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Medicina y ética

versão On-line ISSN 2594-2166versão impressa ISSN 0188-5022

Med. ética vol.32 no.2 Ciudad de México Abr./Jun. 2021  Epub 14-Ago-2023

https://doi.org/10.36105/mye.2021v32n2.03 

Artículos

Reflexiones sobre dolor, sufrimiento y existencia propia

Octavio Carranza Bucio* 
http://orcid.org/0000-0001-8755-5882

* Médico, profesor de Fisiología humana; candidato a doctor en Filosofía. Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México. Correo electrónico: drocarra@hotmail.com


Resumen

En este trabajo se hace un análisis aproximativo del estudio fenomenológico hermenéutico del dolor en la facticidad del vivir propio. Su objetivo es visualizar el dolor como determinante en la apertura a la existencia del ser, del ser-ahí, en perspectiva heideggeriana. Se expone la experiencia de la vida dolorosa como experiencia fáctica del vivir en sí mismo, y el conflicto ético que plantea la alteridad: la dificultad de comprender el dolor de los otros desde su propio experimentar dolor. Este conflicto ético aparece en la conciencia del médico cuando éste asume el compromiso de ir más allá de la ayuda instrumental e intenta ver el sufrimiento del enfermo desde la realidad del otro como sí mismo. La hipótesis que subyace en este análisis es que el sufrimiento del dolor abre camino a la existencia propia; sin embargo, evidencia el obstáculo de comprensión del otro. Se concluye ratificando la idea de que el dolor tiene carácter de «existenciario» (término de Martin Heidegger, que significa un modo de ser-en-el-mundo).

Palabras clave: facticidad; existenciario; experiencia; conflicto ético

Abstract

In this work, an approximate analysis is made of the phenomenological hermeneutic study of pain in the face of one’s own life. Its objective is to visualize the pain as determinant in the opening to the existence of the being, of the being-there, in the Heideggerian perspective. It exposes the experience of painful life as a factual experience of living in oneself, and the ethical conflict posed by otherness: the difficulty of understanding the pain of others from their own experience of pain. This ethical conflict appears in the conscience of the doctor when this one assumes the commitment to go beyond the instrumental aid and tries to see the suffering of the patient from the reality of the other like itself. The hypothesis that underlies this analysis is that suffering from pain opens the way to one’s own existence; however, it highlights the obstacle to understanding the other. It is concluded by ratifying the idea that pain has an existential character (Martin Heidegger’s term).

Keywords: factuality; existential; experience; ethical conflict

Introducción

Este texto sobre el dolor, el sufrimiento y la existencia es un acercamiento al tema de la investigación filosófica sobre salud-enfermedad desde una perspectiva de la filosofía existencial, misma que intento que sea la investigación de mi tesis para el doctorado en filosofía. El hilo conductor de la investigación ha sido desvelar cómo el dolor y el sufrimiento, en cuanto temples fundamentales del ánimo, son desde sí mismos fenómenos existenciarios. En todo el desarrollo del estudio, y en este artículo también, busco contrastar la concepción clínica que prevalece en la medicina con el análisis existencial de la fenomenología hermenéutica heideggeriana.

Dolor y sufrimiento son dos fenómenos cuya aparición es casi universal en la medicina clínica. Ambos son muy frecuentes como síntomas y/o signos indicativos de daño orgánico. En este sentido, dice Joan-Carlos Mèlich (1), «no es el buen sentido, o la razón, como pensaba Descartes, sino el sufrimiento lo que está mejor repartido en el mundo». Por su parte, Schopenhauer piensa que el dolor es consustancial a la vida, y la vida no es sino padecer (2). No obstante, el análisis semiológico de cada uno de estos fenómenos es muy distinto, la clínica abunda en descripciones tipificadoras del dolor somático: localización, irradiación, tipología, intensidad y duración, y todo este análisis tiene el propósito de concebir el dolor como fenómeno objetivo. En cambio, no hay criterios firmes para tipificar el sufrimiento clínico, y mucho menos para un análisis existenciario.

Paul Ricoeur sugiere que la clínica se entrecruce con la fenomenología para comprender el sufrimiento, cuya semiología apunta a «los afectos abiertos a la reflexividad, al lenguaje, a la relación con uno mismo, a la relación con el otro, a la relación con el sentido, al cuestionamiento» (3). Ricoeur propone dos ejes de análisis semiológico para el sufrimiento: la relación sí mismo-otro y el hacer-padecer. En el sufrimiento, el sí mismo se acrecienta al anularse la representación, pues en todo intento de pensar irrumpe el sufrimiento.

