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Economía, sociedad y territorio

versión On-line ISSN 2448-6183versión impresa ISSN 1405-8421

Econ. soc. territ vol.24 no.75 Toluca jun. 2024  Epub 18-Feb-2025

https://doi.org/10.22136/est20242014 

Artículos

Reflexión crítica sobre la mercantilización de la naturaleza: privatización de ‘recursos acuáticos’ en México

Critical reflection on the commodification of nature: privatization of aquatic resources in México

Federico Reyes Grande1  +
http://orcid.org/0000-0003-4823-2110

Armando Hernández De La Cruz1  *  +
http://orcid.org/0000-0002-6347-2043

Rodimiro Ramos Reyes1  +
http://orcid.org/0000-0003-3957-8160

1El Colegio de la Frontera Sur, unidad Villahermosa, México,


Resumen

En este texto proponemos, desde la ecología política, una reflexión crítica sobre el carácter mercantilizador de la naturaleza que ha acompañado la implementación del desarrollo sustentable. Para ello, nos referimos al proceso de privatización de los ‘recursos acuáticos’ agua y pescado en México, en beneficio de la industria petrolera y en detrimento de los pescadores artesanales del golfo de México, por lo que sugerimos transitar hacia la justicia ambiental como medida para frenarlo. Partimos de considerar las dimensiones física y simbólica de la naturaleza como las que configuran la relación humana con ella.

Palabras clave: privatización; recursos naturales; justicia ambiental; sustentabilidad; golfo de México

Abstract

In this text we propose, from the perspective of political ecology, a critical reflection on the commodification of nature that has accompanied the implementation of sustainable development. To this end, we refer to the process of privatization of the "aquatic resources", water and fish in México, to benefit the oil industry and to the detriment of artisanal fisheries in the gulf of México. Thus we suggest moving towards environmental justice as a measure to stop it. We start by considering the physical and symbolic dimensions of nature as those that configure the human relationship with it.

Keywords: privatization; natural resources; environmental justice; sustainability; gulf of México

Introducción

De acuerdo con el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés),1 la actual crisis ambiental global es consecuencia de la creciente actividad humana sobre la superficie terrestre. Según el organismo, a este fenómeno contribuyó, en un primer momento, el efecto expansivo del proceso de industrialización, iniciado con la Revolución Industrial (siglo XVIII) y agudizado desde la segunda mitad del siglo pasado (IPCC, 2014). Dicho proceso, orientado por los enfoques del progreso y del desarrollo, tuvo como motivación central discursiva el bienestar humano.

Este incremento de la actividad industrial por todo el orbe, y su mantenimiento a través del tiempo, requirió de un alto consumo de combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo) y de otros elementos presentes en el espacio físico que sostiene la vida en el planeta, no producidos por el ser humano, como el agua y la tierra. Efectos derivados de esta dinámica fueron, sin embargo, la sobreexplotación de esos otros elementos, la profundización de la desigual concentración geográfica de la riqueza que estaba generando y el aumento de la temperatura planetaria, todo en detrimento del bienestar humano: el mismo por el que surgió el ‘desarrollo’.

Para paliar estos efectos, en 1992, representantes de gobiernos, empresarios y líderes mundiales que asistieron a la Cumbre de la Tierra, convocada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, acordaron el diseño de un nuevo modelo de desarrollo económico mundial; los ejes, principios y programas quedaron delineados en el documento emanado de ella, el Programa 21. Programa de acción de las Naciones Unidas de Río (ONU, 1992), y fueron articulados en torno al principio general de la sostenibilidad de los recursos2 naturales, a los que reduce finalmente la naturaleza en todo su conjunto.

Luego de haber transcurrido casi tres décadas de que fuera puesto en marcha el modelo de desarrollo sostenible, y no obstante haber permeado ya a toda una generación en el mundo entero, la crisis ambiental sigue agravándose. Paradójicamente, las medidas de mercantilización de la naturaleza que acompañan la política de conservación, adoptadas durante el mismo periodo y al amparo del Programa, favorecieron la emergencia del mercado de recursos naturales y han posibilitado su auge, además de la creación de mecanismos para su eventual privatización. Por tanto, no es excesivo admitir que la incorporación de la naturaleza en el ciclo del capital ha sido uno de los objetivos de la política ambiental global, potenciando así el carácter instrumentalista -y reduccionista- que heredó del pasado reciente bajo la condición de recurso o bien.

Subyace a esta política una lógica maximizadora, cuyo pragmatismo ha permeado la dimensión ética de la relación sujeto-naturaleza, restringiéndola a un mero intercambio comercial. El beneficio económico que sugiere la detentación de los recursos naturales constituye, por lo demás, una de las principales motivaciones para incitar a su acaparamiento o despojo, derivado del carácter excluyente que le es inherente. La aceptación poco cuestionada de esta visión a nivel global, sin embargo, ha resultado en el desplazamiento e, incluso, en la criminalización de modos de relación con la naturaleza menos perniciosas, y en un obstáculo para la búsqueda y el diseño de relaciones fuera de los esquemas impuestos por ella, limitando, así, su disfrute y aprovechamiento plenos.

Con estas consideraciones en mente, se propone una reflexión crítica sobre la condición de mercancía que le ha sido impuesta a la naturaleza en aras de la sostenibilidad ambiental. En el fondo de este ejercicio se encuentra el interés por contribuir a desmontar el discurso hegemónico de la sostenibilidad y sus presuntos alcances benéficos (más allá de lo discursivo), para lo cual echamos mano del andamiaje analítico que nos proporciona la ecología política. De aquí que nos centremos en las dimensiones histórico-política e ideológica del proceso de configuración de la naturaleza en mercancía, articulado con la emergencia y desarrollo de la sustentabilidad. Desde esta perspectiva, proponemos una lectura crítica de dicho proceso, en el ánimo de avanzar en la reconstrucción de la relación sociedad-naturaleza, a partir de la visión ética comunitaria que descansa en el paradigma de la justicia ambiental.

Conviene señalar que esta tarea pasa tanto por el reconocimiento de la unidad epistemológica que conforman la naturaleza y la cultura, como por las representaciones sociales y los modos de relación en torno a ella, que se expresan en la cotidianidad humana, rechazando así la noción colonizadora de recurso natural, que se circunscribe a la sola realidad física y material de la naturaleza.

