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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.20 Ciudad de México ene./abr. 2006

 

Saberes y razones

 

Alcoholismo: políticas e incongruencias del sector salud en México

 

Eduardo L. Menéndez* y Renée B. di Pardo**

 

* Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Distrito Federal, México. emenendez1@yahoo.com.mx

** Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Distrito Federal, México. reneedipardo@yahoo.com

 

Recepción: 26 de septiembre de 2004
Aceptación: 5 de marzo de 2005

 

Resumen

En este artículo se enumeran las principales consecuencias directas e indirectas generadas por el consumo de alcohol en las condiciones de salud de los mexicanos. Esta sustancia, en comparación con cualquier otra considerada adictiva, es la que más consecuencias negativas genera. Los autores discuten el concepto biomédico de dependencia y señalan las incongruencias del sector salud en su uso diferencial de la legalidad respecto del alcohol y de las otras drogas adictivas. A partir de esta información, mencionan las principales políticas de salud aplicadas al alcoholismo en México, así como las últimas propuestas antialcohólicas para la región. Por último, analizan especialmente las posibilidades de la estrategia de reducción de daños articulada con las propuestas y alternativas surgidas de determinados grupos de la sociedad civil.

Palabras clave: alcoholismo, dependencia, políticas de salud.

 

Abstract

This paper enumerates the main direct and indirect consequences of alcohol consumption on Mexico's general health. In comparison to other addictive substances, alcohol causes more negative consequences.The authors discuss the biomedical concept of dependency and emphasize the inconsistencies of the health sector's differentiated legal approach to alcohol in respect to other addictive substances. Based on this information, this paper enlists the principal health policies that deal with alcoholism in Mexico, as well as the latest proposals formulated to deal with this problem in the region. The paper concludes with an analysis about the harm reduction strategies combined with other proposals generated by particular groups of civil society.

Keywords: alcoholism, dependency, health policy.

 

En este texto desarrollamos los siguientes aspectos referidos al consumo de bebidas alcohólicas relacionados con diversos procesos de salud/enfermedad/atención:

a) El alcohol, en comparación con cualquier otra droga considerada adictiva, es la sustancia que genera las mayores y más graves consecuencias negativas para la salud.

b) Según el sector salud mexicano, el alcohol, junto con el tabaco, es la sustancia considerada adictiva de mayor consumo.

c) La biomedicina y el sector salud mexicano en particular consideran al alcohol como la sustancia que genera más casos de morbilidad y mortalidad por "dependencia" en comparación con cualquier otra droga adictiva.

d) Pese a ello, el sector salud y otros sectores del Estado mexicano consideran las bebidas alcohólicas como legales y no prohiben su producción, comercialización ni consumo, como ocurre con el resto de las drogas que generan dependencia, salvo el tabaco y los medicamentos vendidos de manera obligatoria con prescripción médica. Por lo tanto, pese a que el alcohol constituye la sustancia más nociva en términos de consecuencias y dependencia según criterios biomédicos, es, sin embargo, la sustancia de mayor accesibilidad y disponibilidad a partir de las disposiciones establecidas por el Estado mexicano.

e) Esta situación diferencial se observa en las políticas y actividades impulsadas por el sector salud, y evidencia no sólo las incongruencias entre dicho sector y el saber biomédico, sino la escasa eficacia que caracteriza la aplicación de dichas políticas y actividades. Por estas y otras razones, proponemos algunas alternativas que podrían reducir las consecuencias generadas por los usos del alcohol.

Siendo éste nuestro punto de partida, enumeraremos algunas de las principales consecuencias negativas generadas por el consumo de bebidas alcohólicas; discutiremos las relaciones entre "dependencia" e ilegalidad a nivel biomédico y del sector salud; y concluiremos describiendo las principales políticas aplicadas por el Estado mexicano y formulando algunas recomendaciones específicas. Subrayamos que aunque se presentan datos respecto de América Latina en general, el texto se refiere específicamente a la situación mexicana. Asimismo, aunque se hace alusión a otras sustancias consideradas adictivas, el artículo se centra en el "alcoholismo y el abuso del consumo de bebidas alcohólicas" (SSA,1986a).1

 

ALCOHOL: CONSUMO, MORTALIDAD Y ENFERMEDADES

Mundialmente el alcohol constituye la "droga" considerada adictiva de mayor producción, consumo y, sobre todo, penetración en sociedades no sólo donde las bebidas alcohólicas han sido parte integrante de sus formas de vida, como es el caso de la mayoría de los países europeos y americanos, sino también en sociedades asiáticas y africanas que hasta principios de la década de 1950 se caracterizaron por un bajo consumo (Cavanagh y Clairmonte, 1985; Moser, 1974; Social Sciences and Medicine, 2001; WHO, 1999).

Esta expansión ha sido constante desde la década de 1950 y ha dado lugar al incremento de consecuencias negativas en la salud física y mental de la población consumidora, lo que condujo tempranamente a reconocer al "alcoholismo" y al "abuso" de bebidas alcohólicas como uno de los principales problemas de salud mental —para varios especialistas el principal problema— en Latinoamérica. De ahí que se propusieran medidas para reducir su impacto, tal como ocurrió entre fines de la década de 1950 y principios de la de 1980 (Adis, 1966; Bustamante, 1974; Cabildo et al, 1969; Calderón et al., 1981; Guerra, 1977; Mariátegui, 1974; Negrete, 1973; Velazco, 1980, 1981). Este reconocimiento se dio especialmente en términos de salud mental pero con una visión salubrista, debido a que fue descrita en términos clínicos pero también epidemiológicos, y a que se propusieron acciones asistenciales y preventivas. Esta perspectiva fue desarrollada inicialmente por la escuela chilena de salud pública (Horwitz, 1957; Horwitz y Marconi, 1965; Horwitz, Marconi y Adis, 1967; Marconi, 1966) que influyó notoriamente en los países de América Latina.

El incremento del alcoholismo regionalmente, expresado en el aumento de sus consecuencias en términos de mortalidad y de morbilidad, condujo a que varios países —y no sólo Chile— desarrollaran programas especiales a partir de la década de 1970, de los cuales subrayamos el programa implantado en Costa Rica, caracterizado por la notable inversión en recursos materiales y humanos (Bejarano et al., 1996; INSA, 1980,1982; Miguez, 1980), y el programa sobre "Alcoholismo y abuso de bebidas alcohólicas" iniciado en México en 1986 y que continúa hasta la fecha (SSA, 1986a, 2001c).

Si bien el reconocimiento del impacto negativo del consumo de alcohol se hizo básicamente desde la salud mental, y en segundo lugar en términos de cirrosis hepática, los programas y/o actividades se diseñaron en un principio casi exclusivamente desde el ángulo de la salud mental. Por ejemplo, no conocemos la existencia de ningún programa para combatir la cirrosis hepática, pese a la presencia significativa de este padecimiento en el perfil de la mortalidad de varios países latinoamericanos. Más aún, en el caso de México no sólo no contamos con programas en lo tocante a la cirrosis hepática a nivel del sector salud ni de sus principales instituciones, sino que el último Programa Nacional de Salud 2001-2006 no incluyó a la cirrosis hepática entre las líneas de acción prioritarias (SSA, 2001a), pese a constituir ya entonces una de las cinco primeras causas de mortalidad.

No obstante, desde de la década de 1970 y hasta la actualidad siguen incrementándose la producción y el consumo de bebidas alcohólicas en la mayoría de los países de la región (Moser, 1974; WHO, 1999), aunque durante la década de 1990 se observó un descenso del consumo en seis países de América Latina y en cuatro de ellos (Argentina, Nicaragua, Chile y Perú) en forma significativa (WHO, 1999). Si bien las consecuencias negativas en la salud también se incrementaron en la mayoría de los países, en ciertos casos, como el chileno, las tasas de mortalidad por cirrosis hepática descendieron. Sin embargo, pese a estos decrementos puntuales,

la mayoría de los países de las Américas presenta un alto consumo de alcohol [...] En las Américas el consumo de alcohol está entre los principales factores de riesgo para la incidencia de enfermedades [...]; en el año 2000, por lo menos unas 275 000 personas murieron por causas directamente relacionadas con el alcohol y más de 10 millones de años de vida fueron perdidos en discapacidades o muerte causada por el consumo de alcohol (OPS, 2004).

Desde una perspectiva biomédica, la importancia del consumo de bebidas alcohólicas reside en que es la causa principal o complementaria, directa o indirecta, de toda una serie de padecimientos físicos y mentales que han pasado a ser parte de las primeras causas de mortalidad y de hospitalización psiquiátrica en México, ya sea a nivel general o de ciertos grupos etarios en particular (SSA, 2001a, 2001c, 2002a).

El consumo de alcohol aparece como la causa directa de cirrosis hepática, alcoholismo crónico y alcoholismo dependiente; pero además se asocia a la mortalidad y morbilidad por violencias, y especialmente a la violencia contra la mujer, en un grado mayor al de ningún otro factor, incluido el consumo de cualquiera de las demás sustancias consideradas adictivas. En varios países de América Latina la cirrosis hepática alcanza las tasas más altas de mortalidad a nivel mundial. Observamos que Chile y México, junto con Portugal y Francia, se caracterizan por poseer los valores más altos de mortalidad a lo largo de una serie histórica de más de cincuenta años.2 Pero además, el consumo de alcohol aparece como causa directa de otros padecimientos y/o problemas, tales como determinados tipos de pancretatitis, cáncer de labio, lengua y otras partes del tubo digestivo, así como del síndrome de alcoholismo fetal (Menéndez, 1990; Menéndez y Di Pardo, 2003; OPS, 1964, 1966, 1970, 1974, 1978, 1982, 1990, 1998; SSA, 2001a, 2001b).

