Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure.
Albert Camus, La peste.
En la complejidad de un proceso
En Siria ha tenido lugar una guerra que ha durado casi diez años. Su comienzo puede situarse en 2011, en coincidencia con los sucesos en los países del norte de África -el Magreb- y el Medio Oriente -el Máshreq-, que se unieron en el proceso que pronto se conoció como la Primavera árabe. Concebidos como movimientos contra los autoritarismos y por la democratización, dichos acontecimientos adquirieron diferentes manifestaciones de acuerdo con las características de cada país. De Túnez a Egipto, de Turquía a Siria, principalmente los jóvenes ocuparon calles y plazas emblemáticas para protestar por lo que consideraban demandas legítimas.
En particular exitoso fue el movimiento en Egipto, donde luego de fuertes manifestaciones en la Plaza de Tahrir -Plaza de la Liberación- se logró el fin del gobierno de Hosni Mubarak (1981-2011). Aunque en Siria los manifestantes adoptaron el mismo objetivo, la deposición de su presidente Bashar al-Ásad no sucedió, pese a que todos los indicadores parecían apuntalar esa versión. En cambio, se llegó a una guerra civil que rebasó las fronteras del país y causó una crisis humanitaria de enormes proporciones.
En el comienzo, sobre todo a partir de 2012, con todo lo que había acontecido en Siria, se creyó que el fin del dictador era inminente. Los medios internacionales querían ser los primeros en dar la noticia, mencionaban que se esperaba su caída en cualquier momento. No obstante, los hechos contradijeron una y otra vez a quienes se expresaban así. Muchos analistas apuntaron que 2011, cuando menos, era el parteaguas de la historia del mundo árabe (Mesa, 2012), pero lo peor estaba por venir. Ninguna de esas versiones acertaron sobre lo que acontecía en el interior de ese país, en el que quizá el objetivo de alcanzar la democracia, propagado desde Estados Unidos, no fuera la meta que podía movilizar a la sociedad, cuya percepción de la autoridad era diferente.
El liderazgo sirio heredado por Bashar al-Ásad enfrentaba varios problemas, como la fragmentación de los actores regionales, pero también porque había asumido el poder en 2000, justo cuando Israel se retiraba del sur de Líbano de manera unilateral; además de que en 2003 se iniciaría un ciclo diferente en la región, con la presencia del ejército de Estados Unidos a la cabeza de la ocupación en Iraq (Tawil, 2016). Casi de inmediato, en 2005, vendría el asesinato del primer ministro libanés Rafiq Hariri y el retiro de las tropas sirias del país vecino.
Varios analistas coinciden en que el liderazgo político de Siria se sostiene sobre una base de partidarios pertenecientes al grupo religioso de los alauis,1 vinculados al chiismo, una minoría que apenas representa 10% de la población total del país, en su mayoría suní. El grupo más próximo al gobierno, amparado en su filiación al partido Baaz o del Rena- cimiento,2 ha marcado al país con la estabilidad política desde 1973. Los suníes, mayoritarios en Siria y Medio Oriente, y los cristianos, que representan 10% de la población, proveen a la clase burguesa -principalmente, de grandes propietarios-, pese a las diferencias que han mantenido en el pasado (Belhadi, 2013).
Bashar al-Ásad, al igual que su padre, ha basado su autoridad en el partido Baaz y en el Ejército, y la ha consolidado por medio de reformas institucionales que le han permitido, pese a todo, preservar los intereses estratégicos del país. Un gran aparato administrativo ha llevado a procedimientos escrupulosos, pero también al uso desmedido de la fuerza, exhibiéndolo como un Estado autoritario. Algo debe explicar por qué, a pesar de los graves conflictos por los que ha atravesado el país, Bashar al-Ásad ha permanecido en el poder. Es cierto que es el heredero de un personaje forjado en el panarabismo, que alcanzó su momento culminante con Gamal Abdel Nasser, de Egipto, y por lo tanto, resulta parte de una estir- pe con gran prestigio en la región. Bashar, sin embargo, comenzó su carrera luego de la muerte de su padre Háfez al-Ásad, quien ocupó el poder por un golpe de Estado en 1970 y se mantuvo en él por casi 30 años, con el apoyo de la entonces Unión Soviética. A su muerte, el relevo debía ser su hijo Basel, pero murió en un accidente que precipitó la designación de su hermano sin preparación previa, ya que entonces Bashar era solamente un joven moderno que realizaba sus estudios en Gran Bretaña y veía el futuro del país, a lo más, con una idea reformista.
La hipótesis siria
En el ámbito internacional, cuando Bashar al-Ásad apenas llegaba al poder, Siria debió sortear serios problemas debido a la ocupación de Iraq por Estados Unidos en 2003, porque recibió cerca de dos millones de desplazados, con lo que se agudizaron las dificultades económicas causadas por el retiro de todo el petróleo iraquí que Siria recibía por el trato preferencial que Sadam Husein le había dado desde la presidencia de Háfez, con quien coincidía ideológicamente en el partido Baaz. En medio de esa crisis, en 2005, el gobierno de Estados Unidos ubicó a Siria en lo que llamó el “eje del mal”, junto a Irán y Corea, porque aseguraba que prestaba apoyo internacional al terrorismo, y para demostrarlo estaba el resguardo que había dado a algunos personajes cercanos al derrotado dictador iraquí, además de que se había infiltrado que el asesinato del primer ministro de Líbano, Rafiq Hariri, en un atentado en Beirut, había sido reivindicado por la organización terrorista Victoria y Yihad, de Siria, aunque ninguna de las agencias de seguridad encontró pruebas de su existencia (Curtiss, 2005; Martínez, 2005).
