Introducción
Cuando a principios del milenio se consolidó la entrada de los países del ex-bloque soviético a la comunidad democrática internacional, el panorama mundial ofrecía motivos para considerar que las dos instituciones fundamentales del desarrollo político de la segunda posguerra, la democracia y los derechos humanos, habían llegado para quedarse. Surgió entonces un gran optimismo en la consolidación de las nuevas democracias y el reconocimiento de los derechos humanos como piedra angular del derecho. Una lectura errada de un texto célebre dio pie a una dilatada controversia acerca del “fin de la historia” que, según el equívoco, habría ocasionado el triunfo de la “democracia liberal” sobre las distintas formas de autocracia (Fukuyama, 1989).1 Este excesivo optimismo liberal, que poco fue menoscabado por sus detractores, fue empañado por Samuel Huntington (1993) cuando advirtió que la nueva división que enfrentaba la humanidad era un “choque de civilizaciones”. De un lado Occidente, cuna y residencia por excelencia de aquellas dos instituciones fundamentales en estados democráticos altamente desarrollados y, del otro, el “Oriente” y el “Sur” donde la historia heredaba una persistente vocación autoritaria con sus vertientes teocrática y política, y donde los derechos humanos y la democracia no han sido pilares fundamentales de la construcción del Estado. No mucho tiempo después de estas anticipaciones visionarias, hacia finales de la primera década del siglo, la tercera ola de la democratización comienza a ceder el paso a una tercera ola de autocratización que ha adquirido centralidad con la emergencia de las deformaciones oligárquica y populista de la democracia representativa (Urbinati, 2019), así como de la descomposición y transformación de los sistemas sociales y económicos.
La aparente conciliación entre derechos humanos y democracia entre los estados y el orden internacional en el clima favorable -posterior a la caída del Muro de Berlín-, ha desembocado en desajustes o verdaderas dislocaciones que -desde el orden económico hasta las formas culturales, pasando por los arreglos políticos- han puesto de nueva cuenta en cuestión la vinculación en el Estado contemporáneo entre los dos grupos de doctrinas que los nutren. Lejos de languidecer, la discusión empírica, teórica y filosófica se ha mantenido debido a una observación universal: ahí donde la democracia retrocede o es inexistente en sus componentes mínimos, la violación de los derechos humanos aumenta o permanece impunemente. Por el contrario, en los sistemas democráticos que sostienen los dos principios básicos (Cuadro 1) prosperan con mayor facilidad. En el mundo post-Guerra Fría han ido avanzando fuerzas políticas que construyen una nueva forma de autocracia que se erige dentro de regímenes democráticos redefiniendo sus instituciones para alejar a la sociedad de la satisfacción más plena de los derechos; entre ellos, los definidos como derechos humanos. Más tardó la democracia en extenderse que en hacer su aparición la simiente dejada por el totalitarismo. La debilidad intrínseca de la democracia frente a los impulsos autocráticos consiste en que ésta no puede renunciar a su apertura y, por consiguiente, a su posible subversión, a diferencia de la autocracia que convoca desde el inicio al encierro frente a todo lo que considera ajeno, incluida la realidad misma. Por ello es pertinente revisar la teoría y la realidad de estas relaciones.
Democracia: Régimen político organizado y regulado por dos principios: el principio de igualdad de las personas y el principio de mayoría, ambos actuantes en la toma de las decisiones públicas. La democracia es definida por estos dos principios antes que por la estructura y organización del régimen. |
Derechos humanos: los dos conjuntos de derechos reconocidos por el sistema internacional: cívicos y políticos, por un lado, y económicos, sociales y culturales por el otro. A menos que se específique lo contrario, la expresión se refiere siempre a los dos grupos. |
Estado: “La forma de comunidad humana que reclama para sí con éxito el monopolio de la violencia física legítima” (Max Weber) A esta comunidad la califican varias características intrínsecas, pero no visibles en la mera definición: 1. lo caracteriza una división entre gobernantes y gobernados, 2. requiere de una relación de aquiesencia o aceptación entre ambos acerca de la legitimidad de la autoridad de los primeros y 3. necesita una administración que organiza los recursos para gobernar (Weber, 2004 [1919]). |
Fuente: elaboración propia a partir de Weber (2004) [1919] .
Hay tres posturas principales sobre esa triple relación: 1) la que considera que entre democracia y derechos humanos hay un vínculo indisoluble, 2) la que argumenta que la democracia es un derecho humano que debe proteger el Estado y 3) la que sostiene que son fenómenos distintos y que los derechos humanos pueden cumplirse en Estados no democráticos. Esta relación es relevante hoy en día al menos por dos razones: la primera, porque el debate teórico sobre ella no ha cesado, sino que se encuentra en plena evolución (Holder y Reidy, 2013; Goodhart, 2013, 2016). Y esto ocurre a la vez que se observan signos declinantes en los sistemas democráticos y situaciones desalentadoras en el cumplimiento de los derechos humanos. La segunda es que en América Latina este asunto tiene la mayor importancia cuando luego de las transiciones a la democracia y de los procesos llamados de “consolidación” democrática, se ha vuelto incierta la posibilidad de hacer cumplir las aspiraciones a la igualdad y el rezago de grandes sectores, contenidas en alta medida en la agenda de los derechos humanos, dentro del marco de regímenes democráticos o si es justificable preferir regímenes no democráticos apelando a parámetros de “justicia social”. Las siguientes páginas exploran el problema a través de la consideración de los argumentos de exponentes centrales de las posturas mencionadas, de evidencias sobre el desenvolvimiento actual de los derechos humanos y la democracia, así como de conjeturas y escenarios de desarrollo futuro.