El consumo de alcohol genera padecimientos asociados de manera constante con otros en términos de comorbilidad, los que adquieren expresiones muy diversas según los sectores sociales y los momentos históricos. La primera comorbilidad reconocida fue labor de médicos y demógrafos franceses a fines del siglo XIX. Ésta evidenciaba la asociación constante entre alcoholismo, desnutrición y tuberculosis broncopulmonar, y constituía la principal causal de sobremortalidad masculina en el proletariado urbano de dicho país. La segunda asociación, propuesta también por estudiosos franceses a fines del siglo XIX, fue la establecida entre consumo de alcohol y violencia, especialmente homicidios y agresiones físicas, referida en particular a los estratos subalternos urbanos franceses, lo que, junto con otros procesos, dio lugar a la acuñación del concepto de "clases peligrosas" (Bernard, 1984; Cercle, 1995; Cottereau, 1980; Cottino, 1985; Drulhe y Clement, 1995; Marrus, 1974; Sauvy, 1963).

Esta asociación y comorbilidad se expresaron en Latinoamérica sobre todo en la relación entre cirrosis hepática y desnutrición, por ser la explicación más válida para dar cuenta de la alta tasa de mortalidad por cirrosis hepática en países como Chile y México. En México la cirrosis y otras enfermedades hepáticas constituyen actualmente la cuarta causa de mortalidad a nivel general, la tercera en varones y la octava en mujeres (SSA, 2004). Pero durante años ha sido la primera causa de muerte en varones de 45 a 64 años y la segunda en el grupo de 25 a 64 años, y su impacto se ha señalado no sólo en las clases más bajas del país sino, de manera particular, en la mayoría de los grupos indígenas (Conadic, s.f.; Di Pardo y Menéndez, 2001b; IMSS-Coplamar, 1981; Menéndez, 1988a, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1981,2003; OPS-CSIH, 1993).

La asociación alcohol/desnutrición como causal de la letalidad de la cirrosis hepática fue propuesta para América Latina desde la década de 1940 y se mantuvo como la principal explicación durante las de 1950,1960 y 1970. Fue considerada como una de las mayores expresiones de la situación de marginalidad y pobreza en que vivían gran parte de los sectores subalternos en varios países de la región. Esta asociación fue propuesta en México por especialistas en cirrosis hepática que tenían una orientación sanitarista y/o que trabajaban en instituciones hospitalarias que daban atención a la población en situación de pobreza y extrema pobreza (Celis y Nava, 1970; Flores y Espinosa, 1965). Pero a partir de principios de la década de 1970 se desarrolla una orientación básicamente clínica, ejercida en instituciones hospitalarias a las cuales tiene escaso acceso la población pobre y marginal; esta orientación redujo cada vez más el papel del alcohol y de la desnutrición y, sobre todo, su asociación en la génesis de esta enfermedad (Dajer et al., 1978).3

A partir de la década de 1980 se redescubren ciertos aspectos que ya habían sido observados a principios del siglo XX por la clínica psiquiátrica. Nos referimos a la comorbilidad observada entre diferentes padecimientos mentales, es decir, la asociación entre alcoholismo y depresión, entre alcoholismo y esquizofrenia o entre alcoholismo y enfermedad bipolar, de tal manera que el alcoholismo aparece vinculado y articulado con las principales causas de enfermedad mental y, especialmente, con determinados cuadros de psicosis.

Desde una perspectiva socioantropológica4 el consumo de alcohol presenta una dualidad sumamente interesante, ya que puede generar daño hepático o alcoholismo dependiente en quien consume, pero también genera consecuencias de muy diferente gravedad en sujetos y grupos que no consumen o lo hacen moderadamente, como puede observarse sobre todo en la morbilidad y mortalidad por "violencias". La asociación entre consumo de bebidas alcohólicas y accidentes de transporte está suficientemente demostrada internacionalmente (WHO, 1999), la duda gira en torno al porcentaje de accidentados que pueden vincularse a los accidentes ocurridos. El consumo de alcohol y su papel en la incidencia de accidentes en jóvenes es un problema en aumento a nivel mundial, y ha pasado a constituir en la actualidad una de las primeras causas de muerte en jóvenes de 15 a 24 años en varios países latinoamericanos. En México los accidentes de tráfico constituyen la primera causa de muerte en varones de 15 a 19 años; para 1999 alcanzaban 15% del total de muertes en ese grupo etario (SSA, 2001a, 2001b). Además, las lesiones accidentales son la principal causa de discapacidad en México, especialmente en personas jóvenes. Se calcula que al año se producen 125 000 casos de discapacidad como resultado de fracturas graves, lo que constituye 45% del total de incapacidades (Celis et al., 2003; SSA, 2001a; Tapia, 1994).

Una segunda asociación relacionada con violencias es la que se observa entre consumo de alcohol y diferentes expresiones de agresividad intencional, puesto que el consumo de alcohol aparece frecuentemente relacionado con suicidios. Una revisión reciente de este problema concluyó que: "El abuso de alcohol y de drogas desempeña una función trascendente en el suicidio. El riesgo a lo largo de toda la vida de cometer suicidio en las personas alcohólicas no es mucho menor que en los que presentan trastornos depresivos" (De Leo et al., 2003:209). Más aún, estos especialistas consideran prioritario realizar investigaciones epidemiológicas sobre suicidio, depresión y alcohol para proponer estrategias de intervención. Recordemos que el suicido es una de las primeras causas de muerte en varones en México: para el año 2002 fue la decimoctava causa, constituyendo 1.3% del total de varones muertos (SSA, 2004).

Las bebidas alcohólicas aparecen de manera todavía más frecuente asociadas a agresiones hacia otras personas en el caso de lesiones intencionales y de homicidios. El sujeto alcoholizado no sólo puede dañarse a sí mismo, sino también a otras personas y grupos. En los homicidios, el agresor y el asesinado pertenecen generalmente al sexo masculino, pero en términos de lesiones, a menudo el golpeador es varón y la agredida es mujer (INEGI-UNIFEM-Inmujeres, 2003; Olaiz et al., 2003). La violencia alcoholizada constituye uno de los principales instrumentos de violencia antifemenina en Latinoamérica (Heise y García Moreno, 2003). Por otra parte, se ha evidenciado que el consumo de alcohol acompaña frecuentemente la violencia de la mujer hacia sus hijos, así como las violencias entre diferentes miembros del grupo familiar. Toda una serie de episodios que son codificados como accidentes en el hogar pueden serlo realmente, como suele ocurrir en el caso de ancianos que viven solos y que con frecuencia están alcoholizados. En otros casos el evento no constituye un accidente, sino que encubre una agresión familiar que no es atendida en los servicios médicos como tal y que suele estar también asociada con el consumo de alcohol (Cantón, 1998; Freyermuth, 2000; Menéndez y Di Pardo, 2001,2003; Ortega, 1999; SSA, 2001a, 2001b; Wolf et al., 2003).

Subrayamos que estas asociaciones no las proponemos en términos de causalidad, pues no estamos afirmando que el consumo de bebidas alcohólicas sea la causa de los homicidios entre varones o de la violencia contra mujeres. Lo que señalamos es que el consumo de bebidas alcohólicas constituye el factor asociado, más que ningún otro, a dichas violencias. En el caso de México, aunque existen diferentes estimaciones sobre el porcentaje de violencias (accidentes, homicidios, suicidios) relacionadas con el consumo de alcohol, en todos los casos, aun en los que proponen las más bajas estimaciones, el alcohol constituye la sustancia más asociada con dichos tipos de mortalidades y lesiones.

Algunos autores han señalado de manera correcta que el alcohol no es la causa de estas conductas, lo cual sabemos con precisión desde la publicación del notable estudio de Mac Andrew y Edgerton (1969); pero la mayoría de dichos autores lo plantean de tal manera que excluyen el uso y consumo de alcohol del proceso que caracteriza a las violencias. Para nosotros la cuestión más decisiva no es tanto de tipo etiológico, pensada como causalidad mecánica y unilateral, sino que se centra en explicar por qué el alcohol es la sustancia que más se relaciona —en México y América Latina en general— con actos de violencia hacia otros y hacia sí mismo. ¿Qué papel y significación damos los sujetos y grupos sociales a la relación violencia/alcohol para que su asociación sea tan frecuente y constante?

En la "Encuesta nacional sobre violencia contra la mujer" realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública se indica que en México se han realizado estudios estadísticos sobre violencia de pareja y familiar que han evidenciado prevalencias que fluctuan entre 28 y 72%:

De acuerdo con diversas investigaciones sobre violencia se ha encontrado una asociación positiva entre violencia y consumo de alcohol, principalmente cuando el consumidor es el agresor. Es importante mencionar que el alcohol es considerado como un facilitador o desencadenante de violencias y no como un factor de riesgo de la misma (Olaiz et al., 2003: 56).

Desde la perspectiva señalada, el consumo de bebidas alcohólicas, asociado o no con violencias, aparece como un síntoma, un indicador o un componente frecuente del tipo de relaciones constituidas al interior de los grupos familiares. En términos reales o imaginarios el alcohol sería un instrumento utilizado en las violencias intrafamiliares ejercidas sobre la mujer y los hijos. El consumo de alcohol acompaña una parte de las violaciones entre padres e hijos (padre/hija, madre/hijo), pero también entre otros miembros de los grupos familares (tíos/sobrinos, abuelos/nietos), así como las violencias que se desatan entre vecinos y conocidos, pues como sabemos, el mayor número y frecuencia de hechos de violencia se dan entre personas vinculadas entre sí por relaciones familiares y comunitarias cercanas.

Pero al mismo tiempo que el consumo de alcohol aparece relacionado con ciertas características agresivas de la sexualidad, emerge también como un factor vinculado a "desobligaciones" sexuales, especialmente por parte del varón, y de lo cual sería expresión el alcoholismo de fin de semana, que permite al hombre autoexcluirse de tener relaciones sexuales con su mujer (Menéndez, 1990).

A su vez, el alcohol destaca como una sustancia vinculada a las infidelidades masculinas y femeninas. La celotipia característica de ciertos cuadros psiquiátricos de alcoholismo, sobre todo masculinos, expresa en términos diagnósticos un factor que interviene a menudo en las relaciones entre varones y mujeres. El alcoholismo del varón incrementa su celotipia, pero a su vez, el alcoholismo de la mujer puede aparecer ante el varón como un factor que evidencia la "facilidad" sexual de la mujer y la hace proclive a las infidelidades. Más allá de sus expresiones en la realidad, el consumo de alcohol emerge en el imaginario familiar como una suerte de sintetizador y disparador de relaciones familiares conflictivas que potencian las violencias al interior de las mismas.

