Anexo 2

 

La rendición y sometimiento de los mexicanos ante las fuerzas económicas y políticas externas ha sido un acto estratégico dirigido a maximizar una función objetivo (atraer la IED) bajo las restricciones específicas de negociación establecidas por el contexto internacional. En este sentido, coincido con Elizondo (2011, p.15) cuando señala que "lo que somos es fundamentalmente lo que hemos hecho y dejado de hacer". La responsabilidad que implica el uso de la primera persona del plural en esta frase, sin embargo, debe ser debidamente asignada. En lo que se refiere al diseño e implementación de la política económica exterior, resulta por lo menos imprudente sugerir que la mayoría del pueblo mexicano pudo jugar un papel importante más allá de haber confiado en la globalización económica y otras promesas semejantes nunca cumplidas de sus gobernantes. Tomemos el caso de las clases medias. Ciertamente, al creer en estas promesas las clases medias participaron entusiastamente en el ciclo del endeudamiento mexicano (1978-1994) que dio lugar a las crisis de la deuda (1982) y la crisis financiero-económica (1994), y en una segunda fase (1995-2012) se sometieron al imperio del ajuste estructural, la estabilidad de los cementerios y el crecimiento mediocre. Quienes formularon estas promesas y diseñaron e implementaron estas políticas desde las más altas posiciones del gobierno o la academia, sin embargo, han jugado desde una posición estratégica mucho más elevada en la cadena de decisiones, obteniendo beneficios extraordinarios de la reacción de estas clases medias, por lo que han adquirido todavía más poder, riqueza y prestigio que ciertamente no corresponden a los méritos de sus aportaciones a la sociedad.

Pero, ¿cómo pudieron sostenerse estas promesas en México durante las tres décadas perdidas? Tras la crisis de la deuda y la "Gran moderación", y el inicio de la "Gran recesión", no es difícil entenderlo. La sociedad capitalista es maniaco-depresiva. En los momentos de bonanza y euforia, predomina un espejismo colectivo que alimenta un gran optimismo en el ser humano no precisamente como individuo virtuoso sino como especie oportunista: las acciones especulativas de unos individuos crean oportunidades para las acciones especulativas de otros individuos, por lo que para todos existen las mejores expectativas de "alcanzar lo mejor de nosotros mismos". Las tres décadas perdidas del neoliberalismo mexicano coinciden con la denominada "economía a la ricitos de oro" y el super-ciclo de la deuda (1982-2008), en la que este espejismo alcanzó sus niveles históricos máximos. En los países desarrollados, millones de individuos —proletarios de cuello blanco y azul— consideraron llegada su oportunidad de mejorar definitivamente su condición económica y social situando la base de su ingreso en la explosiva economía financiera, lo que condujo al espejismo colectivo de que por fin había concluido la lucha de las clases para ser sustituida por la alianza de todos y la cooperación estratégica. ¡Y las economías, en consecuencia, crecieron explosiva y maníacamente!

Pero no tanto como la deuda. Paradójicamente, el optimismo "a la ricitos de oro" se dio mientras caía la participación de las clases trabajadoras (sobre todo las de cuello azul) en el ingreso nacional de prácticamente todos los países desarrollados y aumentaba dramáticamente el desempleo estructural. En efecto, al empeorar la posición de la clase trabajadora en la distribución personal y funcional del ingreso, y debilitarse el papel del salario en la formación de la demanda agregada, el crecimiento tuvo que basarse en la disminución de las tasas impositivas a los ricos y el impulso a una burbuja en el mercado financiero basado en el creciente endeudamiento, la titulación de la deuda y la sobrevaloración de los activos fijos (casas y departamentos) en manos de las clases trabajadoras. Al estallar esta burbuja quedó claro que el resultado para los proletarios norteamericanos y europeos de "jugar al burgués especulador" fue, además de sindicatos débiles y bajos salarios reales, la acumulación de deudas impagables y la disminución de su riqueza relativa (Ver Heine, 2011, Bhaduri, 2011).

En su momento, primero en 1978-1982, y luego en 1990-1994, el gobierno y las clases medias mexicanas apostaron a un juego similar, perdieron y todos los mexicanos pagamos las consecuencias. Después de inutilizar nuestra posición como jugadores privilegiados en el casino internacional que nuestras reservas petroleras y la frontera común con los Estados Unidos nos habían otorgado, y con el avance de China e India en el escenario internacional, el gobierno mexicano definió una nueva estrategia: refrendar nuestra lealtad al imperio y profundizar el ajuste estructural y las reformas de la estructura constitucional mexicana para brindar el máximo atractivo al inversionista corporativo extranjero (y nacional monopólico) en esta nueva fase de expansión especulativa y formación endógena de demanda efectiva basada en la deuda. Es decir, cerrada la posibilidad de jugar a la expansión de nuestra propia deuda, los gobiernos mexicanos buscaron por cualquier medio —acción y omisión— atraer el interés especulativo de las grandes fuerzas económicas que se regodeaban en la burbuja de la deuda.

La estrategia parecía por lo menos astuta, y una vez más los mexicanos creímos en las promesas de éxito, pero ¿cuáles fueron las consecuencias? Que México perdió su soberanía, su balance socio-político interno y también las bases económicas para su desarrollo sustentable autónomo futuro. Aunque difieren en las causas y en las soluciones, tanto los pensadores liberales (ver, p.ej., Elizondo, 2011) como los post-keynesianos (p.ej., Moreno-Brid y Ros, 2009) coinciden en que México se encuentra sumido en una grave situación estructural. Algunos de los elementos de esta situación son:

• La pérdida de un sentido de rumbo nacional por el sometimiento absoluto y a-crítico del gobierno mexicano a las políticas de ajuste económico sostenido dictados por el FMI y otras autoridades financieras internacionales por casi 30 años.

