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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.64  Ciudad de México  2022  Epub 20-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2022.64.2292 

Artículos

Economía feminista: de la ortodoxia del mercado a la política del asombro1

Feminist Economics: from Market Orthodoxy to the Politics of Wonder

Economia feminista: da ortodoxia do mercado à política do assombro

Natalia Flores Garrido* 
http://orcid.org/0000-0001-9653-3917

* Nelson Mandela University, Port Elizabeth, Sudáfrica. Correo electrónico: na.floresga@gmail.com.


Resumen

Partiendo de la propuesta de la política del asombro como metodología y práctica feminista, esta se pone en diálogo con los conocimientos situados y la difracción para explicar de qué forma estos planteamientos han abierto la ciencia económica a un análisis más profundo que toma en cuenta las experiencias de las mujeres. Se sugieren tres pistas metodológicas (visibilizar, desnaturalizar, historizar) como herramientas del asombro, y se explica de qué manera se han usado en la economía feminista como una crítica a la corriente de pensamiento neoclásica, y como una forma de imaginar sistemas económicos alternativos.

Palabras clave: Economía feminista; Relaciones de género; Sostenibilidad de la vida; Epistemología feminista

Abstract

The proposal of the politics of wonder as a feminist methodology and practice is inserted into a dialogue with situated knowledge and diffraction to explain how these approaches have opened up economic science to a deeper analysis that takes women’s experiences into account. Three methodological clues (visibilizing, denaturalizing, historicizing) are suggested as the tools of wonder, with the author explaining how they have been used in feminist economics as a critique of the neo-classical current of thought, and a way of envisioning alternative economic systems.

Keywords: Feminist Economics; Gender Relations; Sustainability of Life; Feminist Epistemology

Resumo

Considerada como metodologia e prática feminista, a política do assombro é colocada em diálogo com o saber situado e a difração para explicar como essas abordagens abriram a ciência econômica para uma análise mais profunda que leva em conta as experiências das mulheres. Três pistas metodológicas (tornar visível, desnaturalizar, historizar) são sugeridas como ferramentas do assombro, e explica-se como elas têm sido usadas na economia feminista para crítica à escola neoclássica de pensamento e como forma de imaginar sistemas econômicos alternativos.

Palavras-chave: Economia feminista; Relações de gênero; Sustentabilidade da vida; Epistemologia feminista

Introducción

En este texto propongo reflexionar sobre las interacciones entre la categoría de género y la ciencia económica y, específicamente, en la forma en que la metodología feminista ha transformado nuestro entendimiento del sistema económico, abriendo la posibilidad de construir nuevos análisis, incorporar complejidad a las teorías existentes y, sobre todo, imaginar nuevos horizontes económicos en los que -en contradicción con la ortodoxia política que propone la acumulación de capital y ganancias como meta última de nuestras actividades de intercambio- se reoriente nuestra capacidad productiva y de consumo hacia una meta más urgente: la sostenibilidad de la vida para todos los seres que habitamos este planeta.

Para lograr lo anterior, uso las categorías de la política del asombro, desarrollada por Sara Ahmed (2015), en diálogo con la propuesta feminista sobre los conocimientos situados y la difracción (Haraway, 1991, 1997). Estas consideraciones críticas sobre el conocimiento científico coinciden en el uso de tres herramientas metodológicas, cuya aplicación a la economía feminista es explorada: la visibilización, la desnaturalización y la historización (Castañeda, 2008).

Este texto responde a la pregunta de cómo la epistemología feminista ha transformado la ciencia económica. Además de un análisis bibliográfico que permite ver algunas interacciones entre feminismo y economía, en el artículo usaré mi propia experiencia como herramienta de reflexión. Así, este artículo intenta ser una crítica a las metodologías económicas que niegan valor a las experiencias encarnadas y subjetivas, y que buscan fortalecer la visión de que la economía, como ciencia y sistema, es un campo hiper especializado cuyo entendimiento y discusión excluye a la mayoría de la población. Por el contrario, propongo la economía como una práctica social que nos atraviesa, expresándose en nuestra vida cotidiana; de ahí la importancia de escribir en primera persona y reflexionar sobre economía a partir de mi historia corporal, situada y subjetiva.

En un primer momento expongo brevemente el concepto de la política del asombro y su relación con la propuesta epistemológica de los conocimientos situados y la difracción. Posteriormente, desarrollo lo que he llamado “herramientas del asombro”: visibilizar, historizar y desnaturalizar, mostrando cómo cada una de ellas ha abierto nuevos caminos en la economía.