La asociación consumo de alcohol masculino/violencia antifemenina ha sido descrita en referencia a numerosos grupos étnicos americanos, en los cuales dicha relación es parte normalizada de los comportamientos de género. Esta asociación, además, cobra aspectos particulares en el actual proceso de migración rural/urbano, ya que la ausencia del varón durante meses —hasta por años— incrementa la desconfianza y la celotipia hacia la esposa. La violencia no sólo expresa dicha desconfianza sino que opera como un mecanismo para mantener la dominación del marido, la cual necesita ser refrendada, ya que diversos factores favorecen el desarrollo de una mayor autonomía y estatus de la mujer, con lo que se reducen los episodios de violencia doméstica en el medio urbano en comparación con la situación dominante en las comunidades rurales. Sin embargo, en ambos contextos de violencia sigue presente el alcohol (Mendoza, 2004).

Queremos subrayar que el conjunto de los padecimientos y procesos señalados se caracterizan por ser algunos de los que presentan mayores subregistros en términos epidemiológicos, lo que en principio implica que el consumo de alcohol y sus consecuencias son mucho más extendidos y graves de lo que nos indican las estadísticas oficiales, incluida la información procedente de las encuestas sobre consumo de bebidas alcohólicas. Aunque esta situación se da con respecto a gran parte de los padecimientos, en el caso al que nos referimos dichas omisiones son mucho mayores, tal como lo han registrado los análisis específicos en diferentes momentos. La principal causa de subregistro de los daños a la salud reside en la escasa o nula detección y diagnóstico por parte del personal de salud de toda una serie de consecuencias relacionadas con el consumo de alcohol (Menéndez, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1996, 2003).

Pero el subregistro no opera sólo respecto de las consecuencias, sino también en lo relativo a la producción y el consumo de bebidas alcohólicas. Si bien se calcula que más de 50% del alcohol consumido en el país es de producción "clandestina", resulta sumamente interesante observar que el sector salud y los especialistas en alcoholismo describen y analizan el consumo de alcohol sólo por medio de las cifras oficiales de consumo de alcohol y no del total de alcohol consumido, sea o no clandestino, con lo que las descripciones y las interpretaciones sobre este problema resultan sesgadas. Además, gran parte de las interpretaciones sobre las características del consumo de bebidas alcohólicas —incluidas las estimaciones sobre tipos de bebedores/no bebedores— proceden de encuestas que, como sabemos, subregistran el consumo real de bebidas alcohólicas, pues debemos recordar que dichas encuestas "proporcionan estimados del consumo per cápita equivalentes a entre 40% y 60% de los resultados obtenidos de la venta" (Pernanen, 1974, citado en OMS-OPS, 2000: 36).

El informe de la OMS que acabamos de citar y estudios ulteriores desarrollados en las décadas de 1980 y 1990 han confirmado el notable subregistro de consumo de alcohol por parte de las encuestas, por lo cual resultan más confiables los datos procedentes de la producción y venta de bebidas alcohólicas. Sin embargo, esto es difícil de aplicar en el caso de México, debido a la enorme significación de la producción y venta clandestinas. Por consiguiente, desconocemos cuál es la producción y el consumo real de bebidas alcohólicas en nuestro país.

El consumo de alcohol y sus consecuencias han sido considerados como una problemática de género a nivel de morbilidad y de mortalidad. A fines de la década de 1990 los padecimientos relacionados con el consumo de alcohol constituyen la primera causa de internación en los hospitales psiquiátricos de la Secretaría de Salud, y 89.99% de todas las internaciones psiquiátricas por problemas relacionados con consumo de alcohol corresponden a varones (SSA, 2002a).

Como ya lo señalamos, toda una serie de padecimientos relacionados con el consumo de alcohol forman parte de las primeras causas de mortalidad en varones en edad productiva. Debemos también recordar que en la región más de 90% de las personas asesinadas son varones, y de éstos, 70% estaba en edad productiva, así como que la muerte por violencias constituye la primera causa de muerte en varones de 15 a 60 años. De manera correlativa, en América Latina 85% de los homicidios son cometidos por varones, 11% por mujeres, y el resto permanece incierto. En México durante el año 2002, 87.29% de los asesinados fueron varones y 12.70% mujeres. El homicidio es la séptima causa de muerte en varones, pero no aparece entre las veinte primeras causas de mortalidad femenina (Dahlberg y Krug, 2003; Krug et al., 2003b; OPS, 1998; SSA, 2004).

A partir del análisis de datos estadísticos y cualitativos, sostenemos que desde principios de la década de 1980 las causas directas e indirectas relacionadas con el consumo de alcohol constituyen la primera causa de muerte en varones en edad productiva en México y la primera o por lo menos segunda causa de muerte a nivel general (Menéndez, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1981, 1996, 2003). Aunque el sector salud reconocía el impacto del consumo de alcohol, tendía no obstante a observarlo prioritariamente en términos de salud mental, por lo cual es importante señalar que el último Programa Nacional de Salud 2001-2006 reconoce el notable impacto del alcohol también en la mortalidad y en la pérdida de años de vida saludable:

Las enfermedades asociadas con el consumo de alcohol que más pérdidas de vida saludable provocan son las lesiones por accidentes de vehículo automotor (15%), cirrosis hepática (39%), homicidios (10%) y dependencia alcohólica (18%). El 15% restante se distribuye entre otras veinte enfermedades. Si se considera el abuso de alcohol como el principal componente de riesgos de algunos de los más importantes problemas de salud pública, puede concluirse que es el factor que más contribuye a la pérdida de años de vida saludable a escala nacional (SSA, 2001a: 49-50).

Recordemos que esta pérdida de años de vida saludable se refiere básicamente al género masculino. Esta cualidad de género del uso y consumo de alcohol ha sido observada en términos epidemiológicos a nivel internacional desde fines del siglo XIX, y se corrobora constantemente en nuevas situaciones, como ocurrió en las décadas de 1970 y 1980 con el derrumbe de la denominada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Este derrumbe fue acompañado por un incremento notable de las tasas de mortalidad general y etaria, y especialmente por la fuerte reducción de la esperanza de vida en varones, lo cual fue atribuido por la biomedicina rusa a varios factores, especialmente al papel del consumo de bebidas alcohólicas articulado con fenómenos de tipo psicológico e ideológico, en función de procesos depresivos y de desorientación social, política e ideológica operados en la sociedad rusa en el término de muy pocos años (Hertzman y Siddqi, 2000; Social Science and Medicine, 1990).

Sin dejar de lado este papel determinante en la sobre-mortalidad masculina, desde la década de 1960 —en el caso de países como Francia (Costamagna, 1981; Membrado, 1994)— y la de 1980 —en varios países americanos— se observa un incremento sostenido del consumo de alcohol en mujeres. Durante la década de 1980 en México la cirrosis hepática constituía una de las primeras cinco causas de muerte en algunos grupos etarios femeninos, tendencia que se ha incrementado de tal manera que en el año 2002 constituía la octava causa de muerte en mujeres y conformaba 3% del total de muertes femeninas (Eber, 1995; Elu de Leñero, 1985, 1988; Finkler, 1994; Hartman, 1992; Langer y Tolbert, 1996; SSA, 2004; Tapia, 1994).

La morbilidad, pero sobre todo la mortalidad por alcoholismo, han sido consideradas no sólo un problema de género, sino también una cuestión de clase o, por lo menos, de pobreza. Las investigaciones epidemiológicas realizadas en los países que utilizan la variable estratificación social evidencian que los impactos más negativos de los usos del alcohol se dan en la población caracterizada por pobreza extrema y marginalidad, tanto en el medio urbano como en el rural. Es decir, que la población pobre y marginal en edad productiva y reproductiva, especialmente los varones y en particular la población de origen indígena, constituye el principal sector de riesgo (Di Pardo y Menéndez, 2001a, 2001b; Gálvez, 2001; Massé, 1995).

Podríamos extendernos más en estos aspectos, pero lo que nos interesa subrayar es que gran parte de las consecuencias negativas provenientes del consumo de bebidas alcohólicas se siguen incrementando en Latinoamérica, y especialmente en México.

 

"DEPENDENCIAS" SIMILARES Y POLÍTICAS DIFERENTES

Desde nuestra perspectiva hay un aspecto que nos interesa señalar, que en gran medida evidencia las orientaciones no sólo del sector salud sino del Estado hacia el consumo de alcohol y sus consecuencias. Nos referimos a la actitud diferencial que existe por parte del sector salud hacia el alcohol —y hasta fechas muy recientes, hacia el tabaco— comparada con la actitud demostrada hacia el conjunto de las drogas consideradas ilegales.

El alcohol, junto con el tabaco y determinados medicamentos, sería una de las escasas sustancias vinculadas a la "farmacodependencia" que poseen un estatus de legalidad, es decir, que no están prohibidas. Sin embargo, en términos biomédicos, el alcohol no sólo genera dependencia, sino que es una de las drogas más "duras" en función del tipo de dependencia que provoca y de sus consecuencias en cuanto a morbilidad y mortalidad. Debemos recordar que desde fines de la década de 1980, el síndrome de dependencia al alcohol aparece en México dentro de las veinte primeras causas de muerte en personas en edad productiva y en la tercera edad, lo cual no ocurre con ninguna de las otras sustancias que generan o están vinculadas a la farmacodependencia. En el año 2002 observamos que la mortalidad por dependencia al alcohol ha pasado ya a ser la decimosexta causa de muerte en varones y que abarca 1.5% del total de muertes que ocurren en el género masculino. En correlación, las estadísticas vitales mexicanas no registran mortalidad por dependencia a otras drogas dentro de las veinte primeras causas de mortalidad (SSA, 2004).

