Introducción
La literatura lava con lágrimas ardientes los ojos de la historia Lídia Jorge
Con mucha frecuencia se ha enfrentado el viejo problema de las relaciones entre literatura e historia acudiendo al conocido procedimiento de exaltar aquélla con expresiones poco sustentadas y subjetivas, como que la literatura es más verdadera que la historia, que aquélla dice lo que ésta calla, y muchas otras afirmaciones que ya no aportan absolutamente nada para ahondar en la indagación del fenómeno. Para eludir los callejones sin salida es necesario apartarse también de otro tipo de consideraciones centradas en el nivel del estilo que, al fin de cuentas, se funda en la exploración de los rasgos lingüísticos porque por este camino estaríamos admitiendo que la literatura es discurso especial, es trabajo con un lenguaje aparte, distinto del cotidiano, en la más clara lógica formalista.1 Por lo demás, ya hace algunos años que los estudios de Hayden White nos hicieron recordar el cariz imaginativo que anida en cada reconstrucción histórica y nos alertaron sobre su naturaleza poético-retórica, con lo que se dio un giro en el modo de pensar este rasgo como algo exclusivo del arte verbal.2
En el presente ensayo voy a centrarme en un acontecimiento específico, materia de la disciplina historiográfica y también de la literatura, para intentar explicar una faceta de estas relaciones: la presencia de la comunidad china en México y las explosiones racistas contra ellos, episodios no siempre recordados, con frecuencia obliterados cuando el discurso oficial dominante intenta exaltar el espíritu generoso y hospitalario del mexicano. Algunos historiadores, como mostraré, se han dado a la tarea de reconstruir los hilos de estos sucesos; y el asunto tampoco ha sido del todo ajeno a la creación literaria, aunque no abunden las recreaciones históricas ni artísticas del fenómeno. Voy a referirme al cuento “Las palabras silenciosas”, de Inés Arredondo, que construye una muy bien lograda imagen artística de esta historia que, además, tiene el interés adicional de tratarse no de una novela, sino de un relato breve: no olvidemos que ha sido mucho más explorado el asunto de las relaciones entre historia y literatura a partir del género novelesco.3
No quiero dejar de apuntar que estos acontecimientos tan bochornosos han sido borrados o silenciados con una frecuencia inaudita no sólo de los libros de historia nacional, sino que pocas veces se alude al asunto en las diversas expresiones culturales y artísticas. Esto le da un matiz particular también a la exploración que pretendo iniciar aquí. No se trata de una historia heroica, épica, sino de una serie de episodios de ignominia. Entonces, dado que las reconstrucciones históricas que se han hecho, aunque sean pocas, nos han legado un cúmulo de información imprescindible, no es pertinente apelar al consabido argumento de que la literatura es más verdadera al desnudar las falacias con las que la historia oficial ha contado el pasado.4 Tampoco se puede perder de vista que la actividad historiográfica no se limita a las reconstrucciones oficiales del pasado, y que las relaciones entre historia en tanto disciplina social y la literatura, arte verbal, son complejas, de complementariedad y distancia. Es necesario detenerse en una reflexión que guíe el análisis que me propongo emprender aquí.
Historia y literatura. Dos mundos entrecruzados
Ya hace algunos años Antonio Cornejo Polar se quejaba de la visión empobrecida de los críticos literarios que apelaban a la distinción entre texto y contexto, pues, por una parte, “se reduce la historia a la serie política, económica, social, etc., y por otra, estamos reduciendo la literatura a una especie de expresión puramente subjetiva o intersubjetiva que funcionaría en un plano más o menos ideal”.5 Con esta separación tajante e insostenible, denunciada por el teórico, se olvidaba que la literatura ha sido fundamental en la vida de América Latina y que desde la fundación de las naciones se le asignó, entre otras funciones, la de contar la historia y contribuir así a la formación de la conciencia patria. Eso que se ha llamado contexto, y que con tanta frecuencia se ha separado arbitrariamente, es parte del texto y no se puede comprender éste sin aquél. En consecuencia, los esfuerzos de reconstrucción histórica del pasado son alimento fundamental del texto artístico. Desde los orígenes, entonces, en estos países han caminado unidas la historia y la literatura, hermanadas en una misma misión, aunque cada una la cumpliera de distintos modos.
