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Boletín de la Sociedad Geológica Mexicana

versión impresa ISSN 1405-3322

Bol. Soc. Geol. Mex vol.66 no.1 Ciudad de México abr. 2014

 

Artículos

 

La vida temprana en la Tierra y los primeros ecosistemas terrestres**

 

Early life on Earth and the first terrestrial ecosystems

 

Hugo Beraldi-Campesi1,*

 

1 Instituto de Geología, UNAM., Ciudad Universitaria, 04510, México D.F. *hberaldi@unam.mx

 

Manuscrito recibido: Octubre 31, 2013.
Manuscrito aceptado: Noviembre 1, 2013.

 

Resumen

Los ecosistemas terrestres han sido considerados tradicionalmente como superficies dominadas por plantas, cuyos primeros registros datan del Fanerozoico temprano (< 550 Ma/millones de años). Sin embargo, la presencia de componentes biológicos mucho más antiguos que las plantas en hábitats tan distintos como suelos, turberas, estanques, lagos, arroyos y dunas, sugiere que los ecosistemas terrestres comenzaron a existir en la Tierra hace al menos 2700 Ma. Los microbios fueron abundantes hace ~3500 Ma y sin duda se adaptaron a vivir en condiciones subaéreas, en entornos intermareales y en zonas áridas y semiáridas, como lo hacen actualmente los microbios terrestres, y que tienen una enorme y rápida capacidad de adaptación a condiciones cambiantes. Todo ello está respaldado por el registro fósil. No obstante, esta evidencia es inusual e indirecta en comparación con fósiles de ambientes marinos, superficiales o profundos, y su registro ha sido poco atendido. En consecuencia, la noción de que fueron comunidades microbianas las que formaron los primeros ecosistemas terrestres no ha sido ampliamente difundido ni incorporado conceptualmente en la sociedad. Hoy conocemos un amplio registro fósil de biota marina somera y lacustre a partir de los ~3500 Ma, así como microbios colonizando ambientes costeros desde hace ~3450 Ma y evidencia indirecta de actividad biológica en paleosuelos de > 3400 Ma de edad. El tipo de ambientes, de donde proviene esta evidencia, sugiere que la vida terrestre se produjo casi en paralelo con la vida acuática en el Arqueano. Las rápidas adaptaciones observadas en microbios actuales, su excepcional tolerancia a condiciones extremas y fluctuantes, su rápida y temprana diversificación y su antiguo registro fósil, indican que los primeros ecosistemas terrestres fueron exclusivamente microbianos. Es factible que los microbios contribuyeran en la formación de los primeros suelos donde las plantas se desarrollaron más tarde. Comprender cómo la vida se diversificó y adaptó a las condiciones terrestres es fundamental para entender su impacto en los sistemas terrestres durante millones de años.

Palabras clave: Ecosistemas terrestres primitivos, cianobacterias.

 

Abstract

Terrestrial ecosystems have been largely regarded as plant-dominated land surfaces, with the earliest records appearing in the early Phanerozoic (< 550 Ma). However, the presence of biological components much older than plants in habitats as different as soils, peats, ponds, lakes, streams, and dune fields, suggests that much earlier types of terrestrial ecosystems appeared in Earth at least 2700 Ma ago. Microbes were abundant ~3500 Ma ago, and they surely adapted to live in subaerial conditions in peritidal and inarid and semiarid environments, as presently done by terrestrial microbes, which have great and rapid capacity of adapting themselves to changing conditions as suggested by fossil records. Yet, this evidence is rare and indirect in comparison with fossils from shallow or deeper marine environments, and its record has been largely overlooked. Consequently, the notion that microbial communities may have formed the earliest land ecosystems has not been widely accepted nor integrated into our general knowledge. Nowadays, an ample record of shallow-marine and lacustrine biota in ~3500 Ma-old deposits is known, together with evidence of microbial colonization of coastal environments ~3450 Ma ago, and indirect evidence that suggest biological activity in > 3400 Ma-old paleosols. The type of ambiances from where this evidence derives, endorses the idea that life on land perhaps occurred in parallel with aquatic life back in the Archean. The rapid adaptations seen in modern microbes, their outstanding tolerance to extreme and fluctuating conditions, their early and rapid diversification, and their old fossil record, collectively suggest that they constituted the earliest terrestrial ecosystems. It is likely that microbes contributed in forming the biomass-rich cover where plants later evolved. Understanding how life diversified and adapted to terrestrial conditionsis critical to comprehend its impact on the Earth's systems over millions of years.

Keywords: Primitive terrestrial ecosystems, cyanobacteria.

 

1. Introducción

1.1. Definición de terrestre

Los ambientes terrestres seguramente han existido a través de toda la historia geológica de la Tierra a menos que su superficie estuviera permanentemente bajo el agua, lo cual no es aceptablemente realista. La definición de 'terrestre' no es tan trivial como parece. Aunque aquí se define como un ambiente 'no acuático', la distinción entre lo marino y lo terrestre atraviesa un amplio espectro de ambientes transicionales, donde lo acuático y lo no-acuático evolucionan y superponen en el tiempo. Comúnmente se entiende que un entorno terrestre (sobre el nivel del mar), puede incluir ambientes acuáticos (lagos cubiertos o no de hielo, lagunas y humedales, turberas, ríos y arroyos, campos geotérmicos) y no-acuáticos (especialmente zonas con poca lluvia). Estos hábitats pueden experimentar cambios rápidos y lentos, dependiendo de la actividad tectónica y las condiciones climáticas existentes, incluyendo la subida y bajada del nivel del mar, las glaciaciones, y la precipitación (i.e. Romans y Graham, 2013). Estos factores, a su vez influyen en la topografía regional, en las tasas de sedimentación, y en la erosión y dinámica sedimentaria. Esta combinación de factores dificulta, a veces, la interpretación de los diferentes paleoambientes representados en las rocas, en cuanto a la distinción entre un hábitat totalmente subacuático y uno completamente subaéreo. Por ejemplo, las zonas costeras muestran una gran diversidad de ambientes (deltas, estuarios, lagunas, zonas evaporíticas, dunas, etc.) que pueden cambiar su configuración y dinámica sedimentaria en tiempos relativamente cortos (de días a décadas; i.e. Hamblin y Christensen, 2007), debido a cambios en el nivel del mar. De esa manera, en pocos cientos o miles de años, una zona costera puede quedar bajo el agua o completamente expuesta a la erosión subaérea. Reconocer episodios aislados pero importantes en unos pocos centímetros o metros de estratos, así como conceptualizar los periodos de tiempo que representan en las rocas, no siempre se cumple y con frecuencia se pasa por alto en estudios regionales de menor resolución.

