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Signos filosóficos

versión impresa ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.13 no.26 Ciudad de México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

El trasfondo espiritual de nuestros racionalismos. O sobre el preciso punto en el que difieren la modernidad más bien luterana y la genuinamente cartesiana

 

The spiritual background of ours rationalisms. Or about the precise point where a Lutheran form of modernity differs from a genuinely Cartesian one

 

Juan Carlos Moreno Romo*

 

* Facultad de Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro, juancarlosmorenoromo@yahoo.com.mx

 

Recepción: 14/06/11
Aceptación: 08/09/11

 

Resumen

Si a cierta doxa filosófico-ideológica en plena promoción le parece válido el caracterizar a todo Occidente como a esa civilización racionalista que arraiga en la revolución científica, filosófica y aun política que Descartes emblematizaría mejor que nadie, por poco que profundicemos en el análisis descubriremos que no hay uno, sino en todo caso dos racionalismos (el que en el fondo es más bien fideísta, y el que de verdad acepta a la razón), y que a este equívoco con respecto a la autocomprensión de lo que somos en tanto que civilización moderna le corresponde justamente un decisivo equívoco en la interpretación, y en la recuperación de la filosofía del Padre de la Modernidad.

Palabras clave: talante religioso, Ilustración, filosofía de la historia, razón, fe

 

Abstract

If to a certain philosophical-ideological doxa currently promoted, it seems valid to characterize the entire Western Civilization as the rationalist civilization rooted in the scientific, philosophic and even political revolution that Descartes represents better than anyone, a little exploration into the analysis reveals that there is not one, but rather two rationalisms (fideism in the background and another that really accepts reason). Furthermore, this ambiguity regarding the self-understanding of what we are as a Modern Civilization corresponds exactly to a crucial ambiguity in the interpretation, and the recuperation of the philosophy of the Father of Modernity.

Key words: religious spirit, Enlightenment, philosophy of history, reason, faith

 

Toda una serie de trabajos recientes, algunos de ellos elaborados incluso por especialistas de reconocido prestigio, y con serias y más o menos fundadas pretensiones científicas (pero sobre todo dirigidos, además, y en grandes tiradas, al gran público), se han encargado de volver a poner de relieve, en la plaza pública lo mismo que en la academia (al lado, desde luego, de otras asimismo más o menos representativas), la figura del filósofo René Descartes como gran representante del racionalismo que caracteriza a nuestras creencias, o anti-creencias comunes (como occidentales o herederos todos de la civilización Occidental), y en suma como "Padre de la Modernidad".

Y en la mayor parte de los casos esto se hace tratando justamente de confrontar, desde la reivindicación de la figura de su fundador espiritual, los valores que se supone que están a la base de nuestro racionalismo y nuestra civilización racional y democrática, con los que también se supone que los estarían amenazando, por ejemplo desde el tan denostado y tan traído y llevado (asimismo entre la academia, la política concreta y los medios de comunicación) retorno de lo religioso.

El Occidente moderno, en efecto, y por extensión el mundo occidentalizado o globalizado, se supone insistentemente que representan a la civilización de la Razón (y de la democracia, y de las ciencias modernas), por oposición al obscurantismo de antaño y a los fundamentalismos y a los fanatismos (en los más de los casos violentos, se subraya) de hogaño.

Pensadores asimismo de gran éxito editorial, como el italiano Gianni Vattimo y los franceses Michel Onfray y Luc Ferry, se esfuerzan por paliar la situación con construcciones intelectuales tales como la de una supuesta "espiritualidad laica" (a la que Unamuno le daría muy otro nombre), o un supuesto neo-epicureísmo redivivo, mientras que por su parte, desde la superfrancesa Alemania que diría Alain Finkielkraut (1987), el último Habermas (2009: 226) transige y se atreve, como subraya el sociólogo Ulrich Beck (2009: 31), a reconsiderar el lugar de la religión en el mundo proyectado (y supuestamente sustentado) por una "razón secular" cada vez más radicalmente desmentida por la historia concreta (aunque sin por ello renunciar el último gran representante de la Escuela de Frankfort a su fundamental apego, o a su creencia incluso en el subjetivismo kantiano).

