Introducción
A diferencia de buena parte de las experiencias organizadas de resistencia sexual, el caso argentino, iniciado a finales de los ‘60, se vio truncado por la última dictadura cívico-militar (1976-1983). El siglo XX de Argentina estuvo signado por sucesivos golpes de Estado que afectaron decididamente la vida política, pero fueron también sus interregnos, los periodos de transición democrática, los que facilitaron el impulso de organizaciones homosexuales, también feministas, tanto a inicios de la década de los 70 como de la de los 80. El proceso iniciado por la primera agrupación homosexual latinoamericana, Nuestro Mundo, hacia fines de los 60, será seguido por la conformación de un puñado de microgrupos integrados al Frente de Liberación Homosexual, cuyo accionar se verá neutralizado por el golpe de Estado producido hacia marzo de 1976. Hubo que esperar una nueva transición democrática, formalmente iniciada tras las elecciones presidenciales de 1983, para conocer nuevas agrupaciones sexopolíticas, muchas de ellas de carácter efímero y otras con mayor persistencia, tal es el caso del Movimiento de Liberación Homosexual de Rosario (1984-c. 1988) y Comunidad de Homosexuales de Argentina (1984-).2
Indagando las políticas sexuales persigo algo diferente a una historia de la “homosexualidad” o de los movimientos lgbtiq o la “diversidad sexual”, persigo un gesto que evite articular categorías naturalizadas desde un “presente transparente” hacia un “pasado oscuro”. No niego la capacidad heurística de cada una de estas, al menos no aquí, pero intento rastrear la politicidad e historicidad de dichas categorías, algunas en proceso de elaboración durante el periodo analizado.
Históricamente los activismos sexodisidentes tomaron como punto de partida la reapropiación de taxonomías científicas (homosexual, transexualidad, identidad de género, …) y de la injuria (gay, travesti, queer, …). Tal posicionamiento fue clave para realizar un ejercicio de positivación e inversión del estigma, tanto desde una lectura radical revolucionaria, en su sentido epocal, de la homosexualidad, como desde una segmentación identitaria y una comunidad imaginaria cuyo desarrollo se mide en función de la consecución formal de derechos civiles. Cuando a partir de la década de los años ochenta, en Argentina, comenzaron a producirse memorias políticas y saberes expertos referidos a la propia historia de los movimientos sexodisidentes (Acevedo 1985; Jáuregui 1987; Frente de Lesbianas de Buenos Aires 1993; Brown 1996; Bazán 2004) el intento por trazar la continuidad de un sujeto colectivo en lucha fue una constante. Ha sido una tentación trazar una línea histórica y reconocerse en el tiempo, sentirse parte de, sedimentar históricamente una lucha política. Estabilizar un sujeto político, habitarlo. Pero sería un absurdo reducir a una crítica postesencialista queer tales ejercicios escriturarios. No hay dudas de que buena parte de tales operaciones de significación respondieron a contextos demandantes de legitimidad, cohesión y sentidos de pertenencia. Fueron parte de una política sexual que intentaba rearticular la muy sedimentada interpelación subjetivante médico-legal, aquella que Foucault (1977) interpretó desde la emergencia del homosexual como “especie”, cuyo estigma social producía al cuerpo “desviado” en términos de silencio y clandestinidad (Eribon 2001; Pecheny 2002)
La historia de los movimientos de resistencia sexual es la historia de un conjunto de políticas sexuales que intentan renegociar un campo normativo no elegido, una tarea continúa de relaboración crítica de la norma sexual. Es la historia de constante producción de un exceso, un afuera constitutivo que delinea el marco de reconocimiento sociosexual. En cada momento histórico, agrupaciones políticas invocaron la homosexualidad bajo múltiples y cambiantes rearticulaciones. Ya sea como una sexualidad latente a transparentar, como una verdad de sí cuyo mecanismo de revelación era la visibilidad afirmativa del coming out, ya sea como una comunidad imaginaria demandante del reconocimiento de derechos. De todo ello trata este escrito.
El Frente de Liberación Homosexual (1971-1976): una política de la transparencia
… nos tienen miedo, miedo a nuestra sexualidad fuera de la ley, y a su propia
sexualidad reprimida-negada-olvidada.
Grupo Eros-FLH, Somos (1974)
Tenemos que crear Brigadas Callejeras que salgan a recorrer los barrios de las
ciudades para que den caza a estos sujetos vestidos como mujeres, hablando
como mujeres, pensando como mujeres… La sigla de “ellos” es FLH.
