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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4372 

Artículos

1867: ¿“Momento republicano”?

1867: The “Republican Moment”?

Lara Campos Pérez* 

*Instituto Politécnico Nacional


Resumen:

Este artículo analiza el debate político en torno a la idea republicana que tuvo lugar en México durante los cinco meses que siguieron a la entrada de Benito Juárez en la capital del país el 15 de julio de 1867. Para ello, se utilizan fundamentalmente como fuente los artículos aparecidos en las principales cabeceras de la prensa y, en menor medida, otros documentos, como discursos o textos programáticos, que son interpretados teniendo en cuenta su contexto de enunciación. El objetivo es dilucidar si en el periodo indicado se produjo en México una situación análoga a lo que Pocock denominó en los años setenta “momento maquiavélico”. Es decir, si en el momento en que la república dejó de ser un ideal y se convirtió en la realidad política del país, los intelectuales y publicistas de aquellos meses se desencantaron con la actuación del gobierno y recurrieron a la reformulación de principios y teorías de raigambre más o menos republicana como medio para proponer soluciones que permitieran mantener moral y políticamente estable a la república.

Palabras clave: cultura política republicana; República Restaurada; Pocock; México

Abstract:

This article analyzes the political debate on republicanism that was held in Mexico during the five months following Benito Juárez’s return to the country’s capital on July 15, 1867. It primarily uses leading articles in the contemporary press and, to a lesser degree, other texts such as speeches and political programs, which are interpreted in their original context. The goal is to determine if, during this period, there was a situation in Mexico analogous to the “Machiavellian moment,” as Pocock put it in the 1970s. That is, if, in the moment in which a republic stops being an ideal and becomes the country’s political reality, intellectuals and publicists who become disenchanted with the government’s behavior turn to the reformulation of principles and theories of a more or less republican stamp in order to propose responses that would allow for the moral and political stability of the republic to be maintained.

Keywords: Republican Political Culture; Restored Republic; Pocock; Mexico

Vemos el orden constitucional restablecido en la capital y en los estados; el Congreso de la Unión ha comenzado sus sesiones; pero no vemos la República.

Ramírez, “¿Dónde está la república?”, El Correo del Comercio (5 dic. 1867).

La restauración de la república y de la Constitución no consisten en que el presidente haya vuelto al palacio de México […]; esa restauración debe consistir en que renazcan las leyes, en que los derechos recobren su vigor y en que se hagan efectivas las prerrogativas que caracterizan nuestro sistema democrático.

F. M., “Garantías individuales”, El Globo (19 dic. 1867).

Apenas habían dado las nueve de la mañana cuando, tras la escolta, apareció en la garita de Belén la calesa abierta en la que viajaba Benito Juárez acompañado de dos de los miembros de su gabinete, Sebastián Lerdo de Tejada y José María Iglesias. Allí fueron recibidos por autoridades políticas y militares, así como por una multitud de capitalinos que, desde horas antes, llenaban, como una “masa compacta”, las calles y plazas de la ciudad.1 La expectación ante la llegada del presidente había ido en aumento desde la liberación de la ciudad de México unas semanas antes. A partir de entonces, la prensa no había cesado de publicar entusiastas editoriales en los que felicitaba y agradecía a Benito Juárez por su labor y su firmeza en la lucha contra el invasor extranjero y hacía cábalas sobre el éxito de la república futura. “La revolución está concluida en el terreno de las armas -apuntaba Riva Palacio a principios de julio-. Desde la capital hasta las más humildes aldeas se oye un grito unánime de entusiasmo y patriotismo. ¡Viva la República!”.2

Aquella jornada se desarrolló en medio de un júbilo y un optimismo desbordado, que se materializó en numerosos rituales, banquetes y discursos. A partir del día siguiente, el gobierno encabezado por don Benito tuvo que darse a la tarea -nada menor, como coincidieron en señalar los gobernadores de los estados que acudieron a felicitarlo a Palacio Nacional- de echar a andar la república. A pesar de las circunstancias excepcionales en las que todavía se encontraba el país, la república dejaba ya de ser un símbolo y tenía que comenzar a hacer frente a las contingencias del tiempo y de la actividad política, tanto en su aspecto institucional como en su dimensión ideológica. Esto llevó a que, durante los siguientes meses, aquellos que dedicaron parte de sus esfuerzos intelectuales a pensar la república, contrastaran la distancia -en la mayoría de los casos cada vez mayor- que había entre la formulación ideal que ellos tenían de esta forma de gobierno y la práctica real, de acuerdo a como la estaba ejerciendo Benito Juárez. Ante este contexto de crisis provocada por varios años de dictadura, de intervención extranjera y de guerra, así como ante las grandes expectativas puestas en la república tras su restauración, ¿se podría hablar de un “momento maquiavélico” en el México de 1867, semejante en alguno de sus puntos al descrito por Pocock en su obra clásica?

Circunstancias del momento republicano mexicano de 1867

En su extenso estudio,3 Pocock buscaba demostrar que el republicanismo como filosofía política tuvo un lugar igual o incluso mayor al del liberalismo en las transformaciones producidas durante la Modernidad. La tradición grecolatina del buen gobierno, según este autor, habría llegado a estos años a través de una vía anglosajona que arrancaba en el Renacimiento y se prolongaría hasta el siglo XVIII, influyendo de manera insoslayable en la forma en la que algunos de estos teóricos y políticos angloamericanos pensaron ciertos conceptos clave, como la libertad o la ciudadanía. Después de esta fecha -ha apuntado Pocock en posteriores relecturas de su obra- la tradición del republicanismo clásico habría seguido formando parte del pensamiento político en el mundo atlántico, aunque adquiriendo formas distintas.4

Sin pretender entrar en el debate sobre el carácter excluyente o complementario del liberalismo y el republicanismo dentro de las tradiciones de pensamiento político, para los fines que aquí nos ocupan, la obra de Pocock presenta varios planteamientos que pueden resultar de utilidad a la hora de analizar la idea republicana en el México posimperial. Un análisis que se plantea no desde el punto de vista del éxito o fracaso de esta idea respecto a modelos puramente teóricos o incluso al modelo anglosajón, sino a partir de la consideración de algunas de las variables propuestas por este autor, que nos permitirán ponderar si hubo presencia de Maquiavelo en el Septentrión y, en caso afirmativo, en qué forma se produjo ésta.5

En primer lugar, el giro contextual en el que está enmarcada la investigación de Pocock puede proporcionar un enfoque metodológico adecuado. De acuerdo con la Escuela de Cambridge -la principal impulsora de esta renovación en la forma de historiar las ideas-, el lenguaje empleado por cada autor para hablar de la política en un tiempo y un espacio determinados, además de tener un carácter performativo, ayuda a comprender las inquietudes concretas que tuvieron dichos autores, fruto de las circunstancias en que vivieron. Así pues, según este planteamiento, las grandes teorías han sido reformuladas innúmeras veces para dar cuenta, analizar o criticar las sucesivas realidades a las que han hecho referencia, logrando de este modo incrementar su densidad semántica, aunque también aumentar su imprecisión.6 Siguiendo esta lógica, lo que cabría preguntarse en relación con el caso mexicano es, ¿en qué medida los autores que reflexionaron en torno a la república durante los meses que siguieron a la caída del Imperio reformularon conceptos y teorías propios de la tradición del pensamiento político republicano, para analizar por medio de ellos la realidad existente en el país y criticar o aplaudir la gestión del gobierno?

Aunque durante este periodo no aparecieron obras teóricas de gran envergadura escritas por intelectuales mexicanos, hubo, sin embargo, un significativo número de autores relevantes -entre ellos, Zarco, Ramírez y Bustamante- que dieron a conocer sus reflexiones de forma cotidiana en las páginas de los periódicos. La prensa, como han señalado numerosos estudios recientes, jugó un papel determinante en estos años en la conformación de la opinión pública y con frecuencia desempeñó las funciones que, años más tarde, cumplirían los partidos políticos.7 Por medio de las reflexiones que los distintos autores vertieron en ella se puede advertir -como esperamos demostrar a lo largo de estas páginas- que la idea republicana tuvo una notable presencia en el debate público de estos meses y que en relación con ella se hicieron reflexiones complejas que superaron el republicanismo epidérmico presente en los argumentos estrictamente antimonarquistas,8 para ahondar en planteamientos relativos tanto a la organización institucional del régimen, como a las ideas y valores que debían animar el funcionamiento de esas instituciones.

