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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.17 no.49 México jul./dic. 2010

 

Reseña

 

Alfonso Fabila: el apóstol indigenista, redivivo

 

Hilario Topete Lara

 

Escuela Nacional de Antropología e Historia

 

A mediados del siglo XX, luego del marasmo ocasionado por la Segunda Guerra Mundial, México, como muchos otros Estados americanos, abría los ojos ante una de las realidades más lacerantes: se asomaba hacia sus entrañas para descubrirse, entre otras formas de descubrirse, como abastecedor de materias primas, carente de metalmecánica, con una burguesía débil, con un capitalismo atrasado y, para el caso que nos ocupa, como país analfabeta y sin una política educativa orgánica con la cual sacudirse el estigma. El panorama era más desilusionador cuando se revisaban las cifras de deserción, ocasionadas en parte por una política económica de fuerte exigencia de insumos alimentarios y materias primas para la expansión urbana y para el crecimiento del sector industrial, respectivamente; esta exigencia en cierta forma era una estrategia del hoy llamado periodo del Milagro Verde Mexicano que había apostado ingenuamente a hacer de México un productor de materias primas para exportación hacia los centros industriales sin casi agregar a los productos valor alguno. El desconcierto de las naciones y el orden emergente de la economía de la posguerra coadyuvaba a ello de buena forma y México, comprometido con su "aliado" del norte se había propuesto abrir nuevos terrenos al cultivo, a la ganadería, a la infraestructura, a la capacitación de la fuerza de trabajo, a la modernización. Las zonas cuasi vírgenes de Chiapas, Tabasco, Oaxaca y Guerrero, entre otras, eran filones de promesas cuyo potencial de aprovechamiento era irresistible, pero, a la vez, eran también entidades con serios problemas sanitarios y de salud, con cacicazgos pervivientes, con comunicaciones y transportes deficientes, con enorme rezago educativo y escasa población.

Posibilitados, estimulados y atraídos por el Programa Bracero que había desplazado decenas de miles de trabajadores a los campos agrícolas estadounidenses, los campesinos —indígenas entre ellos, como ocurrió con los purépechas afectados con la erupción del Paricutín que tuvieron prioridad para la contratación— "enganchados" y "con fortuna", también se convirtieron en un elemento estimulante para la migración y el cambio. Era aún el tiempo cuando gran parte del sector rural prefería obtener ingresos a costa del retiro de los hijos de las aulas que proporcionar nivel académico a éstos, toda vez que las perspectivas de desarrollo para los proletarios agrícolas no estaban en las profesiones ni en la profesionalización técnica, sino en la inmediatez de los ingresos para subsistir. Las propias ideas de desarrollo, de progreso y de modernidad no habían enraizado en el pensamiento del sector rural y menos aún entre los indígenas... al menos, no habían enraizado en la forma en que la clase política y la burguesía lo deseaban.

Dentro de este —apretadamente descrito— panorama ocurrió el ascenso de Adolfo López Mateos al Poder Ejecutivo. Éste había heredado ya el viejo proyecto de hacer productivo al campo, abrir nuevos terrenos a la agricultura, colonizar parajes promisorios y proveerles de servicios mínimos. Durante su gestión se implementó el primer programa educativo en los Estados Unidos Mexicanos con la finalidad de resolver un problema ingente: conformar una plataforma educativa homogénea sobre la cual generar los nuevos cuadros de competencia que la burguesía nacional e internacional exigían para los nuevos tiempos técnicos, tecnológicos, científicos y de servicios. El instrumento recibió el nombre de Plan para el Mejoramiento y la Expansión de la Educación Primaria, más conocido coloquialmente como Plan de Once Años. El apuntalamiento tenía básicamente dos soportes correspondientes a sendas Instituciones: los centros normales regionales (CNR) de Ciudad Guzmán, Jalisco, y Arcelia, Guerrero. Luego serían incorporadas las normales rurales y, aunque con mucha distancia, la Escuela Nacional de Maestros. Al final se integraron algunas normales particulares, aunque en número muy reducido. De todas ellas deseo destacar a las normales públicas.

