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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.68 no.91 Ciudad de México nov. 2023  Epub 10-Ene-2025

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2023.91.1992 

Artículos

Identidad, Adscripción y Justicia: De las identidades materialmente fundamentadas a las identidades nomenclaturales

Identity, Ascription and Justice: From Materially Based Identities to Nomenclatural Identities

Siobhan F. Guerrero Mc Manus1 

1 Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Universidad Nacional Autónoma de México. siobhan.fgm@ceiich.unam.mx


Resumen

Este ensayo aborda uno de los debates más álgidos del feminismo contemporáneo, a saber, la disputa entre quienes abogan por el reconocimiento de las identidades trans mediante la autodeterminación del género y quienes sostienen que esto último representa una amenaza para los marcos jurídicos imperantes. En este texto reconstruyo ambas concepciones empleando las herramientas de la metafísica analítica y los estudios de género. Distingo así entre la identidad materialmente fundamentada y la identidad nomenclatural autoadscriptiva. El objetivo central, más allá de ofrecer esta caracterización, es examinar cuál de estas concepciones es más compatible con una concepción de la justicia que ponga en el centro las libertades de los individuos.

Palabras clave: sistema sexo/género; biopolítica; transfeminismo; derecho a la identidad; ontopolítica

Abstract

This essay deals with one of the hottest debates in contemporary feminism: the dispute between those who advocate the recognition of trans identities through gender self-determination and those who argue that the latter represents a threat to the prevailing legal frameworks. In this text, both conceptions are reconstructed using the tools of analytical metaphysics and gender studies. Thus, a distinction is made between materially grounded identities and self-ascriptive nomenclatural identities. My central aim, beyond offering such a characterization, is to examine which of these conceptions is most compatible with a conception of justice that puts individual liberties at the center.

Keywords: sex/gender system; biopolitics; transfeminism; right to identity; ontopolitics

Este ensayo aborda uno de los debates más álgidos de la cuarta ola feminista, a saber, la cuestión de si las identidades autopercibidas de las personas trans deben reconocerse dentro de los marcos jurídicos de los Estados modernos y, de ser así, si tales identidades deben autodeterminarse o, por el contrario, deben ser evaluadas y acreditadas por expertos en el ámbito de la salud mental. Como se verá, si este tema despierta conflictos, ello se debe al hecho de que posee una serie de aristas epistemológicas, éticas, políticas y metafísicas que nos llevan a examinar qué entendemos por sexo, género e identidad y bajo qué criterios adscribimos una u otra identidad a una persona y, por último, cuándo debe reconocerse legalmente una identidad.

De manera general, en este debate podemos encontrar dos grandes posiciones. La primera de éstas defiende una concepción más bien clásica de la identidad que aquí se denomina identidad materialmente fundamentada. Quienes defienden esta tesis conciben las identidades como algo que se predica sobre la base de marcadores somáticos públicamente observables, esto es, conciben el género -incluida la identidad de género- como algo fundamentado en el sexo. Por el contrario, los detractores de esta postura reconocen que históricamente las identidades han funcionado de ese modo, pero argumentan que dicho modelo debe abandonarse en favor de una concepción nomenclatural y autoadscriptiva en la cual la identidad no esté necesariamente anclada en marcadores somáticos, es decir, buscan romper con la idea de que el sexo es la base del género y abrazan, por el contrario, la proposición de que el género es de hecho constitutivo del sexo.

Ahora bien, estas dos posturas guardan correspondencia con posiciones metafísicas y epistemológicas muy diferentes con respecto a cómo entender el cuerpo sexuado y aspectos como el sexo y el género. De la mano de este desacuerdo hay también una tensión más propiamente política y jurídica que tiene que ver con la cuestión de si las identidades trans, en especial las que se autoadscriben y se conciben de manera nomenclatural, deben ser reconocidas por los marcos jurídicos de los Estados modernos, por ejemplo en sus códigos civiles. Para quienes se oponen a una concepción nomenclatural de la identidad, el reconocimiento jurídico a través de la autoadscripción y sin que medie marcador somático alguno resulta indeseable porque -sostienen- ello pone en riesgo a los derechos de las mujeres. Por el contrario, los partidarios de una concepción nomenclatural niegan que esta consecuencia se presente de hecho y afirman que una concepción como ésta es consistente con una idea de la justicia que ponga en el centro la libertad y no la regulación biopolítica del individuo.

Precisamente a la luz de lo anterior es que el presente ensayo tiene como objetivo ofrecer una reconstrucción filosófica de los modelos de la identidad que actualmente están en conflicto. De igual manera, este texto tiene como segundo cometido realizar un ejercicio exploratorio que revele los presupuestos que acompañan a ambos modelos y que condicionan la forma en la cual entienden tanto el papel del Estado como del derecho en la tarea de construir una sociedad más justa.

Así, lo que se persigue con este ejercicio reflexivo es la construcción de argumentos que puedan ayudarnos a crear espacios de diálogo, escucha y respeto que no fomenten ni la discriminación ni la violencia hacia las personas trans. De igual forma, se busca evidenciar que el reconocimiento de las identidades trans es compatible con un proyecto que ponga en el centro a la justicia. Sin embargo, lo anterior requiere tomar distancia de los vínculos que hasta ahora han existido entre esta noción y una miríada de mecanismos de regulación biopolítica de los cuerpos que, si bien los hacen más fácilmente gobernables, no por ello los colocan en una situación óptima que permita la realización digna y plena de los individuos.

Dicho esto, el texto se divide en tres secciones principales a las cuales sigue una conclusión. En la primera de estas secciones se ofrece una descripción del desencuentro actual entre una posición transincluyente en el ámbito legal, por un lado, y una posición que explícitamente rechaza el reconocimiento legal de las identidades trans, por otro. A esta sección le sigue otra que busca reconstruir filosóficamente los dos modelos en torno a la identidad que acompañan a estas dos posturas. Cabe aclarar que, en términos históricos, el modelo nomenclatural es mucho más reciente y es todavía incipiente en la enorme diversidad de países del mundo. En la tercera sección se buscará conectar ambos modelos con una reflexión sobre cómo se entiende la justicia tanto en un caso como en otro. Por último, en las conclusiones se esbozará una reflexión encaminada a defender una noción de justicia que ponga en el centro la libertad y no la regulación de los cuerpos.

1. Sexo, identidad de género y derecho

Como ya señalé, uno de los desencuentros más álgidos del feminismo de la cuarta ola tiene que ver con la pregunta por el lugar que deben ocupar las personas trans -en especial las mujeres trans- en el feminismo (Guerrero 2019; Guerrero 2020b). Esta disputa incluye evidentemente cuestiones teóricas, pero entraña también una serie de consecuencias directamente vinculadas con el diseño de políticas públicas encaminadas a proteger a las mujeres. Es justo por este aspecto más "aplicado" que esta polémica se ha tornado cada vez más visible y ríspida. En algún sentido, hay aquí una serie de tensiones sobre cómo entender el sujeto político del feminismo y, de la mano de este aspecto, cómo caracterizar la forma en la cual se estructura causalmente la violencia contra las mujeres y, por ende, el modo con el cual deben diseñarse los marcos jurídicos para mitigar y eliminar este tipo de violencia.

Cabe señalar que este conflicto ha tomado mayor visibilidad con la aprobación de legislaciones que posibilitan la autodeterminación del género. En Europa, por ejemplo, Dinamarca fue pionera al aprobar una ley con estas características en 2014. Desde entonces Noruega, Bélgica, Portugal, España, Malta y Luxemburgo han seguido este sendero. En el caso de América Latina, la Ciudad de México aprobó una legislación de este tipo también en el año 2014 y actualmente más de 18 entidades federativas tienen procedimientos administrativos que permiten la autodeterminación del género. Una situación semejante ocurre en Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Colombia, Costa Rica y Ecuador, que también cuentan con marcos jurídicos de este tipo. De hecho, América Latina ha sido pionera en esta clase de política pública pues países como Argentina cuentan con legislaciones basadas en la autodeterminación desde 2012 (ILGA 2020).

