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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.7 no.13 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Artículos

 

Contingencia, forma y justicia. Notas sobre un problema del pensamiento político contemporáneo

 

Contingency, Form and Justice

 

Emmanuel Biset*

 

* Es licenciado en Ciencia Política y en Filosofía; doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y la Université Paris 8 (Francia). Correo electrónico: <biseticos@gmail.com>.

 

Fecha de recepción: 28 de febrero de 2008
Fecha de aceptación: 2 de abril de 2009

 

Resumen

En este artículo se trabajan algunas de las paradojas ante las que se encuentra el pensamiento político contemporáneo. Desde una contextualización indicada con los términos retorno y crisis el texto articula tres momentos. En primer lugar, afirma que la situación contemporánea de la política puede ser caracterizada desde la noción de contingencia. En segundo lugar, a partir de los presupuestos señalados, presenta la especificidad de la modernidad política en la noción de forma. En tercer lugar, señala, por un lado, que existe un reconocimiento de la irreductibilidad de la política como economía de la violencia y, por otro lado, un resurgimiento del problema de la justicia.

Palabras clave: Contingencia, forma, justicia, violencia, crisis.

 

Abstract

This paper seeks to analyze some of the problems where contemporary political thought is being confronted. By contextualizing the terms return and crisis, this paper articulates three moments. First, it is claimed that the contemporary notion of politics can be characterized by the notion of the contingency. Second, from the previous assumptions, the specificity of political modernity is presented in the notion of form. Third, we point out simultaneously the point of view which acknowledges the irreducibility of politics as economy of violence and the reemergence of the problem of justice.

Key words: Contingency, crisis, form, justice, violence.

 

La asociación última de muchos municipios es la ciudad.
Es la comunidad que ha llegado al extremo de bastarse
en todo virtualmente a sí misma, y que si ha nacido de la
necesidad de vivir, subsiste porque puede proveer a una
vida cumplida (tò eu zen).

Aristóteles, Política, I, I.

 

INTRODUCCIÓN

Este artículo tiene dos objetivos: por un lado, realizar un diagnóstico sobre la situación contemporánea de lo político, es decir, circunscribir una lectura posible del estado de la cuestión en filosofía política; por otro lado, y desde esta lectura, establecer las dificultades a las que se enfrenta la filosofía política. En resumidas cuentas, el objetivo del artículo es mostrar por qué el problema de la justicia política resurge en el siglo XX y conlleva desafíos que todavía no se han resuelto.

Para cumplir dicho objetivo, se procede en tres movimientos. En primer lugar, es necesario mostrar qué se entiende por historicidad de la política, lo que implica dar cuenta de cómo se llega a una concepción de la política como algo contingente. En segundo lugar, al asumir la historicidad es posible mostrar la escisión producida entre una concepción clásica y una concepción moderna de la política. Evidenciar esta escisión nos ayuda a indicar que la noción de forma y sus presupuestos sirven para definir la política moderna. En tercer lugar, es necesario reflexionar sobre este diagnóstico ante la situación contemporánea. A partir de esos dos últimos aspectos se podrá estudiar la relación existente entre contingencia y forma.

Esto conduce a dos cuestiones centrales en la concepción contemporánea de la política: por una parte, el reconocimiento de la politicidad irreductible entendida como economía de la violencia; por otra, el resurgimiento del problema de la justicia, es decir, pensar si la política puede o no decir algo sobre formas de vida en común deseables. A partir de estos tres movimientos, se busca mostrar que el desafío contemporáneo consiste en pensar en el cruce entre violencia y justicia. Así, la política está constituida por dos dimensiones: la economía de la violencia y la vida en común deseable.

Antes de avanzar en los tres movimientos señalados, es necesario indicar que la dificultad a la que se enfrenta el pensamiento contemporáneo cuando reflexiona sobre la política es su exceso. El término política circula hasta el hartazgo, se modifica, se borra, se pierde. Una época, la nuestra, en la que parece haberse perdido la posibilidad de situar un significado estable de la política.1 La dificultad se encuentra, primero, en una duplicidad. La política es, a la vez, un tipo de acción y el saber que da cuenta de esa acción. Esa dificultad se complejiza, segundo, cuando se asume la diferencia entre término y concepto.

El término política, como palabra, ha permanecido a lo largo de la historia, pero esto no implica que en cada caso conserve el mismo significado. Para ello es necesario analizar los lenguajes políticos de cada época, asumiendo, al mismo tiempo, su apertura constitutiva. En este sentido, que el término política aparezca en la antigüedad clásica, en la modernidad y en el pensamiento contemporáneo no significa que el concepto sea el mismo. La identidad terminológica no concuerda con la identidad conceptual. A estas dos dificultades constitutivas de la política se les debe sumar, tercero, una lectura de la configuración de lo político en el pensamiento contemporáneo, ubicuidad caracterizada aquí desde los conceptos de retorno y crisis.

El retorno da cuenta de la importancia creciente asignada a la dimensión política como institución de lo social y al saber que piensa esa dimensión. El retorno es una reacción frente a la consideración de la política como algo suplementario; una vuelta hacia el paradigma político que se da siempre como relectura de la tradición. Esto implica reconocer el lazo político como instancia de mediación de lo social: "[...] hay que entender que todas las manifestaciones de una sociedad dada, ya se trate de la relación con la naturaleza, de las relaciones entre los hombres, de la relación del sí respecto del otro, tienen que ver con mediaciones diversas, con el modo de ser político, con el régimen, en el sentido amplio del término, de esta sociedad" (Abensour, 2004). La política no puede derivarse de ninguna otra dimensión, sea social, económica o religiosa. La política es la constitución de un lazo específico que instituye lo social, que responde de algún modo a la división originaria de lo social.

La conjunción de la idea de la política como institución indeterminada de lo social, inacabada, y la irreductibilidad de esta lógica dan cuenta del retorno de la política. En este retorno se busca la especificidad de la política: "El paradigma político se constituye en la afirmación de la especificidad de lo político y en la determinación de considerar lo real en el lugar mismo de lo político, disociando eventualmente toda otra dimensión que podría hacerlo salir de su órbita, hasta el punto de sacarlo de su eje y perturbar la lógica que le es propia" (Abensour, 2004). De modo que el movimiento propio del retorno de la política tiene que ver con evitar la reducción de la política a otra dimensión afirmando su especificidad. Este retorno se traduce en el ámbito del saber como una renovación de la filosofía política. En este sentido, señala Balibar: "Es probablemente un logro de los debates de la segunda mitad del siglo XX, el haber restablecido el vínculo entre filosofía política y filosofía a secas, por medio de categorías tales como la acción, el juicio, la racionalidad, la constitución"2 (Balibar, 2001: 12).

La crisis señala la vacilación del dispositivo y del lenguaje político moderno:

Desde los años veinte y treinta del siglo XX se inicia una nueva etapa, donde por un lado la realidad política en su complejidad y en el pluralismo de sus fuerzas es cada vez menos abarcable por los aparatos tradicionales y dentro de las dimensiones del Estado, y por otro los conceptos políticos y la teoría del poder muestran sus aporías internas [...] (Duso, 2005: 363).

Así, la situación de crisis puede ser considerada como la vacilación de los conceptos y dispositivos modernos para pensar la política. Los diferentes conceptos políticos modernos —soberanía, Estado, representación— ya no dan cuenta de las actuales relaciones de poder. El saber del poder, el pensamiento de la política, está en crisis como campo definido. La crisis es una crisis de la política y del lenguaje político, es decir, las categorías políticas pierden su horizonte de sentido. El retorno de la política de la segunda mitad del siglo XX se encuentra a finales de este siglo frente a una situación paradójica que la ha devuelto a su lugar irreductible en cuanto institución de lo social, pero no existen categorías que den cuenta de ese lugar privilegiado: "En realidad, la crisis de la política no produce silencio, sino una serie de voces discordantes, interpretables como expresiones de una necesidad de política que ha dejado de disponer (o bien que no dispone de él todavía) de un aparato conceptual eficaz" (Galli, 1990: 112).