En segundo lugar, la definición de Pocock de “momento maquiavélico” puede ayudar también a comprender la idea republicana en el México de esos meses, si analizamos en qué medida y de qué forma los dos elementos que componen este sintagma estuvieron presentes en el debate político. Según el autor neozelandés, el sintagma haría referencia a un doble proceso. Por una parte, el sustantivo “momento” aludiría a la sujeción a la contingencia a la que se ve sometida la república cuando deja de ser idea y tiene que hacer frente a los embates de la fortuna, mientras que el adjetivo “maquiavélico” se referiría a la recuperación de la tradición del republicanismo clásico de origen grecorromano propuesta por los teóricos como respuesta ante la inherente fragilidad republicana.9

Respecto al primer elemento del sintagma, el “momento”, ante el desencanto producido por la distancia entre la aspiración ideal y la práctica real, éste debió resultar especialmente sensible para los publicistas mexicanos, debido a la expectativa que había sobre la restauración de la república. La fortuna, que en el pensamiento maquiavélico equivalía a la inseguridad de la vida política, en el México de estos meses presentó su mayor desafío con la publicación de la Convocatoria el 14 de agosto. En ella, Juárez y su gobierno, además de llamar a elecciones para el Ejecutivo y el Legislativo, incluían la realización de una consulta plebiscitaria para llevar a cabo algunas reformas constitucionales.10 Junto con esto, la ejecución de los comicios, el restablecimiento del Congreso, el mantenimiento todavía durante algunos meses de las facultades extraordinarias del Ejecutivo y el nombramiento de Benito Juárez como presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos el 25 de diciembre constituyeron los principales retos de la fortuna a los que la república tuvo que hacer frente durante este periodo. ¿En qué medida todo ello llevó a los publicistas mexicanos a percibir la república como moral y políticamente inestable y a temer por su fragilidad? ¿Qué medidas propusieron para contrarrestar los embates de la fortuna? ¿Cuánta fue la distancia que hubo entre su ideal republicano y la república real a la que se enfrentaban cada día?

El segundo elemento del sintagma, el adjetivo “maquiavélico”, hace referencia, como apuntábamos más arriba, a la recuperación de la tradición del republicanismo clásico. Esta corriente de pensamiento político, según expone Pocock, partiría de la reformulación maquiavélica tanto de la idea aristotélica del ciudadano como de la tradición romana del buen gobierno. Más que en el aspecto normativo, el ideal del republicanismo clásico centra su atención en la virtud cívica como elemento nodal para el sostenimiento de la república, pues gracias a ella se podía crear una comunidad de ciudadanos libres y autosuficientes, involucrados en la toma de decisiones y preocupados en la salvaguarda de la comunidad.11 Este ideal, al parecer muy presente entre los pensadores angloamericanos de los siglos XVII y XVIII, ¿formó parte también de las reflexiones hechas por los publicistas mexicanos a partir de la caída del Imperio? ¿Hubo, además de ésta, otras corrientes intelectuales con las que se pensó la república?

Elementos del momento republicano mexicano de 1867

Durante los meses que siguieron a la caída del Imperio fueron muchas las reflexiones que se hicieron en torno a la república y diversas las tradiciones de pensamiento político desde las que fueron enunciadas. Si los republicanos de la Tercera República francesa hicieron del lema “la forma es fondo” un verdadero mantra para mantener su voluntad política mientras estuvo vigente un gobierno republicano dirigido por monárquicos,12 los mexicanos tenían muy claro, después de varias décadas de experimentos republicanos, que la forma no entrañaba el fondo, al menos en su caso, y que para la consecución de ese fondo no sólo se requería voluntad, sino también acción.

Así lo advertía Ireneo Paz pocos años después de la restauración de la república, cuando aseguraba que “nuestra revolución no está [todavía] terminada, porque no basta con querer ser republicanos, es preciso serlo”.13 Por eso, no resulta extraño que los pensadores de estos meses dedicaran especial atención a llevar a cabo algunas reformulaciones de la idea republicana a fin de aunar voluntad y acción, y lograr con ello la consolidación del régimen republicano en el país. Los momentos republicanos vividos en México desde el inicio de su vida independiente habían ido conformando una tradición de pensamiento político en este sentido, estrechamente emparentada con las ideas y experiencias del resto de América y de Europa, pero enfocada en dar respuesta a los retos concretos a los que había tenido que hacer frente el país.14 Esto había permitido que la idea republicana fuera ganando densidad semántica con el paso de los años y que, por tanto, para 1867, los publicistas que reflexionaron sobre ella partieran de una base sobre la que proponer algunos ajustes. Con ellos, pretendían hacer que esta idea, con todas sus implicaciones institucionales y doctrinarias, resultara más operativa dentro del nuevo paradigma político que comenzaba a vislumbrarse durante aquellos años a consecuencia de la crisis del parlamentarismo liberal, de los cambios en la geoeconomía mundial y de la incipiente presencia de las masas en la política.15

Las plumas que se ocuparon de hacer estas reflexiones fueron en ocasiones reconocidas, y en otras, anónimas o fugaces. La importancia de estas últimas no es, sin embargo, menor, pues evidencian el sustrato ideológico existente en el país y la densidad del pensamiento,16 algo que ocurría en un periodo de especial riqueza en la historia intelectual de México.17 Entre las plumas reconocidas cabría mencionar las de Ignacio Ramírez, Francisco Zarco y Gabino F. Bustamante.18 Junto con ellos, también tuvieron una participación recurrente en el debate público otros autores que en muchos casos desarrollarían una extensa carrera en los años siguientes, no siempre consistente con lo que expresaron en estos meses. Entre ellos, la calidad literaria e intelectual fue desigual, lo que no fue óbice para que su participación en el debate tuviera repercusión. Sería el caso de académicos, como el entonces joven Alfredo Chavero y el arqueólogo Ramón L. Alva; de literatos, como Ignacio M. Altamirano y Lorenzo Elízaga; o de militares, como Pantaleón Tovar, Juan N. Mirafuentes y, con una calidad literaria mucho mayor, el de Vicente Riva Palacio.19

Las reflexiones sobre la idea republicana de estos meses abordaron gran cantidad de temas, pero prestaron especial atención al análisis de tres conceptos: la libertad, la soberanía popular -y su concreción a través del sistema representativo- y la ciudadanía. Estos tres conceptos, así como el amplio campo semántico que se abre en torno a ellos, se encuentran en la base de las distintas corrientes modernas de pensamiento político; las diferencias estriban -como señalan los expertos- en los matices de interpretación asignados a algunos de sus significados.20 En las siguientes páginas nos detendremos, precisamente, en analizar los matices de significado que los actores políticos mexicanos de estos meses les asignaron a esos conceptos, a fin de comprender cómo los entendieron y, en consecuencia, desde qué tradición o tradiciones pensaron la república.

La libertad

Forjado su carácter y su educación dentro de la tradición liberal, entre los publicistas de este periodo hubo unanimidad en que la república era la única forma de gobierno que podía garantizar el disfrute pleno de las libertades cívicas y políticas. Frente a unas monarquías que eran estereotipadamente presentadas como autoritarias, la república aparecía como la forma de gobierno idónea para el ejercicio pleno de las libertades, al mismo tiempo que sólo la libertad podía garantizar el correcto funcionamiento de la república. Para Ramírez, quien, como buen heredero de la Ilustración, gustaba de hacer analogías entre las leyes de la naturaleza y las de la sociedad,21 la libertad podía equipararse con el sol, es decir, era la fuerza y la energía que servía de catalizador para el desarrollo de procesos fecundos, lo que en el México de aquellos meses se traducía, según este autor, en la fuerza capaz de hacer florecer en el suelo del país un gobierno republicano que todavía se encontraba en estado embrionario.22

Sin embargo, no todos entendieron la libertad exactamente de la misma manera ni contemplaron su extensión dentro de los mismos parámetros. Aunque todavía constituían una minoría, para los autores influidos por el positivismo, la libertad sólo podía entenderse en sentido colectivo y aparejada a ciertas restricciones. Así pues, Chavero, que, siguiendo a Comte, no ocultaba su rechazo a la teoría del contrato social de Rousseau por falsa e inmoral, defendió en sus escritos que la libertad sólo podía existir dentro del cuerpo social. En éste había funciones que podían “ser desempeñadas por todos los individuos que componen la nación”. Sin embargo, había otras que era preciso “encomendarlas a unos pocos”, que representaban la autoridad, y a quienes les correspondía tomar las medidas adecuadas para la consecución de “la felicidad pública”.23 Es decir, en nombre del bienestar colectivo, Chavero consideraba que la ciudadanía podía renunciar a algunas libertades, que pasarían a ser gestionadas por una autoridad competente.24

