Introducción
La historia de los garífunas ha estado marcada por el despojo y el desplazamiento territorial. En 1797, el Imperio Británico expulsó a los garífunas de la isla de San Vicente, en las Antillas Menores, debido a la oposición de este pueblo a la economía de plantación azucarera.1 Posteriormente, los garífunas sufrieron un proceso de dispersión por América Central, conformando núcleos poblacionales en lo que hoy son los países de Belice, Guatemala, Honduras y Nicaragua. A lo largo del siglo XIX ocuparon las franjas territoriales costeras del mar Caribe y se dedicaron al contrabando de mercancías, así como al corte de caoba y otras maderas preciosas.2
A finales del siglo XIX y principios del XX, con la instalación de las compañías bananeras, los gobiernos iniciaron un proceso de articulación territorial en Honduras que tuvo como consecuencia el progresivo desplazamiento de los garífunas. Los hermanos Vaccaro, fundadores de una compañía que décadas después adoptó el nombre de Standard Fruit Company, reubicaron la comunidad de Armenia al margen opuesto del río Papaloteca.3 En La Ceiba, distintos núcleos poblacionales habían sufrido presiones territoriales por parte de finqueros y comerciantes desde finales del siglo XIX. Esta misma situación llevó a que los habitantes de las comunidades de San Antonio, Guadalupe y Punta Hicaco (Santa Fe) solicitaran a la Administración de Rentas de la ciudad de Trujillo un título de propiedad de las tres comunidades, el cual fue concedido en 1885.4 Posteriormente, la Comunidad de Morenos Naturales de Cristales y Río Negro obtuvo en 1886 un título de dominio pleno de sus tierras (conocido como el título de La Puntilla), otorgado por Luis Bográn y que fue ampliado a principios del siglo XX por Manuel Bonilla. Al reconocimiento de estas tierras se fueron sumando posteriores ampliaciones. Estas primeras demandas por el reconocimiento de la tierra estuvieron impulsadas por la presión territorial tanto de comerciantes como de las compañías bananeras. En el caso de Trujillo, la familia Melhado participó en la compra y venta de tierras a favor de la Truxillo Railroad Company, subsidiaria de la United Fruit Company en la década de 1930.5
En las décadas de 1960 y 1970 la reforma agraria favoreció el proceso de colonización territorial en Honduras, y con ello se extendió la presencia de ganaderos y años después el cultivo masivo de palma africana.6 Estos ciclos de acaparamiento de los territorios garífunas se intensificaron durante el periodo neoliberal. El principal mecanismo fue la implantación de grandes proyectos de desarrollo turístico.7 Al mismo tiempo, con el reformismo agrario se dio inicio a una nueva coyuntura “etno-racial”.8 Distintas agencias gubernamentales promovieron la cultura garífuna a través de políticas de reconocimiento cultural.
El objetivo de este artículo es problematizar el vínculo entre el despojo de tierras y el desplazamiento de las comunidades garífunas en Honduras desde una perspectiva histórica. Para ello, realizo una aproximación a los mecanismos que el Estado hondureño ha empleado desde la década de 1960 para enfrentar el problema territorial indígena y garífuna en el país. La hipótesis que planteo, en diálogo con la literatura reciente que cuestiona las políticas de reconocimiento y de construcción de la diferencia, es que durante este periodo y en adelante se crearon condiciones para implementar marcos restrictivos, fundamentados en el reconocimiento limitado de los derechos culturales. Uno de los principales efectos de tales marcos ha recaído en la territorialidad que las organizaciones garífunas reclaman como ancestral. Por tanto, los recientes debates en torno al derecho a la consulta se articulan a los engranajes jurídicos y políticos que históricamente han definido las condiciones de diálogo entre el Estado hondureño y las minorías indígenas y garífunas.
En última instancia, cuestiono cómo la forma de vida garífuna (garifunaduáü) plantea un conflicto ontológico frente al ordenamiento territorial del Estado hondureño. Dicho conflicto se expresa por medio del vínculo entre el territorio y la ritualidad. Su presencia requiere resituar las discusiones en torno al reconocimiento de la diferencia cultural en un contexto atravesado por políticas neoliberales.
De las compañías bananeras al reformismo agrario
La llegada de las compañías bananeras a finales del siglo XIX y principios del siglo XX modificó la geografía regional de la Costa Norte de Honduras. En este contexto, la economía de plantación orientada a la exportación sustituyó a la agricultura de subsistencia. La apropiación de vastas extensiones de tierra y de recursos naturales estratégicos (lagunas, bosques, ríos), las alianzas entre las elites políticas y económicas,9 así como el desplazamiento de poblaciones locales para la construcción de puertos e infraestructuras son expresiones de esta transformación.
