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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.34 no.136 Ciudad de México ene. 2012

 

Horizontes

 

Reflexiones en torno a la imagen problemática de un hombre negro en una institución educativa de Medellín (Colombia)

 

Reflections about a black man's problematic image in a primary education institution of Medellin (Colombia)

 

Alexánder Hincapié García*

 

* Candidato a Doctor en Educación, línea de pedagogía histórica e historia de las prácticas pedagógicas, Universidad de Antioquia. Becario de COLCIENCIAS. Miembro del "Grupo de investigación sobre formación y antropología pedagógica e histórica" (FORMAPH). Actualmente se desempeña como docente de la Universidad de Antioquia en las aéreas de teorías de la formación, antropología histórica e historia de la infancia. Publicaciones recientes: (2011), "Por los caminos de Sodoma. Discurso de réplica, promesa formativa para una homosexualidad otra (1932)", Revista de Estudios Sociales, núm. 41, pp. 44–55; (2010), "Raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo", Nómadas, núm. 32, pp. 237–248. CE: alexdehg@yahoo.es

 

Recepción: 29 de noviembre de 2010
Aceptación: 30 de junio de 2011

 

Resumen

El presente trabajo elabora una reflexión en torno a la imagen problemática de un hombre negro. Dicha reflexión se realiza desde el entramado raza, género y sexualidad, radicalizando sus interpretaciones a partir de lo observado en una institución educativa que ha construido sus presupuestos teóricos apoyándose, en gran parte, en la teoría de la liberación. Cuestiona, ojalá de manera radical, la posición cómoda en la que no pocas instituciones se incardinan para ocluir las críticas que tengan por propósito denunciar la homofobia, la descalificación de género —máxime cuando lo descalificado es lo masculino— y el racismo. La tesis que se sostiene es que las alarmas que se disparan frente a la idea de tener un hombre negro como maestro de la infancia, son alarmas que se desatan por una imaginación erótica y sexual que trabaja, de fondo, como prohibición y deseo.

Palabras clave: Prohibición, Deseo, Raza, Género, Sexualidad, Educación liberadora.

 

Abstract

This article proposes a reflection about the problematic image of a black man. This reflexion is carried out from the framework of race, gender and sexuality, intensifying its interpretations from what the author could observe in a primary education institution that has constructed its theoretical premises principally based on the theory of liberation. The author questions, hopefully in a radical way, the comfortable position adopted by many institutions in order to occlude the criticisms voiced to condemn homophobia, gender disqualification —above all when it is a man who is discredited— and racism. The author's opinion is that the alarms that are fired when people realize their children's teacher is a black man are alarm that are fired because of an erotic and sexual imagination that performs deep down as prohibition and desire.

Keywords: Prohibition, Desire, Race, Gender, Sexuality, Liberating education.

 

CONTEXTOS Y CIRCUNSTANCIAS DE LA OBSERVACIÓN1

En este apartado se desarrollaran tres ejes que giran, fundamentalmente, en la contextualización de la imagen problemática del hombre negro; imagen que articula, de fondo, una discriminación sociocultural e histórica, ahora matizada, pero persistente en el tiempo.

Punto de partida

En el mes de septiembre de 2008, en el marco de un trabajo de observación participante, se sostuvieron conversaciones con un grupo de maestras y directivas docentes durante la visita a una institución educativa de la cual, por obvias razones, omitiremos su nombre. Dígase que es una institución femenina de carácter público, regentada por religiosas y comprometida con diferentes procesos de proyección comunitaria y de apoyo a las mujeres. La visita se realizó con motivo del premio de ciudad "Medellín, la más educada" y como parte del proceso de evaluación que aceptan las instituciones educativas cuando se postulan para un premio que estimula la calidad de la educación en esa ciudad.2

Más allá del reconocimiento que el premio "Medellín, la más educada" supone con respecto a los esfuerzos y tentativas educativas puestas en marcha por las instituciones educativas, sería importante recuperar diferentes aspectos que los evaluadores de las instituciones pueden identificar alrededor de la práctica educativa, a pesar de lo que las mismas instituciones desearían no fuera observado y mencionado. Si bien la posición de evaluador es una posición estratégicamente concebida (y en algunas circunstancias políticamente dudosa) cuando se trata de un agente externo que visita a las instituciones educativas para observar a contrapelo lo que éstas hacen, no se puede negar que el trabajo de evaluar tiene que construir una mirada relacional con aquello que se propone para la observación. Habrá de aceptarse que esa mirada no es neutra y, por muy relacional que se proponga, viene precedida de interpretaciones y concepciones de mundo que se despliegan en contextos específicos y para dar respuesta a situaciones particulares —en este caso, evaluar la calidad de las instituciones educativas de Medellín—. Sin embargo, si bien se acepta el carácter parcialmente inquisitorio de una mirada que evalúa, eso no constituye por sí mismo el recurso esgrimido para no aceptar la interpelación que se le puede lanzar a una institución que se presta a ser evaluada. Más exacto será decir que, además de la posición que ocupa un evaluador dentro de una relación de saber/poder, para el caso en cuestión, lo más relevante no es la posición que ocupa el sujeto evaluador, sino qué es lo que puede decir, cómo lo dice y para qué lo dice.

Hombres negros: imágenes nacionales colombianas

Los problemas étnicos y raciales en Colombia, no pocas veces, son planteados en términos políticos, que se despliegan desde presupuestos generales sobre la discriminación; la misma que se entiende como escasa participación, dificultad en el acceso a la educación básica y superior, e índices de pobreza. No obstante, son limitadas las reflexiones culturales, mucho más las políticas, que incorporen y crucen categorías de género y sexualidad con respecto a la población negra. Máxime si se trata de concebir el género no como lo específico de las mujeres, sino como la matriz cultural que construye cuerpos marcados con unas características que sostienen, performativamente, la diferencia. El género, para seguir a Butler (2007), es una complejidad que nunca se materializa totalmente en el tiempo. Es decir, siempre mantiene abiertos los términos de su definición. Sin embargo, en una matriz heterosexual que divide al sexo en dos, y que hace del género su correlato, uno no es el otro sexo/género; por lo cual lo uno y lo otro están inexorablemente separados, paradójicamente, en una relación donde no se puede prescindir de ninguno de los dos términos, si se quiere conservar su poder normativo. En este sentido, términos como hombre y mujer tienen significado dentro de una matriz interpretativa que los dota de inteligibilidad (Witting, 2006). Ninguno de los dos términos escapa a la sofocación de las marcas que los hacen discernibles. Siguiendo lo anteriormente señalado, y al no considerarse las matrices de género en los marcos interpretativos de la política, los hombres expulsados y confiscados en el universal humano son ignorados en cuanto a sus necesidades y a los problemas que enfrentan social y culturalmente cuando sus posiciones no necesariamente detentan privilegios.

Hablamos aquí a propósito de los hombres negros; inicialmente, y para referir varias imágenes nacionales, la violencia contra ellos ha sido común y persistente desde la época de la colonia. Gutiérrez de Pineda (1963), en su extraordinario trabajo sobre la familia colombiana, documenta que los hombres negros, durante los tres siglos de la colonia, soportaron un trato indignante y brutal. De hecho, aquellos hombres descubiertos o denunciados como ladrones, o los que se fugaban en un arranque de libertad, experimentaban la fuerza del blanco ensañada en sus cuerpos. Las leyes, para ser más drásticos, les permitían a los amos extirpar los genitales de sus negros indolentes. Velásquez (1957), curiosamente, denuncia como cómplice de esa violencia a la más emblemática novela colombiana del siglo XIX: María, de Jorge Isaacs. El contexto histórico que Isaacs describe (¿reproduce?), según Velásquez (1957: 99), es el mismo que mediante la ley IX, tit. VIII, partida VII, convenía con que el cuerpo del hombre negro pudiera ser: ".. .castigado ejemplarmente, mandado, marcado, lesionado, atormentado en juicio, capturado como cimarrón, en cuyo caso podría ser descuartizado o sentir el arranque de la lengua, la extracción de los ojos o el cercén de los genitales". La ley que obraba con respecto, o contra los hombres negros, reclamaba sus cuerpos, cuando no especialmente sus órganos sexuales.

Entendemos el cuerpo, siguiendo a Foucault (2002a), como el lugar producido por los discursos donde se ejerce toda violencia y opresión política y cultural. Por lo mismo, funge como historia sedimentada. Si bien el cuerpo, tal como sugeriría Butler (2008), se puede pensar como los límites materiales de una morfología que permanentemente se pospone, puesto que nunca se realiza —el cuerpo es lo que siempre se está formando—, también lo inscribimos como todo aquello que experimenta placer y deseo, pero fundamentalmente como lo vulnerable y susceptible de encarnar dolor y malestar (Freud, 2010).

Velásquez (1957) afirma, no sin muchas reservas, la indolencia de Jorge Isaacs para oponerse al condicionamiento social y cultural que degradaba a los negros. En general, el celebrado autor de María transitaba entre la condescendencia hacia el negro y la reafirmación de su clase. Ciertamente, habría que matizar sus planteamientos, en tanto el mismo final de la gran obra de Isaacs implica una renuncia, por parte de su agonista, a ocupar voluntariamente un lugar en la "relación" amo–esclavo. De modo tal, la reafirmación de sí, como hombre blanco y de clase privilegiada, en el caso de Isaacs, era por lo menos ambivalente. Ahora bien, otro aspecto interesante que informa Velásquez (1957) es que justamente la separación que se hacía de las razas mediante la prohibición de las mezclas, era algo que retornaba angustiosamente ante el peligro de que dicha separación no se sostuviera. Queda tal vez flotante, en el mundo de la María, el temor a que el deseo del hombre negro fuera el de eliminar dicha prohibición; y eso, precisamente, hacía —y hace— del negro un ser urgido de observación, vigilancia y gobierno, cuando no de exterminio si rebasa los límites que le son destinados.