La política del asombro y los conocimientos situados

Sara Ahmed (2015) plantea que el asombro está en la base de la práctica feminista, que puede ser entendida como una permanente política de asombrarse. Ahmed retoma lo escrito por Descartes sobre esta emoción primaria, que conduce a sorprendernos frente a algo que parece novedoso y que provoca en este sentido una apertura o disposición distinta frente al mundo (Ahmed, 2015, p. 271).

En este caso, parecería que el asombro solo puede producirse frente a un objeto desconocido que, precisamente por estar fuera del campo de lo ordinario, genera una emoción en quien lo encuentra. Sin embargo, los planteamientos de Ahmed para considerar el asombro como parte de una política feminista implican algo distinto: para esta autora, la novedad que precede y provoca el asombro no reside en el objeto que se observa, sino en la manera en que es percibido. El feminismo como práctica política implica una manera de ver el mundo “como si” fuera la primera vez, asombrándose por la forma que ha tomado y por la manera en que las cosas que se dan por sentadas tienen una historia concreta: no solamente están ahí, sino que han llegado a ser a partir de orientaciones, trabajo y relaciones de poder injustas. En este sentido, el asombro feminista es una apertura radical a la historicidad y, como tal, a procesos de aprendizaje que resultan a partir del cuestionamiento de cómo habitamos los mundos que habitamos y cómo pueden ser transformados:

El dolor y la indignación cobran vida mediante el asombro, pues éste nos ayuda a darnos cuenta de que lo que duele y lo que causa dolor, y lo que sentimos que está mal, no es necesario, y puede deshacerse así como hacerse. El asombro inyecta energía a la esperanza de transformación y a la voluntad para la acción política (2015, p. 274).

Puede parecer extraño iniciar un texto de economía exponiendo lo que una autora del campo de los estudios culturales ha planteado sobre emociones y feminismo, dos palabras que la disciplina económica se ha empeñado en expulsar de su terreno de análisis. Emociones y política son dimensiones a las que la teoría neoclásica o de la elección racional -hegemónica en la actualidad- niega validez epistemológica. Se asume que cualquier análisis riguroso debe prescindir de estas pues, de lo contrario, corre el riesgo de convertirse en un ensayo personal, una pieza de literatura, o algo solo aceptable en una disciplina menos objetiva que La Economía.2

Sin embargo, el asombro está en la base de las transformaciones feministas de la disciplina económica: asombrarse frente al mundo y observarlo con una mirada crítica ha llevado a distintas académicas e intelectuales a proponer una economía que constantemente se interroga por la historicidad del sistema económico y, de manera principal, por su interacción con las relaciones de género. Frente a la escuela neoclásica, que persiste en instaurar la idea de que La Economía debe ser una ciencia no contaminada por la política, las emociones o el cuerpo, la economía feminista se posiciona como una corriente que, al hacer uso de otros recursos del pensamiento, propone formas paradójicamente más objetivas y complejas de entender a la propia economía.

Traer el asombro a la construcción del conocimiento científico implica considerar la pregunta de cómo y desde dónde se observa el mundo que se analiza; en el sentido que Ahmed le da, el asombro no es una respuesta espontánea, sino algo que se logra a partir del cultivo de una disposición crítica frente a la realidad. El asombro solo puede producirse como una reacción mediada por el cuerpo, la vista y los procesos de autoconsciencia del sujeto cognoscente. Esta política coincide en sus planteamientos sobre la vista con ideas desarrolladas por autoras como Donna Haraway sobre los conocimientos situados (1991) y la metodología de la difracción (1992).

Haraway, sumando su voz a la de otras feministas que han reflexionado sobre epistemología (Alcoff y Potter, 1993; Harding, 1986; Longino, 2002), cuestiona los modelos de ciencia que defienden un entendimiento de la objetividad como la vista omnicomprensiva de un sujeto que ve sin ser visto y que, como tal, no es responsable de la forma en que ve ni de los resultados que esto tiene sobre su práctica científica y de esta sobre el mundo. Este debate excede el espacio del presente artículo, pero lo que me interesa resaltar es que, para Haraway, la única forma de construir conocimiento objetivo es apostando por la parcialidad y por una política de la ubicación del sujeto cognoscente que considere las posiciones que ocupa en un mundo atravesado por relaciones de poder y jerarquía: “la objetividad feminista trata de la localización limitada y del conocimiento situado, no de la trascendencia y el desdoblamiento del sujeto y el objeto” (1997, p. 89). En otras palabras: el ojo que observa siempre está construido históricamente, y es por esto que ve de una forma, no de otra, y enfoca su mirada en ciertos objetos y no en otros. Construir un conocimiento que tenga posibilidades de explicación y emancipación parte de la capacidad de hacer explícita la localización/encarnación de la mirada.