Ahora bien, para avanzar es preciso delimitar con mayor precisión la historia en cuanto hechos del pasado que pueden constituirse en fuente de alimentación de las obras artísticas y la Historia en tanto disciplina que se impone la tarea de organizar esos hechos e interpretarlos en un relato. No cabe duda de que en la primera acepción estamos ante ese cúmulo de materiales que la vida le ofrece a la creación artística, y que ésta selecciona y organiza imprimiéndole sentidos diversos: justo lo que se ha llamado contexto en los estudios críticos. No puede ignorarse que ha habido una gran cantidad de corrientes dentro de las ciencias sociales, cada vertiente entiende su objeto de estudio de manera diferente y trabaja de modos a veces hasta encontrados, de ahí que tampoco sea pertinente generalizar en aras de proponer una frontera entre literatura e Historia de validez universal. Para los fines de este trabajo sólo puedo atender algunos rasgos que lleven a entender la naturaleza del cuento que me interesa estudiar, su orientación, su relación y su distancia de una reconstrucción elaborada desde la disciplina de las ciencias sociales.
Ahora bien, esos modos en los cuales la creación literaria se ha compuesto con los materiales proporcionados por el actuar humano han variado mucho a lo largo del tiempo y del género del que se trate: en algunos casos, el arte sí ha buscado una comprensión abarcadora y universalizante, como lo pensó Aristóteles, en el momento de recrear las vivencias del pasado. En otros, se ha explorado un episodio histórico para deleite de los lectores, sin indagar a fondo el sentido que se alberga en los hechos relatados, y, a pesar de esto, se alcanza a configurar una imagen artística del pasado.6 Tampoco podemos olvidar una importante vertiente literaria cultivada en particular a lo largo del siglo XIX, la cual buscaba glorificar el pasado para contribuir así a la creación de símbolos identitarios e incluso legitimadores de un determinado estado de cosas: me refiero al abundante corpus de novelas históricas escritas a lo largo del continente. Y éstas son sólo algunas de las modalidades que es posible encontrar en la escritura literaria de los episodios pretéritos en Hispanoamérica, pero hay muchas otras.
Antes de seguir adelante quiero dejar apuntada una dificultad adicional en este trabajo de revisar las relaciones entre la escritura literaria y la histórica, pues me ocupa en particular el estudio de un cuento y no abundan las reflexiones ni teóricas ni críticas sobre las formas del trabajo con los materiales de la historia en este género. Ha sido mucho más viable explorar cómo se han dado recreaciones pormenorizadas de sucesos pasados en las novelas, del romanticismo hasta nuestros días. Y es que el cuento, en general, poco estudiado, condenado a ser el hermano menor de la novela, casi siempre ha sido caracterizado por su brevedad, por los efectos que provoca en el lector, más que en la lógica de su poética genérica.7 No obstante, es importante tener en cuenta que el relato breve nace en Hispanoamérica ligado a las formas de la crónica histórica y se fue conformando como género en el trabajo de recreación de los hechos menudos, sin importancia aparente, a veces guiado por la visión irónica o paródica; no fue ajeno a la necesidad de recrear, de darle voz a otra época, a otros mundos. En varios relatos se ha establecido una relación polémica con las formas tradicionales de contar la historia, y con mucha frecuencia se ha reivindicado el sentido universal que se asienta en esa recuperación de nimiedades que han pasado desapercibidas por la disciplina histórica, a tal punto, que esta pugna ha sido materia de la propia creación literaria:
Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.8
Dice el nazi que está a punto de ser ejecutado. Iluminadora síntesis del sentido que adquiere en el género cuento la voluntad de acercarse a la “otra” historia, la mínima, para atrapar la verdad del destino humano. Entonces, el cuento, como género particular, no ha sido ajeno a la voluntad de trabajar con los materiales que le ofrece la historia, pero su modo de incorporarlos en un mundo ficticio cumple funciones completamente diferentes de las asumidas por la historiografía: un cuento no explica, no detalla, acaso conjetura y busca que un determinado actuar humano se convierta en una metáfora abierta en el tiempo, más allá de la circunstancia precisa.