Otro trabajo de necesaria revisión es el de Leal (2007), pues permite seguir exponiendo por imágenes, la situación histórica del hombre negro en Colombia. El caso estudiado por Leal (2007) es ejemplar al respecto: Manuel Saturio, según se informa, murió fusilado en 1907, aunque no es posible aseverarlo; probablemente fue la última persona que, condenada a muerte, se ejecutase en Colombia. Este hombre:".. .se constituyó en el primer negro en América en ser nombrado personero, para luego ser ascendido a juez de rentas y ejecuciones fiscales y a juez penal" (Leal, 2007: 77). De notoria ilustración y con una capacidad intelectual que lo hacía destacar desde su infancia, tuvo que educarse en otra región, Popayán, pues en el Chocó, la tierra donde la mayoría de la población era (y es) de raza negra, no había escuelas o no las había, justamente, para los negros (Leal, 2000). Se ha dicho, pues, que Saturio fue fusilado; las fuentes oficiales indican que se le juzgó por el intento de incendio de su ciudad, Quibdó. Menos de una semana fue suficiente para encontrarlo culpable y destinatario de la aplicación de una ley, hpena de muerte, que no pocas veces hallaba la oportunidad de ser revocada, suspendida o atenuada. Un corto juicio, como refiere Leal (2007), fue suficiente para demostrar su culpabilidad.

La tradición oral que aún se conserva un siglo después, mantiene que Saturio fue víctima de una trampa puesto que, en realidad, lo que estaba de por medio, además de su creciente importancia, era el hecho de haber enamorado y embarazado a una mujer blanca, de ojos azules, perteneciente a una distinguida familia. Independientemente de la completa veracidad o no en torno a las razones por las que fue ejecutado, el punto central es la determinación con la que se pretende conservar, de manera excluyente, los términos blanco y negro, y cómo se postula, en la esfera pública, la imagen de un hombre negro que seduce a una mujer blanca: lo que se prohibe se instala en la fantasía que representa la prohibición, un mecanismo que no logra elaborar lo prohibido —manifiesto en el rechazo—, pero que tampoco consigue liberarse de él. El primer trabajo que, según Leal (2007), explora a partir de sus últimos días la vida de Saturio: Las memorias del odio de Rogerio Velásquez Murillo (1953), dista mucho de presentarlo como un personaje digno para una hagiografía —dominado por el alcohol, el deseo de venganza y la ambición—. Sin embargo, logra exponer las complejas demarcaciones raciales que coinciden con las de la clase social y que además se muestran capaces de generar latentes o explícitos brotes de odio frente a la separación que hace de blancos y negros un ambivalente encuentro–desencuentro.

Wade (1997: 149) caracterizó a Manuel Saturio a partir de un poema del que se le atribuye su autoría, como ".. .un hombre negro atrapado en un mundo blanco que define lo blanco como una virtud y lo negro como un defecto moral". Desde una perspectiva blanca, en tanto se posean los privilegios de la representación, los otros serán caracterizados con unas prácticas perversas y un deseo incompatible con nosotros. Adicionalmente, los otros son constituidos como aquellos que podrían gozar, si se les permite, de nuestras mujeres y nuestros niños (Hacker, 2007). Por lo tanto, la prohibición conjura, fallidamente, una angustia frente a los bordes difusos de las demarcaciones raciales.

En otro registro, Segato (2007) analizando el problema de la prisión en Latinoamérica y utilizando informes que provienen, entre otros países, de Colombia, afirma que la violencia policial, los fallos en la justicia, el color de los presidios, cuando no la escasez de oportunidades, tienen que inscribirse, a pesar de su barniz contemporáneo, como prácticas coloniales y neocoloniales que ejercen una opresión sobre el negro y el indio. La construcción de Colombia como un país mestizo constituye parte del problema, porque con ello determinados acontecimientos de la memoria son desmentidos y obligados a guardar silencio. Ante la negativa que persiste en Colombia para delimitar cuáles son los contornos de la raza o en qué estriba la necesidad o no de referirse a ese concepto, las cárceles tienen unas marcas que se toman a los cuerpos de aquellos en los que un pasado prehispánico o africano no deja de actualizarse, bajo la mirada colonial. Segato (2007) sostiene que la racialización de los cuerpos en las cárceles está tan naturalizada que pocas veces se pregunta por ese fenómeno; como también se ha naturalizado que la cárcel prefiera a los hombres. Nuevamente, el hombre concebido como lo universal, impide estudiar con categorías de género por qué las cárceles parecen empeñadas en estar pobladas de hombres o porqué los varones indígenas son candidatos a ser públicamente sospechosos de pertenecer a las guerrillas. Adicional a todo esto: "Las pocas informaciones disponibles —que coinciden en sugerir su mayor penalización y las peores condiciones de detención— se refieren a indígenas de afiliación étnica identificable o a personas provenientes de territorios negros (como en el caso colombiano)" (Segato, 2007:148).

Finalmente, y para concluir este breve recorrido sobre algunas imágenes de la nación, es imprescindible recuperar el trabajo de Cogollo, Flórez y Náñez (2004), pues estas tres autoras han mostrado que en Colombia es frecuente concebir al hombre afrocaribeño como perezoso, por no decirlo en términos decimonónicos: indolente. Lo cual indicaría una representación que lo hace no apto para el trabajo, incapaz de incorporarse, si no es de manera marginal, en la economía de su familia, su comunidad y, por ende, del Estado. No obstante, dicha representación niega el carácter campesino y agrícola de ese hombre que trabaja la tierra bajo un sol abrasador. Se estaría, pues, frente a un apabullante caso de violencia de la representación que rompe la unidad: género es igual a mujer. El malestar, una experiencia humana que Freud bien describió (2010), es una categoría de trabajo tímidamente analizada o estudiada por la teoría social cuando se trata de los hombres y, particularmente, sobre el malestar del hombre negro se ha dicho poco en Colombia.

Cogollo, Flórez y Náñez (2004) han sugerido, por ejemplo, que la masculinidad del negro, al tener incluso reducidos los espacios de interacción familiar y al ser concebida como lo propio del cuerpo de un macho inútil (cuando no peligroso), permanentemente es arrojada a la esfera de la sexualidad, donde el negro tiene que demostrarle) su único valor ontológico —¿antropológico?— y donde se resiste a la marginación. Viveros (2001) propone un análisis similar al declarar, por ejemplo, que en el Chocó, donde la población es básicamente de raza negra —como ya se ha dicho—, los varones se ven urgidos de demostrar su capacidad para conquistar sexualmente el mayor número de mujeres. A la par, sostiene que las diferencias de clase y raza —y nosotros añadiríamos, las diferencias sexuales— entre varones, pueden ser más determinantes que las semejanzas. Por lo tanto, ser representado —o representarse a sí mismo— como un macho negro no es simétrico a la representación de un hombre blanco. Congolino (2008) sugiere que las representaciones raciales, en las que tendríamos que incluir las que informan la potencia sexual del negro, incorporan formas sutiles de discriminación porque constituyen el cuerpo negro como un "capital" erótico. A lo anterior habría que agregar que ese "capital", supuesto como lo propio de los otros, queda postulado en un afuera exótico, salvaje, primitivo y, tal vez, deseable. Lo que hace deseable ese afuera —ese no nosotros— es la posibilidad de su deshumanización.

Dígase de una vez: la sexualidad, como sugiere Foucault (2002b), no es un orden natural significante que reúne al macho con la hembra. Al contrario, es el conjunto diferenciado de efectos socioculturales e históricos implantados en el cuerpo. La sexualidad, como se derivará, siempre está del lado de la norma, la disciplina y la regularización. En este sentido, el poder no le teme como si ésta fuera su desafío, en tanto que su mejor definición es aquella que la interpela como el instrumento a través del cual el poder se ejerce de manera más eficiente (Foucault, 2007). Si ligamos lo anterior con las representaciones que lanzan la masculinidad del negro a la esfera de una sexualidad siempre requerida de demostración, podríamos plantear que dichas representaciones vienen precedidas de un poder capaz de preservar, a través de la sexualidad misma, la condición del hombre negro como ¡o otro al interior del cuerpo social.

No obstante, una vez que el negro se identifica con dichas representaciones —y representar es formar(se)—, no queda más que reconocer la perseverancia de un vínculo obstinado con el sometimiento (Butler, 2001); vínculo que se constituye, no pocas veces, en un elemento reclamado insistentemente en la formación del sujeto. Fanon, a propósito de la subjetividad del negro, negocia con un sujeto que no puede separarse de la historia colonial; es como si no existiese un afuera de esa historia porque para crear las armas de la emancipación tiene que tener por referentes los supuestos coloniales y la fuerza de esa historia. Pero, si el sujeto con el que negocia Fanon tiene que examinar, uno a uno, los resortes que lo imbrican con la historia colonial, esto significa que las formas como el sujeto imagina su revuelta contra la opresión, dependen, paradójicamente, de la relación del sujeto con la historia que lo ha hecho devenir sometido (De Oto, 2003).