Algo que debe tenerse en cuenta es que este tipo de legislaciones responde al avance del movimiento por la despatologización de las identidades trans, es decir, por dejar de considerarlas alguna suerte de enfermedad mental que requiere de un enfoque terapéutico. Si bien fue hasta 2018 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) dejó de considerar a la transexualidad un trastorno mental (De Benito 2018), lo cierto es que en los ámbitos legislativos se fue abandonado un discurso médico-patológico en favor de un discurso basado en los derechos humanos, incluido desde luego el derecho a la identidad y a la autodeterminación.

Esto último es importante porque ha implicado una ruptura con la forma en la cual se ha concebido históricamente la experiencia trans. Cabe señalar que, en el caso de nuestro continente, una figura central en la construcción de los protocolos de acompañamiento fue el doctor Harry Benjamin. Fue este médico el que estableció que era inútil intentar modificar la identidad de género de una persona a través de terapias psicoanalíticas o psicológicas. Esto no sólo no tenía efecto alguno, sino que afectaba profundamente la salud mental de las personas trans. Su apuesta fue, por ende, intentar modificar el cuerpo para adecuarlo a la identidad autopercibida (Meyerowitz 2004; Stryker 2017).

Desafortunadamente, debido al trabajo de Benjamin y de sexólogos posteriores como John Money y Robert Stoller, la intervención corporal tomó tonos normativos imponiéndose así un método de acompañamiento que obligaba a las personas trans a retomar roles de género sumamente ortodoxos. Dominó así una visión cis-heterosexista de lo que debe ser una transición de género y, de igual manera, se estableció que el reconocimiento de la identidad autopercibida sólo sería posible si había un aval médico y si, además, la persona satisfacía exitosamente los roles de género propios de su identidad elegida -esto último era evaluado por los propios médicos, lo que dio lugar a denuncias que señalaban la dimensión biopolítica y disciplinaria de estas prácticas-(Meyerowitz 2004; Stryker 2017).

A la luz de todo lo anterior podemos comprender el profundo significado que implica adoptar marcos jurídicos centrados en la autodeterminación. De hecho, un ejemplo concreto de este tipo de legislaciones está en el Código Civil de la Ciudad de México. En su artículo 135 bis se menciona de manera explícita que se puede obtener una nueva acta de nacimiento para el reconocimiento de la identidad de género sin que sea necesario acreditar intervención quirúrgica alguna u otro tipo de terapia o diagnóstico. Veamos el artículo en cuestión:

ARTICULO 135 Bis.- Pueden pedir el levantamiento de una nueva acta de nacimiento para el reconocimiento de la identidad de género, previa la anotación correspondiente en su acta de nacimiento primigenia, las personas que requieran el reconocimiento de su identidad de género.

El reconocimiento respectivo se llevará a cabo ante las instancias y las autoridades correspondientes del Registro Civil del Distrito Federal cumpliendo todas las formalidades que exige el Reglamento del Registro Civil del Distrito Federal.

Se entenderá por identidad de género la convicción personal e interna, tal como cada persona se percibe a sí misma, la cual puede corresponder o no, al sexo asignado en el acta primigenia. En ningún caso será requisito acreditar intervención quirúrgica alguna, terapias u otro diagnóstico y/o procedimiento para el reconocimiento de la identidad de género.

Los efectos de la nueva acta de nacimiento para identidad de género realizados, serán oponibles a terceros desde de su levantamiento.

Los derechos y obligaciones contraídas con anterioridad al proceso administrativo para el reconocimiento de identidad de género y a la expedición de la nueva acta, no se modificarán ni se extinguen con la nueva identidad jurídica de la persona; incluidos los provenientes de las relaciones propias del derecho de familia en todos sus órdenes y grados, los que se mantendrán inmodificables. (Código Civil para el Distrito Federal, 2022, p. 21; las cursivas son mías.)

Ahora bien, hay que decir que el grueso de las legislaciones en el mundo que admiten la autodeterminación del género se fundamenta en los Principios de Yogyakarta (2007) y en su versión revisada, Yogyakarta + 10 (2017). Dichos principios son un ejemplo de lo que en inglés se conoce como soft law, es decir, no son un tratado vinculante, sino que son simplemente recomendaciones que se les hacen a los diversos países del mundo que son miembros de la ONU. En estos principios se define la identidad de género como la percepción íntima que un sujeto tiene sobre sí mismo. Es también en estos principios donde de manera explícita se recomienda la autodeterminación en el ámbito jurídico. Curiosamente, esta opción se presenta sólo como una alternativa a su recomendación central, la cual consiste en la eliminación de marcadores de sexo o género en los documentos de identidad. Esta recomendación no ha sido retomada por ningún país, pero la alternativa, esto es, la autodeterminación, sí está siendo incorporada en diversas legislaciones de América y Europa. Concretamente, es en el artículo 31 de Yogyakarta + 10 donde se afirma que no debe patologizarse la identidad autopercibida ni tampoco supeditarse o condicionarse a evaluaciones médicas de ningún tipo. Veamos este artículo:

PRINCIPIO 31. Derecho al reconocimiento legal.

Toda persona tiene el derecho al reconocimiento legal sin referencia a, o sin requerir o revelar, el sexo, género, orientación sexual, identidad de género, expresión de género o características sexuales. Toda persona tiene el derecho de obtener documentos de identidad, incluyendo certificados de nacimiento, con independencia de la orientación sexual, identidad de género, expresión de género o características sexuales. Toda persona tiene derecho a cambiar la información respecto de su género en tales documentos cuando dicha información se consigne en los mismos.

LOS ESTADOS DEBEN:

A. Garantizar que los documentos de identidad oficiales incluyan únicamente información personal que sea pertinente, razonable y necesaria de conformidad con la ley para cumplir un propósito legítimo; y, por lo tanto, deben poner fin al registro del sexo y género de las personas en documentos de identidad tales como certificados de nacimiento, cédulas de identidad, pasaportes y licencias de conducir; y como parte de su personalidad jurídica;

B. Garantizar el acceso a un mecanismo rápido, transparente y accesible para el cambio de nombre, incluyendo a nombres de género neutral, basado en la autodeterminación de cada persona;

C. Mientras el sexo y el género continúen siendo registrados:

i. Garantizar un mecanismo rápido, transparente y accesible que reconozca legalmente y afirme la identidad de género con la que cada persona se identifica;

ii. Tener disponibles múltiples opciones de marcadores de género;

iii. Garantizar que ningún criterio de elegibilidad, tal como intervenciones médicas o psicológicas, diagnósticos médico-psicológicos, edad mínima o máxima, condición económica, salud, condición marital o parental, o la opinión de cualquier tercero; sea un prerrequisito para que una persona pueda cambiar su nombre, sexo legal o género;

iv. Garantizar que el registro criminal de una persona, su estatus migratorio o cualquier otro estatus no sea usado para evitar un cambio de nombre, sexo legal o género. (Principios de Yogyakarta + Diez, 2017, p. 9; las cursivas son mías.)

Como ya señalé, diversos países del mundo están recogiendo las recomendaciones que se expresan en los Principios de Yogyakarta. Esto ocurre en gran medida como resultado del movimiento en favor de la despatologización de las identidades trans; asimismo, es el resultado de tomar como referente al marco jurídico de los derechos humanos y ya no a la medicina. Sin embargo, estos cambios no han estado exentos de resistencias y es precisamente por ellas que ha surgido una fuerte polémica sobre la apuesta por la autodeterminación del género. Uno de los grupos más identificables y contrarios a esta política es WDI (Women's Declaration International), el cual ha elaborado un documento homónimo en el que expresa sus motivos para oponerse a esta política. En el siguiente párrafo podemos encontrar uno de sus argumentos nucleares. Veamos:

Los recientes cambios en documentos, estrategias y acciones de Naciones Unidas que reemplazan las referencias de la categoría de sexo, que es biológica, por el lenguaje de "género", que se refiere a los roles sexuales estereotipados, han generado una confusión que a la larga pone en peligro la protección de los derechos humanos de las mujeres.

