Introducción
Generalmente, los asuntos de la diversidad sexual1 han tenido su correlato analítico en espacios metropolitanos, y dentro de éstos en fragmentos delimitados física y mentalmente. Desde los clásicos aportes de George Chauncey (1994) y Manuel Castells (1983), las contribuciones en esta sintonía han cimentado un eje de indagación denominado la geografía de los guetos (Browne, Lim y Brown, 2007; Brown, Muller Myrdahl y Vieira, 2016). Este tipo de aproximaciones ha recibido críticas por parte de la geografía feminista y queer (Podmore, 2016; Nash, 2010), asociadas a la invisibilización de otras identidades sexuales pertenecientes al colectivo (al menos en la sigla LGBTQ)2 y también en relación con la dependencia del capitalismo rosa -la apropiación de reivindicaciones del movimiento por parte de empresas privadas y del mercado neoliberal-, difuminador de la resistencia contracultural.
En Latinoamérica la conformación de estos territorios no ha seguido el mismo patrón que en el Norte, ya que no se ha producido una guetización como tal. Le Marais, Chueca o Greenwich Village3 responden a distritos en términos de Lynch (1998), que los hace espacios perfectamente cartografiables e identificables. Sin embargo, la distribución de esta visibilidad geográfica (Boivin, 2017) en metrópolis latinoamericanas como São Paulo, Ciudad de México o Buenos Aires se presenta salpicada, dispersa y/o yuxtapuesta en función de los formatos de ocio, sociabilidad o erotismo de los que se trate, sin constituir barrios sino más bien zonas.4 Asimismo, si bien los estudios geográficos de este tipo en el Sur son más que incipientes, demuestran un interés superlativo no sólo por sus efectos para las comunidades LGBTQ de estas latitudes (tanto las que residen allí como las extraterritoriales), sino para la comprensión de las metrópolis desde una perspectiva poco explorada por la geografía urbana.5
Para ello, analizaremos entrevistas con interlocutores sobre sus percepciones sobre el espacio público, la violencia y la expresión de su sexualidad en la ciudad de São Paulo -hechas entre septiembre de 2018 y junio de 2019 y publicadas originalmente en Almeida (2019); utilizaremos una nueva mirada teórico-metodológica para analizar elementos aún no explorados en ellas-, complementadas con trabajos que comparten la escala metropolitana. Orientaremos los análisis a través del contenido de los testimonios que nos remiten a dos elementos de la urbanidad, a saber: el sentimiento de pertenencia en el espacio público, y el contacto con diferentes contextos (acciones espaciales desarrolladas por grupos y colectivos sociales, activistas y artísticos). Presentaremos una mirada cruzada entre la percepción (horizontalidad) y la materialidad del espacio producido (verticalidad). Nuestro foco está en la relación entre espacio y sexualidad, pero no podemos dejar de lado las multiplicidades que tiene cada ser social.6
La primera parte explica la maniobra que permite alumbrar una dimensión poco valorada en los estudios urbanos a la que llamamos diagonalidad. La segunda parte presenta las entrevistas y busca fundamentar con experiencias reales nuestra hipótesis de que el enfoque diagonal puede contribuir a los estudios sobre el espacio y la sexualidad en la geografía por el encuentro entre lo material y lo inmaterial, lo imaginado y lo vivido, así como entre fuerzas verticales (el encuentro entre normas sexuales y normas espaciales) y fuerzas horizontales (las estrategias de supervivencia de espacialidades no heterocéntricas). Para concluir, se presenta una crítica en virtud de esta diagonalidad que caracteriza a la metrópoli latinoamericana y algunas de sus fortalezas en contraposición con las metronormatividades convencionales.
1. La diagonalidad: curvar la observación del espacio para mirar otros sujetos
Etimológicamente metrópoli deriva del griego “meter” que significa madre y “polis” que quiere decir ciudad. Desde los imaginarios de personas adscritas a alguna orientación sexual, identidad de género o expresión de género no convencional, la cuestión maternal de las grandes ciudades no es menor, entendiendo lo maternal como una protección provista por el anonimato, a raíz del tamaño y la dinámica de la ciudad. Paradójicamente, esto permite alcanzar la comodidad y construir un sentido de lugar para un conjunto social nada despreciable. Por supuesto, esta premisa no borra las problemáticas urbanas manifiestas de segregación, inseguridad, pobreza y congestión que caracterizan a las metrópolis, pero acerca al lector a una versión alternativa que ha sido poco tomada en cuenta académicamente.
Los apuntes sobre la idiosincrasia de las metrópolis han sido piedra angular del análisis simmeliano (Simmel, 1988), aunque el autor alemán no pudo vertebrar efectos más particulares del entorno simbólico sobre vivencias atravesadas por el género y/o las sexualidades. Si para los geógrafos tradicionales estas ciudades latinoamericanas son sólo macrocefalias (coincidentes mayormente con sus capitales), para las nuevas miradas culturales de la ciudad, que retoman fuertemente a Simmel (Lindón y Hiernaux, 2010), pueden ser inmensidades de la intimidad (Bachelard, 1992) en una clave subjetiva.