En particular, nos referimos a los mecanismos de especulación comercial implementados en México respecto a los ‘recursos’ acuáticos por antonomasia, el agua y los peces, mismos que, señalamos, han abierto la puerta para su privatización, en detrimento de los pescadores artesanales, no obstante, el carácter estratégico de su actividad en el campo de la alimentación.

El documento lo dividimos en cuatro apartados: en el primero damos cuenta brevemente del proceso de construcción de la naturaleza como ‘recurso’, el cual abrió la puerta a su conversión en mercancía. Esta última condición es explorada en el segundo apartado, señalando el papel que ha jugado la sustentabilidad para su privatización. En el tercero, reflexionamos sobre el proceso de privatización del agua y el pescado en el golfo de México, el cual favorece a la industria petrolera, pero excluye a los pescadores artesanales, limitando su actividad. El último apartado está dedicado a esbozar una posición alternativa guiada por los ideales de justicia. Finalmente, se presentan las conclusiones.

1. La construcción de la naturaleza como ‘recurso’

En términos generales, es posible sostener que la crisis ambiental de nuestros días tiene una dimensión histórico-política y otra ideológica, cuyo eje es el reconocimiento de la relación sujeto-ambiente natural. La dimensión ideológica de este reconocimiento supone una serie de intereses comunes y particulares, en busca del control de la naturaleza para orientar, entre otros procesos, las transformaciones materiales y simbólicas que dicha relación comprende.

Si bien desde los presocráticos ya se reflexionaba sobre la relación del hombre con la naturaleza, en tanto que espacio físico externo a él -la physis-, no es sino con la modernidad y su racionalidad instrumental (Horkheimer, 2010) que el ser humano toma distancia de ella. Empero, al hacer esto abrió también el camino para su objetuación y conversión en medio, lo que favoreció, por un lado, el ascenso y desarrollo de la ciencia moderna y, por otro, la satisfacción de las necesidades de la nueva sociedad emergente (ilustrada e industrial), que encontraba en la misma naturaleza los límites a su expansión mediante el crecimiento urbano. Es decir, que el proceso de urbanización fue, al mismo tiempo, un proceso de desnaturalización (Morán, 1997).

A pesar del crecimiento de la sociedad moderna-industrial (siglo XVIII en adelante), el conocimiento objetivo de la naturaleza no se tradujo en su reducción a un mero recurso económico sino hasta después de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, desde mediados del siglo XVIII, con el inicio de la Revolución Industrial y el nacimiento de la Economía como ciencia específica (Wallerstein, 2005), la naturaleza quedó incorporada al proceso de producción de bienes como materia prima. Pero no era ella la que hacía funcionar la maquinaria del desarrollo económico e industrial, sino la división del trabajo y el libre mercado, o la oferta y la demanda, según el enfoque económico con que se mire (clásico o neoclásico). Con todo, era cuestión de tiempo para que fuera insertada por completo en el circuito del capital y le abriera una amplia ventana de oportunidad para su reproducción.

Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, la condición de recurso asignada a la naturaleza desde el siglo XIX devino en recurso económico, de la mano del discurso del desarrollo. Esta reconceptualización de la naturaleza no sólo sostuvo su lógica explotadora, también posibilitó que ésta fuera extensiva e intensiva en aras de la producción de bienes y servicios, so pretexto del bienestar humano.3 De este modo, el universo de los recursos naturales vino a constituir uno de los pilares del nuevo orden geo-económico-político global, razón por la cual su detentación -y ya no sólo de los combustibles fósiles- es hoy una de las estrategias clave para la generación de capital.

Para reforzar esta moderna condición de la naturaleza, fueron acuñados nuevos discursos -de los que, por cierto, hoy nos cuesta salir- y alentadas visiones y prácticas respecto a sus ‘fines’. El resultado ha sido, entre otros, la alteración de visiones, prácticas y discursos en que se inscribía la relación de los sujetos con el entorno natural -algunas de las cuales siguen animando el mundo rural-, dando lugar a un pretendido dominio humano sobre él que lo ‘faculta’ para mercantilizarlo.

2. El camino a la mercantilización de la naturaleza

Entre los resultados de esta transformación están la puesta en marcha de nuevas formas de explotación de la naturaleza, subordinándola al proceso de desarrollo industrial, y su mercantilización. Esta segunda forma, que coincide con los principios del neoliberalismo económico, comprende diversas estrategias con las que se busca garantizar la posibilidad de desarrollo de las generaciones futuras -aunque el de las presentes esté en entredicho-, cuya base es la conservación y protección de los recursos naturales.4 Igualmente, contribuyó a inspirar políticas ambientales de escala internacional, de las que el mejor ejemplo es el Programa 21 (ONU, 1992).

El Programa 21 -también conocido como Agenda 21- constituye la plataforma de lanzamiento del desarrollo sostenible en todo el planeta. Este documento, inscrito en la perspectiva neoliberal, no deja lugar a dudas sobre el papel que habría de tener la naturaleza en la economía mundial, según se lee en los numerales 2.3 (“La economía internacional debería ofrecer un clima internacional propicio para lograr los objetivos de la esfera del medio ambiente y el desarrollo”, ONU, 1992) y 2.4 (“Por consiguiente, los gobiernos tienen la intención de mantener el proceso de búsqueda de consensos en los puntos en los que coinciden el medio ambiente, el comercio y el desarrollo”, ONU, 1992). La misma concepción ha sido adoptada y suscrita por organismos internacionales, como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, para quien “es imprescindible reconocer que los recursos naturales y ambientales son formas de capital y que, como tales, son objeto de inversión” (CEPAL, 1991, citado en Gudynas, 2000, p. 8). De este modo, las políticas de “segurización de la biósfera” comprenden:

la privatización y el cambio del flujo de ‘servicios del ecosistema’ mantenidos por ecosistemas intactos, en reconocimiento de que los bosques tropicales y los parteaguas son ‘activos de infraestructura natural’ esenciales que deben tener un precio en los mercados financieros con el fin de que las corporaciones puedan ‘capturar el valor’ de la conservación de la biodiversidad. (Walker y Cooper, 2011, citados en Evans y Reid, 2016, p. 59-60)

Con base en lo anterior, no parece exagerado sugerir que la actual política ambiental tiene como propósito dar respuesta a temas de rentabilidad, beneficio y riesgo con base en el uso ‘óptimo’ de los recursos naturales, quid de toda estrategia de manejo, además de pilar del planteamiento neoliberal. Tampoco lo es argumentar que el proceso de transformación de la naturaleza en objeto impregna y transforma las relaciones de los seres humanos con ella, las cuales están cada vez más mediadas por una racionalidad económica que preconiza la competencia, la acumulación y la apropiación de bienes como medida de bienestar individual, no colectivo, reduciéndolas a relaciones de mercado.