La confusión entre sexo y "género" ha contribuido a la creciente aceptación de la idea de "identidades de género" innatas y ha llevado al fomento de un derecho de protección de estas "identidades" que al final lleva a la erosión de los logros alcanzados por las mujeres durante décadas. Los derechos de las mujeres, que se han alcanzado sobre la base del sexo, ahora están siendo socavados por la introducción en los documentos internacionales de conceptos como "identidad de género" y "orientaciones sexuales e identidades de género (OSIG)".

[...]

Sin embargo, el concepto de "identidad de género" hace que los estereotipos construidos socialmente, que organizan y mantienen la desigualdad de las mujeres, se conviertan en condiciones esenciales e innatas, socavando de este modo los derechos de las mujeres basados en el sexo. (Declaración sobre los Derechos de las Mujeres Basados en el Sexo 2019, pp. 1-2.)

En general, las integrantes de este grupo sostienen que los derechos de las mujeres se basan en el sexo -entendido como el conjunto de características anatómicas y fisiológicas que posee un ser humano en función de si es hembra o macho de la especie humana- y que es un despropósito redefinir las categorías de "hombre" y "mujer" con la noción de identidad de género. Argumentan que las leyes que permiten el reconocimiento de la identidad de género autopercibida a través de mecanismos administrativos basados en la autodeterminación del género ponen en peligro los derechos de las mujeres, entendidas como hembras humanas. En concreto, sostienen que incluir a "hombres" -así se refieren a las mujeres trans- en la categoría de "mujer" pone en jaque los derechos de las mujeres, en general, y de las mujeres lesbianas y de las mujeres que son madres, en particular. Por ejemplo, consideran que estos cambios llevarán a que se distorsionen las estadísticas internacionales basadas históricamente en el sexo y que han servido como soporte para documentar y combatir la discriminación y exclusión que sufren las mujeres (WDI 2019).

De igual forma, sostienen que estas modificaciones harán imposible la existencia de espacios seguros para mujeres que hayan sufrido la violencia de género porque ahora se encontrarán con "hombres" en dichos espacios, ya sea en calidad de "usuarios" o en calidad de acompañantes. En el caso de las lesbianas, su preocupación radica en que ello obligue a las mujeres que se sienten atraídas por otras mujeres a tener que admitir como posibles compañeras sexuales a "hombres" -de nuevo, no emplean la categoría de "mujer trans"-. Por último, afirman que es un error redefinir la noción de madre pues consideran que sólo una mujer que ha gestado puede ser llamada así (WDI 2019).

Sea como fuere, lo que he buscado en esta primera sección es contextualizar el debate en cuestión haciendo ver sus aristas jurídicas. Mi interés ha sido el de describir las legislaciones que recogen la autodeterminación del género como un derecho humano, por un lado, y como un conjunto de objeciones que sostienen que ello es incompatible con el derecho internacional y que, además, pone en jaque los derechos de las mujeres, por otro. Dicho esto, lo que abordaré en la siguiente sección es la cuestión de cómo ambas posturas entienden la identidad en el plano metafísico y epistemológico.

2. De la identidad materialmente fundamentada a la identidad nomenclatural

De acuerdo con la filósofa Ásta Sveinsdóttir, uno de los elementos que diferencia al feminismo de la segunda ola de su contraparte de la tercera radica justamente en cómo entiende la relación entre el sexo y el género (Sveinsdóttir 2011). Para las feministas de la segunda ola el género era la representación cultural de la diferencia sexual, como todavía suele decir Marta Lamas; esto es, el sexo se aceptaba como una realidad dada, como un elemento biológico transhistórico y pancultural que después se simbolizaba en el lenguaje y la cultura (Lamas 1996). A esta postura se la conoce con el nombre de la tesis de la estabilidad metafísica del sexo y conlleva precisamente un compromiso con la ahistoricidad del sexo y la historicidad y contextualidad del género.

Por el contrario, en la tercera ola se sostiene que el género constituye en algún sentido al sexo; es decir, se abandona la idea de que este último es transhistórico y pancultural y se afirma que toda forma de entender, describir o categorizar el sexo está ya generizada. En cierto sentido, este segundo enfoque concibe el cuerpo sexuado como una suerte de noúmeno que es incognoscible en sí mismo y que siempre estará atravesado por categorías cuando se lo vive o experimenta fenoménicamente (Sveinsdóttir 2011; véase también Guerrero 2020a).

Como podrá imaginarse, la forma en la cual se entiende la identidad sexual de una persona dependerá radicalmente de si se toma como punto de partida el feminismo de la segunda ola y su compromiso con la estabilidad metafísica del sexo o si, por el contrario, se descarta esta última tesis y se abraza una postura típica de la tercera ola.1 En el primer caso nos toparemos justamente con una concepción materialmente fundamentada de la identidad. Por el contrario, si revisamos la segunda postura podremos entender por qué surgieron con el tiempo identidades abiertamente nomenclaturales. Aquí, sin embargo, valdría la pena aclarar que las identidades nomenclaturales no surgieron con la tercera ola, sino que parecen ser un elemento mucho más reciente y característico de nuestro tiempo -de una cuarta ola-. Dicho esto daré paso a una breve descripción de ambos modelos e intentaré mostrar sus compromisos metafísicos y, de este modo, su vínculo con una u otra manera de entender la relación entre el sexo y el género.

2.1 Identidades materialmente fundamentadas

En sentido estricto, ni el sexo ni el género son propiedades de un cuerpo sexuado. Son, en cualquier caso, metapropiedades, es decir, propiedades de propiedades de un cuerpo. Así, cuando se habla de sexo, se suele distinguir entre los elementos cromosómicos, gonadales, hormonales o anatómicos. De igual manera, cuando se habla de género, se alude a las diversas tareas sociales asociadas a un rol, a los distintos afectos -la catexis- considerados apropiados para dicho género y, en general, a una serie de significados asociados socialmente al hecho de ser hombre o mujer. Precisamente a raíz de estos hechos -i.e., que tanto el sexo como el género designan colecciones de atributos de un sujeto- es que podríamos sostener que el sexo se predica de un conjunto de propiedades que posee un cuerpo y, de manera semejante, el género se predica también de una serie de atributos que posee ese mismo cuerpo. Esto es particularmente claro si vemos cómo se nombran a las hormonas, a los órganos o a los cromosomas que se consideran vinculados con "el sexo"; hablamos, por ejemplo, de hormonas sexuales -como los estrógenos y la testosterona-, de órganos sexuales -como el pene o la vulva-, de cromosomas sexuales -X o Y- e, incluso, de células sexuales -ovocitos y espermatozoides-. Algo parecido ocurre con los atributos asociados al género, ya que suele hablarse de tareas o afectos feminizados o masculinizados; por ejemplo, las tareas domésticas o las emociones ligadas a las labores de cuidado, que se conciben como femeninas, o la agresión, que se entiende como masculina.

Estas observaciones son importantes por dos razones. En primer lugar, explican por qué se afirma en este artículo que ni el sexo ni el género son propiedades de un cuerpo. Tanto en un caso como en otro son propiedades que califican o describen las propiedades de un cuerpo de tal forma que ciertas características anatómicas o fisiológicas se consideran específicamente sexuales y, por lo tanto, constitutivas de la diferencia sexual. Una situación semejante ocurre, mutatis mutandis, con el género. Ahora bien, si aceptamos que estamos ante metapropiedades, podremos entender por qué se afirma en la metafísica analítica contemporánea que tanto el sexo como el género se confieren o atribuyen a un cuerpo. A esta perspectiva, conocida como "conferalismo" -del inglés conferalism-, se la ha empleado tanto para describir las prácticas médicas como para ofrecer un modelo teórico de cómo se sexogeneriza un cuerpo (Sveinsdóttir 2011).