Filósofo o representante de la razón por excelencia, Descartes es nuevamente invocado en nuestros días, en algunos casos incluso con preferencia a Kant, como el paladín y el baluarte, entonces, de unos valores que se piensa que es preciso reafirmar, o que incluso se considera que deben ser defendidos, por sentirlos amenazados.

En su exitosa y bien promocionada biografía de 2002, por ejemplo (Cogito Ego Sum. The Life of René Descartes), el investigador estadounidense Richard Watson abre su "Introducción" —y atrapa, o pretende atrapar a su lector— afirmando todo lo siguiente:

René Descartes, el Padre de la Filosofía Moderna, uno de los mayores genios matemáticos que han existido, puso los cimientos de la preponderancia de la razón tanto en la ciencia como en los asuntos humanos. Desacralizó la naturaleza y colocó al ser humano como individuo por encima de la Iglesia y del Estado. Sin el individualismo cartesiano [agrega], no tendríamos democracia. Sin el método analítico cartesiano, que descompone las cosas materiales en sus elementos primarios, nunca habríamos desarrollado la bomba atómica. El ascenso de la ciencia moderna en el siglo XVII, la Ilustración en el siglo XVIII, la revolución industrial en el siglo XIX, el ordenador personal en el siglo XX y el descifre del cerebro en el siglo XXI [afirma], todo ello son logros del cartesianismo. (Watson, 2003: 9)

Y remata su muy significativamente ligera y a la vez excesiva presentación, arguyendo que:

El mundo moderno —este mundo de alta tecnología, física matemática, calculadoras y robots, biología molecular e ingeniería genética— es cartesiano hasta la médula, pues la razón deductiva no sólo guía y controla nuestra ciencia, tecnología y acción práctica, sino también la mayoría de nuestras decisiones morales. (Watson, 2003: 9)

Si hemos de creerle, entonces, ya no sólo los franceses —lo cual ya era un abuso de talla—, sino ahora todos los hombres modernos, por serlo, somos "cartesianos hasta la médula" —o hasta el espíritu más bien, si lo tuviésemos (si el siglo XXI no estuviese a punto de demostrar por fin, según Watson, y según muchos otros con él, en la entonces harto paradójica estela de Descartes, que no lo tenemos [Moreno Romo, 2007: 48]).

Como para Voltaire, que estaba dispuesto a perdonarle sus muchos errores por el invaluable y muy señalado mérito de habernos liberado de los de los antiguos (Voltaire, 1961: 58), como para d'Alembert, que en el "Discurso preliminar" de la Enciclopedia hacía de él el "jefe de conjurados" de cuya conjura habrían nacido nuestros tiempos modernos (Gouhier, 1924: 5; Azouvi, 2002: 90), como para Condorcet, que hacía de él precisamente un hito fundamental en el camino hacia la constitución de la República francesa (Azouvi, 2002: 133), o como para Hegel, que lo transformaba en el Cristóbal Colón de la filosofía y en el superador —sobre todo— de 1 600 años de mera "teología filosofante" (Moreno Romo, 2007: 20), o como para todos esos filósofos racionalistas del siglo XIX francés, en fin, cuyos esquemas de filosofía de la historia, casi tan singulares como los de Watson, nos reseña Henri Gouhier en su todavía fundamental estudio sobre el pensamiento religioso de Descartes —para Bouillier, que hacía de él el vencedor del "despotismo intelectual"; y para Renouvier, Millet, Liard, y Cousin, que repetían más o menos lo mismo (Gouhier, 1924: 4 y ss.)—, para los novísimos "ideólogos racionalistas" de nuestros días Descartes vuelve a transformarse en el emblema de toda nuestra civilización, comprendida ésta, desde luego, desde el punto de vista de una filosofía de la historia que tiene muy poco de verdaderamente cartesiana.

Pues bien, ese viejo vicio que consiste en superponer a la filosofía, o a la historia de la filosofía, una determinada filosofía de la historia —tanto más fácil de creer, o de hacer creer, que lo que busca es precisamente la legitimación de los prejuicios en vigor—, parece que se ha vuelto de repente a poner de moda.