Alianza AntiComunista Argentina, Revista El Caudillo (1975)
El Frente de Liberación Homosexual de Argentina (FLH) fue una organización sexodisidente, descentralizada y clandestina, que operó en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores entre 1971 y 1976. Si bien el FLH tiene por fundación la convergencia de intelectuales y un microgrupo, Nuestro Mundo, en 1972 la entrada del Grupo Eros, integrada por jóvenes estudiantes universitarios, poetas y con experiencia militante de izquierdas, darán un impulso radicalizante al mismo que signará el apartamiento de los primeros.3 Tanto las volanteadas como las intervenciones en conferencias públicas, tanto la edición de la revista Somos como la creación de un grupo de “concientización” -espacios donde aquello que se consideraba un problema personal podía ser traducido en términos de opresión compartida- fueron algunas de las acciones ejecutadas por el FLH.
Buena parte del estado de la cuestión se ha focalizado en describir los intentos de diálogos que el FLH realizó con la izquierda de su época, en un contexto de efervescencia social signado por la afincada convicción de que la revolución socialista no sólo era deseable y pensable, sino también posible. Este abanico de izquierda, para el caso, involucró al Partido Socialista de los Trabajadores (PST), la agrupación político-armada Montoneros, la Juventud Peronista (JP), así como a dos experiencias pioneras del feminismo contemporáneo argentino, la Unión Feminista Argentina (UFA) y el Movimiento de Liberación Femenina (MLF, ambas disueltas tras el golpe de Estado de 1976.4 Ciertamente, los militantes del FLH aprovecharon la primavera democrática camporista, iniciada hacia 1973, para acercarse a la agrupación Montoneros y abrir la posibilidad de una democracia capaz de disolver los edictos policiales “antihomosexuales”, tal como les llamaban. Cuando la alternativa revolucionaria precipitó, marcaron su negatividad contra el Estado y lo hicieron dirigiéndose al centro neurálgico que se llevaba la atención de las izquierdas: cuestionaron la experiencia cubana denunciando su definición de la homosexualidad como “patología social” e insistieron en el “libre ejercicio de la sexualidad” como, necesariamente, una política homosexual anticapitalista.5
Sabemos por sus integrantes que el grupo Eros puso en cuestión las propias retóricas de emancipación articuladas en torno a la liberación homosexual. No se trataba de una salida del closet, al estilo coming out gay, ni tan solo de integrar la revolución sexual a una más amplia, la revolución socialista. El FLH no sólo introdujo un nuevo sujeto revolucionario, el homosexual, aunque también la marica, que puso en cuestión la figura del “obrero”, la “juventud”, el “pueblo”, sino que, más bien, quebró cada una de estas figuraciones a través de la diferencia homosexual.
Sin embargo, la cuestión sobre el sujeto político de la liberación homosexual admitió variaciones y debates internos. A inicios de los setenta algunos militantes del FLH veían en la “homosexualidad masculina” -léase, una expresión de género codificada como masculina- una estrategia de acercamiento a las izquierdas, mientras que, para otros, las maricas fueron apreciadas por su cualidad transgresora, como un cuerpo capaz de articular la lucha anticapitalista y antipatriarcal presagiada en su desplume, su merodeo, su desconche, su afeminamiento, su no- reproducción, su ocupación de la ciudad. Antes que el “homosexual masculino” el Grupo Eros defendió al marica por su capacidad de desestabilizar el circuito público de reconocimiento que tomaba al sujeto hetero-cis-masculino como referente.
En términos de fundamentos filosóficopolíticos, el FLH bebió del marxismo, la antipsiquiatría, los freudomarxistas, la sexología moderna, el feminismo radical, pero no tuvo maridaje con ninguno. El FLH bebió de la antipsiquiatría de David Cooper para poner contenido a la despatologización de la homosexualidad en curso, interceptó a la “heterosexualidad compulsiva” gracias a la lectura de feministas radicales, como Kate Millet, y no fue para sostener el binomio hetero- homo en beneficio de una autoafirmación identitaria sino más bien para incitar a la “homosexualidad latente” -Wilhelm Reich y Herbert Marcuse aquí son leche nutricia- entre otras perversiones reprimidas por el logo capitalista. El Frente de Liberación Homosexual puso más bien en cuestión todas estas vertientes políticas desmontando el subtexto heterosexual que anidaba en cada una de ellas y reproducido por la politicidad del momento. Dicha política sexual alcanzó un máximo de tensión cuando, desde Eros, llegaron a postular que “no se trataba de liberar al homosexual, sino de liberar la homosexualidad que cada uno llevaba dentro”6 colocando al FLH en un horizonte radical compartido por el Frente de Acción Revolucionaria (FHAR) francés y el Frente Unitario Homosexual Revolucionario Italiano (FUORI!). La influencia de sus respectivos riñones intelectuales, Guy Hocquenghem y Mario Mieli, fue significativa.7 Antes que una política identitaria, lo propio del FLH era una política de la transparencia: transparentar la homosexualidad, la sexualidad reprimida, oculta o negada por la propia sociedad.