Frente a esta interpretación, Zarco proponía otra de horizontes más amplios. Igual que Tocqueville, Zarco advertía sobre el peligro que representaban para la libertad aquellos aparentemente preocupados sólo en la administración y que en realidad no eran otra cosa que “falsos liberales”, pues en vez de procurar el afianzamiento y ensanchamiento de ésta, se mostraban temerosos ante ella.25 Para el intelectual duranguense, la libertad no debía estar sometida al orden, sino a la inversa, y no debía estar supeditada a la consecución de mejoras materiales, sino ser entendida como causa de aquéllas. Por eso, en su opinión, “la libertad en la democracia no de[bía] sacrificarse al principio de autoridad, [porque] la autoridad en la democracia está únicamente en la soberanía popular” y ésta nunca la pierde pues la ejerce a través de sus representantes.26

Pero, sin duda, fue la vinculación entre la libertad y el imperio de la ley lo que suscitó mayor número de reflexiones sobre el primero de estos conceptos y en donde se pueden percibir ciertos matices de interpretación distintos entre los autores. En este sentido, la Convocatoria, que, como mencionamos más arriba, proponía la consulta plebiscitaria para la ejecución de una serie de reformas constitucionales -pasando por alto los procedimientos que la propia Ley Fundamental tenía para este fin- fungió como catalizador del debate. El apego que los publicistas de estos años mostraron hacia el imperio de la ley enlazaba con una doble tradición política. Por una parte, con la del constitucionalismo liberal, que en la reformulación de Constant de 1814 -de gran repercusión posterior- hacía de las constituciones la única herramienta eficaz para preservar la libertad individual de los abusos del poder, ya proviniera éste de la autoridad de uno solo (el rey) o de la mayoría (la soberanía popular); la ley, por tanto, servía para poner límite a una soberanía cuyo ejercicio absoluto resultaba contrario a la libertad.27 Por otra parte, ese apego a la ley encontraba muchos puntos en común con la teoría de la “república legítima” roussoniana, reformulada posteriormente por Tocqueville.28 Según este planteamiento, la legitimidad del Estado procedía de una normatividad social cuyo origen era la voluntad popular. De esta forma, el pueblo soberano no perdía su libertad entregándosela a un tercero, el gobernante, sino que la mantenía en todo momento, pues todos estaban sujetos a un mismo conjunto de leyes establecidas de común acuerdo. Por eso, en el momento en el que el gobernante o cualquier otro individuo o institución las desatendía para obtener algún tipo de provecho personal, la libertad de todos resultaba vulnerada, dando paso a la posibilidad de un gobierno arbitrario.29

Este apego a la ley se vio favorecido, además, por el hecho de que, a diferencia de lo que había ocurrido con los textos constitucionales previos, la Constitución de 1857 gozó de enorme popularidad y de un gran ascendiente simbólico, que todavía adquirió mayores proporciones después de la Intervención.30 Esta ley fundamental representaba la legitimidad política del gobierno republicano, no sólo porque establecía el marco normativo en el que debía llevarse a cabo la vida en comunidad y, por tanto, evitaba los caprichos de la voluntad arbitraria de un individuo o de las mayorías; sino porque, en opinión de un buen número de publicistas, había sido elaborada por el pueblo a través de sus representantes, por lo que su cumplimiento significaba el atendimiento de la voluntad de la nación misma.

La libertad, así, estaba cifrada en el imperio de la ley, ya fuera éste entendido como límite o como expresión de la voluntad popular, o como una combinación de ambas cosas. De esta última forma pareció interpretarlo en varios de sus escritos el arqueólogo Ramón L. Alva, como puede apreciarse, por ejemplo, en un artículo publicado pocas semanas después de la Convocatoria. En él, el autor recordaba que la guerra contra el Imperio no se había hecho sólo para sacudir el “yugo ominoso” de la monarquía, sino para restablecer “la paz, las garantías sociales, el reino de la justicia, la estabilidad de las instituciones y el respeto y la obediencia a la ley”, porque “los pueblos de hoy, comprendiendo su soberanía”, saben que “cuando se desprecia la ley se marcha a pasos agigantados al despotismo, a la anarquía, a la disolución social”.31 En esta misma línea, pero con un razonamiento más extremo, se expresó Ramírez, quien incluyó en la lista de los obligados ante la ley a la Divinidad, que, si “apareciese sobre la tierra, [los reformistas, entre los que él mismo se incluía], la sujetarían a la libertad, a la igualdad, a la misma fraternidad, porque en todos los mundos posibles la ley es sobre todos”.32

Por su parte, el coronel Mirafuentes, promotor de la candidatura de Díaz en los comicios de septiembre, pareció darle más peso a la segunda de las interpretaciones, sobre todo a medida que se fueron conociendo los resultados de las elecciones, con saldo a favor de Juárez. “La ley es la expresión de la voluntad del pueblo -advertía- y ella sola es la que no ha de sufrir agresión de ninguna clase. Desde los más encumbrados personajes de la nación hasta el último de los ciudadanos debe acatar su soberanía, única que impera en una república democrática.”33 Éste fue el planteamiento general de los que se inclinaron por la candidatura de Porfirio Díaz en aquellos comicios, pues, aun declarándose amigos de Juárez, como lo hacían los firmantes del comunicado “La Convocatoria. ¡Salve el pueblo la Constitución!”, consideraban que actuar al margen de la Ley Fundamental “es romper toda regla, destruir todo valladar que sirva de limite a la acción de los poderes; es, en fin, constituir al pueblo en un soberano de burlas, al que cada uno impondría obligaciones a su voluntad”.34 Es decir, la oposición al juarismo, sobre todo la encabezada por los que apoyaron la candidatura de Díaz, recurrió a una interpretación de factura republicana de la libertad para atacar al candidato opositor y legitimar su opción política.

Por su parte, Benito Juárez, a pesar de la Convocatoria, en los dos discursos que pronunció ante el Congreso en diciembre, señaló que tanto su voluntad como la de su gobierno había sido siempre la de regirse por el imperio de la ley. Si las “circunstancias” de la guerra habían obligado a la inobservancia de alguno de los preceptos constitucionales, él había procurado “siempre obrar conforme a su espíritu [al de la ley], en cuanto lo permitían las exigencias inevitables de la guerra”. En este sentido, restaba importancia a la preocupación de la opinión pública por las reformas constitucionales propuestas en la Convocatoria y se justificaba diciendo que dicha preocupación se debía únicamente a una inconformidad con la manera en que éstas habían sido anunciadas y no con las reformas en sí, que al ser urgentes y redundar en el bien común, debían contar con la aquiescencia de toda la nación.35

Por otra parte, la arbitrariedad y su concreción en regímenes como la dictadura, la tiranía, el despotismo o el cesarismo estuvo también muy presente en las reformulaciones del concepto de libertad que se hicieron durante estos meses. La arbitrariedad, que en la tradición romana y neorromana se identificaba con la potestad que se arrogaba el gobernante para pasar por encima de la ley, eliminando o reduciendo con ello la libertad ciudadana,36 fue la interpretación que le dieron numerosos publicistas a la actuación de Juárez tras la publicación de la Convocatoria. “Donde rige la arbitrariedad no hay libertad”, sentenciaba un editorialista de El Monitor Republicano pocos días después de la publicación de aquel controvertido texto, porque “es arbitrario el ejercicio del poder, siempre que se norma por la conciencia del gobernante y no por los principios de la ley”.37 Con la Convocatoria -sentenciaba Antonio G. Pérez- Juárez había “roto el vínculo con el que estaba unido al pueblo” y con su comportamiento arbitrario había abierto la puerta a “la tiranía, que comienza a establecerse siempre […] omitiendo algunos trámites que señala la Constitución”.38

La arbitrariedad era propia de gobiernos autoritarios, advertía Zamacona, quien además llamaba la atención sobre el carácter plebiscitario de la consulta incluida en la Convocatoria, un mecanismo que, según éste y otros autores, servía a los gobiernos cesaristas para dotarse de una legitimidad de la que de otro modo carecían.39 Algo que no debía ocurrir en un país regido por instituciones republicanas pues, de este modo, quedaban desvirtuados los principios de esta forma de gobierno. Así lo advertía con desánimo Filomeno Mata pocos días antes de la toma de protesta de Juárez como presidente de México, cuando señalaba que

[…] si ha de haber despotismo y arbitrariedad, poco importa el carácter del principio político […]; poco importa que la mano que oprime sea la de un gobernador o la de un comisario imperial. Y aún nos atreveremos a decir que el despotismo ejercido en nombre del gobierno republicano implica una circunstancia agravante […] porque redunda en el descrédito de nuestro principio”.40

Así pues, la Convocatoria llevó a una profunda reflexión sobre el sentido de la libertad y de sus funciones como principio básico y constitutivo del gobierno republicano. Como venía ocurriendo desde el inicio de la vida independiente del país,41 la libertad fue interpretada mucho más en un sentido positivo que en uno negativo,42 en la medida en que se privilegió, sobre la dimensión individual, la colectiva, representada en una Constitución que era considerada como expresión de la voluntad popular. El desafío político que supuso la Convocatoria hizo que para muchos publicistas la legitimidad normativa se convirtiera en la esencia de la libertad y ésta en el fundamento de la república, pues sin la libertad emanada del imperio de la ley, la república dejaba de ser tal para convertirse en alguna forma despótica de gobierno, como la dictadura o la tiranía, aunque se mantuviera en su aspecto formal como una república.

