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Comunicación y sociedad

versión impresa ISSN 0188-252X

Comun. soc  no.17 Guadalajara ene./jun. 2012

 

Reseñas

 

Construcciones cinematográficas de la Revolución Mexicana

 

Elissa J. Rashkin1

 

Sánchez, F. & García, G. (Eds.). (2010). La luz y la guerra. El cine de la Revolución Mexicana. México: CONACULTA, 688 pp.

 

1 Universidad Veracruzana, México. Correo electrónico: elissara@yahoo.com

 

En las conmemoraciones del centenario del inicio de la Revolución Mexicana, el cine jugó un papel sobresaliente. Exposiciones, ciclos de películas, artículos y libros subrayaron la importancia del medio cinematográfico en la construcción de los imaginarios sociales acerca de este acontecimiento histórico. La luz y la guerra. El cine de la Revolución Mexicana, editado por los investigadores coahuilenses Gerardo García Muñoz y Fernando Fabio Sánchez, se suma a este esfuerzo conmemorativo; pero lejos de ser una recopilación de información ya demasiado conocida, nos acerca al tema revolucionario a través de una perspectiva crítica y nos invita a verlo con nuevos ojos.

El argumento central del libro es que la narrativa cinematográfica de la Revolución es una construcción ideológica cuyo desarrollo podemos trazar a través del tiempo, y que tiene un principio, un medio y un fin o, en las palabras que emplea Fernando Fabio Sánchez en la introducción, "su etapa de desarrollo, ensamblaje y coherencia simbólicos" y luego otra etapa de "desintegración" (p. 14). Paralela a otras construcciones como el muralismo y la novela de la Revolución, ésta surge no durante sino después de la Revolución misma, cuando se asienta la necesidad de darle legitimidad al Estado y a las estructuras políticas y sociales resultantes del conflicto. Pero no habla de un cine incondicionalmente al servicio del Estado, sino de encuentros y desencuentros entre el Estado, los creadores y las condiciones de producción y mercado, propias de la industria cinematográfica. El libro, en el cual colaboran tanto investigadores de reconocida trayectoria como Aurelio de los Reyes, Jean Franco y Julia Tuñón, como otros de una nueva generación, reúne estudios de algunos de los más notables de estos encuentros y desencuentros, que en su conjunto nos llevan a una renovada apreciación tanto del cine mexicano como de la historia mexicana del siglo XX en sus diversas manifestaciones simbólicas y culturales.

En el preámbulo que establece el tono crítico del libro, el director Felipe Cazals opina que los caudillos de la Revolución, en lugar de responder a las exigencias del pueblo, se ocuparon de inmediato de repartir el pastel. Compartiendo el diagnóstico ofrecido desde hace unas décadas por la historiografía llamada revisionista –la que da más peso a la continuidad que al cambio–, Cazals alude a la esperanza, por supuesto frustrada, de encontrar en el cine una perspectiva crítica. Sin embargo, menciona algunas películas excepcionales, cuyos títulos aparecerán una y otra vez a lo largo del libro: La sombra del caudillo, de Julio Bracho; El prisionero 13, El compadre Mendoza y Vamonos con Pancho Villa, de Fernando de Fuentes; ¡Que viva México! de Sergei Eisenstein; La soldadera, de José Bolaños; y Reed, México insurgente de Paul Leduc. Son precisamente estas películas, analizadas con lucidez en varios capítulos, las que nos hacen entender la industria cinematográfica no simplemente como aparato ideológico del Estado, sino como sitio de conflicto, contradicción y negociación entre diversos actores e intereses.

El libro, a pesar de ser una obra colectiva, sobresale por su adherencia a un hilo conductor que nos permite leerlo casi como si fuera de un solo autor. Entre la variedad de temas presentados, cada lector tendrá sus preferencias; aquí me limito a destacar tres capítulos que me parecen especialmente útiles, tanto para el historiador especializado como para el estudiante que apenas se adentra en el tema. El primer capítulo, escrito por Fernando Fabio Sánchez, trata del documental mexicano desde 1896 hasta 1917, una época previa a la construcción de la gran narrativa ya mencionada. Sánchez muestra que en sus origenes, el cine mexicano tenía una relación estrecha con el gobierno de Porfirio Díaz. el cual mantenía un estricto control sobre los medios de comunicación. Sin embargo, ya estallada la Revolución, no fue difícil para los productores convertirse en voceros del mandatario en turno, y más allá de eso, convertir el mismo conflicto armado en un producto comercial cuyas imágenes podían vender en una variedad de contextos.