Políticamente la alternativa del FLH no era el integracionismo a una sociedad capitalista considerada en descomposición, sino la “función revolucionaria” de la homosexualidad capaz de activar perversiones latentes contracapitalistas. Hacia 1974, Marcelo Benítez, uno de sus integrantes, lo explicaba magistralmente: “el matrimonio burgués heterosexual… es la forma que adopta el sistema sexista para concretar la opresión... el otro camino es ver lo positivo que ofrece nuestra sexualidad y cuántos tipos de relación no opresiva se pueden dar entre las personas… Somos nosotros, y sin que ello signifique que queda agotada la función revolucionaria de la homosexualidad, los que le devolvemos al ano del varón su carácter de zona erógena, capaz de dar placer” (Somos: 1974) Dicha fuerza revolucionaria apuntaba a desplegar una contrasexualidad no reproductiva, no asimilable, no heterosexual. Incitaba al cuerpo social a desatar las perversiones latentes, soltarlas, liberarlas, en breve, transparentarlas, algo muy diferente a la experiencia articulada en torno al orgullo gay, en tanto identidad sexual artífice de producción ciudadana y redes de consumo (D’Emilio 1983; Halperin 2016). Nos encontramos ante una “militancia del deseo”, tal como sintetizara acertadamente Benítez (2008), quien llegó a radicalizar la liberación sexual entendida como una lucha anticapitalista.8
El Frente de Liberación Homosexual no fue ni un peronismo, ni un trostkismo. Ni un liberalismo ni un comunismo. El FLH trajo consigo lo propio de las historias sexodisidentes: operaba desestabilizando metarrelatos a través de su expresión paradójica, la de invocar la homosexualidad para negar la negación de la homosexualidad y, al mismo tiempo, poner en cuestión esa propia plataforma de enunciación, intentando hacer de ella algo diferente. Tales tácticas, compartidas con el feminismo, abrieron una disputa agonística con las redes sociosexuales de poder, allí donde la diferencia, mejor aún, la marca homosexual, fue invocada para coalicionar.
En marzo de 1976 un nuevo golpe cívico-militar sembrará el terror de Estado signando la autodisolución del Frente. Aunque posteriormente fue visto como un total fracaso, al menos así lo expresó su principal impulsor, Néstor Perlongher (op. cit.), en las sucesivas décadas la memoria en torno a esta “desobediencia sexual”, tal como le llamaban en la revista Somos, sentará las bases para legitimar nuevos intentos organizativos. Lo será, sin dudas, para el caso de la Comunidad de Homosexuales de Argentina en Buenos Aires y el Movimiento de Liberación Homosexual de Rosario.
De la militancia del deseo al activismo por los derechos: una política de la visibilidad
La transición democrática abierta en 1983 constituyó un momento bisagra en la resemantización, reorganización y repotilización de la protesta sexual argentina, licuada ahora en torno al uso estratégico de los derechos humanos y el libe ralismo democrático heterosexista. El campo intelectual argentino no fue ajeno a cierta tensión entre la crisis de las formas insurreccionales setentistas y la evacuación de la protesta a través del lenguaje de derechos humanos. Tal debate fue decisivo en la presentificación pública de las víctimas de la última dictadura cívicomilitar y central para la elaboración de un duelo público en torno a ésta.9 Este contexto no escapó a las organizaciones sexo-disidentes ya que la propia primavera democrática, su relajamiento de los costumbrismos, facilitó la difusión de la cuestión homosexual.10 Un nuevo campo discursivo cobrará terreno a través de una isotopía con increíble fuerza coalicionista: la reorganización del duelo abierto por el “Nunca Más”, un efectivo desplazamiento hacia el activismo por el reconocimiento de derechos.11 Encontramos tal viraje en los primeros intentos por legitimar la causa homosexual en términos de una comunidad sufriente, aunque también en la emergencia de una política identitaria articulada en torno al Orgullo Gay y la crisis del SIDA. No faltarán nuevas coaliciones con feministas y organizaciones de izquierda (Belluci, op. cit.) pero este desarrollo político tendrá como característica singular, a costa de ser reiterativo, el uso intensivo del lenguaje de derechos humanos.