Es evidente que la medicina puede dar cuenta del dolor con bastante precisión, al menos en sus manifestaciones físicas. No es el caso del sufrimiento, fenómeno ante el cual la clínica no posee un modo estándar de proceder. Pese a ello, frente al enfermo, al médico se le aparece el sufrimiento del otro, lo confronta consigo mismo y desvela su existencia propia. La hipótesis que planteo al respecto es que, ante el sufrimiento del otro, el médico experimenta un conflicto ético al afrontar la dificultad para comprender la situación que vive el prójimo. Por tanto, en este texto me propongo discurrir sobre cómo el dolor y el sufrimiento se ligan a la existencia. Cómo el dolor despierta el miedo en medio de la noche y el ser tiembla en un baño de angustia. Cómo el dolor se trueca en sufrimiento: ese dolor que trae el peor de los temores al vivir, y es una novedad extraña y siempre inesperada que perturba la cotidianidad de la vida. Dolor que es acontecimiento propio, cuyo sentido lleva a vislumbrar la existencia.

Parece, pues, que hay una doble vía para acceder a comprender el dolor y el sufrimiento. Por un lado, el intento de la ciencia médica por establecer dolor y sufrimiento como categorías determinadas por las condiciones fisiológicas. Por otro, lo propuesto por la fenomenología heideggeriana para visualizar estos fenómenos como existenciarios. Ambas posturas no parecen irreconciliables, pero sí plantean una dificultad metodológica en la propedéutica de la medicina clínica. La clínica es una técnica que protege al médico del involucramiento en la situación que vive el enfermo, el análisis existencial; en cambio, expone al médico a experimentar la «experiencia» existencial del otro y de sí mismo.

Respecto del conflicto ético pienso, con Maliandi, que la naturaleza propia de la ética es la conflictividad (4). En este caso, me refiero a la situación que vive el médico frente al enfermo bajo el imperativo de comprender el sufrimiento de otro que no soy yo, a partir de sí mismo. Designaré el conflicto como el dilema de la comprensión del otro. Los argumentos del dilema son los siguientes: es imperativo comprender el sufrimiento del enfermo para ofrecer un alivio al sufriente. No puedo ofrecer alivio si no he comprendido el sufrimiento. Ofrecer alivio sin haber comprendido significa enmascarar el sufrimiento y perder la oportunidad de actuar auténticamente.

Heidegger considera que el ser del hombre es un ser-en-el-mundo. Esta relación determina responsabilidad, ya se trate del mundo propio o del mundo intramundano. La esencia del ser-ahí (dasein) es su existencia. Pero la existencia implica la comprensión del mundo. Por tanto, suponemos que el otro aparece como otro en el mundo y, en consecuencia, ese otro sufriente es mi responsabilidad, sobre todo, si tengo su solicitud de ayuda. En este sentido, la cuestión que hay que plantear gira en torno a dilucidar las condiciones de posibilidad en que ocurre la comprensión del sufrimiento del otro.

El texto lo he dividido en tres segmentos. En el primero exploro el dolor y el sufrimiento respecto del carácter óntico y categorial del mismo, tal como lo estudia la ciencia de la medicina. Esta parte busca poner en relieve la intención objetivante y cosificadora del otro, en tanto que ente sufriente. En el segundo apartado, oriento el análisis a la consideración del otro en la relación médico-paciente. Esta es una relación peculiar, pues se trata siempre de un encuentro predeterminado por la demanda de atención del sufriente, ante quien supone que tiene el deber de brindarle ayuda. Se han hecho muchos análisis de esta relación y se ha dicho que se finca en la confianza de uno y en la conciencia del otro (5). En el tercer segmento, intento explorar el conflicto ético del médico en primera persona. Si bien el conflicto siempre está presente, es en la conciencia de sí mismo donde se manifiesta con mayor claridad. Finalmente establezco algunas conclusiones.

1. La intención de ser objetivos

Podemos dividir la experiencia del vivir personal en dos momentos. Uno, en el que nuestro vivir transcurre sin dolor y, otro, donde nuestra existencia está atravesada por el desasosiego de padecerlo. Aquí me refiero al dolor percibido por el cuerpo como real. Dolor situado en el cuerpo propio o en el de otro que no soy yo. Hablo del dolor como experiencia sensorial o emocional desagradable, asociado o no a daño tisular (6). Esta concepción clásica del dolor en la medicina supone que el dolor se asocia a estímulos externos que inciden en receptores y mediadores químicos. Esto justifica la multitud de investigaciones neurobiológicas en el campo clínico, buscando ofrecer alternativas curativas de orden farmacológico.