La soberanía y la representación

Si hubo unanimidad respecto al carácter constitutivo de la libertad en la forma republicana de gobierno -independientemente de la interpretación que se hiciera de ésta-, lo mismo ocurrió en relación con el sentido popular de la soberanía. Tanto Chavero y Zayas, como Ramírez, Zarco o Bustamante coincidieron en señalar que, tras la caída del Imperio, la soberanía había regresado por completo a la nación, que ya no tenía que compartirla con un monarca, que además era extranjero. El secuestro de la soberanía o, cuando menos, su pérdida parcial en los gobiernos monárquicos, constituía una de las piedras angulares del pensamiento político republicano,43 que, a pesar del tiempo, mantenía su vigencia intacta. “La representación nacional en las monarquías se deriva del monarca, porque éste se llama el soberano -apuntaba Bustamante-; y en la democracia deriva del pueblo, que es en quien exclusivamente reside la soberanía.”44 Por eso, tras la caída del Imperio, “el pueblo ha conocido que él es el soberano”, afirmaba Chavero, y, por lo tanto, es él quien elige.45

Sin embargo, no todos entendieron de la misma manera las implicaciones de esa roussoniana soberanía popular. Para algunos, ésta era sinónimo de democracia, de gobierno del pueblo por el pueblo, algo que sólo podía darse de forma plena en la república, en donde el pueblo, en un mismo movimiento -como señalaba Zarco-, era sujeto y objeto de derechos.46 De hecho, cuando esto no ocurría -consideraba Velasco desde las páginas de El Globo, diario que había apoyado la candidatura de Díaz en los comicios de septiembre- “los pueblos que llevan el nombre de república no son sino cadáveres próximos a entrar en disolución”.47 Sin embargo, para otros, la soberanía popular no era sinónimo de democracia, sino de una organización del cuerpo social en la que cada individuo o segmento de la sociedad debía cumplir las funciones que le eran propias en aras de la “felicidad pública”, pero no mediante una toma de decisiones compartida.48

A pesar de las constantes alusiones a la soberanía popular que se hicieron en estos meses, paradójicamente escasearon las reflexiones sobre el concepto de pueblo, aunque éste estuvo presente de forma más o menos velada en cualquiera de sus dos caras: como peligro y como posibilidad.49 El pueblo, que para Riva Palacio debía incluir desde el escribiente y el administrador hasta los indios, los carreros e, incluso, los “mendigos con falsas vendas y con fingidas llagas”,50 fue visto en general, como venía ocurriendo desde las décadas previas,51 con benignidad por la mayor parte de estos publicistas. Así, además de aplaudir su actuación en los comicios de septiembre, pues al acudir mayoritariamente a sufragar había hecho posible que el sistema funcionara, se le felicitó también porque, después de hacerlo y tras comenzar a conocerse los resultados, no se había producido ninguno de los habituales brotes revolucionarios de las décadas pasadas, es decir, no se había convertido en peligro para el propio sistema. Situación que demostraba, para Velasco, que el pueblo se encontraba maduro para la democracia, algo de lo que, en su opinión, no podía presumir el gobierno.52

Uno de los grandes temas en torno a la soberanía popular, que había sido objeto de múltiples reflexiones desde el inicio de la centuria, fue la forma en que los representantes debían ser elegidos para que su actuación fuera, verdaderamente, traducción de la voluntad general. Descartada de forma mayoritaria -aunque, como veremos, no absoluta- la intervención directa en la asamblea, pues resultaba inoperante en naciones extensas y pobladas como la mexicana,53 el debate se centró en los grados de separación que debían establecerse entre el ciudadano pasivo, es decir, el que ejercía el voto, y el activo, el que podía desempeñar un cargo de representación popular. La Constitución de 1857 estableció el sistema indirecto con un grado para todos los poderes públicos, lo que permitía tener un control sobre el amplio derecho de sufragio reconocido en el texto constitucional.54 Sin embargo, no todos los que participaron en el Constituyente, ni los que volvieron a reflexionar sobre el tema con motivo de las elecciones para el Ejecutivo y el Legislativo celebradas en septiembre, estuvieron de acuerdo con este sistema indirecto, que, en su opinión, impedía el establecimiento de una verdadera representación.

Los partidarios de la elección directa de representantes defendieron su postura apoyándose fundamentalmente en dos argumentos: que con ello se favorecía un mayor involucramiento de los ciudadanos en los asuntos públicos y que de esta forma se reduciría la posibilidad de fraude. Ramírez, Zarco, Bustamante y Antonio G. Pérez fueron sus principales defensores. De ellos, fue probablemente Ramírez quien le dedicó más espacio en sus escritos y quien llevó a posiciones más extremas el argumento, pues en más de una ocasión defendió la elección asamblearia directa y vinculó este procedimiento con la independencia municipal. Para El Nigromante, el pueblo dejaría de ser “por todas partes gobernado y en ninguna gobernante”, cuando la elección se realizase de forma directa. “Perdido el miedo a la soberanía de la multitud y mejorados los elementos democráticos por la rapidez en las comunicaciones y por las luces que derrama la imprenta”, Ramírez se preguntaba: “¿por qué no habremos de hacer en diez o veinte mil lugares el papel de legisladores que representaban en una plaza los griegos y los romanos?”. Ésta era la forma más adecuada, en su opinión, de que “el pueblo se organice a sí mismo y ejerza la autoridad suprema” y no pidiéndole “un voto desnudo” sobre asuntos sobre los que no tenía “una opinión suficientemente razonada”. Por eso, el fortalecimiento de los ayuntamientos y de las municipalidades resultaba crucial, porque eran el espacio natural de las “asambleas deliberantes”, donde el pueblo dejaba de ser una figura retórica y podía ejercer su soberanía.55 Aunque esta postura encontró simpatizantes, como Juan N. Mirafuentes, éstos resultaron menos optimistas en cuanto a la viabilidad inmediata del proyecto, pues, como apuntaba el coronel, aunque “la democracia pura es el término de nuestra forma política”, todavía quedaba camino por recorrer para llegar a ella.56

Junto con la forma de la elección de representantes, los criterios que debían cumplir aquellos que habrían de ocupar cargos de elección popular también fueron objeto de reflexión por parte de los publicistas de estos meses. En este sentido, para muchos de ellos, no sólo era necesario satisfacer una serie de requerimientos legales, sino que, siguiendo la tradición humanista, consideraron esencial que los representantes tuvieran un conjunto de valores morales, como la virtud o la probidad, que fueran garantía de un correcto desempeño de sus funciones.57 Por eso, la forma en que se ejecutaron los comicios de septiembre llevó a muchos publicistas a adoptar una postura pesimista respecto al proceso y a los resultados, pues no sólo quedaron insatisfechos los criterios morales -siempre más difíciles de ponderar-, sino que fueron también burlados los límites legales.