Primera teoría: el matrimonio indisoluble
El núcleo de la postura que considera que los derechos humanos y la democracia se intersectan aunque son corpus distintos se concentra en dos fundamentos importantes: 1) la historia de la participación social en las decisiones colectivas muestra que esta participación es universal (Sen, 1999), y 2) que la democracia no se define por las instituciones que se han adoptado en algunos sistemas políticos sino por los principios que subyacen a ellas, a saber, los de mayoría e igualdad entre todos los individuos en la toma de las decisiones públicas (Beetham, 1999: 1-30). La célebre frase de John Stuart Mill que señala que la democracia es “gobierno por discusión”2 es una divisa que atraviesa las contribuciones de Amartya Sen a la democracia; partiendo de esta idea, toda la historia humana contiene una constante significativa de “gobernanza participativa” (Sen, 2009: 323) aunque sus expresiones institucionales han variado. Un asunto de peso en la argumentación de Sen es desmentir la idea de que la democracia política es un fenómeno exclusivamente occidental, limitado a Europa y Norteamérica. Curiosamente, Sen agrega que la idea de “imposición” occidental de la democracia sobre culturas distintas, promovida por poderes autoritarios locales, cae por su propio peso, pues todas las culturas han practicado en su historia o practican actualmente la democracia entendida como “deliberación de la razón pública”. En este contexto, los derechos humanos son conceptualizados (Sen, 2009: 355-387) de manera dual: como ideas con fuerza moral propia y como instituciones jurídicas. La identificación de esta dualidad permite a Sen señalar que la vigencia de un derecho humano no se limita a la adquisición de una forma jurídica, sino que está enraizado en imperativos éticos. Los dos aspectos son indisolubles pues es inexplicable la norma jurídica que protege derechos sin la fuerza moral que la sostiene. A su vez, no hay imperativo moral que no pase por el escrutinio de la discusión pública, como tampoco es posible imaginar una norma jurídica legítima sin que pase por ellos para su formulación y puesta en vigor. De ahí que si la deliberación pública es el ámbito para tomar decisiones entre los miembros del demos acerca de los asuntos que les conciernen colectivamente, se entiende que sólo la democracia es el medio para formar la razón pública en el que cada uno tiene derecho a participar y a ser considerado igual por todos los demás. Toda regla distinta a ésta es excepcional (situaciones y estados de excepción, o es autoritaria, y en ambos casos transgrede derechos moral y/o jurídicamente. La forma en que para Sen la democracia y los derechos humanos se “practican” o se “realizan” es progresiva, y depende de “nuestros patrones de comportamiento reales y el trabajo de las interacciones políticas y sociales” (Sen, 2009: 354).
Otro ejemplo de esta misma postura que considera que los derechos humanos y la democracia están unidos indisolublemente, es sostenida por David Beetham (1999) quien plantea que antes de definir la democracia como régimen a partir de las instituciones que la organizan, es necesario definir los principios que la identifican. Estos son “el control por los ciudadanos de los asuntos públicos […] y la igualdad entre ellos en el ejercicio de ese control” (Beetham, 1999: 91). Es incontestable que los derechos cívicos y políticos forman parte intrínseca de la democracia y que cuando se encuentra una contradicción entre la opinión de la mayoría y las minorías, el principio de igualdad se activa lógicamente en defensa del derecho al disenso y al derecho de convertir la opinión minoritaria en mayoritaria. En el caso de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC), la relación con la democracia es más difusa, especialmente porque ha recibido muchas réplicas de puntos de vista que consideran que no tienen relación necesaria. Dos son las objeciones más importantes:
La garantía institucional de los DESC implica una carga fiscal sobre el Estado, que reduce la competitividad de un país al desviar recursos al gasto social y que, según esta opinión, en el balance general son recursos ineficientes. En el caso de los países en desarrollo, se agrega que la desviación de esos recursos atenta contra la estabilidad financiera y el atractivo a la inversión, lo que aleja a los capitales e impide el desarrollo de las capacidades competitivas hacia dentro y hacia afuera. Sin embargo, esta objeción se deriva de una doctrina económica en competencia con otras por lo que este argumento corresponde más a la decisión que se ha de tomar en la esfera pública respecto a la distribución económica que a una razón científica sin refutación (Beetham, 1999: 95-114). En efecto, la calificación del gasto en DESC como ineficiente y su consiguiente restricción deriva de un criterio impuesto por una doctrina económica que ha sido predominante en la política pública, y no de consideraciones distributivas que corresponden a la esfera de la razón pública.3
La segunda objeción es más fuerte y consiste en que la satisfacción de los DESC atenta contra instituciones fundamentales de la sociedad democrática: la propiedad privada y la libertad de intercambio. La preferencia colectiva por diferentes distribuciones de bienes, dentro del ejercicio de la razón pública que respeta los principios de mayoría e igualdad, no puede legítimamente optar por violar el derecho de propiedad y el derecho de libertad de intercambio. Proveer los satisfactores de los DESC no requiere la supresión de esos derechos, cuya protección deriva de su pertenencia al sistema de derechos humanos, sino su regulación de acuerdo con finalidades justificables en la razón pública. Dar prioridad de garantía de los derechos como la alimentación puede justificar medidas de regulación de la propiedad (Beetham, 1999: 100-101).4 En sentido contrario a estas objeciones, se argumenta que la democracia se deteriora por la desatención de los DESC, hecho probado ampliamente, y que protegerlos, por el contrario, la fortalece. En un nivel aún más fundamental, esta tesis sostiene que la democracia es una condición de la protección de los DESC. La evidencia mundial sugiere que los regímenes autoritarios de derecha no sólo no protegen, sino que combaten los DESC; los de izquierda, que parecían desacreditados después de la caída del bloque soviético, y han resurgido en América Latina en los casos de Venezuela y Nicaragua -que se unen a Cuba- muestran que no hay “ninguna compensación entre la pérdida de los derechos civiles y políticos por un lado y los derechos económicos y sociales en el otro”5 (Beetham, 1999: 105).
Segunda teoría: la democracia es un derecho humano
Como si anunciara la conflictiva relación que los derechos humanos y la democracia tendrían en el siglo inmediato, en 1999 la desaparecida Comisión de Derechos Humanos de la ONU adoptó la resolución “Promoción del Derecho Humano a la Democracia”. Aunque fue aprobada por 51 miembros de la Comisión poco tardó el gobierno de Cuba para objetar la frase “derecho a” (Charlesworth, 2013: 271) y, a la postre, las objeciones hicieron que en lo sucesivo se evitara que la democracia fuera incluida como uno más de los derechos humanos (UN, 1999). No obstante, antes y después de este desafortunado episodio en el que China y Cuba presionaron para evitar ese componente en la ecuación, la semilla estaba sembrada. Dos años más tarde, en 2011, la Organización de Estados Americanos adoptó la Carta Democrática Interamericana en la que se establece que “los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla […] [y que] […] La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas” (OAS, 2001).