Estados Unidos también tenía la firme convicción de que las armas de Hezbolá3 llegaban desde Irán, por Siria, hasta Líbano, para esa guerrilla que alcanzaba cada vez más popularidad y notoriedad en la política del Medio Oriente y que tanto Estados Unidos como Israel buscaban desarmar. Ambos querían que el ejército y los servicios de inteligencia de Siria salieran de Líbano. El líder opositor de este país, el druso Walid Jumblatt, expresó así lo que prefiguraba la relación de esos países cuando afirmó: “debemos comprometernos con Hezbolá. Ellos son libaneses” (Fisk, 2005). Pero Estados Unidos mantenía su postura contra Siria porque según Condoleezza Rice, su secretaria de Estado, había “pruebas de que el Jihad islámico, que tiene su cuartel general en Damasco, está implicado en la preparación de los atentados de Tel Aviv. Los sirios tienen que rendir cuentas sobre muchas cosas” (Fisk, 2005). Washington, por lo demás, continuó multiplicando sus críticas hacia Siria por las graves violaciones a los derechos humanos, sin una comprobación contundente.
Ni la situación internacional ni la interna podían garantizar un proceso diferente cuando las protestas iniciales fueron llevando a una guerra civil que por principio enfrentó a los partidarios del régimen, que contaban con el apoyo del Ejército y su aparato represivo, con un amplio frente de opositores compuesto por fuerzas encabezadas por el Ejército Libre Sirio, formado por algunos oficiales disidentes y miembros de la sociedad civil. Desde los primeros enfrentamientos pudo verse un mosaico de grupos movidos por sus propios intereses en diferentes ciudades del país, desde Damasco, su capital administrativa, y Alepo, su centro industrial, hasta sus conocidas ciudades medias, como Hamas y Homs, pasando por Kobane, Raqa, Deir ez-Zor, Idlib.
Además, el petróleo de Medio Oriente no está solamente en el subsuelo de estos países, sino en todos los elementos políticos que se juegan en ellos. Luego de la recuperación siria como efecto de la guerra en Iraq, el país pudo producir 385 ٠٠٠ barriles de petróleo al día, con una reserva calculada en 2 500 millones de barriles de crudo. Algo mínimo comparado con los 300 ٠٠٠ millones de barriles de Arabia Saudí o los 150 ٠٠٠ millones de Irán e Iraq. En los años previos a la guerra, el petróleo aportaba una cuarta parte de los ingresos del gobierno de Damasco (Sanz, 2019).
Esos recursos se convirtieron en moneda de cambio para mucho de lo acontecido durante la guerra, como el despliegue de 600 soldados estadounidenses, que con los kurdos aliados protegen los principales yacimientos. Pero Estados Unidos insistió, como aún lo hace con el presidente Donald Trump, en que su vigilancia era para impedir que el Estado Islámico de Iraq y el Levante (ISIS, por sus siglas en inglés)4 continuara con el negocio que le había dado fuerza en los más álgidos momentos de la guerra. Con los territorios que el llamado nuevo califato conquistó cuando tuvo en su poder la provincia oriental de Deir ez-Zor, hizo uso de la venta de miles de barriles de petróleo crudo, por los que pudo obtener 40 millones de dólares cada día. Pero no se ha logrado saber con precisión quiénes fueron los intermediarios, que además de proteger los traslados en pipas por los caminos de poblaciones asediadas por la guerra, les permitieron llegar a los mercados turcos y sirios.
Ese tráfico de combustible explicaba en parte los éxitos guerreros del Dáesh, que podía proveerse fácilmente de armas con los recursos obtenidos, a las que se sumaban las abandonadas por las fuerzas que le combatían. Una de las últimas batallas se ha librado en Idlib, en el noreste de Siria, desde abril de 2019, en un área estratégica por su cercanía con la zona petrolera resguardada por lo kurdos, con apoyo de Estados Unidos. El lugar resulta un laboratorio de lo que ha sucedido durante la guerra. Allí se parapetaron las últimas fuerzas yihadistas encabezadas por el grupo Hayat Tahrir al-Sham, todavía franquicia de Al-Qaeda, contra fuerzas gubernamentales sirias y turcas, con el apoyo de Rusia, país convertido en actor central de la guerra desde 2015. En ese espacio abigarrado, las tensiones entre Turquía y Rusia han sido frecuentes, por la muerte de soldados turcos a manos de tropas sirias; y el presidente turco Recep Tayyip Erdogan acusa a Vladimir Putin por su inacción frente al terrorismo. El sitio de Idlib ha provocado la salida de casi medio millón de sus tres millones de habitantes, y muchos formaban parte de los desplazados de otras localidades sirias (Núñez, 2020). Todavía en diciembre de 2019 salieron 250 ٠٠٠, ante el avance del ejército sirio, y se ha dicho que en enero de 2020 cerca de 900 ٠٠٠ personas huyeron a causa del frío.