Si Bouillier hacía de Descartes el heredero de filósofos como Bruno, Ramus, Pomponazzi o Vanini, admitiendo incluso que el Descartes histórico (el que realmente existió, y pensó) "ignoraba hasta el nombre de la mayor parte de ellos" (Gouhier, 1924: 6), Watson no tiene ningún empacho en atribuirle sus propias ideas:

Lo más irónico [escribe todavía en su Introducción] es que Descartes nunca tomó en serio el problema de la certidumbre. Nunca creyó que pudiéramos tener un conocimiento cierto del mundo circundante; es más, nunca se preocupó por ello. En cuanto a los engaños de Dios [prosigue], sostenía que la hipótesis del demonio es metafísica e hiperbólica, lo cual significa justo lo que ustedes piensan. Sería muy imprudente dudar de la existencia de Dios, y sería obtuso en grado sumo afligirse por no tener una verdad cierta cuando debemos ganarnos el sustento. Para la existencia de Dios, tenemos la fe. Para los asuntos prácticos, siempre nos las hemos apañado con un conocimiento probable, y siempre lo haremos. (Watson, 2003: 15)

En lo que se deja ver, no sólo que lo que de verdad pensó Descartes tiene al destacado especialista —y al autor de su harto ponderada biografía— sin el más mínimo cuidado, sino además, lo que acaso sea más interesante, que por poco que ahondamos en el asunto descubrimos que no hay una, sino diversas modernidades, y que la del desenfadado y en sus primeros gestos harto voltaireano profesor Watson es a fin de cuentas una modernidad al mismo tiempo escéptica y religiosa, y para más y más precisas señas fideísta (como la de Richard Popkin [1983]), lo cual es por lo demás bastante coherente para alguien de cultura protestante como él.

De modo que ya podemos adelantar una primera conclusión pues, como deja bien asentado el pasaje que acabamos de citar, el trasfondo espiritual del supuesto racionalismo del harto ilustrado profesor emérito de la Washington University in St. Louis es, en este caso, el protestantismo, como él no se cansará, por lo demás, de dejárnoslo ver a todo lo largo de su extenso y muy ameno libro, en el que se esmera muy curiosa y harto significativamente en hacer de Descartes mismo un protestante oculto o enmascarado (Moreno Romo, 2010: 292 y ss.).

Aparentemente la misma en su superficie, o en su bien cortado y bien planchado traje racionalista, o ilustrado, esta misma recuperación de Descartes, en un país católico (y anticatólico por ende) como España, ya no es la misma, ni es desde luego el mismo su trasfondo espiritual.

No viendo nada de esto, o haciendo al menos como que no lo veía, el verano del pasado 2009, desde el influyentísimo diario español El País, y con el pretexto del último (o el penúltimo ya, según me dice mi colega Daniel Barreto, del Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias) de esa serie de libros a los que antes me referí (heredero y continuador explícito, en muchos aspectos, del de Watson), y en el marco, incluso, de una verdadera campaña de ventas, y al parecer hasta de propaganda ideológica, el filósofo español Félix de Azúa asociaba a Descartes, coincidiendo en su diagnóstico con el que sobre su tiempo hace el pensador francés neo-hegeliano Marcel Gauchet, con la existencia de una civilización (supuestamente la del Occidente de allende —o de aquende, no está claro— la "fractura imaginaria" que desde su rigurosa formación popperiana denunciaba por su parte el pensador libanés Georges Corm [2002]) "al fin" emancipada de Dios y de lo religioso.

Gracias a la duda metódica del en efecto todavía católico René Descartes, escribe de Azúa:

Occidente sería la primera cultura mundial que probaría a sobrevivir con sus solas fuerzas y sin la ayuda de ningún Dios, al que se apartaba de la vida razonable por si las moscas. Aún no lo hemos logrado del todo [anota, muy a la moda, el articulista]: Dios sigue atacando con furia, ahora disfrazado de musulmán. (Azúa, 2009: 25)

Desde una posición, entonces, radicalmente progresista e ilustrada, y desde luego creyendo tomar —racionalista él— el partido de la razón, Félix de Azúa saludaba entusiasta el libro Los huesos de Descartes. Una aventura histórica que ilustra el eterno debate entre fe y razón, del también periodista y filósofo Russell Shorto, sin caer en la cuenta de que el articulista del New York Times en el fondo no comparte su mismo concepto de Revolución o de Ilustración.