Ahora bien, sin duda, el problema de la relación entre la Historia y la literatura ha sido trabajado desde múltiples perspectivas que no pretendo ni puedo referir aquí, sólo buscaré establecer las premisas sobre las que se asentará el presente análisis del cuento de Inés Arredondo. Tampoco me interesa ahondar en las diferencias entre ambas, más bien, me importa señalar sus colindancias y coincidencias, lo que no excluye señalar algunas divergencias. Ya no es necesario discutir que la Historia busca contribuir al conocimiento y a la interpretación de los hechos del pasado, y en este espíritu, siempre podremos evocar a Aristóteles, quien separó con nitidez una práctica de la otra por la razón de las diferentes formas de relacionarse con los hechos: “diferéncianse en que el uno dice las cosas tal como pasaron y el otro cual ojalá hubieran pasado”, de donde concluye que “la poesía trata sobre todo de lo universal y la historia, por el contrario, de lo singular”.9 Evidentemente se deben imprimir matices esenciales en el aserto de que la historia dice las cosas “tal como pasaron”. Ahora sabemos que la historia está mucho más cercana de la literatura de lo que se ha querido aceptar: vuelvo a valerme de Hayden White cuando afirmaba que los relatos históricos son “ficciones verbales cuyos contenidos son tanto inventados como encontrados y cuyas formas tienen más en común con sus homólogas en la literatura que con las de las ciencias”.10
Historia y literatura son un depósito de memoria que trabajan los hechos de distinta manera. Es casi una obviedad decir que si leemos un texto histórico y una recreación literaria sobre un mismo acontecimiento del pasado no obtendremos una información y un potencial de sentido homogéneos. “¿De qué son representaciones las representaciones históricas?” se preguntaba H. White. Párrafos más adelante apunta que la narrativa histórica funciona como una metáfora extendida en la medida en que “no reproduce los acontecimientos que describe […] La narrativa histórica no refleja las cosas que señala, recuerda imágenes de las cosas que indica, como lo hace la metáfora”.11 De esta suerte, el filósofo de la historia pone en paralelo ambas esferas de la actividad humana. Sin embargo, no se puede eludir que está partiendo de una concepción retórica de la metáfora. Cuando propone que los relatos históricos son enunciados metafóricos “que sugieren una relación de similitud entre dichos acontecimientos y procesos y los tipos de relatos que convencionalmente usamos para dotar a los acontecimientos de nuestras vidas de significados culturalmente reconocidos”,12 está construyendo su propuesta en el horizonte de la tropología, lo que resulta limitado y problemático, como lo demostró con mucha meticulosidad Paul Ricoeur y al que apelaré más adelante.
Metáfora y ambigüedad son dos nociones esenciales para comprender el modo en el que el relato literario trabaja en la construcción de sus sentidos. En un cuento no encontraremos un seguimiento detallado de los hechos, como lo podemos hallar en una novela histórica; el cuento, como género literario configura una imagen condensada de un momento de crisis, de decisión humana, entre la vida y la muerte y en los intersticios de la trama reverberan episodios de la historia no siempre explícitos. Más adelante explicaré la dimensión metafórica que anida en el cuento y la importancia de la ambigüedad en su composición, pero intentando salir del marco de la retórica. Entonces, como conclusión provisional sobre esta relación entre historia y literatura, apunto que se trata, sin duda, de dos formas de codificación de los hechos, dos aproximaciones a un mundo que se orquestan de diversa manera para dotar de sentido a nuestro pasado y que con frecuencia una alimenta a la otra y viceversa.