Una de las paradojas activadas por los homosexuales consistirá en volver discutible el cierre de un pasado reciente que deje por fuera tanto la marca homosexual del cuerpo detenido-desaparecido, así como la continuidad de un circuito de detención-represión que, increíblemente, parecía haberse acentuado en plena apertura democrática. Dicho de otro modo, el activismo homosexual nuevamente encarará una lucha contra la represión policial, las llamadas razzias, en un contexto social donde la violencia del Estado estaba siendo puesta en discusión ante la evidencia sanguinaria de la última dictadura. Aquí se inscribe, una vez más, el trabajo de Marcelo Benítez, que comenzará a investigar una seguidilla de asesinatos a homosexuales que alcanzaron cobertura mediática. Publicado originalmente en la revista del Grupo Federativo Gay, Postdata (1984), sugerirá que el relajamiento del propio aparato de vigilancia de la dictadura es el que volvió disponible una infraestructura policial de seguridad urbano-sexual que harán de sus edictos -2ºh, 2ºf- un intento heterosexista por regular el espacio público democrático. También se ubica aquí la pionera producción historiográfica, La homosexualidad en Argentina (1987) del activista gay Carlos Jáuregui, quien sentará las bases para una política de la memoria en continua reinvención conocida como la de “400” homosexuales víctimas del terrorismo de Estado. Aunque a inicios de los años 80 diferentes organizaciones sexopolíticas, el Grupo Federativo Gay, Comunidad de Homosexuales de Argentina, llegaron a sugerir que los derechos de los homosexuales eran derechos humanos, recién en el año 2011 el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se expedirá en tal sentido, pero ahora bajo los términos de “orientación sexual” e “identidad de género” (Cfr. AG/RES.2653 XLI-O/11).
Es preciso subrayar que la introducción de la categoría gay cobrará fuerza a lo largo de los años ‘80 como una identificación sexual y una escenificación político-pública. Sin embargo, este proceso no fue armonioso, no lo es actualmente, ni lo fue en esta temprana politización. A lo largo de los años 80 uno de los conflictos desatados alrededor de la Comunidad Homosexuales de Argentina estuvo dado por sus políticas de visibilidad, inicialmente denominada “dignidad” y luego “orgullo”, así como por el privilegio otorgado a la categoría gay, en proceso de estetización corporal y de distinción social.12 Veamos algunas impresiones de los propios contemporáneos.
Hacia 1984, el artista plástico Jorge Gumier Maier sentenciaba para la revista El Porteño: “Esta identidad gay es una audaz invención del poder. Se erige en un corral para domesticar, vigilar y controlar las fugas de un deseo. Necesita crear dóciles criaturas para codificar sus terrores y articular su discurso moral represivo” Casi en la misma sintonía, en 1987 así lo expresaba Bénitez: “Si los homosexuales significaron un punto de fuga, de desterritorialización, para todos aquellos que huían de las formalidades de las relaciones heterosexuales (como el matrimonio o el noviazgo), buscando en la noche cierta indiferenciación deseante, ahora los gays oponen su “identidad”, tan ficticia como cualquier otra, a efectos de territorializar, o sea, sujetar en nuevos códigos a quienes vagabundean sin intención de orientarse hacia un destino sexual claro”.13 Néstor Perlongher, desde Brasil y para la revista El Porteño (1988), lanzaba inquietudes similares, interpretando lo que sería una nueva forma de subjetivación disponible para los homosexuales: “si (la) obsesión anal… pareció ante el avance de la nueva “identidad” homosexual, disiparse, es porque esta última modalidad de subjetivación desplaza hacia una relación “persona a persona” (Gay/gay) lo que es, en las pasiones marginales de la loca y el chongo, del sexo vagabundo en los baldíos, básicamente una relación “órgano a órgano”: pene/culo, ano/boca, lengua/verga, según una dinámica del encaje, esto entra aquí, esto se encaja allí.”.