En este sentido, valdría la pena señalar que por lo común suponemos que un género se predica, incluida desde luego una identidad de género, en función del sexo de una persona. Así, cuando un cuerpo se reconoce como de un macho de la especie humana, se le asigna el género hombre/masculino. Pero el sexo mismo, según este enfoque, también se adjudicaría sobre la base de las propiedades anatómicas y fisiológicas que posee tal individuo. Esto es, si la persona posee una vulva, se le asigna el sexo hembra/femenino y si, por el contrario, tiene un pene, se le asigna el sexo macho/masculino. Sin embargo, dichos procesos de asignación no se interpretan como tales, sino que se los describe justamente como la constatación de un mero hecho empírico.2

Asimismo, estos procesos presuponen que los rasgos más fáciles de observar intersubjetivamente -como los genitales externos- sirven como variables sustitutas -surrogate variables- de un conjunto de estructuras causales que, se supone, acompañan a tales órganos. Hay que decir que no es sorprendente que esta práctica ocurra pues las ontogenias de la especie humana tienen una distribución bimodal en la cual casi todo cuerpo con vulva tendrá cierto tipo de cromosomas y células sexuales y casi todo cuerpo con pene tendrá también cierto tipo de cromosomas y células sexuales (Fausto-Sterling 2000).

Para parafrasear lo anterior, podríamos sostener que, en función de propiedades como la genitalidad se confiere un sexo y, sobre la base de tal asignación, se confiere un género. Si bien, en la mayor parte de los casos, hay un practicante de la medicina que se pronuncia sobre el sexo del recién nacido, existe en general una tendencia a suponer que el sexo se percibe públicamente y que no se requiere de ninguna experticia para clasificar a una persona dentro de una u otra categoría.

Dicho esto, podemos emplear el modelo conferalista para intentar caracterizar tanto a las identidades materialmente fundamentadas como a las identidades nomenclaturales. En el primer escenario el conferalismo funcionará básicamente como se describió, esto es, se atribuirá una identidad y un género en función de un sexo y ese sexo se adscribirá en función de la genitalidad entendida como variable sustituta. En términos epistemológicos, las identidades materialmente fundamentadas implican justo esta cadena de adscripciones que comienza con un rasgo material y públicamente observable para después atribuir un sexo y un género. Desde luego, y tomando en cuenta lo dicho en la segunda nota, el sentido común no reconoce esta cadena de adscripciones, sino que presupone una relación de constitución causal entre el sexo y el género. Empero, para los feminismos de la segunda ola ese presupuesto causal era ideológico, aunque sí consideraban que la relación entre el sexo y el género es tal que el segundo dependía epistemológica y ontológicamente del primero, pero a través de modelos constructivistas que suponían que el sexo estaba simplemente dado por la morfología del cuerpo.3

No obstante, y como ya mencioné, el feminismo de la tercera ola sostiene que toda descripción o caracterización del sexo está ya generizada, i.e., que es el hecho de que un cuerpo esté generizado de cierta manera lo que nos lleva a conferirle una serie de atributos morfológicos y fisiológicos que convierten una diferencia social en una diferencia biológica (Butler 2011). Esto se traduce en un rechazo al modo en el cual solemos comprender la relación de dependencia entre el sexo y el género. La filósofa Judith Butler ofrece un ejemplo particularmente claro de esto cuando describe cómo funcionan las prácticas médicas sobre los cuerpos intersex (Butler 2013). Lo que ella sostiene es que dichos cuerpos son literalmente intervenidos en su materialidad a través de cirugías y terapias hormonales para hacerlos funcionales para una lógica heterosexual tanto en lo que respecta al coito como al rol social. Si esto es así, entonces es el género lo que estructura el sexo de la persona.4

Ahora bien, si este ejemplo resulta demasiado radical porque parece que sólo surge en escenarios en los cuales la atribución del sexo no es trivial, podríamos traer a colación un segundo conjunto de casos que muestran que esto ocurre en la mayoría de los seres humanos. Pensemos de este modo en los atributos vinculados con la cognición. Como es bien sabido, se ha afirmado históricamente que las mujeres son menos competentes que los varones en cuestiones relacionadas con el razonamiento lógico-matemático o con la orientación espacial. Lo anterior, sin embargo, no solía interpretarse como un efecto de la socialización, o al menos no en el grueso de las neurociencias de finales del siglo XX, porque usualmente dichas disciplinas traducían estas descripciones estereotipadas en supuestas diferencias biológicas que en principio serían detectables en el cerebro.5 Así, parecería que la lógica atributiva se revierte en estos casos y da lugar a que los atributos sociales se retrotraigan a la morfología y la fisiología (Ciccia 2022).

En este momento podría parecer que este procedimiento sólo tiene lugar en casos excepcionales o con propiedades cognitivas muy específicas. No obstante, la forma en la cual se explican tanto la orientación sexual como la identidad de género parece confirmar que esta lógica atributiva está mucho más extendida de lo que parece. Por ejemplo, no es infrecuente que la búsqueda de explicaciones acerca del origen de estos rasgos nos lleve a buscar bases biológicas para el deseo y la identidad dando por sentado de este modo que necesariamente existe una dependencia causal entre la base material, biológica o cerebral, y la conducta, el deseo o la identidad (Guerrero Mc Manus 2012).

Sea como fuere, podría argumentarse que esta dimensión constitutiva del género está restringida a aspectos periféricos con respecto a la anatomía y que nunca afecta a la genitalidad. En otras palabras, que la atribución que parte del género y finaliza en el sexo solamente opera en las dinámicas que buscan naturalizar el orden social, pero que no llega nunca a desplazar a la genitalidad como variable sustituta en la adscripción del sexo, al menos no en cuerpos endosex -esto es, no intersex-. Sin embargo, esta afirmación se contradice con la historia de la sexología y con una gran diversidad de ejemplos antropológicos que muestran que las fronteras entre los sexos y los criterios de adscripción a uno u otro no son estables. La historia de las así llamadas inversiones sexuales evidencia que, al menos en el siglo XIX y en las primeras décadas del xx, las fronteras y relaciones entre los sexos se entendían de una forma diferente ya que se consideraba que un varón con inversión sexual exhibía alguna forma de intersexualidad psíquica y lo mismo, mutatis mutandis, para las mujeres (Rodríguez 2020; Rosario 1997). Algo semejante ocurría en las culturas precolombinas en las cuales la genitalidad no era considerada ni suficiente ni necesaria para adscribirle una posición sexogenerizada a una persona (Smithers 2022).

En cualquier caso, podríamos ofrecer un último argumento para hacer más verosímil la postura típica de la tercera ola. De manera general podríamos sostener que es a través de una lectura generizada del cuerpo que ciertos atributos morfológicos y fisiológicos son ellos mismos seleccionados como parte de lo que constituye la diferencia sexual y, por ende, lo que lleva a que se incluyan en el conjunto de propiedades consideradas sexuales. Es decir, cuando hay una diferencia social entre hombres y mujeres, esta diferencia se retrotrae a una diferencia morfológica o fisiológica que, por ello, empieza a ser considerada parte de aquello que llamamos sexo (Ciccia 2022).6

Nótese que de acuerdo con esta reconceptualización de la relación entre el sexo y el género ya no es la genitalidad la que funciona como una variable sustituta que presuntamente nos informa acerca de la estructura causal de un cuerpo, sino que, por el contrario, es la performance de género la que desempeña este papel y la que se toma como proxy a la hora de categorizar a una persona como hombre o como mujer. Esto tiene implicaciones importantes en la forma en la que entendemos tanto al sujeto político del feminismo como a la estructura causal de la violencia patriarcal. Esto es así porque en la segunda ola se presuponía que el sujeto político del feminismo podía delimitarse causalmente al recortar el conjunto de seres humanos que sufren violencia en función de su sexo. La clase de las mujeres, en su condición de hembras humanas, configuraba así una casta sexual sistemáticamente inferiorizada. Esta forma de entender el sujeto político se traducía también en una forma bastante concreta de entender cómo funciona y cómo se estructura causalmente la violencia patriarcal. Sería el hecho de que un cuerpo posea una serie de propiedades que llevan a que se le asigne el sexo femenino lo que detona una serie de tratos y condicionamientos sociales que lo marginalizan (Firestone 1973; Millett 1995).