Aunada a esto, Haraway propone la metodología de la difracción como una herramienta que pueden usar sobre todo los grupos subalternos para construir conocimientos e intervenir en las narrativas hegemónicas de la ciencia. Tomando la metáfora de la difracción de la luz como opuesta a la reflexión, Haraway sugiere una forma en que los puntos de vista excluidos no se expresen únicamente para reflejar lo que ya existe, planteando una diferencia fácilmente asimilable por los discursos dominantes; por el contrario, la difracción es sobre todo una intervención política, una diferencia cuyo propósito es abrir otros caminos y perspectivas: interrumpir, trastocar, interferir y cambiar los significados existentes, “la difracción es una metáfora del esfuerzo por hacer una diferencia en el mundo” (1997, p. 16).

El asombro como la apuesta por una mirada encarnada/situada coincide así con los planteamientos de la epistemología feminista y su llamado a construir conocimientos radicalmente distintos y emancipadores.

Armada con una mirada encarnada que se asombra y se abre a procesos de aprendizaje histórico, con una forma de ver que busca la transformación y con una experiencia corporal, subjetiva, que es individual pero solo tiene sentido en las coordenadas de poder y posibilidad que me atraviesan, es como continúo este texto. Su objetivo es plantear una interrupción al discurso hegemónico en economía que niega nuestros cuerpos, que excluye las experiencias de las mujeres o las incorpora solo para reducirlas a un ejemplo y un problema a resolver (sobre todo las de aquellas que, como yo, habitamos el llamado Sur Global) y que repite constantemente en sus discursos que no hay alternativa, que el sistema económico capitalista está ahí y es ocioso preguntar por qué y hasta cuándo.

Traigo a este texto mi cuerpo y experiencia no como “evidencia empírica” que comprueba y replica los estándares aceptados por La Economía, sino como un artefacto para interrumpir y dirigir la mirada hacia otra parte.

Herramientas del asombro: visibilizar

Si, como lo he planteado, el asombro es un proceso político/epistemológico, cabe entonces preguntarse cómo se cultiva y de qué forma se expresa, particularmente en el momento de construir nuevos conocimientos. En los apartados siguientes sugiero algunas pistas metodológicas a las que llamo herramientas del asombro: visibilizar, historizar, desnaturalizar (Castañeda, 2008).

Estudié la licenciatura en economía entre 2002 y 2007 en la Universidad Autónoma de Coahuila. Para entonces, el sistema neoliberal se había establecido como hegemónico globalmente, impulsando reformas y ajustes estructurales como medidas que habrían de conducir a la mayoría de los países -principalmente del Sur Global- hacia el desarrollo.

Las políticas neoliberales debían dejar que el mercado hiciera el trabajo de responder a las preguntas que se consideran centrales en la economía: qué producir, cuánto producir, para quién producir, guiados por los principios de la libre interacción entre la oferta y la demanda, así como del intercambio en un competitivo mercado global.3

Estas discusiones en la política económica tenían su correlato y fundamento en lo que entonces (y hasta la fecha) aprendíamos en las aulas: la teoría neoclásica o de la elección racional como la base científica que explicaba no solo cómo lograr un mayor crecimiento económico, sino también y principalmente, cómo entender las decisiones de quienes hacen economía todo los días ya sea como productores, consumidores o gobierno.

Aunque dentro de la ciencia económica han existido varias teorías y paradigmas, desde hace varias décadas la teoría predominante ha sido la neoclásica, que encuentra su expresión en una abstracción matematizada de la realidad y propone preceptos en apariencia sencillos socialmente como su punto de partida: los agentes económicos (hogares, individuos, empresas y gobierno) toman decisiones sobre cuánto producir, consumir o invertir basados en un cálculo racional que busca maximizar lo que se obtiene a cambio (en forma de ingresos, beneficios, o utilidad/placer) y de minimizar los costos, todo esto en un contexto de escasez.