Simultáneamente, este proceso generó ciclos migratorios de población garífuna a ciudades como Puerto Cortés, San Pedro Sula, Tela o Trujillo. Estos migrantes se incorporaron en la economía bananera como jornaleros agrícolas, auxiliares en puertos o trabajadores de marinos mercantes.10 La huelga bananera de 1954 contribuyó a la legalización de los sindicatos laborales, la ampliación de las prestaciones y la sustitución de formas de empleo estacional por contratos de mayor duración.11 Sin embargo, este movimiento también impulsó la mecanización de las formas de producción, reduciendo la demanda de mano de obra y disminuyendo las oportunidades laborales. Este hecho marcó el inicio del retorno de muchos trabajadores a sus comunidades de origen y, con ello, la emergencia de nuevas demandas por la ocupación efectiva de tierras que quedaron abandonadas por las compañías bananeras.
Durante este periodo y en un contexto urbano, los garífunas crearon organizaciones para promover la justicia social y los derechos civiles. Entre otras, destacó la Sociedad Abraham Lincoln, fuertemente influida por las luchas de los movimientos negros en Estados Unidos en contra de la discriminación racial.12 Algunos garífunas se involucraron en sindicatos de trabajadores y organizaciones estudiantiles.13 Paralelamente, la presión territorial marcó nuevas hojas de ruta entre las organizaciones garífunas. Por ejemplo, las demandas sobre la propiedad de la tierra de sectores campesinos impulsó a los garífunas a organizarse frente a la expansión pionera de la colonización agraria promovida por el Instituto Nacional Agrario (INA). El principio de “función social” de la tierra fue fundamental para expropiar las tierras de las comunidades garífunas.14 De tal manera que, a través de las municipalidades, las tierras que estuvieron habitadas durante décadas por las comunidades fueron consideradas ociosas o baldías. Así, campesinos sin tierra ocuparon estos territorios y, al mismo tiempo, se promovió su arrendamiento para actividades como la ganadería, la producción agrícola o la extracción de recursos naturales.
Darío Euraque15 señala que el periodo posterior a la huelga de 1954 sentó las bases para la democratización de la cultura política del país e impidió la polarización social que se instaló en otros países de la región centroamericana. A pesar de ello, la alianza entre las burguesías locales y la inversión extranjera favoreció la entrada de empresarios agroexportadores de palma africana, contribuyendo a la polarización social en el departamento de Colón y especialmente en la región del Bajo Aguán.
En síntesis, la legislación agraria promovió la modernización del sector agrícola a través de la conversión de latifundios y minifundios en empresas comerciales. La meta era redistribuir las tierras privadas y nacionales en desuso entre las empresas asociativas y cooperativas de campesinos, las cuales tendrían acceso a créditos y asistencia técnica. No obstante, estas reformas beneficiaron a sectores agrarios vinculados a la Federación de Agricultores y Ganaderos de Honduras (FENAGH), dejando de lado la redistribución equitativa de las tierras.16 Esta situación derivó en un ciclo de acaparamiento territorial en regiones donde no se contaba con títulos definitivos de propiedad y en donde la titularidad de la tierra era objeto de disputa.
Las políticas de reconocimiento cultural
En las décadas de 1960 y 1970, Honduras vivió un periodo propicio para el reconocimiento de las diferencias culturales de los pueblos indígenas y negros. Por ejemplo, para Euraque, la emergencia de nuevas prácticas culturales de autorreconocimiento se dio en el marco de una “coyuntura etno-racial” promovida con la creación del Instituto Hondureño de Turismo (IHT).17 Como señalé antes, este contexto estuvo marcado por la migración garífuna hacia las ciudades y el surgimiento de nuevas organizaciones sociales, lo que abrió espacios de visibilidad y de participación política.
Anteriormente, la población de Honduras había definido a los garífunas como morenos o morenales.18 Por su parte y hasta principios del siglo XX, la literatura antropológica mantuvo la categoría colonial de caribes negros.19 Sin embargo, entre 1960 y 1970, se extendió el uso del término garífuna. En este mismo lapso surgieron intelectuales nativos que promovieron la relación de los garífunas de Honduras con África y con San Vicente, contribuyendo a un redescubrimiento de la cultura e historia propias. José Lino Álvarez Sambulá, un joven garífuna originario de San Juan fundó el Cuadro de Danzas Garífunas en 1962 y la Organización Afro Hondureña. De la misma manera, actuó como autoridad en el “Primer Festival de Arte y Cultura Garífuna” organizado en Tegucigalpa y financiado por el IHT. Crisanto Meléndez, también originario de San Juan, co-fundó ambas organizaciones y el Ballet Folklórico Garífuna.