Si es verdad que, un poco a la manera o en el sentido mismo de la filosofía de la historia en la que se apoya de Azúa (pero aplicándole, en el fondo, una máscara tal que más bien la desenmascara), Shorto se refiere a Descartes (y a sus "reliquias") como a una suerte de Cristo de la Modernidad (Shorto, 2009: 85), también lo es que se deslinda de la Ilustración a la francesa que profesan nuestros progresistas castizos, y nos recuerda que el mundo anglosajón, y el estadounidense en particular, tiene su propia Revolución y con ella su propio ajuste de cuentas con la religión, que en su caso ya no es la católica, y frente a la que no se da entonces una oposición tan virulenta.

No se quemaron iglesias en Bunker Hill, ni en Yorktown [escribe en su citado libro]. Vista desde esa perspectiva [concluye], la independencia de Estados Unidos fue la expresión plena del ala moderada de la Ilustración, que hacía hincapié en el orden, la armonía y el equilibrio entre fe y razón. (Shorto, 2009: 110-111)

Es una postura naturalmente muy interesante, pero debemos apresurarnos a decir que las cosas no son tan simples, y que en los tres autores citados salta a la vista la ausencia de un conocimiento teológico medianamente exacto. Lo que de paso puede servirnos de sobrada justificación para la búsqueda y aplicación de dicho conocimiento, que hace poco más de un siglo ya echaba de menos Unamuno en la cultura general de su cultísimo y curiosísimo amigo Ángel Ganivet (Unamuno, 1973: 21).

Las coordenadas que clarifican la cuestión de las distintas formas de emanciparse el mundo moderno de la cristiandad —o de la Iglesia, las iglesias nacionales, y las iglesias libres— nos las ofrecen el filósofo y político italiano Marcello Pera y el eminente teólogo católico (y ahora papa) Joseph Ratzinger en su libro Sin raíces. Europa, relativismo, cristianismo, islam (2004), del que por lo pronto se desprende que las Ilustraciones o Revoluciones de Occidente no habrían sido dos, sino tres (a las que habría que agregar, para completar el cuadro de las relaciones entre el cristianismo y la Modernidad, lo correspondiente al mundo ortodoxo).

Pero volvamos al texto de Shorto. Continuador entonces de Watson, quien se había vuelto toda una celebridad (Shorto lo presenta como "el mayor especialista en Descartes en los Estados Unidos" [2009: 262]) por su provocadora biografía de Descartes en la que, como decíamos, afirmaba que el filósofo católico en el fondo era un protestante apenas enmascarado (al mismo tiempo que afirmaba él mismo a cada página y con todo desenfado su libérrimo credo escéptico, materialista e ilustrado), Russel Shorto se sentía en la necesidad (como poco antes que él el profesor inglés Anthony Clifford Grayling en su libro de 2005 The Life of René Descartes and its Place in his Times), de corregir los excesos de su predecesor (y de paso quizá también los de toda una tradición de progresistas ilustrados a la Félix de Azúa o a la Maxime Leroy).

Su corrección, sin embargo, como el gato que dejamos caer de espaldas, al llegar al suelo de la clara y simple formulación incurre, a su vez, en el mismo error de perspectiva:

El propio Descartes era tan devoto en su fe [constata Russel Shorto], y al mismo tiempo estaba tan convencido de la legitimidad de la investigación del mundo natural basada en la razón, que la división de la realidad en dos mitades netamente diferenciadas le parecía la única conclusión lógica. (Shorto, 2009: 82)

Grayling hace en su libro una observación muy similar, que, como en el caso del texto de Watson que citábamos arriba, nos deja entrever el "talante espiritual" o el trasfondo religioso y teológico desde el que los dos piensan, acaso sin saberlo. Para el profesor de la Universidad de Londres Descartes:

[...] desempeñó un papel central en el rescate de la investigación sobre las cosas sublunares del dominio sofocante y rígido de la autoridad religiosa. No lo hizo [explica] mediante el rechazo de esa autoridad, pues por su propio testimonio fue un católico devoto durante toda su vida, sino separando las cosas del cielo de las de la tierra, de modo que la razón científica pudiera investigar las últimas sin angustiarse por la ortodoxia. Las cosas del cielo quedaron intactas, sin que las amenazara [como pensaba y esperaba Descartes] lo que la investigación científica descubriera. (Grayling, 2007: 20)