En el plan de estudios de los CNR se había incorporado una materia extraña pero con sentido. Extraña, porque se trataba fundamentalmente de mostrar al futuro docente el camino de la gestión; y con sentido, porque de lo que en ella se aprendiese y se emprendiese dependía en buena forma el título de profesor de primaria. El nombre de la materia: Desarrollo de la Comunidad. La finalidad, capacitar a los normalistas en materia de promoción —para la localidad donde se hiciese, idealmente, la primera residencia, y en calidad de servicio social— de bienes y servicios que el Poder Ejecutivo, a través de sus órganos de gobierno, podía llevar hasta los rincones más apartados del país bajo una lógica de mejoramiento integral de la localidad encarnado en el concepto "desarrollo". El normalista sería un docente que llevaría la aritmética y la geometría, el conocimiento de la historia, del civismo, la geografía, el conocimiento y formas de aprovechamiento de los recursos naturales, las manualidades, la educación física y la lecto–escritura —con ella el forzoso monolingüismo—, en su versión de "lengua nacional"; adicionalmente, debía realizar al menos una obra de desarrollo de la comunidad: introducir la energía eléctrica, lograr la perforación de un pozo para la obtención de agua potable, tramitar el tendido de una carpeta asfáltica, organizar la construcción del centro de salud local, construir el recinto escolar, u otra similar. A cambio, reitero, debía sacrificar "atavismos" locales, dentro de ellos —si fuese el caso— su indigenidad, la condición sine qua non de su "atraso". La labor de "mutilación étnica" casi siempre se iniciaba con una serie de sanciones (castigos corporales incluidos) y estigmas contra quieres usaban las lenguas originarias. Sin embargo, la labor que realizaban estos servidores de la Secretaría de Educación Pública (SEP) tenía todo el rostro de un apostolado.

Esta misión corría en sentido distinto de lo que ya hacían otros —aunque no todos, también considerables como— apóstoles laicos. Éstos, que habían nacido con la fundación del Instituto Nacional Indigenista (INI) el 4 de diciembre de 1948 bajo el gobierno de Miguel Alemán Valdés, fueron los indigenistas. Sus dependencias operadoras estratégicamente establecidas en núcleos indígenas fueron los centros coordinadores indigenistas (CCI). La institución, a través de sus investigadores y aparato burocrático, realizaría estudios en torno de los problemas relativos a los núcleos indígenas, a la vez que propondría, gestionaría —y coordinaría— medidas para el mejoramiento con apoyo del Poder Ejecutivo (secretarías de Estado, sobre todo), sin menoscabo de, también, divulgar sus productos de investigación y acciones indigenistas. Pero también coincidía con el proyecto de la Secretaría de Educación Pública a través de sus normales porque estaba llevando a las etnorregiones la educación bilingüe, los servicios de salubridad, la gestión de nuevas técnicas y tecnologías agrícolas y ganaderas, las formas de gobierno constitucional, la restitución y la dotación de tierras. Para lograrlo se apoyaba en médicos, abogados, sociólogos, enfermeras, ingenieros agrónomos, lingüistas, etnólogos e historiadores, muchos de ellos formados —o formándose— en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).

Al INI ingresaron investigadores —y burócratas— de distinta laya y de las más diversas calidades humanas. Pensar lo contrario, es decir, que fueron todos engranajes de una fiel máquina reproductora de un proyecto político etnocida es, me parece, un juicio más político que académico o científico. Todavía más: suponer que los indigenistas pretendieron en todo tiempo, en cualquier lugar, y a cualquier precio, incorporar al indígena al desarrollo exterminando —si fuese necesario— las culturas indias es una radicalización crítica poco documentada y, por ende, insidiosa y poco objetiva. Alfonso Fabila Montes de Oca es un claro ejemplo de lo contrario, a decir de la semblanza realizada por su sobrino–nieto René Avilés Fabila.

Como producto del hallazgo de un mecanuscrito de Alfonso Fabila en la biblioteca Juan Rulfo de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), hoy tenemos noticia de una estancia (interrumpida por motivos de salud) realizada por el amanalquense en el CCI de Jamiltepec. Gracias al esfuerzo de Xilonen Luna Ruiz, ha visto la luz Mixtecos de la costa. Estudio etnográfico de Alfonso Fabila en Jamiltepec, Oaxaca (1956). Es esta la tercera aparición de una saga titulada Pioneros del Indigenismo en México, bajo el cuidado editorial y coordinación de la serie de Margarita Sosa Suárez y el patrocinio de la propia CDI. El título, un apostizo del documento original (un estudio, a decir del propio autor, que había titulado Informe de Jamiltepec), no le desmerece nada porque para su elaboración Fabila hubo de echar mano de fuentes primarias (observación objetiva, observación participante e incluso militante, entrevistas y documentos de archivo, entre otros) y secundarias (informes, sobre todo), además de un tratamiento propiamente etnográfico de la información sociocultural obtenida.