Como podrá imaginarse, el abandono de esta postura metafísica conlleva una reconceptualización de cómo va a entenderse el sujeto político del feminismo y de cómo funciona la violencia patriarcal.7 Si dicha violencia actúa en gran medida al colocar un cuerpo en cierta categoría según variables sustitutas relativamente fáciles de identificar, y si dichas variables son ahora desplazadas a la lectura social que se hace de un cuerpo y no tanto a su anatomía, entonces el conjunto de sujetos que serán afectados por estas violencias terminará por recortarse de formas muy diferentes, incluidas, por ejemplo, las mujeres trans e intersex -Serano 2020 ilustra este detalle al describir la misoginia que sufren las mujeres trans-.

Sea como fuere, la idea central que deseo establecer es que con la transición de la segunda a la tercera ola vino también un cambio importante en el modo en que se entendía la relación entre el sexo y el género. Esta transformación es fundamental para comprender por qué una concepción de la identidad materialmente fundamentada se abandona, al menos de manera incipiente, en favor de una concepción nomenclatural. Cabe aclarar que esta última concepción no se corresponde con el modelo de la tercera ola que he descrito, sino que lo toma como su punto de partida.

Esto es así porque en la tercera ola se deja de lado la idea de que el género, incluida la identidad de género, se confiere sobre la base del sexo. Esto implica no sólo rechazar las posturas de la segunda ola, sino a todas aquellas posiciones, mucho más comunes en psiquiatría y biomedicina -véase la nota dos-, que suponían la existencia de una relación de dependencia causal en la cual el sexo producía causalmente el género, pero no ya a través de la socialización, sino por medio de mecanismos en los cuales se da por sentado que el sexo hormonal estructura al cerebro y, a su vez, ello moldea la conducta (Ciccia 2022). Abandonados todos estos presupuestos, aparece la posibilidad de reconocer que las identidades no descansan sobre un fundamento material, sino sobre un conjunto de diferencias a las que se reviste con un significado cultural, i.e., a las que se les confiere una dimensión semiótica que es central en el proceso de interpretación y autointerpretación que lleva a que una persona se comprenda a sí misma como hombre o mujer.

Sin embargo, la toma de conciencia del carácter semiótico de estas diferencias llevó a reconocer que las identidades son relativamente autónomas con respecto del conjunto de rasgos que históricamente se les han asociado. Así, se admite el carácter contingente que existe entre diversos rasgos morfológicos o conductuales y una identidad particular.8 En otras palabras, no solamente no existe un fundamento causal, sino que la atribución de una identidad no funciona bajo las lógicas de la segunda ola, es decir, una identidad no se predica sobre la base de un rasgo material. De hecho, el presupuesto de que la base material es suficiente y necesaria para la adscripción de una identidad terminará por ser denunciado como esencialista y opresivo.

2.2 Identidades nomenclaturales

Es justo aquí donde podemos situar el surgimiento de las identidades nomenclaturales. De manera general, estas identidades actúan a través de la autopredicación de una identidad. Es decir, el sujeto lleva a cabo un acto de habla performativo que lo adscribe a cierta identidad y lo constituye así como un tipo de sujeto. Dado que ahora no se considera necesario ni suficiente poseer ciertos rasgos materiales para poder vivir una identidad (sexual), este proceso da lugar a una forma de habitar las identidades en la cual éstas operan como nomenclaturas sin sustrato, asentadas completamente en el acto de la autodeterminación.

Esto se traduce en que los criterios de adscripción y la autoridad epistémica de quien adscribe se modifican de manera sustancial. Los criterios de atribución ya no actúan bajo una lógica conferalista que demande una base material, sino que se centran en el acto performativo que autodetermina la identidad. De igual manera, la autoridad epistémica se traslada a la primera persona dejando a la tercera persona en una posición periférica -sin importar si dicha tercera persona se corresponde con un lego o un experto-.

Todo lo anterior podría interpretarse como una ficción voluntarista en la que el sujeto se autoconstituye a sí mismo de manera plena y autónoma; sin embargo, esta lectura está equivocada pues lo que ocurre es, en todo caso, una transformación en el nivel epistémico y político de quién puede predicar una identidad y con qué criterios. Esto no se traduce ni en una explicación sociológica o antropológica de cómo se generan tales categorías identitarias en el nivel colectivo ni tampoco en una explicación psicológica de los procesos que llevan a una persona a situarse en una posición social particular. Es decir, no estamos ante un sujeto que de manera plena y autónoma se erija a sí mismo a través de un acto voluntario porque dicho sujeto no construye ni en solitario ni a voluntad el sistema categorial que lo rodea y tampoco controla la forma en la cual su subjetividad se ha ido ensamblando. Es por ello que aquí se afirma que la transformación que entrañan las identidades nomenclaturales debe leerse como un fenómeno político y epistémico y no como una caracterización o explicación del modo en el que surgen histórica o biográficamente las identidades. En términos metafísicos, lo que vemos es el abandono del fundamentalismo que hasta hace muy poco caracterizaba el modo en el cual entendíamos la identidad (Suárez Tomé 2022); ello está directamente relacionado con la cuestión de la autonomía y la libertad del sujeto como agente epistémico y político. Lo anterior explica por qué este artículo se interesa en la cuestión de la justicia, tema que se abordará en la próxima sección.

No obstante lo anterior y antes de concluir la presente sección, quisiera simplemente mencionar un elemento más que distingue a las identidades materialmente fundamentadas de aquellas que funcionan con lógicas nomenclaturales. Concretamente, quiero referirme a la noción de "imagen corporal" desarrollada en los estudios fenomenológicos sobre el cuerpo (Weiss 1998). Esta noción nombra la forma en la cual un sujeto se habita a sí mismo como agente corporeizado, es decir, la imagen corporal se corresponde con una autorrepresentación que estructura el modo en el cual el sujeto se orienta en el mundo y la forma en la cual se interpreta a sí mismo; desde luego, tampoco es que la imagen corporal se establezca de manera autónoma, sino que se construye al interiorizar la mirada que los otros proyectan sobre uno mismo y que transmite una serie de elementos que revisten al cuerpo y a sus diversos rasgos con una serie de significados socialmente mediados que el sujeto empleará en su autointerpretación.

Bajo una concepción materialmente fundamentada de la identidad, a un cuerpo dado con una cierta morfología y fisiología le corresponderá una imagen corporal específica. No obstante, en las concepciones nomenclaturales de la identidad la imagen corporal puede terminar por disociarse de la identidad; es decir, no es que el sujeto ya no posea una imagen corporal, sino que dicha imagen ya no se asocia con la identidad que la persona predica de sí misma. En otras palabras, la autoadscripción de una identidad no requiere que el sujeto tenga una imagen corporal específica que sistemáticamente busque expresar a través de una performance de género específica. Esto implica dos cosas muy concretas. Por un lado, se abandona una normatividad heterónoma que imponía al sujeto una forma de construirse materialmente si lo que quería era habitarse desde una identidad. Por otro lado, esto posibilita que las identidades puedan ser habitadas materialmente por configuraciones corporales cada vez más heterogéneas.

Para ilustrar a qué me refiero podemos ver la forma en la cual las identidades trans se entendían en la época de Benjamin y cómo se habitan hoy en día. En los cincuenta la transexualidad se comprendía como un desfase o desajuste entre la imagen corporal de un sujeto y su cuerpo en un sentido morfológico-fisiológico. La transición de género nació como un intento por restablecer ese ajuste y preservar así la idea de que una identidad se fundamenta materialmente. De este modo, la hormonización y las cirugías entrañaban un esfuerzo por dotar al sujeto de una base material que legitimara -ante la sociedad, el Estado y la propia persona- la identidad que se autoadscribía (Meyerowitz 2004; Stryker 2017). En este sentido, la transexualidad clásica es un ejemplo canónico de la dimensión normativa que llegó a tener la concepción materialmente fundamentada de la identidad.

En nuestros días, la despatologización y la autodeterminación han generado que las identidades trans contemporáneas funcionen de una forma radicalmente diferente. Las personas no binarias son un ejemplo claro de esta situación porque su identidad no requiere de una construcción específica de su imagen corporal o de su performance de género, lo cual explica el hecho de que sus expresiones de género no sean necesariamente andróginas (Anderson 2022). Esto mismo ilustra la posibilidad de habitar una identidad sin que haya un correlato material que la fundamente pues no hay rasgo físico o conductual que se considere suficiente o necesario para ser una persona no binaria.