El mismo Fanon (1973) nos refiere que en un mundo blanco el negro tiene dificultades para elaborar la imagen de su corporeidad. Si bien el judío es discriminado, también es un hombre blanco, salvo la idea que lo condena —y que nombra su diferencia— y algún dudoso rasgo racial que también puede aparecer en otros blancos no judíos; el negro, no obstante, está sobredeterminado por la mirada que se cierne sobre su cuerpo —y su sexualidad—. Su apariencia siempre lo denuncia vaya donde vaya, esté donde esté. Y, sin embargo, el negro no quiere ser un hombre negro: sólo quiere ser un hombre a secas, un hombre más entre otros hombres. Si se quiere, la dificultad que el negro encuentra para construir una imagen corporal otra de su negritud, es la imposibilidad de separarse, como ya se dijo, de la fuerza histórica y de los discursos sedimentados —en forma de instituciones— que se revelan neocoloniales. Si, como refiere Freud (2006), el yo es fundamentalmente corporal y no meramente una superficie lisa y llana, sino que al contrario es justamente la proyección —¿imaginación?— psíquica y cultural de esa superficie, entonces el hombre negro asiste a su desgarramiento en tanto que la proyección de su cuerpo incorpora las laceraciones que la mirada blanca le infringe. Por lo tanto, como asevera Fanon (2007), radicalizándose a sí mismo en Los condenados de la Tierra, la descolonización es siempre".. .la sustitución de una 'especie' de hombres por otra 'especie' de hombres". Esto cobra sentido si advertimos, siguiéndole, que el blanco conoce muy bien al negro, lo sabe de sobra, porque es él el que lo ha hecho un despojo humano o semihumano. En esa rúbrica, pues, se entiende que no puede haber conciliación, sino sustitución de unos hombres por otros.

Se reúne, entonces, cuerpo, raza, género y sexualidad, para establecer las marcas neocoloniales a través de las cuales los hombres negros pueden ser inteligibles.3 Claro está, como sostiene Lim (2007), que el cuerpo es un lugar donde las fuerzas se actualizan, y lo que un cuerpo puede llegar a hacer —al igual que las posiciones que se pueden ocupar con respecto al género y la sexualidad—, depende de la relación con otros cuerpos —y otras posiciones— en los contextos vitales. Por ello, sexualizar el cuerpo del hombre negro, efectivamente consigue mantener su situación, dentro de las imágenes nacionales, caracterizada como lo otro del nosotros y, en términos de fronteras, como lo exterior al interior de la nación. En ese sentido, cobra relevancia el presupuesto foucaultiano que define la sexualidad a partir de los efectos diferenciados que induce en los cuerpos.

Segato (2007) afirma que la nación latinoamericana tiene por correlato un ordenamiento racial; por lo cual, la ciudadanía se instituye con presupuestos raciales que hacen de la justicia una institución colonial o neocolonial. La escuela, encargada de hacer progresar a la nación, civilizar y derrotar la barbarie, guarda entre sus muros toda la opresión descalificante que hace, del negro y del indio, el pasado que persiste en el presente y que, al lado de la barbarie, también debe desaparecer dulcificado con la educación. La escuela será la encargada de realizar los ideales de la constitución de la nación. Así mismo, lo que la escuela despoja, desposee y rechaza es lo que tentativamente se lanza a la esfera de la prisión, no sólo la que se configura entre rejas, sino también aquella que confisca determinados cuerpos con la violencia de la representación.

Sobre la liberación, la pedagogía para los oprimidos/as y la imagen problemática del hombre negro

La educación en Colombia siempre ha estado en crisis; podría preguntarse si existe un lugar en el mundo donde la crisis no sea la condición en sí de la educación. Por ello no es de extrañar que quienes se ocupan de pensar desde la pedagogía se encuentren inmersos en continuos debates que se plantean qué es lo mejor para la educación. Particularmente en los últimos años, la cuestión de la diferencia cultural (Bhabha, 2002) se ha tornado inaplazable para las reflexiones pedagógicas, de tal manera que el gesto que desplegaba la Constitución colombiana de 1991, en la cual se consagraba la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, agudizó la necesidad de pensar herramientas educativas para acoger, aceptar, valorar y promover la diferencia cultural. No obstante, mucho antes, desde la pedagogía se habrían formulado diferentes tentativas que buscaban, por medio de la historicidad del saber y de sus prácticas, cuestionar los contenidos normativos de la educación, más allá de los problemas del aula escolar o del aprendizaje.

Mucho más han tardado en aparecer reflexiones y trabajos críticos sobre los cuerpos, los placeres y la sexualidad.4 Si bien la llamada perspectiva de género ha luchado por las correcciones gramaticales del tipo losílas en todo saber de manual, y ha supuesto atender a otra diversidad, no se puede decir que algo similar ocurriese en torno a la sexualidad, su historicidad y su aparición pensada como lo que hay que intervenir por el bien de la infancia y la juventud. De lo cual puede suponerse que el tema de la sexualidad en las instituciones educativas no resiste otra cosa que no sean los problemáticos proyectos de educación sexual. Proyectos que, a su vez, reformulan, ahora de manera pseudo–especializada, la ignorancia como privilegio de los niños y las niñas. Ignorancia que los maestros, maestras y docentes han de enfrentar mediante la información/representación de la sexualidad desde tópicos que, en el mejor de los casos, ya no son el pecado y el crimen, sino un saber psicologizado que se preocupa por la salud mental y el bienestar social. Es decir: discursos que develen la anormalidad, la desadaptación, el desorden, la psicopatología, el autocuidado, la autoestima, la salud, la higiene y las estrategias para enfrentar los cuerpos enrarecidos por la sexualidad. Dicho de otra manera, esos discursos son los encargados de hacer proliferar mercancías culturales que el currículo, a través de sus mallas, incorpora acríticamente, sin cuestionar la maquinaria de producción cultural que busca formar sujetos y constituir subjetividades.

El sexo de los niños, las niñas y la juventud es tomado por parte de adultos que, a su vez, han renunciado a su sexo en favor de la normalidad y la utilidad de la sexualidad (Schérer, 1984). Lejos pues están las tentativas que de manera histórica lancen su interpelación al objeto de un dudoso saber denominado educación sexual. Muy probablemente, una acometida histórica referida a qué es lo que se justifica y qué es lo que se interviene cuando se habla de educación sexual, pudiera mostrar que esa educación reorganiza las jerarquías económicas, raciales, sociales y sexo/afectivas, por ejemplo, las referidas a la celebración de un mestizaje que, lenta pero oportunamente, opere blanqueando a la población, o a la jerarquía que supone la heterosexualidad frente a la homosexualidad. Nótese, pues, que el sexo del niño, de la niña, de la juventud, del perverso, de los pobres, o el alto índice de natalidad de los negros, apuntan al sexo que hay que observar, vigilar y normalizar. El sexo de los objetos representados como inmaduros, primitivos, ignorantes, anómalos o pervertidos, es intensificado por un saber que no cesa de imaginarlo y fantasearlo con la justificación de prevenirlo. Es por ello que Foucault bien acierta cuando informa que los recortes del saber que se producen como sexualidad son partes constitutivas del poder.

Ahora bien, los estudios históricos en pedagogía, enfrentando la cuestión de la diferencia cultural y aún con múltiples objetos a la espera de ser estudiados —entre ellos los discursos y las prácticas en torno a la sexualidad—, han abordado diferentes problemas, entre ellos las relaciones entre educación y política (Zuluaga, 1999). Faltaría, pues, tomarse esos espacios y proponer una crítica radical sobre y contra las condiciones en las que asuntos como la raza, la clase social, el género y la sexualidad son abordados como material educativo. Precisamente Freire (2003: 74) advierte al respecto que: ".. .no hay práctica social más política que la práctica educativa". Del estudio de esa relación apuntada por Freire, y especialmente por Zuluaga, se desprende que no hay un sujeto universal de la educación que no sea constituido y formulado.5 Como consecuencia de esto se constata que la estabilidad de ese sujeto constituido y formulado depende de que la educación, mediante la escuela, insista en conservar el sujeto inalterable a través de la normalización de los individuos. Dicho de otro modo, el sujeto educable que la escuela se toma es un sujeto que se anticipa, y en tanto se anticipa, se crea las condiciones para que siempre aparezca idéntico a sí mismo6

Habría que suponer que, dentro de esas coordenadas donde particularmente desde los años setenta venían interrogándose por los efectos que la educación ejercía sobre los sujetos que eran marcados por la clase —los pobres y los campesinos—, la raza —los negros y los indios— y el género —las mujeres—, una institución educativa dirigida a la educación de las mujeres se planteara ser liberadora: liberar a la mujer de la opresión que sobre ella se ejercía, de suerte que su género determinaba, incluso, sus condiciones de clase. Con eso por propósito algunas instituciones en Latinoamérica construyeron modelos pedagógicos que indagaban en los trabajos de Paulo Freire. Este autor dudaba de que la libertad como un absoluto pudiera ser alcanzada; de hecho sostenía que en tanto no se posee la libertad para ser libre, es preciso luchar por la libertad (Freire, 1978).

De lo anterior podría desprenderse que el sujeto no tiene, o no le es dada, la condición mediante la cual pueda o no elegir su libertad. Más bien, al constatarse que la libertad del sujeto no es absoluta singularidad, puesto que su misma constitución es deudora de unas condiciones y unas reglas que estabilizan el lugar que le ha sido asignado, sólo puede luchar por defender prácticas y actos de libertad. No habría liberación definitiva, por lo mismo, la actitud tendría que ser vigilante, observadora y de continua interrogación. Pero esa reflexividad no podría acomodarse a una pasividad que se desentiende de transformar las condiciones dadas; muy por el contrario, esa reflexividad tendría que ser movilizadora de otros recursos que depongan la opresión y que modifiquen la relación de los injuriados y degradados con respecto al poder, el conocimiento y la política. No hacer nada por impugnar el orden opresor que rige y clasifica jerárquicamente las vidas sería, en palabras de Freire, una farsa.