El 15 de mayo de 1972, Meléndez escribió una de las primeras reivindicaciones del origen negro de la cultura garífuna en un artículo publicado en el periódico El Tiempo, titulado “Breve historia del negro en Honduras”. Esta publicación coincidió con la celebración del “Primer Gran Carnaval” de la Ceiba. Posteriormente Meléndez publicó sus investigaciones etnomusicológicas en la revista oficial del Ministerio de Cultura, Sectante, la cual utilizó por vez primera el vocablo de “minorías étnicas”.20 En 1977, Meléndez participó en el Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas organizado en Cali (Colombia). En este congreso coincidió con intelectuales afroamericanos como el antropólogo colombiano Manuel Zapata Olivella.21 De este modo, la reivindicación del origen antillano y africano de los garífunas se alineó con la emergencia de movimientos indígenas y afrodescendientes que, desde diferentes geografías de América Latina, cuestionaron las narrativas del indigenismo oficial.
En un período marcado por el reformismo militar en Honduras, las políticas de reconocimiento étnico vincularon el turismo con la promoción de la cultura, incluyendo a las minorías dentro de los sectores marginales.22 Esta tendencia estuvo orientada hacia una progresiva disminución de la “dependencia cultural” y hacia el desarrollo de la cultura popular nacional, lo que se impulsó por medio de los planes de desarrollo nacional, las reformas agrarias, el desarrollo forestal y las políticas de industrialización.23
Así, el Plan Nacional de Desarrollo Turístico se convirtió en un intento por promover el reconocimiento étnico a través de circuitos culturales y turísticos. La primera expresión de este fenómeno fue el proyecto de desarrollo turístico Tornasal, implementado en las comunidades de Tornabé y Punta Sal, en la Bahía de Tela. El Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) impulsó este proyecto. Sin embargo, frente a esta situación, en 1972 se constituyeron la Organización Pro Defensa de Tornabé y el patronato de la comunidad para enfrentar el desplazamiento territorial y reclamar la propiedad de las tierras.24 Aunque el proyecto estuvo detenido por décadas, fue retomado a inicios de la década de 1990.
En 1976, ante la instalación de la Empresa Nacional Portuaria (ENP), la comunidad de Puerto Castilla padeció un desplazamiento forzado. El general Gustavo Adolfo Álvarez Martínez del cuarto batallón de infantería de La Ceiba obligó a los comuneros de Cristales y Río Negro (Trujillo) a firmar un decreto extrajudicial que condujo al desplazamiento de la comunidad.
Distintas comunidades garífunas, como Limón o Triunfo de la Cruz, fueron víctimas de estos procesos de presión territorial. Como respuesta se dieron nuevos procesos organizativos con el objetivo de responder a las demandas de las comunidades. En 1977, los garífunas conformaron la Organización Fraternal Negra Hondureña (OFRANEH), en cuya creación participaron antiguos miembros de la Sociedad Lincoln.25 Desde sus inicios esta organización articuló patronatos, filiales comunitarias e instituciones externas,26 promoviendo el vínculo con profesionales e intelectuales establecidos en las ciudades, así como con miembros de las comunidades. Gradualmente, esta situación generó una polarización en el seno de las organizaciones entre los sectores garífunas más proclives a implementar proyectos de desarrollo con el apoyo de instituciones gubernamentales, desde una perspectiva técnica, y los sectores que priorizaban las problemáticas territoriales, en un contexto caracterizado por el acaparamiento de tierras.