Es también posible que los depósitos sedimentarios originados en entornos totalmente acuáticos (fluviales, lacustres, marinos poco profundos) sean eventualmente expuestos a la atmósfera durante largos períodos de tiempo y experimenten procesos pedogenéticos que transforman el depósito original en suelo (i.e. Paul et al., 2001 y referencias incluidas). De este modo, las rocas mantienen características primarias del depósito original, pero con características secundarias superpuestas, derivadas de condiciones ambientales in situ muy distintas a las primeras. En este sentido, el estudio de los procesos pedogenéticos (i.e. desarrollo de horizontes, capas duras o duricrusts, peds y arcillas, slickensides, etc.), así como los depósitos hidrotermales y fluviales (i.e. travertinos, tufas, sínters) y hábitats microbianos superficiales (hábitats endolíticos y cubiertas criptogámicas), es de particular importancia para una mejor comprensión de la vida continental en el pasado, debido a que representan hábitats terrestres y subaéreos, esperados en antiguas superficies continentales. En suma, la distinción entre los depósitos terrestres y acuáticos en el registro geológico es fundamental, más no trivial, para la comprensión de los ecosistemas terrestres primitivos y sus habitantes.

 

1.2. Precaución y re-interpretación del registro geológico

A través del estudio integral de las rocas y la comprensión de los procesos que las formaron, incluyendo el estudio del registro fósil y de la capacidad de fechar materiales, se ha desarrollado un concepto sobre cómo han evolucionado la geósfera y la biósfera a través del tiempo (ver compendios de Schopf , 1983; Canup y Righter, 2000; Eriksson et al., 2004; Schieber et al., 2007; van Kranendonk et al., 2007; Kasting, 2009; Taylor et al., 2009; Knoll et al., 2012), a pesar de haber debate en los detalles. Un elemento clave en esa historia es la emergencia de la vida, la cual ha estado interactuando con, cambiando, manteniendo y reciclando la mayoría de los materiales existentes en la atmósfera y la zona supracortical, por más del ~80 % de la historia de la Tierra.

Este escenario ha sido estudiado e interpretado a través de los años, con la ayuda de la tecnología disponible, no siempre correctamente y también a veces sesgado por modas en el consenso general (ver Hallbauer, 1975; Gray y Boucot, 1994; Windley, 2007). La apreciación de algunos fenómenos geológicos y biológicos del pasado (i.e. la formación de suelos, la sucesión ecológica, o las tasas de sedimentación) pueden ser difíciles de correlacionar temporalmente en secciones estratigráficas cuando ocurren cambios rápidos y lentos simultáneos, tales como la rápida formación de algunos volcanes, las inundaciones, los deslaves y rápidas oscilaciones climáticas, versus la lenta expansión del fondo marino, la deriva continental o la formación de montañas. A este respecto, debido a que la biología opera órdenes de magnitud más rápido que la geología, los tiempos geológicos relativamente cortos (decenas de millones de años), condensados en unos pocos centímetros o metros de estratos geológicos, pudieran representar enormes oportunidades evolutivas para los organismos, que pueden ser difíciles de reconciliar con el poco o mucho registro fósil donde estos cambios pudieran apreciarse.

Esta conceptualización de la velocidad a la que la biología opera con respecto a la geología, requiere de cuidadosos exámenes de las rocas antiguas, del avance del conocimiento científico y tecnológico en torno a éstos, pero además de una mente abierta a considerar ideas desafiantes, por ejemplo al tratar de conciliar a los fósiles con sus paleoambientes (i.e. Retallack, 2013; Xiao y Knauth, 2013 y referencias incluidas).

Con respecto a la vida terrestre, la mayoría de los microfósiles Precámbricos provienen de paleoambientes acuáticos, y aunque abundantes evidencias morfológicas (i.e. microbialitas y microfósiles), químicas (frentes de bioalteración en paleosuelos) y geoquímicas (firmas isotópicas de materia orgánica) de este registro han alcanzado una amplia aceptación y consenso, la existencia de vida propiamente terrestre en el Precámbrico no es cabalmente conocida. La percepción histórica de las plantas como el grupo dominante en la tierra, junto con los primeros descubrimientos de fósiles macroscópicos sólo en rocas Fanerozoicas y la incapacidad para interpretar correctamente biofirmas microbianas, tal vez han contribuido a la comprensión generalizada de los 'ecosistemas terrestres' exclusivamente para las plantas (i.e. Bambach, 1999). En algunos casos, incluso cuando la existencia de ecosistemas terrestres Precámbricos es reconocida, éstos se tratan dudosamente (Shear, 1991; DiMichele y Hook, 1992; Gray y Shear, 1992; Gray y Boucot, 1994; Bambach, 1999; Blackwell, 2000; Corcoran y Mueller, 2004; Nesbitt y Young, 2004; Gensel, 2008) a pesar de previas e importantes discusiones al respecto (i.e. Wright, 1985; Labandeira, 2005).

La posible malinterpretación de los paleoambientes terrestres, y su relativamente pobre conservación en el registro sedimentario, no significa que la vida terrestre fue inexistente en la Tierra primitiva. Cada vez hay más evidencia indicativa de ambientes terrestres antiguos colonizados por microbios, lo cual es coherente con la presente distribución de microbios en ambientes considerados 'estériles' en el Precámbrico (desiertos, llanuras polares, rocas alpinas, etc.). Además es notable la amplia diversidad y las capacidades metabólicas conocidas para los microbios, lo cual es también consistente con la gran diversidad y distribución de microfósiles Precámbricos conocidos (Schopf y Klein, 1992), que es un reflejo de la ubicuidad microbiana de aquel tiempo.

 

2. El escenario de la vida temprana

Los materiales más antiguos fechados hasta ahora son meteoritos y tienen ~4570 millones de años (Mega annum, Ma; Bouvier y Wadhwa, 2010), y pueden servir como punto de referencia para la condensación de los primeros sólidos en el Sistema Solar y por ende la Tierra. Por el contrario, los materiales más antiguos de la Tierra (cristales de zircón) tienen ~4400 Ma (Wilde et al., 2001), dejando un hiato de ~170 Ma en la historia geológica de la Tierra. Aún así, se asume que la Luna se formó antes de los 4400 Ma (Canup y Righter, 2000; Yu y Jacobsen, 2011) y que el núcleo de la Tierra, el manto y la litósfera ya estaban diferenciados (Nelson, 2004; Boyet y Carlson, 2005). Isótopos de oxígeno en zircones sugieren que al menos hace ~4200 Ma, pero tal vez 200 Ma antes, existieron grandes cuerpos de agua en la superficie (Mojzsis et al., 2001; Nutman, 2006; Cavosie et al., 2007, pero ver visión alternativa en Deming, 2002), mientras que cortezas graníticas (continentales) y basálticas (oceánicas) continuaban en constante crecimiento, resurgiendo y fundiéndose, interactuando con el agua en regímenes no uniformes que evolucionaron drásticamente del Hadeano al Neoarcheano (Komiya et al., 1999; Nutman et al., 2002; Myers, 2004; Rino et al., 2004; van Kranendonk, 2004 y referencias incluidas; Furnes et al., 2007a; Adam et al., 2012), cambiando de una tectónica dominada por plumas, a una dominada por placas (van Kranendonk et al., 2007). Es plausible entonces, que para el final del gran bombardeo, entre 3800 y 3900 Ma (Gomes et al., 2005; Hartmann et al., 2000), las tierras y los océanos primitivos eran nichos abiertos listos para los microbios pioneros, para quienes las perturbaciones globales pudieron ser negligibles, dada la rápida capacidad de adaptación de la vida a sistemas cambiantes, pudiendo regenerarse y diversificarse tras los disturbios globales importantes.