¿Cuál es el error de Watson que, al quererlo corregir, sus dos continuadores repiten inconscientemente? ¿Sobre qué "patas de ágil e instintivo gato" caen esos dos muy modernos intelectuales que han tomado la consciente y lúcida decisión de ir de espaldas al error de su predecesor, si se me permite la imagen? Dicho de otro modo: ¿Qué idea tienen estos ilustrados profesores e investigadores de las relaciones armoniosas entre la razón y la fe?

La de su tradición fideísta y protestante, nada menos, la de la separación, que es diametralmente opuesta a la que Descartes compartía con santo Tomás de Aquino y con toda la tradición de la Iglesia católica, de intersección y complementariedad, y esa no es desde luego ninguna nimiedad (Moreno Romo, 2010: 210 y ss.).

Precisamente desde un horizonte cultural latino o católico, el profesor Ramón Sánchez Ramón, como años antes el investigador de la Universidad de Barcelona Salvio Turró en su Descartes, del hermetismo a la nueva ciencia (Barcelona, 1985), constata y vuelve a poner de relieve, en su Descartes esencial (Barcelona, 2008), y en un muy erudito estudio en curso de edición en la revista Pensamiento (Universidad Pontificia Comillas) que ha tenido la amabilidad de confiarme, el trasfondo no sólo católico, sino además jesuítico de las Meditaciones metafísicas, claramente emparentadas con los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, como también lo había notado en su excelente biografía del filósofo la gran especialista francesa Geneviève Rodis-Lewis (1995: 36).

Todos esos detalles, se dirá [escribía Gouhier en la Francia de 1924], carecen de importancia; lo esencial no es conocer la personalidad [o el talante religioso, para decirlo con Aranguren] de Descartes, sino comprender su sistema; sólo que resulta que son dos cosas inseparables, y que lo que en el fondo está en juego aquí es la interpretación total del cartesianismo. (Gouhier, 1924: 11)

Si de verdad Descartes y su aventura filosófica estuviesen a la base de nuestra Modernidad, más o menos en crisis, y de sus valores seculares, y de su relación con los valores religiosos, o irreligiosos o arreligiosos que supuestamente nos constituyen, ¿cuál sería, y cuál es, de verdad, su verdadero trasfondo espiritual? ¿Y cuál sería la relevancia de este conocimiento? ¿En qué coinciden, y en qué no, el gran reformador de la filosofía y ese Lutero radicalmente imprudente con el que Jacques Maritain lo alineó, críticamente, antes de que lo hicieran, cuasi apologéticamente, los investigadores de cultura protestante que hemos revisado? (Maritain, 1925). ¿En qué coinciden, y en qué no, el libre examen que en materia de fe y de religión proponía Lutero, con esa especie de libre examen filosófico propuesto por Descartes en la primera de las reglas de su método? ¿En qué difieren —vistas desde el terreno católico, o desde la Reforma católica, que todo parece indicar que es la verdadera patria espiritual del autor de las Meditaciones metafísicas— las empresas místicas de san Ignacio de Loyola o de san Juan de la Cruz, de la aventura estrictamente filosófica de René Descartes?

La pregunta, insisto con Gouhier, no es de ningún modo ociosa, y es al menos relevante para la comprensión de la filosofía y de la cultura y la espiritualidad modernas (esta última apenas concebible o nombrable, y por lo mismo urgente de dilucidar).

Aunque desde luego no faltan investigadores que lo hayan constatado, el terreno sin embargo está poco menos que inexplorado, debido acaso justamente al gran prejuicio progresista que imperó e impera aún en muchas de nuestras instituciones filosóficas y científicas en general.

François Azouvi nos ha aclarado el panorama en su reciente y minucioso trabajo de historiador de las ideas Descartes et la France (2002): el neotomismo y su marcada hostilidad hacia el cartesianismo jugó también en ello su rol, del lado de un catolicismo vuelto hostil a la figura del Padre de la Modernidad en el que con Heidegger (e incluso mucho antes que él) llegaron a ver al responsable de todos los males de nuestra civilización.