Por ejemplo, Hipólito Centeno, coordinador de la OFRANEH, priorizó las problemáticas de las comunidades y promovió el trabajo de base. Con la llegada de Roy Guevara a la coordinación, se incentivaron los proyectos de desarrollo a partir de iniciativas gubernamentales.27 Guevara era técnico en planificación, formado en la Secretaría de Planificación, Coordinación y Presupuesto (SECPLAN). A través de esta institución, Guevara organizó en 1987 el “Primer Seminario Taller con los Grupos Étnicos de Honduras”. En este foro participaron agencias estatales, representantes étnicos, organizaciones privadas con una orientación indigenista, el IHT y el Consejo de Promoción Indígena de Honduras (COPIH).28 El objetivo de este encuentro fue realizar un diagnóstico de los pueblos indígenas (definidos como “etnias autóctonas”) que contribuyera a diseñar un proyecto de etnodesarrollo convergente con los lineamientos del Plan Nacional de Desarrollo y con los discursos ambientalistas defendidos por instituciones internacionales como la UNESCO. Así, la incipiente legislación sobre el patrimonio situó al ecoturismo como una forma de salvaguarda y de rescate ecológico, cultural y étnico, en consonancia con las dinámicas de globalización económica.29
En este contexto, los discursos del etnoturismo y etnodesarrollo fungieron como un mecanismo gubernamental para responder a las demandas territoriales de los garífunas. Por tanto, estos nuevos engranajes definieron el terreno de interlocución entre el Estado hondureño y los pueblos indígenas y negros. En 1992 se creó la Confederación de los Pueblos Autóctonos de Honduras (CONPAH) coincidiendo con la celebración continental de los 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular. La categoría de “grupos étnicos autóctonos” hizo equivalente la condición compartida de los pueblos indígenas y negros como racialmente diferenciados, desplazados y despojados territorialmente, pobres y con una falta de acceso a recursos básicos.30 El reconocimiento de los grupos negros (creoles y garífunas) e indígenas (chortís, tawahkas, pech, tolupanes, misquitos y lencas) como “grupos étnicos autóctonos” supuso la formulación de una categoría para la definición de aquellos sujetos culturalmente distintos.31 Además, se implementaron una serie de medidas legales que buscaban extender el acceso de las etnias autóctonas a los programas de educación y justicia,32 y se ratificó el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que entrañaba una ampliación de los derechos territoriales, culturales y lingüísticos, así como de los mecanismos de consulta.
Sin embargo, estas medidas fueron eclipsadas por la aprobación de otras legislaciones que afectaron la propiedad territorial de las comunidades garífunas. En 1990 se aprobó el Decreto 90-90. Éste permitió la adquisición de bienes urbanos en las áreas delimitadas por el artículo 107, el cual prohibía a los extranjeros adquirir tierras a una distancia mayor de 40 kilómetros de la costa y de las fronteras nacionales. Este decreto afectó a propiedades estatales, ejidales y privadas, constituyendo una maniobra legislativa para promover el turismo y facilitar la inversión extranjera. La emisión del decreto contribuyó a la venta de zonas del litoral atlántico y de las Islas de la Bahía habitadas por comunidades garífunas.
De la misma manera, en 1992 se aprobó la Ley para la Modernización y el Desarrollo del Sector Agrícola (LMDA), lo que conllevó a una expansión de la frontera agraria y al aumento del número de tierras privadas. Este proceso marcó la entrada del monocultivo de palma aceitera. Uno de los efectos, en regiones como el Medio y Bajo Aguán, fue la desaparición de cientos de cooperativas de producción agraria fundadas en la década de 1960. Del mismo modo, esto intensificó el proceso de colonización iniciado durante la reforma agraria en las comunidades garífunas. Por último, se aprobó el apartado dedicado a la “propiedad inmueble de los pueblos indígenas y afrodescendientes” incluido en la Ley de Propiedad Decreto Número 82-2004. Éste contenía cláusulas que protegían los intereses de inversionistas involucrados en casos de acaparamiento de tierras.
La nueva legislación, al favorecer el desarrollo de proyectos turísticos y el monocultivo, maximizó la presión territorial sobre las comunidades garífunas. Como respuesta, estas comunidades iniciaron un fuerte ciclo de movilización con el fin de demandar el reconocimiento de sus títulos colectivos. Estos esfuerzos culminaron en 1996 con la organización de la Marcha por la Justicia y el Desarrollo de los Pueblos, popularmente conocida como “La Marcha de los Tambores”. Finalmente, el gobierno accedió a las exigencias de las organizaciones garífunas otorgando títulos definitivos de propiedad así como la legalización de las tierras. En algunos casos este proceso fue progresivo y requirió trámites de ampliación y de rectificación, materializados en sucesivas correcciones. Aun así, los títulos de propiedad sumaron una fracción de tierras muy inferior a la territorialidad ancestral garífuna, es decir, al territorio garífuna habitado históricamente, hecho que fue motivo de rechazo por parte de las organizaciones.
Como respuesta, desde el periodo de Carlos Roberto Reina (1994-1998), el gobierno de Honduras implementó proyectos de desarrollo integral para las etnias autóctonas como el programa Nuestras Raíces del Fondo Hondureño de Inversión Social (FHIS). Financiados por instituciones como el Banco Mundial -involucradas al mismo tiempo en el desarrollo de proyectos turísticos que atentaron contra los derechos territoriales de las comunidades garífunas, como el Proyecto de la Bahía de Tela- éstos constituyeron un intento de contrarrestar los costos sociales de los programas de ajuste estructural. Además, estas iniciativas eran individuales, contribuyendo a la división interna de las comunidades y creando fracturas entre los beneficiarios y los excluidos.33 En resumen, estos programas fueron un intento gubernamental para frenar las movilizaciones y las demandas de los grupos indígenas y negros mediante su participación en políticas públicas.