La discusión médica sobre la categoría diagnóstica "dependencia" se constituyó durante las décadas de 1940 y 1950 en torno a las drogas en general, pero especialmente respecto al alcohol, y ello por una razón muy sencilla. Era —y sigue siendo— la sustancia potencialmente adictiva más consumida en los países en los cuales se dio esta discusión, es decir, Estados Unidos y los países europeos de mayor desarrollo económico. En el conjunto de esos países en la década de 1960 y en la actualidad, la droga más consumida, la que genera más cuadros de dependencia y la más asociada a mortalidad —y en países como Estados Unidos a criminalidad— sigue siendo el alcohol. Fue en las investigaciones clínicas y epidemiológicas desarrolladas en esos países que se constituyeron las categorías biomédicas referidas a la dependencia y que posibilitaron definir al alcoholismo como enfermedad (Edward y Arif, 1981; Grup Igia, 2000,2001; Menéndez, 1990; O'Hare et al., 1995; Tapia, 1994; Velazco, 1980,1981).

Es decir, que desde las perspectivas biomédica clínica y salubrista, el consumo de alcohol puede generar dependencia. De hecho, a partir de la década de 1960 el término "alcoholdependiente" fue reemplazando al de "alcohólico". Si bien en términos bioquímicos y biomédicos existen diferencias entre el alcohol y las otras drogas adictivas, debemos subrayar que a partir de la década de 1950 y sobre todo de la de 1960, la biomedicina considera que todas esas drogas, incluido el alcohol, generan dependencias. Ésta es una propuesta que surge básicamente de los clínicos británicos y estadounidenses, pero que fue refrendada por los estudios epidemiológicos que, a partir de las décadas de 1960 y 1970, utilizan criterios de frecuencia y cantidad para establecer porcentajes de bebedores patológicos y no patológicos, incluidos los bebedores dependientes, lo que dio lugar a diferentes críticas a este tipo de estudios (Edward y Arif, 1981; Ehrenberg, 1984).

Una parte sustantiva de esos estudios epidemiológicos fue llevada a cabo en México, especialmente durante la década de 1990, y demostró que el alcohol es la sustancia que genera más cuadros de dependencia en comparación con cualquier otra droga, sobre todo en varones. Estos resultados complementaron los datos de las estadísticas vitales (SSA, 2001a, 2001b, 2004).

Pese a este reconocimiento médico clínico y epidemiológico, observamos que el conjunto de las drogas consideradas generadoras de dependencia son declaradas ilegales, salvo el alcohol, el tabaco y ciertos medicamentos. La cuestión que estamos proponiendo no tiene que ver, por lo tanto, con la cuestión de si el alcohol, la mariguana o los solventes son o no adictivos y/o si generan daños a la salud según las ciencias médicas, pues ello aparece explícitamente reconocido por la biomedicina. El problema es por qué, a partir de los mismos criterios médicos, determinadas sustancias son consideradas ilegales por el Estado, especialmente por el sector salud, mientras que otras, incluida aquella que genera más cuadros de dependencia, no lo son.

Recordemos, una vez más, que los principales criterios técnico-científicos para establecer la ilegalidad de una sustancia son biomédicos, y que los mismos convierten la producción y el consumo de mariguana en "delitos contra la salud" por un lado, y legalizan y legitiman la producción y consumo de bebidas alcohólicas por el otro.

La no inclusión del alcohol, y hasta ahora del tabaco, en la ilegalidad le otorga un estatus muy especial a estas sustancias. De seguir el proceso actual, la excepcionalidad de las bebidas alcohólicas se hará aún más notoria ya que todo indica que, con base, una vez más, en criterios biomédicos, estamos entrando en una etapa de restricción del consumo del tabaco en México (Revista Salud Pública, 2002; Valdez et al., 2002).

Antes de continuar con nuestro análisis, queremos expresamente señalar que estamos en desacuerdo con los criterios de ilegalidad y prohibición aplicados a las sustancias que generarían supuestamente dependencia, por varias razones, entre las cuales destacamos tres. La primera, porque es muy difícil —para algunos especialistas imposible— establecer un corte preciso respecto de cuándo el consumo de una sustancia debe ser prohibido, o por lo menos regulado, dada su nocividad para la salud de la población. No cabe duda de que el consumo de azúcar afecta la salud de los diabéticos, de tal manera que si éstos no dejan de consumirla aceleran su proceso de enfermedad, discapacidad y muerte. Y estamos hablando de uno de los padecimientos que incrementa su tasa de mortalidad en la región, que se está convirtiendo hoy día en México en la primera causa de muerte a nivel general, en la primera causa en mujeres y la segunda en varones (OPS, 1998; SSA, 2001a, 2004).

Si aplicamos algunos de los criterios a partir de los cuales son declaradas ilegales las drogas consideradas adictivas, tendríamos que prohibir el consumo de azúcar, o por lo menos, regular su producción, adquisición y consumo. Lo mismo debería suceder con las carnes rojas, los pescados ahumados o determinados productos lácteos. ¿Por qué sustancias que dañan la salud, que constituyen factores de riesgo respecto a algunas de las primeras causas de mortalidad a nivel general y de ciertos grupos etarios en particular, no sólo no son declaradas ilegales, sino que no se impulsan medidas de control ni restricción, salvo las recomendaciones médicas en términos clínicos y preventivos? Más aún, en la mayoría de los países no sólo no se las restringe sino que, por razones económicas y culturales, se impulsa la producción y consumo de éstos o de otros alimentos potencialmente nocivos.

La segunda razón se refiere a especificar los criterios biomédicos a través de los cuales se establecería el control, prohibición o permisividad del consumo de una sustancia, se llamen carnes rojas, alcohol o mariguana. En el caso de las carnes rojas, se trataría de criterios clínicos aplicados a cada paciente y propuestas preventivas de alto nivel de generalidad referidas a los grupos de riesgo. En el del alcohol también se utilizan criterios clínicos y epidemiológicos aplicados de manera individual y colectiva. Pero en ambos casos no se establece prohibición ni control de la producción ni del consumo, ni siquiera en relación con los sujetos diagnosticados como enfermos e inclusive como dependientes, lo que sí ocurre en el caso del alcoholismo.

Por su parte, en lo relativo a la mariguana, no se aplican ninguno de los criterios anteriores, sino que se decide su ilegalidad a partir de la consideración de que es una sustancia que genera dependencia, a pesar de ser una droga menos nociva en términos de morbilidad y mortalidad en comparación no sólo con el alcohol, sino incluso con las carnes rojas. Podría argüirse que, según los parámetros biomédicos, las carnes rojas no generan dependencia y la mariguana sí, lo cual implicaría reconocer que, según los mismos criterios, el alcohol también puede generar dependencia y, sin embargo, no es declarado ilegal. Más aún: ¿por qué en el caso del alcohol se proponen medidas desde el sector salud que establecen un consumo considerado nocivo, pero también indicadores de consumo moderado y sano, mientras que en el caso de la mariguana todo consumo es considerado nocivo, aunque comporte —y lo subrayamos— consecuencias en términos de morbilidad y, sobre todo, de mortalidad mucho menores que el consumo de alcohol dependiente y no dependiente?

La tercera razón refiere a la categoría "dependencia", que resulta cada vez más difícil de sustentar, pues integra una compleja articulación de factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales que han sido aplicados cada vez más a una gran cantidad de sustancias, productos y sujetos. Esto ha dado lugar a una verdadera explosión de "dependencias", por lo cual casi cualquier proceso puede llegar a generar dependencia (al sexo, al juego, al internet, al trabajo, etc.), de manera tal que la "dependencia" se convierte en un criterio de muy difícil precisión, cuyos indicadores se refieren casi indefectiblemente a parámetros sociales e ideológicos, y que posibilitan su uso en términos de control social, ideológico e incluso político.

Esta definición y su uso se complican si asumimos que por lo menos una parte de las dependencias biológicas, psicológicas, sociales y culturales constituyen procesos no sólo frecuentes y normalizados socialmente, sino necesarios para la salud y el desarrollo psicológico, biológico y social de los sujetos, o para reducir el efecto negativo de un padecimiento. Por ejemplo, la dependencia de una sustancia puede ser decisiva para la calidad de vida e incluso para la posibilidad de supervivencia de ciertos enfermos, como los diabéticos, que se convierten necesariamente en insulinodependientes. La dependencia en la relación hijos/padres (o figuras sustitutas) constituye también un proceso necesario para el desarrollo y la maduración del niño, como lo evidencian desde la década de 1950 las investigaciones de Bowlby (Di Pardo, 1964). No obstante, no desarrollaremos estos aspectos pese a ser decisivos para analizar el significado de los conceptos de adicción y, sobre todo, de dependencia.

De aplicar técnicamente los criterios biomédicos de dependencia y/o de consecuencias para la salud en términos clínicos y epidemiológicos, toda una serie de sustancias y productos debería ser considerada ilegal o, por lo menos, controlada como lo acabamos de observar, lo cual, en cierta medida, convertiría a esas sustancias en "fármacos" a ser recetados y controlados exclusivamente por el sector salud, como de hecho ocurre en ciertos países con las drogas alternativas al consumo de drogas ilegales y cuyo modelo es la metadona en relación con la heroína; o como acontece con la mariguana cuando es recetada por médicos para determinados padecimientos (Grup Igia, 2000; O'Hare et al, 1995).

Lo que hemos señalado puede parecer absurdo o arbitrario, dado que es evidente la contradicción en que cae especialmente el sector salud al utilizar los mismos criterios biomédicos —indicadores de dependencia— para considerar simultáneamente determinadas sustancias como legales y otras como ilegales. La diferencia entre ambos tipos de drogas radica en que el Estado —incluido el sector salud— aplica a unas dichos indicadores, en términos médicos y policiales, por lo que se convierten en drogas adictivas e ilegales, mientras que en el caso del alcohol sólo se aplican en términos médicos y pasan a ser consideradas adictivas pero legales.