Según Lefebvre (2013), la producción del espacio urbano puede entenderse a partir de tres tipos de espacios: el de la concepción, el de la praxis y el de la representación; este último aúna a los dos anteriores. El primero se relaciona con el espacio urbano morfológico, es decir, intereses empresariales, arquitectónicos, divisiones del espacio urbano, cambios en los usos del suelo y vivienda y planificación7 que asumen una verticalidad; mientras que la praxis remite a la horizontalidad y versa sobre el espacio urbano social: las dinámicas urbanas, los grupos y sus sociabilidades y demandas, sus movimientos y fronteras a través del tiempo. Esta última vertiente desde la diversidad sexual ha tenido mayor atención de la mano de historiadores, sociólogos y antropólogos urbanos (Meccia, 2006; Ghaziani, 2015; Sívori, 2005; Laguarda, 2010).
A éstas y en torno al tercer espacio (así retomó Soja el espacio representado en Postmetrópolis, 2008) se puede aplicar la metrópoli diagonal, es decir, la que tiene plena conexión con aquellas proyecciones del orden emocional y corporal subyugadas a las mezclas citadinas, las mutaciones de los espacios disponibles o la creación de rincones urbanos con base en la creatividad y la resistencia, que ejercen gran influencia en la experiencia de estas metro-ciudades (Esquema 1). La comprensión de la metrópoli como urbanidad es un modo de mirar el hecho socioespacial zurciendo parte de la verticalidad (formas) y de la horizontalidad (afectos). En las diagonales se unen los caminos.
La estrategia de la diagonalidad se inspira en el aporte de Sara Ahmed (2019). Desde una fenomenología queer, la autora emplea la orientación como punto cardinal de las vivencias de las personas, que en nuestro caso se tomarán en las metrópolis. El valor emocional del espacio radica en una cuestión de orientación, “las direcciones tomadas, lo que permite que las cosas no sólo aparezcan, sino que además nos habilita para encontrar nuestro camino a través del mundo al situarnos en relación a esas cosas” (Ahmed, 2019, p. 19). Haciendo un juego de palabras con lo torcido (queer) o no hegemónico, se trata de ver la percepción, la proximidad y la distancia sobre las que las acciones se sustentan.
La sexualidad no estaría determinada sólo por la elección del objeto, sino que implicaría las diferencias en la relación de cada uno con el mundo, es decir, en cómo uno se enfrenta al mundo o cómo se dirige hacia él [Ahmed, 2019, p. 98].
Usualmente, el sentido de esta orientación se contrapone a la regularidad, la linealidad, lo recto o heteronormativo (straight). En definitiva, el trabajo adopta esta doble diagonalidad como forma de comprender la espacialidad y por los sujetos en foco.
2. La urbanidad de la metrópolis
Las grandes urbes han sido el sitio clave para la producción de la conciencia e identidad gay moderna (Binnie, 2004; Leroy, 2009). La metrópoli, en términos de René Dagorn (2003), es parte del sistema urbano cuya sociedad, a pesar de su participación en procesos globales, se desarrolla a escala diaria. Como configuración espacial (Lévy y Lussault, 2003), el espacio metropolitano está constituido de: a) una escala: lo humano; b) una métrica: que uno desea que sea peatonal; y c) una sustancia: la urbanidad. Esta última es el potencial para que ocurran interacciones sociales en un espacio urbano dado, especialmente en el espacio público. Dicho potencial se compone de la densidad (o compacidad) y la diversidad (o heterogeneidad) de los objetos (materiales e inmateriales, humanos y no humanos) presentes en un espacio dado (Lussault, 2003).
El papel de la geografía es analizar, en lugar de describir, la dimensión espacial de las relaciones sociales que la constituyen. En este sentido, pensar en la urbanidad nos permite comprender esta diversidad sexual como producto espacial. La razón por la cual nos interesa este conjunto es precisamente para ver cómo influye esta fórmula en personas que, lejos de fluir en su totalidad, se acomodan o se adaptan a la dinámica urbana tradicional, esto es, a la normatividad.
El estudio de la urbanidad permite una mirada específica a la calidad de las relaciones sociales y los espacios producidos. Es importante decir que una ciudad puede considerarse una metrópoli y no tener una urbanidad positiva, incluso puede considerarse antiurbana (Oliva, 2004). Éste es el caso de Los Ángeles e incluso de Brasilia en nuestra región, donde las distancias de un punto a otro para la reproducción de la vida cotidiana se recorren en la escala del automóvil, lo que dificulta o imposibilita el contacto entre personas y da como resultado un espacio con poca convivencia con la diversidad, inclusive con lo grupal. Por lo tanto, no es el hecho de que una ciudad sea una metrópoli o no lo que influye en cuán libre y potente es para la expresión sexo-diversa, aunque, en teoría, este razonamiento sería correcto. Se debe observar la calidad del espacio urbano para dar cuenta de esa sexualización espacial.