Dicha reacitud, también rastreable en prácticas artísticas, literarias, cinematográficas, en torno a las políticas de darse a conocer, y sus efectos asimilacionistas, fue sentenciada por otros exmilitantes del FLH y activistas de los años 80: Perlongher, una vez más, le llamó “La desaparición de la homosexualidad” (1991) mientras que Manuel Puig, sin mayores preámbulos, lo caratuló como “El error gay” (1990) Desidentificación ya sugerente en los artículos de Jorge Gumier Maier (“Los usos de un gay” y el citado “La mítica raza gay” de 1984), todos ellos publicados en revista El Porteño, e inclusive en Ahora, los gays (1984) de Alejandro Jockl. Unos años más tarde, Juan José Sebrelli hará lo propio en Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades (1997).
Si en los ‘70 los homosexuales politizados habían optado por la clandestinidad, la producción de visibilidad identitaria signará una incitación gay-afectiva novedosa (Fry 1982; D’Emilio op. cit.; Figari 2010; Meccia 2011; Halperin 2016). Vayamos a las dos imágenes que operan como paratexto de este artículo (Cfr. Imágenes 1 y 2). En una entrevista brindada hacia 1972 para la revista Panorama, el FLH aceptó fotografiarse de modo clandestino, cancelando el rostro a través de la capucha, ocultando la identidad como garantía de un “poder homosexual” que consideraban revolucionario. Tan solo una década después, los activistas de la cha, Carlos Jáuregui y Raúl Soria, fundidos en un abrazo, publicitarán el modelo de la pareja gay a través de la famosa portada de la revista Siete Días (núm. 883, 1984). Si bien es cierto que ambas imágenes son excepcionales, por la impronta radical de la primera y en el sesgo afectivo-normativo de la segunda, dicho contraste otorga un importante indicio visual de la discontinuidad sexosemiótica en curso.14
Pero la subjetivación gay constituyó una opción entre otras. La homosexua lidad, como marco cognitivo disponible, no dejó de aglutinar variadas experiencias sexuales que podían volverse reconocibles o decibles. El problema con la denominada “modernización gay”, entendida como implantación extensiva de una identidad gay y una ruptura en la configuración de las identidades sexuales, cuyo consenso historiográfico suele situarse para la década de los años ochenta, es que no logra explicar, o sencillamente borra de un plumazo, la continuidad de identificaciones tan variadas como la de marica, travesti, fairies, bichas, en sus respectivos contextos (Figari 2009; Cutuli Insausti 2015) Lo que también parece darse por sentado es una suerte de recepción pasiva de un discurso proveniente del norte global, ignorando el papel de las organizaciones sexopolíticas en la codificación y re-escritura de la categoría gay.
Resulta conveniente detenernos un momento en el impacto del SIDA, tanto en los agenciamientos políticos como en los sentidos orientados hacia la homosexualidad, ya que se trató de un contexto de visibilización pública inédito que irá acompañado, progresivamente, de una hípercobertura mediática de la pandemia, cobertura signada por un fuerte anclaje en lo que se presentaba como malas prácticas sexuales con impacto en la salud nacional (Treichler 1987). Dos de las agrupaciones que para mediados de los ochenta habían logrado sostenerse, la agrupación Comunidad Homosexuales de Argentina y, en la ciudad de Rosario, el Movimiento de Liberación Homosexual, entrarán en un proceso de crisis. Tanto las múltiples versiones de la pandemia como los mecanismos de prevención suscitarán debates irreconciliables, para el caso de la CHA, en torno a la campaña Stop Sida de 1987.15 El SIDA puso en tensión la “libertad sexual” como nunca antes lo había logrado ni la religión, ni las razzias policiales, ni los modos de habitar la masculinidad o la feminidad.
Tanto la CHA como el MLH introducirán variaciones en sus retóricas políticas incluyendo lenguajes biomédicos y farmacológicos que fueron leídos como deshomosexualizantes. Dicho de otro modo, el discurso articulado en torno a la “prevención” fue visto como un modo de cauterizar la cuestión homosexual. La crisis del SIDA también desató una controversia en torno a inyecciones internacionales destinadas al financiamiento de las campañas dirigidas a la prevención. Es así que activistas históricos como Benítez, del mismo modo que Perlongher, por entonces radicado en Brasil, impulsarán objeciones al uso de preservativos por considerarlos un mecanismo de normalización sexual dirigido a controlar los deseos, un quiebre irreconciliable con la liberación homosexual de los años 70. Podríamos asegurar que dicha transformación amplificaba un registro cívico-legalista hacia el de una “ciudadanía biológica” (Rose 2012) caracterizada por la reapropiación farmacopolítica de retrovirales, de diagnósticos y modos de acompañamientos terapéuticos en un contexto altamente vulnerable. Pero esto dista sideralmente de haber sido la experiencia vivida ante la “peste rosa”.