Por el mismo rumbo, Israel ha realizado constantes incursiones con su aviación para bombardear supuestas fábricas sirias de armamento, cuyos productos serían -también supuestamente- para las fuerzas de Hezbolá, lo cual hace pensar que se trata de instalaciones de Irán que el régimen sirio favorece. Mientras son liberadas ciudades importantes, que ya están bajo el control gubernamental, en esa pequeña región nororiental se ha concentrado un abigarrado nudo en el que se hacen presentes tanto las fuerzas de la región como las foráneas, de Siria, Turquía, Irán, Israel, Estados Unidos y Rusia. Todo ello hace pensar que el fin de esa guerra no ha llegado todavía.
El efecto iraquí
Desde el exterior todo fue resultando cada vez más confuso; uno y otro bando del Islam se enfrenta- ban como pocas veces se había visto, tal como sucedía en Iraq, que no alcanzaba la paz ofrecida con el derrocamiento de Sadam Husein. Por el contrario, los ánimos se enardecían debido a los grupos yihadistas que aparecían como franquicias de Al-Qaeda, con frecuentes enfrentamientos en Faluja, Bagdad, Mosul, Erbil y Kirkuk, además del involucramiento de los kurdos, en su mayoría opuestos al terrorismo, e incluso con aliados fuertes con Estados Unidos.
Parecía que en Siria continuaría la secuela, y en uno y otro país se volvieron habituales los enfrentamientos sin más identificación política que ser suní o chií, en una situación extrema, impensable previamente, que años más tarde llevaría al obispo cristiano melquita Elie Bechara Haddad, de Sidón, Líbano, a afirmar que el odio comunitario cada vez más polarizado entre las dos ramas del Islam resultaba más agudo que el de la antigua confrontación entre cristianos y musulmanes. En Siria, las organizaciones disidentes luchaban contra el gobierno y las tropas leales combatían todos los radicalismos, desde los herederos de las organizaciones reconocidas hasta la irrupción violenta del Dáesh,5 en 2004, con el padrinazgo de Arabia Saudí o de Irán para Hezbolá, y los intervencionismos de Estados Unidos, los países europeos y Turquía, y al final, de Rusia, a partir de 2015, país que llegaba al reclamo de los antiguos fueros de la década de 1970.
Si bien al principio la guerra había sido contra Bashar al-Ásad, para 2015, probablemente el año más cruento de la contienda, el principal objetivo resultaba ser otro: el Dáesh, creado en 1999 y proclamado califato por su líder, en Mosul, en 2014, para restituir el abolido en 1924, en la secuela del final de la Primera Guerra Mundial. Con su injerencia en la contienda, cambió el sentido de la guerra y muchos de los contendientes lo combatieron. El involucramiento de Hezbolá fue más definitivo y se convirtió en un aliado de las fuerzas de Bashar al-Ásad, que luchaban contra ese terrorismo que sembró de destrucción y muerte -como si fuera posible- los campos de la guerra. Entonces comenzó a cambiar la dinámica y la intervención de los países llegó a forjar nuevas alianzas con Siria para enfrentar a los yihadistas del Dáesh; intervino incluso Estados Unidos, gobernado por Barak Obama (2009-2017), pero ante su retirada, Rusia fue llenando el vacío que dejaba.
Ya en 2016, el Ejército Libre Sirio, principal opositor y fuerza combatiente desde 2011, perdió a sus efectivos en “una progresiva islamización y atomización”, porque el panorama cambiaba de manera drástica. La solución militar, paradójicamente, se perdía, como de hecho se perdían los frentes al mermar todas las posibilidades defensivas de sus principales ciudades -Damasco, Alepo, Homs- y al producirse la injerencia de actores externos. En ese ámbito, la salida negociada resultó casi imposible debido a la necesaria intervención de lo regional, lo nacional y lo internacional.
El hecho de que para entonces se encontraran involucrados en la guerra 38 agrupamientos de oposición, que fueron señalados, permite explicar la gran dificultad para salir de la guerra. Algo semejante había ocurrido en Iraq, en años previos. A riesgo de que falte alguno, estaban los siguientes:
Grupos sirios: Ejército Árabe Sirio, Fuerzas Nacionales de Defensa, Comités Populares.
Aliados regionales: Hezbolá, Partido Social Nacionalista Sirio, República Islámica de Irán.
Aliados internacionales: Federación de Rusia.
Apoyos de las minorías de Siria: Unidades de Protección Popular -kurdos-, Frente Popular para la Liberación de Palestina-Comando General -palestinos-, Aknaf Beit al-Maqdis - drusos-.
Grupos insurrectos: Ejército Libre Sirio, Ahrar al-Sham -Movimiento Islámico de los Hombres Libres del Levante-, Yeish al-Islam - Ejército del Islam-, Yeish al-Fatah -Ejército de la Conquista-, Frente al-Nusra, ISIS.
Coalición contra el ISIS: con Estados Unidos como líder, participaban en la coalición internacional los países del Golfo y aliados occidentales, de los cuales Australia, Bahréin, Canadá, Francia, Jordania, Arabia Saudí, Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Reino Unido, el mismo Estados Unidos y Rusia, incluso Israel, han participado en los bombardeos en Siria.
Oposición al régimen sirio: Consejo Nacional Sirio, Coalición Nacional para las Fuerzas Sirias Revolucionarias y Opositoras, Alto Comité de Negociaciones (Sancha, 2016).