El omaso que nos entrega la CDI posee una semblanza confeccionada por René Avilés que lo mismo atrae documentación "objetiva" que recuerdos familiares para proporcionarnos el rostro menos académico pero más humano de Alfonso Fabila. Sigue a la semblanza un estudio introductorio realizado por José Martín González Solano, cuya lectura deviene útil —al lector no especializado— para comprender el estilo y los temas comprendidos en el Informe..., y cierra, luego del texto central, con un anexo cuya incorporación o manifiesta el valor que para Fabila tenía el tema agrario y, dentro de él, los títulos primordiales. Y, de principio a fin, el lector encontrará remansos visuales con casi un centenar de magníficas fotografías realizadas por el propio Fabila, que acompañan a algunos dibujos y pinturas del etnógrafo en cuestión para hacer, juntamente con el texto, un todo agradable al lector.

Quizá a quien ha pasado por círculos académicos en las últimas décadas, sin un conocimiento de la antropología realizada en México y sin aproximaciones al indigenismo, parezca que este ha sido el único producto de Alfonso Fabila, lo que, además de nada cierto, es injusto porque su obra etnográfica es profusa, como lo indica la bibliohemerografía incorporada hacia el final del libro por los editores; parte de esta injusticia ha sido generada en las aulas donde personajes como Pablo Velázquez y el propio Fabila fueron opacados por las figuras de Calixta Guiteras Holmes, Alfonso Villa Rojas, Gonzalo Aguirre Beltrán y otros que, por su trabajo político, académico y etnográfico han sido convertidos en "clásicos" del indigenismo. Quizá a Fabila se le conozca más por su producción literaria, lo que también es injusto, porque fue mucho más polifacético: etnógrafo, hombre de letras, periodista crítico, militante de izquierda, pintor, fotógrafo y humanista. Y justamente Mixtecos de la costa. es un material que nos permite aquilatar sus diversos rostros.

Fabila era un observador agudo y sensible. Capturaba los problemas y ubicaba fuentes y soluciones de éstos sin concesiones a las autoridades locales, ni a los operadores de programas específicos, pero en cambio sí se dolía de las desgracias ajenas. El lector de Mixtecos de la costa. podrá percibirlo con facilidad y quizá pueda compenetrarse de la manera de hacer etnografía a mediados del siglo XX, a la vez que podrá advertir los principales temas y problemas en los que incidía el INI en su momento. También podrá percatarse el lector que: en tanto estudio, el texto carece de pretensiones teóricas y de simpatías por corriente antropológica alguna, pero abunda en datos, sensibilidad y compromisos: en primer lugar, un compromiso —y fidelidad— con la institución para la que laboraba en ese momento (1956): el INI y, a través de él, deja traslucir un indigenismo que podríamos calificar de comprometido, de contenido social y humanista, aunque parezca redundante la expresión. En efecto, no son pocos los pasajes donde Fabila exalta la labor realizada por el INI para allegar a Jamiltepec los servicios médicos [pp. 106, 124] que los nativos usaban con poca frecuencia, toda vez que hacían uso de "la medicina tradicional casera a base de yerbitas [nótese el sarcasmo] y la que los curanderos y brujos emplean a base de manipulaciones mágicas cuyos resultados ya pueden deducirse" [p. 110]. Tampoco escasean las referencias a los beneficios que derramaba la institución al introducir semillas híbridas, frutales y hortalizas "que casi no se conocían" [p. 47], o al promover los servicios sanitarios que habían coadyuvado a erradicar el paludismo en la zona mediante programas de "dedetización" [p. 113].

Por otro lado, en el mismo tenor del elogio a la labor del INI, y a diferencia del discurso pedagógico en boga, Fabila consideraba a la educación , promovida por el INI —en zonas indígenas— como una educación formal completamente diferente "de la que da el Estado en forma federalizada" [p. 201], y de calidad superior porque, al ser impartida por un promotor bilingüe "que utiliza combinadamente el mixteco y el castellano... los pequeños pueden entender con facilidad lo que se les enseña" [p. 207].