La crisis se agudiza a finales del siglo XX al replegarse sobre sí. Esto significa, por un lado, la conciencia creciente de la dificultad de los lenguajes para describir los fenómenos políticos; por otro lado, la imposibilidad de salir de esa crisis, es decir, la ausencia de una superación y por ello el cuestionamiento de la misma noción de crisis que tiene como telos intrínseco su resolución. La crisis con la que finaliza el siglo reitera los dos elementos con los que se inauguraba, es decir, una crisis conceptual y una crisis del dispositivo político, pero acentúa sus matices. Los procesos que producen hechos políticamente significativos no se pueden comprender en tanto que no hay un lenguaje que dé cuenta de ellos. Así, se trata de una crisis que, ante la dificultad de encontrar conceptos claros, produce incertidumbre y vacilación. De ahí los intentos por pensar nuevamente las reglas de la política.3

La lectura propuesta de la situación contemporánea, aquella que inevitablemente interpela nuestro discurso, se caracteriza por una revalorización de la política, pero al mismo tiempo por la imposibilidad de estabilizar un lenguaje político. La situación paradójica se muestra a partir de la noción de contingencia, término que aquí es utilizado en la confluencia de dos sentidos. Por una parte, se refiere a la ausencia de un fundamento último de lo social (o lo social como fundamento), lo que lleva a la necesidad de su institución, y por tal de la política. Por otra parte, se refiere a la historicidad de los lenguajes sobre la política, y con ello a la imposibilidad de establecer un significado último de política.

Se puede señalar que contingencia se define como la radical ausencia de fundamentos sea en el orden discursivo (como sentido último o significado trascendental), sea en el orden de los dispositivos políticos (como un orden jerárquico fundado en la naturaleza o un orden legal fundado en la razón). Ambas dimensiones son convergentes, pues asumir la contingencia de la política es señalar que la política se define como las luchas o conflictos por otorgarle un significado, intentos parciales y precarios. La política es el conflicto por estabilizar el significado de la política, esto significa instituir uno u otro tipo de lazo social, darle forma al "vivir–juntos". Pero esta contingencia no resuelve el problema de cómo habitar ese "vivir–juntos" sin un fundamento último. Si es posible señalar que la contingencia indica ausencia de fundamentos, el problema es pensar las formas de vida en lo que algunos llamaron nihilismo.

El problema teórico es un problema práctico y, por eso, un problema político. Pensar la política en una época ceñida por el nihilismo presenta un doble desafío, por un lado, pensar la contingencia de la política y, por el otro, en esa historicidad asumir la posibilidad o imposibilidad de decir algo sobre cómo habitar en este contexto.

 

CONTINGENCIA

La historicidad de la política en tanto dispositivo y lenguaje, y su constitución justamente como dimensiones inseparables, construye una forma de acercarse a la política. La historicidad no implica señalar que todo discurso político adquiere validez en un contexto determinado, sino "[...] el intento de comprender su sentido determinado en razón del modo que tienen de enlazarse recíprocamente dentro de condiciones teóricas de conjunto, cuya transformación conlleva también la transformación del significado mismo de los conceptos y de los términos" (Duso, 1990: 155). Todo lenguaje político se da en el seno de una realidad política determinada, es inseparable de esta realidad e interactúa con ella, pero la interacción no es siempre lineal ni unidireccional. Asumir la historicidad de los lenguajes políticos implica, en primer lugar, tener una conciencia crítica del origen histórico de los conceptos que se utilizan y, en segundo lugar, transformar las formas de leer y trabajar sobre los materiales históricos. El problema es, entonces, cómo pensar la historicidad de la política, para resolver esto es necesario efectuar un doble rastreo. Por una parte, mostrar cómo ha cambiado el tratamiento de la política como fenómeno histórico en el siglo XX. Por otra parte, y a partir de este desarrollo, indicar dos formas de pensar la historicidad.

Para comprender el estatuto de la política hay que considerar tres transformaciones. Si bien es posible señalar que el registro en el cual operan estos cambios es metodológico, también se puede afirmar que los mismos dan cuenta de otra forma de concebir la política; una que se opone a lo que se denomina "historia de las ideas" y que tiene su origen en The Great Chain of Being de Arthur Lovejoy (1938). Desde la concepción de Lovejoy se trabaja la historia del pensamiento a partir de ideas–unidad, es decir, elementos primarios de los que se forma todo sistema de pensamiento. Ideas que como objeto de la historia trascendían y atravesaban diferentes periodos históricos. Pensar la política como idea es buscar determinados problemas, autores, obras, temas, conceptos, despojados de historicidad. Escribe Martin Jay:

En la esfera de la filosofía política, por ejemplo, los textos, entendidos en este sentido, fueron equiparados con las grandes obras clásicas, cuya significación trascendía su situación histórica y le hablaba a la humanidad toda, una posición a la que adhirieron con gran fervor Leo Strauss y sus seguidores antihistoricistas (Jay, 2003: 295).

En síntesis, esta forma de abordar la política elimina la historicidad. Es posible rastrear tres transformaciones respecto de esa historicidad que se equiparan con las distintas dimensiones del lenguaje.

En primer lugar, existe una transformación pragmática en la historicidad de la política. El origen de este cambio de perspectiva puede situarse en "Significado y comprensión en la historia de las ideas", de Quentin Skinner (2000), quien problematiza las formas de aproximación a la historia de la política desde Lovejoy. Skinner es uno de los fundadores de la Escuela de Cambridge y para efectuar su crítica parte de la teoría de los actos de habla de Austin. Con esos fundamentos lingüísticos cuestiona la idea de un texto autónomo como conjunto coherente y finito de significados disponibles para cualquier lector. Señala así la necesidad de ubicar el contenido de las afirmaciones en las relaciones lingüísticas en las que se inserta para comprender la intencionalidad del agente, es decir, pensar qué hacía mientras hacía cierta declaración. Skinner muestra la necesidad de considerar el "contexto de emergencia" como el conjunto de convenciones que delimitan las proposiciones posibles para un autor:

En consecuencia, la cuestión esencial que enfrentamos al estudiar cualquier texto es qué podría haber pretendido comunicar su autor en la práctica —al escribir en el momento en que lo hizo para la audiencia a la que tenía previsto dirigirse— por medio de la enunciación de ese enunciado particular. De lo cual se deduce que el objetivo esencial, en cualquier intento de comprender los enunciados mismos, debe consistir en recuperar esa intención compleja del autor. Y de ello se sigue que la metodología apropiada para la historia de las ideas debe consagrarse, ante todo, a bosquejar toda la gama de comunicaciones que podrían haberse efectuado convencionalmente en la oportunidad en cuestión a través de la enunciación del enunciado dado y, luego, a describir las relaciones entre éste y ese contexto lingüístico más amplio como un medio de decodificar la verdadera intención del autor (Skinner, 2000: 187).

En segundo lugar, se puede rastrear una transformación semántica. Si en el primer caso se acentúa el entorno de emergencia de un texto entendido como acto de habla, en este caso lo fundamental es el "contexto de recepción" del mismo. El origen de este cambio de perspectiva debe situarse en la hermenéutica como problematización del rol del lector frente a un escrito. Su lectura comprende la historia de sus interpretaciones, es decir, la historia de su recepción. Llevada al extremo esta posición señala que no existe un texto, sino comunidades que lo interpretan según determinadas reglas. Si un texto es la historia de sus interpretaciones, el problema del contexto de recepción se convierte en el del contexto de la crítica. Para entender un texto no es relevante el contexto del propio texto, sino el del lector. Gadamer, Ricoeur, Geertz, Fish, son autores significativos de esta perspectiva.