Se afirma que los grupos insurrectos, en especial los islamistas y yihadistas, recibían financiamiento de los países del Golfo, sobre todo de Qatar y Arabia Saudí, lo cual no comprometía a esos Estados sino a grupos y personas interesadas. Turquía se había mostrado clave en el tránsito y la logística de estos grupos hasta que células terroristas comenzaron a operar en su territorio. Las negociaciones con Irán han marcado un claro revés en la rivalidad regional Teherán-Riad, cuyas consecuencias están aún por materializarse. Los avances de las Unidades de Protección Popular kurdas contra el ISIS, apoyadas por Estados Unidos, inquietan a Ankara, que protagoniza su propia guerra interminable contra los kurdos en el sur de Turquía, este de Siria y norte de Iraq. Por último, mientras seguía el vertiginoso avance del Dáesh, y su internacionalización con los atentados de París en 2018, se lograba finalmente aglutinar en el cielo sirio a los enfrentados actores internacionales en una resucitada y prioritaria lucha contra el terrorismo.
Una evidencia suficiente del cuadro apocalíptico que se dibujó se observa en el estado en el que quedaron las ciudades emblemáticas sirias de Damasco, Alepo y Palmira, y Mosul en Iraq, y tantas otras, con sus obras arquitectónicas milenarias del arte islámico e incluso romano o griego. El mal, con el terrorismo, rompió las fronteras; y además de las contiendas entre combatientes de diferente signo contra el Dáesh, éste, como en una vuelta al pasado, enfocó muchas de sus agresiones contra los cristianos, provocando miles de muertes y la huida de muchos de ellos de su zona de influencia entre Siria e Iraq (Martínez, 2018). El resultado más terrible de la guerra en Siria, hay que insistir, ha sido el saldo en vidas humanas, con más de medio millón de muertos, sus millones de desplazados internos y sus también millones de migrantes que huyeron hacia Jordania, Líbano, Turquía y Europa (ACNUR, 2016).
Líbano, el país con mayores vínculos históricos y culturales con Siria, dio asilo a 1.5 millones de sirios, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pero el gobierno estima este número en dos millones. Nada fácil para este país con campamentos para 400 ٠٠٠ palestinos. La migración sacude todos los componentes comunitarios de Líbano, que se encuentra ahora con que, de sus más de cuatro millones de habitantes, 35% son cristianos y casi el doble, 60%, musulmanes -30% suníes y 30% chiíes-, además de 5% de drusos (Franchon, 2018).
En cambio, los países del Golfo Pérsico, con los que los sirios comparten lengua y religión, se han negado a proporcionar asilo para quienes escapan de la guerra. Sus generosas donaciones al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) no son nada frente a los millones de sirios que han sido acogidos en los países vecinos e incluso en Egipto e Iraq. Se ha insinuado que esto no sólo se justifica porque no cumplen con el sistema de patrocinio -kafala- sino porque se teme que lleguen árabes políticamente activos, que puedan influir en sus sociedades pasivas. Destaca, sin embargo, la decisión de Kuwait de facilitar permisos de residencia a los 120 ٠٠٠ sirios que viven en el emirato, “lo que les permitirá permanecer allí incluso si pierden su actual estatuto legal” (Espinosa, 2015).
Consideraciones políticas y sus propias estructuras demográficas dificultan que estos países abran sus fronteras. Los permisos de residencia están vinculados al trabajo y éste, a su vez, al perverso sistema de patrocinio. Las monarquías del Golfo ya abrieron sus puertas de par en par a los kuwaitíes cuando Sadam Husein invadió el emirato en 1991, ofreciéndoles viviendas y todo tipo de facilidades. Pero frente a la guerra en Siria las consideraciones cambiaron, por la forma como se concibe una sociedad tan cerrada:
“Sospecho que temen la llegada de un gran número de árabes políticamente activos que puedan de alguna forma influir en unas sociedades tradicionalmente pasivas” explica Al Qassemi […]. En una inusitada crítica, el diario qatarí Gulf Times condenó “el silencio ensordecedor’ de ‘los ricos países del Golfo [que] todavía no han emitido una declaración sobre la crisis, ni mucho menos propuesto una estrategia para ayudar a los migrantes que son mayoritariamente musulmanes” (Espinosa, 2015).
Líbano rehén
Pese a la cercanía y la larga frontera compartida con Siria, así como sus fuertes vínculos históricos, Líbano ha escapado a la tormenta de la guerra, aunque se encuentra cerca del corazón del conflicto con Irán, por un lado, y Estados Unidos e Israel y Arabia Saudí, por el otro; así como en los intersticios de la confrontación suní-chií, que nunca fue más polarizada, y se ha vuelto, como se ha dicho, más aguda que la antigua, de cristianos y musulmanes.6 En el frente, Turquía combate a los kurdos en Rojava, con el permiso que le dio Estados Unidos después de haberlos utilizado como aliados de la guerra en Iraq. Hezbolá está allí, no para lanzar misiles contra Israel, sino para defender la línea de fuego de Irán en caso de que Estados Unidos e Israel acuerden una operación contra la República Islámica, por el temor que suscita su desarrollo nuclear. Todo esto, considerando las reacciones recientes del presidente Donald Trump, porque Estados Unidos canceló el pacto nuclear, lo cual complica más ese campo.