En un estudio sobre la espacialidad de los cuerpos no heteronormativos en São Paulo, los lugares de encuentro y sociabilidad, mapeados a partir de guías de turismo, se concentran en los barrios centrales, aquellos que tienen una mayor urbanidad (Almeida, 2018). Al mismo tiempo, los registros de violencia física y verbal también se encuentran principalmente en vecindarios centrales (Almeida, 2019). No es sorprendente que el mayor registro de casos de violencia ocurra donde hay un mayor acceso a la información y más equipos de seguridad pública. Aun así, los registros no son completos, ya que muchas personas no se sienten seguras para denunciar casos de LGBTQfobia. Por otro lado, en Buenos Aires el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT de la Defensoría del Pueblo de la ciudad, en articulación con la Federación Argentina LGBT, informaron que once mujeres trans y seis gays fueron asesinados durante 2018.8 El esquema resulta interesante al cruzar algunos de los episodios de ataque con la variable espacial, donde aparece la vía pública de barrios valorados por estos grupos, como Palermo.
Existe una diferencia intraurbana con respecto a la urbanidad misma: expresar la sexualidad en barrios periféricos y/o pobres es diferente de expresarla en barrios centrales. Al respecto, Larreche (2019) sostiene que el barrio suele ser pensado como aquello que es antónimo simbólicamente de lo que los usuarios conciben como zona central o centralidad. En esta última se producen prácticas singulares como citas y expresiones homolesboeróticas o se tiene la posibilidad de transitar con una estética “transgresora”, hechos que no se extienden o que no se espera encontrar en el barrio tradicional. Para el caso paulista, aquí no existe una regla única: entre las personas entrevistadas, cuando se les preguntó acerca de la percepción de violencia, algunas dijeron que se sentían mejor expresando su sexualidad y/o identidad de género en el centro, mientras que otros dijeron que se sentían mejor en vecindarios distantes.
Aquí [las periferias] la gente no se manifiesta [sexualmente] [Carlos 29 años, hombre gay, cisgénero, negro].9
No quiere decir que sólo personas violentas vivan en el centro, pero es como él dijo, aquí en el centro las personas se manifiestan más, y aquí [en las periferias] las personas se esconden más. Así que creo que aquí la gente a menudo informa menos, también puede tener eso. Puede haber casos, pero la persona tiene miedo de denunciarlo porque lo normaliza, cree que es normal sufrir agresión verbal [Julio, 27 años, varón gay, cisgénero, negro].
Ah, porque aquí [en el centro] es donde las personas se sienten más cómodas de ser quienes son. Es algo que siempre he pensado. Aquí en Río Pequeño [barrio de la periferia], hay poco [número de registros policiales] porque las personas ni siquiera están sujetas a ser quienes son, no pueden, no se sienten cómodas siendo quienes son. Entonces, creo que estas agresiones verbales y físicas son menores aquí. [En el centro] es donde experimentamos nuestra corporeidad, creo que es donde somos más vulnerables, nos presentamos más [Alex, 22, varón gay, cisgénero, blanco].
[En la periferia] yo me siento más seguro, de alguna manera. Aunque la gente me mira muy feo cuando salgo a la calle. Nadie me molesta, quizás porque conocen a mi novio desde hace muchos años, porque él ha vivido allí durante muchos años. Pero es un ambiente en el que me siento más seguro para salir a la calle como quiero [Oris, 19 años, no se identifica con ningún género, mestizx].
Yo no sé. Siento que cualquier [...] lugar donde hay un orden, no sé si un orden, pero tal vez un remanente de orden, un remanente de una comunidad un poco más fuerte, es más amigable [Antonio, 29 años, varón gay, cisgénero, amarillo; énfasis de los autores].
Lo que es común en las líneas anteriores es la relación individual con el espacio: algunas personas establecen vínculos afectivos y diarios en sus vecindarios, pero no en áreas centrales, donde pueden ir a trabajar, estudiar o simplemente pasan. En las siguientes declaraciones aparecen dos mujeres lesbianas negras, una de ellas (Daniela) se mudó al barrio donde la esposa (Roberta) ha vivido desde que era niña:
Nadie dijo nada nunca, [...] pero siempre vemos miradas extrañas, así que nos aseguramos de no quedarnos mucho tiempo porque cualquier cosa puede suceder en cualquier momento [...] [Daniela, 24 años, mujer lesbiana, cisgénero, negra].
Incluso me siento segura porque aquí es donde nací, viví y sigo viviendo hoy, ¿sabes? Pero siempre existe el temor de que las personas te vean de una manera diferente, especialmente cuando exhibes una relación inusual [Roberta, 24 años, mujer lesbiana, cisgénero, negra].