Para el objeto de estudio propuesto, un autor central es Reinhart Koselleck y la monumental obra realizada en colaboración: Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexicon zur politisch–sozialen Sprache in Deutschland (1972–1973). El proyecto de Koselleck es notable por el cuestionamiento de los conceptos políticos, que se utilizan a partir de su rastreo en la modernidad y en la crítica de los conceptos como entidades unitarias y constantes. En su elaboración se consideraron los presupuestos de la hermenéutica para abordar los conceptos políticos. Esto significa, respecto a la historicidad marcada por la pragmática de la Escuela de Cambridge, una doble transformación: primero, la acentuación en la dimensión semántica, es decir, del significado de los conceptos; segundo, la importancia del contexto de recepción para entender ese significado. Escribe Koselleck:

Tal procedimiento se encuentra con la exigencia previa de traducir los significados pasados de las palabras a nuestra comprensión actual. Toda historia conceptual o de las palabras procede, desde la fijación de significados pasados, a establecer esos significados para nosotros. Por ser un procedimiento reflexionado metódicamente por la historia conceptual, el análisis sincrónico del pasado se completa diacrónicamente. [...] Al liberar los conceptos en el segundo paso de una investigación, de su contexto situacional y al seguir sus significados a través del curso del tiempo para coordinarlos, los análisis históricos particulares de un concepto se acumulan en una historia del concepto (Koselleck, 1993: 113).

En tercer lugar, es posible dar cuenta de una transformación sintáctica. En esta dimensión se radicaliza la historicidad de la política. Si bien en los dos casos precedentes la política adquiere cierta historicidad, en ambos sigue siendo una historicidad externa a los conceptos. Por el contrario, distintos teóricos han mostrado que la historicidad no es externa a la política, sino inherente. Esto significa que en la contingencia misma de la política radica la posibilidad de los distintos significados históricos. A diferencia de lo que sucede en el contexto de emergencia y en el contexto de recepción, desde esta perspectiva se cuestionan los presupuestos con los que se construyen las ideas de texto y de contexto como totalidades cerradas, coherentes y transparentes; antes bien, los textos son espacios fragmentados, escenarios de conflictos y luchas internas. El origen de esta transformación sintáctica puede rastrearse en Michel Foucault o en Jacques Derrida. En el ámbito específico de la política uno de los autores que ha llevado estos presupuestos a un proyecto histórico es Pierre Rosanvallon, quien con su historia conceptual lee la historia de la política desde su historicidad inherente:

Esta concepción de la política conduce a que el enfoque histórico sea la condición necesaria para su completa comprensión. En efecto, no se puede aprehender tal como acabo de definirlo más que restituyendo de manera evidente el espesor y la densidad de las contradicciones y ambigüedades que subyacen en ello. Por lo tanto, mi ambición es pensar la democracia retomando el hilo de su historia. Pero es necesario precisar enseguida que no se trata solamente de decir que la democracia tiene una historia. Hay que considerar más radicalmente que la democracia es una historia, indisociable de un trabajo de investigación y experimentación, de comprensión y de elaboración de sí misma. Entonces, el objetivo es rehacer la genealogía extensa de las cuestiones políticas contemporáneas para que resulten totalmente inteligibles4 (Rosanvallon, 2002b: 24).

Cuando se habla de política, es posible mostrar dos formas de plantear su historicidad desde las tres transformaciones. En primer lugar, algunos autores señalan que la política adquiere sentido desde cierto contexto de enunciación. Toda fijación de sentido es contextual y relativa a un lenguaje particular, por lo que no existe una definición de política válida para todo tiempo y lugar, sino que ésta se configura desde los factores empíricos de un contexto determinado. De modo que una primera razón que permite argumentar la imposibilidad de definir de un modo absoluto la política es su redefinición constante según el contexto histórico. La ruptura establecida con aquella escuela que lee la política desde la "historia de las ideas" es doble. Por un lado, se deja de considerar a la política como núcleo teórico inmodificable, por el otro, se transforma la perspectiva de la historia como algo objetivo que presenta un desarrollo cronológico natural.

En segundo lugar, existe una perspectiva que sitúa la historicidad en el interior de los conceptos políticos. La imposibilidad de definir la política no radica en el rastreo histórico de sus diferentes modificaciones, sino que es una condición inherente al mismo concepto: "Esto implica que, aun en el caso improbable — y, en el largo plazo, definitivamente imposible— de que no mute el sentido de un concepto, éste continuará siendo, de todos modos, siempre refutable, por naturaleza" (Palti, 2005a: 22). Esta postura rompe con el presupuesto relativo a la continuidad de los procesos de transformación de los conceptos políticos.

La primera perspectiva considera que la imposibilidad de fijar el sentido de la política, y del campo de conceptos políticos que constituyen el lenguaje político, hace imposible a la política misma. Por el contrario, la segunda considera que la historicidad plantea justamente la posibilidad de toda política: "[...] si el significado de conceptos tales como los de justicia, democracia, libertad, etcétera. Pudiera establecerse de un modo objetivo, la política perdería ipso facto todo sentido. No habría lugar, en fin, para las diferencias legítimas de opiniones al respecto; sólo existirían quienes conocen esa verdadera definición y quienes la ignoran" (Palti, 2005a: 23). Para la primera perspectiva la temporalidad surge de la brecha entre las normas y las prácticas concretas, para la segunda aquélla se da en las antinomias constitutivas de la política y, en este sentido, generan marcos diferentes de trabajo. Por una parte, se pueden rastrear los cambios históricos que han transformado la definición de la política; por otra parte, se trabaja sobre las transformaciones históricas posibilitadas a partir de la refutabilidad interna a la política. En este último caso, la política presenta una radical contingencia al pensamiento. En otros términos, existe una politicidad inherente a la política que la constituye como un dominio inestable. La política como contingencia es asumir su refutabilidad inherente —del término "política" como de los lenguajes políticos—, y con ello mostrar cómo se dan estabilizaciones parciales de sentido, que aun cuando no constituyen un sentido último configuran un significado parcial que le da una u otra forma al lazo entre los hombres.

 

FORMA

Asumir la historicidad inherente de los lenguajes políticos supone poder diferenciar, en cada momento histórico, la problemática relación entre los dos sentidos del término política. O, en otros términos, mostrar la tensión que se genera entre el dispositivo político de una época y los discursos que surgen allí. En cada caso, hacer filosofía política implica dar cuenta de la relación específica entre la situación del saber de una época y las prácticas políticas de la misma. Desde esta perspectiva se establece una ruptura con aquellas orientaciones que identifican la filosofía política como una disciplina o una rama del saber que se mantiene idéntica a lo largo de la historia. Partir de la historicidad modifica lo que se entiende por filosofía política, y muestra cómo en cada momento histórico el lenguaje filosófico y el lenguaje político establecen una relación determinada. Por esto mismo, se rompe con las posiciones que señalan que la filosofía política responde a la misma pregunta en todos los casos. Ello implica cuestionar, incluso, las posturas contemporáneas que identifican ciertas tensiones constitutivas a la filosofía política, por ejemplo, entre filosofía y política. Si bien es posible rastrear la tensión entre esos dos componentes, lo relevante es mostrar cómo se articula en cada caso. Aun cuando es necesario abordar rigurosamente cada articulación histórica, aquí se precisan algunos indicios de la constitución moderna de la política, sólo los necesarios para cumplir con el objetivo del texto.

La política adquiere en la modernidad un nuevo significado que se articula a partir de cierta formalización del poder. La modernidad política puede ser entendida como una época de la forma:

La razón crea con ello un ámbito neutral de la técnica del Estado, en el cual la voluntad del príncipe es la única ley. En tal Estado sólo es racional la legalidad formal de las leyes, no su contenido; racional es el mandamiento formal de la moral política que ordena obedecer a las leyes con plena independencia del contenido de éstas (Koselleck, 1965: 59).

Esto se debe a que se genera una comprensión formal y jurídica de la política cuyo punto de partida es un derecho natural racional constituido por principios claros que deben ser aceptables por todos más allá de la diversidad de las singularidades.

La modernidad es un privilegio de la forma:

Todos los elementos de esa construcción son formales, no dependen de la bondad de los contenidos que se decidan en cada caso, sino precisamente de que tienen su justificación en una forma que como tal posee las prerrogativas de la certeza y la estabilidad y crea el espacio para las diversas opiniones privadas5 (Duso, 2005: 15).