Aunque la vida pudo haber existido 300 o 600 Ma después de la acreción de la Tierra (i.e. López-García et al., 2006), el registro sedimentario más antiguo (donde los eventos bióticos son más propensos a ser conservados) no sobrepasa los ~3850 Ma (Nutman et al., 1996; Ishizuka, 2008; Nutman et al., 2010; O'Neil et al., 2011; Mloszewska et al., 2012). Y aún en este registro tan antiguo, potenciales biofirmas (carbonatos precipitados biogénicamente) pudieran estar presentes (Nutman et al., 2010), lo cual sugiere que la biósfera podría ser varios millones de años más antigua que los estromatolitos y microfósiles más antiguos conocidos (~3500 Ma). Otras biofirmas putativas de más de 3500 Ma (glóbulos grafitizados asociados a apatita; ver McKeegan et al., 2007; Papineau et al., 2010a, 2010b) son también polémicas (véase Myers, 2001; van Zuilen et al., 2002; Fedo y Whitehouse, 2002; Papineau et al., 2011) dada su dudoso tiempo de formación, que pudo ser más reciente. Firmas biológicas de particular interés son las asociadas a las llamadas Banded Iron Formations (i.e. Dauphas et al., 2004; Trendall y Blockley, 2004; Kappler et al., 2005; Konhauser et al., 2005; Koehler et al., 2010; Mloszewska et al., 2012) debido a su potencial antigüedad de ~4300 Ma (O'Neil et al., 2009).

La presencia de microfósiles, microbialitas, y biomarcadores moleculares e isotópicos en rocas de más de 3000 Ma, indican que la vida microbiana era abundante en ambientes marinos, someros y profundos del Arqueano (Lowe, 1980; Walter et al., 1980; Awramik et al., 1983; Schopf, 1983; Walter, 1983; Walsh y Lowe, 1985; Rasmussen, 2000; Westall et al., 2001; Furnes et al., 2004; Shen y Buick, 2004; Tice y Lowe, 2004; Allwood et al., 2006; Banerjee et al., 2006; Westall et al., 2006a, 2006b; Ueno et al., 2006; Schopf et al., 2007 y referencias incluidas; Shen et al., 2009; Westall, 2010; Wacey et al., 2011). Ello apoya la idea de que las zonas costeras estuarinas fueron muy productivas en aquel tiempo, y que la fotosíntesis ya estaba operando (Awramik, 1992; Rosing y Frei, 2004; Tice y Lowe, 2004; Buick, 2008; Hoashi et al., 2009; Kato et al., 2009; Kendall et al., 2010), aunque tal vez no necesariamente oxigénica (Westall et al., 2011; Li et al., 2012).

Muchos ambientes se han propuesto como probables u 'óptimos' para el surgimiento y la prosperidad de la vida, que van desde ventilas hidrotermales de aguas profundas y subaéreas, hasta suelos e interfases agua-sólido-gas en ambientes costeros (Baross y Hoffman, 1985; Retallack, 1986a; Holm, 1992; Battistuzzi y Hedges, 2009; Aller et al., 2010; Hazen y Sverjensky, 2010; Mulkidjanian et al., 2012). Sin embargo, los ambientes donde se encuentran la mayoría de los microfósiles Precámbricos son de origen marino somero en márgenes continentales (ver referencias en Schopf y Klein, 1992). Aunque no se sabe si esto realmente fue así o si se debe a una consecuencia del carácter incompleto o selectividad del registro geológico, los microbios de estos ambientes probablemente quedaban expuestos periódicamente a la desecación, como sucede en la mayoría de estos entornos actualmente, y probablemente desarrollaron adaptaciones para la desecación (i.e. gruesas envolturas orgánicas higroscópicas) y la alta radiación UV (i.e. viviendo intersticialmente o produciendo pigmentos protectores).

Algunos de los fósiles más antiguos provienen precisamente de ambientes costeros someros (Klein et al., 1987; Schopf y Klein, 1992; van Kranendonk et al., 2008; Westall et al., 2010; van Kranendonk, 2011; Hickman y van Kranendonk, 2012), lacustres someros (Awramik y Buchheim, 2009; Hickman y Van Kranendonk, 2012), e intermareales (Noffke et al., 2006; Noffke, 2010; Noffke et al., 2011; Westall et al., 2011), donde signos de evaporación están presentes (Westall et al., 2011; Hickman y van Kranendonk, 2012), lo cual sugiere que las comunidades microbianas primitivas de aguas poco profundas tenían que lidiar con la desecación periódica, las fluctuaciones de salinidad y la radiación UV hace más de 3400 Ma. Es posible entonces que los organismos primitivos desarrollaran adaptaciones para vivir en ausencia de, y lejos del agua. Lo mismo aplicaría para comunidades de ambientes lacustres y fluviales expuestas a desecación.

La desecación favorece a su vez la dispersión por viento, lo cual pudo ser un mecanismo clave para la colonización de los continentes. A través de la dispersión por viento, las comunidades colonizadoras tenderían a estar más en la superficie que bajo tierra, a pesar de posibles migraciones a los acuíferos de toda índole. Es probable entonces que los ambientes expuestos a la desecación (especialmente estuarios y zonas intermareales) fueran escenarios cruciales para una transición biológica entre loa ambientes acuáticos y los subaéreos.

Aparentemente no sólo los procariontes eran abundantes en ambientes someros Precámbricos. Los fósiles tipo eucarionte más antiguos (acritarcos, Buick, 2010), que quizás requerían oxígeno para maximizar sus capacidades energéticas y metabólicas, tienen ~3200 Ma de edad y también estuvieron presentes en ambientes estuarinos (Javaux et al., 2010). A pesar de desconocer su verdadera identidad, la presencia de microfósiles de gran tamaño (> 150 µm de diámetro celular) indica que la vida se diversificó y alcanzó una presencia global relativamente rápido (Kandler, 1994; Altermann y Schopf, 1995; Ueno et al., 2006; Blank, 2009; David y Alm, 2011), y ocupó una amplia variedad de nichos ecológicos hacia el Paleoarcheano, incluso en lugares gravemente perturbados por impactos de asteroides (ver Walsh, 1992 y referencias incluidas). Una mayor diversidad, ubicuidad, y abundancia biológica aparece más adelante en el tiempo, en el Proterozoico tardío (i.e. Schopf, 1992a; Schopf y Klein, 1992), cuyo registro geológico está mejor conservado y es más abundante que el del Arqueano.