El cine mexicano, entonces, todavía en su infancia, vuelve a nacer con la Revolución, y ésta se convierte en uno de sus temas centrales a lo largo del siglo. Pero como Sánchez explica con claridad, las imágenes visuales de la Revolución no tenían un significado fijo, sino que fueron resignificadas una y otra vez, primero durante el conflicto, cuando los productores veían la necesidad de convertir al bandido de ayer en el héroe de hoy y viceversa, y después cuando las mismas vistas fueron utilizadas para tejer narrativas más largas, como es el caso de Memorias de un mexicano, documental editado por Carmen Toscano en 1950 con base en vistas filmadas por su padre Salvador Toscano y otros realizadores de la época. Este documental, dice Sánchez, "propone las imágenes como la base de una narrativa en la cual se haya el significado estable y cerrado de los acontecimientos históricos" (p. 59), cuando, en realidad las imágenes obedecen otra lógica determinada por los intereses políticos, comerciales y, en algunos casos, artísticos del momento.

El capítulo intitulado "Más antiguo que su patria: Pancho Villa, el (anti) héroe revolucionario de la cinematografía nacional", escrito por Sánchez y García, es igualmente iluminador en su disección de los procesos de escribir y reescribir la historia nacional. Aquí llama la atención lo reciente que es la transformación de Pancho Villa en héroe de esta historia, pues después de la Convención de Aguascalientes y la ruptura entre las facciones carrancista, villista y zapatista, Villa no fue visto así, sino que, en la prensa carrancista, ya convertida en prensa dominante, fue representado como primitivo, violento, corrupto y casi sub–humano.

Esta imagen se fue modulando con el fin del conflicto armado y con el asesinato de Villa en 1923, pero no fue hasta los sexenios de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez que se inició la rehabilitación oficial del Centauro del Norte. Antes de eso, la figura de Villa jugaba un papel importante en el cine, pero siempre bajo condiciones bastante selectivas y limitadas.

Desde un principio, Villa tenía un papel estelar en las películas estadounidenses sobre la Revolución, no sólo porque su terreno de actividad, el árido norte, coincidía con una imagen preexistente de México, sino también porque el personaje "Pancho Villa" parecía ser congruente con los estereotipos del mexicano promovidos en el cine de ese país. En los años treinta, Villa empezó a aparecer en el cine nacional como protagonista de la Revolución, al mismo tiempo que ésta iba siendo reconfigurada en términos del gran mito nacional/patriarcal. Villa se convierte en "un prototipo de masculinidad"; no obstante, es sólo por medio de una apropiación muy selectiva de la historia que puede ser asimilado como héroe nacional. Este capítulo, fundamentado en lecturas detalladas de películas, nos muestra los procesos por los cuales "Villa es devorado por la Revolución institucionalizada y pasa a ser uno de los reflejos de la naciente hegemonía" (p. 191).

Otro capítulo sobresaliente es el de Héctor Domínguez Ruvalcaba, "Remitidos al silencio: los filmes censurados de la Revolución y La sombra del caudillo de Julio Bracho", el cual explora los límites de lo que se ha podido decir en el cine, y lo que no, respecto de la Revolución Mexicana. Enfocándose sobre todo en la versión fílmica de La sombra del caudillo, realizada por Julio Bracho en 1960, pero no exhibida hasta 1990 debido a la censura explícita por parte de las autoridades militares, Domínguez pregunta, en primer lugar: ¿por qué la película fue censurada mientras en la misma época, la novela de Martín Luis Guzmán seguía siendo ampliamente distribuida, y su autor era objeto de reconocimientos por parte del mismo gobierno? La respuesta, argumenta, tiene que ver con las diferencias entre los dos medios, diferencias no tanto materiales sino sociales. En el mundo de las letras, la diversidad de puntos de vista es tolerada, ya que el consumo de la literatura es una práctica cultural bastante limitada; mientras el cine, como hoy en día la televisión, ha sido un medio masivo de gran importancia en la formación de imaginarios sociales. Por eso las representaciones fílmicas que critican demasiado el régimen en turno llegan a ser vistas como amenazas al orden social, o más bien, como dice el autor, a "un Estado que funciona como una burocracia que administra la historia y su puesta en escena" (p. 342).