El dolor puede ser percibido de vez en cuando y por cortos lapsos de tiempo, pero, en ocasiones, el dolor se instala y persiste por largo tiempo; esta condición se conoce como «dolor crónico». La sensibilidad dolorosa es idiosincrática, lo cual significa que hay grados individuales de tolerancia. Sin embargo, la naturaleza biológica del dolor se caracteriza por la imposibilidad de que el organismo se adapte a los estímulos álgidos. Por tanto, el dolor crónico persiste en el vivir. En estas condiciones, la vida humana se vive en el dolor. En contraste, vivir sin dolor es lo habitual, lo cotidiano: ese vivir imperceptible y silencioso que oscila entre placer y gozo; ese vivir en el reino de lo que solemos llamar salud.

La neurociencia tiene claro que el dolor es causado por una lesión o enfermedad del sistema somato-sensorial, ya sea central o periférico del cuerpo (7). Se tiene conocimiento preciso acerca de los receptores, de la bioquímica de los neurotransmisores, núcleos y vías nerviosas involucradas y centros del sistema nervioso central que regulan los circuitos neuronales. Este conocimiento resulta fundamental para establecer una correlación entre la lesión y el dolor (8).

Por otra parte, existen evidencias clínicas de dolor percibido, donde no se puede demostrar la lesión tisular. En este caso se habla de dolor psicológico o de dolor construido por el doliente. Un dolor con un fuerte componente afectivo-emocional, ligado a desagrado con el vivir, frustraciones, miedos y ansiedades diversas. Se habla de dolor idiopático o psicosomático, con lo cual el médico supone que se trata de un dolor inexistente, una conducta histérica o psicótica. En este contexto, el dolor es sufrimiento, cuya existencia está en la experiencia del sufriente. El sufrimiento rebasa con mucho al dolor; implica temples emocionales como miedo, desesperanza, ansiedad y frustración. Aún más, el sufrimiento se aleja de la exploración clínica en la medida en que ésta tiene como tópica el cuerpo medicalizado. Es decir, el sufrimiento abre el mundo a la reflexión de los afectos y a la relación que éstos tienen con uno mismo; asimismo, el sufrimiento abre el lenguaje y la búsqueda de sentido. Todo esto escapa a la clínica, se juzga subjetivo y se pasa por alto. La clínica es un proceso objetivador al que nunca renuncia la medicina.

Tanto el dolor como el sufrimiento suscitan temple vivo de existir, un temple que evoca la existencia de sí mismo como otro: yo duelo, «yo sufro, yo soy» (3). La inmediatez parece irremediable, agrega Ricoeur; no tiene espacio para ninguna «duda metódica» cartesiana. Reducido al sí mismo sufriente, soy herida viva. En este contexto, la analítica existenciaria indica la reducción de la representación del mundo, lo que acentuará lo inhóspito del mundo. El sufrimiento, según Ricoeur, implica reducción de sí mismo como otro: no poder decirse, no poder hacerse, no poder narrarse y no poder estimarse. No obstante, Ricoeur concibe el hombre como un ser actuante, agente y sufriente (9). Por tanto, el sufrimiento es una especie de aguante, una forma de sobreponerse a la experiencia del dolor y el sufrimiento.

Estos momentos del vivir con dolor y sin él tienen similitud con la propiedad e impropiedad como modos fundamentales de ser, del dasein, expuestos por Heidegger en la analítica existenciaria de El ser y el tiempo(10). Esta similitud ha dado pie a interesantes estudios sobre la concepción fenomenológica de la enfermedad (11). El sustento de suponer la enfermedad como existenciaria lo proporciona el propio Heidegger, cuando en el número 49, p. 270, pregunta si esto es posible en los siguientes términos: «¿Acaso tendrán que concebirse la enfermedad y hasta la muerte en general -también desde el punto de vista médico- primariamente como fenómenos existenciarios?» (10).

La investigación de Sanz Peñuelas abunda en sugerencias que muestran cómo el proceso patológico produce temples de ánimo ligados a la angustia ante la muerte. En este mismo sentido, he centrado mi trabajo de investigación fenomenológica sobre el dolor, asumiendo este acontecimiento en sí mismo, independientemente de la enfermedad de la que puede formar parte. Es decir, es un síntoma de enfermedad, no es la enfermedad misma. En la mayoría de los tratados de medicina, la percepción de dolor se concibe como un dato indicativo de un posible daño orgánico (12). Pensado así, el dolor puede ser una sensación corporal con diversas modalidades -lancinante (desgarradora), quemante, opresiva- o puede manifestarse como una reacción emocional desagradable acompañada de miedo, angustia y asco.