La urbanidad también nos permite comprender que una metrópoli no es homogénea y que en general presenta diferentes niveles de urbanidad debido a la distancia desde una o más centralidades que la constituyen. Los ejemplos anteriores nos muestran que no existe un espacio público unívoco sino espacios de la metrópoli que encauzan estos deseos y/o espontaneidades. Los testimonios atravesados por la raza, el género y el rango etario, además de la orientación sexual, muestran que el espacio puede ser parte, pero no se limita a las direcciones de las guías turísticas.
La actividad turística inclinada principalmente al mercado internacional ha sido vertebral en ciertos imaginarios de las metrópolis latinoamericanas en materia de diversidad sexual. A pesar de que el turismo rosa se puede ubicar a partir de la segunda mitad de la década de 1990 en Europa (Southall y Follon, 2011), el interés de esta modalidad por parte de las empresas turísticas, sumado a las conquistas de los derechos que progresivamente fue consiguiendo la comunidad LGBTQ a nivel global, hicieron que el fenómeno traspase los destinos europeos comunes (Fimiani, 2014). La típica tríada del sun, sand and sex, tan popular en las visitas de gays al mediterráneo español o griego, empieza a competir con las grandes capitales y sus atmósferas urbanas cosmopolitas y exóticas, entre las que destacan las de Latinoamérica.
En su estudio basado en los datos de la guía Spartacus para calibrar la tolerancia de los destinos,10 Fernández Salinas (2007, 2008) destaca la posición de Europa Occidental y Norteamérica en su liderazgo con respecto al divertimento y la sensibilidad por la cuestión LGBTQ. En segundo lugar, se ubican las referencias de América Latina y el Caribe (Brasil, México y Argentina, principalmente). Allí predominan los formatos de sociabilidad y satisfacción sexual en donde se refuerza el valor del anonimato, y mucho menos peso tienen las asociaciones políticas en comparación con el primer pelotón. En un trabajo similar al del español, Jaurand (2018) también mapea los sitios de este turismo a nivel internacional y configura una tipología que combina la perspectiva histórica con una más antropológica. De esta forma, se ve mucho mejor la aproximación a la metrópoli diagonal a partir de las imágenes turísticas de los destinos y las experiencias más o menos segmentadas de personas autodefinidas como gays o lesbianas. Como conclusión, el geógrafo francés establece lugares emergentes de estas motivaciones, de los que forman parte destinos como San José, Buenos Aires y Río de Janeiro, y en donde existe una interacción más real con la comunidad anfitriona sin caer en la excepcionalidad del catálogo gay dependiendo del contexto sociopolítico.
Tras la llegada al poder de Jair Bolsonaro la diversidad sexual de Brasil sufrió una persecución atroz. En una declaración que recorrió el mundo el presidente se mostró decidido a acabar con el turismo rosa asociado al país que gobernaba: “no podemos dejar que este lugar sea conocido como un paraíso para el turismo gay, tenemos familias”,11 declaró. Este escenario llevó al exilio a activistas y académicos que encontraron en la ciudad de Buenos Aires un refugio (Alves et al., 2019). En consonancia, durante la Feria Internacional de Turismo 2020, Buenos Aires fue nombrada como destino LGBTQ.12 Estas cuestiones también refuerzan la relación social fomentada por la fachada de libertad sexual y menores cargas de discriminación (gay-friendly) de las grandes ciudades.
João es un varón gay, cisgénero, blanco, con estudios universitarios y de clase media. Sobre el sentimiento de pertenencia en el espacio público, él identifica a la metrópoli como un espacio de la libertad. Cabe destacar que João ha sido criado en una ciudad intermedia del interior del territorio brasileño y se mudó a São Paulo para estudiar y vivir su sexualidad de otra manera: “ser LGBT en São Paulo es muy diferente al resto del país”. Tal percepción espacial se basa en “posibilidades históricas”: es en las metrópolis brasileñas donde se suceden los acontecimientos históricos más significativos para el país.
Como postuló Michel Foucault (1994a), en el espacio de las sociedades hay espacios que no están en línea con el funcionamiento general. El filósofo francés habla de utopías, lugares sin lugar, que pueden o no volverse reales, mejores que los actuales, que nos colocan frente a otras narrativas de esos espacios que parecemos conocer: las heterotopías. Si las utopías nos consuelan, las heterotopías nos perturban. Se trata de una forma de ver el espacio como una multiplicidad de otros espacios, o mirar un lugar como una multiplicidad de otros lugares y de tiempos que se superponen e intersectan, es decir, heterocronías.