Una corriente de pensamiento sostiene que no sólo la democracia y los derechos humanos están relacionados, sino que aquélla es parte de éstos. Algunas de las ideas centrales de esta defensa permiten pensar el problema en lo esencial. Dos aspectos centrales para considerar son el derecho incontestable a participar en las decisiones comunes y a tener influencia o al menos voz en aquellas decisiones de terceros que afectan nuestras vidas (Gould, 2013: 294). Expresado individualmente, una persona tiene derecho a la toma de decisiones (voz, participación, asociación, intervención) en los asuntos que le conciernen por ser asuntos que le son comunes con otros individuos y en aquellos que le afectan como consecuencia de las decisiones que otros toman. El reconocimiento de estos derechos no puede estar sujeto a la decisión de mayoría; son derechos que anteceden a esta decisión por ser concomitantes a la vida social (Gould, 2013: 295). El “paradigma” que contiene el derecho humano a la democracia implica 1) que las personas tengan “voto igual” en el resultado agregado de quién gobierna; 2) que todas tienen igualdad de oportunidades para ser gobernantes (y que por lo tanto son libres para organizarse y expresarse). Thomas Christiano (2013: 301-325; 2015) argumenta que la democracia es un derecho en dos niveles. En el plano nacional, la democracia realiza el derecho de las personas a ser tratados como iguales en las decisiones colectivas y la democracia es el único método apropiado para hacerlo (Christiano, 2013: 305). A nivel internacional, el argumento se divide en cinco evidencias y sus consecuencias éticas: 1) es un hecho que hay interdependencia internacional de los intereses de las personas, 2) que las personas tienen un interés político fundamental en disponer del poder para influir en las leyes e instituciones que regulan el entorno internacional, 3) que las personas aspiran a participar como iguales en la modelación del ambiente global, 4) que la organización de una democracia global no es actualmente una opción viable, por lo que sólo si los estados que participan en las decisiones internacionales son democráticos “puede decirse que el proceso legislativo internacional respeta el derecho de las personas a participar como iguales en la toma de decisiones”, y 5) que sólo si los Estados participantes son democráticos se cumple el principio de trato igualitario en la producción de legislación internacional (Christiano, 2013: 308-316). Cabe advertir que esta concepción entiende la democracia como derecho humano a partir del principio de igualdad; si la democracia es la única forma de cumplir con el principio de igualdad, entonces la democracia es parte del derecho humano a la igualdad. La piedra angular del derecho fundamental no es el componente mayoritario, sino el componente igualitario de la democracia.
El derecho a la autodeterminación de los pueblos6 ha provisto el margen para una interpretación en el derecho internacional que legitima la adopción de regímenes autoritarios. Sin embargo, como en otro lugar lo demuestra Christiano (2015), para tener plena validez este principio estaría basado en el derecho a la igualdad, estipulado en el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que instaura el principio de igualdad de todas las personas para decidir sobre los asuntos que le afectan, incluida la elección de un régimen de gobierno. Ello implica que para legitimar en el orden interno y externo la decisión de adoptar un sistema autoritario, la condición que primero tiene que cumplirse es la de que todos los miembros del demos tengan igualdad de voz y de voto en esa decisión. Dicho esto, se justifica la adopción de un régimen no democrático.
La objeción más importante a la legitimidad de sistemas no democráticos la proporciona el principio básico de la filosofía del bienestar que establece que preferir una situación en la que todos están peor pero iguales a otra situación en la que todos estén mejor aunque haya desigualdades es incompatible con el principio de igualdad. De ahí que si el reconocimiento (aceptación) de la democracia -según la definición provista por Christiano (2013, 2015)- como derecho humano es una situación mejor que la que tendríamos al no reconocerla y al mismo tiempo ese reconocimiento mejora las condiciones de realización del principio de igualdad mientras que el no hacerlo las empeora; entonces, debe preferirse el reconocimiento a lo contrario. La preferencia por el reconocimiento de la democracia claramente mejora la condición de igualdad entre las personas. Sobre esto hay abundante evidencia empírica (Christiano, 2015: 10) y ello da legitimidad a la primera preferencia mientras que se la niega a la segunda.7
Si aceptamos que la reunión entre el principio básico de la democracia (igualdad en la decisión pública) y los derechos humanos forman parte de un imperativo moral, se presenta de inmediato la obligación política de hacerla parte de una “ficción paradigmática” que tiene historia y evidencia contemporánea para respaldar su validez.8
De estos argumentos se desprende, entonces, que se puedan establecer las condiciones para que la democracia sea un derecho humano: el respeto a este derecho exige que toda sociedad, al igual que la comunidad internacional, garanticen que cada individuo tenga una parte igual en la decisión de gobierno para que las disposiciones y leyes que emergen de ellas sean legítimas. De otro modo, carecerían de legitimidad y serían objeto de desobediencia justificada.
Locke radicaliza la tradición liberal al introducir el principio de que la transgresión sistemática de derechos por parte del gobernante (monarca), justifica la rebelión de los gobernados, y más tarde J. S. Mill agregó la precedencia de los derechos civiles en todo tipo de arreglo social (Dryzek y Dunleavy, 2009: 36). Sin embargo, esta limitación a las definiciones decimonónicas de los derechos civiles fue rebasada en el siglo XX con la declaración de derechos universales de las personas y la evolución de las demandas políticas por los derechos humanos concretadas en un sistema jurídico internacional y en su constitucionalización.9 En esta línea aparece un postulado teórico y político que abona a la tesis de la democracia como derecho humano en el plano del Estado, que es la instancia culminante de la comunidad política y no del régimen. El modelo “constitucional” o “neopositivista” sostiene que a partir de la segunda posguerra las constituciones (“rígidas”) agregan a la validación formal de sus normas otra de tipo sustancial que se expresa en la “esfera de lo no decidible: lo que ninguna mayoría puede decidir si esa decisión viola los derechos de libertad, y lo que ninguna mayoría puede no decidir si atentase contra los derechos económicos, sociales y culturales, unos y otros constitucionalmente consagrados” (Ferrajoli, 2014: 20).
Ambos tipos de derechos deben unificarse bajo la categoría derechos humanos. Naturalmente, esto lleva a preguntarnos qué es lo que no se puede y qué lo que sí puede decidir la mayoría. Qué está al alcance de ella para ser modificado de acuerdo con la “soberanía”, y qué no puede estarlo por infringir el principio de irreversibilidad de los derechos humanos. Debemos recordar el trasfondo de este principio: “con los principios y derechos establecidos por ésta [la constitución] se estipula también, [un] solemne ‘nunca más’ a los horrores de los totalitarismos” (Ferrajoli, 2014: 20).
La afirmación universal de los derechos humanos a partir de la Segunda Guerra Mundial, y su ampliación progresiva desde entonces, es una decisión política con efectos jurídicos. La historia de su evolución desde entonces, dentro y fuera de sistemas democráticos, evidencia una saga de luchas y conflictos en que la política precede siempre a los actos jurídicos. De ahí la primacía de la política y la relevancia de entenderla, pues lo que ocurre en sus territorios marca la suerte de la distribución del poder y, por ende, de los derechos sustantivos. En la subsiguiente sección abordaremos ese aspecto.
