría que Óscar Cruz se atreviese a contestarnos si ya es posible hablar de un derecho mexicano, peculiar y adaptable al reino, como quería Agustín de Iturbide. Y si es así, propongo para sucesivas ediciones el OMNI comprensivo título de Historia del derecho en México e historia del derecho mexicano.
La práctica jacobina tan común como este barroco Anáhuac con ínfulas de barrio de St. Antoine consiste en hacer tabula rasa de todo pretérito que pueda decirnos algo distinto a lo que sostiene el indigno coro de gargantas oficiales, y que entre nosotros se ha traducido en la perniciosa práctica de olvidarnos de nuestro pasado que es el del Cid (campeador, como recuerda Ortega, significa litigante) y el del primero de nuestros jueces, don Vasco, el de Moctezuma, el escribano Cortés y todos los implicados en el (insisto) doloroso parto que significó ese momento sin par para la historia del orbe que se llamó caída de Tenochtitlan, el de Luis de Velasco y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el de los cantos a nahuas de Juana Ramírez, el de la política de Solórzano y la Historia antigua de Clavijero, la jacobina práctica, decía, es desechada de inmediato con sapiencia, rigor y sistema por un profesor universitario que sabe que lo que requiere la formación de los profesionales mexicanos es un severo proceso de de sintoxicación, una terapia de relativización para la cual, como quería Valiente, la historia del derecho deviene en insuperable herramienta.
No por ello se olvida del pasado indígena, como hacen tantos cultores de un hispanismo retardatario e igualmente reduccionista. Y no lo hace porque olvidarse de él es tanto como cortar por mitad a la sociedad y al derecho novohispanos. Como ya hemos apuntado, de la mano de Gagarin y de Hart, Cruz Barney reconoce (y la palabra no resulta inocua cuando la relacionamos con el pensamiento haitiano) la historicidad jurídica de los pueblos pre-novohispanos. Realiza, pues, un esfuerzo que se inscribe con pleno derecho en el pomposo mundo de la historia de las culturas.
Lo propio puede decirse de su análisis de los grandes olvidados en estas malagradecidas tierras, los juristas castellanos que por espacio de tres centurias contribuyeron desde allende la mar océana a configurar el orden jurídico neoespañol, un orden en muchos aspectos envidiable para los mexicanos hodiernos. Me entusiasma la conexión que el de la pluma establece con la historia general del derecho cuando cataloga a los diversos juristas como cultores del Mos italicus tardío, cultores del Mos gallicus y cultivadores del humanismo jurídico racionalista. La clasificación permite insertar nuestro devenir jurisprudencial en el más ancho, mucho más ancho, panorama del Occidente jurídico. No debemos cejar en el empeño de que para nuestros alumnos los nombres de Antonio de Nebrija, Alfonso de Castro, Francisco Martínez Marina, Gaspar Melchor de Jovellanos y Jerónimo Castillo de Bovadilla, autor de una fundamental y recientemente estudiada Política para corregidores y señores de vasallos, resulten tan familiares o más que los de un Hans Kelsen, un Oliver Wendell Holmes o un Federico de Savigny. En ello nos va la esperanza de reconocer la especificidad de nuestro derecho, si es que, ínsito en el cuestionamiento, posee alguna.
Decididos a adentrarnos en el ambivalente espacio del México independiente, hemos de señalar la gran ventaja que la obra de Cruz guarda sobre los típicos manuales de historia del derecho indiano, pues al hacerse cargo de temas decimonónicos y posrevolucionarios permite contemplar desde privilegiada atalaya lo que el profesor Clavero ha llamado la "desolación de la quimera en México". La pregunta se torna inevitable: ¿a quién culpamos de nuestro fracaso? si la historia se tratara, como pretenden algunos, de hallar culpables, incluso en los genes. Nuestra república liberal, ¿constituye una ruptura o una continuación con el estatalismo novohispano? El cuestionamiento, a pesar de los incomparables esfuerzos de O'Gorman, está aún en el aire y a buen seguro que nos tendrá ocupados durante los próximos decenios.