Sin embargo, la opresión puede leerse también como lo que los oprimidos tienden a perpetuar si se acepta que ".. .los oprimidos tienen en el opresor su testimonio de 'hombre'" (Freire, 1978: 36). Es decir, el oprimido percibe que la situación propia, el lugar que se ocupa en el mundo y la forma como se está marcado, corresponde a lo que es posible ejercerse sobre todo aquel que no se ajusta a los ideales; pero incluso es posible que esos ideales se deseen para sí mismo, de manera que el sujeto de la opresión moviliza sus actos, su visión de mundo y lo que regula su existencia, tratando de hacerse acorde con los ideales. Freire (1978:35) dirá que:

El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos como seres duales, inauténticos, que "alojan" al opresor dentro de sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida que descubran que "alojan" al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora.

Con una plataforma teórica de ese tipo, la institución educativa en la que realizamos nuestras observaciones se plantea la educación para las mujeres a partir de herramientas conceptuales elaboradas desde la pedagogía de la liberación, además de un componente religioso —católico para ser más precisos—, que se concibe como necesario para soportar los cambios sociales que en Colombia, y particularmente en una ciudad como Medellín, se han venido ejerciendo sobre las familias y los individuos. Paradójicamente, una institución que reivindica las ideas del pensador brasileño como fundamento pedagógico, pareciera reiterar en sus apreciaciones cotidianas el lugar problemático que ocupa un hombre negro dentro de la economía social de principios rectores y educativos para las mujeres. O lo que es lo mismo, si es un hombre... y si es un hombre negro —con mayor razón—, la comunidad educativa debe alentar la sospecha.7

Adviértase la situación, decididamente ambivalente y vulnerable, en la que queda expuesto un maestro negro en esta institución educativa:

Pregunta: Cuénteme... ¿cuántos profesores y profesoras tiene la institución? Respuesta: 32.

P: ¿Cuántos hombres y cuántas mujeres?

R: 29 mujeres y 3 hombres. Uno de los hombres está en la primaria. Fue muy difícil porque él vino a remplazar a una profesora, y las niñas y los padres de familia dijeron que ¿por qué les habían mandado un hombre? Y para colmo, el profesor era negro... negro... negro (yo no tengo nada contra los negros), pero después también dijeron "¿por qué nos mandaron a ese negro?".

P: ¿Qué hizo la institución para resolver esa situación con las niñas, los padres y las madres?

R: No, no hemos tenido problemas, el profesor llegó, se le hizo la inducción y se integró muy fácil. Ahora lo quieren mucho y lo buscan pa todo, lo desentierran de donde esté. Yo lo veo y es que es corno si fuera una madre.

P: Podemos pensar que el profesor, gracias a unas condiciones particulares y muy de él, se hizo a un lugar dentro de la institución. Pero lo que estoy preguntando es ¿cómo se aprovechó la situación para discutir asuntos como la diferencia, el género y la raza?

R: A los niños y a los adolescentes se les dificulta mucho el cambio, les da mucha lidia adaptarse. Se les explicó que los profesores y profesoras que llegan son nombrados (por el Estado) y que la institución no puede escoger a quienes quiere tener.8

Preguntémonos entonces ¿hasta dónde es capaz una comunidad educativa de plantear y reconocer su participación en la opresión del ser humano que, en abstracto, dice defender? ¿Es acaso la humanidad del hombre negro un hecho dudoso? ¿Se trata de jerarquizar las humanidades que merecen ser defendidas y para el caso la humanidad de un hombre negro importaría menos que la opresión de las mujeres? O, finalmente, ¿el ejercicio de la liberación consiste en ampliar la consciencia de las mujeres para que renuncien a su opresión mientras se conserva la posibilidad de reiterar la condición subalterna de sujetos que continúan portando marcas sociales?9

 

CUERPOS RACIONALIZADOS, ÓRGANICOS DESMESURADOS

El presente apartado muestra a la imaginación erótica como partícipe del proceso de representación que ha hecho del hombre negro — dotado de un pene fantasiosamente descomunal—, una imagen cultural e históricamente problemáticay, por lo tanto, un sujeto expuesto a la discriminación y a la desconfianza a la que son sometidos aquellos que portan características rechazadas tanto como deseadas.

La escena euroamericana

El presente está saturado por el pasado. Nietzsche (1988) sostuvo que la tradición tenía por propósito decir que en tanto las cosas han sido... así deben ser para siempre. Del mismo modo, porque la ley existe entonces habrá que obedecerla sin cuestionarla. Frantz Fanon (1973) ha sostenido que el negro frente al blanco deja de ser un hombre para convertirse, bajo su mirada blanca, en un pene, un peligroso/repudiado/envidiado pene. Fanon habla de ello para el contexto euroamericano, pero no por ello deja de señalar una condición que puede ser leída en los contextos poscoloniales de los Estados nacionales hispanos. Si se remonta al pasado indagando por las leyes de la mirada, se encontrará que los penes y el placer sexual han sido los instrumentos del demonio —eso se sabe desde San Agustín—; ahora, el colonialismo, de la mano de los hombres de Dios y de la ciencia, pudo hacer concesiones a dicho asunto sosteniendo que si bien es cierto que los penes son algo maligno, el pene del hombre negro lo es mucho más, no tiene perdón su bestialidad... la evidencia está en su color y en su tamaño, cosa que Dios reprueba.10

El pasado de Occidente está plagado de penes negros exhibidos en museos y en laboratorios. Hacen parte de las colecciones que la ciencia ha gustado elaborar para el avance del conocimiento que por derecho le corresponde. La justificación del colonialismo se cifró en el derecho que por naturaleza el hombre blanco tenía sobre el resto de criaturas —incluyendo en esas criaturas al negro—. La explicación era sencilla: el cerebro más grande del hombre blanco reflejaba su superioridad evolutiva e intelectual, mientras que el pene más grande del negro no podría significar otra cosa que su cercanía con la bestialidad y, por lo mismo, su menor inteligencia. La religión y la ciencia se habrían reunido para construir representaciones del negro que sirvieran para sostener la hostilidad que despierta una diferencia interpretada como amenaza, sea moral, erótica o natural. Friedman apunta que:

El sacerdote de Tennessee, Buckner H. Payne, desterró por completo a los negros de la raza humana. En su panfleto publicado en 1867 titulado The Negro: What is his ethnological status? (El negro: ¿cuál es su estatuto etnológico?), escrito bajo el seudónimo de "Ariel", Payne insistía en que los negros no descendían de Cam y afirmaba que esa creencia procedía de una lectura errónea del Antiguo Testamento. Para él los negros fueron creados antes que Adán. Esto convertía a los negros en una de las parejas de animales que Noé subió al arca. El tema "pre–Adán" fue recogido de nuevo, tres décadas después, por Charles Carroll, autor de The Negro a Beast (El negro: una bestia) y The Tempter of Eve (El tentador de Eva). Caroll localiza su exegesis en el Jardín del Edén. Carroll afirmaba que quien sedujo a Eva en el Paraíso no fue una serpiente, sino otra bestia, más despreciable incluso... un negro–mono. Este escenario transformaba la manzana presumiblemente roja de las Escrituras en un gran pene negro, y redefinía como causa de la caída del hombre el hecho de mantener relaciones sexuales con un animal (2007:124).

Nos asaltan, entonces, dos preguntas: será que el feminismo, que ha denunciado a las interpretaciones bíblicas como justificaciones teológicas para conservar la desvalorización de las mujeres haciendo de ellas, entre otras cosas, el ser maldito por donde el pecado encontró cabida, se habrá propuesto responder a la pregunta sobre ¿cómo desmantelar las interpretaciones que hacen de la raza negra una especie previa a la pareja sagrada de Adán y Eva? Y, en ese esquema de daños y perjuicios que el mismo feminismo denuncia como lo cotidiano de las mujeres podría preguntarse: ¿cómo se puede valorar que el hombre negro, dentro de las interpretaciones fanáticas del cristianismo, sea representado como una bestia animal: negro–mono capaz de seducir con su asqueroso pene a la madre/Eva de la especie humana identificada por el judeo–cristianismo?

Mientras esas preguntas aún no tenían posibilidad de formularse en la Norteamérica pacata y llena de prejuicios, la sociedad veía en el hombre negro embrutecido un peligro para las puras, castas y bondadosas mujeres blancas acechadas por un pene negro descomunal. Habría algo paradójico en esa situación: por un lado se sostenía que las mujeres eran el blanco de los acechos de los negros, aspecto que malograba a las mujeres porque dicho asedio no podía ser nada diferente a algo nefasto, repugnante y no deseable. Por el otro, se condenaba la cópula entre un hombre negro y una mujer blanca porque las mujeres expuestas a un placer que no podía ser nada distinto a un placer animal, a lo mejor no querrían volver a compartir el lecho con un hombre blanco. Entonces, se sanciona porque no es deseable, pero a la vez se sanciona porque podría desearse demasiado. También, se estaría proponiendo que la condición humana de la mujer, incluso blanca, se ponía en riesgo en el momento que entraba en contactos eróticos y sexuales con un hombre negro. Copular con un negro, en el caso de las mujeres blancas, sería estar por fuera de la civilización.11

Entre 1882 y 1937 más de mil hombres negros fueron linchados en los Estados Unidos por causa de un pánico sexual que veía, en cualquier hombre negro, un destructivo pene violador acechando la virginal Norteamérica (Shay, citado por Friedman, 2007). La muerte no consistía simplemente en quitarles la vida, muy por el contrario, había en ello todo un ritual donde se mata al hombre primero eliminando su pene, es decir, mediante procedimientos de castración ejemplarizante y largos procesos de ejecución que enfatizaban la tortura como mecanismo psíquico; se tranquilizaba así, parcialmente, a una sociedad puritana que reinventaba con ello una especie de pornografía sádico–cristiana.12 Todavía en 1932 a un hombre negro le cortaron el pene y los testículos obligándolo a que se los comiera antes de matarlo. Un fotógrafo registró todo el espectáculo y posteriormente vendió las fotos a todo tipo de público (Friedman, 2007).