Expandiendo los márgenes
Los años noventa estarán encuadrados por las resistencias al menemato, un gobierno neoliberal hiperpresidencialista que se mantuvo vigente entre 1989-1999, pero también por otra rearticulación políticosexual en la que la visibilidad y la identidad signarán la ulterior acción colectiva contenciosa.16 Este es el escenario en el que la identidad homosexual/gay parece fracturarse en beneficio de las primeras organizaciones lesbianas y travestis-transexuales. También lo es para un nuevo regionalismo, nacional e internacional, que tendrá su impacto en las formas de la política activada por tales organizaciones. La década del noventa ha sido considerada historiográficamente como la del recrudecimiento del neoliberalismo en Argentina. No es un dato menor: las organizaciones sexuales aquí abordadas activarán una protesta sexual dirigida a un Estado en progresiva autocontracción producto de la privatización de activos públicos y la desregulación económica, un proceso de “modernización excluyente” (Svampa 2005).
La gaycidad, en su énfasis de una condición u orientación sexual, abrirá la entrada a un conjunto de tensiones que permitirán el desarrollo, hacia fines de los ochenta y principios de los noventa, de las primeras organizaciones identificadas como lesbianas -Cuadernos de Existencia Lesbiana, Frente de Lesbianas, Las Lunas y las Otras- y lo propio con travestis y transexuales -Transexuales por el Derecho a la Vida y la Identidad, Travestis Unidas, Asociación Travestis Argentinas- que comenzarán a producir un discurso alternativo sobre la experiencia de sí en un esfuerzo por superar la clausura e invisibilización de buena parte de lo dicho en torno a la sexualidad homosexual.17
En 1991 tuvo lugar en México la XIII International Lesbian and Gay Associa tion (ILGA) que marcará un avance de la presencia latinoamericana, incluida la de grupos argentinos, en el internacionalismo gay-lesbiano (Grinnel 2016). Estoy con Grinnel cuando sugiere que dicho internacionalismo será clave para evacuar conflictos internos, incluidos los identitarios, pero también, agregaría, para estandarizar lenguajes y arraigar la oenegización de la protesta sexual.
Al interior de Argentina nuevas invocaciones colectivas comenzarán a tomar forma a través de los encuentros nacionales de gays, lesbianas, travestis, transexuales (GLTT), el primero de ellos celebrado en la ciudad de Rosario en 1996. La sucesiva reubicación y expansión de las siglas GLTT constituye un buen indicio de los conflictos en curso. Son los años postconferencia de Beijín, los que tendrán como efecto la extensión de una categoría antes extraña a la lucha política argentina: el género. Pero hay más, en 1996 la XI Conferencia Internacional del SIDA, celebrada en Vancouver, anunciará un avance significativo en relación con el control del virus, orbitando la sintaxis política de la muerte a la lucha por un cuerpo vivible.
La historia de los movimientos de resistencia sexual es la historia de un sujeto tan inestable como antagónico. Es la historia de un sujeto que no prexiste a sus agenciamientos sexopolíticos. Cuando la revolución estaba a la vuelta de la esquina, el FLH politizó la liberación de la homosexualidad a través de una política de la transparencia. Cuando la rearticulación del duelo público frente a la última dictadura cívicomilitar hizo época, los grupos homosexuales, la CHA y otras, plantearon que los derechos de los homosexuales son derechos humanos. Entonces una política de la identidad floreció como nunca antes lo había hecho. Otra fabricación semántica entraba en juego y labor. La experimentación cederá terreno a la identidad, la desobediencia sexual a la integración civil, la clandestinidad a la visibilidad, el fuera de sí al dentro de sí, la revolución a la democracia liberal, las teteras (cruising) al palacio legislativo, el deseo a la prevención, la liberación de la homosexualidad al orgullo gay. La militancia del deseo al activismo por los derechos. No necesitamos romantizar tales discontinuidades históricas. Ninguna de estas transformaciones sexosemióticas constituyen panaceas u ontologías de la disidencia: fueron, más bien, articulaciones sociohistóricas de una invocación paradójica: la de la homosexualidad, cuyos efectos políticos llegan a nuestros días.










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