Dicho esto, en la siguiente sección emprenderé la tarea de indagar si estas transformaciones entrañan alguna suerte de amenaza para las mujeres o si, por el contrario, son parte de una revisión sustancial de nuestra comprensión de la justicia.

3. Corporalidad y justicia

En la presente sección deseo desarrollar dos ideas sumamente concretas y vinculadas con la cuestión de cuál de estos dos modelos identitarios es más consistente con una concepción de la justicia centrada en los derechos humanos. Por un lado, me interesa hacer ver que el modelo de las identidades materialmente fundamentadas está tácitamente asociado a una concepción de la justicia que presupone como precondición de ésta la regulación biopolítica de los cuerpos. Si esto es así, entonces este modelo tiene un conjunto de consecuencias opresivas que no pueden obviarse. Por otro lado, quiero defender que el modelo de las identidades nomenclaturales evade estos problemas y, por ello mismo, es mucho más consistente con una concepción de la justicia como la que aquí se defiende.

Para hacer ver estas dos cuestiones quisiera traer a colación una distinción que en su momento propuso la filósofa Charlotte Witt. De acuerdo con esta autora, es importante distinguir en términos analíticos entre tres diferentes formas de describir a un ser humano (Witt 2011). Se lo puede describir, en primer lugar, como un ser material y orgánico que está vivo y que puede morir. Se lo puede describir de igual manera como un sujeto socializado que desempeña una serie de roles sociales que conllevan diversas normatividades y regulaciones. Por último, también se lo puede describir como una persona, es decir, como un agente epistémico y ético presuntamente íntegro e integrado, autónomo y responsable. Para Witt, estas tres formas de concebir a una persona están de facto todo el tiempo imbricadas, aunque a lo largo de la historia de la filosofía se ha tendido a abordarlas de manera separada.

Para esta filósofa, el género, por ejemplo, es un atributo ineludible del sujeto porque funciona como un mega rol social asociado a una serie de normatividades y regulaciones. Esto, como es de esperarse, afecta la forma en la cual ese organismo sobrevive y afecta de igual modo cómo se estructura como agente o persona. Sin embargo, como también nos señala Witt, pocos son los enfoques en la historia que han reconocido que toda reflexión en torno a la persona, como agente epistémico y ético, tiene que atender en algún punto a estos otros dos aspectos que posee todo ser humano so pena de construir versiones descarnadas y descontextualizadas.

Ahora bien, más allá de lo que la propia Witt desea extraer de dicha observación,9 lo que yo quisiera señalar es que históricamente hemos analizado los derechos atendiendo sobre todo a los seres humanos en su faceta de agentes o personas, ignorando en muchas ocasiones los otros dos aspectos mencionados por Witt. Así, por ejemplo, hemos concebido a los derechos según cuatro versiones diferentes: (i) como relaciones de obligación-derecho, (ii) como relaciones de poder-sumisión, (iii) como relaciones de invulnerabilidad-incompetencia o (iv) como relaciones de privilegio-no derecho (Cruz Parcero 2007). Sin embargo, en todos estos casos las personas aparecen como agentes descorporeizados y sin sexo, género o raza. Esto es desafortunado porque sabemos que, de facto, el género ha afectado el acceso a los derechos (Núñez 2021), así que la pregunta es cómo integrar a nuestras reflexiones sobre el derecho y las personas el hecho de que estas últimas son entidades encarnadas, sexogenerizadas y socializadas.

Una forma posible de hacer esto es reconocer que el género modifica fuertemente el modo en el cual entablamos una relación con otro ser humano. Puede ocurrir, si somos mujeres, que las dinámicas de género nos coloquen en una posición tal que estemos mayormente obligadas a atender las exigencias de otros o pueden de igual forma colocarnos en un lugar de mayor sumisión o socavar nuestra supuesta invulnerabilidad jurídica. Por el contrario, pueden colocarnos en una posición de privilegio, poder o derecho, si somos hombres. Es en este sentido en el que se afirma que la ley misma es un espacio que a la vez refleja y crea el género porque traduce en posiciones estructurales dentro de la ley a una serie de normas y regulaciones sociales asociadas a las jerarquizaciones entre hombres y mujeres (Núñez 2021).

Ahora bien, tomando como fundamento la observación anterior, lo que se ha sugerido es que las instituciones encargadas de la creación de marcos normativos vinculados con el derecho reconozcan estas asimetrías para desarrollar mecanismos de compensación que, en principio, restauren la posibilidad de que todo ser humano ocupe de manera simétrica todas estas relaciones oposicionales. Esto en sí no es una mala idea, pero aquí surge una pregunta: ¿cómo pueden tales instituciones reconocer cuáles son las personas que sufren de estas injusticias? Esto es, ¿cómo distinguen entre las personas que suelen estar subordinadas de aquellas que suelen verse privilegiadas? Si bien esta pregunta puede parecer inocente, no lo es. Responderla requiere, entre otras cosas, tanto de una comprensión mínima de la estructura causal de las violencias como de la relación entre cuerpo, identidad y opresión.

Dicho esto, hay al menos dos mecanismos posibles para abordar estas cuestiones. Por un lado, asumir que son los elementos propios del cuerpo orgánico -en su calidad de cuerpo sexuado- los que habríamos de identificar porque son éstos los que fundamentan los roles sociales que a su vez afectan el acceso equitativo a las relaciones previamente descritas. Ésta ha sido en cierto sentido la solución de los partidarios de los modelos de la identidad materialmente fundamentada, incluidas las feministas transexcluyentes presentadas al comienzo de este texto.

No obstante, esto pasa por alto que existía la posibilidad de atender directamente a las posiciones sociales que generaban la inequidad, algo que sin duda es más complejo, pero que puede resultar mucho más fecundo si la violencia exhibe una estructura causal igualmente compleja. Para quienes somos partidarios de los modelos nomenclaturales, esta segunda opción es la más adecuada porque requiere romper los vínculos entre identidad, materialidad y subordinación posibilitando, por un lado, una mayor libertad en el plano identitario para abandonar aquella vieja normatividad acerca de cómo debe verse/habitarse un cuerpo y, por otro lado, al atender directamente a los roles sociales históricamente subordinados, lo que se logra es tanto superar la idea de que las identidades en sí mismas son el problema como abandonar la tesis de que la inequidad resulta de injusticias cuya estructura causal está siempre vinculada con la genitalidad o el sexo biológico. Esta última creencia, como hemos visto, nos ha llevado históricamente a obviar el hecho de que las cadenas de violencias pueden realizarse de múltiples maneras y que la violencia y la discriminación pueden desencadenarse a partir de una gran diversidad de atributos que marcan a un sujeto como "abyecto" o "inferior".

Sea como fuere, los partidarios del modelo de la identidad materialmente fundamentada pasan por alto que, en su afán por construir una epistemología que permita distinguir entre los cuerpos vulnerables y los cuerpos privilegiados, lo que han terminado por hacer es retomar una concepción normativa del cuerpo sexuado que históricamente se empleó para elaborar un canon corporal que se ha empleado sistemáticamente para naturalizar un orden jerárquico que subordina a las mujeres y que subalterniza a las diversidades sexogenéricas. Tal naturalización no es inocente porque oculta el proceso mismo de construcción de una diferencia sexual que, como ya se dijo, sirvió para legitimar las jerarquizaciones que en principio queremos superar.

Esta crítica, que ya plasmaba en la sección anterior, tiene una serie de implicaciones que no debemos desatender. En primer lugar, muestra que la insistencia en concebir el sexo como un hecho biológico dado, transcultural e histórico puede, sin embargo, bloquear nuestra capacidad para reconocer el modo en el cual este canon corporal se impuso sobre los cuerpos trans e intersex, obligándolos a sufrir modificaciones que los acercaran a un estándar cisexista/endosexista (Butler 2013). Se obvia así que dicho canon es un acto de reificación en el cual el género se naturaliza y postula como una diferencia biológica, algo que en cualquier caso ha sido ya señalado tanto en los feminismos de(s)coloniales (e.g., Lugones 2008) como en los transfeminismos (Guerrero 2021).