Tercera teoría: los derechos sin democracia
El socialismo realmente existente originó la esperanza y la creencia en que era posible superar el capitalismo por medios revolucionarios y que bajo la “dictadura del proletariado” no solamente sería posible mejorar las condiciones económicas y sociales de la mayoría, sino superar el sistema capitalista y conducir a la “superación definitiva de la explotación del hombre por el hombre”. El ideario no podía ser los derechos humanos pues, aunque la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 contenía ya muchos de sus valores, era aún considerada por los partidos comunistas el resultado de una etapa anterior de revolución burguesa que debía ser superada por la revolución socialista. El proyecto comunista se proponía hacer realidad satisfacciones por lo menos equivalentes a las implicadas en los derechos económicos y sociales, es decir, en materia de salud, educación y trabajo. La “violencia revolucionaria” se limitaría a garantizar que ninguna fuerza minoritaria impidiera el establecimiento de una nueva clase dominante a través de su vanguardia, el Partido Comunista. La extendida duración de la existencia de la URSS (1922-1991) y su influencia a través de la unión de partidos afines en todo el mundo (Claudín, 1970) alimentó la convicción de que hacer avanzar el comunismo conducía a la superación del capitalismo y, por consiguiente, de la explotación de clase. Para este pensamiento, la democracia en el mundo occidental era una dictadura de la clase capitalista y la verdadera democracia solamente podía ser aquella practicada en los estados socialistas; la dictadura del proletariado (“dictadura de la mayoría contra la minoría”) cuya tarea sería realizar las funciones de disolución de las condiciones de explotación capitalista y poner las bases de una economía de transición (socialista) hacia el comunismo sin Estado, el “verdadero reino de la libertad”. El totalitarismo soviético y la activa resistencia intelectual, política y cultural en su contra evidenciaron los errores teóricos y políticos que encierra esa visión y la hacen insostenible (Malia 1994).10 A pesar de ello y contra la creencia de que esta concepción teórica e ideológica de la “democracia” había sido superada desde la caída del Muro de Berlín en 1989, cuenta con partidarios en círculos que buscan y en algunos casos alcanzan el poder.11
Esto es relevante para la agenda de los derechos humanos y sus relaciones con la democracia debido a que, dentro del repertorio ideológico de los movimientos y partidos que postulan esta tesis (la disyunción de democracia y derechos humanos), la democracia liberal y los DESC son parcial o totalmente excluyentes. En esta visión reduccionista, la democracia sigue siendo concebida como un régimen de clase diseñado para la dominación capitalista. En ella, los derechos cívicos y políticos -los llamados derechos liberales- son una mera expresión de libertades formales, es decir, carentes de sustancia.
Los derechos de expresión y reunión, elecciones libres y equitativas y, sobre todo, los controles al poder político que derivan de la división de poderes y de la independencia judicial son “formas” o instrumentos de la dominación de clase. El reduccionismo se efectúa en el concepto ya ampliamente refutado que la estipula, no en las evidencias políticas, como ha sido demostrado fehacientemente por la investigación científica.12 Sin embargo, ideológicamente, en esta línea de argumentación y, sobre todo, de acción política, se sigue oponiendo democracia liberal a democracia sustantiva y proponiendo en el sacrificio de primera.13 La historiografía política de la democracia, occidental o de otras partes del mundo (Sen, 2009), muestra que las instituciones democráticas de garantía de derechos, de participación política y de control del poder (o sea, las instituciones supuestamente “formales”) obedecen casi invariablemente a exigencias de abajo hacia arriba y suelen cristalizar en acuerdos distributivos de poder de decisión y de gobierno (Tilly, 1998).
Esto implica que la democracia “formal” es sustancial, ya que se refiere a derechos igualmente sustantivos como las libertades fundamentales, el debido proceso y la limitación del poder político. Por estas razones, la supresión o menoscabo de las instituciones que permiten ejercer los principios de mayoría e igualdad a cambio de ventajas sociales o económicas es un camino intransitable en la perspectiva de la democracia constitucional. Debe advertirse que ello no implica bajo ninguna condición que dichas instituciones sean inmutables. Por el contrario, las posibilidades de reformarlas deben ser facilitadas y estar sujetas a su pertinencia respecto de los principios de mayoría e igualdad. Su disposición al cambio es parte intrínseca de su naturaleza. Al igual que los derechos humanos, las instituciones democráticas que aseguran la igualdad en los asuntos públicos son abiertas por naturaleza; sujetas permanentemente a la exposición y la deliberación.
Tensiones, disyunciones y conjunciones
En la tensión entre mayoría e igualdad opera la política democrática y en ella se juega la suerte de los derechos humanos. Es por la política que una fuerza o combinación de fuerzas -cuando se impone y transforma sus valores en poder (fuerza) y gobierno (eficacia)- busca indefectiblemente ser norma jurídica. El principio de lo no decidible al que se refiere Ferrajoli adquiere mayor vigencia en la democracia constitucional aunque sea defendible en cualquier tiempo y lugar; siguiendo el razonamiento de Sen (2009), su fuerza moral no mengua mientras existan actores que la promuevan, sea como resistencia a un autoritarismo o como una acción encaminada a la toma de decisiones; pero la ejecución (el enforcement) dependerá siempre de la fuerza y, en última instancia, si es estable, de que el monopolio legítimo de la violencia esté en manos de las fuerzas que representan la voluntad de imponer el principio de “indecidibilidad”, y no sea el monopolio de cualquier violencia legitimada espuriamente, al margen de ese principio, aunque tenga el respaldo mayoritario, el poder y la eficacia. La actualidad de este problema es palmaria. A nivel global atestiguamos un significativo retroceso democrático con el surgimiento de mayorías que apoyan alternativas constitucionales alejadas del principio de indecidibilidad, cuyos dirigentes buscan, precisamente, alejar a sus estados de este compromiso constitucional.