Más allá de que estemos de acuerdo con los criterios biomédicos de "dependencia",5 reconocemos que a nivel teórico la investigación y el trabajo biomédico resultan coherentes consigo mismos al señalar, en todas estas sustancias, componentes adictivos que pueden afectar la salud de sujetos y grupos. La incongruencia opera a nivel del sector salud,6 especialmente de sus instituciones específicas, que en el caso de México es sobre todo el Conadic (Consejo Nacional contra las Adicciones), pues a partir de estos criterios biomédicos acepta la existencia de parámetros de legalidad/ilegalidad diferenciales. Por lo tanto, es el tipo de orientación política e ideológica dado a los criterios técnicos lo deteminante para la consideración de legalidad o prohibición de estas sustancias, y no los criterios biomédicos en sí.

De tal manera que la contradicción, la arbitrariedad o la incongruencia dejan de serlo si no reducimos nuestro análisis a la lógica técnico-científica de la biomedicina, sino que incluimos la lógica ideológica y política del sector salud, que se expresa especialmente a partir de los resultados de las políticas aplicadas a las adicciones, dado que la prohibición de determinadas sustancias no ha reducido la producción ni el consumo de la mayoría de las mismas, sino que por el contrario, ha aumentado el consumo y las consecuencias negativas de por lo menos algunas de estas drogas, tal como lo indican, en el caso mexicano, las cuatro encuestas nacionales sobre adicciones aplicadas desde 1990 hasta la fecha. El desarrollo del narcotráfico, pero sobre todo de sus consecuencias en la mortalidad por homicidios, está directamente relacionado con la ilegalidad de la producción, comercialización y consumo de drogas. Como sabemos, dichos procesos casi inevitablemente se incrementarán, como ocurrió durante la "prohibición" con la producción y consumo de bebidas alcohólicas en diferentes países y no sólo en Estados Unidos. Especialmente en este último dio lugar a la criminalización de la producción y venta del consumo de alcohol, a un incremento de la corrupción del aparato jurídicio y policial, y al desarrollo de la producción y consumo de bebidas adulteradas, clandestinas y de contrabando (Cavan, 1966).

Las políticas prohibicionistas agudizaron ciertos procesos de desigualdad social y, sobre todo, de estigmatización, dado que la criminalización y corrupción operaron especialmente en los estratos sociales subalternos. De tal manera que son personas generalmente jóvenes, pertenecientes a dichos estratos sociales, la mayoría de los que mueren o son detenidos por "delitos contra la salud", como se denominan actualmente en México. La criminalización, la corrupción y la violencia organizadas en la década de 1920 en Estados Unidos en torno al alcohol (Cavan, 1966), y en las décadas más recientes en torno a las drogas ilegales, serán referidas en la imagen pública cada vez más a determinados sectores sociales subalternos, contribuyendo a estigmatizarlos, ya que los grupos sociales más marginados aparecen como los encargados del tráfico y consumo más violento, y son también los que padecen las consecuencias más negativas del consumo. El fenomenal desarrollo del narcomenudeo parece estar basado en sectores subalternos, por lo menos así lo indican las estadísticas policiales para países como Estados Unidos o México (Cohen, 1981; Cohen y Young, 1981; Di Pardo y Menéndez, 2001a, 2001b, 2002; Massé, 1995; Menéndez y Di Pardo, 2001; Young, 1981a, 1981b).

La legalización de la producción y consumo de las drogas consideradas ilícitas en la actualidad, al igual que sucedió con la legalización de la producción y consumo de alcohol ocurrida en la década de 1930 especialmente en Estados Unidos, posibilitaría la reducción notoria de la mayoría de los procesos señalados. Debemos reconocer, sin embargo, que dicha legalización no eliminaría todas las consecuencias; podría incluso incrementar algunas, comenzando con la producción y el consumo legal de dichas sustancias. Por lo tanto, es posible que al legalizarse el consumo de ciertas drogas, algunos padecimientos se incrementen, como ocurrió con el aumento de la mortalidad por cirrosis hepática al eliminarse en Estados Unidos las leyes que prohibían la producción y venta de alcohol. Esta situación debe ser asumida y analizada para no crear falsas expectativas de algo así como la erradicación absoluta y definitiva de las consecuencias negativas y, sobre todo, para asumir dichos consumos como procesos sociales cotidianos que pueden llegar a tener consecuencias negativas graves para la salud de individuos y grupos, pero que resultan siempre mucho menores que las generadas por la ilegalización y prohibición, como está claramente evidenciado a través de lo ocurrido con la prohibición y ulterior legalización de las bebidas alcohólicas.

 

LA LÓGICA DEL SECTOR SALUD COMO LÓGICA DE PODER

Si bien una parte de la biomedicina e inclusive del sector salud en México reconoce algunos de los aspectos señalados, la mayoría de los especialistas y las autoridades sanitarias tienden a no asumir —o lo que es más preocupante, a convalidar— el estatus diferencial que existe entre el alcohol y las drogas ilegales. El primer aspecto a señalar es que, más allá de que exista personal de salud y grupos organizados que cuestionan la ilegalidad de las drogas consideradas adictivas, la mayoría de las corporaciones médicas y el sector salud convalidan la ilegalidad de dichas drogas y la legalización de las bebidas alcohólicas, pese a que, como observamos, contradice las definiciones y los datos de morbilidad y mortalidad biomédicos en lo relativo a ambos tipos de sustancias.

Debemos recordar que los principales especialistas latinoamericanos, y en particular mexicanos, desde las décadas de 1950 y 1980 emitieron reiteradas críticas a las medidas de tipo represivo y prohibicionista en lo tocante al consumo de bebidas alcohólicas (Menéndez, 1988b, 1990), pero durante la década de 1990 y los primeros años de la de 2000 ya no se observa esta oposición, y va cobrando fuerza un discurso —que no actividades— de tipo restrictivo (Menéndez y Di Pardo, 2003). En la práctica, la actitud de los funcionarios del sector salud y el silencio de los especialistas avalan las decisiones políticas sobre la prohibición/legalidad diferenciales.

Cuando en 1985-1986 se elaboró el Programa Nacional contra el Alcoholismo y el Abuso de Bebidas Alcohólicas, fue pensado en términos de salud mental (SSA, 1986a), pero actualmente las instituciones oficiales y la mayoría de los expertos en alcoholismo ya no se centran exclusivamente en este aspecto, sino en el conjunto de consecuencias negativas del consumo de alcohol. Si bien los psiquiatras siguen pensando el alcoholismo desde la enfermedad mental, no ocurre lo mismo con la mayoría de los expertos en alcoholismo de las instituciones oficiales.

Pese a la existencia desde 1986 de este programa nacional contra el alcoholismo y a la aplicación de cuatro encuestas nacionales entre 1990 y 2003, observamos que la problemática del alcoholismo, en términos de salud mental y física, tiende a ser secundarizada, ocultada o directamente banalizada por el sector salud, pues éste invierte muy pocos recursos, por lo menos en lo relativo a salud mental.7 Esta relegación del alcoholismo no sólo se da en la práctica, sino en el discurso del sector salud, ya que en general, cuando los funcionarios hablan de "dependencias", adicciones y sus consecuencias, se refieren casi exclusivamente a drogas ilegales, connotándolas de manera constante como el enemigo a erradicar, mientras que las alusiones de esta índole al alcohol son mínimas, o tiende a ser excluido de dicho discurso.8

Un aspecto a partir del cual se puede observar la secundarización del papel del consumo de alcohol es la omisión o las escasas referencias sobre el papel de las bebidas alcohólicas en el ejercicio de las relaciones sexuales sin protección, lo que facilita la trasmisión de enfermedades por la vía sexual. Resulta interesante señalar que, mientras desde fines del siglo XIX hasta la década de 1930 se asociaba el consumo de alcohol con sífilis y otras enfermedades venéreas especialmente vinculadas a la prostitución (González Navarro, 1974; Menéndez, 1988b), la relación entre alcohol y VIH-SIDA prácticamente no aparece considerada en los trabajos realizados por los organismos oficiales específicos, ni siquiera cuando se refieren a la prostitución.

Sin embargo, el consumo de alcohol, asociado o no con otras sustancias, facilita sobre todo en ciertos contextos juveniles establecer relaciones sexuales sin protección y, por lo tanto, posibilita la transmisión de enfermedades como el VIH-SIDA en relaciones heterosexuales y también homosexuales, como ha sido descrito por Lara (2003) en uno de los pocos estudios específicos sobre homosexuales realizados en México que incluye en forma significativa el papel del consumo de bebidas alcohólicas. Subrayamos que esta posibilidad sólo es tomada en cuenta en forma secundaria por el sector salud y por las instituciones oficiales y privadas que luchan contra la expansión del VIH-SIDA (Bolton y Singer, 1992; Bolton et al., 1992; Menéndez y Di Pardo, 2001, 2003).

Algunos especialistas han indicado que parte de estas negaciones, exclusiones y olvidos se deben a presiones de tipo económico e inclusive político, lo cual puede observarse en los testimonios médicos obtenidos por nosotros (Menéndez y Di Pardo, 1996, 2003), y de lo cual sería expresión paradigmática lo ocurrido con el informe sobre producción y consumo de alcohol realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), y a nivel regional por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Consumo y Desarrollo (UNCTAD), a principios de la década de 1980. Este informe, según dos informantes claves, nunca fue publicado debido a la presión de la industria alcoholera sobre los gobiernos respectivos con el fin de evitar que la OMS presentara los datos que evidenciaban no sólo un incremento sostenido de la producción, consumo y consecuencias negativas de las bebidas alcohólicas en todos los ámbitos descritos y analizados, sino su papel decisivo en la emergencia de consecuencias negativas para la salud de la población en contextos en los que, antes de la década de 1950, no se registraba este tipo de problemas (Menéndez y Di Pardo, 2003).