Este proceso, sin embargo, ha sido acompañado, desde sus inicios, de una visión contrapuesta, centrada en llamar la atención sobre la degradación de la naturaleza provocada por el desarrollo industrial. Sin negar la legitimidad en que descansa, dicha visión ha dado lugar a posiciones de carácter esencialista sobre la naturaleza, que no abandonan la idea de recurso en tanto que medio para, que poco abona a la comprensión simbólica de la relación entre los seres humanos y ella y su contenido epistemológico, además de vivencial. Igualmente, las valoraciones afectivas que este carácter le imprime a la naturaleza han terminado por ser absorbidas por el capital, poniéndole precio a su disfrute.

Sin duda, podrá objetarse que la naturaleza, despojada de toda retórica que la humaniza o convierte en un ser animado es, en última instancia, ‘algo’ material, un objeto más; pero, aun así, ¿qué justifica su conversión en mercancía? ¿Acaso el bienestar humano? Empero, ¿no ha sido así, incluso, antes de que fuera concebida como recurso? ¿Lo justifica su regulación, como sostendría Hardin (1968) al argumentar sobre la “tragedia de los bienes comunes”? Sin embargo, ésta sólo tiene sentido desde la perspectiva económica, es decir, que parte de la equiparación de la naturaleza como recurso. ¿La acumulación de riqueza sería justificativa? Nos inclinamos a pensar que así es y, en este sentido, consideramos que el punto de partida para afrontar la crisis medio ambiental de nuestros días es el cambio de enfoque. Esto es: dejar de pensar en la naturaleza como ‘recurso’, sobre todo como recurso económico, como medida para frenar su privatización.

3. México en la ruta de la privatización: el caso de los recursos acuáticos

Una vez incorporada la naturaleza al circuito del capital, en tanto que mercancía, el siguiente paso ha sido el de su privatización, mecanismo del neoliberalismo que favorece el acaparamiento y la concentración de bienes y riqueza. De la mano de este mecanismo, a nivel mundial se avanza en la formulación de leyes y políticas públicas orientadas a regular el usufructo de los recursos naturales con fines netamente económicos. En el caso de México, donde se aplica el modelo neoliberal desde mediados de la década de los ochenta, los ensayos de privatización de los ‘recursos acuáticos’ de agua y pescado tienen lugar desde inicios del presente siglo, con efectos negativos entre los pescadores artesanales.

El cuidado y la protección de los recursos naturales, en general, suelen ser las principales medidas empleadas para evitar o frenar su deterioro, articuladas con el derecho humano a un medio ambiente sano. Ello ha implicado la reorientación de su aprovechamiento con fines de disfrute, en tanto que bienes públicos, y la asignación de valores económicos específicos -según el recurso de que se trate- desde una perspectiva sistémica.

En el caso del agua -superficial y subterránea-, el problema de la contaminación es también uno de los argumentos esgrimidos para promover su cuidado, toda vez que de su composición química dependen las propiedades de dulce o salada que la caracterizan y el sostenimiento de la biodiversidad de flora y fauna que contiene (Toledo, 1982). Según Harrould-Kolieb y Savitz (2009), los océanos absorben aproximadamente 30% de las emisiones globales de CO2 y 80% del calor generado por el aumento de los gases de efecto invernadero, que son también la causa del aumento del nivel del mar y de su acidificación. Ésta, señala Ribeiro (2020), es la razón por la que “moluscos, crustáceos y otros organismos no puedan formar sus caparazones y también afecta a los arrecifes de coral”, además de alterar la abundancia, distribución y reproducción de peces.

Ahora bien, como parte del cuidado con el que se busca garantizar, a largo plazo, los servicios que provee, además de las acciones de manejo que entraña, han sido diseñadas fórmulas que permiten estimar su valor y renta comercial. En particular, el valor de las aguas marinas está inscrito en un modelo de negocios que tiene como premisa el uso responsable del océano, dando lugar al desarrollo de la llamada economía del océano o marina.

A nivel mundial, la economía del océano está sostenida, sobre todo, por la explotación de hidrocarburos, el transporte comercial -con 90% de los intercambios comerciales (Gómez Barrios, 2020)- y la pesca, además del crecimiento de las industrias minera (Penjueli, s.f.), farmacéutica-biotecnológica (De la Calle, 2007) y turística. En conjunto, estas actividades representaban aproximadamente 2.5 billones de dólares en 2015 (WWF, 2015), razón suficiente para invertir en ellas y allanar por completo el camino hacia la privatización del mar -como advirtió Enrique Ghersi Silva en 1998-, iniciada formalmente en 1982, con su nacionalización bajo la figura de mar territorial, acordada en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (ONU, 1982).

En la actualidad, la principal vía por la que la privatización del mar avanza es la de la regulación de su uso a través del reconocimiento o la asignación de derechos de propiedad a sus usuarios o potenciales inversionistas sobre fracciones de él,5 en el entendido de que se trata de un “bien común”, cuyo cuidado requiere ser particularizado. Tal medida descansa en el postulado según el cual los beneficiarios de ella harán lo posible por mantenerlo en óptimas condiciones y evitar su deterioro en el largo plazo, adoptando, para ello, principios basados en la sustentabilidad. La misma medida constituye una de las ‘soluciones’ ofrecidas por organismos multinacionales, como el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o el Fondo Monetario Internacional, adoptada también por la Organización de las Naciones Unidas, y responde a criterios de competencia y libre comercio.

Ahora bien, quizá el ejemplo más claro de este ejercicio en México, sin ser el único, sea la parcelación de las aguas marinas del golfo de México para la extracción de hidrocarburos, actividad considerada de seguridad nacional y estratégica para el desarrollo del país. A este respecto, un primer paso fue dado en 2003, cuando el gobierno federal creó una zona de exclusión en torno a las instalaciones petroleras localizadas en la sonda de Campeche, en un radio de tres millas náuticas -alrededor de 5.5 km- (Acuerdo Secretarial núm. 117, 2003).