Con base en el informe de V-Dem (2018), Lührmann et al. (2018) presentan evidencia de la creciente autocratización de las democracias (con excepción de África) y las consecuencias de retroceso de los derechos cívicos, políticos, económicos, sociales y culturales, es decir, de regresión en toda la gama de los derechos humanos. La autocratización es definida como “democracia en reversa”: en contextos institucionales en los que privan las instituciones democráticas, partidos, movimientos y élites promueven la llegada al poder de gobiernos autoritarios cuyo programa es reducir o suprimir las capacidades de las instituciones políticas para mantener las condiciones de equidad e igualdad de la participación de las personas en la toma de decisiones. Consecuentemente, la protección y vigencia de los derechos humanos en esos países son vulneradas. Además de esta evidencia general, lo significativo de este análisis se resume en tres aspectos. En primer lugar, mientras que hasta 2008, el impulso democratizador se mantiene globalmente, a partir de ese año hay una declinación. El Informe 2019 de V-Dem (2019) documenta la deriva autocrática de 24 países de un total de 201. El número parece menor, una octava parte del total. Sin embargo, en esos 24 países reside un tercio de la población mundial tomando en cuenta que entre ellos están la India, Estados Unidos, Rusia, Brasil y Turquía. También se cuentan en ese grupo países europeos de reciente democratización después de la caída del bloque soviético como Hungría y Polonia. En América Latina, Honduras, Nicaragua, Venezuela y Brasil se suman a la lista. Los países que han avanzado hacia la democracia están sobre todo en África, pero su peso demográfico es relativamente pequeño. La tendencia más acusada en términos de proporción poblacional es, pues, a la autocracia, aunque la democracia permanece en 55 % de 202 países considerados.
Además, habría que agregar que estamos ante procesos que se dan en varios de los países más influyentes en la comunidad internacional, como Estados Unidos y China. El primero es un caso ejemplar de una democracia en la que los derechos humanos, especialmente los económicos, sociales y culturales, no han tenido un andamiaje jurídico o éste ha sido desmantelado por contradecirse con la doctrina económica predominante. El caso estadounidense muestra que, aun en las democracias más avanzadas los derechos humanos no avanzan necesariamente por defecto, sino que requieren de la adopción de normas jurídicas que integren los valores democráticos y los de protección de derechos humanos en las instituciones políticas. El caso de China, segunda potencia económica mundial, es testimonio de que la mejoría de las condiciones económicas y sociales no conducen sin voluntad explícita hacia la instauración de los derechos cívicos y políticos. En ambos casos, las presiones sociales que paulatinamente se transforman en demandas políticas conducen a la satisfacción de ambos grupos de derechos: los económicos y sociales en las democracias en regresión como Estados Unidos, y los cívicos y políticos en las autocracias consolidadas como China.
En segundo lugar, el estudio (Lührmann et al., 2018) expone el retroceso en materia democrática que muestran los indicadores del informe de V-Dem. Con la información agregada que recogen la mayor parte de los índices de democracia en el mundo no se suele distinguir lo que ocurre más allá de las instituciones electorales que confirman la vigencia del voto libre y de gobernantes electos. La minuciosidad del índice de V-Dem reside en que hace posible ver cómo, a pesar de que esas instituciones se mantienen, no pasa lo mismo con las que forman el “componente liberal”: controles legislativos y judiciales, y Estado de derecho entendido como alineación de la autoridad con la ley.
En los países que transitan de la democracia a la autocracia se han debilitado este tipo de instituciones, aunque sigan realizando elecciones periódicas. Más aún, junto con el deterioro del componente liberal también se puede observar el desgaste del “componente electoral”: las libertades de asociación y expresión en sus múltiples manifestaciones están siendo disminuidas o reprimidas. Tal es el caso de la prohibición o barreras a la acción de partidos políticos. También son revertidas las libertades académicas y de prensa mediante la censura abierta o subrepticia a medios de comunicación, de modo que en esos países las personas disponen de menos medios alternativos de información. Naturalmente, todo esto afecta las capacidades de acción democrática de las personas y los grupos.
Por último, en los mismos casos en que las autocracias avanzan, empeora la condición política de grandes grupos vulnerables. La distribución de poder por grupo social, género y estatus socioeconómico empeoró en las poblaciones de los 24 casos que registran retroceso. El estudio referido concluye que “hacia 2017, una cuarta parte de población […] vivía en países en que los ricos, significativamente, han ganado más poder en comparación con 2007”14 (Lührmann et al., 2018: 13-35).
El fundamentalismo de mercado
Podemos identificar el origen de esta tensión entre democracia y derechos humanos en el surgimiento de una economía política dominante en el sistema internacional y a sus consecuencias en la organización de los estados que la adoptaron. La idea de libertad que subyace al fundamentalismo de mercado como política de Estado, como prefiero llamarlo aquí para distinguirlo del neoliberalismo como doctrina, es tal que, al hacerse fuerza política, primero; y Estado (y orden internacional) después, culminaron el desmantelamiento del estado de bienestar y con él, la constitucionalidad de jure o de facto de derechos fundamentales. Es cierto que algunas de las plataformas de acción económica y social en las que descansaba el estado de bienestar se habían debilitado por el cambio tecnológico, la baja capacidad de adaptación de los sistemas de organización (como los sindicatos y la administración pública), la aparición de nuevos actores en la economía y la política, y un sinnúmero de factores adicionales que llevaron a la convicción de que el capitalismo había perdido dinamismo económico y era necesario recuperarlo por la vía de la eficiencia.
Ideológicamente, las preferencias se decantaron en favor del valor de la libertad con una noción restrictiva de consecuencias clasistas, dando un vuelco a las preferencias dominantes en el sistema económico, social y cultural. Una verdadera transformación que desemboca en el Estado liberal de mercado (Dryzek y Dunleavy, 2009: 100-128) y en una teoría política que lo fundamenta. En contra de las expectativas alentadas por ese modelo, la “descarga” del Estado no trasladó la satisfacción de las necesidades desatendidas a la acción económica y social; no produjo un mecanismo de distribución alternativo, como el que imaginó originalmente Adam Smith,15 bajo condiciones históricas muy diferentes, sino una tendencia creciente de desigualdad económica mundial que no se explica sin el debilitamiento de los derechos humanos a pesar de la permanencia de sistemas electorales democráticos. En lugar de reducir el “despotismo” del Estado aducido por el neoliberalismo en función de instituciones más incluyentes, se desencadenaron procesos regresivos generadores de mayores formas de despotismo.
Junto a este efecto se produjo una nueva globalización diferente de las anteriores y, concurrentemente, procesos de innovación científica que han contribuido, en parte, al aceleramiento de los motores de la desigualdad. Entre las más destacadas están las tecnologías de la información, la comunicación y la genética. Este impacto tecnológico no ha sido homogéneo, ha contribuido también a hacer posible nuevas formas de relación social antes inimaginables así como herramientas que sirven a muy diversas finalidades individuales y colectivas. No obstante, cabe recordar que la medida más trascendental del Estado de mercado ha sido la desregulación nacional de las instituciones financieras y de la empresa privada, lo que ha facilitado varios procesos característicos de la problemática mundial actual.