Quizá eso se relacione con la ofensiva de Arabia Saudí contra Líbano, que se intensificó desde el 4 de noviembre de 2017, cuando el presidente del Consejo libanés, Saad Hariri, fue obligado a dimitir por las presiones del rey y su hijo Mohamed bin Salman. Hariri buscaba detener la creciente influencia de Irán, molestos los saudíes por el pacto nuclear de julio de 2015 en Viena, que mostró la degradación del clima de confianza por las decisiones del gobierno de Barack Obama. En la dimisión que presentó entonces Hariri ante los medios debió acusar la influencia ejercida por Irán y Hezbolá en Líbano. Un mes más tarde volvió de nuevo a sus funciones, con lo que la posición de Riad quedó clara, pero igualmente quedó claro que el gobierno libanés no se dejaría impresionar con facilidad y menos al tener a Francia de soporte, como históricamente se ha invocado. Desde entonces, los saudíes no han insistido en sus objeciones respecto a Hezbolá, el cual, desde diciembre de 2016, en el nuevo gobierno de Hariri, ha adquirido mayor presencia gubernamental, con más posiciones en el Parlamento.
El tema de las relaciones de Líbano con Arabia Saudí es muy importante, toda vez que 300 ٠٠٠ libaneses viven en el Golfo, de los cuales 160 ٠٠٠ se encuentran en el territorio de ese país. Los empleados allí aportan 60% de las transferencias financieras hacia Líbano, lo que representa 14% del producto interno bruto; mientras 20% de las exportaciones libanesas van hacia los países del Golfo que le resuelven a Líbano el asunto de los hidrocarburos. La posible cancelación de esos contratos evidentemente resultaría en un rudo golpe contra Líbano (Baron, 2018).
Líbano es el rehén en todo este escenario, como ha sucedido en otras ocasiones, cuando fuerzas internacionales se confrontan en su territorio. Para entender a Líbano hay que poner todas sus piezas en los ámbitos local y regional, y hay que considerar que, pese al escenario conflictivo, Líbano no ha cedido al contagio sirio. Coinciden en la cohabitación los partidarios de un chiismo iraní, los suníes apadrinados por Riad, los cristianos que concuerdan con Hezbolá y los otros cristianos que se le oponen, como se demuestra en las alianzas gubernamentales que tienen lugar en el país.
En medio de tan drástico escenario, los libaneses viven y el Estado funciona mal, salvo por la seguridad. La economía está en receso y muestra abismales desigualdades sociales, mientras el peso de los migrantes apenas se mitiga con la ayuda esencial de la ONU. Toda la situación económica se ha agravado desde finales de 2019, así como con el relevo de gobierno en 2020, encabezado por el primer ministro Hassan Diab, luego de largas jornadas de negociación para sustituir al imprescindible político Saad Hariri, quien no deja de ser un factor de poder con el Movimiento de Futuro. Una expresión fuerte de la crisis económica, desde luego, es la falta de recursos, mientras la lira libanesa se ha devaluado a límites insospechados.
Los libaneses han mantenido distancia respecto a Siria porque en su memoria no pueden desaparecer los 15 años de involucramiento en las guerras de 1975 a 1990, así como su ocupación hasta 2005, propuesta por la Liga Árabe para pacificar el país. Pese a todo, la clase política se compone de mandarines comunitarios con el prestigio del grupo religioso que le da identidad a cada uno, con sus razones y apoyos regionales.
Con las pruebas vividas, la libanesidad como un sentimiento de pertenencia nacional se ha fortalecido, pero no tanto en el sentido moderno, porque la comunidad por lo general está por encima y tiene enorme peso en las decisiones. Líbano vive la dialéctica, complicada, entre el sentimiento nacional y la identidad comunitaria. El cemento que ha unido lo más posible los ladrillos que han erigido ese edificio es la comunidad, que a los ojos de los analistas occidentales resulta el obstáculo para la construcción de un Estado moderno. Así, se ha expresado en los últimos meses que no se ha podido conformar un gobierno porque por sobre las metas generales predominan los intereses particulares, no sólo para el desarrollo sino para la supervivencia del país.
Por eso el gobierno del primer ministro Saad Hariri (2009-2011; 2016-2020) no pudo subsistir, por las acciones de las fuerzas de Amal-Hezbolá-Frente Patriótico Libre, lo cual ha significado un rudo golpe para sus partidarios, cuyo Partido de Futuro perdió 12 escaños de los 33 que tenía en 2009. Con sus aliados cristianos de las Fuerzas Libanesas, lideradas por Samir Geagea, pudo duplicar su número de diputados y así compensar sus fuerzas, pero Hezbolá sumó dos carteras, con Salud y Deporte y Juventud, y uno de los diputados a cargo del Ministerio de Estado para Asuntos Parlamentarios. Sí, se trata de la misma organización que Estados Unidos e Israel ven solamente como un grupo terrorista, la que forma parte institucional del Estado libanés.
En medio de tan drástico escenario, los libaneses vivieron desde octubre de 2019 constantes manifestaciones en las que varones y mujeres jóvenes se apoderaron de las calles para denunciar la corrupción económica y estatal. La economía está en receso y muestra desigualdades sociales abismales, mientras que el peso de los inmigrantes sirios apenas se mitiga con la ayuda esencial de la ONU. Las movilizaciones se han prolongado hasta 2020, en demanda de servicios -agua y electricidad, limpieza y seguridad- y contra la corrupción.