De este modo, en la década de 1990 se consolidó la tendencia de alinear las políticas culturales con los planes de desarrollo económico. El reconocimiento ambivalente de los derechos étnicos y culturales fue uno de los efectos de este régimen de gobernanza que delimitó y produjo la diferencia cultural dentro de los márgenes de la economía neoliberal. Esta tendencia ha sido definida por autores como Charles Hale o Mark Anderson como multiculturalismo neoliberal.34 En este marco, las medidas promovidas por el gobierno hondureño definieron los espacios de negociación política así como las posibilidades de participación y legitimación en función de los protocolos establecidos. Por tanto, se consolidó una estrategia de diferenciación entre las organizaciones consideradas como interlocutores válidos y ajustados al marco legal vigente, y aquellas que intentaron profundizar y mantener los procesos históricos de defensa de la propiedad colectiva de la tierra.
Esto condujo a una ruptura en los tejidos organizativos garífunas. El 25 de enero de 1992 se creó la Organización de Desarrollo Comunitario (ODECO), con el fin de ampliar la incidencia e inclusión de las comunidades garífunas en los planes de desarrollo del gobierno, particularmente en los proyectos de desarrollo turístico.35 Esta organización llegó a ser un interlocutor cercano del gobierno durante los conflictos territoriales.
Con el paso del tiempo, las diferencias entre ODECO y OFRANEH se acentuaron. Un punto de inflexión fue el golpe de estado en 2009. En agosto de 2011 ODECO organizó en La Ceiba la primera Cumbre Mundial de Afrodescendientes, en el marco del Año Internacional de los Afrodescendientes, proclamado por Naciones Unidas. Paralelamente, en este periodo se aprobó la Ley de Regiones Especiales para el Desarrollo (RED) para ampliar significativamente la inversión extranjera en el país.36 Ante esta coyuntura OFRANEH organizó un Foro sobre Acaparamiento de Territorios en África y América Latina. Así, mientras ODECO promovió la participación de las comunidades afrodescendientes en proyectos como el Plan Puebla Panamá o el Corredor Biológico Mesoamericano, validando un modelo predatorio y extractivo, OFRANEH impulsó los procesos de defensa territorial de distintas comunidades garífunas y priorizó la lucha por la autonomía cultural y territorial.37 En conclusión, las diferencias entre ambas organizaciones ponen de relieve los límites de las políticas de reconocimiento cultural del Estado hondureño. Dichas políticas están alineadas con proyectos económicos que minan los derechos territoriales garífunas. Como muestro a continuación, al contrastar estas políticas con la forma de vida garífuna (garifunaduáü) es posible visibilizar una diferencia ontológica fundamental.
En el siguiente apartado reflexiono sobre la problemática del derecho a la consulta. Analizo la disputa de este derecho en el marco de las tensiones que implicó la construcción de la diferencia garífuna para el Estado hondureño y los resortes de la política de reconocimiento cultural. Para ello, incorporo en el texto algunas observaciones etnográficas que realicé entre 2018 y 2019, especialmente las relativas a un encuentro comunitario realizado en la colonia Julio Lino en Trujillo en el que participaron decenas de representantes garífunas y en el que se decidió rechazar el anteproyecto de Ley de Consulta Previa, Libre e Informada (CPLI).38
El anteproyecto de ley de consulta previa, libre e informada (CPLI)
Pese a que el gobierno hondureño firmó el convenio 169 de la OIT en 1992, no fue hasta 2012 que discutió la posible aprobación de un mecanismo de consulta para los pueblos indígenas. En este contexto las organizaciones indígenas iniciaron procesos de diálogo para proponer un anteproyecto de consulta.39 Sin embargo, estos esfuerzos fueron desdeñados por el gobierno, que desde entonces ha impulsado la implementación de un anteproyecto de ley apoyado por instituciones como la Dirección de Pueblos Indígenas y Afrohondureños (DINAFROH), la Confederación de Pueblos Autóctonos de Honduras (CONPAH), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
En junio de 2018 cientos de representantes de diferentes comunidades garífunas convocados por OFRANEH se congregaron para discutir el anteproyecto de Ley de Consulta Previa, Libre e Informada (CPLI).40 El lugar escogido para este evento fue la colonia Julio Lino: un territorio recuperado en la comunidad de Cristales y Río Negro (Trujillo). Comuneros, miembros de patronatos, comités de defensa de tierras, recuperaciones, juntas de agua y grupos de pescadores se reunieron para discutir un anteproyecto de ley que no contemplaba el derecho a veto y que carecía del consenso de las comunidades indígenas y garífunas afectadas por los proyectos económicos auspiciados por el Estado hondureño.