Nada hace suponer que estas prácticas hubiesen cesado, abruptamente, en 1932. Nada hace pensar, tampoco, que sean, meramente, el producto singular —la anécdota cultural exclusiva— de Estados Unidos, máxime que, como informa Hobsbawn (1985), uno de los aspectos tal vez más complejos de explicar en la violencia social y política en Colombia, son los cuadros de asesinatos, para nada simples, en los que se destaca la tortura, la humillación y la injuria ejercida contra los cuerpos de las víctimas y donde se pretende ignorar el carácter racializado y generizado de esos cuerpos. Para el caso norteamericano, lo que sí es posible afirmar es que es preferentemente allí".. .en la historia americana donde raza y sexo se han situado en la intersección. Y ese lugar es el pene negro" (Friedman, 2007:148).

Prohibición y deseo: la ambivalencia de la mirada

Se ha dicho que el hombre negro es transformado en un pene cuando está sometido a la mirada inquisidora del blanco; más aún, radicalizando el poder interpretativo de esa idea, se podría suponer que los padres, las madres, las maestras y los directivos educativos que representan el proyecto de civilidad, ante la evidencia de que los hombres negros existen y que además también podrían ejercer como maestros, no dejan de ver en ese hombre negro... un horrible pene que domina y dirige las pasiones no domadas/no civilizadas de una raza. El temor de los padres, las madres, las maestras y los directivos frente a un hombre negro, ahora maestro, resuena con el eco, no tan distante en el tiempo, donde el negro era definido por su animalidad. De hecho, Rojas (2001) ha señalado que en Colombia, en pleno proceso independentista y en el comienzo del Estado nacional emergente, en algunas regiones del país (en el Cauca, por ejemplo), se hizo proliferar el temor acerca de la peligrosidad de las castas raciales por su ignorancia, su incapacidad para dejarse civilizar y su cercanía con el mundo natural y salvaje de los instintos. Específicamente de los negros se asumió que, una vez que obtuviesen la libertad, y llenos de odio, se enfrentarían usando las formas más amenazantes y despiadadas contra sus antiguos amos. Asimismo, Restrepo (2007a: 59) sostiene que en los estudios del siglo xix colombiano "El negro es situado en una mayor cercanía a la naturaleza, la animalidad pasional, la infantilidad y al pasado y, por tanto, en un lugar contrapuesto a la civilización, madurez y progreso".

De modo que, reactivando permanentemente el discurso del colonialismo, se desacredita al objeto colonizado con el fin de justificar su intervención. Sobre esa base el negro es descrito como infantil, irracional, violento, degenerado e incapaz de dominar sus pasiones salvajes y primitivas. Del cuerpo racializado, también marcado como masculino, al ser representado como irracional, salvaje e infantil, se ha de decir que:

...es más agresivo desde el punto de vista sexual (y también es más pan–sexual). Los varones del grupo dominado representan una amenaza para las mujeres del grupo dominante quienes, a pesar de ser mujeres y no hombres, tienen más autocontrol que los hombres del grupo dominado. Pero como ellas son más débiles desde el punto de vista físico, porque son mujeres, requieren la protección física de los hombres del grupo dominante (Wallerstein, 1999:177).

Vemos, pues, que en el momento en que un hombre negro es propuesto como maestro en un contexto infantil de niñas, se disparan las alarmas que convocan y suscitan los temores que han forjado, desde la época colonial, el descrédito sobre una raza y, particularmente, sobre esos machos definidos como sexualmente agresivos e incapaces de preparación para el progreso y la civilización. Para decirlo de otra manera: el pene negro representa la parte más problemática de una identidad racial que entre reclamos de inclusión y defensas bien intencionadas, encuentran en ese órgano su mayor obstáculo para la integración y la civilización. El pene del hombre negro despierta tantas fantasías, y es tal la voluptuosidad supuesta, que constatarlo, no pocas veces, significa una vuelta atrás en el proceso de derribar los prejuicios raciales, en tanto siempre se ha visto en él una poderosa fuerza no domeñable que amenaza a las mujeres y destruye la virilidad de todos los hombres no negros. En el hecho de relacionar con el diablo ese órgano —altamente erotizado y repudiado, y que ha servido de justificación para negar la humanidad del negro—, o simplemente de declarar su condición salvaje y primitiva, allí es donde se revelan los miedos que culturalmente no se han podido elaborar y que reaparecen, solapados, en cualquier sitio, incluso en aquellas instituciones que se precian de educar para liberar.

Nos preguntamos pues: ¿es la relación entre el cuerpo, la raza, el género —ahora masculino– y una sexualidad cifrada en el pene, la intrincada relación que justifica la hostilidad que despierta un hombre negro como maestro en una institución educativa femenina? En el caso aquí revisado se encuentra una tentativa de falsear el repudio/fascinación que produce el hombre negro mediante la feminización. Concretamente: se trata de hacerlo pasar por una madre —feminizarlo—, como estrategia simbólica mediante la cual se destierra al hombre y se le cercena su pene; convertirlo en una madre, tornarlo femenino, es el mecanismo simbólico a través del cual se borra la peligrosidad y se ignora el color de su piel. Hacerlo una madre significa, curiosamente, mantenerlo en su condición subordinada. Con una estrategia sentimental se consigue que el negro, ahora madre, difícilmente pueda seguir siendo un hombre, porque para confiar en él debe mantenerse como una madre para todos. De alguna manera, esto lo muestra Hall (1997) cuando sostiene que incluso las estrategias pro–abolicionistas de la esclavitud en Estados Unidos, construyeron una representación del negro con los rasgos de un ser dócil, tierno, noble y, todo el tiempo, capaz de perdón, lo que lo haría, si se quiere, un mejor cristiano que el mismo blanco. En todo caso, lo que se pone en evidencia es el carácter producido y construido de las representaciones a partir de las cuales los blancos pueden reconocer la diferencia cultural del negro. El trabajo de una práctica de representación de la diferencia subalterna, siguiendo a Hall (1997), consiste en fijar significados. Se trata, entonces, de enfrentar la imposibilidad de clausurar una imagen con un significado único, haciendo funcionar el estereotipo con la promesa de que es el único significado posible.

La representación, tal como se ha enunciado, no es el descubrimiento de algo dado que, simplemente, está a la espera de ser dicho mediante el lenguaje. Tampoco es la forma que la intención toma cuando un sujeto así lo decide. La representación es, al decir de Hall (1997), la producción de sentido mediante el lenguaje. No se trata de un carácter originario de las cosas que se recupera mediante la representación, ni la voluntad del sujeto que otorga, a través de la intención, un sentido a los objetos. Más bien, que la representación sea producida muestra, inmediatamente, que el sentido no es originario, ni es intencional; el sentido aparece por la fuerza de los enfrentamientos, las interpelaciones y las luchas que se entablan en los procesos de reconocimiento entre el yo y la diferencia. El sentido de la representación es fijado por la reiteración de prácticas performativas, para luego devenir natural, no mediado. Pedraza (1999; 2003) referirá que el proceso de naturalización de las representaciones de los cuerpos produce, probablemente, un orden social indiscutido. Por lo mismo, consideraciones en torno a la raza, el género, la sexualidad, la belleza y la clase social, devienen naturalizadas también, puesto que de esa naturalización depende que los significados puedan seguir funcionando como invariables.

Las culturas requieren un cierto tipo de estabilidad en la representación; sin esa estabilidad se tornan problemáticas las cuestiones de identidad. De ese modo, la diferencia de una cultura, es decir, su otredad, termina produciéndose en la representación como algo que es ajeno, es extraño, prohibido y tabú (Hall, 1997). Ciertamente, la diferencia deviene degradada y representada desde unas prácticas de significación que enfatizan su peligrosidad y el efecto contaminante que puede provocar. Sin embargo, ese exceso en la representación, el exceso que hace de la diferencia un objeto imposible, la convierte en fascinante, atractiva y atemorizante. De alguna forma, al constituirla en un fetiche, la torna poderosa (Hall, 1997). Postulamos, entonces, que la representación es un conflictivo escenario de disputa y desencanto. Se requiere deshabilitar el contenido opresor de las representaciones, pero al mismo tiempo pareciera que no se puede escapar de la representación porque, justamente, es con la construcción de otras representaciones que se pueden producir prácticas que depongan el racismo, la homofobia, la xenofobia y la injuria.

Radicalizando nuestras interpretaciones afirmaríamos que la educación no ha podido elaborar el conflicto que se instala cuando por motivos que reúnen representaciones sobre raza, género y sexualidad, se encienden las alertas vigilantes contra una diferencia que se percibe como peligrosa y, tal vez, conflictivamente deseable. Como sostiene Fanon (1973), no es tan importante el tamaño del pene del hombre negro —o su sexualidad— como las fantasías que ese órgano provoca en la imaginación cultural. El hombre negro, para la imaginación del blanco, implica una ambivalencia erótica: se le repudia porque se le desea o se le desea porque se le repudia. Ambivalencia que afirma a cada paso lo que niega y que es la condición exigida para un deseo degradado. Dicho de otra manera, el hombre negro es la fuente angustiosa de un deseo/placer que se mantiene, por fuerza, en la repetición de la prohibición —la misma que se instala en el lugar de lo no dicho como posibilidad para el placer—. Sin embargo, la repetición de la prohibición es ya un placer que, censurando, mantiene la vigencia del deseo,13 de tal suerte que el pene del hombre negro es un deseo que, expuesto como negación/repudio, funciona como expresión ambivalente que requiere/solicita la negación/repudio para seguir deseando (Butler, 2008).