En primer lugar, una libertad casi ilimitada del capital financiero para moverse sin fronteras y realizar operaciones en gran escala como las que condujeron a la crisis económica de 2008 que impactó negativamente la condición de grandes grupos sociales con los rescates gubernamentales de empresas afectadas por esa crisis. La capacidad hegemónica del Estado de mercado finalizó con ese derrumbe y abrió una etapa de conflicto en torno a las alternativas de política económica sin que los principales grupos beneficiarios de ese modelo hayan aún sido reemplazados por nuevos actores. No obstante, el Estado de mercado tiene un componente autodestructivo de las capacidades estatales para regular esas fuerzas que liberó y que han creado una esfera propia (algunos la conciben con la metáfora de una “esfera que está fuera de este mundo”), sustraída de e impermeabilizada contra la deliberación para el cambio social y económico.
El peso muerto de la Guerra Fría
Sólo bajo la influencia del espejismo de que el mundo se debate entre capitalismo salvaje y socialismo autoritario es posible explicar la persistencia de la obstinación con que algunos grupos relevantes, aunque contrarios sostienen dos ideas diametralmente opuestas. Una es que, para que el desarrollo económico rinda frutos para la población, es justificable moral y políticamente restringir el disfrute en el presente en aras de mayores beneficios futuros, así sea impidiendo el acceso de los grupos destituidos a la definición de la agenda pública. La otra es que para que el disfrute presente pueda darse sin cortapisas es necesario monopolizar la agenda pública en la cúspide del poder y aislarla de la deliberación colectiva.
Para la primera debe mantenerse el orden democrático, siempre y cuando el electorado no atente contra el principio fundamental de su doctrina económica: la ausencia de la acción positiva del Estado. Para la segunda, es política y moralmente justificable, si es necesario por la fuerza, restringir los derechos civiles y políticos fundamentales con tal de alcanzar mejoras distributivas para los grupos más desfavorecidos. Esta polaridad oscurece la comprensión de la problemática económica y política porque impide la discusión desde nuevas perspectivas como la que podemos hallar en la agenda y el debate actual de los derechos humanos.
Esta agenda sostiene que los derechos humanos deben abordarse integral y progresivamente. El conjunto de los derechos humanos reconocidos en las convenciones y tratados internacionales principales debe ser concebido y defendido como conjunto de derechos que reúnen las características de ser a la vez “fundamentales, universales y especificables […] [y que] […] su realización es en la práctica incompatible con ambos extremos del espectro ideológico” (Beetham, 1999: 125). Llegada al poder, la primera de estas posturas extremas limita o viola los derechos económicos sociales y culturales y la segunda transgrede los derechos cívicos y políticos porque los puntos de partida ideológicos de cada una de ellas excluyen o admiten que pueden prescindir, llegado el caso, de esos derechos. Y debido a su dinámica de funcionamiento, si en el primer caso quienes son destituidos o impedidos de su disfrute se movilizan para hacerlos cumplir es altamente probable que la consecuencia sea la violación de los derechos cívicos y políticos por parte de quienes ejercen el poder político. En el segundo caso se produce algo similar: si los que disfrutan de los DESC aspiran a realizar los de carácter cívico y político, aumenta la probabilidad de ser reprimidos por hacerlo. En la práctica, tanto en las sociedades capitalistas democráticas como en las socialistas autocráticas la propensión a la violación de alguno de los grupos de derechos es muy alta, cuando no simplemente la práctica habitual.
Fundamentalismo de mercado |
Socialismo autoritario |
Democracia constitucional |
|
DCP | sí (-) | no | sí |
DESC | no | sí (-) | sí |
Fuente: elaboración propia.
La tesis alternativa a las dos antes expuestas sostiene que entre lo individual y lo común existe un continuo que tiene que ser, por obligación moral y positividad jurídica, alcanzable y respetado. Ese continuo se justifica con base en dos grupos de principios: el de dignidad humana, por un lado, y los de mayoría e igualdad, por el otro. La expresión actualizada de ambos está en la reunión del sistema de derechos humanos y las instituciones de la democracia política. Ambos sistemas son dinámicos y sujetos a evolución. Los derechos especificados pueden ser más y mejor definidos; nuevos derechos pueden ser incorporados por la fuerza moral y política que los respalda. Por su parte, las instituciones democráticas pueden desenvolverse positivamente al revisar periódicamente su adecuación con las decisiones de mayoría y el respeto a la igualdad de todos los individuos, sin importar si forman parte o no de la mayoría.
Estos dos sistemas pueden formar un continuo político congruente en la organización del Estado si adquieren el vigor que corresponde a su fuerza moral. Sus fuentes no son ni la ortodoxia de mercado ni la ortodoxia autoritaria del “socialismo realmente existente”, ambas aún en una pugna que se reedita agudamente en América Latina. Ese continuo político no sostiene que el mercado es el altar ante el que todos han de arrodillarse, ni que -en contra del capitalismo- debamos encadenarnos a la ilusión de una forma diametralmente opuesta e improbable de organización económica o política. De hecho, la unión de derechos humanos y democracia se fundamenta en el cálculo fundado de que sí es posible organizar una sociedad en la que los derechos cívicos y políticos sean compatibles con los económicos, sociales y culturales. Pero este horizonte de posibilidad requiere cambios que parecen estar fuera de alcance, aunque no es así.
¿Hacia dónde mirar?
El peso de la división entre ambas posturas y de sus versiones más o menos diversificadas o diluidas en las mentalidades, dificultan la posibilidad de encontrar un espacio conceptual distinto que permita el acomodo diferente de las piezas del rompecabezas. En América Latina, el panorama de la democracia y los derechos humanos no escapa a las mismas tensiones y disyuntivas antes descritas. Los países continentales de América Latina resienten las consecuencias de las políticas del Estado de mercado que se establecieron en concordancia temporal con el inicio o el desarrollo de democracias liberales. Como lo muestran las cifras de múltiples indicadores, el entusiasmo inicial por la democracia ha descendido notablemente. Corporación Latinobarómetro (2018) reporta que entre 2008 y 2018 la insatisfacción con la democracia ha aumentado de 51 % a 71 %. Asimismo, hay un saldo pesimista en materia de disfrute de derechos humanos, con muy contadas excepciones (Ansolabehere, Valdés y Vázquez, 2015).