Este investigador, que lo mismo documentaba con dibujos, pinturas o fotografías (algunos usados para ilustrar el hoy libro), quizá imbuido del espíritu que había forjado en las lides anarquistas y más tarde en su militancia dentro del Partido Comunista Mexicano, hizo del estudio una forma de diagnóstico y de éste un instrumento de denuncia. Su preocupación por el excesivo consumo de alcohol entre los mixtecos del Distrito de Jamiltepec [p. 126] es paradigmática. La escasa atención de las autoridades locales por la salud es expresada sin tapujos: "¿Qué hacen las autoridades locales sobre la cuestión? Nada, absolutamente nada" [p.106]; y en materia de exclusión de los indígenas por los mestizos en los puestos y cargos agrarios, municipales, así como de la manipulación de autoridades tradicionales, Fabila tampoco guardó silencio [pp. 232–233], tanto como no lo hizo al denunciar la inhumana explotación de la fuerza de trabajo indígena con cuyos frutos se enriquecían los mestizos de la región [p. 100].

Producto de su época y su experiencia de vida, Fabila además estaba convencido de la misión del INI y de su propia manera de entender al indígena. Página tras página nos desvela, con sus fotografías, el paisaje, la cotidianidad, la presencia física del mixteco —aun en su desnudez o su semidesnudez— y de sus expresiones estéticas para acercarnos a una reflexión cuasi romántica y una mirada que nos permite a la vez ver, como Diego Rivera, la belleza del indígena que sólo puede mirarse a través de un humanista comprometido con los indígenas y marginados. Pero su admiración y compromiso, como nos cuenta René Avilés en la semblanza inicial, no se agota en el trazo, las pinceladas o la impresión en el papel fotográfico, sino en otros planos: la lengua, por ejemplo, fue también motivo de preocupación del amanalquense, de allí su enorme preocupación por la pérdida del mixteco porque creía que su desaparición pondría en riesgo su propia identidad. Y más allá: abrir las puertas de su casa a los indígenas que viajaban a la Ciudad de México para atender sus asuntos del ámbito federal habla de o su calidad humana y de un cierto ethos de investigador comprometido no sólo con la información, el dato, el objeto de estudio, sino con algo que antecede a todo ello: esos indígenas, antes que informantes, antes que sujetos estudiables, eran seres humanos y en calidad de tales Fabila los vivió.

La aparición de Mixtecos de la costa. es un hito en la historia de la antropología mexicana tanto como debió serlo el estudio de su autor en su momento. Constituye una reivindicación tan tardía del autor como lo fue el otorgamiento que le hicieran de la presea Manuel Gamio al Mérito Indigenista post mortem. Lo es hoy porque parte de ese ethos debería deslizarse a las aulas donde se forman los antropólogos futuros; debería rememorarse y vivirse en los círculos de investigadores presentes. Lo es hoy porque el estudioso no sólo encontrará en sus páginas esa forma tan personal de hacer etnografía, que parece dirigida por un guión preestablecido que lo mismo daba para registrar lo existente y dar cuenta de lo que "no hay", como si un estudio pudiese tener potencial explicativo con las inexistencias.

Mixtecos de la costa., además de ser un material digno de formar en la lista de los clásicos del indigenismo por su elogiable etnografía, es un documento histórico: es un testimonio de la forma de vida, de la organización social, de la cultura mixteca de mediados del siglo XX y, por ello, referente obligado, ya, para construir cualquier marco de antecedentes de todo estudio sobre la etnorregión; es un documento histórico que además nos dice de esa forma de hacer etnografía con miras a proyectos de antropología aplicada que, por cierto, no se decidían desde la etnografía misma, sino desde un programa político estatal sugerido, a su vez, por los antropólogos teóricos que, a la vez que investigaban, coordinaban el proyecto indigenista y tomaban decisiones. Por ello es una lectura obligada para los estudiosos de —e interesados en— la llamada antropología mexicana, la investigación etnográfica y las técnicas y métodos de investigación. De todos ellos habrá que esperar la respectiva indulgencia para el autor, a quien escaparon algunos yerros que con seguridad resultarán chocantes a los puristas de la ortografía. Para finalizar, y para su acceso, permítaseme proporcionar la siguiente ficha:

FABILA Montes de Oca, Alfonso. Mixtecos de la costa. Estudio etnográfico de Alfonso Fabila en Jamiltepec, Oaxaca (1956), prólogo de José Martín González Solano y semblanza de René Avilés Fabila, México, CDI, 2010 (Pioneros del Indigenismo en México, núm. 3), 302 pp., ISBN 978–970–753–162–8 para la obra e ISBN 978–970–753–183–3 para la colección. Incluye: mapa en color; dibujos, pinturas y fotografías del autor; tablas estadísticas, apéndice, bibliografía del introductor y bibliohemerografía de Alfonso Fabila.

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