Lo cual supone la distinción entre lo público y lo privado,6 distinción en la que la política corresponde al ámbito de lo público entendido como reglas formales, es decir, como ley que construye el orden. La justicia se identifica con la legalidad y así el buen vivir se reduce al ámbito privado, dimensión que a finales del siglo XVIII, en un segundo movimiento, está conquistada por la pura forma. El predominio del poder como forma lo torna una cuestión jurídica que erradica el buen vivir como problema.

La ciencia política moderna tiene como objetivo fundamental construir la seguridad desde la soberanía. Esto implica instituir un Estado que garantice cierta estabilidad frente a un mundo caótico. Por esto mismo los presupuestos de la teoría deben partir de ese caos inicial, es decir, de un mundo conflictivo por naturaleza. Y ese mundo conflictivo es el mundo de individuos privados con intereses diversos: el subjetivismo es la causa del conflicto. Dado que el mundo se muestra como una pluralidad de individuos con certezas privadas, lo cual implica creencias inconmensurables entre sí, es necesario instituir un orden legal, una pura forma, que garantice la paz originada en la previsibilidad de las acciones de los individuos: "Es preciso entonces ingresar en una condición que nos brinde seguridad, que nos haga prever que los otros y también nosotros nos comportaremos respetando los pactos. Lo cual es posible justamente si se crea una espada, una fuerza inmanente que haga prever el comportamiento ordenado de todos" (Duso, 2005: 96).

Si el presupuesto es un mundo conflictivo, de individuos privados, el fruto del contrato no es su negación, sino justamente su consagración. El pacto no busca negar la particularidad de los individuos, sino crear el marco formal en el cual se puedan desarrollar esos individuos con creencias morales o religiosas particulares. Se crea un espacio formal donde cada uno puede buscar libremente su bien particular sin lesionar la misma pretensión del resto.

La política moderna surge de una racionalidad formal que ordena lo social desde una instancia soberana legítima. Desde esta racionalidad se divide lo público y lo privado, lo cual se traduce en una división entre sociedad y política. Esto supone la existencia de una racionalidad de la sociedad que elimina el problema del gobierno, es decir, la sociedad se constituye como una entidad autorregulada que no necesita del gobierno sino como exterioridad innecesaria:

No es que lo moderno sea una simple proliferación de intereses contrapuestos o que no anhele de continuo la forma de la unidad, sólo que la entiende como unidad funcional y autorreferencial. Es decir, como 'sistema' capaz de autogobernarse fuera de cualquier finalidad exterior (el bien) o de cualquier vínculo interior a la lógica de los contenidos (los 'sujetos') que lo habitan (Esposito, 2006: 31).

Si la modernidad se inaugura con una noción de poder absoluto que debe garantizar el orden instituyendo la ley, la construcción de esta misma noción de poder y su unión con la ley tornan obsoleto al poder. Desaparece, por este motivo, el problema del buen gobierno porque el gobierno como tal se vuelve obsoleto. Esto supone una importante reducción y abstracción de la acción política a partir de una racionalidad formal de tipo geométrico:

Es en la clave de esta reductividad que la política se identifica con la forma jurídica del Estado y que se pierde la posibilidad de comprender la politicidad de otras dimensiones de la acción. Con el nacimiento de la 'persona civil', en realidad la acción de cada quien se convierte en un actuar privado, con el sentido negativo y privativo que caracteriza al término (Duso, 1990: 146).

Se presenta, de este modo, la paradoja del pensamiento moderno. Por una parte, surge como la construcción de un poder absoluto que debe garantizar el orden en la conflictividad social. Por otra parte, para garantizar este orden se divide la sociedad y la política, tornando obsoleto el poder para una sociedad autorregulada racionalmente. En otros términos, la paradoja se ubica en la necesaria postulación del poder para garantizar la seguridad y, al mismo tiempo, lo innecesario de ese poder ante una sociedad que se auto–organiza. De ahí que algunos autores señalen la fugacidad del momento político en la modernidad. La modernidad, al destruir la posibilidad de partir de la jerarquía de un orden natural y, así, de fundar el orden político desde la experiencia del orden natural, da lugar a la política como artificialidad del pacto que instituye un orden garante de la seguridad, es decir, la ley como forma mínima en la cual se pueden desarrollar ideas de felicidad plurales. Pero este carácter instituyente se elimina rápidamente al postular la división entre sociedad y política, división que conlleva una distancia valorativa: la sociedad como instancia de organización autónoma y la política como exterioridad innecesaria.

La política en la modernidad parece tener un doble estatuto paradójico: es la artificialidad que instituye el orden y es una exterioridad innecesaria de un orden social auto–contenido. Como señala Wolin: "El producto de este tipo de teorización fue un modelo no político de una sociedad que, en virtud de ser un sistema cerrado de fuerzas interactuantes, parecía capaz de fundar su propia existencia sin ayuda de un agente político 'externo'" (Wolin, 2001: 312). Así se comprende la relevancia del discurso de sociólogos o economistas como lugares recurrentes de consulta para elaborar recetas de mejora social:

Para calibrar el alcance del triunfo de la sociedad en la Edad Moderna, su temprana sustitución de la acción por la conducta y ésta por la burocracia, el gobierno personal por el de nadie, conviene recordar que su inicial ciencia de la economía, que sólo sustituye a los modelos de conducta en este más bien limitado campo de la actividad humana, fue finalmente seguida por la muy amplia pretensión de las ciencias sociales que, como "ciencias del comportamiento", apuntan a reducir al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de conducta condicionada (Arendt, 1998: 55).

El conocimiento de lo social, la ciencia social, se constituye en el mundo contemporáneo como un conocimiento de mayor validez y utilidad que la teoría política. La transformación puede ser rastreada en los orígenes del liberalismo moderno, ante todo en la afirmación de la existencia de una sociedad autosubsistente que no necesita la autoridad política. Se concibe lo social como un todo organizado en sí mismo, es decir, como entidad autorregulada. Si la sociedad es un orden automotivado, la política constituye un suplemento derivado e identificado con una coacción física innecesaria a ese orden. Por este mismo motivo se anhela la desaparición de la política, es decir, el reemplazo de la actividad política por la administración de las cosas.7 Es preciso comprender que esta paradoja se desarrolla a lo largo de la modernidad y que no se observa en sus fundadores, aun cuando muchos de sus presupuestos ya estaban presentes. El paso necesario para generar la despolitización lo da el liberalismo, al mostrar que una situación a–política no es una situación conflictiva, sino que está organizada racionalmente. Este desarrollo se consagra, finalmente, en el siglo XIX cuando la escisión entre sociedad y Estado se plantea como claramente despolitizada.

La sociedad reemplaza la política y la cooperación social es vista como algo opuesto a la actividad política: "Es decisivo que la sociedad, en todos sus niveles, excluya la posibilidad de la acción, como anteriormente lo fue de la esfera familiar" (Arendt, 1998: 51). El anhelo común es comulgar con la sociedad desde el abandono de la política. Un acuerdo generalizado donde lo político cae en descrédito, donde se lo piensa como instancia social secundaria e innecesaria y, a la vez, como rama inútil del conocimiento. No es necesario reflexionar sobre la política, hacer filosofía política, porque las determinaciones del orden se constituyen en otro lugar, en una instancia fundamental llamada sociedad. La política es, como actividad y como reflexión, considerada como epifenómeno de lo social. Lo que se valora, entonces, es hacer ciencia social y no filosofía política. Esto se consagra en la utopía común de construir una sociedad donde la política no tenga lugar:

Una de las formas que ésta adoptó fue el intento de sustituir la actividad política por la administración como método fundamental para el manejo de los problemas sociales. [...] La actividad política y el orden político existían sólo a causa de las divisiones sociales derivadas de formas caducas de organización económica. Cuando éstas fueran corregidas, cesaría el conflicto, y con él la raison d'être del orden político. El arte político sería, como la artesanía manual, una curiosidad histórica. Lo reemplazaría la "administración de las cosas", o sea, una serie de operaciones tan uniformizadas que no requerirían mayor conocimiento o habilidad que los poseídos por un tenedor de libros competente (Wolin, 2001: 336).