Respecto a lo primero, Riva Palacio, siempre irónico, denunciaba este hecho por medio de un diálogo imaginario en el que uno de los personajes aleccionaba al otro señalándole que “aquí, aunque parezca raro, los gobernantes eligen a los electores y éstos […] van el día designado a nombrar al mismo que los eligió”.58 En cuanto a lo segundo, Ramírez, en tono mucho más serio, señalaba cómo la elección había sido doblemente falseada: por un lado, porque los representantes de los estados no habían sido elegidos por voto popular, sino por los gobernadores de las res pec tivas entidades, de modo que la soberanía popular en este punto había sido burlada; y por otro, porque se había permitido elegir como diputados a funcionarios de la federación, lo cual abría la puerta a la injerencia del Ejecutivo en el Congreso, y con ello, a la mezcla de competencias de los tres poderes.59 Ante esta situación, cuya preocupación compartía Antonio G. Pérez, este último urgía a que se tomaran medidas que permitieran blindar la independencia del Legislativo para evitar que acabara sucumbiendo al Ejecutivo y que el Congreso se llenara de “Catilinas que maquinan contra sus poderdantes, defendiendo y votando hasta los más singulares caprichos del Ejecutivo”.60

Precisamente, la separación de los tres poderes y, de manera específica, la división de competencias entre el Legislativo y el Ejecutivo constituyó el otro gran tema en torno al que giraron las reflexiones relativas a la soberanía popular y a la representación emitidas por los publicistas en estos meses. En este punto, una vez más la Convocatoria, así como los comicios de septiembre dieron lugar a un interesante debate, en el que se defendieron posturas encontradas respecto a la importancia y al papel de cada uno de los poderes en un gobierno republicano, y se discutió la pertinencia y las repercusiones de algunas de las medidas propuestas en la Convocatoria, sobre todo la relativa a la creación del Senado y la que planteaba la inclusión del derecho de veto para el Ejecutivo.

Respecto a la distinción y competencia de los diferentes poderes, buena parte de los publicistas, siguiendo la tradición asamblearia de las décadas previas,61 consideraban que el Legislativo, en tanto que expresión de la soberanía popular, debía estar por encima de los demás poderes, sobre todo del Ejecutivo, pues la historia del país, incluso hasta el momento presente, demostraba que las dificultades del gobierno republicano en México tenían una de sus razones de ser en los excesos de este poder. “Existe […] una gerarquía [sic] natural e inevitable en los tres poderes gubernativos -apuntaba Ramírez-; el que legisla llevará siempre la corona del soberano”.62 En este sentido, resulta lógico que Zarco sólo considerase que la república había quedado verdaderamente restaurada cuando se restableció el Congreso en diciembre.63

Desde este planteamiento, el Ejecutivo debía ser -como lo calificaba Zarco- “dócil”, pues su función se debía limitar a poner en práctica aquello que decidiera el Legislativo. Asimismo, el cargo debía ser electivo y resultado de la lucha entre partidos, que era lo que diferenciaba, según este autor, a las repúblicas democráticas, como México, de los regímenes autoritarios, donde no había espacio para el debate y la crítica.64 Además de la electividad, muchos de estos publicistas abogaron también por la alternancia en la titularidad del Ejecutivo, sobre todo cuando, después de la Convocatoria, Juárez lanzó su candidatura para las siguientes elecciones. Para sus defensores, la alternancia no sólo resultaba importante para evitar la posibilidad de corrupción, sino que permitía poner en práctica el principio de igualdad, de gran significación dentro del pensamiento republicano moderno, como había expuesto, entre otros, Tocqueville. Dicho principio hacía de cualquier ciudadano un posible candidato para el desempeño de esas funciones, pues en una república no podían existir hombre superiores ni necesarios.

Que el presidente de una república se eternizara en la silla presidencial -apuntaba con indignación Elízaga desde las páginas de El Globo unas semanas antes de las elecciones- sería un escándalo, equivaldría a hacer de él un rey constitucional, y las instituciones republicanas pugnan con el mando supremo ab aeternum, pues implicaría la supremacía de un hombre sobre toda una nación.

Por eso, en su opinión, cuando Juárez dejara la jefatura del gobierno, “habrá miles de ciudadanos capaces de sucederle en la presidencia, y si así no fuera -concluía con visible acrimonia- México […] podría considerarse perdido y resignarse […] a ser borrado del catálogo de las naciones”.65

Sin embargo, no todos los publicistas coincidieron en asignarle esa superioridad al Legislativo ni en considerar tan crucial la separación taxativa de los tres poderes, ya que, en situaciones de crisis, como la que todavía atravesaba el país, el trabajo coordinado de todos ellos podía servir para dar unidad a la nación. Para los publicistas que defendieron esta postura, el fortalecimiento del Ejecutivo resultaba beneficioso pues, según apuntaba Zayas, la historia reciente del país demostraba que era necesario que al frente de la nación estuviera un “hombre enérgico, virtuoso”, capaz de crear el “equilibrio relativo entra las autoridades y el país”, un “hombre necesario” que, en su opinión, no podía ser otro que Benito Juárez.66

En cuanto a las propuestas incluidas en la Convocatoria, la iniciativa de creación del Senado produjo posiciones encontradas, como ya había ocurrido durante los debates del Constituyente. Aunque el Senado era una institución esencialmente republicana, para algunos, como Ramírez o Bustamante, el sistema bicameralista indicaba “ausencia de unidad política y social, que el pueblo está dividido en clases, algo que, como demócratas, resulta inaceptable”. Aunque no negaban su utilidad en naciones como Estados Unidos, consideraban que si se implantaba en México sería “un obstáculo perpetuo para todo adelanto, una muralla en que se estrella toda idea nueva”.67 Para otros, como Zarco, el Senado podría cumplir el papel de un poder moderador y, por lo tanto, ayudar a la gobernanza del país.68

Respecto al veto, éste fue rechazado por la mayor parte de los publicistas y empleado por algunos de ellos durante la campaña electoral de septiembre para desprestigiar la candidatura de Juárez. Para Zamacona, en un artículo publicado durante aquellos días, el veto permitiría “afirmar la dictadura absoluta bajo las formas mentidas de un irrisorio sistema representativo nacional”, puesto que el titular del Ejecutivo tendría libertad para hacer lo que quisiera sin tomar en consideración a la soberanía nacional.69 Bustamante tenía al respecto una opinión parecida, pues consideraba que en una república el veto “vendría a trastornar enteramente nuestra actual forma de gobierno, cambiando en autocracia la democracia”.70 En definitiva, las diversas propuestas incluidas en la Convocatoria, “el veto, el Senado, el clero resucitado a la vida civil” eran, en opinión de Hilarión Frías y Soto, “la entronización de la monarquía disfrazada de dictadura hipócrita, de cesarismo republicano, es decir, las rémoras y los obstáculos a la política progresista y efervescente de la representación nacional”.71

La opinión gubernamental respecto a estas cuestiones quedó expuesta en el Diario Oficial y sintetizada en el discurso pronunciado por Juárez ante el Congreso con motivo de su investidura como presidente el 25 de diciembre. Pese a la Convocatoria y a la indisimulada pretensión de fortalecimiento del Ejecutivo que ésta significaba, Juárez ratificaba su lealtad al principio constitucional de que “todo poder público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio” y prometía a los ciudadanos diputados que “me servirán de guía vuestras luces, cumpliendo el deber de ejecutar vuestras decisiones, de sostener la independencia y la dignidad de la nación, y de hacer efectivos los principios de libertad y de progreso”.72

La soberanía, la representación, así como los diversos temas relacionados con estos principios ocuparon un lugar central en las reflexiones en torno a la idea republicana aparecidas durante estos meses. El embate de la fortuna que supusieron tanto la Convocatoria como los comicios celebrados al final de septiembre llevó a buena parte de los publicistas a repensar estos conceptos en clave republicana, pues por medio de sus críticas y comentarios abogaron por medidas encaminadas al fortalecimiento de la soberanía popular, tanto mediante las formas de elección de representantes como a través de la defensa de las funciones de la representación, una vez que ésta hubiera quedado constituida; cuestiones que, en ambos casos, en su opinión, estaban siendo atacadas por las iniciativas y las prácticas de Juárez, que de esta forma debilitaba algunos de los principios fundamentales de todo gobierno republicano. Sin embargo, también hubo quienes consideraron que la interpretación que Juárez hizo de dichos principios era la adecuada, al menos en las circunstancias por las que entonces atravesaba el país y que, por tanto, la consolidación de la república requería de su acatamiento.

La ciudadanía

A diferencia de lo ocurrido con los dos conceptos anteriores, el de ciudadanía, en sus reformulaciones de estos meses, no se vio afectado por el embate de la Convocatoria. Sin embargo, no fueron pocas las reflexiones que se dedicaron a este tema, pues había una convicción general de que la ciudadanía era la pieza clave de la vida republicana y de que, en el caso de México, todavía quedaba mucho por hacer para elevar al pueblo a esa categoría política y cívica. Dentro de la tradición republicana, la ciudadanía había sido definida en una doble dimensión: la normativa, que quedaba establecida en los textos legales y que se traducía en una serie de derechos y obligaciones; y la voluntarista, que suponía una disposición activa y atenta de los individuos, así como un cultivo de la virtud, como mecanismos para la consecución del bien común.73

Desde el punto de vista normativo, la opinión generalizada fue que la definición de ciudadanía recogida en la Constitución de 1857 resultaba por demás suficiente pues, entre otras cosas, se reconocían los derechos del hombre emanados de la revolución francesa.74 Por tanto, donde había que poner el acento era en el fomento de mecanismos que permitieran el desarrollo de la parte voluntarista. La población en general necesitaba aprender o, en el mejor de los casos, ejercitar sus hábitos republicanos, y para ello resultaba necesario el establecimiento de una serie de instituciones y prácticas.75 Entre ellas figuraban los juicios por jurados, las Guardias Nacionales, el asociacionismo o la participación en los rituales cívicos y, por encima de todas, la educación.