Todos estos datos del dolor que la clínica intenta mostrar con objetividad son secundarios a la experiencia originaria, tal como la concibe la fenomenología hermenéutica en Heidegger (13). En su afán por ser ciencia positiva, la medicina clínica ha dejado de reparar en los fenómenos originarios que se muestran en el acontecimiento de enfermar. Lo que aquí quiero destacar como acontecimiento del enfermar (ereignis) no es la enfermedad que el médico documenta; no es ni siquiera lo que el enfermo «siente» o piensa que tiene. Lo que adviene es algo más primario entre el ser y el ente: es la aprehensión de la diferencia entre uno y otro (14). La complejidad de este evento radica en su carácter estrictamente ontológico. Lo originario del acontecimiento del dolor es que, fenoménicamente, cada vez se muestra a sí mismo como propio. Es decir, como mi dolor; como el dolor de cada quien. Esto quiere decir que su significatividad se descubre a partir de cómo se muestra en sí mismo. En cambio, la clínica no recaba el acontecimiento, sino sólo su apariencia.

Lo que acontece en el enfermar es lo que se vive como vivencia. Esta vivencia que se experimenta no es nada tangible; casi no es nada, pero es algo. Es ese «algo» que nos pone un temple de ánimo, miedo, amenaza, impotencia, abandono, rencor, desesperanza. Ese algo que se experimenta como impreciso, ambiguo, lleno de desazón; como angustia que presiente la finitud del ser. Puede pasar por un «mal-estar» o por una mera indisposición; como una especie de premonición. Tal vez como una advertencia, un aviso; como algo, en fin, que simboliza nuestra fragilidad en la experiencia del vivir cotidiano.

No se piense que hablamos de dos tipos de dolor. Del dolor que objetiva la ciencia y del dolor que se vive en la vivencia originaria. La única diferencia, si es que la hay, es que esta última no se deja aprehender y tiende a hacer una «experiencia» existenciaria propia. Aquí tiene vital importancia la idea de facticidad, entendida ésta como «estar siendo en el mundo» (15), como «ser la vida que se vive» (16). Este vivirse es pre-reflexivo, y a ello se refiere Heidegger como vida fáctica, ser-ahí, dasein o ser-en-el-mundo. La facticidad alude al hecho contundente de que somos entes y estamos en el mundo como arrojados en él. El verbo «arrojar» en español indica «echar» y connota cierta violencia. Por ello, también puede indicar rodar, lanzar, empujar. En todos los casos, parece que el ente está puesto ahí fuera; es decir, existiendo en el mundo.

Ahora bien, líneas arriba hacía referencia a la similitud entre dolor clínico versus dolor existenciario y propiedad e impropiedad. Para analizar esta similitud era necesario hacer la digresión sobre la facticidad y el ser-en-el-mundo. Ahora podemos decir que el ser-ahí, en tanto que ente, vive en un mundo de entes; se relaciona con ellos, los tiene a la mano, pero este ente, que somos nosotros en cada caso, es diferente en cuanto que tiene un mundo. El modo en que habita el mundo, es distinto de como lo hace una piedra o un animal. El modo fundamental de estar en el mundo, el ser-ahí es ser posibilidad de ser; es decir, elegirse a sí mismo como posibilidad de ser. Y es justamente la interpretación de estas posibilidades las que le dan sentido al entorno de su vida cotidiana.

Al estar siendo en su mundo, el ser-ahí se ocupa y se absorbe en el mundo. Este absorberse en el mundo, lo aleja de sí, lo pierde, lo enajena. A esta condición Heidegger la designa como caída (verfallen) (17). Estar caído es un modo de ser, no un defecto o una deficiencia. Corresponde a la existencia impropia, y tiene el mismo rango que la existencia propia; pero en la primera, el ser-ahí no se tiene a sí mismo, sino que es «uno con otro»; es decir, un modo común y cotidiano de ser con los otros. «Ser uno con otro» indica estar ocupado con otros, bajo el señorío de ellos. «No es él mismo; los otros le han arrebatado el ser» (10). En este modo de ser, el ser-ahí «ha crecido: en él, con él y desde él se lleva a cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, y toda reapropiación» (18). Aún más, propiedad e impropiedad tienen una dinámica de temporalidad, de tal manera que el ser-ahí puede estar siendo en la propiedad y volver a caer en la impropiedad.