En la práctica, esta situación hace relevante preguntarnos sobre la relación que guardan la democracia y los derechos humanos. Cada una de las soluciones ofrecidas que aquí tomamos en cuenta ofrece una interpretación del problema y orientaciones de respuesta. Los dilemas planteados por las opciones expuestas no pueden resolverse sin plantear que entre ambos conjuntos es necesario establecer una relación política en el sentido heurístico y de la acción práctica. Aunque este desafío requiere mayor detalle del que se puede en estas páginas, esa relación se enmarca en el reconocimiento político de que los obstáculos que se oponen a los derechos humanos y a la democracia son con frecuencia los mismos. La identificación falsa de la libertad individual con el poder económico irrestricto resulta en un obstáculo mayor que pone límites sin fundamento a la razón pública cuando necesita regular y armonizar el interés individual y el interés público. Como señala Ferrajoli, “las dificultades que se oponen a la perspectiva de un constitucionalismo global no son, pues, de carácter teórico, sino todas y sólo de carácter político, ligadas a la defensa de intereses y poderes consolidados en el vacío de derecho y de garantías a su altura” (Ferrajoli, 2014: 172). El derecho internacional de los derechos humanos es constitucional y, por lo tanto, un mandato prioritario del Estado. Ese sistema de derecho tiene a la vez la fuerza moral y la positividad jurídica necesaria (aunque insuficiente) para realizarse palpablemente y producir efectos específicos en el cumplimiento de obligaciones y en el disfrute de los derechos. Pero esto es posible solamente en los Estados que lo aceptan, mientras que internacionalmente padece serias debilidades que no pueden superarse sin el fortalecimiento de la constitucionalidad de los derechos humanos. Como parte de esta última, los derechos cívicos y políticos deben ser defendidos en cualquier sistema político, pero está en su lógica de desarrollo la exigencia de condiciones de igualdad y equidad en el tratamiento de los asuntos que afectan a cada persona y a todas en conjunto. Se trata pues del ámbito de identidad entre democracia y derechos humanos que es el principio filosófico y político de la igualdad, para decirlo con John Rawls, es decir, del fundamento moral y político de la democracia. Los obstáculos que se oponen, añadimos, no se ubican exclusivamente en el “vacío de derechos y garantías” al que alude Ferrajoli, sino que, por el contrario, en muchos casos están en la trama de los sistemas jurídico-institucionales tanto de jure como de facto. Los estados latinoamericanos, con su combinación de democracias electorales y “enclaves autoritarios” en el ejercicio del poder son un campo privilegiado de estudio de este fenómeno, como son asimismo un campo minado y por lo mismo de experimentación para la coexistencia de derechos humanos y democracia.
Todos los derechos sin excepción se originan en una exigencia moral que por su peso político adquiere forma jurídica. Moral, política y ley son la tríada que une a los derechos y la igualdad democrática. Se trata de una ecuación cuya base es la agencia humana. Las teorías sobre la relación entre derechos humanos y democracia, particularmente las dos primeras, contienen estos elementos; en la tercera la ley reúne a la moral y la política en el reconocimiento de los derechos humanos, pero concibe la ley como una herramienta que usan unos actores contra otros a los que neutralizan y con los que sostienen un conflicto irreconciliable. La diferencia fundamental es que las dos primeras teorías consideran que la democracia es un entorno y a la vez un medio necesario para la realización de los derechos y que la ley es una forma de realización de la fuerza moral original.
En términos jurídicos, esa diferencia consiste en que la constitución debe codificar los derechos y los mecanismos para hacerlos realidad en forma equitativa, con la diferencia de que la segunda posición incluye la democracia en el inventario mismo de los derechos humanos. La posición que rechaza la democracia formal o liberal coloca los derechos humanos al margen de su acción política y pretende que esta acción quede fuera del alcance de la acción política de otros agentes con concepciones diferentes a la suya. De ese modo, hace caso omiso de la advertencia fundamental y vigente de la tradición liberal: sin controles verticales y horizontales, el poder se vuelve un fin en sí mismo y una maquinaria de destrucción.
De los dos primeros grupos de teorías hay que agregar otras consideraciones a modo de balance. En el primer grupo hay una gran insistencia en reconocer que la fuerza moral de las demandas por derechos que se reclaman intrínsecamente humanos no puede rechazarse políticamente con el argumento de que no han sido codificados jurídicamente, sino que deben entrar en el torrente deliberativo de la democracia para tener un destino. De hecho, la suma de los derechos humanos reconocidos jurídicamente (nacional o internacionalmente) en la actualidad sería inexplicable sin el impulso moral original que los propulsó antes de que fuesen codificados en el sistema jurídico. En el tratamiento que el problema recibe en la obra de Sen, además, la fuerza moral de los derechos que se reclaman no se limita a existir en un ámbito democrático. Esa fuerza se da aún en condiciones de opresión e intolerancia, pero siempre es terca y busca llegar a condiciones institucionales favorables a su institucionalización y ejercicio, que son justamente las que la democracia ofrece.
La posición que considera que la democracia es un derecho humano, busca dar fundamento a que las condiciones de decisión igualitarias y equitativas de las personas sobre los asuntos comunes y públicos sean figuras jurídicas vinculantes para hacer que ese derecho sea universal, interdependiente e indivisible. De modo muy importante, esta postura aspira a que la forma justa de decisión a la que toda persona tiene derecho incluirá siempre el principio de equidad en las decisiones mayoritarias, y da a este derecho el mismo rango de exigibilidad que los derechos humanos, de modo que su carácter universal -al ser reconocido moralmente pero negado, ocluido o destruido en la práctica- requiere una acción de la justicia del mismo carácter que procura a los derechos humanos en el sistema jurídico internacional que los codifica. En ambas posiciones, se acepte o no la democracia como derecho humano, no se agota en las instituciones tradicionalmente consideradas como garantes de esos derechos, sino que exige la presencia de instituciones operantes y de condiciones para su evolución progresiva mediante la deliberación democrática.
La historia de los derechos y la ley es ilustrativa para orientarnos en esta perspectiva. Charles Tilly (1998), al comentar Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia del gran historiador Barrington Moore Jr., ofrece una síntesis instructiva con un enfoque que denomina “empírico, escéptico (‘cynical’) y especulativo” (Tilly, 1998). En la historia europea, que se empalma con la americana desde las colonizaciones, los derechos de control del poder y de ciudadanía tardaron varios siglos en formarse. No fueron resultado solamente de una idea o de una “necesidad” subyacente, sino de las luchas y negociaciones de muchos actores contra el poder monárquico y el despotismo. La nobleza, el clero, la burguesía, el campesinado, los artesanos y pequeños artesanos, los soldados, el clero bajo, entre los principales, obtuvieron espacios y derechos a partir de intercambios de poder en diferentes momentos y regiones de la historia de los países a partir de luchas concretas.