Las heterotopías abordan el ahora y aportan nuevos significados, como nos dice Margareth Rago (2015) cuando habla de las heterotopías de los anarquistas como respuesta a los barrios obreros construidos por industriales en São Paulo. Estos grupos rechazaban los vecindarios proyectados sin consulta a las personas que los habitarían y defendían la presencia en el espacio público, la vida no estandarizada, la valoración del ocio; en definitiva, defendían la urbanidad en detrimento del biocontrol. Sin embargo, no lo lograron, como evidencia la concepción de una ciudad con grandes distancias internas en el inicio del siglo XX y que perdura hasta hoy (Oliva, 2004; Oliva y Fonseca, 2016). Algo del orden de las fronteras sociales también ha sucedido en el trazado de la capital argentina, donde a medida que la ciudad se extendía, ganaba fuerza la oposición funcional e ideológica Norte-Sur, a pesar de que la grilla había sido pensada con una función social integradora (Gorelik, 2010).13
Rodrigo Valverde (2009) postula que las heterotopías no están bajo el control de nadie, ni del Estado ni de otro poder. “De esta manera, el espacio heterotópico no se reduciría a la cuestión de la dominación y la influencia que está asociada con el debate sobre la territorialidad” (Valverde, 2009, p. 12; traducción de los autores). El autor discute la movilización del concepto foucaultiano en la geografía, que siempre ha buscado una delimitación de la acción política o una asimilación a la normalidad espacial. Sin embargo, remarca:
Las heterotopías constituirían espacios en los que las memorias política e institucional no estarían presentes, en espacios en los que no se aplicarían las clasificaciones funcionales, en espacios en los que las reglas de convivencia no se basan en la civilidad [Valverde, 2009, p. 13; traducción de los autores].
En Foucault (1994a), uno de los principios descriptivos de las heterotopías es la existencia de un sistema de apertura y cierre, que los hace (im)penetrables. Al interpretar este principio, Valverde (2009) afirma que el espacio público sería “lo contrario de la heterotopía [...] una utopía que nunca se logra”. Estudiando las implicaciones espaciales, arquitectónicas y culturales, Paul Preciado (2010) identifica el carácter sexual de las heterotopías típico de las sociedades capitalistas de la posguerra bajo la noción de pornotopías.
Si las heterotopías son capaces de crear “brechas en las formas tradicionales de espacialización del poder y el conocimiento en una sociedad dada” (Preciado, 2010, p. 118), las pornotopías van un poco más allá y producen una subjetividad sexual como consecuencia de las operaciones espaciales y tecnológicas (Preciado, 2010). Paul sugiere las nomenclaturas de pornotopías subalternas para hablar sobre la visibilidad espacial de las minorías político-sexuales, dando como ejemplo los barrios gay de Nueva York, Los Ángeles y París (que puede ser extendida a las zonas de la ciudades latinoamericanas); y pornotopías de resistencia, que se refiere a la materialización en el espacio público de “lógicas y subjetividades sexuales habitualmente no visibles en la cartografía de lo urbano” (p. 121), como pueden ser las marchas del orgullo.
A pesar de ser parte del paisaje del espacio público, tanto la pornotopía subalterna como la pornotopía de resistencia siguen siendo espacios que operan en la lógica de apertura y cierre. El capitalismo rosa actúa con objeto de asimilar estas pornotopías en el tejido normativo urbano de la ciudad, ya sea en la gentrificación que incluye a hombres gays ricos y blancos en su plan de acción, o mediante la intervención financiera y política de gobiernos y empresas en las marchas del orgullo, muy habitual en las grandes capitales. Aquí es donde estos espacios parecen dejar de ser parte de la lógica diagonal de la metrópoli para incorporarse a las verticalidades. Milton Santos (2012) es quien define a la verticalidad como la apropiación de un territorio por una fuerza hegemónica, sometiéndola al momento único de la globalización, siempre impuesta de arriba hacia abajo, ignorando las demandas de los deseos que allí existen.
Sin embargo, si seguimos la herencia del pensamiento foucaultiano, el poder es una positividad (Foucault, 1994b); en efecto, produce horizontalidades al mismo tiempo que verticalidades y aquí agregamos diagonalidades. Éstos son los espacios heterotópicos/pornotópicos que nuestro enfoque de la metrópoli pretende privilegiar. Retomando el caso de São Paulo, la sociabilidad se ha multiplicado cada vez más alejada de las áreas centrales, como lo muestra Perilo (2017). Eventos como Helipa LGBT14 (Fotografías 1 y 2) -un baile funk al aire libre, cuyo público es principalmente jóvenes LGBTQ negros de barrios periféricos-, Periferia Trans,15 TRANSarau y Periferia Preta, festivales culturales con narrativas que tratan sobre los cuerpos trans y/o negros, son ejemplos de sociabilidad y espacialidad que: a) ocurren afuera de los circuitos centrales del turismo LGBTQ, guías y radares fuera del mainstream, y b) son hechos por y para cuerpos negros, trans, con discapacidad, afeminados, masculinizados, no-binarios, drags, en resumen, cuerpos sin visibilidad en la comunidad.
Las intervenciones de la mano de la cumbia tropical que se está gestando en la conurbación de Buenos Aires con grupos como Sudor Marika y Kumbias Queer, al igual que la Fiesta Bonita caracterizada por el drag, el perreo y la voguera en la Ciudad de México (Davo Ortiz, 2020), parecen seguir la misma secuencia de juventud y desparpajo que el caso brasileño.