2. El dolor del prójimo

La otra cara del dolor tiene que ver con el dolor no propio; es decir, con el dolor que viven otros. Ese otro que es nuestro prójimo, frente al cual podemos percibir el sufrimiento a través del lenguaje no verbal: quejidos, llantos, ceño fruncido, expresión de miedo y angustia. Uno mira el azoro en la cara del otro. Su mirada torcida. Sus manos apretadas estrujando la nada. Frente al ataque álgido, apenas puede hablar. Su cuerpo se dobla, se pliega, se despliega; mira al vacío, su mirada interroga; ¿a quién interroga? ¿qué quiere saber? Nadie responde. Porque no es suficiente saber del dolor, conocer su causa; la fisiopatología puede ayudar, pero no cambia la experiencia.

Uno se para frente al doliente y procura compadecerse de ese prójimo, mostrarse empático con él. Acercarse, extender la mano, explorar su cuerpo, delimitar el territorio doliente y precisar el campo de algidez en su cuerpo. Mientras se hace esta revisión clínica, se oye el grito desesperado, la solicitud de auxilio. Y algo en nuestra conciencia se mueve, tal vez nos traiga a la memoria una experiencia similar. Una vivencia propia. Un gesto de empatía se asoma en nosotros: los indoloros, los sanos; los que en ese preciso momento vivimos al otro lado del dolor: revestidos de blanco, resguardados por un arte de magia que nos permite poder para neutralizar el dolor del otro. Somos ante los otros -esos pobres mortales- poderosos y pudorosos.

Desde esa presencia que somos y parecemos, procuramos un acercamiento emocional con el otro adolorido. No sólo es empatía y simpatía -intencionalidad de empatar el sufrimiento-; también hay un llamado a la conciencia, un gesto auténtico de ayuda solidaria. Sabemos qué hay que hacer, tenemos con qué hacerlo, sabemos cómo hacerlo y lo hacemos. Sin embargo, el dolor es un peculiar fenómeno; es invisible en sí mismo, tanto para mí que soy espectador, como para el otro que lo sufre; en él es un sentir intolerable; en mí es un aparecer inaccesible a los sentidos: no lo veo ni lo oigo; no sé si huele o sabe; no sé si tiene cuerpo y espacio, si tiene tiempo y es un cuerpo. Poco a poco se impone la evidencia de que el dolor del prójimo no puede experimentarse como propio (19).

El otro ahí adolorido es un ser vulnerado, porque es frágil. Vulnerabilis, según el diccionario, indica «que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente» (20). Ser vulnerable, por tanto, significa reconocer nuestras posibilidades limitadas; saber de nuestra fragilidad, de nuestra finitud y nuestra certeza de la muerte. Esa es nuestra condición natural en tanto que entes vivos. Siendo cuerpos vivientes en el mundo, conviviendo con otros entes, quedamos expuestos a ser heridos, desgarrados y fracturados. Nuestro cuerpo es susceptible a las deformaciones de origen; somos un cuerpo que se hace y «complejiza» a partir de elementos mínimos y, por tanto, el despliegue de potencialidades va de menos a más. En ese largo camino de vivirse y experimentar ese vivir, corremos muchos riesgos de sufrir dolor.

Estas peculiaridades del vivir corpóreo fueron advertidas por Aristóteles. Para este filósofo, la vida se distingue por la autoalimentación, el crecimiento y el envejecimiento, así como por el movimiento y el reposo (21). En este tenor, Aristóteles busca caracterizar la vida inanimada, la vida animal y la vida humana mediante la presencia del sentir y de la entelequia, entendida ésta como la facultad de un ente para determinar su dinámica y sus fines. En perspectiva similar, Heidegger habla de la diferencia entre la piedra, el animal y el hombre, según su relación con el mundo (22).

No obstante, el hecho clínico concreto es que el otro hace presencia ante mí como un cuerpo doliente. Miro su cuerpo estrujado, transido de pena doliente. Oigo su grito, siento el temblor muscular. Huelo su miedo existencial. Está devastado, inerme en plenitud de solicitud. Comprendo, entonces, por qué Jean-Luc Nancy dice que «el cuerpo es el estar-expuesto del ser» (23), de su ser y del mío. Este acontecimiento es fundamental en el encuentro con el otro: así, alteridad es identidad.

3. El dolor propio

En tanto experiencia propia, el dolor deviene antes de toda sabiduría. Antes de cualquier articulación de habla ya está ahí el dolor. Porque el dolor es libre en su aparición, no lo gobierna nadie. El dolor es amo y señor: él decide cuándo y cómo aparece. No importa si acabo de ser nacido o estoy en el último suspiro. El dolor no tiene tiempos, no tiene territorios y no tiene límites. El dolor sólo acontece en la vida de cada uno. Puede que no esté activo, pero está agazapado por ahí esperando el asalto. Vivir es exponerse al dolor: no hay vivir sin dolor.