Es posible caracterizar la época moderna, tal como lo hará Schmitt, como una era de la neutralización: "La causa profunda de esta primera gran revolución se explica simplemente por la preocupación harto característica de procurar al espíritu humano un terreno de conciliación común y neutro" (Schmitt, 2002: 117). Al reconocer la neutralidad implícita en el formalismo de la política moderna se muestra el profundo impulso a–político que la organiza. No es casual que Schmitt haya podido tematizar la neutralidad, pues es él quien muestra la imposibilidad de fundar el orden sobre una racionalidad autosuficiente, es decir, señala la necesidad de una decisión infundada como producción de la forma. Con esto se evidencia la paradoja constitutiva de la forma política moderna. Y se señala allí, también, el surgimiento de un nuevo problema:

[...] la construcción de la política moderna —mediante la reducción de la justicia a un orden formal, la dimensión impersonal del poder, el concepto de representación y el instrumental del derecho formal—, pretende la constitución de un espacio de normalidad y de seguridad, perdiendo al mismo tiempo el conocimiento de la decisión que ha producido aquella forma y exorcizado el riesgo de la relación con la idea de justicia, que resulta determinada mediante una razón precisamente formalista (Duso, 1990: 154).

 

JUSTICIA

La contingencia de la política, expresada, por una parte, en la historicidad inherente de los lenguajes políticos y, por otra parte, en la ausencia de fundamentos de lo social, nos ha permitido mostrar ciertos aspectos de la construcción moderna de la política desde la noción de forma. La cuestión central es que la política al convertirse en forma niega la posibilidad de pensar la buena vida. Esta negación supone, a su vez, la eliminación de la contingencia. Existe una nueva paradoja de la política moderna que organizada como contrato social reconoce, por un lado, la artificialidad del pacto que instituye el orden pero, por otro lado, esa misma institución para ser válida debe negar toda institución futura.

La institución de la forma debe negar la institución, la forma debe ser neutral y negar toda decisión política.8 La construcción moderna del poder surge de la institución artificial de una forma, pero en tanto construcción artificial surgida de un estado de igualdad, y a través de la legitimidad, debe negar esa artificialidad. La legitimación del poder es su fundamentación racional, lo cual implica darle un sentido racional a una institución que, en primera instancia, se muestra como arbitraria. La forma instituida, el Estado, la ley, niega su carácter contingente desde el momento en que encuentra un fundamento racional. Por eso mismo, en tanto negación, requiere la exclusión de aquellos aspectos que muestran la contingencia de la institución. La racionalidad en la modernidad fundamenta lo social, le otorga legitimidad, desde la pura forma. Esta fundamentación debe, por consiguiente, negar su carácter contingente.

La institución artificial del Estado como forma de ley y el consiguiente proceso de despolitización no se presentan como procesos antagónicos, sino como la continuidad de una misma lógica: "En realidad, lo que parece una alternativa bloqueada en hipótesis opuestas abre históricamente otra dirección, que es la tomada de hecho por la forma–Estado contemporánea: a la vez 'teologizada' y despolitizada" (Esposito, 2006: 33).

La política identificada con lo estatal como forma jurídica implica desplazar todo contenido, reducirlo al ámbito privado. Lo que se elimina de la política moderna constituía el elemento fundamental de la filosofía política clásica: el problema del buen gobierno como construcción del buen vivir en comunidad. Por esto mismo en el momento de la crisis de la modernidad resurge el problema de la buena vida. Indicio de ello son las diferentes recuperaciones en el siglo XX de la tradición clásica: "Con el pensamiento filosófico de Voegelin, Strauss y Arendt, en todo caso irreductible a la dimensión propia de la construcción teórica moderna, se asiste a un intento de poner profundamente en discusión los presupuestos de la ciencia moderna y volver a plantear el problema de lo justo y el bien"9 (Duso, 2005: 317). Se produce un retorno a los griegos que tiene como objetivo principal cuestionar las categorías políticas modernas. Los griegos sirven para volver a pensar el carácter originario de la política como acción común entre los hombres. Esto significa, a su vez, cuestionar la modernidad en tanto relega a los individuos a un ámbito privado de acción. De todos modos esta recuperación de los griegos a mediados del siglo XX no busca rehabilitar la polis frente al Estado, ni tampoco una simple reformulación del pensamiento griego en la actualidad. Los griegos les sirven a estos autores para volver a una interrogación originaria sobre la política.

La cuestión es, entonces, la imposibilidad de eludir este problema. O mejor, pensar cómo la forma política moderna se funda en la eliminación del problema de la buena vida en común, es decir, de aquello que le da un origen a la decisión de vivir en comunidad. Pero si los intentos recurrentes de volver a la antigüedad están condenados al fracaso, lo importante es señalar que existe una cuestión que asedia y que no es posible eliminar. Este asedio no implica la determinación de una forma de vida y, desde allí, fundar racionalmente una decisión. Por el contrario, en tanto problema que asedia se vuelve algo ineludible pero imposible de capturar a la vez. Toda decisión se da como un riesgo, se refiere siempre a una idea pero no existen garantías de que esté fundada racionalmente en esa idea. Pensar en dicha decisión implica ir más allá de las categorías modernas sustentadas en la forma que suponen un pluralismo de individuos que buscan la buena vida en el ámbito privado. Una decisión siempre se refiere a una idea que no está segura de representar, esa idea es la justicia.

Si, como epígrafe, situamos una cita de Aristóteles, es porque se encuentra allí el problema de la justicia como traducción del bien a la comunidad. Una traducción siempre deficitaria, pero necesaria. La justicia se presenta como un exceso frente a la ley y constituye esa idea desde la cual se da una decisión que rompe el Estado como pura forma. La organización estatal como forma se construye como una estructura que debe eliminar la posibilidad de la decisión resolviendo todo conflicto, es decir, instituyendo el orden neutralmente. Por eso debe excluir, necesariamente, la posibilidad de una decisión no sustentada en la misma forma legal. Justicia es el nombre de un vacío, de aquello que ese orden legal no puede resolver pero que le da sentido a su constitución.

Al reconocer este asedio, es posible señalar una doble transformación que constituye una de las posibles lecturas de la filosofía política contemporánea. El par violencia/justicia sirve para nombrar esta doble tarea del pensamiento. Por un lado, frente a la neutralización o despolitización inherente a la filosofía política moderna se han recuperado las ideas de aquellos autores que muestran cómo la política es siempre lucha de fuerzas, es decir, economía de la violencia. En este primer sentido es posible reconocer diferentes lecturas, rescatar autores, que muestran un núcleo de politicidad ineludible frente a toda sociedad. Esto ha sido mentado como retorno de la política o resurgimiento de la filosofía política. Por otro lado, y en un sentido más vago, la justicia emerge como el exceso propio que sirve para definir esa politicidad. De un lado y el otro, de Arendt a Rawls, de Strauss a Nancy, la justicia es como un fantasma que merodea la filosofía política contemporánea. Por esto es necesario recuperar la política como dimensión de la justicia. Este señalamiento nos arroja al problema propio del mundo contemporáneo: la relación entre contingencia y justicia. La cuestión es cómo pensar políticamente la justicia desde la contingencia.