La incertidumbre por el futuro ha llevado a los jóvenes a movilizarse, como en otros países, para oponer a la sociedad contra el poder político por muy diferentes cuestiones, en una acción social diferente a los modelos conocidos, en la que no hay liderazgos sino convocatorias por medio de las redes, que suelen congregar a miles en los lugares centrales de las ciudades. De esta manera, se confiere a la visibilidad una forma de divulgar sus demandas, con pintas en los muros y en monumentos históricos, cuyo valor simbólico han decidido trastocar. El malestar de la cultura vuelve con fuerza.
¿Dónde queda Israel?
Si la guerra en Siria ha demostrado la fuerte oposición entre Irán y Arabia Saudí como dos potencias regionales en concurrencia, Turquía se perfila como una potencia emergente e Israel como una potencia a distancia, sin dejar de influir constantemente en el conjunto de acontecimientos de los países de Medio Oriente. Su compromiso frente a lo sucedido en Siria ha sido inexistente o cuando menos escaso - ha ofrecido apoyo en sus hospitales a heridos en la guerra-. No hay, sin embargo, una declaración o expresión respecto al desastre humanitario por los miles de muertos o los millones de sirios desplazados de su país. Eso sí, aprovecha la ocasión para sus rencillas con Irán, por el pacto nuclear que aceptó Estados Unidos con el presidente Barak Obama, y por su relación con Hezbolá; y con Siria, para subrayar su dominio sobre el Golán, que se mantiene en disputa.
Desde 1967, con la Guerra de los Seis Días, Israel quedó enclavado en un océano de hostilidades debido a la ocupación de los territorios que, de acuerdo con la resolución de la ONU que lo convirtió en Estado en 1948, se destinaron a la creación del Estado Palestino, mas no sucedió. Rompió, además, el estatus que Jerusalén venía ocupando como una ciudad internacional. Como dijo Edward Said, la ocupación de Gaza y Cisjordania “contribuyó a cristalizar un sentido de identidad común palestina basada en el rencor por la desposesión” (citado en Guha, 2006: 99).
Como sea, la derrota del ejército egipcio, acompañado por otros países árabes al mando de Gamal Abdel Nasser, resultó una afrenta de la cual los árabes no se pudieron recuperar, como ha insistido Amin Maalouf en dos de sus obras más importantes (Maalouf, 2009; 2019). El 5 de junio de 1967 nació la desesperación árabe y surgió el trauma de la derrota que tantos efectos ha originado.
Desintegradas aquellas sociedades plurales que fueron las del Levante, en la actualidad una “degradación moral” irreparable ha afectado a toda la humanidad, provocando barbaries insospechables. En efecto, el mundo árabe ha sido desde entonces una fuente de angustias y zozobras. Ni los árabes ni Israel pudieron salir adelante de ese parteaguas en el que éste pudo ser más generoso con su triunfo y aquéllos sacar más provecho de su derrota, como lo hicieron otros países en la historia, como Japón y Alemania.
Con esa guerra, Israel arrebató Cisjordania a los palestinos, Gaza a los egipcios y las colinas del Golán a Siria, y esta situación no ha sido resuelta por los organismos internacionales y la ONU. Para Israel, el Golán resulta un punto estratégico, por la altura y porque desde ahí se domina el lago Tiberíades, fuente fundamental de agua para Israel, procedente de los montes nevados de Siria y Líbano. Además, permite un rico campo de cultivo en sus alrededores, para los mejores productos agrícolas. Allí quedaron atrapados un par de pueblos drusos que debido a su cultura no participan en las decisiones políticas que les conciernen y han aceptado ser israelíes.
La causa palestina, desde 1948, fue la demanda que unió a los países árabes y naciones afines, que establecieron fuertes lazos con el bloque socialista y países emergentes; y se reforzó en 1967. Cualquier conflicto en Medio Oriente ponía por delante la reivindicación de los palestinos, e Israel prefirió mantenerse en el ojo de la tormenta, contra una causa que le ha valido guerras y más guerras o intifadas que, por los resultados, son lo mismo. Además, los atentados se convirtieron en un arma desesperada de los palestinos, que ha afectado a muchos civiles. Por ejemplo, la intifada que concluyó con un alto al fuego en 2005, después de cuatro años de acciones, arrojó 4 741 muertos -3 683 palestinos y 985 israelíes-. El mismo día de febrero en que Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, y Ariel Sharon, primer ministro de Israel, firmaron el alto al fuego ocurrió un atentado en una discoteca de Tel Aviv que dejó cinco muertos y 50 heridos.
Parte del problema se explicaba entonces por los asentamientos que se han venido realizando, que consisten en colocar colonos israelíes en territorios ocupados pertenecientes a los palestinos. De hecho, la segunda intifada concluyó en ese momento y logró erradicar los 16 asentamientos localizados en Gaza, que fueron abandonados de manera unilateral. Nadie imaginó que eso provocaría que Gaza fuese completamente encerrada en sí misma con un muro de nueve metros de altura, que rodea un área de 365 km2 donde viven cerca de dos millones de gazatíes; muros de la misma altura rodean Cisjordania, convertidas las dos en entidades amuralladas enclavadas en Israel, que mantiene el control absoluto de las entradas y salidas.