Cuando llega el momento, ya eres todo dolor. Como una niebla espesa invade todo lo que está al alcance. Casi no hay territorio que se salve. Irradia, se expande: fluye como un veneno copando el cuerpo y el espíritu. Es un infarto, se oye decir. Es un cáncer, dicen otros. ¡Qué importa! Uno es dolor ardiente. Brasa viva. Percepción viva de impotencia, miedo y angustia. ¿De dónde vino? ¿A dónde va? ¿Qué quiere de nosotros? Nada responde. El dolor es mudo, sordo y silencioso.

El dolor no tiene presente ni futuro, sólo pasado. Todo cuanto sé de él es posterior a su presencia. Es, por tanto, impredecible. Como ente, no se deja aprehender, es inasible. No puedo tenerlo a la mano. Aunque está ahí, untado a mi existencia, no sé nada de él sino hasta que se ha ido. Y cuando vuelve, me sorprende de nuevo. Va y viene por mi cuerpo como si fuera el dueño. Se mete entre mis vísceras y las asfixia. No sé qué hacer con él. Es un tirano déspota e inmisericorde. Y todo cuanto sé de él no sirve: ni lo previene ni lo evita. Saber del dolor propio resulta inútil.

He meditado mucho sobre esta experiencia dolorosa. He leído tratados del dolor físico: de su naturaleza natural y divina; sobre su biología, fisiología y bioquímica; de antropología y sociología; en fin, de todo me he enterado. Los algólogos saben del dolor ajeno, pero nada del propio. Hablan siempre en tercera persona. Porque el dolor es intransferible. No puede compartirse. No hay forma de ponerse por el otro. El dolor es siempre íntimo y propio.

Por esta propiedad de serme propio, es enemigo de mi amor propio. Me hace perder la dignidad, el orgullo y el decoro. Mi dolor y mi amor a mí mismo son irreconciliables. Aunque son parecidos, son incompatibles: ambos son invasivos, celosos y totalizantes. Hondamente egoístas, ninguno cede terreno al otro. Los dos hacen en mí una experiencia: ambos se apoderan de mí, se hacen presentes en mi existir. El dolor me derrumba, agota mi vivir y me hunde en desesperación. El amor me levanta, me alcanza en lo más hondo y es fuente de esperanza y fe. Pero el dolor anula, mata toda esperanza.

Mudo es el dolor. Mudo y celoso. Cuando acontece es dolor silencioso. Si habla el dolor, habla como dolor. Cela al pensar, cela a la memoria. El dolor sólo es dolor. Ni siquiera nombrarlo es posible. Oprime, presiona, muerde la carne y martiriza al alma. ¿Qué diría el dolor si pudiera hablar? ¿O tal vez habla? Quizás musita en el oído de la carne. Tal vez es inaudible cuando grita al interior del cuerpo. Pero nada de eso sucede realmente. El dolor es tan propio, tan unipersonal que resulta imposible compartirlo. Solitario dolor en soledad: soledad dolorosa.

Ante el ataque de dolor, la vida busca auxilio. Huir, tal vez olvidar. No obstante, el dolor está ahí: untado a mi existencia, es mi existir más propio. Aunque mudo, señala e indica sentido. El dolor mismo es una seña, un signo y un significado. Al inicio es un grito, un quejido, un lloriqueo. Nada que dé sosiego. La angustia que deviene con temor y temblor. La carne tiembla de temor. Se siente amenazada, frágil, finita. Se disparan alertas, advertencias. Algo amenaza con llegar y tomar la existencia por el cuello. Es el temblor del ser en medio de la nada (25).

Porque, en efecto, no parece haber nada sino dolor. El dolor no es nada. El dolor es dolor. Así que hay algo y no nada. El dolor está ahí, puedo ubicarlo, referirlo a un territorio corporal. Está en alguna parte de mi cuerpo: es mí mismo. Hay un cuerpo espaciado y temporal. Ya pasa la noche. La luz del alba dibuja el horizonte. Es mi cuerpo el que duele. Existe un interior doliente; algo allá adentro debe estarse pudriendo. Ahora puedo ver la geografía del cuerpo. Una iluminación viene a darle sentido: no era nada más que un dolor, dolor que no se ha ido pero que ahora significa ser doliente: saber de posibilidades.

Existir con dolor no es igual al dolor de existir. No sé si la existencia duele. A mí me duele existir en dolor. Sé de otros dolientes que les duele existir, más no he sentido su dolor. ¿Viven ellos mi doliente existencia? ¿Pueden ponerse en mi lugar? ¿Puedo por un instante sustituirlos en su pena? ¿Puedo ser ésos? Los melancólicos, los deprimidos, los vacíos de entusiasmo y repletos de culpa. No es mi caso y no puedo ser ellos. El dolor me ilumina, abre paso al sentido de la vida. Ilumina la vida misma. Ellos con su dolor, yo con el mío. Al fin ha corrido la cortinilla de la opacidad y ha dejado ver claros del existir. El dolor es dolor por vivir; es la vida que vibra y se estremece. La vida propia, la vida auténtica; la vida, en fin, que se puede empuñar para vivirse.