 

3. El registro fósil de la vida terrestre

Los restos más antiguos de corteza continental derivan de zircones (Nutman, 2006) y afloramientos regionales (Buick et al., 1995; Iizuka et al., 2006; Stern y Scholl, 2010; Adam et al., 2012) de ≥ 3500 Ma de edad. La evidencia complementaria de exposición subaérea consiste en extensos suelos desarrollados sobre algunas de estas antiguas superficies (Buick et al., 1995; Hoffman, 1995; Johnson et al., 2009, 2010). El paulatino crecimiento de los continentes (i.e. Santosh, 2010) y la resultante expansión de zonas subaéreas se refleja en el amplio espectro de paleosuelos Proterozoicos (ver métodos de estudio y ejemplos en Jackson, 1967; Gay y Grandstaff, 1980; Holland, 1984; Aspler y Donaldson, 1986; Grandstaff et al., 1986; Kimberley y Grandstaff, 1986; Reimer, 1986; Retallack, 1986b; Farrow y Mossman, 1988; Zbinden et al., 1988; Palmer et al., 1989; Holland, 1992; Gall, 1994; Macfarlane et al., 1994; Martini, 1994; Retallack y Mindszenty, 1994; Driese et al., 1995; Banerjee, 1996; Ohmoto, 1996; Prasad y Roscoe, 1996; Gutzmer y Beukes, 1998; Thiry y Simon-Coincon, 1999; Rye y Holland, 2000; Watanabe et al., 2000; Retallack, 2001 y referencias incluidas; Yang y Holland, 2003; Driese y Gordon-Medaris, 2008; Pandit et al., 2008; Bandopadhyay et al., 2010). Este registro de paleosuelos contiene información indirecta sobre las condiciones del medio terrestre primitivo y conserva firmas geoquímicas que pudieran demostrar una cubierta biológica asociada a éste.

Actualmente, la evidencia más antigua y directa de vida terrestre proviene de paleosuelos y secuencias aluviales de ~2900-2700 Ma de edad en Sudáfrica (ver determinación de la edad de los depósitos de Witwatersrand en Kositcin y Krapez, 2004; Zhao et al., 2006), ricos en materia orgánica y microfósiles (Hallbauer y van Warmelo, 1974; Mossman et al., 2008), así como pseudomicrofósiles y paleoturberas de ~2700 Ma en Australia (Rye y Holland, 2000) y firmas isotópicas de carbono orgánico de paleosuelos en Sudáfrica (Watanabe et al., 2000). Coincidentemente, este registro co-ocurre con a) cambios drásticos en la configuración de la corteza y el, tal vez abrupto, emplazamiento de grandes masas continentales en el Arqueano tardío (Condie, 2004; Eriksson y Martins-Neto, 2004; van Kranendonk, 2004 y referencias incluidas; Hazen et al., 2012), b) una probable oxigenación de la atmósfera (Kendall et al., 2010), y c) estimaciones de la colonización terrestre por microbios según sus relaciones filogenéticas (Battistuzzi et al., 2004). Aunque los microbios podrían haber colonizado los ambientes terrestres antes de este tiempo, pareciera que del Meso- al Neoarcheano ocurren cambios importantes en la distribución y diversidad de comunidades microbianas terrestres. De éstos, tal vez el más relevante supone la historia del crecimiento de los supercontinentes (Santosh, 2010) y la resultante aparición de nuevos hábitats colonizables.

A medida que el registro geológico se hace más reciente, la cantidad de paleosuelos ricos en materia orgánica y posiblemente biológicamente intemperizados (Ohmoto, 1996; Beukes et al., 2002; Driese y Gordon-Medaris, 2008), las estructuras biosedimentarias terrestres (Hupe, 1952; Lannerbro, 1954; Voigt, 1972; Eriksson et al., 2000; Prave, 2002) y los microfósiles (Cloud y Germs, 1971; McConnell, 1974; Horodyski y Knauth 1994; Strother et al., 2011) aumentan drásticamente en abundancia, distribución y diversidad en el Proterozoico. Del mismo modo, microfósiles marinos muestran crecientes desarrollos biológicos y adaptaciones durante este periodo (Knoll et al., 2006), sobre todo hacia la transición Neoproterozoico-Fanerozoico (Zhuravlev y Riding, 2001; Xiao y Kaufman, 2006; Gaucher et al., 2010), cuando por primera vez aparecen los animales macroscópicos. Esta cronología sugiere un desarrollo rápido y global de la vida en la Tierra, con formas de vida adaptadas a vivir en ambientes terrestres más de 2000 Ma antes del primer registro fósil de plantas terrestres (Heckman et al., 2001; Gensel, 2008). Eventos importantes en esta cronología se muestran en la Figura 1.

 

4. Funcionamiento de los ecosistemas terrestres primitivos

Conceptualizar el funcionamiento de la biósfera terrestre antigua requiere necesariamente una comprensión general del funcionamiento y distribución de las comunidades microbianas modernas, análogas, para conocer su dinámica, diversidad, fisiología, e impacto ambiental, y así poder extrapolar interpretaciones con cierto grado de certeza. De igual importancia resulta caracterizar cualquier potencial biofirma, para luego reconocerlas en las rocas.

Las comunidades microbianas terrestres se encuentran hoy en todo el mundo y abarcan una gran variedad de condiciones ambientales y estacionales. Los ambientes continentales podrían ser divididos en superficiales (roca, regolito) y subsuperficiales (cuevas, acuíferos, suelo profundo). Comparativamente entre ambos, no está claro cuál es más productivo en términos de producción de biomasa (Pace, 1997), ni qué metabolismos, y en qué medida, han dominado tales sistemas durante escalas de tiempo geológico (Sleep y Bird, 2007).

Comprender la biología y distribución de los microbios modernos, que son omnipresentes en la biósfera actual (Fig. 2), resulta esencial para comprender su pasado y su impacto en los ecosistemas terrestres a través del tiempo. Estimaciones de la diversidad genética y distribución de biomasa en ambientes drásticamente distintos (i.e. Garcia-Pichel et al., 2003; Lozupone y Knight, 2007; Nemergut et al., 2011) muestran la amplia gama de estrategias que los organismos terrestres, en particular los productores primarios, han desarrollado para vivir en la tierra. La fotosíntesis oxigénica domina los sistemas terrestres y parece ser una adaptación muy importante evolutivamente, pues su fuente de energía (luz), el poder reductor (agua), y la fuente de carbono (CO2) se consiguen fácilmente en estos entornos. En comparación, otros productores primarios (por ejemplo, quimiolitótrofos) están restringidos a ambientes acuáticos debido a que requieren agentes reductores solubles (i.e. H2, Fe2+, H2S, HS-) para mantener su metabolismo (White, 2000). Además de estar restringidos a ambientes acuáticos, también son menos eficientes que los fotoautótrofos oxigénicos (DesMarais, 2000; Madigan et al., 2003; Konhauser, 2007).