Si hemos indicado que una de las respuestas posibles a este problema ha sido recurrir a la antigüedad clásica, es decir, el intento de recuperar el sentido de justicia tal como aparecía en los autores griegos o latinos, otra de las salidas recurrentes ha sido volver a la solución moderna, es decir, a la identificación de justicia y legalidad. Como hemos señalado, esto implica vaciar de sentido la justicia al privatizar la buena vida y construir un marco legal en el cual las mismas se desarrollen. Ahora bien, existen ciertos autores contemporáneos que luego de mostrar la eliminación de la contingencia en la modernidad, sostienen que la asunción del carácter infundado de toda institución social es lo que define la justicia. Se identifica justicia y contingencia al señalar que el lugar del poder como algo constitutivamente vacío es la expresión de la única justicia posible en un mundo sin fundamentos. Esta solución oculta, aun cuando no haya sido tematizado explícitamente, un nuevo formalismo. Es el vacío como pura forma, o pura posibilidad, aquello que determina la justicia en este caso. Pero, por eso mismo, se imposibilita cualquier discurso sobre la justicia. O, lo que es lo mismo, se identifica la justicia como aquello que en cada situación se encuentra excluido.10

El mundo contemporáneo no puede entenderse, sino como la culminación del pluralismo moderno que consagra la moral privada. En este sentido, los discursos sobre la buena vida deben ser necesariamente formales para no implicar determinaciones que excluyan o nieguen diversas formas de vida. Así, la modernidad al identificar justicia y legalidad reduce el problema que plantea la primera. La justicia se define por la posibilidad de establecer una forma deseable del vivir–juntos, no la organización de la vida, sino la buena vida en común. Esta buena vida no puede ser garantizada por la modernidad cuando privatiza las formas de vida. Al partir del pluralismo y la ausencia de fundamentos del pensamiento político moderno, gran parte de los intentos contemporáneos por abordar el problema de la justicia lo reducen al problema de la legalidad. Como Aristóteles indica, la justicia no se encuentra en la organización de la vida en común, en la necesidad de vivir, sino en la posibilidad de una vida cumplida, una buena vida. El formalismo contemporáneo repite el presupuesto moderno y reduce el problema de la buena vida al ámbito privado, es decir, lo excluye como problema político.

Esto nos lleva a nueva paradoja. La instauración de la modernidad como pura forma, como fue señalado, necesita de una decisión que instituya la forma pero que excluya esa decisión. Una lectura histórica permite situar esa imposibilidad y por ello se muestra la contingencia de la política. No sólo como algo determinado históricamente, sino como la imposibilidad inherente de clausurar semánticamente el significado de los lenguajes políticos. En cada caso la estabilización de un lenguaje político es política. La contingencia como noción central de la historicidad repliega la política sobre sí misma y muestra, en este movimiento, la necesidad de una decisión infundada. Pero, cuando la necesidad de esta decisión que excede la pura forma es expuesta, se construye una lógica donde la decisión es una posibilidad inherente a todo sistema y con ello es una posibilidad formal. El exceso de la forma se instituye en una nueva forma. Manifestar la contingencia de todo orden formal no implica la negación de la misma forma, sino mostrar la contingencia de la forma. O, en otros términos, la formalidad de la contingencia. De modo que la justicia es neutralizada nuevamente, se la arroja a un nuevo vaciamiento. Ya no se encuentra en la reducción al ámbito privado de las distintas formas de vida, sino es su ubicación en la misma contingencia. No es posible decir nada de la justicia porque decir algo implica su determinación en un contenido preciso que, en tanto instituido, excluye la contingencia y por ende la justicia. A partir de este diagnóstico es posible señalar que historicidad y forma no son términos contrapuestos, sino que constituyen la ligazón específica que organiza uno de los significados de la política en el mundo contemporáneo.

Ahora bien, al señalar esta unidad no se busca establecer una definición de política. Tal como se sigue de lo desarrollado en el segundo apartado, la política excluye de sí todo sentido último o significado trascendental. Aún más, la política se constituye en un doble movimiento: la inestabilidad de significados y la estabilización precaria. Inestabilidad que se da en cada caso como lucha, economía de la violencia, para instituir uno u otro significado, y así una u otra configuración del lazo entre los hombres. A esta institución siempre se le presenta un exceso, esa idea que origina la decisión: la justicia. Pero aquí no buscamos establecer una definición de política, sino mostrar aquello que no puede ser pensado por su determinación actual. Como señalamos, existe una doble reducción del problema de la justicia: de un lado, una reducción de la justicia como buena vida en común al privatizar el problema en aquellos discursos que reproducen la lógica moderna fundada en el formalismo y el pluralismo; de otro lado, están los discursos que asumen el problema de la buena vida pero desde un fundamento de lo social, desde una idea sustantiva de justicia, y así vuelven a supuestos premodernos. La dificultad, entonces, se sitúa en pensar en el cruce de contingencia y justicia. Donde la contingencia en su radicalidad no conduzca a un nuevo formalismo reductivo de la justicia. En pocas palabras, es posible afirmar que uno de los desafíos actuales del pensamiento político es considerar la justicia sin eliminar la economía de la violencia de todo proceso de institución.

Esto implica, a su vez, dar un paso más. La justicia, en tanto problema político, adquiere toda su radicalidad cuando se la tematiza como buena vida. Entonces, es posible señalar que la filosofía política contemporánea, al asumir la historicidad como contingencia, repite un gesto moderno donde el problema de la justicia se reduce a la construcción de un marco formal. Dicha reducción surge porque no es posible sostener un discurso sobre formas de vida en común deseables en la actualidad, imposibilidad que radica en que cualquier afirmación al respecto debería, por una parte, asumir su contingencia y, por la otra, el pluralismo de las determinaciones subjetivas al respecto. Al hacerlo, se vuelve imposible un discurso sobre formas deseables de vivir–juntos, porque al parecer se admite que todo discurso que se pronuncie al respecto es inevitablemente autoritario. La cuestión es pensar la buena vida en común asumiendo la irreductibilidad de la política como economía de la violencia. Esto sin los recursos del mundo clásico, puesto que, a pesar de su trascendencia, son nociones de justicia para un mundo que ya no existe, y sin los recursos de la modernidad que reducen el problema al mundo privado. Porque el problema es, justamente, cómo habitar en el nihilismo. Algo que es imposible pensar desde la antigüedad o la modernidad. Si el nihilismo implica, en una de sus posibles lecturas, la ausencia radical de fundamentos, es decir, de sentido, hay que pensar formas de vida deseables ahí. Sobre esta necesidad es necesario señalar dos cosas.

En primer lugar, es importante indicar que el formalismo no es pura forma. Esto significa que el predominio de la forma no implica, en ningún caso, que las formas de vida sean plurales. El formalismo, para decirlo brevemente, implica ya la determinación de una forma de vida. Por esto mismo la contracara de la modernidad es que si, por una parte, la política supone la división entre el ámbito de lo público y el de lo privado, y señala que las creencias y estilos de vida son elecciones particulares, por otra parte, existe un proceso progresivo de regulación y constitución de ciertos modos de vida. Max Weber, la Escuela de Frankfurt, Michel Foucault, son algunos emblemas que sirven para nombrar esta dificultad.

La modernidad, el formalismo de la ley, es también la construcción de vidas racionalizadas, instrumentalizadas, normalizadas. En este sentido es falso el diagnóstico que asume la pluralidad de ideales de vida en la modernidad, por el contrario se constituyen ciertas formas de vida que, en su vacío, responden a la pura forma. El revés de la forma abstracta de la ley es una política del detalle. Como ha mostrado Foucault, existe una complementariedad entre la lógica de la soberanía y la microfísica del poder, lo cual conduce a un punto ciego de la teoría política: el pluralismo moderno constituye algo irrebasable teóricamente en la misma medida en que no existe de hecho. Existe una construcción de determinadas formas de vida y, a la vez, la imposibilidad de decir algo al respecto. Más precisamente, el único discurso que parece posible es el negativo, aquel que critica esas formas de vida, pero que no puede generar ningún discurso afirmativo.