¿Qué sabe este saber de existir con dolor? ¿Sabe algo? No sabe nada. Sólo sabe que duele el dolor. Sabe que doliendo duele para existir. Existir -ex stare- es conato, voz que ánima la conciencia a levantarse, a esforzarse y ver lo que está ahí. ¿Qué soy yo? Este cuerpo doliente. Esta carne martirizada. Esta existencia límbica. Esta finitud doliente, finita y mortal. Pero esto es lo que es. Es así o no es. Y si ha de ser así, que sea.

Aceptar esta condición de ser situado, implica lo que Heidegger llama el «vivir fáctico» (25). No el vivir como un ente aislado, sino en un mundo circundante. Tampoco permanecer estático, impávido: cegado por la luz del claro. En su búsqueda por precisar el concepto de facticidad, Heidegger utiliza expresiones diversas que ahora asumimos como equivalentes. Así, según Paloma Martínez, Heidegger habla de «vivencia del mundo-entorno» (umwelterlebnis), sustituida después por la fórmula «experiencia fáctica del vivir» (faktische Lebenserfahrung), más tarde llamada «vivir fáctico» (faktisches leben) y ya, por último, «ser-ahí» (dasein) (26).

«Experiencia fáctica del vivir» alude más claramente a cómo experimentamos el vivir en la más absoluta concreción (27), sin teorizar ni reflexionar previos. La facticidad (factum) de la vida es lo que ésta es: lo real, lo hecho; lo que se hace o se realiza de facto en el vivir. Por tanto, la experiencia dolorosa es un factum: un vivir dolorido que se realiza previo a todo saber. Sólo en estas condiciones el dolor tiene carácter ontológico y, por ello, puede ser un existenciario; es decir, un modo de ser del ser-en-el-mundo.

El mundo aparece ante los ojos no de forma inmediata, sino por experiencia dolorosa. Mundo es el entorno, la historia y el porvenir. Pero el dolor no viene ni va al mundo. El dolor no está por ahí como cualquier cosa. El mundo no tiene dolor. Las cosas intramundanas no duelen para nadie. Sólo el ente, en cuyo ser va su ser, es un ente doliente. Y sólo hay un dolor, un doler puro, auténtico y originario; el dolor de cada quien, ése que hinca el diente en el infarto, en el cáncer; ése que muerde las carnes propias en la inesperada noche de angustia. Ése que paraliza de terror; ése que anuncia la posible muerte y el fin de la existencia. Ése es mi dolor. Ése también es tu dolor. Pero, ¿qué hay de estos dos seres dolientes? ¿Pueden ser uno al comprenderse? ¿Pueden ser uno por el otro? ¿Pueden, en fin, ponerse uno en lugar del otro? Eso sería la comprensión.

El dolor es urgencia, premura. Su aparecer abrupto es disruptivo para el vivir cotidiano. La vida indolora fluye anónima, impropia y ajena a sí misma. Es el modo de vivir en medio de la ordinariedad indolente. El vivir va por ahí. Le va más o menos: a veces domina el tedio y el aburrimiento; otras, la mediocre alegría. Este modo de vida no se vive a sí misma, no se toma en serio. Va de aquí para allá, se distrae en el decir de los otros y se pierde para sí mismo. En la época de la posverdad, la facticidad de la vida se envuelve en «redes sociales», donde todo es trivialidad, banalidad de «información», «tendencias de opinólogos» interesados en distraer a esa vida fáctica, también banal y sin sentido.

A este respecto, Heidegger habla de la huida en la caída (verfallen); de huida o fuga del propio ser que tiembla allá en el fondo, del cual se sabe en alguna forma. Es decir, la vida fáctica siempre sabe que puede ser sí misma. Sólo que no se atreve a enfrentar la angustia de ser. La angustia y el dolor son existenciarios temibles. Ni uno ni otro pueden quitarse de la vida como se quita la piel vieja de la serpiente. El angustiado, huyendo, intenta distraerse, pasar el tiempo; pero el dolor tiene más agudeza y perseverancia. El dolor, como ya hemos dicho, nos prende y nos tumba. No obstante, el dolor, como la angustia, son temples reveladores del mundo.