Las cianobacterias fueron los únicos organismos que desarrollaron pigmentos y enzimas para acoplar la energía fotónica a la oxidación del H2O para la obtención de electrones y subsecuente almacenamiento de energía y producción de biomasa (i.e. White, 2000). Este proceso les ha permitido vivir en ambientes subaéreos, incluso donde el agua es un factor limitante, como en los desiertos (i.e. Potts y Friedmann, 1981). La fotosíntesis oxigénica también contribuyó a la oxidación de la atmósfera (secuestrando CO2 y produciendo O2), un fenómeno global y continuo, con profundas repercusiones geoquímicas, atmosféricas, hidrológicas y biológicas (i.e. Rosing et al., 2006; Och y Shield-Zhou, 2012; Pufahl y Hiatt, 2012). Muchos procariontes, incluidas las cianobacterias, también pueden fijar el nitrógeno gaseoso (N2), lo cual resulta ventajoso para prescindir de especies disueltas como NH4 y NO3 (Glass et al., 2009) o aminoácidos preexistentes. La aparición de acinetos fósiles de cianobacterias (para la fijación de N2) en el Paleoproterozoico (Tomitani et al., 2006) sugiere que esta adaptación fue temprana. Otros nutrientes limitantes, como el P, pueden ser suministrados via polvo atmosférico (Kennedy et al., 1998; Reynolds et al., 2001; McTainsh y Strong, 2007), que puede ser un proceso alternativo para la reposición de la pérdida de nutrientes por lixiviación, escorrentía y filtración en estos entornos (Beraldi-Campesi et al., 2009). El S también puede ser ubicuo en minerales (sulfuros y sulfatos), aerosoles y gases (i.e. H2S y SO2), seguramente presentes en la atmósfera primitiva (Holland, 1984). Por lo tanto, los requerimientos nutricionales para los productores primarios (en este caso fotosintéticos oxigénicos) no parecen haber sido un factor limitante para la colonización de los continentes. Esta idea también se ha discutido a la luz de las características fisiológicas y genéticas de microbios terrestres (Battistuzzi et al., 2004; Battistuzzi y Hedges, 2009), que plantean el origen de las cianobacterias a partir de organismos terrestres, no acuáticos. Sin embargo, es posible que formas de vida quimiotrófica más primitivas (Shen y Buick, 2004; Sleep y Bird, 2007) hayan sido dominantes en cuerpos de agua continentales antes de la invención de la fotooxidación del agua.

En particular, para la biota terrestre temprana, un conjunto mínimo de adaptaciones para vivir subaéreamente debe haber incluido la protección contra los efectos de la radiación y la desecación. Adaptaciones como vainas de exopolisacáridos (EPS) gruesas con capacidad higroscópica contra la desecación, mecanismos de reparación de ADN y eficientes mecanismos de restauración metabólica cuando hay disponibilidad de agua, y la producción de pigmentos de blindaje contra luz UV, son ciertamente exitosas estrategias mostradas por las cianobacterias terrestres (i.e. Shephard, 1987; García -Pichel, 1998; Yasui y McCready, 1998; Potts, 1999; Sinha y Häder, 2002; Singh et al., 2010). Algunos de estos refinados mecanismos de adaptación a la vida subaérea incluyen la producción de pigmentos que, una vez colocados fuera de la célula dentro de las vainas extracelulares, proteger pasivamente contra la radiación UV, incluso cuando las células están inactivas o deshidratadas (García-Pichel y Castenholz, 1991; Gao y García-Pichel, 2011). Algunas de estas estrategias probablemente evolucionaron temprano y son parcialmente mostradas por microfósiles (por ejemplo, vainas gruesas y 'pigmentadas'), que a veces están asociados con sedimentos evaporíticos, coincidiendo con la exposición subaérea (Schopf, 1968; Hofmann, 1976; Golubic y Campbell, 1979; Awramik et al., 1983).

Dada su potencial antigüedad y dominancia espacial, las cianobacterias resultan candidatos ideales para la colonización de los continentes Precámbricos. Las comunidades de cianobacterias modernas pueden encontrarse en cualquier medio terrestre (~30 % de la superficie del planeta), sobre rocas (i.e. en ambientes endolíticos; Friedmann, 1980; Sun y Friedmann, 1999; Büdel et al., 2004.) y en suelos (Belnap y Lange, 2001). Las cubiertas criptogámicas (Cryptogamic Ground Covers o CGC; Elbert et al., 2012) han demostrado ser sistemas complejos y dinámicos que contienen varios grupos funcionales distintos de procariontes y eucariontes, desde los productores primarios hasta los descomponedores de materiales específicos y los herbívoros (Fritsch, 1922; Fletcher y Martin, 1948; Campbell, 1979; Bamforth, 1984, 2004; Garcia-Pichel et al., 2001; Nagy et al., 2005; Tirkey y Adhikary, 2005; Chanal et al., 2006; Reddy y Garcia-Pichel, 2006; Bates y Garcia-Pichel, 2009; Neher et al., 2009; Meadow y Zabinski, 2012). Esta diversidad es variable según las condiciones ambientales locales, pero todos tienen en común la presencia de cianobacterias, con pocas excepciones (i.e. Hoppert et al., 2004; Smith et al., 2004).

Aunque existen análogos fósiles de CGC (Simpson et al., 2010; Beraldi-Campesi et al., 2011; Retallack, 2009, 2011; Sheldon, 2012), no se sabe cuál fue su composición microbiana. Comparativamente, cualquier costra biológica del suelo es menos resistente que los tapetes microbianos acuáticos, simplemente porque la disponibilidad limitada de agua impide el crecimiento rápido en la primera. Ello supone una menor probabilidad de fosilización en ambientes áridos que en ambientes húmedos. Sin embargo, comparaciones morfológicas entre estructuras biosedimentarias (también llamadas MISS –Microbially Induced Sedimentary Structures–; Noffke et al., 2001) producidas en CGC modernas y fósiles son notables (Schieber et al., 2007; Noffke, 2010). Esta semejanza morfológica entre MISS fósiles y recientes sugieren que las cianobacterias son de hecho un grupo muy antiguo (Golubic y Seong-Joo, 1999) y que por lo menos algunas características morfológicas se han mantenido en el tiempo (Golubic y Hofmann, 1976; Golubic y Campbell, 1979; Schopf, 1992b; Noffke, 2010). Dado el antiguo linaje de las cianobacterias y dadas sus extraordinarias adaptaciones para colonizar sedimentos inestables (Booth, 1941; Campbell et al., 1989; Mazor et al., 1996; Belnap y Gillette, 1998; Malam-Issa et al., 2001; Hu et al., 2002; Garcia-Pichel y Wojciechowski, 2009), en sitios donde el agua es escasa y la radiación UV considerable (Fleming y Castenholz, 2007; Giordanino et al., 2011), suponen candidatos naturales para la colonización de las superficies terrestres antiguas (Campbell, 1979). Parece lógico entonces que este tipo de comunidades hayan influido en la formación de estructuras y texturas biosedimentarias representadas en rocas antiguas terrestres (i.e. Prave, 2002; Schieber et al., 2007). La antigüedad de las cianobacterias también ha sido estimada, con distancias genómicas y relojes moleculares, en ~3000 Ma (Battistuzzi y Hedges, 2009; Schirrmeister et al., 2013), que más o menos coincide con la edad de los microfósiles terrestres más antiguos (Mossman et al., 2008). Estos estimados, sin embargo, pueden variar dependiendo de los puntos de calibración utilizados para la construcción de filogenias y del intercambio genético que hayan tenido el linaje en el tiempo.