Como buenos herederos del pensamiento ilustrado, y muchos de ellos próximos a las posturas de los ilustrados radicales,76 la mayor parte de estos publicistas consideraba que, sin educación, la libertad se reducía y el ejercicio de la soberanía se empobrecía, pues sólo a través de la emancipación que producía el conocimiento, el ciudadano podría estar atento a las prácticas inmorales en las que con frecuencia incurrían los gobiernos, así como propositivo a la hora de buscar soluciones para los problemas del país. En esta preocupación por la educación también confluía el pensamiento positivista, aunque asociado, como vimos, a una interpretación de la libertad y de la utilidad pública distinta. “Era verdad sabida, que si la naturaleza forma hombres -apuntaba Chavero-, la instrucción es solamente la que forma ciudadanos. Nadie podrá negar que, en igualdad de circunstancias, la nación que tenga relativamente más ciudadanos que leen, sea la más libre.”77 Una valoración en la que, en esta ocasión, coincidía con Zarco, para quien, en las actuales circunstancias del país, “fundar una escuela de primeras letras [era] […] mayor servicio que ganar una batalla o que pronunciar brillantes discursos”.78

Junto a la educación escolarizada, el asociacionismo cívico y la participación en rituales patrióticos también estaban llamados a tener una importante función pedagógica. Para Altamirano, siguiendo de cerca el concepto de religión civil expuesto por Rousseau,79 se debía fomentar en la ciudadanía el espíritu cívico mediante la realización de actos como los rituales patrióticos que tenían lugar el 16 de septiembre, a fin de convertir “el sepulcro de los que han muerto por la patria [en] altar de semidioses y no [en] urna de mortales”. De este modo, se lograría que el pueblo vistiera “de gala a sus ciudadanos para celebrar la memoria de aquellos animosos confesores de la libertad, que supieron morir antes que renegar de su fe republicana”.80 El aso cia cio nismo cívico representaba, por su parte, para Bustamante -quien en esto seguía muy de cerca a Tocqueville-,81 “el corolario de la democracia, porque en la asociación todos los individuos tienen derechos semejantes y todos sus esfuerzos se dirigen a un mismo fin”.82 Permitía practicar, a una escala social reducida, principios fecundos como el de que “el interés de todos debe gestionarse por todos”, como apuntaba Filomeno Mata, además de que su existencia era “síntoma de madurez […] para la vida republicana”.83

Desde el punto de vista institucional, el restablecimiento de las Guardias Nacionales, institución que había favorecido la transmisión de valores republicanos en las décadas previas,84 ocupó cierto espacio en las reflexiones en torno a la idea republicana. Para un editorialista anónimo del El Monitor Republicano, esta institución era “indispensable en todos los pueblos libres” pues, en su opinión, constituía en “las repúblicas lo que los grandes ejércitos son para las monarquías”, pero, además, era menos caro y favorecía la unión entre “las masas y el gobierno”.85 La importancia de los juicios por jurados fue defendida de manera particular por Chavero, quien consideraba que esta institución favorecía la igualdad, estimulaba el sentido de ciudadanía activa -en la medida en que se le involucraba en la gestión de la cosa pública- y fortalecía la virtud, pues obligaba a cada individuo a actuar de forma recta y moral. Por eso, en su opinión, “el día en que todos los ciudadanos puedan ser jueces, amarán la justicia, y el día en que la justicia sea la primera virtud de una nación, esta nación será omnipotente”.86

Otro de los aspectos en relación con la ciudadanía que interesó a los publicistas fue el de la eterna tensión entre individuo y sociedad.87 Este asunto, cuya problemática se había ido incrementando a medida que las sociedades se habían hecho más populosas, había sido abordado por algunos pensadores como Rousseau o Tocqueville. En el México de estos días, algunos publicistas, como Ramírez, recordaron la importancia de mantener el equilibrio en esta tensión para procurar la armonía de la república. Así, al hilo de un comentario sobre la política juarista en relación con los “traidores” que habían apoyado al Imperio, El Nigromante señalaba que, si bien originariamente el pacto social era meramente voluntarista y que, por tanto, cualquiera podía entrar o salir de él a su antojo, la complejidad de las sociedades modernas había obligado a la creación de una serie de medidas que garantizasen la conservación del cuerpo político. Éstas eran el origen de “todas las restricciones a que se sujeta el libre consentimiento de los individuos”, pero, bien encauzadas, podían permitir la “conciliación entre la independencia individual y la conservación del cuerpo político” sin agravio para ninguna de las partes.88

Esa tensión, siempre presente, se reducía, según Rousseau o Tocqueville,89 cuando entre los individuos que conformaban el cuerpo social existía cierta unanimidad de criterios. La procuración de esa unanimidad fue objeto de preocupación constante por quienes se dedicaron a pensar la república desde distintas latitudes del mundo,90 pero en México, así como en otros países de la región, tuvo que hacer frente a una dificultad adicional: la heterogeneidad racial y la variedad lingüística y cultural. La existencia de una gran masa de población perteneciente a diferentes comunidades indígenas, que seguía manteniendo en buena medida sus usos y costumbres -cuyos principios distaban mucho de aquellos propios de las tradiciones políticas modernas-, constituía una dificultad adicional a la hora de lograr esa deseada unanimidad. Por tanto, este segmento de la población, así como el de las mujeres, se convirtieron en objeto de especial atención para los publicistas de estos meses, pues sobre ellos había que implementar de forma más contundente medidas que permitieran convertirlos en ciudadanos de una república medianamente unificada cultural y políticamente.

En el caso de las mujeres, fue Bustamante quien, influenciado por algunos autores franceses contemporáneos, le dedicó al tema varios escritos. En su opinión, “la mujer, como ha dicho bien Sanial Dubay, por su espíritu y su carácter, es esencialmente más republicana que el hombre”, pero debido a la educación doméstica que llevaba siglos recibiendo, se había convencido de ser “una esclava, atada con cadena de oro o de acero, pero siempre esclava”. Pero esto, con ser grave, no era lo peor -sostenía el exconstituyente-, porque si las mujeres eran las principales encargadas de transmitir valores a sus hijos, siendo ellas esclavas, solo podían transmitirles los valores de la sumisión y la dependencia. Por eso, “si queremos que nuestros descendientes mamen con la leche de una educación verdaderamente republicana, es preciso que comencemos a educar a la mujer bajo un sistema práctico de libertad y de independencia, que son los ejes sobre los que gira el sistema republicano”. Pero, además de esto, Bustamante abogaba por que las mujeres desempeñaran una profesión “compatible con su organización, que les proporcione los medios para vivir independiente”; de este modo, dejarían de percibirse como esclavas de sus maridos y pasarían a considerarse sus “compañeras”, “sus verdaderas socias”. Por eso, en definitiva, lo que había que hacer era desarrollar en la mujer “los principios republicanos que posee naturalmente”.91

La cuestión de los indígenas resultaba mucho más espinosa que la inclusión de la mujer como ciudadana de la República. El auge de una literatura pseudocientífica de tipo racista había convertido una categoría descriptiva antropológica en un elemento más del debate político, pero sin aportar demasiadas soluciones al respecto.92 Así que algunos de los publicistas mexicanos que se dedicaron a pensar la república en estos meses apuntaron algunas. Los indios, “debido a la tristísima situación en que se encuentran -señalaba un editorialista del El Monitor Republicano- no sirven más que las bestias, [puesto que no] participan de los beneficios de la libertad, ni de los goces de la civilización”. Su situación, continuaba este editorialista, era peor que la de los esclavos, porque éstos eran vendidos sólo una vez al amo, mientras que los indios “se venden de nuevo cada día de raya”. Por eso, se preguntaba, “¿no es deber, y deber sagrado […] sacar a esos habitantes de México de esa penosísima situación para elevarlos a la categoría de hombres libres, de verdaderos ciudadanos?”.93

El concepto de ciudadanía, sobre todo desde su dimensión voluntarista, fue reformulado durante estos meses desde posiciones claramente herederas de la tradición republicana, pues se consideró al ciudadano como un individuo que, más que estar preocupado por su libertad individual, debía necesariamente involucrarse en los asuntos concernientes a su comunidad mediante el ejercicio de diversas prácticas. Aunque la mayoría de los publicistas coincidían en que esta demanda resultaba algo difícil de satisfacer en la situación presente del país, consideraban que todos aquellos involucrados en la cosa pública debían enfocar sus esfuerzos en esa dirección, pues ésta era la única vía para crear una sociedad de ciudadanos virtuosos, capaces de sostener la estabilidad de la república en momentos de crisis.