Mínimo recuento de sucesos: una cruenta historia de racismo
José Luis Chong hace una revisión de los momentos más importantes en los que se dio la presencia de chinos en México, desde la colonia hasta el siglo XX. En su recuento queda muy claro cómo desde el principio de esta desafortunada historia estuvo presente una valoración racista y de franco rechazo a los orientales, que fueron objeto de tráfico por parte de contrabandistas de esclavos. La relación en la época colonial entre el Virreinato y Asia pasaba esencialmente por Manila y desde ahí se especulaba con mano de obra esclava o se enganchaban grupos de chinos como jornaleros contratados en muy malas condiciones.13
Pero las relaciones chino-mexicanas se intensifican a lo largo del siglo XIX, pues el Imperio chino sufrió durante este período no sólo las guerras internas, sino que tuvo que enfrentar de manera desventajosa las frecuentes invasiones de potencias europeas y de Estados Unidos que buscaban dominar el mercado del opio y apoderarse de los bienes chinos. Cuando el Imperio pierde las llamadas guerras del opio (1839-1842 y 1856-1860), los países ocupantes impusieron un estado de desigualdad, destrucción y hambre que forzó a grandes contingentes de trabajadores a salir de su tierra en busca de mejores condiciones de vida. De ahí los nutridos grupos que migraban a California, atraídos por la pujanza del oro. Ellos representaban la mano de obra más barata, y por esa razón eran contratados por los empresarios poderosos de las minas que fomentaban la migración. Esta circunstancia les granjeó el rechazo de los trabajadores californianos, quienes los empezaron a ver como una amenaza a sus intereses, hasta que en 1888 Estados Unidos les cerró las puertas, después de una intensa campaña de odio.14
Se podría decir que es a partir de este momento cuando se intensifica la presencia de chinos en México, y en general en América Latina, que huían de la persecución desatada en California. A esto se suma la invitación que giró el gobierno de Porfirio Díaz, en su último informe de gobierno de 1896, para que se instalaran en los territorios menos poblados del país.15 Es así como se establecen en Sinaloa, Sonora, Yucatán, Tehuantepec, para trabajar como peones en la construcción del ferrocarril. Más tarde van a Baja California, Coahuila, Tamaulipas. Apunta Puig que para 1910 ya sumaban 13,203 chinos en el país.16 Muy pronto empezaron a prosperar y a dominar ciertos giros del comercio. Estos grupos formaban una comunidad aparte, no se integraban a la sociedad mexicana, no aprendían el español, sólo lo indispensable para comerciar, y continuaban viviendo según sus costumbres y tradiciones.
El rechazo, el odio, hasta llegar a los episodios violentos que se sucedieron a lo largo de la primera mitad del siglo XX en distintas partes de México, hallan sus raíces en el trabajo ideológico racista que se hizo de manera sistemática contra los chinos. Para explicar los episodios cruentos que se vivieron en varias regiones del país es preciso reconocer cómo se había preparado un terreno fértil que se incendió con mucha facilidad: por un lado, está el hecho de que se les vio como boicoteadores de las aspiraciones de los trabajadores mexicanos para obtener mejores salarios, al aceptar emplearse en muy malas condiciones; por el otro, la percepción que se tuvo de que se trataba de una congregación de personajes muy distintos de los mexicanos, en términos de religión, lengua, cultura y que, además, se rehusaban por todos los medios a integrarse y luchaban por permanecer al margen de la vida nacional.
La campaña racista empezó por la estigmatización: se les motejó de “sucios, portadores de enfermedades, de parásitos y sexualmente amenazadores. Propagan enfermedades, la propensión al juego y la drogadicción. Frente a esta ‘inundación de chinos’ los mexicanos patriotas tenían que ‘sanear al país de ese grave peligro, el cual corrompe el organismo de nuestra raza’”.17 Muy pronto se les acusó de vender opio y de dedicarse a la trata de blancas.18 La campaña antichina abarca un largo período en México y conoció momentos de singular violencia, como la matanza en Torreón los días 13, 14 y 15 de mayo de 1911, a cargo de algunos pobladores de la región y de una banda de maderistas de la Laguna que tomó la ciudad. Torturaron chinos, los ejecutaron a sangre fría, hubo descuartizamientos, saqueos y vandalizaron sus comercios. Fueron asesinados alrededor de 300 chinos esos días,19 pero no fue el único suceso que pone de manifiesto el furor racista que se había alcanzado en México.
La campaña fue frecuente a lo largo de la primera mitad del siglo XX, particularmente en Sonora y Sinaloa. En 1923, por ejemplo, se expidieron leyes en Sonora que prohibían el matrimonio de chinos con mujeres mexicanas,20 se hicieron deportaciones masivas y el acoso no conoció su fin hasta la expulsión del país de Plutarco Elías Calles en 1936. Lo que es innegable es que quedaron muchos rastros de este racismo en los intersticios de la cultura mexicana que se manifiesta una y otra vez, en diferentes cauces, y que tiene que ver con el estereotipo que se construyó del chino como sucio, corrupto y vicioso.