Por eso insisto en que si en la caída acontece el dolor, el vivir fáctico deviene en asombro. Una «disposición afectiva» se apropia de nosotros. Nuestra vida, que parecía ajena, no lo es tanto, pues nos reconocemos como dolientes. En medio de ese temple de ánimo que baña la vida fáctica, la vida se encuentra a sí misma. La vida se encuentra con el factum contundente de ser la vida misma. El encontrarse de la vida fáctica, el cuidarse de, el preocuparse por, son existenciarios o modos de ser del ser-ahí. En todos los casos, se trata del acontecimiento de apropiación de sí. Es decir, de que el ser del ente tome el ser en sus manos.

Soy yo el que duelo. Aquí, «yo» todavía no es conciencia. No es percepción psíquica. Yo soy el dolor que me duele. El dolor está aquí en mí mismo. Así que ya no puedo huir; a donde vaya iré como ente doliente. Así es como es. Si ha de ser así, que así sea. No hay dónde ir, hay que hacer frente a la situación: encararla. Encarar es ponerse cara a cara frente a otro. Pero aquí no hay otro, sino el «sí mismo como otro» (9). Mirarse ahí: arrojado, doliente, angustiado, propicia decidirse, resolverse a en-carar-se con el dolor; es decir, a aceptar sus posibilidades existenciales más propias (10).

El «estado de resuelto», dice Heidegger en el número 74 de El ser y el tiempo; el ser-ahí retrocede hacia sí mismo, abre las posibilidades fácticas del existir propio (10). Estas posibilidades son opciones de ser, modos de estar en el mundo. En el encontrarse a sí mismo, se encuentra su historia en forma de herencia cultural. Tradiciones, modos de ser. Resolverse a ser por uno de estos modos, comprendiendo el sentido que ello tiene para su existencia. Algunas de estas posibilidades pueden ser ambiguas, confusas o inapropiadas. La autenticidad no es sólo elegir: el ser auténtico tiene cierta coherencia con el mundo, porque es el mundo mismo.

4. Conclusiones

Pensar el dolor, el sufrimiento y la existencia tiene implicaciones éticas, en cuanto que estos fenómenos son inherentes al ser en el mundo. No sólo en el mundo propio, sino en el mundo que incluye a otros. Esos otros que con frecuencia solicitan auxilio para aliviar su dolor y reducir su sufrimiento. Aunque el dolor propio aísla y enajena, el ser-ahí es ser-en y ser-con el mundo. Cuando el dolor es de otro y él me solicita ayuda, yo no puedo ignorarlo. Porque ser en el mundo me vuelve responsable del mundo. Yo vivo mi dolor, lo experimento, pero el dolor del otro, aunque no me es ajeno, no logro comprenderlo: él vive su dolor y no puedo ser por él, en él y con él. Tampoco él puede ser yo. Esta imposibilidad es un dilema ético de mí mismo.

En estas reflexiones se pone de manifiesto la experiencia propia, intentando hacer una experiencia pre-reflexiva, ateorética y alejada de las concepciones científicas. Un intento de hacer una experienciaen-dolor-del-ser como ser caído. Una experiencia que es cotidiana y trivial. Todo el que tiene dolor no se detiene existencialmente a hacer una experiencia. El doloroso corre a buscar alivio. La forma impropia busca enmascarar la angustia con la ayuda del prójimo. La medicina, la ciencia, la técnica tienen su grado de impropiedad. Son maneras de enmascarar al ser. En la impropiedad, el ser-ahí vive la solicitud: busca auxilio.

También se intenta encontrar elementos teóricos para confirmar la validez de la experiencia dolorosa propia y del prójimo. Hacer una experiencia es dejarse asimilar por la vivencia. En esta fenomenología es evidente el carácter óntico-ontológico del dolor y del sufrimiento. La fenomenología hermenéutica ofrece la posibilidad de comprender la experiencia propia y la de otro. Heidegger es un filósofo ampliamente estudiado. En sí mismo, el pensamiento de Heidegger es diverso, amplio y complejo. En este trabajo me he limitado a las referencias bibliográficas más indispensables.

Aquí se ha explorado la posibilidad de que el dolor tenga carácter existenciario. Conviene tener en cuenta que, para Heidegger, los existenciarios son caracteres esenciales del ser-ahí evidenciados por el análisis de la facticidad. De igual manera, hay que tener en consideración la distinción que hace Heidegger entre categorías y existenciarios. Parece evidente que existe un símil entre angustia y dolor en tanto existenciarios. Lo relevante de esta semejanza es el énfasis en el carácter existencial que tiene el dolor para la apertura al mundo.

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Recibido: 10 de Diciembre de 2020; Aprobado: 20 de Enero de 2021

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