A pesar de que muchos detalles de la evolución de las cianobacterias no están resueltos, su capacidad de sintetizar clorofila a para absorber energías fotónicas más altas que otras bacterioclorofilas (Xiong et al., 2000), puede deberse a una presión selectiva para usar tales longitudes de onda que alcanzaban la superficie Precámbrica donde las cianobacterias tenían que vivir, contrario a las bacterias fototróficas púrpuras o verdes que utilizan menores longitudes de onda en sus hábitats sumergidos y protegidos. Así, desde una perspectiva multi-angular, las cianobacterias parecen ser organismos bien adaptados para la colonización de las primeras superficies terrestres.

Como se mencionó anteriormente, la mayoría de las CGC tienen en común la presencia de cianobacterias filamentosas. Una característica de estos morfotipos es que pueden deslizarse a través de los espacios intersticiales utilizando vainas huecas de mucílago como senderos, para protegerse intersticialmente contra la radiación, y para buscar su régimen óptimo de luz y de agua (Garcia-Pichel y Pringault, 2001). Estas vainas representan importantes elementos estructurales en la formación de 'costras biológicas' en ambientes siliciclásticos. La naturaleza filamentosa de los organismos también ofrece una mayor superficie celular y fuerza tensil para fijar y unir partículas disgregadas en el suelo (Garcia-Pichel y Wojciechowski, 2009). Polisacáridos secretados extracelularmente proporcionan fuerza adicional de adhesión entre partículas, lo que resulta en la formación de un microambiente estable (costra), que puede mantenerse en el tiempo y resistir a las fuerzas erosivas. En este sentido, la característica intrínseca de los microorganismos filamentosos para formar capas cohesivas en las superficies sedimentarias disminuye sustancialmente la erosión del viento y el agua en zonas áridas y semiáridas del mundo (Belnap y Gillette, 1998; Belnap y Lange, 2001). Aunque algunas fuerzas erosivas pueden superar la resistencia de las CGC en sistemas de alta energía (i.e. Corcoran y Mueller, 2004), esta propiedad de resistencia ha sido invocado para explicar la estabilidad y el espesor de secuencias sedimentarias siliciclásticas Precámbricas (Dott, 2003) y propiedades de 'deformación suave' (soft deformation) en tapetes microbianos fósiles (ver referencias en Schieber et al., 2007). Esta es una propiedad importante de los microbios modernos en el funcionamiento de los ecosistemas siliciclásticos, y junto con la presencia de suelos Proterozoico maduros y ricos en materia orgánica y microfósiles (ver referencias anteriores), sugieren la presencia de abundantes CGC en el Precámbrico, similares a las que cubren las zonas polares y áridas del mundo actual. La posible incorporación de nuevos miembros a estas comunidades a través del tiempo (sobre todo algas y hongos) podrían explicar el incremento en las tasas de meteorización de los continentes (Kennedy et al., 2006) y los cambios bruscos en el equilibrio global del C en el Neoproterozoico (Knauth y Kennedy, 2009).


5. Otros componentes microbianos terrestres

A juzgar por la rápida diversificación y distribución de la biota microbiana temprana, así como por sucesiones microbianas en ambientes modernos, incluidos aquellos con baja producción primaria (i.e. Sigler et al., 2002; Schmidt et al., 2008; Fierer et al., 2010), se espera que organismos heterótrofos también formaran parte de las comunidades terrestres primitivas, ya que parecen ser un complemento inevitable en estos consorcios. Bajo esta perspectiva, los ecosistemas microbianos primitivos estarían compuestos por productores primarios autótrofos, pero también por una miríada de otros microbios que encuentran su nicho en microambientes pre-existentes. Por ejemplo, algunas actinobacterias que habitan suelos, no sólo degradan grandes cantidades de exudados orgánicos de las cianobacterias, lo cual influye en el ciclo del C, sino que también parecen ser componentes estructurales dentro de las CGC (i.e. Reddy y Garcia-Pichel, 2006). Lo mismo se aplica para otros taxones (i.e. Bacteroidetes y Proteobacteria) que secretan grandes cantidades de mucopolisacáridos, que a su vez ayudan a adherir las partículas del suelo (que forma la 'costra' biológica) y tener un papel crítico en la conductividad hidráulica de la superficie del substrato (Rossi et al., 2012). Uno de los componentes más importantes de eucariontes de CGC modernos son los hongos, que deben haber jugado un papel clave en la colonización y la erosión de las rocas desnudas en el pasado (i.e. líquenes con cianobacterias o algas como simbiontes), así como en la simbiosis con plantas vasculares (Smith y Read 2008), que cambiaron radicalmente los ecosistemas terrestres más 'modernos' (Blackwell, 2000, Heckman et al., 2001; Gadd, 2006; Taylor et al., 2009). Así, los consorcios microbianos resultan importantes en todos los aspectos relacionados con el desarrollo de ecosistemas terrestres, pues coevolucionan simultáneamente en microhábitats que influencian al macrohábitat.

Aunque la temporalidad en la ocurrencia de estos organismos en el tiempo es desconocida y su registro fósil limitado, la existencia de cubiertas microbianas en los continentes antiguos supone efectos de alto impacto en escalas de tiempo geológico. Por ejemplo, es conocido que los microbios terrestres pueden conducir importantes transformaciones químicas en suelos (Keller y Wood, 1993; Schwartzman y Volk, 1989; Chenu y Stotzky, 2002; Ehrlich, 2002; Chorover et al., 2007) y hábitats endolíticos (Konhauser et al., 1994; Sun y Friedmann, 1999; Büdel et al., 2004; Omelon et al., 2006), al afectar la reactividad de las superficies minerales con metabolitos secretados extracelularmente (Geesey y Jang, 1990; Welch et al., 1999 ), cambiando el potencial redox y pH de su microentorno (Bennett et al., 2001), o secretando ligandos/quelantes de metales y otros complejos orgánicos que reaccionan con los solutos y minerales del suelo (Keller y Wood, 1993; Schwartzman y Volk, 1989; Barker et al., 1998; Welch et al., 1999; Bennett et al., 2001). Estos mecanismos parecen jugar un papel fundamental en la biogeoquímica del suelo (erosión, formación de arcillas, biodisponibilidad y concentración de nutrientes, formación o transformación de minerales, etc.), y sus efectos pudieran ser también manifestarse como biofirmas geoquímicas para rastrear microbios en las rocas (Beraldi-Campesi et al., 2009). Además, la formación y maduración del suelo se relaciona estrechamente con la biología (Keller y Wood, 1993; Schwartzman y Volk, 1998, Brady y Weil, 2008), a diferencia de los procesos abióticos que forman regolito, lo cual supone un paso fundamental previo a la colonización terrestre por plantas y animales. Todas estas características mostradas por CGC modernos podrían esperarse de comunidades análogas antiguas, aunque con variaciones en la incidencia y magnitud de sus impactos geobiológicos, dictados en parte por los factores limitantes del medio.