Algunos historiadores se han dado a la tarea de contar estos sucesos, han reconstruido los hechos, a veces a contracorriente del impulso oficial de ocultarlos, de condenarlos al olvido. Así, la disciplina historiográfica ha aportado un conocimiento necesario para evitar caer en la autocomplacencia nacional de pensarnos como un país hospitalario, que ha dado asilo a miles de refugiados perseguidos por dictaduras e injusticias en el mundo.21 Aunque no todos los manuales de historia del país recojan estas historias vergonzosas, ahí están, existen, no se pueden negar y han sido contadas de manera sobria y minuciosa por estudiosos de la materia. Estos relatos son fuentes imprescindibles para el conocimiento del pasado. En este punto vale la pena detenerse a revisar el papel que ha jugado el arte verbal para tratar de entender estas relaciones complejas entre Historia y literatura a partir de la exploración de un caso particular. Quiénes se han interesado por la materia, cómo se ha contado, con qué fines.
Una metáfora de la historia de odio
Así como los recuentos históricos, en general, han omitido los episodios de persecución xenófoba de nuestro país, la literatura ha sido elusiva, salvo casos excepcionales.22 Destaca, tanto por su alta calidad artística, como por el género en el que se hizo, el cuento “Las palabras silenciosas” de Inés Arredondo (1928-1989).23 Con este relato se abre el volumen Río subterráneo, publicado en 1979.24 No hay coincidencia temporal entre el mundo recreado y la vida de Inés Arredondo. Estamos ante el ejercicio de la memoria subjetiva de un suceso pasado del que la autora no pudo ser testigo. Sin embargo, han quedado palpitantes muchas huellas de esta historia en el estado de Sinaloa, donde Arredondo pasó su infancia.25
El cuento no tiene la pretensión de reconstruir puntualmente un suceso histórico específico. Crea una imagen artística del destino de un hombre marginado, empujado a los bordes de la vida, invisibilizado por la sociedad, y acosado por su propia familia hasta el extremo fatal, resultado de la serie de episodios históricos de persecución y acoso. Se trata de una configuración ficticia, sin referentes específicos, que ahonda en el destino individual del personaje, lejos ya de la estética realista.26 En otras palabras, hay una clara alusión a un mundo específico, pero no se apoya en datos precisos ni recrea la historia bajo el rigor de la veracidad; elige contar un momento de tensión entre dos fuerzas vitales, dos horizontes valorativos para iluminar una faceta de la condición humana vulnerable y frágil. Las coordenadas témporo-espaciales del relato son explícitas y por ello es posible anclar los hechos en un mundo particular, con una referencialidad específica; sin embargo, como se verá, las connotaciones que el relato adquiere, por el trabajo artístico con un tono, por sus evocaciones, lo van perfilando como una metáfora del destino humano.
Se puede afirmar que no está en el proyecto estético de Arredondo construir un argumento que se desenvuelva en el plano de los hechos empíricos, sino atrapar una historia singular que ayude a comprender una vivencia extrema de un ser humano sometido a la radical incomprensión. Así formulaba la escritora su idea de la creación artística:
Y no solamente quiero tener para hacer, sino que quisiera llevar el hacer, el hacer literatura, a un punto en el que aquello de lo que hablo no fuera historia sino existencia, que tuviera la inexpresable ambigüedad de la existencia.27
Me parece que, en esta medida, estamos ante un texto que puede servir como guía inicial para orientarse en la indagación de estas relaciones entre visión histórica y visión artística, justo porque la autora apuntaba hacia la aprehensión del sentido más profundo de la existencia humana que sólo puede dar el arte. Para el caso importa mucho destacar la idea de la ambigüedad a la que alude Arredondo, puesto que es esencial para comprender la forma en la que se elabora el sentido en la imagen artística, frente al relato histórico. Antes de seguir adelante, vale la pena citar el juicio crítico de Jorge Von Ziegler porque expresa con mucha precisión este modo de ser de la escritura de Inés Arredondo: “Sus cuentos imponen a la memoria personajes y situaciones, más que argumentos, y, sobre esas situaciones y esos personajes, una suma de ideas e imágenes obsesivas que quieren determinar la esencia humana”.28
A diferencia de los materiales con los que trabaja la disciplina histórica, el acontecimiento que narra Inés Arredondo no es algo preexistente que hubiera tomado del pasado nacional, es una configuración artística: el mundo ficcional que construye, sin embargo, tiene claros vínculos con el episodio histórico que está en el trasfondo de la anécdota. De regreso, la imagen poética que se ofrece permite leer de manera renovada esos sucesos lamentables de la vida mexicana: el arte da nuevos ojos para orientarse en el mundo.29 No sólo señala y muestra los hechos bochornosos de nuestra historia, sino que hace mucho más que eso: crea un mundo sensible, lleno de sentido, en contra del olvido. La trama gira alrededor de un personaje, en él desembocan los destinos de toda una comunidad y en la capacidad polisémica que desatan los textos poéticos, se abre como una reverberación hacia el vasto destino de la humanidad perseguida y acosada.