Enfrentar ese deseo, pues, significa falsear dicha fascinación, reorganizándola bajo la modalidad de una prevención real ante el peligro que ese hombre y su pene representan. Una solución fantasmática que tranquiliza negando, a través de la prohibición, lo que se desea. Si lo que caracteriza la fantasía del blanco con respecto al hombre negro es la prohibición/negación de ese deseo, en esa ambivalencia se puede encontrar la dificultad para producir representaciones no coloniales de un cuerpo racializado hasta el exceso. Abandonar la representación dominante del hombre negro como bestia fálica significa también abandonar el placer que sostiene dicha fantasía en la imaginación; cosa, por lo demás, bastante compleja si se le anuda el saber de que el deseo/placer repudiado es el que, precisamente, menores probabilidades tiene de ser agotado en la fuerza insistente que se niega a dejar de imaginar.14

 

MULTICULTURALIDAD E INTERCULTURALIDAD

En el centro de ese entramado raza, género y sexualidad que aquí se ha presentado como motivo para develar otras opresiones, en particular aquella que se ejerce sobre el hombre negro —en tanto que se supone que el racismo no es lo propio de una Colombia diversa—, y donde se supone que no habría una opresión que se tomara a un hombre por objeto, se encuentra una tensión entre un Estado que vocifera por doquier su carácter multicultural y la refutación que la interculturalidad podría oponer a las buenas iniciativas neoliberales que festejan cada vez más la rentable diversidad cultural bajo el rótulo de multiculturalismo. Para cerrar este trabajo, anotaremos entonces algunas consideraciones sobre esa tensión.

La multiculturalidad o el fracaso que se agencia como un éxito

El negro históricamente ha sido tratado como un subalterno y con ello se apunta, con Spivak (2003), la imposibilidad que el subalterno tiene para contestar la maquinaria cultural que lo sofoca. De hecho, habría que recordar que el subalterno, probablemente, está afectado por lo que en el lenguaje de Spivak (1997) se denominaría el fonocentrismo: situación en la cual el subalterno reconoce y acepta la autoridad de la maquinaria que tiene el poder de representarlo, definiendo lo que él, como sujeto marcado, realmente es. El fonocentrismo se puede comprender también como el monopolio de las significaciones que pueden y deben circular; privilegio reservado para ciertos lugares de la enunciación que deben ser oídos. Las instituciones sociales plenamente legitimadas, entre ellas la Iglesia, la escuela y la cárcel, se reservan para sí la obligación de ejercer una violencia cultural y de representación que se supone necesaria porque sólo esa violencia y esa representación serían la garantía de acceso al conocimiento y a la verdad. Por lo tanto, el mismo negro se ve obligado a incorporar un saber de sí que es dictado/impuesto por los lugares de la enunciación que se autoerigen universales. Al respecto se podría citar a Restrepo (2007b) en su estudio sobre Agustín Cordazzi y Felipe Pérez, donde se menciona que estos autores, en la mitad del siglo xix, describieron a los negros como indolentes en tanto que, ahora en su condición de hombres libres, no aspiraban al progreso mediante el trabajo continuado e incesante. Además, sus maneras de incluir la fea desnudez no aportan al proyecto de una vida civilizada. Según Restrepo, Cordazzi y Pérez propondrían la imitación como recurso para que el negro supere su condición precaria dentro del proyecto de civilización. Imitar, para el caso en cuestión, sería la acción sobre el propio cuerpo que garantiza la derrota de la indolencia negra. Restrepo, sin embargo, dirá que para Cordazzi y Pérez la imitación que el negro debe incorporar no proviene solamente de la imagen del blanco, próspero y aguerrido antioqueño, sino también de otros grupos de negros que habrían alcanzado a hacer del progreso un ideal regulatorio para sus vidas. Cabría preguntarse si la imitación, desde los ideales que la reclaman, no es otra forma de subalternizar a todos aquellos que son compelidos a seguir los buenos ejemplos de civilización y progreso.

En la actualidad, el negro no es un subalterno en los términos consignados en la Constitución colombiana, pues allí se reconoce la igualdad para todos. Si aquí se habla de subalternidad no se está afirmando que, literalmente, el negro no tiene voz para articular palabras o que una constricción física lo obliga a guardar silencio; pero, si de cotidianidades se habla, podría alguien preguntarse qué recursos tiene un hombre negro para bloquear los prejuicios que lo tornan un sujeto enrarecido y sospechoso como maestro en una institución infantil, máxime si esa institución es para niñas. No obstante, parecería que nuestras dudas no reflejan las condiciones de posibilidad actuales para la diferencia cultural. Ante todo, se dirá, existen compromisos nacionales e internacionales que han decretado una igualdad constitutiva para todos los seres humanos. Probablemente esos compromisos estén allí y efectivamente habrán podido conseguir aminorar la violencia con respecto a cuestiones de raza, género y sexualidad. Sin embargo, también cabe suponer que dichos compromisos, una vez se enfrentan con su aplicación, son reformulados en términos que no constituyan amenaza para la estabilidad de las representaciones que rigen una mirada colonial o neocolonial del mundo: las opresiones por razones de raza, género y sexualidad pueden ser establecidas desde formas actualizadas y sin menoscabo de una imagen de progreso y apertura que, en general, los Estados nacionales gustan tener sobre sí mismos.

La reconfiguración a la que los Estados nacionales han sido avocados, les ha llevado a producir redes o matrices que regulan toda la diferencia. Por decreto, ninguna diferencia es por sí misma desigual política y jurídicamente: "Todas las diferencias son iguales", contradicción en la que se soporta la multiculturalidad en alza. La multiculturalidad buscaría institucionalizar la unidad de las diferencias —incluir—, sin cuestionar, ni interpretar el sistema Estado/nación que ha producido esas diferencias como desigualdades históricas que requieren inclusión.

La inclusión, para el caso en cuestión de este trabajo, se convierte en el bastón que siempre soporta toda afirmación de las instituciones educativas de cara a las demandas de la diferencia cultural. No hay una institución educativa que no contemple la inclusión o que no sostenga que trabaja sobre ese supuesto. Pero a la inclusión se le puede reprochar que desde allí se reformula el derecho a subalternizar, puesto que hay algo que ejerce la inclusión —incluyendo—, siendo el sujeto de la acción el referente que designa las reglas y las activa/desactiva cuando así lo requieren sus intereses. El fracaso entonces de la multiculturalidad radica en que el concepto mismo reposa en una racionalidad liberal que parte de sostener que la diferencia cultural, desde sus distintas locaciones y lugares de enunciación, habla en condiciones igualitarias. No en vano, el multiculturalismo sintetiza la posibilidad de agenciar las diferencias desde un sistema previo que las antecede y las domina, separándolas unas de otras para debilitarlas políticamente. Una consecuencia de ello sería que, por lo mismo, no se trata tanto de construir diálogos horizontales entre todas las formas de la diferencia —incluyendo la condición del blanco como una diferencia y no como el lugar universal que incluye a lo otro—, sino de conservar el privilegio de administrar las diferencias con respecto a los valores, prejuicios y formas de conocimiento eurocéntricas. Es decir, perpetuar la hegemonía de un grupo sociocultural con respecto a los otros.

La multiculturalidad niega el enrarecimiento que sufren algunos sujetos marcados y que hacen que la palabra que de allí se desprende no pueda circular o transitar con los mismos privilegios que circula la palabra articulada desde los lugares pretendidamente universales. De este modo, el hombre negro del que aquí se habla no puede articular ninguna palabra que denuncie su opresión, puesto que la igualdad es lo que se decreta y escrito está. Luego ¿de qué opresión se podría hablar? En tal caso, se le dirá, en todas partes está consignado que en Colombia los seres humanos son libres y no pueden ser sujetos de discriminación. Además, ¿de qué desigualdad puede hablar un hombre, si por principio, todas las ventajas las porta sobre sí el hombre como sujeto universal?

Interculturalidad o trastocar la educación

El presente trabajo no fue motivado con la idea de mostrar un caso y particularizar desde allí lo que acontece en una institución educativa. Antes bien, la idea consistía en mostrar desde lo particular un estado de la cuestión que podría ser representativo, en buena parte, del subalterno en Colombia. La urgencia que aquí se mueve está ligada a cuestionar los tópicos aceptados y, tal vez, propiciar inquietudes para elaborar lecturas interculturales que se ocupen de las opresiones no contadas, de los lugares comunes no refutados y de la tranquilidad desde la cual, por ejemplo, las instituciones educativas piensan que en sus centros no producen/reproducen la violencia social y cultural. Pensar la educación y los contextos escolares es un asunto clave y prioritario si se persigue el interés de descolonizar el pensamiento y promover diálogos horizontales entre las diferencias que constituyen un país. Al respecto, Rojas y Castillo manifiestan que:

Dado el lugar de la educación y la escuela en los procesos de integración–exclusión, parece evidente que éste sea uno de los elementos centrales de los proyectos políticos de los grupos étnicos que, como parte de sus programas de acción política, han incluido un conjunto de demandas relacionadas con las características del currículo, los maestros y la administración del sistema, algunos de los cuales han sido incorporados en los programas oficiales (2007:17).