• El alto y sostenido flujo de la IED a México desde la firma del NAFTA hasta 2001, y su decaimiento posterior por la competencia internacional.

• El mediocre crecimiento económico durante tres décadas debido, entre otras causas, a la ausencia de sinergias entre el mercado accionario y la economía real (ver Brugger y Ortiz, 2012).

• La renuncia del gobierno nacional a defender los derechos de propiedad sobre los recursos nacionales estratégicos o negociar mejores condiciones para su transferencia al sector corporativo.

• La incapacidad estructural del gobierno mexicano de negociar mejores condiciones de transferencia de la tecnología desarrollada por las corporaciones privadas al sistema científico mexicano, deteniendo el crecimiento de largo plazo.

• La extensión y profundidad de la privatización de las empresas públicas mexicanas.

• El desmantelamiento de la estructura industrial y las ventajas comparativas adquiridas durante el periodo de sustitución de importaciones, suplantándolas por una estructura altamente intensiva en importaciones y carente de capacidad de establecer un crecimiento nacional guiado por exportaciones.

• El desmantelamiento de la agricultura nacional tradicional, la sociedad rural y la soberanía alimentaria.

• El aumento excesivo de las importaciones de alimentos, con el fin de abaratar al máximo la mano de obra industrial, lo que también implica la pérdida de soberanía en el salario nacional.

• La formación de un gran excedente de población económicamente activa incapaz de ser absorbida por la economía nacional, con el consiguiente flujo poblacional y de capital humano hacia Estados Unidos, lo que implica la pérdida de una parte importante de la soberanía demográfica.

• El crecimiento masivo del sector terciario creando sub-empleos (disfraces de desempleo) y provocando la caída del salario real. El porcentaje de personas jóvenes con niveles altos de educación (entre 10 y 12 años y más de 13 años) empleados en ocupaciones poco productivas del sector servicios (informal) aumentó de manera importante. Así, la caída de la productividad es una consecuencia endógena de la falta de crecimiento.

• La disminución del empleo en los sectores de alta productividad y la modernización de la capacidad productiva, y reducción del crecimiento de la demanda agregada. Las causas principales de esto son: (i) la drástica reducción de la inversión pública (México ocupa el último lugar en América Latina en cuanto a la relación inversión en infraestructura como fracción del PIB); (ii) la apreciación del peso durante casi todo el periodo, que sesga la inversión hacia los sectores comerciales y de servicios; (iii) el propósito explícito de eliminar todo tipo de incentivos industriales, incluyendo las medidas para promover la inversión doméstica tanto agregada como en sectores específicos; (iv) la falta de financiamiento adecuado para las actividades productivas: el crédito bancario privado ha disminuido notablemente, colocándose por debajo no sólo de los demás países de la OCDE sino de la mayoría de los países latinoamericanos; en consecuencia, el racionamiento y la discriminación crediticios han aumentado de manera importante.v sostenida.

• El incremento de la brecha del ingreso per cápita de México y los otros países de la OCDE ha por un aumento significativo (de 35.6% a 81%) en la brecha en la productividad del trabajo. A pesar de que México es uno de los países del mundo en que la población trabaja más horas al día, la tasa de crecimiento del PIB por trabajador fue de -0.5 entre 1981-2006, y sólo creció lentamente (0.7) entre 1990-2006. La misma tasa fue de 3.2% en el periodo 1940-1981.

• La captura de la economía mexicana y la política de seguridad del gobierno federal por los intereses del crimen organizado (ver Hernández, 2010; Grupo Bourbaki, 2011).

Más allá de las tendencias ideológicas y la voluntad política de los gobiernos (que son siempre importantes), el elemento clave que determina la política pública en el contexto neoliberal es el poder residual o remanente que éste tiene después del ajuste económico estructural, la desregulación y liberalización de las instituciones económicas y la transferencia de propiedad o control de los negocios, servicios e industrias del gobierno a la iniciativa privada. De este poder residual depende el que el gobierno pueda o no ejercer sus capacidades fiscales, financieras y regulatorias que le faculta la ley para complementar la inversión privada, realizar las transferencias de ingreso y regular el poder monopólico y la polarización de la riqueza que necesariamente emergerán de estos procesos. El gobierno mexicano tiene ahora un poder residual prácticamente nulo. Una expresión de ello es su incapacidad estructural e histórica de crear una base tributaria adecuada para su desarrollo. La misma OECD (2011) reconoce la necesidad de fortalecer esta base, pues la proporción de recaudación tributaria como porcentaje del PIB de México es de sólo 20%, muy baja desde una perspectiva internacional. Además, más de un tercio de estos ingresos depende del petróleo, lo que agrega volatilidad al presupuesto público. También carece de capacidad para regular el monopolio; el estudio mencionado señala que las familias mexicanas gastan, en promedio, cerca de una tercera parte de su presupuesto en bienes producidos en mercados monopólicos o altamente oligopólicos, y que la proporción es aún más alta para las familias de más bajos ingresos (para una discusión extensa, ver Elizondo, 2011). Finalmente, de acuerdo a los datos de la CIA, con un índice Gini de 51.7, México ocupa el 18º lugar mundial en cuanto a desigualdad del ingreso de las familias (ver https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/rankorder/2172rank.html).