Reflexiones finales

Los acontecimientos políticos que siguieron a la caída del Imperio desencadenaron una intensa reflexión sobre la idea republicana que favoreció que ciertos conceptos y teorías provenientes de distintas corrientes de pensamiento fueran reformulados de acuerdo con la realidad concreta del país y en consonancia con la tradición de pensamiento político autóctono que se había ido desarrollando en las décadas previas. Aunque en este momento todavía resulta algo precipitado hacer una distinción taxativa entre distintos modelos de república, pueden distinguirse dos tendencias cuyas diferencias se fueron acentuando con el paso de los años. Los autores y publicaciones citados en las páginas previas podrían inscribirse mayoritariamente en una de las dos; sin embargo, en todos ellos se puede advertir una mayor o menor heterodoxia, dependiendo del asunto específico tratado y de la circunstancia que rodeó la enunciación de esa reflexión.

Una de esas tendencias, la de ascendencia progresista, fue la que recurrió de forma más frecuente a la tradición del pensamiento republicano a la hora de reformular los conceptos clave de su idea republicana. Para quienes defendieron esta postura, la república debía ser un gobierno con prácticas democráticas, guiado por el imperio de la ley, en el que la representación, en tanto que encarnación de la soberanía popular, constituyese el eje central de la actividad política, y en el que los ciudadanos, plenamente conscientes de sus derechos y obligaciones, estuviesen involucrados en la consecución del bien común. Esta idea, que fue la defendida por un número mayor de publicistas, fue la que resintió de manera más fuerte los embates de la fortuna política de estos meses, pues éstos afectaban directamente la interpretación que ellos asignaban a algunos de los conceptos clave, como la libertad o la representación. La otra tendencia, que se percibe de forma más tenue en este ensayo, mezclaba elementos procedentes del moderantismo con la incipiente presencia de las ideas científicas. Su idea republicana pivotaba sobre la supremacía del principio de autoridad como base de la organización social y de la actividad política. En ningún caso renegaban de principios como la soberanía popular o el imperio de la ley, pero éstos debían quedar sujetos a esa autoridad fuerte y competente, la cual haría uso de ellos en beneficio de la felicidad pública. Esta idea republicana no resultó tan contrariada ante los embates de la fortuna política de estos meses, pues éstos no afectaban de forma tan visceral lo que para ellos dotaba de estabilidad al régimen.

Finalmente, regresando a las preguntas que planteábamos al principio, el verano y el otoño de 1867 podrían considerarse un auténtico momento republicano, si, siguiendo a Pocock, entendemos por tal el momento en que la república, al dejar de ser un ideal y convertirse en una realidad política concreta, comenzó a ser percibida como moral y políticamente inestable. Esto llevó, como hemos visto, a que los pensadores y publicistas de aquellos meses denunciaran las causas que en su opinión originaban esa fragilidad y propusieran medidas para contrarrestarla.

En la enunciación de esas propuestas hubo una clara presencia de la tradición de pensamiento republicano, tanto en su formulación grecorromana del buen gobierno, como en las reformulaciones realizadas por los pensadores ilustrados, de Montesquieu a Tocqueville. Conceptos y teorías procedentes de esas tradiciones fueron reelaborados por numerosos autores mexicanos durante estos meses a la hora de pensar la república. Así, planteamientos como la idea de la libertad como no dominación enunciada ante la posibilidad de un gobierno arbitrario, la supremacía del Legislativo en tanto que verdadera representación de la soberanía o la necesidad de crear una ciudadanía activa involucrada en la consecución del bien común, estuvieron presentes, como hemos visto, en el debate público.

Sin embargo, ciertos elementos que forman parte de la definición de republicanismo clásico propuesta por Pocock para referirse al caso estadounidense no tuvieron una presencia tan destacada en el pensamiento republicano desarrollado por los publicistas mexicanos de esos meses. De forma destacada, para éstos, la virtud cívica no se convirtió en el sustento principal de la república, sino que en ese lugar se colocó el imperio de la ley, en el que se cifró la estabilidad y la pervivencia de ésta. Frente a una ciudadanía cuya dimensión voluntarista estaba todavía en proceso de construcción, y en unas circunstancias muy distintas a las descritas por el autor neozelandés,94 la Constitución de 1857 se presentaba como una realidad ya acabada, fruto de un pacto suscrito por todos y al que todos estaban obligados, y que además gozaba del importante halo simbólico requerido por toda autoridad política. La dimensión normativa quedó, por tanto, dentro del pensamiento político republicano mexicano como el elemento integrador de otros aspectos, lo cual le asignó un carácter específico -no por ello menos intenso y contundente- al momento republicano que se vivió en el país durante aquellos meses.

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Tocqueville, Alixis de, La democracia en América, Barcelona, Orbis, 1985. [ Links ]

1La crónica de la jornada en El Globo (16 jul. 1867) y El Monitor Republicano (16 y 17 jul. 1867).

2Vicente Riva Palacio, “Obertura a toda La Orquesta”, La Orquesta (3 jul. 1867).

3 Pocock, El momento maquiavélico.

4 Pocock, El momento maquiavélico, pp. 569-573.

5 Pani, “Maquiavelo”.

6 Skinner, Lenguaje.

7 Piccato, The Tyranny, pp. 15-16 y 26-29.

8Como ideología política, frente a la tradición de origen francés, en donde la república ha sido analizada en su relación con una serie de principios y valores, la tradición anglosajona, mucho más pragmática, ha definido el republicanismo como ausencia de monarquía y como la forma más eficiente de organizar el Estado. Laborde, “Republicanism”; un reflejo de cómo se ha aplicado esta tradición anglosajona en el caso de México en Aguilar Rivera, “Dos conceptos”.

9 Pocock, El momento maquiavélico, pp. vii-viii.

10La convocatoria, que en opinión de Cosío Villegas fue el mayor error político cometido por Juárez, no ha sido objeto de demasiada atención por parte de la historiografía, a pesar de su significación. Algunas reflexiones en Cosío Villegas, La República, pp. 81, 142-143; Fuentes Mares, “La convocatoria”; Luna Argudín, El Congreso, pp. 129-134.

11 Pocock, El momento maquiavélico, pp. 200-220.

12 Nicolet, L´idée, pp. 187-248.

13 Riva Palacio, Historia, p. 344. Según Ortiz Monasterio, Riva Palacio sólo redactó el primer capítulo de este libro, mientras que el resto se atribuye a Ireneo Paz.

14 Aguilar y Rojas, Republicanismo; Arroyo, “Arquitectura”; Ávila, Para la libertad; Hernández, Tradición; Rojas, Repúblicas.

15Como señala Sabato, este cambio de paradigma no fue privativo de México, sino de la tradición del pensamiento político republicano de toda América Latina. Sabato, Republics. Algunos elementos de ese cambio para el caso del republicanismo europeo en Ridolfi, “Republicanismo”.

16 Rosanvallon, Por una historia.

17 Maciel, “Los orígenes”.

18Sobre la trayectoria intelectual y política de Ignacio Ramírez y Francisco Zarco existen algunas obras monográficas, aunque no siempre muy exhaustivas y que, por regla general, resultan algo apasionadas, como la semblanza biográfica elaborada por Altamirano para una compilación de las obras de quien fue su maestro. Altamirano, “Biografía”. Sin embargo, resulta mucho más difícil seguirle la pista a Gabino F. Bustamante.

19Algunos de estos autores, como Vicente Riva Palacio e Ignacio M. Altamirano, han recibido abundante atención por parte de la historiografía, mientras que de otros resulta mucho más difícil recuperar datos biográficos o relativos a su trayectoria intelectual; sin embargo, algunas tesis elaboradas en los últimos años, aunque desde disciplinas distintas a la historia, pueden ayudar a reconstruir biografías intelectuales; sería el caso, por ejemplo, de Martínez Díaz Barroso, “Pantaleón Tovar”.

20Como señala Fernández Sebastián, la “caja de herramientas conceptuales” con las que cuentan las distintas ideologías suele ser bastante similar, lo que cambia son las interpretaciones concretas asignadas a cada uno de esos conceptos. Fernández Sebastián, “Conceptos”.