Si el proyecto del multiculturalismo reabsorbe la diferencia, incluyendo/mostrando su potencial comercializable, mientras conserva en su centro las reglas para sojuzgarlas diferencias en el momento que le sea preciso, la interculturalidad desde los movimientos sociales y subalternos no solicitaría la inclusión, sino la reformulación de los marcos y los esquemas de inteligibilidad que han justificado la opresión que se ha ejercido sobre algunos grupos étnicos y sobre los otros cuerpos. Inclusión sin reformular esos marcos y esquemas de inteligibilidad es una mascarada que desplaza los modos como se ejerce la opresión, desplaza los modos pero no anula la opresión misma. El multiculturalismo funciona como una gran fiesta neocolonial refundadora: otra vez el descubrimiento. Una diversidad que, concebida en esa relación saber/poder colonial, asesina la supuesta diferencia reconocida, pues la incluye con respecto a los fines de los Estados nacionales. Dicho de otro modo, el multiculturalismo es el pliegue solapado que celebra su legítima pertenencia a un orden neoliberal, celebra la objetivación de una diferencia que puede ser canjeable: la exótica y rentable rareza de lo otro.

El trato que la interculturalidad ha recibido en los ámbitos educativos, no pocas veces se reduce a la exposición antropológica de corte hegemónico, donde se muestran el folclor, las costumbres y los usos que trazan la diferencia con respecto a lo blanco. No obstante, esta exposición renuncia/evita realizar una crítica social en torno al conocimiento —cómo se produce y desde dónde— y contra las prácticas pedagógicas que mantienen la subordinación. Más cómodo, dentro de un proyecto unificador, es mantener esa subordinación mediante la estrategia de sostener que hay que incluir la diferencia porque si no se incluye, ¿qué podrá ser de ella?15 En contraste con la mirada condescendiente, Walsh (2007: 52) sostiene que".. .la interculturalidad señala una política cultural y un pensamiento oposicional, no basado simplemente en el reconocimiento o la inclusión, sino más dirigido a la transformación estructural sociohistórica".

La resistencia no sería un ejercicio de oposición por el mero gusto de oponerse. La resistencia es un esfuerzo por re–escribir la historia y modificar los efectos que ella ha ejercido sobre los sujetos sometidos, degradados o marcados. Ahora, re–escribir la historia no consiste en construir teorías generales de la cultura, sino en poder teorizar las múltiples formas como el cambio puede producirse. Por ende, más que conceptos como transición, progreso o evolución, se requieren conceptos o metáforas que aludan radicalmente a la crisis, la ruptura, el enfrentamiento y las relaciones de fuerza comprometidas con las transformaciones (Spivak, 1997). En ese sentido, no se trata de suponer que la subalternización por motivos de raza, género y sexualidad son problemas que ceden gracias a la evolución y al progreso. Suponer algo así sería negar el papel fundamental que tiene el enfrentamiento social y cultural entre distintas fuerzas para producir el cambio. De lo anterior se sigue que la interculturalidad es un esfuerzo por descolonizar el pensamiento y las prácticas sociales, no simplemente desde el acto jurídico que instala decretos, sino también descolocando/ trastocando las estructuras que mantienen la desigualdad. Garcés (2007: 119) propone una interculturalidad:

...que logre subvertir las estructuras coloniales y renueve las estructuras mismas del modo como concebimos e implantamos la democracia entre nosotros. Estas transformaciones podrían implementarse en la medida en que las voces de los pueblos indígenas y afros, las mujeres y los homosexuales/lesbianas dejen de ser subalternizados por los discursos hegemónicos centrados en la democracia liberal, que no puede responder más que a los intereses del proyecto criollo/mestizo.

Tal vez para remover y subvertir las formas de la opresión colonial —y a la colonialidad misma—, habría que seguir a Garcés en lo que él denomina como plataformas comunes de acción, lo cual no implica la formación de guetos o atrincheramientos —raciales, étnicos, sexuales o de género—. Para el caso de la educación esto podría significar varias cosas: en primer lugar, que la relación interculturalidad/currículo debe escapar a la tentación de hacer ajustes a un sistema de representación previo que incluye a lo otro que, ahora, se le va a permitir hablar. Esa diferencia a la que se dice se le va a permitir desplegarse y mostrarse, bajo esos términos, no es más que una diferencia que se sigue constituyendo como diferencia subalterna. La relación interculturalidad/currículo, en una perspectiva crítica, tendría que cancelar los lugares que asignan lo otro que hay que conocer/lo otro diferente que ahora habla. Más bien, esa relación tendría que alterar toda la política de la representación y reescribir las relaciones entre el conocimiento, lo enseñable y las formas de racionalidad. Tiene que, por obvias razones, comprometerse con una mirada antropológica e histórica que le permita leer el carácter simbólico y la situación temporal en la que se ha decidido que determinados sujetos o grupos van a constituir lo otro que hay que marginar, enfrentar, estudiar o integrar.

En segundo lugar, si se acepta que la interculturalidad es mucho más que las expresiones visibles de una diversidad folclórica y autoevidente, que la política multicultural objetiva y gustosamente rentabiliza, se tendría que acoger que lo intercultural, más allá de esas evidencias que siempre muestran a los otros, se encuentra en las relaciones que cobijan y rigen las vidas de todos. Relaciones que, silenciosamente, pueden perpetuar la subalternización y la inferiorización que se acepta como natural y necesaria para el buen funcionamiento y el beneficio del cuerpo social.16

Si bien se podría sostener que la diferencia es el todo, en tanto cualquier expresión humana es, de por sí, diferente, cuando unos sujetos o un grupo en particular asume la tarea de construir designaciones, definiciones e identidades para producir conocimiento, saber y formas de relaciones sociales, no lo hacen desde una posición neutra. La diferencia es transformada en la distinción entre lo nuestro y lo de ellos (Sarup, 1999). Ellos son lo otro con respecto a unos lugares de la enunciación que marcan y deciden lo que los otros pueden ser. En este sentido, la distinción que enfatiza los lugares para lo nuestro y lo de ellos siempre es una autorización para que lo primero domine sobre/contra lo segundo. De cierto modo, si lo inicial consiste en descalificar a los sujetos marcados: los otros, lo siguiente implica, necesariamente, negarles las facultades para representarse a sí mismos, para decidir sobre sí o para gobernarse. La fuerza que marca y que domina las condiciones de la representación saben mucho mejor qué es lo propio de los sujetos marcados, qué es lo que de ellos se espera y qué es lo que ellos necesitan. Las fuerzas sociales y culturales que producen/construyen las representaciones de los hombres negros —y de los homosexuales, por ejemplo—, no provienen, todo el tiempo, de los mismos negros, sino de las fuerzas que tienen el control de las interpretaciones que deben circular y perpetuarse. De ese modo, no son los hombres negros —ni los homosexuales— los que se representan a sí mismos, sino que son las fuerzas sociales las que los hablan, los describen y los definen, porque con dichas fuerzas se sabe más y mejor lo que esos sujetos ingobernables son capaces de hacer y cómo hay que enfrentarlos.17

 

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NOTAS

1 El autor agradece las oportunas sugerencias hechas por los profesores María Esther Aguirre Lora, Andrés Klaus Runge y Richard Mangas. También agradece a la UNAM, concretamente al IISUE (Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación) y el PUEG (Programa Universitario de Estudios de Género), espacios donde realizó su estancia doctoral en el año 2010.

2 Medellín es la ciudad capital de la provincia de Antioquia. A su vez, es la segundad ciudad en importancia dentro de Colombia. Tradicionalmente, dicha provincia se ha concebido como una región donde el mayor aporte al mestizaje racial fue recibido por colonos blancos, de origen vasco, castellano y andaluz (como un aspecto en disputa, aunque demostrado, se citan los aportes de judíos españoles o sefarditas), ante la ausencia de grandes poblados de indígenas. Por lo mismo, la población candidata a ser reconocida como lo más propio de la "antioqueñidad" es representada y se representa a sí misma como blanca. Adicionalmente, la provincia de Antioquia produjo, en el siglo XIX y comienzos del siglo XX, su propia colonización. Colonos antioqueños, descritos básicamente como campesinos de raza blanca, se diseminaron a lo ancho de una buena porción del territorio colombiano, en lo que se ha dado en llamar la gran gesta colonizadora del espíritu paisa. Gesta reconocida como una empresa de caminos (Santa, 1994), que indefectiblemente fue la gran contribución para que el café se constituyera en el producto que puso a Colombia en la esfera geomundial.

3 No hablamos de interseccionalidad (Rich, 1999; Hall, 2003) para referirnos a esa reunión de raza, género, sexualidad y clase social. Lo que actúa, a nuestro entender, es una suspensión virtual en la que un sujeto, que depende de la mirada de los otros para ser humanamente inteligible, puede devenir en tanto que distintas marcas sociales. Ahora bien, no deviene en una especie de bloque o clausura para la mirada ajena; no hay una sutura, ni un intercambio que produzca una interseccionalidad en la que todas las marcas ejercidas en el cuerpo aparezcan activas, sino que lo que verdaderamente actúa es el ejercicio "cosificador" que sujeta lo humano a virtualidades que, dependiendo del contexto o de la situación histórica, pueden volver relevantes, por ejemplo, la raza y la sexualidad, dejando suspendidas —o virtuales— otras marcas sociales.

4 Aunque podría solicitársele a este trabajo que se centrara exclusivamente en la relación raza y género, es imposible coincidir con dicha solicitud sin entrar en relación con asuntos que se refieren a la sexualidad. Se habla, por ejemplo, de la subalternización del hombre negro como se puede hablar de la subalternización de los homosexuales, al parecer temas muy diferentes pero que tienen en común no estar representados dentro de los ideales regulatorios; para el caso: ni los hombres negros, ni los homosexuales han podido aspirar a ser el universal a través del cual los Estados nacionales postcoloniales imaginan su futuro y su civilización. Ahora bien, la raza y el género aparecen aquí como categorías que funcionan entrecruzadas con la sexualidad.

5 Con respecto a la relación política/educación, Zuluaga sostiene que: "La pregunta por el tipo de hombre que buscó formar la escuela, por los fines sociales asignados a la enseñanza y la educación, por los saberes seleccionados por el Estado o por él sancionados, la delimitación de los sujetos de saber que actúan en las prácticas de saber y en la enseñanza, nos sitúan de hecho ante la relación entre la práctica política y la práctica pedagógica" (Zuluaga, 1999:105).