El cuento puede ser visto como una metáfora, pero no pensada ésta en los términos en los que lo formulaba la retórica como un tropo que consistía en una comparación abreviada, sino en su capacidad para “re-describir la realidad”.30 La metáfora, vista desde una perspectiva más amplia, trasciende el nivel de la palabra y de la frase, construye una imagen que tiene el poder de “proyectar y de revelar un mundo”.31 Entonces, el cuento de Inés Arredondo, en su totalidad textual, construye una imagen que ahonda en el sentido de la existencia, sin detenerse en los detalles constatables de un suceso, sin arraigarlos en hechos documentales, como lo hace el relato histórico, sino en el punto exacto del profundo dolor humano, de un individuo que reúne la potencialidad de ser cualquier otro ser humano sufriente. Veamos cómo lo hace.
“Las palabras silenciosas” no nos da un recuento de sucesos precisos rastreables en la historia nacional o regional, ni siquiera está la pretensión de verdad, como se presentan muchos relatos ficticios. Sin embargo, hay una clara apelación al contexto de persecución y de odio hacia los chinos: el personaje central es un chino, Manuel, el nombre sobrepuesto que oculta allá en el fondo, el verdadero, el que no ha sido pronunciado. Manuel es un trabajador agrícola en la hacienda de don Hernán, en el campo sinaloense y éste le había brindado protección “cuando la gran persecución a los chinos en el noroeste”,32 dice el narrador. La anécdota es sencilla, comprime la historia de una vida en un relato lineal, a cargo de una voz en tercera persona que parece saberlo todo sobre el chino. Apenas apunta aquí y allá algunas coordenadas sobre esa vida, pero lo verdaderamente importante, el meollo del cuento está en la construcción de la imagen de la incomunicación, de la soledad, del destierro interior del personaje. Y por ello el relato va a girar alrededor del lenguaje.33
Manuel apenas puede pronunciar el español, una lengua que según las apariencias nunca pudo aprender del todo, supuesto que el narrador se encarga de desmentir: mundo interior y exterioridad opuestos. Es sólo la pronunciación la que lo marcará y apartará de los demás: “No era ni siquiera los nombres de las personas, de las cosas lo que se le escapaba, era solamente la articulación. Y eso era todo: suficiente para que lo consideraran inferior, todos, todos…”.34 Entre Manuel y los otros se crea un abismo, una imposibilidad de comunicación que lo deja al margen, infantilizado: “Sabe que se dice ‘verdura’, pero no lo puede pronunciar. Hay tantas cosas que quisiera decir, que ha intentado decir, que renunció a ello porque suenan ridículas, él las oye ridículas en su tartajeo de niño que todavía no sabe hablar”.35 En la imposibilidad de dominar la fonética española se cifra el destino de exclusión radical del personaje: la lengua es la señal de pertenencia a un grupo, a un lugar, sin ella no hay nada. Por ello la propia identidad del personaje queda oculta tras el nombre occidental que adoptó y se moverá en el mundo con un nombre arbitrario, pura convención.
En contraste con su incapacidad para pronunciar correctamente algunos fonemas, el cuento se adentra en la riqueza poética de que se nutre la imaginación del personaje, una imaginación plagada de reminiscencias de su tierra, de su cultura tan distante y dejada atrás, que nadie más a su alrededor entiende ni comparte. Su opción vital es expresada mucho mejor por los versos de Li Po: “No el mundo de los hombres,/ bajo otro cielo vivo, en otra tierra”.36 Alejandro Lee apunta sobre esta elección de la cuentista: “Instead of revealing what Manuel thinks, Arredondo makes Chines stanzas flow from his mouth. While the use of poetry can be interpreted as a salute to the mellennia-long Chinese literary tradition, it certainly denies Manuel his true voice”.37 Y es indudable que el mundo interior de Manuel no puede ser expresado en un universo lingüístico tan distante del suyo, porque la visión, la identidad esenciales están estrechamente ligados a una lengua en particular.