Dicha acción, con la que se buscaba protegerlas de actos “terroristas”, prohibía la realización de cualquier actividad distinta de la extracción y producción de hidrocarburos dentro de la zona, como la pesca. 13 años después, el área de restricción fue reducida a 2.5 km, pero ampliada a todas las instalaciones marinas (Acuerdo por el que se establecen zonas de seguridad para la navegación y sobrevuelo en las inmediaciones de las instalaciones…, 2016), la cual sigue vigente. Y en el marco de la reforma energética (2013), mediante el mecanismo de “rondas” o licitaciones públicas (Pulso Energético, s.f.), hasta 2018 habían sido subastados 70,433 km2 de superficie marina para la explotación de hidrocarburos en el golfo de México (Ramos Muñoz et al., 2019) (mapa 1), concedidos a particulares de manera individual o corporativa.6

Fuente: elaboración propia con datos de la Comisión Nacional de Hidrocarburos (Gobierno de México, 2014-2018).

Mapa 1 Áreas marinas concesionadas para la industria petrolera en el golfo de México, 2014-2018 

De lo anterior, resulta inquietante que las concesiones otorgadas tengan, de acuerdo con dicha reforma, una periodización de 30 años inicialmente, con posibilidades de hasta dos prórrogas de tiempo por plazos indefinidos, por lo que consideramos conservadoramente que la privatización de las aguas del golfo podría tener una vigencia de alrededor de 50 años, concentrada en compañías de distinto origen, como se muestra en la tabla 1, tiempo durante el cual los pescadores artesanales se encontrarán en franca desventaja para el ejercicio de su actividad.

Tabla 1 Empresas con contratos para exploración y extracción de hidrocarburos en el golfo de México (aguas someras y profundas), 2014-2018 

Núm. Empresas País Lugar
1 Sierra Oil & Gas S. de R.L. de C.V. México Aguas someras
2 Talos Energy LLC Estados Unidos Aguas someras
3 Premier Oil PLC Reino Unido Aguas someras
4 Hunt Overseas Oil Company Estados Unidos Aguas someras
5 Statoil E&P México S.A. de C.V. Noruega Aguas someras
6 Eni International B.V. Italia Aguas someras
7 Casa Exploration L.P. Estados Unidos Aguas someras
8 Pan American Energy LLC Argentina Aguas someras
9 Hidrocarburos y Servicios, S.A. de C.V. México Aguas someras
10 Dea Deustsche Erdoel AG Alemania Aguas someras
11 Petronas Carigali International Malasia Aguas someras
12 Galp Energia Portugal Aguas someras
13 CNOOC International Limited China Aguas someras
14 Carso Oil and Gas México Aguas someras
15 Fielwood Energy LLC Estados Unidos Aguas someras
16 Petrobal México Aguas someras
17 Shell Países Bajos Aguas profundas
18 China Offshore Oil Corporation E&P México China Aguas profundas
19 Qatar Petroleum Qatar Aguas profundas
20 PC Carigal Malasia Aguas profundas
21 Repsol España Aguas profundas
22 Ophir Reino Unido Aguas profundas
23 PTTEP Tailandia Aguas profundas
24 Chevron Energía Estados Unidos Aguas profundas
25 ONGC Videsh India Aguas profundas
26 Inpex Japón Aguas profundas
27 Premier Oil Exploration Reino Unido Aguas profundas
28 Capricorn Reino Unido Aguas profundas
29 Ecopetrol Global Colombia Aguas profundas
30 Lukoil International Upstream Holding Rusia Aguas profundas
31 Total E&P Francia Aguas profundas

Fuente: elaboración propia con base en Rondas México (Gobierno de México, 2014-2018).

Además del mar, otro ‘recurso’ que está en vías de privatización a nivel internacional son los peces, lo que entraña la exclusión de los pescadores artesanales del espacio marino. En efecto, esta dinámica está agudizándose con la implementación de políticas basadas en la sustentabilidad como medida para frenar la sobrepesca, una de las actividades que amenaza la producción de alimentos y la sostenibilidad del recurso, según la narrativa oficial, en un contexto donde la población mundial aumenta. Estas políticas, que regulan el acceso y aprovechamiento del espacio marino y sus recursos, son diseñadas por inversionistas privados y ejecutadas por los gobiernos nacionales, definiendo asimismo los cómo y fines de la actividad pesquera con base en criterios de mercado.

Aunque no hay una estimación monetaria de la comercialización de pescados, sirva tener en cuenta que, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés):

El consumo mundial de pescado comestible aumentó a una tasa media anual del 3.1% entre 1961 y 2017, una tasa que prácticamente duplica el crecimiento de la población mundial anual (1.6%) durante el mismo período, y que es superior a aquella de todos los demás alimentos que contienen proteínas de origen animal, que aumentó un 2.1% anual. El consumo de pescado comestible per cápita aumentó de 9.0 kg., en 1961 a 20.5 kg en 2018. (FAO, 2020, p. 3)

Este mayor consumo es resultado del aumento en la producción de pescado, tanto de captura como de cultivo. Respecto a la pesca de captura, su producción “alcanzó la cifra récord de 96.4 millones de toneladas” en 2018 (54% de la producción total), de las que 84.4 fueron de captura marina y 12.0 de captura continental: un aumento de 5.4% en total, en relación con el periodo 2015-2017 (FAO, 2020, pp. 5-6), cuyo valor global osciló en los 150,000 millones de dólares (alrededor de 37.5% del valor total de la producción). Del volumen total de producción de captura, 74.4 millones de toneladas fueron destinadas para consumo humano; el resto, para usos no alimentarios, como aceite y harina. Con base en esto, ¿alguien puede dudar que el mercado de alimentos en todo el mundo es uno de los grandes negocios del futuro inmediato, disfrazado de derecho humano a la alimentación?

En efecto, el incremento del volumen de las capturas, más que al deseo de justiciabilizar el derecho a la alimentación a nivel global y a reconocer éste como un ejercicio de la soberanía de los pueblos, responde a la lógica mercantil seguida por el enfoque de la seguridad alimentaria, cuya estrategia de marketing ha consistido en promover el consumo de pescado como una opción más saludable, de fácil acceso y menos dañina para el ambiente. Este consumo, según proyecciones de la misma FAO, aumentará hacia 2030 a 21.5 kg per cápita, lo que representa un incremento en 204 millones de toneladas -15% más que en 2018-, procedentes sobre todo de la acuacultura (FAO, 2020, pp. 179, 184). Dados estos números, está claro que la actividad pesquera y la acuacultura son hoy dos grandes ‘ventanas de oportunidad’ para hacer negocios con los alimentos.