 

6. El polvo

El mecanismo de formación de polvo, su transporte y deposición, refleja un aspecto importante para el funcionamiento de los ecosistemas terrestres, y también para los marinos, porque el polvo sólo se forma en los ambientes subaéreos, y porque los microbios (junto con la adhesión por agua y la neo-cementación de partículas con sales y arcillas) pueden estabilizar las partículas finas de polvo a través de su captura y cementación o trapping and binding (i.e. Dong et al., 1987; Liu et al., 1994; Williams et al., 1995; Belnap y Gillette, 1998; Hu et al., 2002). Por lo tanto, la producción de polvo puede ser regulada potencialmente por microbios en función de su grado de desarrollo. Cuanto más desarrolladas son las CGC, menor es la producción de polvo.

El polvo es un importante portador de nutrientes y su retención en el suelo puede influir en el balance nutricional local, o de ecosistemas lejanos, como sucede actualmente en medios marinos tras la deposición de grandes cargas de polvo (Jickells et al., 2005). La capacidad de los microbios para capturar y unir partículas ha sido demostrada para numerosos entornos subacuáticos y subaéreos (Gunatilaka, 1975; Zhang, 1992; Takeuchi et al., 2001; Altermann, 2008; Gradzinski et al., 2010; Williams et al., 2012). Que los microbios fueran responsables de gran parte de la captura global de polvo, retención y lixiviación en los continentes primitivos, tendría profundas implicaciones para el funcionamiento biogeoquímico y evolución de los ecosistemas globales a través del tiempo, así como para importantes procesos climáticos (i.e. variaciones del albedo atmosférico; Harrison et al., 2001; Jickells et al., 2005; Lau y Kim, 2006).

Por último, el polvo es también un portador de microbios y virus (Abed et al., 2011; Al-Bader et al., 2012), lo que implica un medio de dispersión biológica que debe haber funcionando de forma continua y a larga distancia en el pasado, amplificando así la biogeografía potencial de entidades biológicas sobre océanos y continentes. Sin embargo, la tasa de supervivencia y la prosperidad de las comunidades acarreadas por viento en ambientes acuáticos, o superficies continentales estériles o colonizadas, no se conoce, pero es posible que ese mecanismo fuera vital para la dispersión biológica terrestre y el incremento de su complejidad ecológica a través del intercambio genético (i.e. Gogarten et al., 2007) entre especies de distintas zonas geográficas.

 

7. Los ambientes subterráneos

Los ambientes subterráneos (venas/conductos geotérmicos, acuíferos, suelos y rocas profundas, cuevas de todo tipo) también deben ser considerados potenciales hábitats para la vida terrestre primitiva, donde es abundante en la actualidad (i.e. Ghiorse y Wilson, 1988; Barton y Northup, 2007; Engel, 2010). El registro Precámbrico de cuevas (i.e. entornos kársticos) o acuíferos subterráneos (detectados a través de nódulos y concreciones en las rocas) es mucho menos conocido que los típicos ambientes marinos o lacustres (ver ejemplos de ambientes kársticos y subterráneos en Glover y Kah, 2006; Skotnicky y Knauth, 2007; Rasmussen et al., 2009). Sin embargo, estos ambientes deben haber existido a lo largo de la historia de la Tierra, y por lo tanto, biotas terrestres podrían haberse adaptado a vivir en esas condiciones en el Precámbrico (Rasmussen et al., 2009).

En contraste con los ambientes subaéreos dominados por comunidades fotosintéticas, los microbios subterráneos requieren un metabolismo quimiosintético para la productividad primaria, tal vez confinado a la oxidación de compuestos con azufre y hierro (principales fuentes de energía de tales ambientes) para sustentar su crecimiento y continuidad (Sarbu et al., 1996; Chen et al., 2009; Porter et al., 2009). Debido a que estas vías metabólicas son menos energéticas que la fotosíntesis (i.e. White, 2000), es probable que la vida bajo tierra se desarrollara más lentamente y fuera menos dinámica en términos de diversidad, complejidad de interacciones, y dispersión geográfica. Sin embargo, los primeros habitantes subterráneos pudieron haber afectado, a largo plazo, el subsuelo (formación de cuevas, alteración de hidrocarburos, producción de gases como CH4, CO2 y H2S) y contribuyó a la neoformación y disolución de minerales, así como con la generación de subproductos gaseosos que podrían ser importantes para los procesos geoquímicos en la superficie, y en última instancia para comunidades distantes y el reciclaje biogeoquímico global. Por otra parte, este tipo de entornos podría haber estado mejor protegido de crisis ambientales drásticas y globales que los ambientes subaéreos, y así funcionado como reservorios biológicos con especies que posteriormente podrían explotar ambientes habitables superficiales.

 

8. Nota sobre biofirmas

Los vestigios de vida que se encuentran en las rocas pueden formarse de varias maneras y pueden ser reconocidos siempre y cuando tales rocas se hayan conservado y sean accesibles. Aunque este registro 'fósil' se reduce entre más antiguas son las rocas, diferentes tipos de biofirmas se han podido encontrar en rocas sedimentarias (Schopf, 1983; Schopf y Klein, 1992; Schieber et al., 2007; Noffke, 2010), ígneas (Banerjee et al., 2006; Furnes et al., 2004, 2007b; Fliegel et al., 2010) y metamórficas (Franz et al., 1991; Hanel et al., 1999; Squire et al., 2006; Bernard et al., 2007; Schiffbauer et al., 2007, 2012; Schiffbauer y Xiao, 2009; Zang, 2007), de todas las edades.

La preservación de biofirmas ocurre en cualquier ambiente, pero es favorecida en ambientes subacuáticos donde la oxidación de la materia orgánica ocurre más lentamente que en ambientes subaéreos. Asimismo habrá mejor preservación si los materiales biológicos son enterrados rápidamente, si el sedimento es de grano fino, y si las condiciones microambientales son en general reductoras y anóxicas. Todos estos factores promueven la rápida permineralización y sustitución de los materiales biológicos por minerales (Farmer, 1999; Zonneveld et al., 2010; Allison y Bottjer 2011, Lalonde et al., 2012), que puede preservar la morfología y restos orgánicos, aunque esto no significa que la preservación siempre ocurre (Zonneveld et al., 2010 y referencias incluidas). De no estar protegida, la materia orgánica tiende a degradarse por fotoquímica (si se expone a la luz), ruptura de enlaces químicos, reciclaje biológico, maceración mecánica y disolución. Aún si se conservan fósiles, muchas veces la falta de morfologías diagnósticas para la mayoría de las bacterias y la posible existencia de morfologías abióticas similares a microbios (García-Ruiz et al., 2002, 2003) hacen de su identificación y determinación taxonómica un verdadero desafío. Sin embargo, su presencia en un adecuado contexto geológico y su asociación con estructuras biosedimentaria pueden utilizarse como criterios para establecer su biogenicidad. Biomarcadores moleculares en hidrocarburos que pueden ser correlacionados con organismos existentes (ej. Summons et al., 1999) también requieren de cuidadosas confirmaciones de singenicidad para una correcta interpretación (Rasmussen et al., 2008; Brocks, 2011).