6 La educación (y la escuela) "descubre" el sujeto que ella previamente se ha esforzado por fabricar. No se duda que el sujeto de la educación, efectivamente, es un sujeto que la escuela descubre... Lo descubre porque ella ha puesto todo de sí por elaborar ese sujeto allí donde lo busca.

7 Con respecto a lo anterior, parece ser que una cosa es lo que se registra en los modelos pedagógicos que se muestran a los evaluadores, y otra muy distinta es lo que, como prácticas cotidianas, expone el real talante de lo que se tiene por horizonte pedagógico. En este sentido, un modelo bien puede hablar de la igualdad o del valor de la diferencia cultural y, sin embargo, desde las prácticas implantar una mirada sancionadora a lo que no se ajusta a los ideales normativos de una cultura. Ejemplo de ello se puede encontrar en instituciones educativas que relanzan todo el tiempo el respeto a la libertad de culto, mientras entronizan desde lo iconográfico y las actividades "opcionales" el credo a María Santísima, al Sagrado Corazón, a la Santísima Trinidad, al Niño Jesús de Praga y demás invocaciones cristianas. Es decir, dentro de tanta diversidad no hay cabida para otros cultos —excepto en el material empastado que sirve como presencia del modelo pedagógico que, en todos los casos, dice ser incluyente—.

8 Notas obtenidas de la conversación sostenida con una directiva docente de la institución mencionada. El resaltado es nuestro.

9 Indagando un poco más, en dicha institución educativa, por la diferencia racial, algunas maestras señalaban que allí habían estudiantes/mujeres/negras que tenían a la institución por casa —aspecto que debería tomarse por argumento en favor de que "¿racismos aquí?... para nada"—. También se señaló que".. .aquí hay estudiantes... así, de color, de piel morenita y es como si nada". Supongamos —dudando— que el "como si nada" valiera por un definitivo no al racismo contra las mujeres negras en dicha institución. Sin embargo, ese "como si nada" no resuelve la compleja relación que allí se establece entre raza y género cuando el género es lo que marca a un hombre negro. Se decía que el presente trabajo es válido para pensar la opresión que se sigue ejerciendo por razones de raza —y género, aunque ahora el género no es lo que marca, necesaria y exclusivamente, a las mujeres—. No obstante, este trabajo también señala, de soslayo, que la lucha por bloquear la opresión, en este caso de las mujeres, es una lucha que puede encubrir la discriminación racial y que olvida la opresión ejercida sobre los homosexuales y las lesbianas. Muy bien se puede hablar de liberar a las mujeres de su opresión, mientras se mantienen de fondo presupuestos racistas y homófobos.

10 De hecho, muchas mujeres que ardieron en la hoguera y que fueron acusadas de tener relaciones sexuales con el diablo"... describían su pene como de color negro" (Friedman 2007:125).

11 Una amenaza similar se le adjudica a los hombres homosexuales, porque se ha presumido de que ellos son capaces de borrar las fronteras raciales y políticas; de tal manera que los homosexuales podrían amar a los negros o dejarse seducir por los comunistas y entregar a la Nación si su deseo desmesurado e irracional se los solicitara.

12 Los ejecutores del linchamiento, tanto los que comerciaban con ello como los que juzgaban necesarios esos actos ejemplarizantes, se presentaban a sí mismos como hombres de Dios. Muy presente estaba que Yahvé había ordenado al hombre gobernar sobre todas las criaturas; claro estaba que la humanidad del hombre negro era dudosa. La historia hispánica también cuenta con sus particularidades. Se tiene, por ejemplo, a fray Bartolomé de las Casas como alguien que defendió a los indios del maltrato inhumano que sufrían en manos de los cristianos españoles, pero simultáneamente Las Casas proponía, para evitar tal maltrato, incrementar la mano de obra esclava y negra traída del África para así, por fin, otorgarles un trato humano a los indios. Queda esa anécdota para la historia, aunque tiempo después el mismo Las Casas se retractó de lo propuesto.

13 Algo similar ocurre con Apañico homosexual (Sedgwick, 1998). El repudio por la homosexualidad es, justamente, un deseo homosexual que se sostiene mediante el proceso que lo niega y lo descalifica; es ese proceso el que mantiene su vigencia como deseo. La fascinación del pensamiento heterosexista por la homosexualidad, se conserva, justamente, en su repudio/descalificación. Negando/descalificando se experimenta un deseo/placer que se niega para la conciencia. Si hay un pánico comparable al que despierta el pene del hombre negro es el pánico histérico que se desata en las sociedades conservadoras cada que la homosexualidad masculina se hace visible. Es decir, cada que ese deseo/placer se esfuerza por irrumpir en la conciencia que lo niega para poder desearlo, las alarmas se encienden y se despierta un furor fanático en algunos sujetos que buscan defender una heterosexualidad, de la que ellos probablemente dudan, al sentirla permanentemente amenazada.

14 Cuando se trata de los niños y las niñas, y levantadas las alarmas del escándalo histérico desatado por los que denuncian el abuso sexual, tornar a todos los hombres —y probablemente mucho más a los hombres negros— en potenciales abusadores/violadores de niños, niñas y mujeres, hace parte del poder de representación social y cultural que "por el bien de los niños", justifica enrarecer a determinados sujetos y grupos poblacionales en una mezcla de buenas intenciones —proteger— y de violencias ejercidas a través del poder de representación que define quiénes son los sospechosos de cometer delitos. Para el caso en cuestión, aceptado que el hombre negro tiene un sexo y una sexualidad temida —tanto como deseada—, las fantasías histéricas se presentan como argumentos y datos objetivables de la peligrosidad que hay que prevenir y conjurar, a través de la proliferación de prejuicios sobre los hombres —en general— y particularmente sobre los hombres negros. De alguna manera, el escándalo histérico lo que termina sosteniendo es que: "muy malos son los prejuicios, pero mucho peor es no tenerlos". Concretamente, se está afirmando que "el niño" y "la mujer" son dos metáforas/conceptos con un uso radicalmente instrumental cuando se trata de manipularlas en función de descalificar cualquier raza/sexualidad no blanca y no heterosexual. Como se ha dicho entonces, "por el bien de los niños" se convierte en el grito/llamado que enciende la histeria colectiva para cazar a los infractores de la raza y del sexo.

15 ¿Incluiro o de cómo enseñar al subalterno a imitar al amo?

16 José Luis Grosso en su magistral ensayo Un Dios, una raza, una lengua. Conocimiento, sujeción y diferencias en nuestros contextos interculturales poscoloniales, sostiene que somos más interculturales de lo que estamos tentados a aceptar y, sin embargo, la interculturalidad misma no sería la solución definitiva, puesto que habría que desenterrar la interculturalidad enterrada y amordazada por la violencia simbólica que, si se quiere, reposa en el lema: "Un Dios, una raza, una lengua". Sobre la base de ese silencio que a gritos clama/impone: no tocarás a mi Dios, ni a mi raza, ni a mi lengua, puesto que sólo a ellos habrás de adorar, se entabla la violencia simbólica que no tolera a los unos con los otros. Un Dios, una raza, una lengua es la declaración de una guerra que no cesará hasta que por fin cumpla con el propósito de adormecer todas las diferencias bajo el repetitivo y pavoroso canto de/a lo mismo. "Que me perdonen la escuela, la academia, la universidad y las demás iglesias, que me perdonen los creyentes, que me perdone Dios, pero el problema es el monoteísmo que nos impone la unidad —hiriente, sofocante, ilusoria—, monocultural, monolingüe y monológica. Hasta que no nos desconvirtamos en politeístas y nos volvamos a la comunidad de nuestros dioses locales —indios, negros y mestizos—, hasta que no nos hallemos unos con otros y conversemos con las cosas, devolviendo la fe a la intemperie de las incertidumbres, el conocimiento y la lengua a la acción, el poder a sus transformaciones, y el sentido a las afueras de la objetividad institucionalizada, no estaremos a salvo, para que realmente pase algo en nuestras relaciones interculturales y no perpetuemos en los cuerpos y en las voces de las diferencias el voraz monumento poscolonial de lo mismo" (Grosso, 2006:63–64).

17 Con respecto al tema aquí elaborado, vale la pena mencionar que los hombres negros, a lo largo de la historia, también han encontrado formas de resistir su opresión a través de la rebelión, el cimarronaje y los palenques. Tampoco pretendemos situarlos en el lugar de la "víctima", sino cuestionar las condiciones de unas luchas desiguales por la representación. Para finalizar, nos sirve recordar a Freire cuando sostenía que el subalterno idealiza al opresor (y en él tiene su versión de lo humano). Fanon, por su parte, señalaba que el negro no quería ser particularmente un blanco, el negro lo que deseaba era el lugar del amo. Vemos, pues, que la misma historia colombiana que señala una serie de injusticias ejercidas por razones de raza y género contra el hombre negro, también nos proporciona la memoria de hechos, descritos por Meló (1978) y Jaramillo (2001), donde aparece el negro actuando con superioridad y crueldad con respecto a los indígenas. Concretamente, ilustran casos de violencia sexual y explotación, con lo cual los negros reproducían contra los indígenas toda la humillación que el blanco ejercía sobre sus cuerpos y conciencias. Queremos sugerir, entonces, que el proceso de humanizar(se) tiene como contracara la destrucción de otras "figuras de la vida" que no alcanzan a ser reconocidas como humanas. No pocas veces, como sugería Witting (2006), se cambia el sexo (para el caso del matriarcado) o la raza de los opresores, pero no se destituye la opresión.

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