Consideramos que no sólo la presión de la industria alcoholera opera en la omisión de información sobre producción, consumo y consecuencias del consumo de bebidas alcohólicas, ya que diferentes grupos y sectores sociales contribuyen también a reducir y opacar la importancia de este problema. Esto ocurre especialmente con la biomedicina, que se caracteriza en los tres niveles de atención por tratar escasamente a pacientes con problemas de alcoholismo en términos de la especificidad de este problema, lo cual hemos demostrado para México (Menéndez y Di Pardo, 1996,2003). Aunque no vamos a desarrollar este aspecto, que hemos estudiado desde principios de la década de 1980, lo consideramos uno de los principales factores que inciden en este proceso de secundarización y banalización de la problemática del alcoholismo.

La escasa aplicación de acciones eficaces para reducir los problemas vinculados al consumo de alcohol es aún más preocupante porque, según la OMS, aunque los gobiernos y la comunidad disponen de diversas estrategias efectivas para tratar y prevenir los efectos adversos derivados del consumo de alcohol, "en numerosos países poco o nada se ha hecho para aplicar estas estrategias" (OMS, 2000:12).

 

LAS CONCEPCIONES DEL SECTOR SALUD Y OTRAS POSIBILIDADES

El hecho de que en la mayoría de los países latinoamericanos no existan programas específicos y se realicen escasas actividades no quiere decir que no existan políticas antialcohólicas en ellos (WHO, 1999, 2004). Específicamente en el caso de México existe un conjunto de orientaciones básicas desarrolladas desde la década de 1950 hasta nuestros días. En principio podemos observar que, en términos formales, se aplican medidas que pretenden reducir la accesibilidad y la disponibilidad de las bebidas alcohólicas. No se proponen medidas restrictivas respecto de la producción y distribución de bebidas alcohólicas sino sobre la venta y el consumo. Estas medidas atañen a horarios, edades, lugares de venta y actividades similares que tratan de limitar el consumo de la población en general y, sobre todo, de ciertos grupos considerados de riesgo. Los códigos sanitarios establecen medidas y controles sobre la publicidad de las bebidas alcohólicas con objetivos similares.

Existe la prohibición de producir y vender bebidas alcohólicas adulteradas, falsificadas o pirateadas, pero estas medidas resultan inoperantes, ya que se sigue produciendo y especialmente vendiendo alcohol clandestino y no clandestino a diferentes horas y sin que se obstaculice realmente la accesibilidad y la disponibilidad de tales bebidas. En los últimos cinco años ha sido la industria alcoholera en particular la que, por diversos medios de comunicación masiva, ha informado reiteradamente que la venta en forma clandestina constituye más de 50% del total de venta de bebidas alcohólicas en México (Menéndez y Di Pardo, 2003).

Las medidas señaladas no tienen por objetivo prohibir la producción y el consumo, sino promover o, por lo menos, favorecer el consumo moderado de bebidas alcohólicas; la moderación aparece como la principal alternativa a la prohibición en términos de política sanitaria. Esta propuesta está basada, en parte, en lo que se denomina el modelo sociocultural de consumo (Adis, 1966; Velazco, 1980,1981; Menéndez, 1987) que, más allá de generar moderación, posibilitaría un consumo integrado socialmente que reduciría una parte de las consecuencias negativas. Hoy sabemos que el consumo integrado por lo general promueve el "exceso"; los países con mayor consumo integrado son algunos de los que poseen el nivel más alto per capita de consumo de bebidas alcohólicas, y si bien se observa la limitación o reducción de determinadas consecuencias, no se ha conseguido evitar o reducir otras.

En términos técnicos, uno de los principales problemas radica en precisar lo que es el consumo moderado, ya que el volumen y la frecuencia son muy difíciles de establecer a nivel general a partir de criterios clínicos, pues constituyen sólo aproximaciones con alto grado de arbitrariedad, máxime cuando se sabe clínicamente que un consumo definido como excesivo no se traduce necesariamente en dependencia ni en otros tipos de consecuencias, por lo menos en ciertos contextos nacionales y culturales. En contraste, el consumo denominado moderado suele estar relacionado con determinados problemas, lo que dio lugar a que durante las décadas de 1970 y 1980 se acuñara y aplicara el concepto de "bebedor problema", a partir del cual se constituyó uno de los principales grupos de riesgo. Pero la verdadera dificultad consiste en establecer indicadores para detectar y diagnosticar en forma temprana y oportuna a este tipo de bebedor.

Otra de las propuestas tiene por objetivo central la abstinencia, relacionada en gran medida con las concepciones prohibicionistas, aunque actualmente algunos sectores que la promovían se han alejado cada vez más de esa postura, como es el caso de los grupos de autoayuda —especialmente Alcohólicos Anónimos (AA) 24 Horas— y otros organismos de la sociedad civil —como el grupo Liberadictus, que inclusive publica una revista especializada en adicciones, en la cual se ha discutido la alternativa entre abstinencia y sobriedad—.

La abstinencia fue indicada explícitamente para los bebedores dependientes o para aquellos que presentan problemas graves en sus relaciones con el alcohol; es decir, no fue propuesta para la población general, sino para grupos específicos, y ha sido impulsada en forma constante por Alcohólicos Anónimos y otros grupos de autoayuda. En este sentido resaltan dos aspectos importantes: por una parte, la expansión sostenida de los grupos de AA en gran parte de los países de la región y especialmente en México. Por otra, la articulación explícita o implícita que se ha dado entre esos grupos y el sector salud, en las instituciones oficiales y en las privadas, en las que se ha adoptado cada vez más el programa de los doce pasos en el modelo de atención médica aplicado al alcoholismo y también, en forma creciente, al conjunto de las otras adicciones (Brandes, 2002; Rosovsky, 1998; Rosovsky et al., 1991).

La propuesta de los grupos de AA está basada en la abstinencia, pero su propio desarrollo generó grupos y programas de atención médica que incluyen como eje central la autoayuda y que proponen como alternativa la sobriedad y no la abstinencia. Por otra parte, la articulación con la biomedicina ha posibilitado una serie de variantes que también oscila entre la sobriedad y la abstinencia (Madrigal, 1986; Menéndez, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1996, 2003; Moser, 1974; SSA, 1986a,1986b; Tapia, 1994).

Una última propuesta, surgida en varios países europeos a partir de la década de 1970 y especialmente desarrollada para tratar ciertas adicciones, en particular a la heroína, es la denominada política de reducción de daños o de riesgos, y que, hasta lo que sabemos (Menéndez y Di Pardo, 2003), tiene escaso desarrollo en México. Los puntos de partida de esta política son el rechazo a la ilegalidad y la prohibición de las sustancias consideradas adictivas, por razones de tipo médico, psicológico, social e ideológico, y en particular porque las políticas prohibicionistas incrementarían la mortalidad y la morbilidad relacionada con el consumo de drogas. Esta propuesta sostiene, además, que toda una serie de personas, posiblemente la mayoría de los consumidores, no acepta la abstinencia y, en muchas situaciones, tampoco la sobriedad, por lo que se muestra reacia al tipo de propuestas basadas en dichos criterios. Otra razón decisiva es que toda una serie de sujetos y grupos ha aprendido a consumir sustancias con un mínimo de daño hacia sí mismos y hacia los otros, de tal manera que constituiría la estrategia más eficaz para reducir la mortalidad, por lo menos en ciertas adicciones. Es una estrategia que se centra en la reducción de las consecuencias y no en la reducción del consumo (Grup Igia, 2000,2001; Di Pardo y Menéndez, 2002; O'Hare et al, 1995; Romani, 1999; Wodak, 2001).

A partir de los aspectos antes mencionados y otros, se promovió esta política en varios países europeos (Inglaterra, Holanda, España, Suiza) y en Australia, en gran medida gracias al trabajo de grupos de la sociedad civil. También se realizaron acciones en la región, referidas casi exclusivamente al ámbito de las drogas ilícitas. Más aún, en las reuniones nacionales e internacionales promovidas a partir de este enfoque, el alcoholismo suele estar ausente o ser escasamente tratado en las discusiones y, en especial, en la descripción de las estrategias aplicadas para la reducción de los daños. Después de más de veinte años de existencia de esta tendencia es preocupante que la misma haya desarrollado escasas actividades en torno al alcoholismo y al consumo patológico de alcohol.

Según algunos especialistas latinoamericanos (Menéndez y Di Pardo, 2003), la propuesta de reducción de daños presenta aspectos muy similares a la del modelo sociocultural, que ha demostrado sus limitaciones por lo menos en la reducción de ciertos daños. Los estudiosos sostienen que estos dos enfoques han sido y son apoyados por las empresas alcoholeras, ya que no se oponen al consumo, incluido el consumo "excesivo", sino que lo legitiman en términos culturales, grupales y subjetivos. Pese a estos cuestionamientos, consideramos que constituye la propuesta más auspiciosa basada en dos criterios que para nosotros son fundamentales: por una parte, el aprendizaje individual y, sobre todo, grupal de las posibilidades no sólo de conocer, sino de aplicar dicho control sobre el consumo y las consecuencias negativas del consumo de una sustancia determinada, con el objetivo de reducir sus riesgos; y por otra, su oposición a la lucha contra las adicciones basada en la prohibición y la represión.

Consideramos importante el desarrollo de esta propuesta dada la vigencia de legislaciones represivas referidas al consumidor de "drogas" en América Latina y a que existe una tendencia, por parte de ciertas orientaciones biomédicas, a proponer medidas para la reducción de daños basadas exclusivamente en la reducción de la oferta y la demanda. Así, existen en la actualidad propuestas de reducción de daños en las cuales el acento no está colocado en la disminución de las consecuencias, sino en actuar sobre la accesibilidad y la disponibilidad, con lo que se modifican en la práctica los objetivos iniciales. Esta reorientación ha sido generada e impulsada especialmente desde la medicina clínica y la salud pública (Wodak, 2001: 28), es decir, desde una perspectiva biomédica, y en bastante menor medida desde la sociedad civil.

La posibilidad de aplicar el enfoque de reducción de daños en lo tocante al consumo de alcohol lo consideramos importante porque todo indica que el consumo problemático y excesivo de la mayoría de las drogas, incluido el alcohol, sucede durante un periodo determinado —especialmente durante la adolescencia— y luego se estabiliza e incluso abandona paulatinamente. Por lo tanto, se reduce sustantivamente el consumo o se aprende a consumir con escaso riesgo, que es lo que ha ocurrido históricamente con el consumo de bebidas alcohólicas en la mayoría de la población consumidora. El reconocimiento de esta trayectoria y la aplicación de los criterios de reducción de daños resulta importante para intervenir especialmente en los jóvenes, dado que es el sector que ha incrementado más los riesgos devenidos del consumo de bebidas alcohólicas.