Tal incremento tiene como reto evitar un mayor deterioro de las poblaciones de peces, particularmente en los países llamados en desarrollo, por lo que la FAO sugiere la aplicación de mejores medidas sostenibles de ordenación pesquera. Según el organismo internacional, la manera en que es gestionada la pesca en estos países “está empeorando” (FAO, 2020, p. 57), por lo que los urge a:

reproducir y readaptar las políticas y medidas exitosas teniendo en cuenta las realidades de pesquerías específicas, así como centrar la atención en la creación de mecanismos que puedan elaborar y aplicar eficazmente políticas y reglamentaciones en las pesquerías sujetas a una ordenación deficiente. (FAO, 2020, p. 8)

Dichas medidas, entre otras, consisten en la limitación del volumen de capturas mediante el establecimiento de cuotas, la modernización de equipos y artes de pesca y la regeneración de las poblaciones de peces por la vía de la repoblación y la veda, lo mismo que de la educación para un consumo responsable, a través del etiquetado de pesca sustentable, además de políticas que favorezcan procesos de gobernanza de los recursos pesqueros. Asimismo, estas medidas tienen como finalidad asegurar la “prestación de servicios ecosistémicos” y mejorar las condiciones de vida de las comunidades pesqueras, y son acordes con la iniciativa sobre el crecimiento azul lanzada por la FAO en 2013 (FAO, 2017).

En México, el instrumento que ordena la actividad pesquera y regula el aprovechamiento de los recursos pesqueros es la Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, promulgada en 2007 (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, art. 1). De acuerdo con ésta, el propósito último es la reproducción de alimentos, por lo que entre sus objetivos se mencionan la definición de principios en que descansa la pesca, el mejoramiento de la calidad de vida de los pescadores, el establecimiento de las bases para la repoblación y el aprovechamiento de los recursos pesqueros y la rehabilitación de los ecosistemas, el establecimiento de las bases para la creación, operación y funcionamiento de mecanismos de participación de los productores pesqueros y la administración de concesiones y permisos de pesca (art. 2).

En cuanto a los principios, señala, por ejemplo, el “desarrollo de una cultura empresarial” con la finalidad de “aumentar la productividad y mejorar la competitividad” (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, art. 17, fracc. XII), reduciendo la pesca a una actividad meramente lucrativa. Con base en este principio, se avanza en la incorporación de los pescadores artesanales a cadenas productivas -y en la desconfiguración de la pesca como actividad cultural-, de las que son el eslabón más débil (sobre todo los pescadores libres, quienes constituyen la mayor parte del universo de pescadores), aprovechando la precariedad de sus condiciones de vida, a cuya conformación ha contribuido el Estado. Esta lógica, como es de presumir, no admite tener un impacto negativo directo sobre los pescadores y sus comunidades, pese a limitar cada vez más su acceso a los recursos, que son la base de sus medios de vida.

Este principio descansa en el interés comercial que ha despertado el mercado mundial de alimentos ante la presunta escasez de éstos, acarreada por la crisis ambiental, dando lugar a una dinámica que ha acentuado el carácter de mercancía impuesto a los alimentos, al tiempo que profundizado en la desigual distribución del ingreso. En efecto, según esta dinámica, mientras unos ‘producen’ la materia prima -los pescadores-, otros -los que ponen el capital (los eslabones más fuertes)- la compran, transforman y comercializan en función de las exigencias del mercado, incrementando sus ganancias bajo el amparo de la citada ley, en detrimento de los primeros. Por ejemplo, el inciso a de la fracción III del artículo 24 establece que la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (hoy Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural):

III. Fomentará, promoverá y realizará acciones tendientes a:

a. La formulación y ejecución de programas de apoyo financiero para el desarrollo de la pesca y la acuacultura, que incluyan, entre otros aspectos, la producción de especies comestibles y ornamentales de agua dulce, estuarinas y marinas, la reconversión productiva, la transferencia de tecnología y la importación de tecnologías de ciclo completo probadas y amigables con el ambiente (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, p. 18).

O bien, el inciso i) del mismo artículo propone “La aplicación de estímulos fiscales, económicos y de apoyo financiero necesarios para el desarrollo productivo y competitivo de la pesca y la acuacultura” (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, art. 24, fracc. III, inc. i).

No es necesario tener una bola de cristal para advertir que mantener este impulso y los alcances de la referida Ley conducen a la privatización de la pesca (y de los recursos pesqueros), mediante su ordenamiento y financiamiento en aras de su ‘desarrollo’, mecanismos que el Fondo Mexicano para el Desarrollo Pesquero y Acuícola está facultado para implementar, pues, efectivamente y según la Ley, el Fondo:

Será el instrumento para promover la creación y operación de esquemas de financiamiento para la conservación, incremento y aprovechamiento sustentable de los recursos pesqueros y acuícolas, la investigación, el desarrollo y transferencia de tecnología, facilitando el acceso a los servicios financieros en el mercado, impulsando proyectos que contribuyan a la integración y competitividad de la cadena productiva. (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, art. 26, p. 20)

Dicho Fondo se podrá integrar con: 1) “las aportaciones que efectúe el gobierno federal, de las entidades federativas y municipales”; 2) “créditos y apoyos de organismos nacionales e internacionales”; 3) “las aportaciones y donaciones de personas físicas o morales de carácter privado, mixto, nacionales e internacionales” (Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables, 2023, art. 27, incs. 1-3), entre otras fuentes de financiamiento.

Dado este marco institucional y operativo, no es de extrañar que las operaciones pesqueras deban responder a las necesidades del mercado y los intereses de los grupos con mayor poder económico y político dentro del sector.

En la misma dirección apuntan las medidas adoptadas con que se busca hacer de la pesca una actividad sustentablemente rentable. En efecto, la condición de mercancía impuesta al pescado, a través del mercado de alimentos, se ha profundizado a medida que aumenta su valor comercial mediante indicadores de calidad y valor agregado. Dicha dinámica, que tiene el propósito expreso de fomentar la pesca responsable, es particularmente favorable a los industriales pesqueros (Tonato Toapanta, 2017), pues los pescadores artesanales no cuentan con el capital para competir con ellos, al tiempo que profundiza la desigualdad entre los pescadores (Gómez Zambrano y Jiménez Rivera, 2018). Tales indicadores, por lo demás, encubren uno de los rasgos más inmorales del capital: la especulación con el hambre de la población humana, dando lugar a nuevas formas de exclusión social, que ponen en entredicho el derecho a la alimentación.