En segundo lugar, la complejidad de la cuestión aumenta a partir de la dislocación de la oposición entre lo público y lo privado. La antigüedad clásica supo diferenciar entre ética y política, entre felicidad y justicia; la modernidad se construye a partir de lo público como ley y la conciencia privada; el mundo contemporáneo se estructura desde el cuestionamiento de esas fronteras: "La distinción entre la privacidad, que caracterizaría las relaciones sociales, y la publicidad, que sería propia de la acción política, de la manifestación del Estado y de sus leyes, ha dejado de ser válida" (Duso, 2005: 314). Aún más, una de las formas posibles de tematizar la situación del mundo contemporáneo es la idea de una politización de lo social, una politización que significa, en muchos casos, la entrada de la política a esferas tradicionalmente reducidas a la esfera privada.11 Nuevamente se pueden señalar diversos indicios al respecto, desde las luchas sindicales hasta los combates ecológicos. Quizá el caso más significativo al respecto ha sido el de las luchas feministas que han politizado esferas, como las relaciones sexuales, consideradas parte de la más recóndita privacidad:

Las teóricas feministas politizan lo social cuestionando la dicotomía entre lo público y lo privado y, en consecuencia, consideran que son propiamente políticas las relaciones familiares, las sexuales y todas aquellas que se ven afectadas por la presencia de los dos géneros, sea en la calle, en la escuela o en los lugares de trabajo (Young, 2001: 704).

 

CIERRE

Desde estas dos dificultades es preciso volver a plantearse el tema de la justicia sin excluir la politicidad ineludible de toda institución de lo social.12 O de la buena vida en común como tema central de la filosofía política. Tema reducido desde los presupuestos de la filosofía política moderna que condicionan, de diversas maneras, la filosofía política contemporánea. La situación actual, de crisis y retorno, se caracteriza por una vacilación de las nociones que construían el lenguaje político moderno: "La noción de poder político va a perder así la nitidez propia de la construcción formal de la soberanía moderna y llegará a ser cada vez menos ubicable en un espacio determinado, el de los poderes del Estado" (Duso, 2005: 314). Esta vacilación del lenguaje político moderno ha llevado a criticar diversos presupuestos, por ejemplo la despolitización, pero no ha podido dejar de suponer otros.

La noción de forma y el pluralismo aún funcionan como presupuestos de las diversas teorizaciones. En este sentido es posible afirmar que nuestra época se caracteriza por una radicalización de la forma, lo que implica que la historia se hace forma, o mejor, que la contingencia es formalismo. Por eso mismo la buena vida funciona como un centro ausente, un vacío inabordable desde esos presupuestos. Las diversas recuperaciones de autores clásicos o modernos, muestran la imposibilidad de sostener un discurso al respecto. Se bucea en la historia aquello que el lenguaje político actual requiere pero no puede enunciar. La filosofía política de la segunda mitad del siglo XX puede ser tipificada como un enorme esfuerzo y un fracaso fatídico a la hora de abordar el problema de la justicia.

El punto de partida del trabajo se origina en una dificultad, una incomodidad, en la situación contemporánea de la política. A partir de un exceso de circulación del término política caracterizamos su ubicación específica desde los conceptos de retorno y crisis. Con base en ello se articularon tres momentos. En primer lugar, afirmamos que la situación contemporánea de la política puede ser caracterizada desde la noción de contingencia. Lo cual significa contingencia de los lenguajes políticos surgida desde las distintas escuelas que trabajan en lecturas de la historia de esos lenguajes y contingencia de los dispositivos políticos en una época de ausencia de fundamentos. En segundo lugar, a partir de los presupuestos señalados, se mostró la especificidad de la modernidad política desde la noción de forma. En tercer lugar, presentamos dos indicios de la política en un contexto contemporáneo: por un lado, el reconocimiento de la política como economía de la violencia irreductible en todo proceso de institución; por otro lado, las dificultades de pensar la justicia, o el buen vivir en comunidad en un contexto nihilista. La tesis es que para pensar la justicia se ha afirmado la contingencia de todo orden legal, separando justicia de legalidad, pero esto ha llevado a un nuevo formalismo. Esto se debe a que el presupuesto que sigue organizando los discursos es la aceptación del pluralismo, es decir, la privatización de la buena vida.

Desde el camino trazado es posible establecer dos indicaciones que le dan sentido al recorrido. Por un lado, presentar la contingencia de la política sirve para mostrar los límites de todo lenguaje político y, en particular, del nuestro:

Quizás entonces resulte posible aproximarse a otros contextos —pasados— de pensamiento sin interpretarlos mal, reinaugurar en nuestro pensamiento el problema de lo justo y del bien, más allá de la solución formal de la construcción teórica moderna, incitando al mismo tiempo a pensar la realidad contemporánea por fuera de esos esquemas conceptuales que manifiestan su crisis en lo que se refiere tanto a la tarea de la comprensión de lo real como a la legitimación de la obligación política (Duso, 2005: 19).

Por otro lado, señalar la necesidad de ir más allá de las teorizaciones actuales para abordar la cuestión de la justicia:

Vale decir que lo que nos ocupa es el excedente de ese "hecho", es el exceso por encima del "vivir" —y por encima del "vivir–juntos" simplemente social— del "vivir bien" que por sí solo determina la zôé del zôon politikon. Es ese "bien" en suma —ese "más" que toda organización de las necesidades y que toda regulación de fuerzas—, es ese "bien", que por cierto no cargamos con ningún peso moral, es ese "bien" actualmente indeterminado lo que sigue estando dentro de la retirada o cuya retirada entrega o libera la cuestión (Nancy y Lacoue–Labarthe, 2000: 46).

La pregunta es, en fin, cómo pensar, en un mundo nihilista, una política en el entrecruzamiento de violencia y justicia. O mejor, la política como el cruce entre violencia y justicia, lo que significa asumir que la política es el conflicto —polemos— entre definiciones que nunca agotan su sentido (esto es contingencia) pero que al mismo tiempo cada vez que se instituye un sentido, se estabiliza un significado, y esto lleva a configurar de uno u otro modo la forma del vivir–juntos. No basta con garantizar que esa forma asegure la necesidad de vivir, puesto que no es la vida como tal, sino la buena vida el objetivo de la política. Esto lleva a pensar el cómo de ese vivir–juntos. No basta con pensamientos que acentúen una u otra dimensión, sea el retorno de la política como institución de lo social, sea la justicia como forma legal moderna o derecho natural clásico. Por el contrario el desafío es pensar las dos dimensiones en tensión. Si el mundo contemporáneo muestra una y otra vez la ausencia de fundamentos de la vida en común, la vacilación de los cimientos, la muerte de los dioses, la cuestión es cómo vivir en este mundo. La política, así, como el cruce entre violencia y justicia.

Quizá, por eso, es necesario pensar la encrucijada entre una violencia justa y una justicia violenta.

 

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NOTAS

1 En el presente artículo se evita la distinción entre la política y lo político. Esta posición no se debe al desconocimiento de la misma, tampoco supone negar su pertinencia, sino que busca asumir la complejidad aporética del término política, término que incluye en sí ciertas oposiciones actuales (la política/lo político; política/policía; situación/ acontecimiento; conflicto/orden; etcétera). En un sentido similar, escribe Rinesi: "[...] he sugerido hace un momento la conveniencia de preservar la ambivalencia, la polisemia, de la palabra política. Más aún: de explorar la posibilidad de postular que la riqueza de esa palabra, política, reside exactamente en su ambigüedad" (Rinesi, 2003: 21).

2 En este marco, existen diferencias entre quienes ubican la renovación en la década de 1950 o en la década de 1970. Para los fines de este escrito es pertinente señalar que la renovación de la filosofía política se efectuó en la segunda mitad del siglo XX, es decir no en una década particular, sino en el conjunto de reflexiones que surgen después de la segunda guerra mundial. Señalar que el retorno de lo político se da en ese periodo matiza las posturas que surgieron sobre todo en el ámbito anglosajón y que señalan a John Rawls como el autor de esa renovación. Si bien se reconoce la relevancia de su contribución y de las discusiones surgidas en torno a su Teoría de la justicia, algunos indicios permiten ubicar a varios autores que efectuaron uno de los aportes más relevantes del siglo pasado, como Michael Oakeshott, Hannah Arendt, Karl Popper, Leo Strauss, Isaiah Berlin, Eric Voegelin, C. B. Macpherson, F. A. Hayek, R. G. Collingwood y Georges Santayana. Basta con mencionar sus nombres para mostrar la fertilidad de esa época con relación a un pensamiento político que busca romper con la subordinación a la que había sido sometido en los dos siglos precedentes. Asimismo, es importante destacar que también por ese entonces surgieron las obras de notables representantes de la filosofía política marxista como Louis Althusser, Jean–Paul Sartre, Jürgen Habermas y Herbert Marcuse. Dos décadas, entonces, de una enorme riqueza en la producción de textos de filosofía política.