Es precisamente el diecinueve, el siglo que proporciona el mayor cúmulo de novedades a la edición que hoy se presenta. Derivado de su interés por la codificación decimonónica ese fenómeno expropiatorio que tan a fuerza de calzador irrumpió en el México postnovohispano, interés que no hace mucho tiempo cristalizó en su importante libro acerca de la historia de los códigos en la república, el autor ofrece una enriquecida explicación del fenómeno en las áreas civil, penal y mercantil, muy en la línea de un Fioravanti que ha denunciado las histéricas relaciones que existen entre el suceso codificador y su mellizo-adversario, el constitucional. El abogado postulante, más allá del académico, nos ofrece por su parte una interesante referencia al arbitraje al que fue proclive el Anáhuac del ochocientos, comenzando por aquel numeral 280 de la Constitución de Cádiz que prescribía que "no se podrá privar a ningún español de terminar sus diferencias por medio de jueces árbitros, elegidos por ambas partes". Sin salir del siglo decimonoveno, en esta inmejorable sede me gustaría destacar otra de las importantes novedades del texto consistente en la explicación del imprescindible papel que en nuestra vida nacional ha desempeñado el Poder Judicial, desde aquel título V de otra vez la Constitución de 1812 que constituyó, como ha venido sosteniendo desde hace algún tiempo, el germen de lo que habría de ser nuestro peculiar federalismo judiciario.
No se olvida Cruz Barney del derecho que llama "emanado de la Revolución Mexicana". Ese derecho para el cual, como sostenía el general Pérez Treviño en la Convención del Partido Nacional Revolucionario de 1928, valían más las conquistas revolucionarias que los derechos individuales. En efecto, afirmaba el ilustre militar que la tradición constitucional de reelección legislativa tenía que "dar pausa en el derecho y las libertades del individuo" para dar sitio "a los derechos de las multitudes que hoy se acogen a los principios revolucionarios". En fin. Decíamos que la decisión del profesor Cruz, a la par de valiente, es científicamente irreprochable. Y es que permítaseme que dé preliminar respuesta a la pregunta que formulé líneas arriba si un derecho puede llamarse genuinamente mexicano, ese es el derecho agrario y laboral, sin cuyo entendimiento resulta imposible comprender no sólo al México del siglo XX, sino al México todo, esa perturbadora mezcla de precoz estatalismo y de pueril y defensivo sentimiento nacional que hace abstracción, sin mayor cargo de conciencia, de los derechos fundamentales de la persona humana.
Vayamos ahora a las consideraciones generales que nos permitan redondear la faena. Me permitiré acudir a la anécdota personal para exhibir que el libro de Óscar Cruz posee también significaciones trasatlánticas. Nadie en España sabe que fuimos (o que somos) una Nueva España. Una especie de mala conciencia (así lo explicaba mi maestro, don Benjamín González Alonso) provoca que el peninsular no quiera saber nada de la pérdida de un continente y que en cambio se regodee masoquistamente con la tragedia finisecular que implicó la privación de un par de islas caribeñas. El propio don Benjamín me pedía le recomendase cuatro libros que pudieran hablarle de la independencia de la América septentrional. De inmediato nombré a cuatro apellidos clásicos: Alamán, Mora, Bustamante, Zavala. ¿Y en cuánto a historia del derecho?, me reviró. No me arrepentiré nunca de haberle sugerido de inmediato, y en primer termino, la obra cuya segunda edición nos tiene reunidos aquí. La feliz sugerencia provocó un gran interés por la cuestión mexicana (que evidentemente trasciende lo jurídico) entre lo más que solventes miembros del Departamento de Historia del Derecho de aquella cuasimilenaria y feliz universidad de la España veterocastellana.
En cuanto a las implicaciones para el aquí y el ahora, creo oportuno anunciar que acaso estemos presenciando la consolidación de una generación en el sentido orteguiano del término, una prole que ha bebido de los maestros del último novecientos y que ha producido ya frutos granados como son este libro, la labor destacadísima que en el ámbito pedagógico-judiciario se halla desempeñando Salvador Cárdenas y, en otros ámbitos, la histórica y magnífica puesta en escena del Anillo wagneriano por alguien que es, ante todo (cuando menos en lo jurídico), un profesor de historia del derecho: Sergio Vela. Una generación, pues, decidida a "edificar con la razón, la tolerancia y la experiencia histórica" (la frase, hasta aquí, pertenece a Valiente) un México que alcance, por fin, las alturas que marca su pasado y que exige su futuro.