Esta es una de las razones por las que la actividad pesquera está cediendo su carácter original de subsistencia (pescar para comer) en favor de los intereses del capital (pescar para vender). Este desplazamiento tiene impactos negativos en la economía rural-pesquera y, en consecuencia, en las condiciones de vida de los pescadores. A la precariedad e inestabilidad de sus ingresos se suman los bajos precios que paga el mercado, lo que los orilla a capturar mayores volúmenes de pescado y competir entre sí en un contexto de suyo incierto, al que se agrega ahora el fenómeno de la escasez. La situación tiende a empeorar en la medida en que son implementadas acciones para contener la sobrepesca -tolerada en México casi sin ninguna restricción desde mediados del siglo pasado (Alcalá, 2003) e inscrita en la actualidad como problema ambiental- y la pesca ilegal, como los stocks, las cuotas de captura, la certificación de las prácticas y la producción pesqueras (mecanismo asociado con novedosos estilos de consumo ‘responsable’), lo que pone a los pescadores artesanales en desventaja con respecto a los industriales… y a la deriva en cuanto al acceso a la justicia como medida de protección de su quehacer.

4. Justicia ambiental: entre el acceso a los recursos naturales y la ética

Sin duda, resulta inaplazable la implementación de medidas encaminadas a regular el usufructo de los denominados recursos acuáticos, pero esto de ninguna manera justifica su privatización, toda vez que la adopción de esta medida en modo alguno constituye un mecanismo seguro para lograr su óptimo aprovechamiento, menos aún su reconfiguración en mercancía. La apuesta por ella, como si se tratara de la única “solución” viable, deja de lado la exploración de vías comunitarias y costumbristas que también se ensayan ya, “preferidas por los usuarios locales, e incluso más efectivas en cuanto a la conservación de los recursos que la privatización o el control gubernamental” (Peters, 1994, citado en Walker, 2009), en las que el aprovechamiento de tales recursos es expresión de acuerdos orientados por un ideal de justicia que nada tiene que ver con la visión mercantilista imperante.

En el fondo, lo que está en discusión es el modelo de sociedad que se necesita construir para enfrentar los desafíos socioambientales que la crisis ambiental está acarreando. De manera sucinta, el de la privatización apunta a profundizar el modelo económico capitalista, a partir del uso de un discurso faccioso de la noción de sostenibilidad (Leff, 2008, p. 18) sometido a la lógica del consumo. En este sentido, cabe señalar que el mayor impacto ambiental por emisiones de gases de efecto invernadero se genera en los países con más desarrollo (Unión Europea, China, India, Rusia, Estados Unidos y Japón), que concentran, además, cerca de dos tercios de la población mundial.

Por su parte, la vía comunitaria busca, como señala Leff al referirse a los discursos sustentables, “decantarse en nuevas racionalidades e incorporarse en nuevas subjetividades; amalgamarse en nuevas identidades, forjar nuevas técnicas y generar nuevos procesos productivos fundados en los potenciales ecológicos y la creatividad de los pueblos” (2008, p. 18). Es decir, esta vía parte de reconocer la diversidad que persiste en el mundo rural y promueve la reconstitución del tejido social que lo sostiene a nivel comunitario para mantener su viabilidad. Esto último descansa sobre la adopción de una visión no utilitarista como principio rector de la relación sociedad-naturaleza y del principio de solidaridad, cuyos mecanismos siguen siendo fundamentales para la construcción, sostén y fortalecimiento de los lazos que vinculan a humanos y comunidades.

Aunque esta vía resulta difícil de construir a mayor escala, como la nacional, es indispensable en este momento articular, de manera armónica, todos los esfuerzos en marcha que buscan “impedir la tragedia ambiental y cultural que ya está en curso” (Esteva, 2021) y, al mismo tiempo, promover y fomentar la adopción de formas de vivir basadas en una actitud ética no reduccionista de la naturaleza. Esta actitud nos compromete a contribuir al establecimiento de relaciones humanas basadas en el reconocimiento y el respeto de la dignidad de todo ser humano, en cualquier contexto. El desarrollo de la solidaridad y la cooperación forma parte de esta actitud y su propósito consiste en avanzar en la construcción de una sociedad preocupada en materializar el mutuo bienestar.

Por tanto, se puede advertir que, más que la administración de la naturaleza y sus recursos en general, lo que está en juego es la capacidad de acceder a ellos y su aprovechamiento a partir de la idea de su presunto agotamiento. Sin embargo, esta idea se ve como una excusa para crear mecanismos que excluyan de su usufructo a amplios sectores de la población, como los campesinos y pescadores artesanales -indígenas o no- que los requieren para su propia reproducción, al tiempo que deja abierta la posibilidad de su privatización. Un ejemplo de esto es la noción de pago por servicios ambientales, la cual es ampliamente aceptada y envuelta en un presunto manto de justicia, que se supone asegura la disponibilidad de los servicios que ofrecen y evita su mal uso.

Las ideas de agotamiento de los recursos naturales, en general, y de pago -que entraña las nociones de precio, comercio y mercancía-, en particular, entre otras, constituyen una especie de base para el establecimiento de soluciones a la crisis ambiental global. Éstas, sin embargo, se reducen al dominio económico, pasando por alto las dimensiones sociales y políticas que configuran el problema ambiental. Dicho enfoque poco contribuye a una mayor y mejor comprensión de los alcances del problema y, en consecuencia, dificulta el desarrollo de posibles respuestas o acciones que, más allá de lo meramente económico, favorezcan la construcción de una sociedad global basada en la justicia.

Un primer paso en este sentido consiste en abandonar el régimen de desigualdad (y no sólo las ‘desigualdades’) que dio origen a la crisis y que configura soluciones globales a la misma (Estenssoro, 2014). Al respecto, cabe señalar que el argumento -pretendidamente ‘objetivo’- según el cual todos somos responsables de frenar el desarrollo de la crisis, dado que todos hemos contribuido a ella en la misma medida, entraña nuevas formas de dependencia económica y tecnológica de los países menos industrializados, como se sugiere en el Acuerdo de París (ONU, s.f.), que en nada abonan a la construcción de una sociedad ambientalmente justa.