Para este mismo año, en los departamentos de Cortés, Atlántida, Colón y Gracias a Dios de la costa caribeña de Honduras se encontraban 46 comunidades garífunas amenazadas por la implementación de megaproyectos de viviendas turísticas y residenciales, programas de desarrollo económico como las “ciudades modelo” o Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), acaparamiento de tierras para la ganadería, el narcotráfico, minería y el monocultivo de palma africana, así como la construcción de hidroeléctricas, termoeléctricas, además de puertos turísticos o comerciales.
Como señalé, comunidades desplazadas en el pasado -como Puerto Castilla- son susceptibles, según el artículo 19 del anteproyecto de ley de CPLI, de traslado y reubicación. Además, en el artículo 20 de la misma ley se contemplan restricciones al derecho de la propiedad colectiva de las comunidades. Días antes de la reunión en Trujillo, Malvin Norales, líder de Puerto Castilla y entonces presidente del patronato de la misma comunidad, fue arrestado. Se le acusó de usurpar un lote de tierras comunitarias. En 1996, la ENP cedió este lote a la empresa INTERMARES y posteriormente éste fue reconocido como propiedad de los hermanos Weizemblut Oliva. Desde la presidencia de Rafael Leonardo Callejas (1990-1994), las operaciones de ventas ilegales en las que se vieron involucrados presidentes de patronatos, testaferros e inversionistas extranjeros fueron en aumento. Estas ventas fueron resultado de la implementación del modelo económico neoliberal en el que el turismo se situó como un eje prioritario de desarrollo en un país que se encontraba en bancarrota y con altos niveles de déficit fiscal.
En este contexto, lejos de constituirse como un mecanismo de decisión y participación de las comunidades afectadas por los proyectos económicos del gobierno, la ley de consulta legalizaba el despojo territorial y de los recursos naturales. Durante décadas, este despojo se ha desarrollado a expensas de los derechos colectivos de las comunidades. La aprobación de la ley viabilizaba el desplazamiento de comunidades como la de Puerto Castilla. Sumado a esto, diversas organizaciones indígenas fueron excluidas de las rondas de consulta, ya que en el desarrollo técnico de esta consulta sólo participaron las organizaciones integradas a la esfera gubernamental (DINAFROH, CONPAH). Una vez más, esto reflejó el intento del Estado hondureño por definir los marcos del diálogo con las organizaciones indígenas.
La reglamentación de la ley de consulta, lejos de esbozar horizontes de reconocimiento de la diferencia cultural y de espacios de autodeterminación política para los pueblos afectados por las lógicas extractivistas del neoliberalismo actual, da continuidad a las lógicas de desposesión territorial. De este modo, los procesos de desplazamiento histórico encuentran eco en los procesos migratorios recientes.41 OFRANEH señaló y denunció este proceso como una tercera expulsión del pueblo garífuna.42
Sobre las consultas indígenas se cuenta con una literatura especializada que asocia las lógicas gubernamentales y de legitimación de proyectos extractivistas con el reconocimiento al derecho a la CPLI. Los trabajos de Jessica Argüello Castañón, Raymundo Espinoza y César Rodríguez Garavito documentan cómo los mecanismos de consulta fungen como los entramados burocráticos necesarios para legitimar proyectos de inversión, desarrollo económico e infraestructuras. Por tanto, estos mecanismos no protegen los derechos de las poblaciones indígenas afectadas.43
Así, la CPLI participa de un circuito de regímenes jurídicos globales que legitiman políticamente el neoliberalismo.44 Por ello, la discusión de la CPLI en Honduras se articuló con las políticas de reconocimiento cultural, lo que explica su carácter ambivalente y contradictorio. En el próximo apartado abordo algunas perspectivas que cuestionan los límites de dichas políticas. En este tenor, presento algunos planteamientos teóricos que pueden nutrir la discusión sobre la relación entre el Estado hondureño y la forma de vida garífuna (garifunaduáü).
Autodeterminación más allá del reconocimiento
Las políticas de reconocimiento emprendidas por el Estado hondureño en las pasadas décadas reflejan ambivalencia y contradicción, ratificando el marcado carácter culturalista de las mismas. Éste es el caso de la promoción de la cultura garífuna por medio del reconocimiento del Ballet Folklórico Garífuna como patrimonio inmaterial de Honduras en 2019. Esta tendencia inició durante el periodo del reformismo agrario y se intensificó con el neoliberalismo. A pesar de que el INA otorgó títulos colectivos sobre la propiedad de las tierras, paralelamente a esta tendencia culturalista, el territorio garífuna ha sufrido ciclos de apropiación y colonización agraria. De igual manera, se ha convertido en un área estratégica para la inversión extranjera interesada en el desarrollo turístico y la promoción de proyectos de viviendas vacacionales y residenciales de lujo.