Óscar Cruz Barneyes, a la par que miembro de la generación de iushistoriadores a la que me referido, hijo de la labor universitaria ignaciana. Fue, en efecto, la Universidad Iberoamericana el sitio en el que recibió, de manos del maestro Mayagoitia, las lecciones que transformarían su vida. Nuestro Departamento de Derecho ha sabido dar siempre su sitio a la realidad histórica, sin la cual todo acercamiento a la teoría y a la práctica de la justicia de viene en autocomplaciente y frustrada tentativa. Por las aulas de la iushistoria en la "Ibero", desfilan cotidianamente nombres ilustres como los de José Echeagaray y Alejandro de Antuñano, relevantes autores como Marco Antonio Pérez de los Reyes y Carlos Fuentes López, entusiastas y bien calibradas voces jóvenes, como las de María José Rueda, Venustiano Reyes y María José Piñerúa. Todos bajo la égida minervaniana incomparable de los que se han ido (don Edmundo O'Gorman, el padre Villoro, don Manuel Borja y ese espléndido historiador del derecho que, entre tantas otras cosas, supo ser Fernando Vázquez Pando) y de los que nos alegran el coloquio diario, como el romanista hacia quien todo elogio es insuficiente, José de Jesús Ledesma, el constitucionalista que nos conmueve con las bellísimas páginas que dedica en su Programa a la tragedia del cuarenta y siete, Raúl González Schmal y, por supuesto, el excepcional varón que Óscar tiene como padre y que ha sabido también historiar el derecho mercantil internacional: don Rodolfo Cruz Miramontes. Pues bien, a este claustro de excepción, que reivindica sin titubear el sitio que le corresponde al lado de las escuelas de historia jurídica surgidas en otras universidades del país, pertenece por gran fortuna el profesor Cruz.
Un académico que es, al alimón, patriota y personaje incómodo para los poderes (el nacional y el supranacional, lo cual explica su exitoso desarrollo como abogado en causas de libre comercio). Y esta continua comunicación entre el aula y el panel resulta de particular importancia en el desarrollo de una obra que parte de la base, y cito al autor, de que "por su método la Historia del Derecho es Historia, mientras que por su contenido es Derecho".1 Estamos ante un autor que no se conforma con ser historiador del derecho, sino que busca ser jurista-historiador, sin caer en los excesos de quienes pretenden que existe algo así como una historia que constituye, una historia constituyente. Sabe que no escribe para un público necesariamente especializado, por lo que se preocupa en dotar al estudiante de un recorrido apasionante por las gracias y desgracias de la historia patria, sin caer en maniqueísmos al uso, como aquél de los "quinientos años de explotación", pero sin renunciar a la denuncia de atrocidades e imperdonables ineficacias, como las propias del sombrío 1847.
Realizaba mi maestro hace algunos años y, ¿quién iba a decírnoslo?, hace ya varios papados y varios imperios algunas consideraciones en los grossianos Cuadernos florentinos acerca de la historia del derecho, con el pretexto (nunca mejor dicho) de la primera edición del Manual de quien fuera su valiente guía el profesor Tomás y Valiente.2 Sorprende la actualidad de los conceptos vertidos por González Alonso cuando se repara en que fueron escritos antes de la caída del Muro de Berlín y del desmoronamiento de las Torres Gemelas. Me convenzo de que el diagnóstico que desde hace décadas ha realizado la historia jurídica, en lo que respecta a la naturaleza de este Leviatán de tres cabezas en el que vivimos, ha sido certero. El libro de Óscar Cruz ha venido a honrar el diagnóstico en tierras que, como las tenochcas, han sufrido desde muy temprano los embates del normativista absolutismo jurídico. Aspiro a que mis palabras hayan fungido como algo parecido a las que en su momento escribiera don Benjamín en cede renacentista. Sin su donaire y sin su castellano impecable, pero con el cariño de quien sabe reconocer al maestro en sus mocedades. Hay que recordar que para cuando escribió su Manual, Francisco Tomás y Valiente aún no había presidido el Tribunal Constitucional español ni se había enfrentado a la anti-histórica intolerancia etarra. Y ya era el profesor Valiente. ¿Qué habremos de saber en los años venideros acerca del profesor Cruz Barney? La historia no constituye ni juridiza ni profetiza, pero yo me atrevo a creer que será algo muy bueno, en especial para esta patria vendedora de chía y tan urgida de buenas noticias. En Óscar Cruz tiene un buen hijo que, como don Alonso Quijano, cantor de las delicias del Toboso, sabe quién es.
1 Cruz Barney, O., Historia del derecho en México, 2a. ed., México, Oxford University Press, 2004, p. XXVII. [ Links ]
2 González Alonso, B., "Algunas consideraciones sobre la historia del derecho", Quaderni Fiorentini, 10, 1981. [ Links ]