Algo similar ocurre con los avances técnico-tecnológicos, cuyas promesas, enmarcadas por la modernización como ideología, obstruyen la búsqueda del bien colectivo y ralentizan el proceso de formación de una ética compartida de la responsabilidad ambiental. En palabras de González-Gaudiano y Meira Cartea:

Los mensajes que demandan cambios en los estilos de vida están sometidos a la contraprogramación del continuo goteo de noticias sobre avances tecnológicos que prometen ser la llave de soluciones para mitigar y revertir el cambio climático … Como ejemplos de ese delirio tecnofílico se pueden citar la apelación salvadora del coche eléctrico … el impulso a los biocombustibles … la idea de fertilizar los océanos con hierro y potenciar la absorción de carbono por el fitoplancton, la creación de sumideros de carbono artificiales y un largo etcétera de innovaciones cuya factibilidad económica y técnica está lejos de ser probada, además de ignorar abiertamente el principio precautorio. (González-Gaudiano y Meira Cartea, 2009, p. 31)

Así, en lugar de insistir en continuar por los caminos señalados por dicho régimen, lo que aquí se sugiere es apostar por dotar de un contenido distinto a la relación de los seres humanos con la naturaleza. Esto implica reconocer el entretejimiento de los aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que, como mínimo, le subyacen. El fin último de tal apuesta consiste, además de contribuir a la superación del reduccionismo mercantilista que atraviesa la relación, en sentar las bases para promover una consciencia ética que dé lugar al respeto y el cumplimiento de los derechos ambientales como expresión de un ejercicio particular de la justicia y, particularmente, la justicia ambiental. El desarrollo de la consciencia ética supone la revaloración e incorporación de los conocimientos locales sobre el ambiente y tiene entre sus propósitos apuntalar un proceso, ya en marcha, de creciente participación en cuanto a la gestión del mismo, a partir de concebirlo como un bien público del que toda persona y comunidad tiene derecho a disfrutar (Schlosberg, 2016; Hervé, 2010).

Por lo que toca a la justicia ambiental, ésta va más allá de la sola distribución, que es como suele caracterizarse el ideal de justicia en general, para centrarse en la noción de circulación; y tampoco se circunscribe al “problema ambiental”, sino que remite al problema de la concentración de los recursos naturales en unas cuantas manos. De aquí que implique, como sostiene Schlosberg (2004), reconocer las distintas expresiones culturales a que ha dado lugar la relación humana con la naturaleza y abrevar de ellas para dar lugar una mayor participación ciudadana. Así, reconocimiento y participación son una condición irrecusable para avanzar en la búsqueda de soluciones a la crisis civilizatoria, posibilitar la construcción de acuerdos que hagan emerger una sociedad igualitaria y permitir a la población desarrollar sus propios modos de vida locales, pues, como afirma Schlosberg, “lo que está en juego es la preservación de una forma de vida que se relaciona con la naturaleza de una manera particular” (Schlosberg, 2004, p. 529).

Conclusiones

La reflexión presentada ha querido llamar la atención sobre el problema que entraña, para la naturaleza, su reducción a una mera mercancía, mediante su conversión en ‘recurso’, ya que ésta ha sido la condición para su explotación desde hace, aproximadamente, ocho décadas. Tal condición, también se señala, se sigue manteniendo en el modelo de desarrollo sustentable, profundizando aún más en ella, pues deja abierta la posibilidad de su privatización.

Sin dejar de tener en cuenta lo complicado que es salir de la lógica del capital, lo presentado aquí es un esfuerzo por proponer una conciencia ética ambiental, animada por el ideal de justicia frente a la naturaleza. Esta propuesta pasa por la desestructuración del discurso dominante, en el que la noción de recurso ha sido decisiva. Pensar en la naturaleza de una manera diferente, no como recurso ni como mercancía, podría contribuir a modificar nuestra relación con ella. En el mismo sentido, debemos hacer el esfuerzo por buscar y proponer nuevas formas de valorizarla, más allá de las fórmulas que promueven y sostienen la necesidad de su monetarización, ya que éstas no toman en cuenta las dimensiones sociales, como la política o la cultura, desde las que adquiere otro valor, más de orden ontológico.

En suma, lo que se ha señalado aquí es que la crisis ambiental de nuestro tiempo no es sólo tal, sino también epistemológica. Entonces, sin ser determinante, es evidente que si se quieren proponer nuevas alternativas de solución a esta crisis es necesario buscarle la vuelta al paradigma de la que surgió. Una de esas vueltas, sin duda, es la relativa al carácter ético que debe prevalecer en cuanto al usufructo de la naturaleza, la cual debe permear, incluso, el quehacer político en sus distintos niveles, con el fin de que conduzca a reducir la desigualdad social.

A este respecto, conviene señalar que, entre los efectos de la privatización del golfo de México, en beneficio de la industria petrolera, que siguió a la reforma energética de 2013 -suspendida actualmente, pero no abrogada-, está la exclusión de los pescadores artesanales; exclusión que, en los hechos, adquiere carácter de despojo: las áreas de pesca tradicionales han sido invadidas por plataformas petroleras marinas y los pescadores tienen prohibido acercarse a ellas a realizar su actividad. A ello habrá que agregar el periodo de las concesiones hechas por el Estado a las compañías petroleras: 30 años iniciales susceptibles de prórroga. De este modo, el despojo no es sólo del presente, sino también del futuro de los pescadores.

La lucha contra la desigualdad (entendida como no-reconocimiento y no-participación) es un punto en el que bien pueden converger los distintos conocimientos desarrollados por los seres humanos y sus experiencias vividas respecto a la naturaleza a lo largo del tiempo. Dicho caudal debe ser aprovechado para potenciar los diferentes saberes y valores que contienen, con miras a diseñar y promover “desde abajo” formas no-capitalistas de relación con la naturaleza. Es decir, cambiar las reglas impuestas por la racionalidad del capital por otras que favorezcan un mejor acercamiento con ella, enmarcado por un ideal de justiciabilidad. A este respecto, la construcción de programas educativos inspirados en esta lógica podría contribuir a avanzar en el cambio de reglas y hacer emerger la justicia ambiental.