Las pornotopías coexisten con otros dispositivos que en los últimos años han decaído políticamente como en la conmemoración del orgullo. En São Paulo, el impulso de marchas alternativas que promueven la visibilidad de cuerpos olvidados, como la Caminhada de Mulheres Lésbicas e Bissexuais16 y la Marcha do Orgulho Trans17 (Fotografía 3), cerca de la marcha del orgullo LGBTQ “oficial”, o incluso la manifestación-fiesta A Revolta da Lâmpada18 (Fotografías 4 y 5) son casos ilustrativos. Los despliegues de contramarchas en distintas metrópolis argentinas durante este día también reafirman estas pornotopías de resistencia.
Estos casos colocan otros espacios-tiempo en el mapa, fuera de la lógica de la producción corporal del capitalismo rosa y del capitalismo biopolítico. Otra forma de expresar la diversidad sexual más allá de los límites de la hetero, pero también de la homonormatividad del marketing, vinculada con un sujeto masculino, gay, cis, blanco, de clase media-alta y adulto.
Cuando hablamos de los contextos heterogéneos que caracterizan la urbanidad, posibilitando el contacto entre personas de diferentes orígenes, volvemos a la trayectoria de João, dejando una ciudad brasileña promedio para vivir en una metrópoli y encontrando diversidad en su sentido amplio (etnias, gustos, ideologías).
Son geografías que pasan desapercibidas, invisibles, pero que sólo son posibles porque las ciudades, principalmente las metrópolis, están dotadas, en diferentes medidas, de extimidad (Lévy, 2003), esto es, la representación de la intimidad en el espacio exterior. No es novedad que se es más anónimo cuanto más densa y diversa es la ciudad, es decir, cuanto más urbana es. El anonimato es fundamental en la inserción de la sexualidad desde un plano íntimo a éxtimo. En las metrópolis, la extinción de la certeza es la que permite la expresión de un beso o la entrega a un baile en una fiesta al aire libre, con la tranquilidad de que otras personas no proyectarán sus intimidades en nosotros; es esto lo que permite individualidad en el espacio público sin que haya un efecto de desnudez.
Cabe destacar que esta extimidad es diferencial en función del género, las gestualidades en escena y la compañía. En las declaraciones de José -varón gay, cisgénero, mestizo-, el espacio público no es receptivo a los homosexuales, sobre todo si son afeminados. Para él, la valentía de estar en el espacio público está directamente relacionada a la condición de estar acompañado de amigos. Una cuestión que dialoga con esta urbanidad planteada en términos erótico-sexuales es el cruising, una práctica que nació de la creatividad en tiempos clandestinos y ha sido el eje pionero en la sexualización de los espacios metropolitanos. Aprovechando además del anonimato la fugacidad del ritmo metropolitano, ciertos espacios públicos son reconfigurados por el deseo y el placer. Desde la dictadura (Rapisardi y Modarelli, 2001), sigue siendo una práctica más que se presenta en el sutil código de miradas atentas entre la muchedumbre que se mueve en la vorágine.19
Por último, y como otra consigna de las ciudades actuales, ¿podría la espacialidad virtual también producir pornotopías? Al mapear el número y la espacialización de los hombres conectados a la aplicación de encuentros Grindr (Almeida, 2018), existe una presencia espacial fuera del espacio físico (offline): al mismo tiempo que están en su trabajo diario, estudio u otras actividades, no necesariamente visibles en la calle, estas personas coexisten en un espacio virtual donde el deseo y la subjetividad operan en una temporalidad diferente a la del espacio concreto. Esta virtualidad está siendo explorada recientemente (Leal Guerrero, 2011; Miskolci, 2017; Nunes, 2019) e instaura otras posibilidades de investigación en la perspectiva diagonal de la ciudad.
3. ¿Metronormatividades o metrolatinoamericanidades?
Teniendo en cuenta esta urbanidad desde determinadas metrópolis latinoamericanas, se pueden revelar algunas parcialidades en el tratamiento metropolitano del tema. Si bien se ha expuesto que las grandes ciudades han sido los formatos en donde se gestaron estos procesos de subjetivación en tanto se produjo cierto esplendor de los circuitos que involucraron espacios de gran riqueza comunitaria y performativa, también es preciso revisar las intersecciones por raza, edad y sexo-género que no parecen replicarse tan cómodamente desde los cánones anglo-estadounidenses disponibles. En este sentido, la genealogía del estudio de las sexualidades en esta región fue casi al mismo tiempo que la incorporación de la interseccionalidad como enfoque analítico, y esto ha posibilitado el desarrollo de las geografías gays, lesbianas, trans, travestis y queers casi de forma paralela.
La geógrafa británica Browne (2006) explica que la principal diferencia entre las geografías de las sexualidades y las geografías queer apunta a que las segundas hacen una indagación menos descriptiva del hecho puramente espacial de los asuntos del sexo-género con los que se conformaban las primeras. En este sentido, la autora recalca:
[…] la inquisición por queer (algo similar a los argumentos feministas en torno a la discusión mujer vs. mujeres) implica (re) pensamientos, (re) dibujos, (re) conceptualizaciones, (re) mapeos radicales que posibiliten (re) hacer cuerpos, espacios y geografías. En otras palabras, queer puede ofrecer un modo diferente de investigación, uno que no sólo cuestiona el “gay, blanco, homosexual masculino”, así como los “guetos gay”, sino la idea misma (e ideal) de la inclusión [Browne, 2006, p. 888; traducción de los autores].