En segundo lugar, la naturalización del sexo esconde la dimensión biopolítica del sistema sexo/género. Con esto no aludo al dispositivo de la sexualidad que en su momento describió Foucault 1977 y al cual considera consustancial del auge de la burguesía y el Estado moderno; i.e., no me refiero al tan consabido eje subjetividad-deseo-verdad que este filósofo emplea para describir el surgimiento del sujeto homosexual contemporáneo. Por el contrario, lo que aquí deseo señalar es que la construcción del sexo como una colección de atributos que entrañan una diferencia funcional que da lugar a dos clases fundamentalmente distintas de seres humanos es el resultado de un proceso histórico que traspuso un orden generizado al cuerpo mismo, originando así una anatomopolítica que posibilitó la descripción de dos tipos de cuerpos que por su misma funcionalidad debían enfocarse a tareas radicalmente distintas (Laqueur 1992; Muñoz Contreras 2021). Se engendró así una visión en torno al cuerpo femenino que lo subsume por entero en las actividades asociadas a la reproducción y el cuidado. Por su parte, el cuerpo masculino apareció como paradigma de racionalidad y autogobierno, colocándolo, por lo tanto, como naturalmente capacitado para la deliberación y la esfera pública.

Cabe aclarar que lo anterior no niega que exista una genitalidad diferenciada. No son los rasgos anatómicos o fisiológicos los que se han construido, sino la idea misma del sexo como una metapropiedad que se predica de una enorme variedad de rasgos fenotípicos, dando así lugar a que la diferencia sexual se vuelva omnipresente y abarque tanto lo cognitivo y lo afectivo como lo anatómico y fisiológico incluso en los órganos o funciones corporales que no guardan relación alguna con la reproducción. Esto es, el nacimiento del sexo entrañó la sexualización de prácticamente cada atributo humano, cosa que generó el surgimiento de dos tipos de cuerpos a los que habría que colocar en roles sociales radicalmente diferenciados.

Esto es muy claro en cuestiones vinculadas con lo cognitivo y lo afectivo, pero también con la regulación del espacio y del orden social. El sexo se convirtió en una justificación para excluir a las mujeres de los espacios educativos y para confinarlas a las tareas del cuidado dentro del espacio doméstico (Schiebinger 2004). Sirvió, de igual manera, para colocar a las diversidades sexogenéricas en un no-lugar social que hizo posible su patologización y criminalización (Guerrero 2021).

En este sentido, la crítica que se realiza desde la tercera ola hacia el modelo materialmente fundamentado de la identidad consistiría básicamente en un señalamiento del carácter ideológico de ese modelo, el cual ocultaría no sólo la producción histórica de la diferencia sexual y su devenir identitario, sino su carácter esencialmente regulador y biopolítico. Esta regulación biopolítica asigna roles sociales y lugares simbólicos y físicos diferenciados para instituir una gubernamentalidad que racionaliza las lógicas mismas del patriarcado. Por ello, defender este modelo identitario implica comprometerse con la permanencia misma del sistema jerárquico sobre el que se construyó. Curiosamente, la propia Declaración sobre los Derechos de las Mujeres Basados en el Sexo delata esto último al afirmar en su artículo octavo que la eliminación de la violencia contra las mujeres requiere de la existencia de espacios segregados por sexo. La lógica de tal artículo descansa en la aparente imposibilidad de tener espacios libres de violencia si en ellos conviven los dos sexos; parecería que la diferencia sexual, como presunto hecho natural, entraña la aparición de una serie de dinámicas violentas en las que los machos de la especie necesariamente agreden a las hembras de la especie.10

Es por todo lo anterior que aquí se afirma que la defensa de las identidades materialmente fundamentadas implica un compromiso tácito con la dimensión biopolítica del sistema sexo/género que fue denunciada desde la tercera ola cuando comenzó a señalarse que la diferencia sexual no era un hecho natural, sino una construcción social, es decir, cuando se abandonó la tesis de la estabilidad metafísica del sexo. Irónicamente, en su afán por desmontar las desigualdades de género que han impedido un acceso pleno a los derechos de las mujeres (y de las diversidades sexogenéricas), lo que los defensores de la identidad materialmente fundamentada terminan por hacer es justamente reivindicar el aparato biopolítico que produjo las desigualdades que desean eliminar. Hay así una tensión argumentativa y política que no es menor y que puede tener consecuencias sumamente negativas.

A la luz de lo dicho quedará mucho más claro por qué se sostiene que las concepciones nomenclaturales implican un fuerte rompimiento con esta lógica biopolítica porque desplazan al individuo la tarea de autodefinirse y de autodeterminarse. Así, la identidad no se supedita más a las lógicas del Estado y su necesidad de regular, gobernar e identificar a los individuos por medio de atributos materiales que puedan ser verificados públicamente. Esto no quiere decir que el Estado pierda la capacidad de discriminar entre individuos -claramente esto no ocurre ya que las nuevas biotecnologías y tecnologías de la información permiten un control más fino de los sujetos sin que en ello se requiera el uso de propiedades asociadas al sexo (Saldivia Menajovsky 2017)-, sino que las dinámicas que gobiernan la construcción de las identidades quedan desvinculadas de las racionalidades biopolíticas propias del Estado moderno.11

En el contexto de los Estados contemporáneos con una marcada influencia del liberalismo político y sus concepciones en torno a la justicia, lo anterior no es una cosa menor pues implica la construcción de un espacio de libertades relativas a la identidad y a la autodeterminación; un espacio que hasta entonces constreñía fuertemente las libertades y los derechos de aquellas subjetividades que rompen con la heterosexualidad, el cisgenerismo y la endosexualidad. Invocando a Rawls 1993 y a Rawls 1995, podría señalarse que esta limitación asimétrica de las libertades de un grupo minoritario es palmariamente incompatible con la noción de justicia extraída del liberalismo político que hoy en día impera en el Estado moderno.

4. Reflexión de cierre. Una defensa de una concepción nomenclatural de la identidad

El presente artículo ha querido ofrecer una lectura filosófica de una polémica contemporánea. Por lo tanto, puede entenderse como un ejercicio de filosofía aplicada que busca aportar claridad conceptual a una discusión que ha tomado prominencia en los últimos años. Como hemos visto, el debate entre quienes defienden la autodeterminación del género y quienes se resisten a ella puede entenderse como una disputa en torno a cómo entender la identidad, los criterios que se emplean para adscribirla y, por último, la pregunta de quién debe detentar la autoridad epistémica para asignarla.

He reconstruido dos concepciones de la identidad a las que designé como identidad materialmente fundamentada, por un lado, e identidad nomenclatural, por otro. A cada modelo le corresponden presupuestos metafísicos y epistémicos diferentes que provienen de distintos momentos en la historia del feminismo. Si bien las identidades materialmente fundamentadas están lejos de perder la hegemonía que históricamente han tenido, hoy en día parecen ser cuestionadas por voces tanto académicas como de activistas que señalan su carácter limitativo y opresivo.

Es precisamente por este cuestionamiento de índole político que el presente ensayo ha buscado mostrar los presupuestos que adopta cada una de estas concepciones sobre la identidad. Dichos presupuestos, como se ha revelado ya, tienen un papel importante en la forma en que se evalúan los modelos cuando nuestro interés consiste en averiguar cuál de ellos es más compatible con una concepción de la justicia que coloque en el centro a las libertades y derechos de los individuos.

Aquí he defendido que el modelo materialmente fundamentado tiene un compromiso implícito con la regulación biopolítica de los cuerpos como precondición de un orden social más justo. Sin embargo, esta regulación re/crea una jerarquización entre los cuerpos que conduce a que una minoría estadística y política vea erosionados sus derechos a la identidad y al libre desarrollo de la personalidad. Por ello, lo anterior implica que este modelo es inconsistente con una concepción de la justicia que ponga en el centro las libertades y los derechos de los individuos.