Esta tarea es necesaria en lo que respecta a los recursos acuáticos, cuya importancia viene dada por su condición alimentaria (peces), pero también en tanto que regulador ecosistémico básico, como es el agua. Desde el punto de vista de la justicia ambiental, la regulación de su uso y aprovechamiento no puede seguir basándose en criterios de mercado, sino en un sentido de humanidad basado en la solidaridad, en el que no se marca la diferencia (ambigua) de las generaciones presentes y futuras. Esto es urgente ante las constantes contradicciones, antagonismos y conflictos que enfrentan, por ejemplo, las comunidades indígenas y campesinas, incluidas las de pescadores, en sus territorios, desde donde resisten y afirman sus modos de existir, que son también formas de saber-ser-hacer, convirtiéndolos en espacios vividos, experienciados (Escobar, 2008) y ajenos a su monetización.

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1 El IPCC fue creado en 1988 por la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente con el propósito de recabar información científica sobre la atmósfera terrestre.

2La aparente inocuidad y neutralidad de la noción de recurso no permite —quizá derivado de la costumbre— advertir, a primera vista, la carga instrumentalista que le impone a la naturaleza en este caso.

3Al respecto, conviene señalar que tanto la producción de bienes y servicios como el ideal de bienestar inicialmente tenían como destinaria a la población de países con mayor producto interno bruto per cápita (PIB), mientras que la explotación de la naturaleza se concentró en aquéllos con menor PIB.

4Sirva como dato, solamente para ilustrar, que, de las 181 áreas naturales protegidas en México, a cargo de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, 108 fueron decretadas entre 1986 y 2017 (Conanp, s.f.). Esto último, empero, no es trivial, pues coincide con la puesta en marcha del modelo neoliberal durante la administración de Miguel de la Madrid (1982-1988) y su posterior profundización con la implementación del Consenso de Washington.

5Esta prerrogativa es una facultad de los estados nacionales, que son los legítimos dueños de los ‘recursos naturales’ que se encuentran dentro de su territorio.

6Si bien las rondas están suspendidas desde prácticamente el inicio de la actual administración federal (diciembre de 2018), ello no implica que los intentos de privatización del mar hayan sido abjurados; menos aún, mientras no se abrogue por completo la reforma energética de 2013 y sigan vigentes las leyes creadas durante “el periodo neoliberal” (1982-2018), como la Ley Federal del Mar (1986) y la Ley de Aguas Nacionales, cuya redacción es de 1992 con modificaciones menores.

Recibido: 26 de Enero de 2022; Aprobado: 15 de Febrero de 2023

*Autor para correspondencia: ahernan@ecosur.mx

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Federico Reyes Grande. Doctor en Ciencias en Ecología y Desarrollo Sustentable con orientación en Estudios de Sociedad, Espacios y Culturas por El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur). Actualmente realiza una estancia posdoctoral en Ecosur (Villahermosa) y hace tequio académico en la subsede Tëgaam de la Universidad del Pueblo (Oaxaca) -en proceso de reconocimiento-. Es candidato al Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores. Está interesado en investigar el modo sociocultural de la vida rural. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran: como autor, Políticas públicas y adaptación en Barra de Tupilco, Paraíso, Tabasco. En Nubia Cortés Márquez (Coord.), Geografía. Horizontes multidisciplinarios (pp. 205-224), El Colegio de Michoacán-El Colegio de San Luis (2021); como coautor, “Todo lo que gano lo invierto en mi familia”. La lucha diaria de una pescadora en la costa tabasqueña. En Charles Keck y María Amalia Gracia (Coords.), Voces del Sur. Vivir, luchar y narrar entre cambio y tradición (pp. 33-55), El Colegio de la Frontera Sur-Miño y Dávila Editores (2023); Ya no hay pescado. Subsistencia e incertidumbre en una localidad pesquera del Golfo de México. Intersticios Sociales, 20, 193-223 (2020). Correo-e: fedregran@yahoo.com

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Armando Hernández de la Cruz. Magíster en Estudios de Género de El Colegio de México. Se desempeña como técnico académico del Departamento Sociedad y Cultura en El Colegio de la Frontera Sur, unidad Villahermosa. Ha participado en numerosos proyectos de investigación científica con el sector femenino y juvenil de la población del sureste mexicano. Su línea de interés es feminismos y reproducción social en tiempos del neoliberalismo. Actualmente realiza el doctorado en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran: como coautor, Mujeres en la pesca marina en la Barra de San Pedro, Tabasco, México desde su narrativa. Estudios Sociales. Revista de Alimentación Contemporánea y Desarrollo Regional, 34(63), 1-22 (2024); como coautor, Turismo de naturaleza y producción del espacio. Estudio de caso en una comunidad indígena de la región de los Altos de Chiapas. Espacio I+D, Innovación más desarrollo, 13(35), 52-76 (2024); “Todo lo que gano lo invierto en mi familia”. La lucha diaria de una pescadora en la costa tabasqueña. En Charles Keck y María Amalia Gracia (Coords.). Voces del Sur. Vivir, luchar y narrar entre cambio y tradición (pp. 33-55), El Colegio de la Frontera Sur-Miño y Dávila Editores (2023). Correo-e: ahernan@ecosur.mx

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Rodimiro Ramos Reyes. Doctor en Ciencias en Ecología y Manejo de Sistemas Tropicales por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Afiliado al Departamento de Observación y Estudio de la Tierra, la Atmósfera y el Océano, dentro del grupo Ecología, Paisaje y Sustentabilidad de El Colegio de la Frontera Sur, unidad Villahermosa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores, nivel I, y del Sistema Estatal de Investigadores de Tabasco. Sus líneas de investigación son: sistemas de información geográfica, cambios de usos y tipos de suelos, humedales, vulnerabilidad y cambio climático. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran: como coautor, Cambio de uso del suelo y escenarios prospectivos en el Estado de Tabasco (México). Anales de Geografía de la Universidad Complutense, 43(1), 185-209 (2023); Cambios en el uso del suelo afectan la calidad del agua y la concentración de clorofila en arroyos tropicales. Hidrobiológica, 33(1), 59-72 (2023); y Potential areas for taro (Colocasia esculenta (L.) Schott) cultivation in Tabasco, Mexico. Agro Productividad, 15(8): 8, 3-10 (2022). Correo-e: rramos@ecosur.mx

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