Arredondo no se arriesga a impostarle una voz, de ahí que opte por hacerlo el portador de esa milenaria tradición, pero todo el relato corre a cargo de un narrador externo, que casi siempre focaliza en su personaje, lo que permite al lector tener, al menos, indicios de esa identidad. Así, ajeno por completo a la torpeza que se le atribuye, su expresión interior está plagada de una melancolía lírica y una ética taoísta de recogimiento y respeto, de comprensión y compenetración con la naturaleza con la que sí sabe hablar, por ello casi siempre las expresiones de Manuel son réplicas en sordina a los reclamos que la sociedad le hace. El cuento pone en tensión así dos culturas, dos actitudes vitales que no pueden encontrar reconciliación porque una está ligada al silencio, al recogimiento interior y al respeto, mientras que la otra, la occidental, es superficial, basada en meras apariencias, atropella, niega, destruye.
El trabajo con la tierra y la relación con sus frutos es esencial en el establecimiento de una frontera que no podrá traspasarse de una cultura a otra. El chino halla el placer en el cultivo de las flores y verduras que vende, porque está ligado a una mística de amor por la naturaleza: “Y seguir así, disfrutando en el silencio de aquello que no era trabajo sino adivinación y conocimiento”.38 Por ello sus hijos nunca pudieron aprender el cultivo que intentó enseñarles: anidaba un desprecio radical en ellos que impedía cualquier acercamiento. En cambio, él vive absorto en sus tareas y este sustraerse no le ha permitido constatar otras diferencias culturales que lo estigmatizan como chino: el sombrero cónico que usa y hasta su andar, al “ritmo de sus saltitos de pájaro”.39
La persecución, el acoso y el atentado contra la vida de Manuel se materializa en la petición de la tierra que le formulan esos hijos tan distantes a él. La pretensión de despojarlo de la parcela que le prestó el hacendado para cultivar flores y verduras simboliza una clara amenaza de desarraigo definitivo, la negación de cualquier raíz que hubiera podido echar y, por tanto, de cualquier sentimiento de pertenencia, por eso resulta tan decisivo y fatal. En este gesto de los hijos encontramos un claro guiño a la historia nacional, cuando los mexicanos anhelaban las posesiones de los chinos afincados en estos territorios: los pensaban prósperos, tacaños, y sin derechos en estas tierras, de ahí los constantes atropellos para quedarse con sus propiedades. En el cuento se extreman los hechos al encarnar sus propios vástagos este intento de arrebatarle los bienes al padre -“Miró a sus hijos altos, fieros, extraños”-40, con lo que la imagen poética se expande hasta representar el autodesprecio a la raza amarilla que anidó entre los mismos descendientes de chinos. La solución artística final del cuento adquiere tintes simbólicos, pues Manuel decide inmolarse, antes que permitir la humillación extrema de ser despojado. En una sintética descripción de sus actos, la voz narradora da cuenta de su decisión de prenderse fuego, en un ritual que parece un paso a otra dimensión, a otra forma de existir. La naturalidad con la que se da cuenta del suicidio pertenece al horizonte cultural oriental; el narrador se mantiene junto a su personaje, sin juicios: cuando un ser humano ha perdido todo lo que tenía y hasta corre el riesgo de ser humillado, es legítimo quitarse la vida, a diferencia de la aversión arraigada hacia los suicidas en la cultura occidental. El suicidio en este cuento es un acto reivindicador de la dignidad humana.
La literatura, más que reflejar, refracta la realidad, pues ni puede ni quiere ser fiel a sus referentes, se trata de un mundo construido por medio de las palabras, donde el tono, el ritmo, la cadencia, es esencial para aprehender un modo particular de mirar y de concebir la vida. En este proceso de refracción un relato como éste se abre en múltiples direcciones: la carencia de sentido sin solidaridad, sin pertenencia, sin verdadera comunicación con los otros y la elección digna de un ser humano sometido al acoso extremo, reverberaciones todas que nos pueden evocar cientos de sucesos ocurridos. Por esta razón, la imagen de Manuel-bonzo puede erigirse en una especie de símbolo de la soledad y del desarraigo del ser humano. El cuento “Las palabras silenciosas” crea un mundo ficcional, autónomo, pero con fuertes vínculos con una historia específica; sin embargo, por la forma en la que se configura en su interior la red de referencias y de evocaciones, por su renuencia al dato preciso y exacto, el texto motiva en el lector un caudal de posibilidades de sentido que no se agota en la anécdota contada.