Desde el ya citado trabajo de Gouhier (que recoge los resultados de los del abate Emery, de principios del siglo XIX, y de Espinas, Blanchet, Dimier y Chevalier, de los primeros años del siglo XX), el asunto apenas y se ha estudiado, y desde luego no con la profundidad y el detenimiento que merece.

El reciente libro (2007) del ha poco desaparecido (2009) Leszek Kolakowski, Las preguntas de los filósofos, nos permite tomarle el pulso a esta cuestión en el terreno de la discusión filosófica viva:

Hubo tentativas de inscribir a Descartes en la tradición cristiana [afirma el gran filósofo polaco], aunque no faltaremos a la verdad calificándolas de fallidas. Por regla general [observa], la filosofía católica demostró que Descartes era el culpable del descarrío fundamental de todo el pensamiento moderno. (Kolakowski, 2008: 120)

En mi Vindicación del cartesianismo radical he constatado cómo el neotomismo entregó precisamente al filósofo a sus adversarios cientificistas y racionalistas al atacarlo y condenarlo en la figura, totalmente arbitraria, que ellos le daban (Moreno Romo, 2010: 292 y ss.).

Desde el terreno de los actuales representantes de la muy intensa y rigurosa tradición francesa de estudios cartesianos, el profesor Denis Kambouchner, de la Universidad París 1 (La Sorbona), nos confirma que:

[...] en la medida en la que la querella ha subsistido (o por lo menos el asunto de querella), tenemos derecho a considerar que todavía no ha sido saldada, o más exactamente que los problemas planteados por la definición de la posición cartesiana en materia de religión todavía no han sido examinados de manera suficientemente sistemática. (Kambouchner, 2008: 255)

Y el investigador francés nos ofrece en su libro una serie de muy agudas y reveladoras observaciones en torno al problema de las relaciones entre la razón y la fe en la obra del Padre de la Modernidad, que para empezar nos dan una muy buena muestra de esa sutileza y esa complejidad que escapan a los citados autores de cultura anglosajona.

Descartes, como es sabido (no obstante la muy libre opinión de Watson), se propone llevar a cabo la más radical de todas las aventuras intelectuales, dudando más radicalmente que cualquier escéptico lo haya hecho nunca, o lo pueda hacer jamás, con el fin de saber si se puede o no encontrar un conocimiento absolutamente cierto.

La preparación para la aventura es doble, y consiste en un ejercitar la mente con las matemáticas, por un lado, pues éstas representan el modelo de certeza que el filósofo pretende poder alcanzar en la filosofía, y por el otro en apoyarse en una moral de provisión que le permita al que así se aventura por los más profundos abismos del pensamiento el seguir viviendo y respondiendo eficazmente a las inaplazables exigencias de la vida.

La primera de las tres reglas de la morale par provision consiste, escribe Descartes en la tercera parte del Discurso del Método, en:

[...] obedecer a las leyes y a las costumbres de su país, guardando constantemente la religión en la que Dios le ha hecho la gracia de ser instruido desde su infancia, y gobernándose, en todo lo demás, según las opiniones más moderadas, y más alejadas del exceso, que fuesen comúnmente practicadas por los más sensatos de aquellos con quienes fuese a vivir. (Descartes, 1996: VI, 23)

La situación y la actitud escépticas, en este momento fundamental de la aventura cartesiana, se entreveran en efecto con su propio trasfondo espiritual (la religión en la que Dios le ha hecho la gracia de ser instruido desde su infancia) de una manera cuya problematicidad no se les ha escapado a sus lectores con preocupaciones religiosas y teológicas. ¿Qué clase de duda es esa, se preguntarán, que no duda de la fe? "Esa duda [escribe el pensador existencialista y de talante religioso claramente luterano Karl Jaspers] no es la desesperación por medio de cuya crisis puede nacer la certeza de una verdad sobre la cual asiento mi vida" (Jaspers, 1973: 25).