Aun en esas condiciones, Hamás tuvo la capacidad para dar lugar, en 2006, a una de las guerras con más consecuencias, al interceptar a un joven soldado israelí de 19 años de edad. Israel respondió con la intervención de 5 000 soldados para ocupar de nuevo Gaza, cuando se acababa de firmar un acuerdo que la liberaba tras décadas de ocupación. Al parecer, los palestinos no aceptan o no quieren ver las consecuencias del lanzamiento constante de cohetes Qassam, que hacen caer sobre las poblaciones del sur de Israel. Ese año, el ejército israelí respondió con su operación Lluvia de Verano, que arrasó la central eléctrica que surtía a 70% de la población y derribó los puentes bloqueando el paso por carretera, para evitar el traslado de los soldados secuestrados. Tan duro golpe a la infraestructura sólo retrasa más el desarrollo de Gaza.
Para Israel, 2006 fue un año difícil porque en el verano abrió otro frente de guerra, en este caso con Líbano, debido al enfrentamiento de Hezbolá en el sur, en una caserna con soldados israelíes a los que tomó como rehenes. La reacción de Israel fue la de bombardear varios sitios hasta alcanzar Beirut, donde afectó las centrales eléctricas, las fuentes de aprovisionamiento de agua y carreteras, en un procedimiento coincidente con el aplicado en Gaza, cuyo objetivo es destruir la infraestructura para frenar su desarrollo. La operación Uvas de la Ira, llamada así por el ejército israelí, fue tan desproporcionada que, como en Gaza, mereció una condena internacional absoluta. El entonces primer ministro de Líbano, Fuad Siniora, acusó a Israel de practicar terrorismo de Estado. No se conocía una acción semejante, en la que para combatir a un grupo militar como Hezbolá, un ejército atacara a una ciudad como Beirut, en la que la población civil sería la más afectada.7
Hamás, desde Gaza, continúa disparando sus cohetes, cuyo efecto se relaciona más con el miedo; sin embargo, las respuestas han sido muy fuertes, de acuerdo con cómo han sido calificadas por países y organismos internacionales. La operación Plomo Fundido, desplegada en enero de 2009, unos días antes de la toma de posesión del presidente estadounidense Barack Obama, arrojó un millar de fallecidos entre los gazatíes. El emplazamiento fue bombardeado de nuevo en 2012 y 2014, en una dinámica que no parece tener fin.
Por otra parte, el asunto de los asentamientos se ha convertido en uno de los mayores obstáculos para alcanzar el objetivo de la ONU de crear dos Estados, y el primer ministro actual de Israel, Benjamín Netan- yahu, mantiene la política de crear uno tras otro, sin importar ni el descontento de los palestinos ni las críticas internacionales. La población, en los 127 asentamientos y en otros 135 ilegales, asciende a 430 ٠٠٠ colonos israelíes, que se suman a los más de 200 ٠٠٠ establecidos en Jerusalén Este.
Con las elecciones que dieron la presidencia de Estados Unidos a Donald Trump, las relaciones de ese país con Israel cambiaron. Si bien en los cuatrienios anteriores había prevalecido la búsqueda de un arreglo entre las partes, el claro favoritismo del nuevo gobierno hacia Israel ha dificultado cualquier arreglo. Una de las razones de peso no es precisamente la influencia de los judíos en ese país, como en general se ha manejado, sino el numeroso grupo de evangélicos conservadores estadounidenses, quienes, con sus particulares creencias religiosas, apoyan y ayudan monetariamente a Israel; y por añadidura, este grupo constituye un voto duro en las urnas, a favor del actual presidente. Este esquema ha influido en el reconocimiento formal, emitido por el presidente de Estados Unidos, en relación con un decreto de Netanyahu que considera legales los asentamientos israelíes en Cisjordania y Jerusalén. La inmediata coincidencia de Trump con Netanyahu se produjo sin importar que ésta contraviene la postura de los países de la Unión Europea y de organismos internacionales como la ONU.
Además, el traslado de la embajada de Estados Unidos a Jerusalén, el 14 de mayo de 2019, quiebra las resoluciones 181 y 242 de la ONU. La primera dejaba a Jerusalén fuera del dominio de los Estados de Israel y Palestina, por un estatus internacional. La segunda vino después de la Guerra de los Seis Días, en la que Israel ocupó territorios de Egipto, Siria y Jordania, y la mitad de Jerusalén Este, y pide que sean devueltos.
También 2019 fue un año difícil para Israel, en especial porque, aunque Netanyahu ha terminado un periodo de gobierno, no se ha podido formar otro por las dificultades de obtener los votos necesarios entre los partidos presentes en el Parlamento. Se creyó que Benny Gantz podía lograrlo, pero ni siquiera con las alianzas que se propusieron lo ha conseguido, al menos hasta el primer trimestre de 2020. Tuvo, no obstante, un aval que hizo de ese año uno muy importante para Israel, con la propuesta de un plan de paz para resolver la difícil situación entre Israel y Palestina, que el presidente Donald Trump había venido anunciando. Cuando el 28 de enero de 2020 Trump dio a conocer su “acuerdo del siglo”, en una acción conjunta con Netanyahu que excluía a Abbas, los palestinos lo rechazaron, como era de esperarse. El estatus de Palestina en el nuevo plan la convertía en algo muy inferior a un Estado, con poder para gobernarse a sí misma pero como “Estado desmilitarizado”, de tal manera que no amenazara a Israel. Además, éste mantendría el control sobre los territorios al oeste del río Jordán, lo que significaba la pérdida de 22% del territorio palestino de Jordania, haciendo improbable que ese país aceptara algo como esto. Según la propuesta de acuerdo, Palestina podría convertirse en Estado en cuatro años si lograba mostrar capacidades para hacerlo, lo cual la comprometía a “dejar de financiar e incitar actividades terroristas”; para ello, se exigía que Hamás y la Yihad Islámica dejaran las armas.