Más allá de las definiciones estatales de estas tierras, el territorio garífuna es un espacio en el que se realizan rituales ancestrales. En éstos intervienen los espíritus de los parientes fallecidos y suponen la reunión de las familias garífunas, retornando a la comunidad miembros que residen en otras partes del país y en ocasiones en los Estados Unidos y otros países.45 A través de rituales como el chugú o el dügü se performan obligaciones con los ancestros: desde la búsqueda de alimentos tradicionales hasta la construcción de un templo en el que se organiza la ceremonia (dabuyaba). Estos rituales son dirigidos por las autoridades espirituales (buyei), las cuales se encargan de mediar entre el mundo de los ancestros y el de los garífunas vivos. Su ejecución requiere meses de preparación y exige la presencia de diferentes parientes, pues tales rituales suponen una reunificación de la familia y la ausencia de algunas personas puede provocar enfermedades o el enfado de los ancestros. Los vínculos rituales de carácter ancestral que se establecen entre los parientes vivos y los espíritus de los parientes fallecidos en el contexto del territorio habitado, y que definen la forma de vida garífuna, han sido desdeñados por los marcos normativos existentes. Dichos marcos producidos por el Estado desconocen la diferencia ontológica expresada en la forma de vida garífuna (garifunaduáü). Por el contrario, promueven la definición de las poblaciones garífuna como afrodescendientes, incluyendo a los garífunas dentro de los términos de la ciudadanía hondureña.
Así, a través del multiculturalismo, el Estado hondureño define un marco limitado de derechos culturales. Al divergir de la experiencia garífuna, éste convierte la danza y la música en objetos de folklore que pueden ser integrados en circuitos de consumo globales tales como el turismo. De este modo, se desdeña el vínculo histórico de los garífuna con el territorio ancestral. En éste se sitúa la espiritualidad tradicional, cuya expresión más visible durante los años de relación entre el Estado nación y las comunidades indígenas es la movilización social por las tierras. A pesar de la aparente paradoja en que se insertan las políticas del reconocimiento cultural, los marcos normativos determinan los límites de la participación y de la representación política de los pueblos indígenas y negros en Honduras.
De la misma manera, la conciliación entre las políticas culturales y los grandes proyectos de desarrollo regional -que amenazan con el despojo y desplazamiento de las comunidades garífunas- define los límites del diálogo en el marco del multiculturalismo neoliberal. Por ejemplo, en el imaginario construido de la geografía garífuna, el espacio territorial se conceptualiza como un simple enclave paisajístico con potencial de asimilación en los circuitos de la economía global, negando las formas de vida que subyacen a su realidad material y que expresan una diferencia ontológica que excede las políticas de reconocimiento cultural.
En ese sentido, la construcción histórica de la diferencia garífuna dentro de los marcos interpretativos del multiculturalismo ha insertado la forma de vida de este pueblo (garifunaduáü) en ciertos regímenes de aceptabilidad. La construcción de la diferencia, lejos de contribuir a la constitución de dispositivos de diplomacia cosmopolítica entre diferentes modos de existencia,46 ha trazado los límites posibles del diálogo. El encuentro entre distintas formas de vida, en los marcos del pluralismo liberal, está atravesado por la implementación de técnicas biopolíticas de administración de conductas y por la expulsión de poblaciones.