La duda metódica de Descartes no es en efecto ese abandonarse al abismo del peca fortiter del gran reformador alemán. Para el Kierkegaard del Johannes Climacus, observa el teólogo suizo Hans Küng, "distinguir, como hace Descartes, entre teoría dubitante y praxis no dubitante no es consecuente" (Küng, 1979: 113). Y tampoco lo era para el eminente teólogo protestante Karl Barth:

Supongamos que le hubiese sobrevenido la idea de que toda su vida de sabio dedicada al servicio de la razón, con todos sus intentos teóricos de derribo y reconstrucción, con toda la mediocridad tanto humanista como católica en que él supo instalarse y apoyarse "provisionalmente", con todos sus planes y realizaciones, aspiraciones y temores, pudiera ser simplemente una futilidad, una nada [...] Supongamos que él, a la vista de esta posibilidad, no sólo hubiera dudado seriamente, sino que hubiera caído en desesperación. Como todos saben, tal cosa no ocurrió. (Citado en Küng, 1979: 116)

Gran lector de Kierkegaard y del propio Lutero, y gran heredero de Pascal, y de su crítica al racionalismo naciente, en su fundamental obra Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913) don Miguel de Unamuno le planteó al cartesianismo y a la filosofía críticas muy similares a estas, y al mismo tiempo abrió la vía para que su estudioso José Luis L. Aranguren nos propusiera un enfoque hermenéutico cuya aplicación a la clarificación de esta muy importante quaestio disputata de la filosofía y del cartesianismo nos parece fundamental.

En las más de las historias de la filosofía que conozco [observa don Miguel] se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella sin embargo, esa íntima biografía, la que más cosas nos explica. (Unamuno, 2005: 97)

Y llevando así al terreno de la historia de la filosofía una intuición paralela a la de la intrahistoria que lo llevó a hurgar en lo más profundo de los pueblos mismos, más allá de la superficie contemplada por la mera historia de regímenes, de estirpes y de batallas, sugería:

Tomad al hombre Spinoza, a aquel judío portugués desterrado en Holanda; leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema elegíaco, y decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y, al parecer, serenas, proposiciones expuestas more geométrico, el eco lúgubre de los salmos proféticos. Aquélla no es filosofía de la resignación, sino de la desesperación. (Unamuno, 2005: 134-135)

¿Qué hombre era ese que engendraba a Dios en la penumbra holandesa mientras tallaba pacientemente los cristales de su Ética? —Nos sugiere Unamuno que nos preguntemos—. ¿Y cuál era su talante espiritual? Y lo mismo se plantea con respecto al Padre de la Filosofía Moderna:

El hombre Descartes pretendía [escribe], tanto como otro cualquiera, ganar el cielo; "pero habiendo sabido, como cosa muy segura, que no está su camino menos abierto a los más ignorantes que a los más doctos, y que las verdades reveladas que a él llevan están por encima de nuestra inteligencia, no me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, y pensé que para emprender el examinarlos y lograrlo era menester tener alguna extraordinaria asistencia del cielo". Y aquí está [comenta Unamuno] el hombre. Aquí está el hombre que no se sentía, a Dios gracias, en condición que le obligase a hacer de la ciencia un oficio —métier— para alivio de su fortuna, y que no se hacía una profesión de despreciar, en cínico, la gloria. Y luego nos cuenta [Descartes] cómo tuvo que detenerse en Alemania, y encerrado en una estufa, poêle, empezó a filosofar su método. En Alemania [observa Unamuno], ¡pero encerrado en una estufa! Y así es [concluye el español], un discurso de estufa, y de estufa alemana, aunque el filósofo en ella encerrado, un francés que se proponía ganar el cielo. (Unamuno, 2005: 140)

¿Cuál era el talante espiritual, entonces, de ese francés encerrado en una estufa alemana quien, sin querer hurgar demasiado en las disputas de la teología, y distanciándose sobre todo de un trasfondo de guerras de religión, pretendía, como los demás, ganar el cielo y no morirse del todo cuando se muriera?

La pregunta no es ni caprichosa ni arbitraria, ni tampoco baladí. Detrás de toda filosofía, retoma José Luis L. Aranguren, hay un hombre, y detrás de cada hombre hay un ethos, o un talante espiritual que constituye el mantillo o el trasfondo de esa filosofía misma (Levinas ha hecho observaciones muy similares).