21 Ibarra García, “Las ideas”.

22Ignacio Ramírez, “¿Dónde está la república?”, El Correo del Comercio (5 dic. 1867).

23Alfredo Chavero, “Organización pública” y “Soberanía nacional. División de poderes. Elecciones”, El Siglo Diez y Nueve (23 y 29 jul. 1867).

24Éste sería el concepto de libertad que permitiría crear lo que Palti ha llamado el “modelo pastorialista” de sociedad civil. Palti, La invención, pp. 300, 392-393.

25quivaldrían a lo que Tocqueville designaba en su tratado como “los legalistas”, que si bien podrían servir de contrapunto al poder de las mayorías, si llegaban a acaparar el poder, podían convertir a la república en un régimen más despótico que cualquier monarquía absoluta. Tocqueville, La democracia, cap. 8: “De lo que modera en Estados Unidos la tiranía de la mayoría”.

26Francisco Zarco, “Orden administrativo”, “Aspiraciones progresistas” y “Mejoras materiales”, El Siglo Diez y Nueve (16, 24 y 25 dic. 1867).

27 Bar Cendón, “Modelos”; De Vega, “El poder”.

28 Rousseau, El contrato, pp. 57-88. Sobre la teoría de la “república legítima”: Bolívar Espinoza y Cuéllar Saavedra, “La república”. Esta teoría fue también esgrimida por algunos republicanos franceses en el arranque de la Tercera República. Nicolet, L´idée, pp. 26-27.

29Aunque ninguno de los autores mexicanos de estos meses citó a los teóricos europeos, sin duda tenían un amplio conocimiento de ellos. Covo, “La idea”.

30 Aguilar Rivera, El manto.

31Ramón L. Alva, “Imperio de la ley” y “Garantías individuales”, El Monitor Republicano (9 sep. 1867).

32Ignacio Ramírez, “¿Dónde está la república?, El Correo del Comercio (5 dic. 1867).

33Juan N. Mirafuentes, “La oposición”, El Globo (17 oct. 1867).

34El documento, firmado por Joaquín Ruiz, J. M. Mata, José L Revilla, Gabino Bustamante, José María Castillo Velasco y José Valente Baz, y suscrito por Antonio Aguado, Pantaleón Tovar, Alfredo Chavero y Antonio G. Pérez, proponía a los ciudadanos que, cuando fueran a emitir su sufragio, señalaran explícitamente en la papeleta que no votaban ni a favor ni en contra de las reformas constitucionales. De esta manera, los proponentes pretendían obligar al Ejecutivo a llevar a cabo esa discusión en el Congreso. El comunicado se publicó en varios diarios. El Siglo Diez y Nueve (20 sep. 1867).

35 Juárez, Discursos, pp. 86-94.

36 Pettit, Republicanismo; Skinner, “La libertad”.

37S. C., “Convocatoria”, El Monitor Republicano (22 ago. 1867).

38Antonio G. Pérez, “Cuestión del día”, El Siglo Diez y Nueve (1o sep. 1867).

39Manuel María de Zamacona, “Convocatoria”, El Globo (19 ago. 1867).

40F. M., “Garantías individuales”, El Globo (19 dic. 1867).

41 Arroyo, “Arquitectura”, pp. 75-77.

42 Berlin, Dos conceptos.

43 Skinner, Los fundamentos, pp. 91-136.

44Gabino F. Bustamante, “Veto”, El Monitor Republicano (19 sep. 1867).

45Alfredo Chavero, “Organización pública”, El Siglo Diez y Nueve (23 jul. 1867).

46Francisco Zarco, “Aspiraciones progresistas”, El Siglo Diez y Nueve (24 dic. 1867).

47E. V., “Las elecciones”, El Globo (22 oct. 1867).

48Alfredo Chavero, “Organización pública”, El Siglo Diez y Nueve (23 jul. 1867).

49 Rosanvallon, El pueblo, pp. 29-30.

50Vicente Riva Palacio, “La ambición y la realidad”, La Orquesta (6 jul. 1867).

51Sabato, Republics, pp. 33-34.

52E. V., “Las elecciones”, El Globo (22 oct. 1867).

53 Hobson, “Revolution”.

54 Arroyo, “Arquitectura”, pp. 404, 419.

55Ignacio Ramírez: “Apelación al pueblo”, “Elecciones secundarias” y “Los Ayuntamientos”, El Correo del Comercio (26 sep., 4 oct. y dic. 1867).

56Juan N. Mirafuentes, “El sufragio universal”, El Globo (6 oct. 1867).

57 Skinner, Los fundamentos, pp. 190-191.

58Vicente Riva Palacio, “El mundo al revés”, La Orquesta (20 nov. 1867).

59Ignacio Ramírez, “El Congreso”, El Correo del Comercio (8 y 27 nov. 1867).

60Antonio G. Pérez, “Incompatibilidad e independencia”, El Siglo Diez y Nueve (11 oct. 1867).

61 Arroyo, “Arquitectura”, pp. 93-94.

62Ignacio Ramírez, “La Constitución”, El Correo del Comercio (24 sep. 1867).

63Francisco Zarco, “La reunión del Congreso”, El Siglo Diez y Nueve (4 dic. 1867).

64Francisco Zarco, “La oposición”, El Siglo Diez y Nueve (10 dic. 1867).

65Lorenzo Elízaga, “Los hombres necesarios”, El Boletín Republicano (30 ago. 1867).

66Zayas, “Los partidos”, El Siglo Diez y Nueve (23 ago. 1867).

67Gabino F. Bustamante, “Iniciativas de la Convocatoria”, El Monitor Republicano (27 ago. 1867).

68Ésta había sido la postura que había mantenido durante los debates del Constituyente. Luna Argudín, El Congreso, pp. 98-99; sin embargo, durante estos meses no se pronunció al respecto.

69Zamacona, “Algo más sobre un viejo asunto”, El Globo (13 sep. 1867).

70Gabino F. Bustamante, “Veto”, El Monitor Republicano (19 sep. 1867).

71Hilarión Frías y Soto, “El poder ejecutivo”, El Boletín Republicano (22 dic. 1867).

72 Juárez, Discursos, pp. 95-97.

73 Honohan, “Liberal”.

74 Lara Ponte, “Los derechos”.

75Esta preocupación es la que, como señala Palti, supuso el paso del modelo jurídico de opinión pública al modelo estratégico. Palti, La invención, pp. 298-299.

76 Israel, “Radical Enlightenment”.

77Alfredo Chavero, “Instrucción del pueblo”, El Siglo Diez y Nueve (11 sep. 1867).

78Francisco Zarco, “Mejoras materiales”, El Siglo Diez y Nueve (25 dic. 1867).

79Rousseau distinguía entre un derecho divino civil arcaico, que, en su opinión, tenía como defecto que ponía en estado de guerra constante a los pueblos entre sí, por un exceso de celo en su culto, y una profesión de fe civil, de carácter menos beligerante. Rousseau, El contrato, pp. 172-173, 176-177.

80 Altamirano, Discursos, pp. 101-106.

81 Tocqueville, La democracia; cap. IV, “La asociación política en los Estados Unidos”.

82Gabino F. Bustamante, “El liceo mexicano”, El Monitor Republicano (6 ago. 1867).

83Filomeno Mata, “La sociedad de socorros mutuos”, El Globo (3 nov. 1867).

84 Hernández, Tradición, pp. 54-56.

85Anónimo, “Guardia Nacional”, El Monitor Republicano (9 nov. 1867).

86Alfredo Chavero, “Juicios por jurados”, El Siglo Diez y Nueve (8 oct. 1867).

87 Honohan, “Liberal”.

88Ignacio Ramírez, “Héroes y traidores”, El Correo del Comercio (25 sep. 1867).

89 Rousseau, El contrato, pp. 141-142; Toqueville, La democracia, cap. V, “El gobierno de la democracia en Norteamérica”.

90 Rosanvallon, El pueblo, pp. 120-122.

91Gabino F. Bustamante, “Educación de la mujer”, El Monitor Republicano (23 jul. 1867).

92 Rosanvallon, El pueblo, pp. 90-93.

93“Raza indígena”, El Monitor Republicano (31 jul. 1867).

94Como señaló Palti, el concepto de “republicanismo clásico” empleado por Pocock y otros estudiosos de la escuela de Cambridge puede acabar resultando anacrónico si se pretende aplicar a contextos de enunciación distintos de aquellos para los que fue descrito. Palti, La invención, pp. 476-477.

Recibido: 25 de Junio de 2020; Aprobado: 29 de Octubre de 2020

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