Recientemente, el autor indígena dene, Glen Sean Coulthard, analizó los límites de las políticas de reconocimiento en el marco del pluralismo liberal.47 Para Coulthard la desposesión colonial, regida por las lógicas de acumulación, marca el límite inexpugnable y el espacio de traductibilidad del derecho a la diferencia, limitando los espacios de autodeterminación política. Así, las políticas de reconocimiento definen formas de vida naturalizadas que regulan y normativizan las relaciones entre humanos y no humanos.48 De tal modo, al alinearse con los procesos de acumulación capitalista, las políticas de reconocimiento estrechan los límites de la discusión política, dejando fuera del ámbito de discusión las formas nativas de obligación y reciprocidad ancladas en la tierra.49
En esta misma línea se sitúan los trabajos del antropólogo colombiano Arturo Escobar, quien analiza cómo a través de la reivindicación de derechos territoriales, se manifiesta la existencia de mundos u ontologías relacionales. Así, Escobar considera que el territorio se convierte en un tejido de relacionalidad que asocia de múltiples formas la cultura y la naturaleza a través de conexiones parciales y excesos ontológicos que escapan a las definiciones normativas del pluralismo liberal y de las relaciones capitalistas.50
También merece la pena destacar el trabajo de Elizabeth Povinelli, quien analiza los procesos de inclusión asociados con el multiculturalismo liberal australiano y cómo éstos contribuyeron a la difusión de una práctica e ideología de gobernanza que definió los términos de identificación discursiva y representacional. Además, esta antropóloga aborda críticamente el proceso de construcción de las condiciones de posibilidad para realizar reclamaciones de las tierras aborígenes en el marco de conflictos generados por leyes y programas sociales.51
En términos similares se sitúan los planteamientos de autoras como Audra Simpson o Josette Kēhaulani Kauanui. En ambos casos, las autoras discuten sobre cómo los procesos de construcción nacional y de ciudadanía implican la construcción de significados jurídicos en torno a la indigeneidad, la definición de los espacios de soberanía y de reconocimiento, así como la permanencia de estructuras coloniales.52
A su vez, considero pertinente ubicar en esta discusión los trabajos del antropólogo Mario Blaser, quien en el contexto del neoliberalismo analiza cómo entre las comunidades yshiro de Paraguay las condiciones de diálogo han estado determinadas por aspectos estructurales y sistémicos.53 De este modo, los marcos de negociación se convierten en mecanismos de producción de subjetividad que discriminan entre aquello que es posible y negociable, y aquello que queda fuera de discusión. Así, las lógicas hegemónicas de desarrollo se instituyen en una condición previa al diálogo, más allá de la interlocución entre los actores.
Diferentes propuestas, influidas por el pluralismo jurídico, encontraron en el reconocimiento de los derechos de Sumak Kawsay y Suma Qamaña de las constituciones de Ecuador y Bolivia, otros marcos de inteligibilidad para la inclusión de otras formas de vida en los Estados nación. Así, posturas críticas frente al desarrollo situaron en la emergencia de estos marcos normativos la posibilidad de creación de otros horizontes civilizatorios que incluyeran propuestas de autonomía y pluralismo impulsadas por las movilizaciones indígenas y populares.54 Sin embargo, la no transformación en estos países de la matriz productiva agroexportadora ha conducido a conflictos con las comunidades indígenas por la gestión de los recursos naturales, lo que para Maristella Svampa ha supuesto una continuidad del consenso de los commodities que ha contribuido a un fin de ciclo en los gobiernos progresistas ante la caída de los precios internacionales de las materias primas.55 Algunos autores como el sociólogo Boaventura de Sousa Santos (2012) observaron, en diálogo con el constitucionalismo crítico y el pluralismo jurídico, la apertura de espacios de reconocimiento de otras epistemologías indígenas en estos emergentes contextos normativos. Un acercamiento interesante fue realizado por el antropólogo Salvador Schavelzon, quien realizó una etnografía del proceso constituyente en Bolivia, abordando cómo en este proceso de yuxtaposición y combinación de la diferencia se autolimitó la soberanía a partir del pluralismo y la autonomía.56
Reflexiones finales
En resumen, más que un campo de disputa, el contexto del multiculturalismo en Honduras ha estado atravesado por la gobernanza, la cooptación y el despliegue de limitados marcos de reconocimiento cultural. La construcción de la indigeneidad y de la participación política ha sido condicionada por proyectos hegemónicos de desarrollo económico, lo que explica que el Banco Mundial haya sido uno de los principales impulsores de los mecanismos de consulta.
Por tanto, la reciente CPLI -al instituirse como un mecanismo gubernamental decisorio respecto al legítimo derecho de las comunidades indígenas para decidir sobre problemáticas territoriales que afectan a su forma de vida- suplanta la exigencia de las organizaciones indígenas por dotarse de mecanismos regulatorios y compensatorios que contribuyan a garantizar derechos territoriales y de decisión política. No obstante, la lógica en que se inserta la CPLI remite a un continuum histórico de producción de la diferencia por medio de políticas de reconocimiento cultural, que convierten la forma de vida garífuna (garifunaduáü) en un objeto de folklore, negando el legítimo derecho de las comunidades a decidir sobre sus territorios. Por tanto, el rechazo organizado a la CPLI refleja la existencia de horizontes de autodeterminación ontológica más allá de las políticas de reconocimiento. Así, el vínculo con los ancestros que se establece en el ritual o en la defensa territorial impone un exceso ontológico que desborda los limitados marcos estatales de interacción con los pueblos indígenas y negros de Honduras.