Con la filosofía, con la buena filosofía [escribe Aranguren], acontece [...] que reposa sobre un talante determinado y, a la vez, termina suscitándolo [...] [Y agrega un poco más adelante:] El que de veras quiere conocer la realidad, debe verla a través de todos los colores, a todas sus luces, a la del sol, en la penumbra y hasta en la oscuridad. No hay, pues, un único estado de ánimo apto para el conocimiento. Pero hay, sí, una jerarquía de estados de ánimo, y en lo alto de ella, están —buen talante— la esperanza, la confianza, la fe, la paz. (Aranguren, 1988: 14 y 16)

Pues bien, ese "estado de ánimo o sentimiento de la vida" que en la estela de Unamuno identifica Aranguren como el subsuelo fundamental de las creaciones del espíritu, y entre ellas de la filosofía misma, en la cultura occidental es, en lo fundamental, o bien un talante protestante, distanciado de la naturaleza y de la razón, y de la libre voluntad humana con ella, y angustiado por el problema irresuelto y prácticamente irresoluble de no saber si se está predestinado a la salvación enteramente gratuita, o a la arbitraria condenación eterna, o bien un talante católico fundamentalmente sereno a ese respecto, en el que el individuo se salva, no solo, sino en comunidad, y en el que los sacramentos auxilian y la naturaleza no desaparece bajo la obra de la gracia, sino que se rescata y se realiza gracias a ella.

Las críticas de Kierkegaard, Barth y Jaspers, secundadas o flanqueadas por las de esos dos "católicos de talante luterano" que en la opinión de Aranguren son Pascal y Unamuno evidencian, en torno a Descartes, y en torno entonces al gesto filosófico fundador de toda la Modernidad, la significativa diferencia y la indudable relevancia de tomar en cuenta esas dos mentalidades, y más que mentalidades actitudes existenciales o talantes espirituales de fondo.

La vieja cuestión medieval de las relaciones entre fe y razón se revela entonces no sólo como algo que está verdaderamente presente (y no sólo inercial o retóricamente presente) en la obra fundadora e inspiradora de la filosofía moderna (que es su fuente o arché, en todos los sentidos que tiene esa palabra), sino como algo que sigue siendo absolutamente decisivo y fundamental.

Si pensamos tan sólo en la aguda crítica que los citados pensadores de talante espiritual protestante hacen de esa duda cartesiana que no desespera, y de la primera de las reglas de la moral provisional, caeremos en la rigurosa cuenta de que el catolicismo de Descartes, con frecuencia negado o desdeñado, o deslindado de su filosofía como tal, se manifiesta como la pieza clave del talante espiritual que subyace a su sistema y a su concepción misma de la filosofía como tarea de la pura razón o, como él dice, de la "luz natural de la razón". Sin esto no se puede resolver el problema de la coincidencia —radicalmente problemática, como hemos visto, para la lectura fideísta de las meditaciones cartesianas— entre la duda en lo especulativo y la serenidad existencial o práctica en el punto de partida de su arriesgada —y harto rica en consecuencias, eso sí— aventura espiritual e intelectual.

 

BIBLIOGRAFÍA

Aranguren, José Luis L. (1988), Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, Madrid, España, Biblioteca Nueva.         [ Links ]

Azouvi, François (2002), Descartes et la France. Histoire d'une passion nationale, París, Francia, Fayard.         [ Links ]

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INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Juan Carlos Moreno Romo: Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctor en la misma disciplina por la Universidad Marc Bloch, de Estrasburgo Francia. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Es titular de la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro. Autor de un buen número de artículos especializados. Ha publicado la traducción y el "Epílogo del traductor" a El mito nazi, de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (Barcelona, Anthropos, 2002; reeditado en 2011); autor de los libros Revendication de la rationalité (Lille, ANRT, 2004) y Vindicación del cartesianismo radical (Barcelona, Anthropos, 2010); y coordinador de los volúmenes colectivos Descartes vivo (Barcelona, Anthropos, 2007), Unamuno y nosotros (Barcelona, Anthropos, 2011) y Unamuno, moderno y antimoderno (México, Fontamara, 2011). Es miembro de los comités de evaluación de diversos centros de investigación y de diversas revistas especializadas.

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