Por el contrario, esta situación no se presenta en el modelo nomenclatural, ya que éste no implica el sometimiento de los cuerpos a un conjunto de mecanismos biopolíticos que regulen y constriñan a los sujetos. Si bien la aplicación de estos modelos enfrenta todavía ciertos desafíos en lo que respecta a su codificación en leyes y reglamentos, en general este modelo sí coloca en el centro las libertades y los derechos de los individuos.12

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1 Sveinsdóttir desarrolla una serie de abstracciones de las posiciones tanto de la segunda como de la tercera ola y genera con ello dos perspectivas que, en estricto sentido, no se pueden atribuir a ninguna autora en particular. Ello implica que la heterogeneidad interna en ambas olas se invisibiliza. Así, la posición de la segunda ola reseñada aquí está mucho más cerca del pensamiento del feminismo radical de los años setenta que del materialismo feminista de esa misma década. Algo semejante ocurre con la tercera ola que se esboza siguiendo en gran medida el pensamiento de Butler, lo que deja de lado a otras voces del feminismo de la tercera ola como Donna Haraway.

2 Quizá valga la pena señalar aquí que las identidades materialmente fundamentadas aglutinan dos concepciones diferentes del cuerpo sexuado. Por un lado tenemos las posturas mucho más cercanas al discurso biomédico —y al sentido común— que conciben la materialidad como fundacional pero en un sentido causal, es decir, la configuración material de un cuerpo y de un cerebro se entiende como causante de cierta identidad. Por otro lado, hay un conjunto de enfoques que no suponen que la materialidad desempeñe un papel causal pero que sí sostienen que desempeña un papel epistemológicamente fundamental en las formas de adscribir un género; son estas últimas concepciones las que pertenecen estrictamente a la segunda ola del feminismo. Lo que ambos grupos comparten es el supuesto de que la materialidad del cuerpo fundamenta la generización de un cuerpo aunque, en el primer caso, es por un proceso causal y, en el segundo, mediante la adscripción. Nótese que las defensoras de esta última propuesta consideran ideológica la postura causalista (por ejemplo, Millett 1995. Véase también Suárez Tomé 2022).

3 Cabría señalar que, bajo una óptica propia de la segunda ola, las propiedades asociadas al sexo se consideran naturales e inmanentes al cuerpo mientras que las propiedades asociadas al género se consideran una construcción social; así, el sexo como metapropiedad sería una colección de propiedades naturales, mientras que el género sería una colección de propiedades socialmente construidas. Cómo sucede exactamente el proceso de construcción social es algo que no se abordará en este ensayo, pero se recomienda revisar Hacking 1999 y Haslanger 2003 si se tiene un interés por comprender las diversas formas en las cuales puede ocurrir dicho proceso.

4 Al igual que lo dicho en la nota anterior, esto tiene implicaciones sobre cómo se entiende el fundamento metafísico del género y el sexo como metapropiedades. En primer lugar, se volvería imposible emplear la dicotomía naturaleza/cultura y, por ende, distinguir entre el sexo y el género suponiendo que el primero es natural y el segundo una mera construcción social; es por ello que, desde la tercera ola, es común encontrarnos con el sintagma sexo/género como un elemento indisociable. Lo anterior ha llevado a autores como Ron Mallon a sostener que muchas de las propiedades vinculadas con el sistema sexo/género son híbridas, es decir, que combinan elementos de construcción social con elementos naturales (Mallon 2016).

5 Parecería que la lógica que emplean las neurociencias es de corte abductivo y que, en sentido estricto, se trata de una inferencia a la mejor explicación. La lectura de esto desde la tercera ola sería que este proceso no es de facto una abducción, sino una reificación del orden social en el orden natural. Nótese que esto radicaliza los argumentos de la segunda ola porque no estamos ya sólo ante una afirmación ideológica que oculta la adscripción de atributos sociales sobre la base de atributos biológicos supuestamente dados, sino que lo que ahora se sostiene es que esos mismos atributos biológicos están ellos mismos constituidos parcialmente por presupuestos generizados.

6 Aquí es importante señalar que una explicación conferalista como la que se expone aquí puede también aplicarse a otro tipo de metapropiedades como la "raza". Dado que excedería los objetivos de este texto, esta idea no será desarrollada en este ensayo. Sin embargo, es importante mencionar que en la así llamada queer of color critique sí hubo trabajos que buscaron evidenciar la dimensión performativa de la raza y los cruces entre esta performatividad y la que abordó originalmente Butler (véase, por ejemplo, Inda 2000).

7 Nótese que el argumento que ofrezco aquí no consiste en señalar que, dada la intersección de opresiones, la estructura causal de la violencia no admite descripciones tan simples y unívocas como las que en su momento defendió el feminismo radical. Esto es desde luego una crítica válida e importante, pero no es la que aquí estoy esbozando. En cualquier caso, como también se elaboró en la queer of color critique, el reconocimiento de las dinámicas interseccionales sí implica que, para comprender en forma adecuada cómo tienen lugar las atribuciones de metapropiedades con un significado social profundo, es menester atender a los cruces entre sexo, género, raza, clase, etc., ya que las cadenas de adscripciones interactúan entre sí dando lugar a la construcción de posiciones sociales complejas. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha señalado Snorton 2017 (véase también García Dauder 2022) en relación con los cuerpos intersex que fueron adscritos a la raza blanca y los que lo fueron a la raza negra; la aparente ambigüedad del cuerpo intersex no era tolerada en los cuerpos blancos ya que bloqueaba una atribución de sexo/ género que era fundamental para gozar de los privilegios de la blanquitud; por el contrario, en los cuerpos negros esa aparente ambigüedad era ignorada e incluso interpretada como evidencia de un estatus biológico inferior. Así, la "ambigüedad" servía de base para adscribir una categoría racial inferior incluso si, al mismo tiempo, no permitía una adscripción clara a un sexo/género.

8 En los modelos nomenclaturales la relación entre la identidad y la materialidad es contingente, i.e., puede ser que de facto alguien con alguna identidad posea una serie de atributos tradicionalmente asociados a tal identidad; empero, que dichos atributos estén presentes no se interpreta como si ello legitimara su identidad. En ese sentido, una identidad nomenclatural puede afirmarse y autoadscribirse sin que el sujeto exhiba una performance de género específica. Sin embargo, cabe aclarar que este carácter contingente no descarta la posibilidad de que las identidades en ciertas personas muestren una correspondencia con una performance de género tradicionalmente asociada a tal identidad ni tampoco prohíbe que el sujeto lleve a cabo una transformación de su materialidad si esto último no se interpreta como un ejercicio de validación o legitimación.

9 Excede a los alcances de este texto exponer a fondo la postura de Witt. En cualquier caso, una descripción más elaborada de su proyecto puede encontrarse en Guerrero 2020a.

10 Esa declaración incluye en su artículo séptimo una serie de afirmaciones vinculadas con el deporte que presuponen que la equidad en ese terreno requiere asimismo de ligas segregadas por sexo. No abordo esta cuestión porque excede el objetivo de este texto y exigiría analizar si, en efecto, existen tales diferencias en las capacidades deportivas de hombres y mujeres.

11 Como espero que resulte evidente, el reconocimiento de las identidades nomenclaturales no es suficiente para desmontar las lógicas biopolíticas que han producido las desigualdades de género. Lo único que posibilitan es desvincular la identidad de la regulación biopolítica. Para eliminar la desigualdad de género se requieren muchos más elementos, y esta desvinculación es sólo uno de ellos.

12 La autora agradece a Julianna Neuhouser, Leah Muñoz y Lu Ciccia por las numerosas conversaciones que han nutrido este texto.

Cómo citar: Guerrero Mc Manus, S. F. (2023). Identidad, adscripción y justicia: De las identidades materialmente fundamentadas a las identidades nomenclaturales. Diánoia, 68(91), 83–111. https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2023.91.1992.

Recibido: 10 de Marzo de 2023; Revisado: 05 de Mayo de 2023; Aprobado: 15 de Mayo de 2023; Publicado: 1 de Noviembre de 2023

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