Reconocemos que es difícil que una parte de la población consumidora, sobre todo en función de determinados procesos individuales y microgrupales y en ciertas circunstancias, pueda aplicar dicho control de riesgos, y que, por el contrario, es probable que siga consumiendo de manera sumamente riesgosa para sí y para los sujetos con los cuales se relaciona. Pero esto no justifica la aplicación unilateral de medidas prohibicionistas referidas al comportamiento de los sujetos, sino que obliga a seguir profundizando en esta línea de trabajo.

Es obvio que sólo hemos enumerado algunas de las principales políticas en un nivel general, dado que un análisis de las prácticas de las mismas implicaría la descripción y el estudio de lo que realmente se hace respecto al alcoholismo más allá de las propuestas formales, de los programas escritos y de los códigos sanitarios establecidos.9

No obstante, la información presentada permite observar que, en lo relativo a la producción, consumo y consecuencias del uso de bebidas alcohólicas, las acciones aplicadas en la región y especialmente en México han dado muy escasos resultados. El conjunto de la producción legal e ilegal de bebidas alcohólicas, el consumo y la mayoría de las consecuencias negativas se incrementan en términos absolutos o relativos, de manera tal que las causas de muerte relacionadas con el alcohol no sólo tienden a situarse ahora entre las primeras causas de mortalidad, sino que alcanzan una significación estadística cada vez mayor en el volumen total de muertes.

En lo que se refiere a las consecuencias, los resultados más positivos se habrían dado en la prevención de accidentes automotores (cinturón de seguridad, bolsas de aire, control de velocidad en carreteras), pero luego de un descenso constante durante la década de 1980 se observa actualmente un retroceso significativo de dicho decremento y un notorio repunte, sobre todo en el caso de los accidentes en jóvenes (SSA, 2001b).

Los mayores éxitos, aunque a nivel asistencial, posiblemente se deben a la expansión de los grupos de autoayuda y a su inclusión como parte central o única del tratamiento antialcohólico. Desde la perspectiva de la sociedad civil el instrumento más eficaz lo constituyen justamente los grupos de autoayuda, aun cuando su eficacia sólo opere respecto de un determinado perfil de sujetos.

En ciertos contextos existen instrumentos que han evidenciado su eficacia, aunque sea parcial, pero que no han sido impulsados por el sector salud, y a pesar de la existencia de algunas experiencias puntuales en varios países de América Latina no operan como políticas generalizadas. Por ejemplo, la población utiliza tratamientos realizados por curanderos, brujos o herbolarios, realiza juramentos a la Virgen y promesas a santos, que han evidenciado algún tipo de eficacia. También debe ser considerado el proceso de conversión religiosa a las diferentes variedades del protestantismo y a las denominadas sectas, ya que la mayoría de ellas sostienen concepciones y realizan acciones antialcohólicas como parte central de sus actividades (Menéndez, 1987,1988a, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1996, 2003; OPS, 1993; Trotter y Chavira, 1981).

Sin embargo, en términos asistenciales y salubristas podemos concluir que la mayoría de los padecimientos generados por el consumo de alcohol se caracteriza por la ausencia o escasez de atención médica específica —y subrayamos lo de específico en términos de su vinculación con el alcohol— en los tres niveles de atención, así como por el poco desarrollo de actividades preventivas.

La escasez de recursos económicos y humanos aplicados contrasta no sólo con el peso que las consecuencias del consumo de bebidas alcohólicas tiene en el perfil de la morbilidad y mortalidad dominante en varios de los países de la región, sino también con los costos económicos de dichas consecuencias. Según un informe especializado de la OMS: "El cálculo de los costos económicos anuales del alcohol en las economías desarrolladas varía desde 0.5% hasta 2.7% del PIB, excediendo con creces los costos económicos derivados del uso de drogas ilícitas" (OMS-OPS, 2000:11), y agrega que si bien hasta la fecha no se ha hecho ningún cálculo riguroso de las repercusiones económicas y sociales en los países en desarrollo, puede concluirse que dicho costo es sustancial (OMS-OPS, 2000: 17). Este informe destaca que, por lo menos, en ciertos aspectos los costos mayores se darían en los países de América Latina y el Caribe, incluido México.

Esta escasez de medios contrasta con el hecho de que las bebidas alcohólicas constituyen una importante fuente de recursos para el Estado mexicano. Nuestro análisis de las políticas del sector salud mexicano entre fines del siglo XIX y 1990 evidencia que la principal política específica durante todo este lapso fue la de aplicar impuestos federales, estatales y municipales que encarecen el precio de las bebidas alcohólicas, con el objetivo manifiesto de que dichos impuestos contribuirían a reducir el consumo de alcohol, sobre todo en los estratos subalternos, puesto que éstos no cuentan con la capacidad monetaria para adquirirlas a ese precio (Menéndez 1988b, 1990). El estudio de las políticas aplicadas en la década de 1990 y en los primeros años de la de 2000 evidencia que dicha política sigue siendo la de mayor incidencia (Menéndez y Di Pardo, 2003), tanto que las actuales autoridades del sector salud proponen impulsar "políticas fiscales saludables" ( sic) respecto de las bebidas alcohólicas con el objetivo de reducir su consumo y consecuencias (SSA, 2001a: 86-88). Sin embargo, en México el incremento del precio de las bebidas alcohólicas no ha generado un descenso del consumo, sino un aumento de la producción y venta de bebidas clandestinas, dado su menor precio en el mercado.

Después de años de analizar esta problemática, consideramos que el sector salud mexicano ha decidido, por lo menos hasta ahora, no invertir en atención y prevención de las consecuencias en la salud individual y colectiva generadas por el consumo de bebidas alcohólicas en términos específicos, y ha dejado el problema en manos de algunos sectores de la sociedad civil, los cuales sólo pueden atender y solucionar una parte de los problemas generados por dicho consumo.

Ahora bien, frente a la situación observada en América Latina y en otras regiones, expertos internacionales han planteado la necesidad de impulsar acciones que modifiquen la actitud prescindente o inercial del sector salud y de los gobiernos de los países. Proponen, por una parte, desarrollar lo que denominan vigilancia del consumo de alcohol y de sus consecuencias, con el objetivo de formular políticas sobre los usos y abusos del consumo de bebidas alcohólicas, subrayando que "la gran tarea consiste en persuadir a los gobiernos y autoridades de la importancia de las estrategias que reducen las consecuencias del consumo de alcohol" (OMS, 2000:12). Y la forma de convencimiento es demostrar a los gobiernos que, dados los altos costos de todo tipo, pero especialmente económicos, generados por el consumo de alcohol, lo conveniente en términos económicos sería invertir en acciones que reduzcan y/o eliminen los problemas que genera dicho consumo. Sólo la evidencia de este impacto económico negativo podría convencer a los sectores dirigentes tanto del sector salud y de otros.

Pero, como sabemos (Menéndez, 1988b), ésta es una estrategia bastante antigua que se manejó en América Latina, incluido México, en las décadas de 1960 y 1970 sin muchos resultados, pese a que se hicieron estudios específicos —en su mayoría no publicados— para demostrar las consecuencias negativas del consumo de alcohol, en términos de la salud del personal, de la pérdida de horas de trabajo y de accidentes laborales, es decir, por medio de indicadores de salud y productividad. Dichos estudios se hicieron en la Comisión Federal de Electricidad, Teléfonos de México, Petróleos Mexicanos y el Instituto Mexicano del Seguro Social, es decir, en varias de las principales empresas estatales mexicanas de la década de 1970 (Menéndez, 1990; Menéndez y Di Pardo, 2003).

Si bien la "nueva" propuesta implica la aplicación de metodologías más complejas para evidenciar el impacto económico, el núcleo de la cuestión no reside en dicha demostración, sino en la orientación actual hacia los sectores dirigentes oficiales y privados. Porque, y lo recordamos, el sector salud no invierte ni actúa sobre el alcoholismo porque desconozca sus consecuencias, entre ellas las económicas, lo cual es claramente observable en el Programa Nacional de Salud para el periodo 2001-2006. La falta de acciones y de inversiones no se debe, por lo tanto, a la carencia de información sobre el costo financiero de las consecuencias del consumo de bebidas alcohólicas.

El nuevo proyecto propone la aplicación de medidas que reduzcan el consumo de bebidas alcohólicas, partiendo del supuesto de que la gente bebe por varias razones, pero especialmente porque dichas bebidas son baratas y accesibles, lo cual impactaría negativamente sobre todo en la salud y la economía de las personas de más bajos recursos. Las medidas enunciadas, en su mayoría, son las mismas que están en los programas generales y específicos mexicanos. Es decir, se vuelven a proponer normas que reduzcan la disponibilidad y accebilidad hacia las bebidas alcohólicas. Las más importantes entre ellas son el incremento del precio e impuestos a las bebidas alcohólicas, regular la disponibilidad reduciendo el número de puestos de venta y consumo, controlar la ubicación de los mismos, establecer una edad mínima para beber y, sobre todo, para adquirir bebidas en el mercado, regular la publicidad y aplicar acciones drásticas contra los conductores alcoholizados (OMS, 2000; OPS, 2004).