La base teórica de este capítulo es foulcaltiana: la censura, argumenta Domínguez, no simplemente reprime, sino produce. Al reprimir ciertas imágenes de la Revolución, el Estado da validez y legitimidad a otras versiones donde, por ejemplo, los soldados son hombres ejemplares y la corrupción no entra como factor ni en la política ni en el trato cotidiano. En esta narrativa, hay un antes, el pasado oscuro del Porfiriato; una sacudida violenta y, a través de ella, el renacimiento de una nación moderna donde hay armonía y paz entre los sectores sociales, unidos por los valores comunes de familia, Iglesia y nación. El autor es contundente en su interpretación de la función social del cine mexicano en el siglo XX:

La censura impone una ficción de lo nacional. Entretenimiento obligado, ritual colectivo, ir al cine para el gran público ha de interpretarse como un evento a donde va a imaginarse a sí mismo en el espectáculo de la nación y con ello estará forjándose el Estado burocrático totalitario. La masa se siente orgullosa de su imagen exaltada, sin fisuras históricas que la perturben, tal es el efecto de la comedia ranchera, adormecida en la fiesta perpetua de la patria (p. 349).

El problema con esta interpretación, no obstante su elocuencia descriptiva, es que no da la más mínima agencia al espectador. De hecho, la audiencia, en su papel creador de significados, está casi ausente a lo largo de este libro, y aunque esta ausencia es comprensible dado el enfoque sobre imágenes y narrativas, pregunto hasta qué punto es válido entender al espectador sólo como receptor pasivo de mensajes impuestos desde arriba. Podemos pensar en usos populares de la imagen de Villa, por ejemplo, que claramente entran en conflicto con las versiones dominantes descritas en el capítulo antes mencionado, o imágenes populares de Zapata que siguen inspirando diversas acciones rebeldes hasta la fecha.

Si bien la historia nos da abundante evidencia para apoyar la afirmación provocadora de Domínguez Ruvalcaba, "El Estado totalitario mexicano ha de entenderse como una higiene social que paraliza los agentes de riesgo, purifica los excesos y disciplina las colectividades" (p. 351), al mismo tiempo hay que reconocer que estas estrategias disciplinarias no siempre funcionan. Por ello vale la pena reflexionar sobre las prácticas culturales contra–hegemónicas, resistentes, o simplemente en este caso, otras maneras de experimentar un texto cinematográfico más allá de la absorción directa de un mensaje didáctico o pedagógico. Sin embargo, a pesar de estas dudas, este capítulo resulta ser uno de los más interesantes del libro por su efecto provocador, su lenguaje fuerte, sus señalamientos respecto a la censura, y porque destaca el papel preponderante del poder militar en la historia de este país, un papel que –a pesar de su creciente visibilidad durante el presente sexenio– muchas veces pasa inadvertido.

El título del libro, La luz y la guerra, invoca otro binomio, luz y sombra, palabras que refieren a la esencia material de la cinematografía. Al sustituir la palabra sombra por guerra, los editores parecen sugerir que hay algo primordial en la guerra que se ha convertido, a lo largo de un siglo, en material básico del cine mexicano. Al mismo tiempo reparamos en la simbiosis inherente de los términos, pues la sombra es producto de la luz, no existe sin la luz: condición básica de la fotografía y del cine. Entonces, si la luz y la guerra son opuestas complementarias, no sorprende que la Revolución haya sido tema predilecto del cine mexicano durante casi toda su existencia. La pregunta sería, ¿de dónde vendrá la luz? Considerando la condición precaria de la nación plagada de violencia e inseguridad un siglo después del inicio de la insurrección maderista, tal vez no sea tan fácil encontrar una respuesta adecuada. Pero si entender los procesos históricos nos ayuda a intervenir positivamente en ellos, entonces este libro, con sus lúcidos y críticos análisis, se ofrece como valiosa herramienta.

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