En el Sur, las revisiones generacionales, de género, de etnia/raza y principalmente de clase son más esperables por las condiciones sociales de existencia en estas regiones, aunque muchas veces lo interseccional desdibuje lo espacial en las investigaciones. Como se mencionó inicialmente, la idea de zonas y no de guetos ha desplegado estas variantes en el laboratorio sociosexual de metrópolis como México, Buenos Aires, Bogotá o São Paulo, que no responden a pautas análogas del Norte. De hecho, en torno a estas grandes ciudades priman los esfuerzos no lineales, difusos y sumamente críticos que no se derivan únicamente de una relación intuitiva o sin problematizar propia de la miopía rosa, que elucida otra idea de metronormatividad o metrosexualidad (Wang, 2014).
Halberstam (2005) fue quien incorporó esta noción a partir de una reflexión acerca de las migraciones que protagonizaban muchas personas LGBTQ desde los ámbitos rurales hacia las metrópolis y que reactualizan la oposición espacio urbano versus espacio rural. Este discurso deriva en otras contraposiciones como lo idílico-hostil, progre- conservador, societario-comunal, que influyen decisivamente en los proyectos de vida de estos grupos. Como postula Teixeira (2015), bajo esta idea se edifica una supervaloración del entorno urbano en la formación identitaria homo-lesbo-trans donde la metrópoli se vuelve una referencia absoluta para la satisfacción erótico-sexual y el desenvolvimiento personal.
Si bien en los análisis de las grandes ciudades latinoamericanas se podría proponer la desactivación del varón gay cis, más como usuario que como habitante, éste no siempre es blanco o de clase alta como se verifica en los trabajos fundantes, porque las realidades de estas ciudades hablan de otros condimentos históricos y socioculturales que merecen cautela (no negamos que en algunos países puede resultar aún acuciante la invocación europea en términos raciales). Por lo tanto, se abre paso a una complejización de la urbanidad. En los casos de Río de Janeiro, São Paulo y Buenos Aires, las apropiaciones de masculinidades lesbianas en bares (Lacombe, 2006), la irrupción de las corporalidades trans (Silva et al., 2013) y los desenclaves generacionales (Meccia, 2011) son aportes en esta sintonía. Asimismo, en la Ciudad de México los trabajos más territoriales no tuvieron que ver con el inventario de lugares para socializar, sino con los ambientes sórdidos de la prostitución de travestis y homosexuales en contextos desfavorecidos económicamente (Careaga, 1985), al igual que en el caso de Bogotá, donde los trabajos sobre cruising (Ramírez Arcos, 2014) resultan interesantes al combinar elementos que pueden pensarse como distantes de un entendimiento del espacio social convencional.
Si bien sigue siendo clara la dependencia metropolitana para estos deseos e iniciativas, estos ejemplos intentan correrse de las metronormatividades que irradiaron el modelo urbano arriba del Ecuador hasta el punto tal de instalar una planificación en torno a la consigna de la diversidad (Doan, 2015).
El Cuadro l muestra un intento de estructurar un estado de la cuestión. Evidentemente queda mucho por recorrer y se esperan aportes que nutran el gráfico mediante más estudios de la diversidad sexual latinoamericana. Del conjunto relevado, los esfuerzos por parte de los geógrafos han sido mínimos (en algunos países nulos). En cuanto a la dimensión espacial, destacan los análisis etnográficos (en marchas, bares, baños, saunas, zonas cruising) con una perspectiva que busca historizar a la comunidad y su contexto: las cartografías de sociabilidad, las jergas y las narrativas sobre la base de la observación participante y las entrevistas en profundidad. Por otro lado, existen mayores despliegues en torno a las subjetividades y prácticas homosexuales/gays en comparación con las de lesbianas y personas travestis/trans, pivoteando entre distintas espacialidades construidas del orden social, erótico (en su mayoría) y político.
Brasil |
São Paulo: Puccinelli, 2011; Almeida, 2018, 2019; França, 2013, 2015; Perilo, 2017; Simões, França y Macedo, 2010. Río de Janeiro: Lacombe, 2009; Ribeiro et al., 2011. |
México | Ciudad de México: Laguarda, 2010; Boivin, 2014, 2017; Sánchez Crispín y López, 2000; López y Carmona Mares, 2008; Islas Vela, 2015.
Guadalajara: Orozco Valera y González, 2017. |
Argentina | Ciudad de Buenos Aires: Meccia, 2006; Rapisardi y Modarelli, 2001; Figari y Gemetro, 2009.