En lo tocante a esta propuesta, impulsada actualmente por la OPS, nuestras principales interrogantes son: ¿Por qué ahora resultarían eficaces estas medidas formuladas hace casi veinte años en el programa antialcohólico —y en su versión actual (SSA, 2001c)— y en el código sanitario mexicano? ¿Cuáles son las razones que modificarían el comportamiento del sector salud mexicano que, como lo hemos demostrado en varios estudios, evidencia una notable continuidad en sus políticas y actividades respecto del abuso y consumo de bebidas alcohólicas? Más aún, consideramos que la orientación actual del sector salud, el mantenimiento en situación de pobreza de la mayoría de la población y la significación de la industria alcoholera se potencian para favorecer la continuidad del proceso de alcoholización. Pero además, ¿por qué estas medidas, basadas en gran parte en el control sanitario y policial, van a tener resultados, si su eficacia no opera en el caso de las drogas ilegales, como lo evidencian todas las encuestas realizadas en México desde fines de la década de 1980 y que demuestran que se incrementa constantemente el consumo de dichas drogas? ¿Cómo se va a operar en lo referente a la corrupción y la impunidad, ya que éstas constituyen dos de las principales causas de inviabilidad de la mayor parte de las medidas que tratan de reducir la accesibilidad, la disponibilidad y el consumo de las sustancias consideradas adictivas, sean o no legales? (Menéndez, 1988b,1990; Menéndez y Di Pardo, 2003).

Si se pretende impulsar este tipo de disposiciones, lo 48 4 menos que deberían hacer quienes las impulsan es analizar por qué dichas medidas han fracasado hasta ahora en México. Sólo después de obtener un diagnóstico podrían aplicarlas, si es que evidencian algún resultado positivo o si realmente se han modificado los factores que limitaban su posible eficacia.

Se tendría que hacer otra evaluación respecto de las acciones que, sobre todo en el pasado inmediato, han sido aplicadas en México, para saber si han tenido algún tipo de eficacia. En nuestro país se ha desarrollado gran cantidad de actividades antialcohólicas, por lo menos en términos formales: se han creado y se siguen creando comités, consejos, comisiones a nivel federal y estatal; existe toda una serie de instituciones y organizaciones oficiales y de la sociedad civil que desarrolla actividades terapéuticas o de prevención para la salud, pero desconocemos cuáles han sido realmente sus aportes, qué es lo recuperable y desechable de sus intervenciones, pues no contamos con evaluaciones de sus programas y actividades. Para nosotros, éstos y otros aspectos resultan básicos no sólo para tener alguna idea sobre la eficacia o ineficacia de las actividades aplicadas, sino también para delimitar un marco referencial respecto de las medidas que se quieren impulsar actualmente.

Como parte de este marco referencial deberíamos poseer información calificada acerca de cuáles medidas, actividades y procesos han generado el notable descenso del consumo de bebidas alcohólicas en algunos países europeos y americanos caracterizados por su alto consumo. Deberíamos saber con claridad por qué, por ejemplo, en Chile desciende notoriamente la mortalidad por cirrosis hepática, mientras que en México se sigue incrementando. Esta información deberíamos conocerla respecto de países que tengan la mayor similaridad posible con el nuestro, pero una vez sabida, no deberían ser aplicadas mecánicamente, sino asumiendo las características específicas de la situación mexicana.

Junto con lo señalado, consideramos decisivo trabajar en especial desde la sociedad civil, ya que, por lo menos en México, es de donde han surgido y se han expandido algunas de las estrategias más eficaces y de mayor difusión y uso. Además, porque si bien consideramos importante la participación del sector salud y en particular de la biomedicina, debemos asumir que dicho sector se ha caracterizado históricamente por la falta de recursos e inversiones respecto del alcoholismo, así como por una reiterada falta de interés del personal de salud por el paciente con problemas de alcoholismo, que incluso llega a su rechazo, especialmente en el primer nivel de atención (Menéndez y Di Pardo, 1996, 2003).

Consideramos que no sólo debemos observar cómo los grupos y sujetos sociales definen y realizan su consumo, relacionan en la práctica consumo y consecuencias y establecen —o no— acciones al respecto, sino que necesitamos observar cuáles son las acciones que desarrollan para enfrentar, negar o convivir con sus problemas organizados en torno al alcohol. Cuando proponemos incluir de manera protagónica a los sujetos y grupos sociales, pensamos no sólo en términos de modificación de comportamiento, sino también en la posibilidad de detectar mecanismos que operen como autocontrol individual y grupal del consumo a partir de medidas establecidas por ellos mismos.

Hasta ahora el sector salud se ha preocupado muy poco por investigar, evaluar y, a partir de ello, impulsar estas actividades y estrategias; las siguen considerando —salvo a los grupos de autoayuda— como expresiones folclóricas de escaso o ningún impacto. Desde nuestra perspectiva, estas actividades y, por supuesto, también las de tipo biomédico, deberían integrarse dentro de las propuestas de reducción de daños en función de varios de los procesos que hemos analizado. Pero también porque las propuestas de reducción de daños recuperan algunas de las concepciones anticontroladoras desarrolladas durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, mientras que las nuevas medidas impulsadas por funcionarios nacionales e internacionales retoman las orientaciones basadas en la cura y el control.

Es como si no asumieran que lo que está ocurriendo con el narcotráfico se incrementaría a niveles casi impensables si se aplican medidas prohibitivas respecto de la producción, comercialización y consumo de bebidas alcohólicas. El impulso actual de este tipo de políticas necesita ser leído desde sus posibles consecuencias en términos de los procesos de salud/enfermedad/atención, pero incluyendo centralmente las dimensiones políticas e ideológicas de dichos procesos.

 

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Notas

* Consideramos que este listado de referencias bibliográficas es demasiado extenso y que en algunas páginas entorpece la lectura, pero fue una exigencia de uno de los lectores de nuestro trabajo, que inclusive señaló las páginas, los párrafos y los renglones en los cuales deberían colocarse referencias bibliográficas. Indicó en total treinta y tres lugares en los cuales se requería de dichas referencias, lo cual nos llevó a duplicar el número de páginas dedicadas a la bibliografía. Subrayamos que no estamos de acuerdo con dicho requerimiento, pero nos adecuamos al mismo pues estaba establecido en el dictamen que nos enviaron.

1 La información que utilizamos en este trabajo proviene de la bibliografía consultada y del material obtenido por medio de entrevistas, observaciones y otras técnicas cualitativas aplicadas a psiquiatras, psicólogos, epidemiólogos, especialistas en cirrosis hepática, estudiosos de género y otros profesionales que trabajan con problemas de alcoholismo y abuso de alcohol (Menéndez y Di Pardo, 2003).

2 Si bien actualmente Portugal y Francia ya no se encuentran entre los países con mayores tasas de mortalidad por cirrosis hepática, México y Chile sí, que ocupan el tercero y séptimo lugar respectivamente (WHO, 1999: 41-42).

3 Esta orientación tiene un especial desarrollo en México. Sus representantes consideran que menos de 50% de las cirrosis hepáticas son de origen alcohólico. Debemos subrayar que, sin embargo, gran parte de los principales especialistas mexicanos en esta enfermedad consideran que el consumo de alcohol sería la causal de más de 85% de dichas cirrosis, lo cual puede observarse en la bibliografía especializada. Esta interpretación también se confirma en las entrevistas realizadas por nosotros a varios especialistas en gastroenterología (Campollo et al., 1997; Flores Espinosa, 1965; Manzano, 1974; Menéndez y Di Pardo, 2003; Monterrubio et al., 1987; Ojeda et al., 1996.), por lo cual optamos por utilizar este último tipo de explicaciones.

4 Debemos indicar que nuestro trabajo está desarrollado desde una perspectiva socioantropológica que no sólo se diferencia notoriamente de las aproximaciones biomédicas, sino que formula descripciones e interpretaciones distintas y frecuentemente opuestas a las corrientes dominantes en biomedicina, especialmente en el campo del alcoholismo (Mac Andrew y Edgerton, 1969; Roon y Collins, 1983; Social Sciences and Medicine, 2001).

5 El concepto de dependencia ha sido sumamente cuestionado desde la década de 1960. Véase Conrad y Schneider, 1980; Douglas, 1970; Edward y Arif, 1981; Menéndez, 1990.

6 En el Programa Nacional de Salud 2001-2006 se describen las líneas de acción en relación con el tabaco, el alcohol y las drogas, utilizando para las tres el término de "adicción", y se proponen varias medidas similares (SSA, 2001a).

7 El presupuesto para salud en México es uno de los más bajos de América Latina en relación con su desarrollo económico. En la actualidad (2001) constituye sólo 5.7% del PIB nacional; este porcentaje incluye el gasto oficial y privado, por lo cual debemos aclarar que el gasto oficial sólo corresponde a 2.5% del PIB. A su vez, la inversión en salud mental representa apenas 0.56% de dicho presupuesto (SSA, 2002a).

8 Esta afirmación procede de nuestro análisis de lo expresado en la prensa periódica en México respecto al alcoholismo y las drogas. Debemos indicar que una cosa es considerar adicción al alcoholismo en algunos documentos oficiales y otra la orientación más frecuente de los discursos y prácticas salubristas y clínicas en lo tocante al alcohol que se observa en la prensa escrita mexicana (Menéndez y Di Pardo, 2003, 2004).

9 La descripción y el análisis de por lo menos algunas prácticas de esas políticas lo hemos desarrollado para México en varios trabajos (Menéndez, 1988b, 1990; Menéndez y Di Pardo, 1996,2003).

 

Información sobre los autores

Eduardo L. Menéndez. Profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Trabaja dentro del campo de la antropología médica, donde ha desarrollado investigaciones sobre modelos médicos, autoatención, proceso de alcoholización, políticas de salud. Actualmente está concluyendo un estudio sobre medios de comunicación masiva y procesos de salud/enfermedad/atención, realizado en colaboración con Renée B. Di Pardo. Ha publicado numerosos libros y artículos. Su obra más reciente es La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo (Bellaterra, Barcelona).

Renée B. Di Pardo. Profesora-investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, donde ha realizado investigaciones en torno a la temática del cuerpo, la experiencia de enfermedad, alcoholismo y atención primaria. Actualmente desarrolla, en conjunto con Eduardo L. Menéndez, un estudio sobre medios de comunicación masiva y procesos de salud, enfermedad y atención. Ha publicado diversos artículos y libros, entre los que destacan: Experiencia de enfermedad y atención. El malentendido de la cura y Revisiones del cuerpo. Incorporaciones y desprendimientos.

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