La aportación de Tilly en esta síntesis, y en sus principales trabajos, consiste esencialmente en el énfasis en que
el modelo sostiene en general que los derechos -demandas realizables-, emergen de la repetición de exigencias similares bajo ciertas condiciones: 1) que tanto el solicitante como a quien se exige la demanda pueden recompensar o castigar al otro de alguna forma relevante; 2) que los dos efectivamente negocian esas recompensas y castigos; 3) que uno u otro negocian con terceros actores interesados la realización de la demanda y que actuarán en el futuro para garantizar la demanda en cuestión, y 4) que los tres o más agentes de un reclamo tienen identidades perdurables y relaciones entre sí. (Tilly, 1998: 181)
Este enfoque es “empírico” porque se basa en evidencias de hechos reales, “escéptico” porque no atribuye a los procesos que estudia una entidad trascendente o idealista y “especulativo” porque con toda ironía nos deja ver que la interpretación de los hechos recogidos siempre estará sometida a la recepción de nueva información que puede contradecir la forma de dar cuenta de ellos. Todo esto nos remite a la historia concreta de la evolución de los derechos y en particular de los derechos humanos en sociedades determinadas y trayectorias de luchas específicas por lo que hacer los recuentos y encontrar patrones de desarrollo de los mismos es la pauta de trabajo.
Se puede ahondar un poco más en la dimensión que Tilly llama “especulativa” recurriendo a la contribución de Claude Lefort, quien sostiene que la “inescapable condición histórica o política de la coexistencia humana” requiere de una “justificación fuerte” de la relación entre democracia y derechos humanos. Por distintas razones, pero en concordancia con la propuesta histórica de Tilly, Lefort argumenta que la democracia es el único régimen capaz de albergar la apertura de la diversidad humana, y los derechos humanos encuentran en ella el único sistema en el que pueden desarrollarse sin obstáculos debidos al cierre de la historicidad por medios autoritarios. En estos patrones de acción que describe Tilly, Lefort encontraría una regularidad: partiendo de la evidencia de que toda sociedad está siempre en desencuentro “con su propia imagen” y que “la política” es el medio por el que busca el reencuentro, los actores sociales producen escenarios de futuro a los cuales tratan de dirigirse.
En este proceso, la diferencia entre sistemas cerrados o abiertos juega un papel central. Por contraposición a otros sistemas políticos, la democracia permite el desenvolvimiento de la diversidad de opiniones. Entre más abierto sea el sistema, mayor cabida dará a manifestaciones diversas que procuran abrirse paso mediante la política para inscribirse en el ser colectivo. Los derechos humanos y la democracia, entonces, se reclaman mutuamente de manera natural. Por esta razón la democracia es el mejor de los regímenes posibles pues es el único que puede admitir la realización de todos los derechos humanos (Lefort, 1988: 9-44; Geenens, 2008: 284).
Así pues, el futuro de la agenda de los derechos humanos y la democracia depende de su interrelación. El principio de indivisibilidad de los derechos humanos hace inconcebible la restricción de cualquiera de ellos y obligatorio su cumplimiento en los términos de los tratados internacionales (o sea, de modo progresivo e irreversible). Este principio no se puede realizar bajo condiciones de intolerancia económica, social o política. La democracia representativa y sus expansiones a través de modalidades directas y participativas es la única forma de gobierno que puede darles cabida integralmente. Más aún, es la forma de gobierno que mejor permite la remoción de los enclaves autoritarios dentro de los propios regímenes democráticos. Una de las razones por las que la democracia ha perdido prestigio es porque en ella se han podido acomodar fuerzas que vulneran su naturaleza limitando sus posibilidades de expansión al impedir que los intereses de la población sean representados en la toma de decisiones sobre las políticas públicas.
Como lo muestran todos los indicadores confiables, solamente por la exclusión de la representación política se puede explicar la falla distributiva endémica del Estado contemporáneo y, por ende, la acumulación de problemas que conducen a la ingobernabilidad. En proporcionalidad directa a esta tensión se justifica la irrupción del Estado constitucional para “resolver” esta tensión. Por eso, aceptar la unidad de la agenda de los derechos humanos y de la democracia es el núcleo de una política posible para construir un Estado alternativo.
¿Qué podemos aprender de cada una de estas perspectivas teóricas y del debate sobre sus postulados? Lo primero es que la respuesta a la pregunta de si la democracia es o no un derecho humano deriva, en última instancia, del concepto que asumamos de ambos y del derrotero de la lucha por hacerlo una realidad. La transformación de una fuerza moral en reclamo de un derecho y en ley no es metafísica sino política. La iniciativa de 1999 para promover la democracia como derecho humano en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU ha quedado en suspenso, no así en la Carta Interamericana que forma parte de la legalidad internacional a la que adhieren los estados firmantes.16 La defensa de la relación indisoluble entre democracia y derechos humanos o de la democracia como derecho humano en sí, son semejantes porque ambas reconocen el proceso de construcción de una fuerza moral en derecho positivo que puede seguir diversos patrones de conducta en su construcción histórica como lo muestran Tilly y Lefort.
En definitiva, los derechos cívicos y políticos son parte integral de las condiciones necesarias para ejercer igualitariamente el poder ciudadano de cambiar de gobiernos pacíficamente, y el reconocimiento de los DESC ha avanzado significativamente. A pesar de las dificultades para consolidar las instituciones democráticas y hacer realidad el disfrute de los derechos humanos, el reconocimiento de su pertinencia es mayor que en el pasado. En particular, el convencimiento colectivo de que la mayoría no puede decidir despóticamente la suerte de ninguna minoría y de que está obligada a proveer a cada persona de mínimos correspondientes a su dignidad es ya un consenso amplio, si bien enfrenta enemigos en los dos frentes de las “deformaciones de la democracia” representativa: las oligarquías y los populismos (Urbinati, 2019). La democracia es parte de los derechos humanos en la medida en que el bien que protege e impulsa es la igualdad de todas las personas en el Estado. Esta convicción no es arbitraria sino histórica, y forma parte de una plataforma para el desarrollo de una política de Estado.