Como si eso no fuera suficientemente grave, Israel incorporaría 30% de Cisjordania y tendría autoridad sobre los asentamientos -que en el plan se llaman enclaves-, que estarían comunicados por redes de carreteras con Israel. La comunicación entre Cisjordania y Gaza, además, sería factible por túneles, mientras que Jerusalén permanecería como “capital indivisible” de Israel -propuesta que al ser leída generó los más fuertes aplausos-.8 No obstante, por fuera de la zona de seguridad decidida por Israel, podría establecerse Al-Quds -nombre árabe con el que se conoce a Jerusalén, que significa La Sagrada-.
Todo tenía un precio, porque el acuerdo ofrecía una propuesta económica con una inversión de 50 ٠٠٠ millones de dólares por parte de la comunidad internacional a lo largo de diez años, que podría duplicarse en ese lapso; se crearía un millón de puestos de trabajo, y se reduciría la pobreza en 50%. La inversión también alcanzaría a Egipto, Jordania y Líbano. Sobre el escabroso asunto de los refugiados, que según la ONU suman 5.5 millones, éstos podrían ser “absorbidos” por el Estado Palestino, con la aceptación de 5 ٠٠٠ refugiados por año durante 10 años. Asimismo, se invitaría a los 57 Estados de confesión musulmana a sumarse a este proyecto.
Nadie puede negar que el “acuerdo del siglo” no haya sido trabajado con eficiencia; y puede decirse que Jared Kushner, el yerno del presidente Trump, hizo bien su trabajo, porque el documento del marco político -Political Framework- está contenido en 181 páginas muy bien organizadas. Pero el problema de origen fue no haber considerado a una de las partes involucradas, la de los palestinos; y resulta muy grave que a comienzos de 2020 esté redactado con la misma intención colonialista de los tratados que casi un siglo atrás firmaron las potencias para crear el Mandato sobre Palestina, algo así como un protectorado que garantizaba que si sabían gobernarse, se les daría la autonomía más adelante. Suena muy semejante a la propuesta realizada ahora, con los mismos fines colonialistas de 1920.
En este contexto, no está de más recordar lo sucedido cuando apenas se había creado el Estado de Israel. David Ben-Gurión convocó a escritores, poetas y académicos a su casa en Tel Aviv, el 10 de marzo de 1949, para conversar sobre la “dirección espiritual y moral del joven Estado”. En su discurso, Ben-Gurión invitó a la colaborar a los escritores y humanistas. Dijo: “la formación de la imagen de la nación -su carácter espiritual y moral- no se realizará por parte del gobierno, si bien el gobierno no es completamente extraño a las cuestiones espirituales” (Buber, 2009: 260). Martin Buber, quien estaba entre los presentes, le replicó sobre la diferencia entre ética y moral, e invocando la raison d’État, preguntó: “¿por qué vía una persona puede ejercer influencia moral sobre otra, cuando la primera encabeza el gobierno del Estado?”, y se respondió: “sólo por la vía del ejemplo, por la senda de quien es modelo para muchos”; entonces llegó a exponer el ejemplo de los refugiados árabes: “el gobierno tenía la posibilidad, y tal vez todavía la tenga, de realizar un gran acto de ética, que podría despertar la moral en el público, y cuya influencia en el mundo sin duda no nos perjudicaría” (2009: 260).
En diciembre de 1948, la ONU creó la Comisión de Conciliación para los asuntos de Palestina, en la que participaban Estados Unidos, Francia y Turquía, con el propósito de lograr acuerdos para la paz que incluirían indemnizaciones para los refugiados palestinos o su repatriación. Nada más lejano del llamado “acuerdo del siglo”, en el que el pensamiento ético de los fundadores del Estado de Israel parece haber sido olvidado.
No hay conclusión sobre este dossier porque la dinámica de las guerras arrastra de un país a otro, como se ha visto en la guerra de Iraq, y luego en Siria; la de Israel contra los palestinos y países árabes; y la que se libra en el mismo país, como en Turquía contra los kurdos o en Arabia Saudí contra los yemeníes y hutíes, en las que los sectarismos pesan más que la libertad. Están también las que responden a la necesidad de verdaderos cambios de la organización política y social, como en Egipto y Líbano, abandonado por Europa; las que en nombre de su moral política o raison d’État han realizado y realizan Estados Unidos, Francia, Arabia Saudí y la Federación Rusa. Ahora hay que reflexionar sobre lo sucedido en Siria y las consecuencias de la guerra, como hace unos años se hizo sobre la de Iraq, mientras nuevos emplazamientos en otros países provocan la zozobra y el pesar, por las consecuencias humanas de los desastres que se generan y porque contradicen los principios de ética más elementales.










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