3 En este sentido, la pregunta ante la situación de crisis contemporánea de la política es: "[...] qué ocurre cuando todo Sentido se disuelve y los hechos y fenómenos históricos aparecen difusos, los contornos con que se presentaban con anterioridad claramente se diluyen, y la realidad circundante se nos vuelve extraña, oscura" (Palti, 2005b: 20).

4 Rosanvallon, en otro texto, describe así su proyecto: "[...] la meta de la historia conceptual de la política es: 1) hacer la historia de cómo una época, un país o unos grupos sociales procuran construir respuestas a lo que perciben más o menos confusamente como problema, y 2) hacer la historia del trabajo efectuado por la interacción permanente entre la realidad y su representación, definiendo campos histórico–problemáticos" (Rosanvallon, 2002a: 129).

5 La dificultad de este diagnóstico radica en la posibilidad o imposibilidad de una definición de la noción de forma. En este sentido es de fundamental importancia la división que efectúa Schmitt. Para este autor existen cuatro nociones de forma diferentes que no deben confundirse: jurídica, técnica, forma trascendental y forma estética: "Términos como forma jurídica, forma técnica, estética y el concepto de forma propio de la filosofía trascendental designan cosas esencialmente distintas" (Schmitt, 2001: 37).

6 El predominio de la forma requiere de la distinción entre un ámbito público y uno privado. Esta oposición sirve para estructurar gran parte de los discursos que forman la teoría política moderna. Uno de los méritos de Koselleck es haber mostrado, en Crítica y crisis del mundo burgués, las diferentes etapas organizadas en torno a esa distinción. En primer lugar, es posible identificar el surgimiento de la política en la modernidad sobre el trasfondo de una guerra civil religiosa que es necesario erradicar. Para ello, Hobbes necesita eliminar la moral privada de los asuntos políticos: "La formalización del concepto soberano de ley, elaborado plenamente ya por Hobbes, descansa —bien que con una nueva valoración constructiva— ampliamente en la separación entre conciencia interna y acción externa. Porque sólo esta diferenciación permite separar el contenido de una acción de la acción misma, condición previa necesaria de un concepto formal de la ley" (Koselleck, 1965: 64). En segundo lugar, la Ilustración da un nuevo paso con el que la conciencia privada adquiere dimensiones políticas. En este sentido, la sociedad como esfera extra–estatal obtiene toda su relevancia como dimensión de una superioridad moral frente al poder absoluto. En esta separación se fundamenta, ahora, la posibilidad de una crítica al poder desde una instancia superior moralmente: "La crítica política no radica, tan sólo en el veredicto moral en cuanto tal, sino que está ínsita ya en la separación consumada de una instancia moral, por un lado, y una instancia política por el otro; el tribunal moral se convierte en crítica política no sólo por cuanto que somete a la política a su juicio severo, sino precisamente también a la inversa, en cuanto se separa del campo de la política como pura instancia enjuiciadora" (Koselleck, 1965: 186). En tercer lugar, y como última etapa, la crítica se traduce, ya a finales del siglo XVIII, en crisis. La posibilidad de enjuiciar al Estado plantea un enfrentamiento entre éste y la sociedad: "Tenemos, pues, una ambivalencia, a saber: por una parte, enfrentarse al Estado constituido no ya de modo indirecto, sino directo, exhortar y conjurar a una pugna intraestatal y, sin embargo, entender este proceso político como tribunal moral, cuya decisión —de un modo o de otro— anticipa ya el resultado político" (Koselleck: 1965: 317).

7 Uno de los aportes de Carl Schmitt a la filosofía política del siglo XX es haber mostrado la neutralización intrínseca a la época moderna: "Ninguna revolución intelectual ha tenido mayor repercusión que la que tuvo en el siglo XVII el paso de la teología al espíritu científico. [...] La causa profunda de esta primera gran revolución se explica simplemente por la preocupación harto característica de procurar al espíritu humano un terreno de conciliación común y neutro" (Schmitt, 2002:118).

8 Este movimiento es el que ocurre entre poder constituyente y poder constituido y será el problema central de la revolución francesa. La pura dinámica instituyente de la revolución reclama, necesita, de cierta institucionalidad que elimine esa dinámica. El poder constituyente debe transformarse en poder constituido, y para ello debe declarar el fin de la revolución: "La construcción jurídica de los poderes constitucionales cierra la cuestión del poder constituyente transformándolo en un poder extraordinario y aprisionándolo en el acontecimiento de aquel 'presente mítico' en que surgió la Nation de la materialidad de la igualdad y del derecho natural" (Duso, 2005: 161).

9 Cf. Voegelin [1952] (2006); Arendt [1958] (1993); Strauss [1968] (1970).

10 En un capítulo dedicado a exponer el pensamiento de Derrida en el marco del marxismo contemporáneo, Palti escribe: "[...] la justicia (ese espectro de Marx que aún hoy, tras la muerte del marxismo, asuela el mundo) no sería más que el nombre por el cual se hace manifiesto el carácter en última instancia contingente de los fundamentos de todo sistema social" (Palti, 2005b: 140).

11 Escribe Iris Young: "El enfoque desde la politización de lo social organiza adecuadamente el gran corpus de la teoría política reciente, pues permite contemplar esas teorías desde perspectivas nuevas y muy útiles" (Young, 2001: 695). En discrepancia con la oposición entre lo social y lo político, y la subordinación de este último al primero, la tendencia en la filosofía política reciente es encontrar lo político en lo social, mostrar la politicidad de lo social. Y en este marco, para Young, es posible agrupar gran parte de las elaboraciones teóricas recientes: las teorías de la justicia social originadas en Rawls; las teorías sobre la participación democrática, las teorías feministas; las teorías posmodernas, los nuevos movimientos sociales y el debate entre liberales y comunitaristas. Si con estos nombres es posible construir un mapa de la teoría política reciente, lo relevante es que se puede hablar de un retorno de lo político en cuanto las discusiones giran en torno a la politización de lo social.

12 Uno de los autores que, quizá, da un paso más en esta cuestión es Walter Benjamin. Sin resolver la cuestión aquí, simplemente vale reproducir un fragmento en el que señala que el orden de lo profano debe orientarse a la felicidad. Escribe Benjamin en su Fragmento Teológico–Político: "El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de la felicidad. [...] Pues en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso" (Benjamin, 1995: 181).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

EMMANUEL BISET. Es licenciado en Ciencia Política y en Filosofía; doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y la Université Paris 8 (Francia); becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (CEA); profesor concursado de la Universidad Nacional de Río Cuarto; profesor invitado de la Universidad Nacional de Córdoba. Sus líneas de investigación son, por una parte, la filosofía política de Jacques Derrida (temática del doctorado); por otra, estudios metodológicos y temáticos sobre filosofía política contemporánea. Ha publicado libros y artículos académicos en ambos ejes temáticos. Forma parte de un grupo de investigación en filosofía política (Universidad Nacional de Córdoba) y de un programa de investigación sobre teoría política contemporánea (CEA). Es autor de Violencia, justicia y política. Una lectura de Jacques Derrida. (Buenos Aires, Ediciones La Cebra, en prensa) y ha publicado varios artículos como: "Jacques Derrida, entre violencia y hospitalidad" (Daimón. Revista de Filosofía, núm. 40, 2007); "Escritura, hospitalidad y política" (Revista de Filosofía y Teoría Política, núm. 38, 2007); "Racionalidad, incondicionalidad y soberanía" (Revista Erasmus, núm. IX, 2007).

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