Si hay factores limitantes en juego (ej. falta de agua, nutrientes, etc.), las comunidades microbianas tendrán dificultad para desarrollar la biomasa suficiente y ejercer efectos biogeoquímicos tangibles como para producir una biofirma (ya sea química, geoquímica, mineralógica, o morfológica). El agua, por ejemplo, que es un requisito básico para la supervivencia y la reproducción de las células, tiende a ser un factor limitante en ambientes terrestres, comparado con un cuerpo de agua permanente. Si el crecimiento microbiano es limitado, por tanto, la cantidad de células y biomasa que pueden ser conservados en el registro fósil también disminuye. Así, los organismos con acceso a recursos ilimitados serían capaces de crecer comunidades más grandes y tener más posibilidades de fosilización. Ello contrasta, por ejemplo, con microbios terrestres que dependen mayoritariamente del rocío o la lluvia para su supervivencia y mantenimiento. Por ejemplo, el espesor y cohesión de un tapete microbiano marino intermareal (ver Bauld, 1981; Bauld et al., 1992) son mayores que en una costra biológica madura (Belnap y Lange, 2001), por lo que esta última será menos propensa a la fosilización que su contraparte marina. Sin embargo, bajo climas y dinámicas sedimentarias favorables, incluso las frágiles costras biológicas pueden conservarse (ej. Prave, 2002; Simpson et al., 2013). Hacen falta más estudios sobre biofirmas producidas por microbios terrestres para poder compararlas contra el registro geológico todavía por explorar.

 

9. Conclusiones

A medida que la Tierra fue evolucionando, la desgasificación y gradual acumulación de agua líquida en su superficie fue diferenciando entornos acuáticos y no acuáticos. Es posible que la vida haya evolucionado en ambientes terrestres, paralelamente a la vida acuática (ver Retallack, 1986a y referencias incluidas). Independientemente de cómo haya sucedido esto, la vida terrestre debió necesitar adaptaciones especiales, tales como la capacidad de adquirir nutrientes y fuentes de energía fuera del ámbito acuático, mecanismos moleculares de reparación celular, y protección contra la radiación y la desecación. Estas adaptaciones se encuentran en un gran número de microorganismos, pero notablemente en las cianobacterias, un grupo con un linaje biológico muy antiguo y que incluye a los productores primarios más visibles y exitosos de la Tierra (i.e. Whitton y Potts, 2000; Herrero y Flores, 2008).

La evidencia directa e indirecta que apunta a ambientes terrestres habitados desde el Paleoarcheano (Johnson et al., 2009, 2010) y las épocas siguientes (Stüeken et al., 2012), junto con la evidencia sustantiva de terrestrialización a partir del Neoarcheano (Hallbauer and Warmelo, 1974; McConnell, 1974; Horodyski y Knauth, 1994; Gutzmer y Beukes, 1998; Rye y Holland, 2000; Watanabe et al., 2000; Prave, 2002; Rasmussen et al., 2009), implica fuertemente la presencia de ecosistemas terrestres funcionales en el Precámbrico temprano. Las implicaciones de tal colonización no han sido completamente resueltas, pero los efectos de la vida microbiana terrestre en los procesos que afectan a la atmósfera, la litosfera y la hidrósfera, son muy diversos y actúan en diferentes escalas y niveles. Dos de estos efectos son la oxigenación continua de la atmósfera (con consecuencias para la estratificación de los océanos, la formación y el mantenimiento de la capa de ozono, la precipitación de óxidos y otros minerales, etc.) y la erosión de los continentes, que directa e indirectamente afectan a los ecosistemas marinos (i.e. Holland, 1984; Catling et al., 2001; Stüeken et al., 2012).

Existe una enorme importancia en el establecimiento de la vida terrestre para la evolución de la biósfera en el tiempo, en contraste con la biota marina que afecta indirectamente a los ecosistemas terrestres a través de procesos atmosféricos (incluyendo la composición del gas y el clima), porque los subproductos gaseosos producidos desde los continentes serían liberados directamente a la atmósfera y no disueltos primero en el océano. El paso directo del oxígeno a la atmósfera, sin residir en el océano, implica un funcionamiento distinto de la atmósfera al propuesto comúnmente en la literatura (i.e. Kasting, 2009), dado que, una vez en la atmósfera, el oxígeno podría reaccionar con moléculas reducidas antes de comenzar a acumularse en el océano y producir firmas geoquímicas en las rocas (i.e. Lyons y Gill, 2010). Por lo tanto, la vida terrestre podría haber sido fundamental para la oxigenación de la atmósfera temprana, que más tarde afectó a los océanos también. Una influencia más directa de las comunidades terrestres sobre las marinas habría sido la producción de arcillas y lixiviados desde los continentes (Kennedy y Wagner, 2011 y referencias incluidas), que luego serían transportados por los ríos hacia los océanos, lo que aumenta la heterogeneidad de los materiales y solutos que llegan a los ecosistemas oceánicos marginales y profundos, lo cual produciría cambios inevitables con consecuencias benéficas o perjudiciales para la vida marina. Sin embargo, también se esperaría una retención de sedimentos detríticos en tierra a través de la estabilización microbiana (trapping and binding). Por último, es probable que el lapso de tiempo desde el inicio de la vida terrestre hasta la evolución de las primeras plantas, permitiera la transformación de sustratos costeros y de los interiores continentales en sustratos orgánicos y ricos en nutrientes que más tarde serían explotados por organismos más evolucionados en la transición Neoproterozoico-Fanerozoico.

En general, la transición lógica de cianobacterias (y otras bacterias y arqueas), a algas (y protistas y hongos), a plantas no vasculares, a plantas vasculares, puede ser válida, pero la cronología de tales eventos necesita ser actualizada con la última información disponible y pertinente. La idea de que los continentes eran prácticamente estériles en el Precámbrico subestima el impacto que los microbios pudieron tener en estos ambientes. Más aún, la idea de que los primeros ecosistemas terrestres fueron dominados por plantas debe ser abandonada por completo. Esto no descarta que el advenimiento de las plantas en el Fanerozoico haya tenido efectos más profundos en el intemperismo continental, la formación del suelos profundos, y la oxigenación de la atmósfera (Labandeira, 2005; Taylor et al., 2009), pero ignorar la existencia de ecosistemas terrestres microbianos previos al Fanerozoico (posiblemente desde el Paleoarqueano), impide una comprensión realista de la evolución de la biósfera y de su influencia en la geósfera-atmósfera-hidrósfera en el tiempo.

 

Referencias

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Nota

**Versión castellana, bajo licencia del editor de la revista, del artículo "Early life on land and the first terrestrial ecosystems" del mismo autor. This paper was published in the journal Ecological Processes, Volume 2, Thematic series 'Biological soil crusts: their diversity, functional ecology and management', edited by Bettina Weber and Jayne Belnap (2013). It can be accessed at <<http://www.ecologicalprocesses.com/series/BSC>>. Copyright © 2013, Springer Open Journals. All rights reserved.

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