Rosario: Sívori, 2005 Córdoba: Liarte Tiloca, 2013. |
Chile | Santiago: Astudillo Lizama, 2015; Torres Rodríguez y Borges Guimarães, 2012. |
Colombia | Bogotá: Ramírez Arcos, 2014. |
Costa Rica | San José: Rojas Herrera, 2016, 2018. |
Uruguay | Montevideo: Sempol, 2013. |
*Los criterios empleados fueron las grandes ciudades (por lo menos de 1 000 000 habs.) y las ciudades capitales, para tener un panorama más amplio en función de la región, a pesar de que los pesos demográficos y circunstancias socioculturales son muy distintos.
Fuente: Elaboración propia.
Por último, en las metrolatinoamericanidades la violencia no ocupa un lugar menor en la conformación de la urbanidad urbana en una región asediada por el patriarcado. La investigación de Boivin (2014) en la Ciudad de México, el caso de São Paulo (Almeida, 2019) y las estadísticas de agresiones hacia la comunidad en Buenos Aires muestran la vigencia del miedo y la violencia en la construcción de los espacios que obligan a activar lógicas alternativas como esconderse, caminar rápido en la calle, evitar el espacio público, vigilar el propio cuerpo.
No camino despacio [en la calle], vuelo [...] Camino rápido y la gente termina no notando [mi apariencia], pero si camino más despacio, la gente termina teniendo esa mirada torcida [Yule, 20 años, pansexual-demisexual, no binario, blancx]
Específicamente, no es que no frecuente, yo frecuento, sino que cada vez que voy lo hago con miedo. Nunca dejé de ir a ningún local porque no es un lugar seguro para los homosexuales. No, no hay lugar al que no vaya por eso. Pero donde estábamos hablando, en el centro, atiendo con miedo [Oscar, 43 años, varón gay, cisgénero, blanco].
Estos lugares públicos, trenes, subte, calles, me dan sensación de inseguridad más como mujer que como bisexual, porque cuando estoy con una chica, no mostramos mucho afecto, así que no pienso tanto en eso, porque a veces parecemos dos amigas. Y como mujer porque desde que era niña sufría mucho acoso sexual en estos espacios, como la calle, el autobús, el tren, el subte, porque siempre caminaba sola [María Antonia, 25 años, mujer bisexual, cisgénero, indígena].
Cuando salgo de mi barrio, no me siento muy segura [...] en el trayecto hasta los lugares [finales] no me siento muy segura [Bárbara, 20 años, mujer pansexual, cisgénero, blanca].
El miedo no necesariamente impide que las personas salgan de sus hogares. Este miedo, de hecho, está dirigido a mirar a los demás, invadiendo los límites del cuerpo y de la existencia misma como una marca que se arrastra, como repasan los testimonios anteriores.
Conclusiones
Para entender el rol que desempeña el espacio para la diversidad sexual, debe ser pensado desde sus diversas dimensiones, tanto materiales como simbólicas (Boivin, 2017). En este sentido fue acuñado el prisma de la metrópoli diagonal. El estudio de la urbanidad nos permitió acercarnos a la condición sociosexual que el espacio posee en Latinoamérica.
La urbanidad advierte sobre la atención que requiere la producción de la diversidad en espacios diagramados hegemónicamente. De esta forma, el análisis se ha ido distanciando cada vez más del discurso normativo y se vuelca de lleno en otras versiones de espacios más realistas con la idea de heterotopías. A pesar del imaginario de libertad en relación a las metrópolis, hemos querido evidenciar que no son lugares homogéneos. El trabajo con los fragmentos de la ciudad (centro y la periferia), las pornotopías de la resistencia (distintos orgullos, eventos musicales), la extimidad (cruising) y, en alguna medida, las zonas del turismo rosa, permitieron romper y repensar la idea monolítica de metrópoli heredada de las geografías del Norte a partir de otros agregados analíticos propios de un pensamiento desde el Sur.
Las entrevistas y el relevamiento bibliográfico sugieren que los estudios sobre sexualidades y espacio con un enfoque en las metrópolis, deben desarrollarse a partir de análisis que consideren la intersección entre superestructuras y la vida cotidiana, así como la metrópoli colectiva y la metrópoli individual que vive cada persona. Las normas sociales y espaciales definen espacialidades (acceso, segregación, contacto, coalición) mientras se crean formas alternativas de vivir la ciudad interfiriendo en la producción del espacio.
La pregunta ¿metronormatividades o metrolatinoamericanidades? señala las rupturas epistemológico-políticas de este campo académico entre el Norte y el Sur metropolitano, donde en esta última región las marginalidades, la creatividad, la convivencia y la tensión entre distintas espacialidades y la violencia, por momentos estructural, parecen ser las particularidades más constantes en los puntos de partida. En este aspecto, la perturbación en el campo de la producción científica sobre geografía urbana, agregando esta vertiente, puede ser relevante y esperemos pueda ser enriquecida. Sabemos que este esfuerzo tiene varias falencias, entre ellas la no consideración de la diversidad sexual en espacios no metropolitanos.