Me parece que en la tarea de establecer las relaciones y las fronteras entre la escritura artística y la historiográfica puede resultar muy iluminador también recuperar el sentido de la ambigüedad, porque sin ésta no es posible captar en el fondo el proyecto que anida en la creación artística. Recordemos que la disciplina científica busca la veracidad, la precisión del suceso relatado, mientras que el arte busca nutrirse de las posibilidades de sentidos múltiples que late en cada hecho humano. De nuevo Ricoeur puede ser de gran ayuda para establecer una mejor comprensión de la forma en la que se compone el texto artístico:
sólo hay ambigüedad cuando, de las dos significaciones posibles, sólo se necesita una, y el contexto no da pie para decidir entre ellas. Precisamente, la literatura nos presenta un discurso en el que hay un abanico de significaciones posibles, sin que el lector se vea obligado a elegir entre ellas.41
De esta precisión podemos extender un tanto la idea de la ambigüedad en la imagen artística como la apertura a múltiples posibilidades, donde una no excluye la otra; los hechos, tengan un fundamento histórico o no, son sometidos a una representación imaginaria en la que se exploran sus múltiples ángulos y alcances; por ello los vacíos de información, los silencios, la renuencia a dar explicaciones que cercarían los sentidos en una sola dirección.
A este fin obedece el estilo sobrio y contenido de la expresión del narrador. Sus oraciones son concisas y ante las preguntas que pueden formularse acerca de la identidad y de las razones por las que Manuel toma sus decisiones, opta siempre por el silencio: “Allá, en el fondo, está su verdadero nombre, pero no se lo ha dicho a nadie”.42 Más drástica aún es su renuncia a describir la decisión fatal del final del cuento: los hijos reclaman su derecho a las tierras, el chino sabe que son de don Hernán y que éste no va a dejarse despojar; el narrador, de modo concluyente, apunta: “Pero no se trataba de eso”.43 Y los lectores sabemos que no hace falta mayor explicación porque podemos sentir la dimensión de la incomunicación, la carencia de amor, y, por tanto, la falta de sentido, que ese personaje está enfrentando. Con esta parquedad se elude el patetismo y se intensifica el sentido trágico de esa vida. En la historia de Manuel se crean las múltiples evocaciones del destino de la humanidad acorralada y condenada por los propios descendientes.
No puedo dejar de detenerme en un aspecto de la caracterización que he estado dando y que puede parecer paradójico con lo apuntado arriba: la elección de un personaje en particular para construir un relato literario, mientras que en la recreación histórica no importan tanto los destinos individuales, la miseria del sufrimiento íntimo, personal, de los actores de la historia, sino la marca que un suceso deja en la colectividad. Por supuesto que tenemos la larga tradición de relatos históricos que se enfocan en la reconstrucción de la vida de un actor, un héroe, pero no buscan erigir a ese personaje en un símbolo de otros hombres: nunca se pierde de vista que la indagación en el destino de ese personaje en particular obedece a la repercusión que tuvo en el mundo que habitó. La literatura, en cambio, para significar el alcance de un hecho en la vida de una sociedad, ahonda en la indagación de las heridas personales, porque lo que un individuo sufra, lo puede sufrir cualquier otro, como lo formula Borges: “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre”.44 El destino de un ser humano tiene que ver con todos los destinos humanos, más allá de las circunstancias exactas y cambiantes en las que la vida de cada individuo transcurre.
La creación literaria, en tanto arte, implica una particular mirada al mundo, a la vida, y como tal tiene la posibilidad de abarcar, integrar, cohesionar, dar sentido armónico y total en una imagen compleja, distintos niveles existenciales que no siempre aparecen integrados, como lo ético, lo cognitivo, lo emotivo. Lo estético, en la medida en que plasma una imagen nueva de la vida y del ser, da orden y sentido al caos de lo factual. En lo estético siempre está en juego la memoria y la imaginación.