Así, pasé cinco años estudiando materias como Fundamentos de microeconomía, macroeconomía, Teoría de juegos, Economía industrial, etcétera, todas ellas pertenecientes a esta corriente de pensamiento. En 2005 fui estudiante de la Universidad Autónoma de Nuevo León durante un semestre; en esa institución el pensamiento neoclásico estaba mucho más arraigado que en Saltillo, ya que tan solo en una materia llamada Historia del pensamiento económico se discutían algunas corrientes alternativas sobre economía, entre ellas el marxismo (tema al que se destinaban dos clases de 90 minutos) como una forma de reconocer lo que otros pensadores habían propuesto. A pesar de ello, el discurso prevaleciente en esta materia y en el plan de estudios en general era que, aunque no todos los economistas han pensado igual, esas otras ideas forman parte de las curiosidades históricas de la disciplina, sin que tengan ningún efecto sobre lo que hoy se teoriza o analiza en la ciencia económica. Vale mencionar, de paso, que ni siquiera en esta materia, en Monterrey o Saltillo, llegamos a hablar sobre la economía feminista.

El problema de entender la economía únicamente en términos neoclásicos es que esta teoría borra cualquier posibilidad de tomar en cuenta el contexto sociohistórico en el que los agentes económicos han sido conformados, las diferencias culturales que inciden en sus decisiones y las desiguales relaciones de poder que permiten actuar de ciertas formas y no de otras. Todo lo que no pueda ser planteado en términos abstractos se entiende como externalidades y, por lo tanto, fuera del campo disciplinario, como si lo económico y lo social fueran dos esferas independientes y completamente separadas.

El mercado se considera el mecanismo por excelencia que permite tomar decisiones racionales y que emite a su vez señales de comunicación que coordinan todos los intercambios en la búsqueda de decisiones óptimas. Sin embargo, como ha sido sugerido en otros textos (Flores Garrido, 2015; Granovetter, 1985; Nelson, 2004), ningún mercado es ajeno al contexto socio-cultural en el que opera y su abstracción en los términos propuestos por la teoría neoclásica solo puede ser entendida como un ejercicio de imaginación analítica que no tiene asidero en la vida económica que las personas vivimos.

La propia definición del mercado se hace en términos que algunas autoras (England, 2004; Nelson, 1996) identifican como profundamente masculinos, al abrazar características que han sido relacionadas con la masculinidad en narrativas occidentales: el mercado es racional, sin lugar para las emociones; se basa en el intercambio de agentes individuales, sin lugar para relaciones comunitarias; la principal motivación es la ganancia y no compartir recursos como parte de un tejido social basado en la interdependencia.

Propongo un ejemplo para hacer más claro por qué la teoría de la elección racional resulta insuficiente e inadecuada para explicar la realidad de sujetos económicos que tienen cuerpos, emociones y solo existen en contextos históricos particulares. En teoría microeconómica básica se propone que los individuos toman decisiones libres y racionales sobre cuánto tiempo dedicar al mercado de trabajo y cuánto tiempo dedicar al ocio. Los límites son las horas que tiene el día (o las horas que está permitido trabajar) y la ganancia se expresará considerando que a cada hora trabajada le corresponde una retribución monetaria -el salario- que se calcula en función de la productividad del trabajador. Por ejemplo, si una persona tiene 12 horas disponibles, puede elegir si trabajar 12 o trabajar ocho y destinar cuatro al “ocio”, o cualquier otra distribución posible, considerando que el ocio aporta placer (utilidad, en el lenguaje de la disciplina), pero que el ingreso derivado del trabajo también lo hace. Tomando esto en consideración, se elabora un modelo que permite saber cuál es la decisión óptima para cada individuo, es decir, cuántas horas destinará a trabajar en orden de maximizar su utilidad total (la utilidad de disfrutar del ocio más la de tener ingresos).

En este ejemplo, tomado del libro de texto Análisis microeconómico (Varian, 1992), es posible ver de qué forma las relaciones de género y las diferencias de poder que implican están ausentes de la reflexión económica. Una mujer, por ejemplo, no solo considerará la distribución de su tiempo entre trabajo para el mercado y ocio, sino que el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado juega un papel importante en su distribución de horas para el mercado (Barker y Feiner, 2004; Benería y Stimpson, 1987; Folbre, 2003). Al mismo tiempo, si el individuo que realiza este cálculo es mujer, deberá considerar un ingreso menor por sus horas trabajadas en el mercado pues, sin que quede claro por qué, su salario será menor que el de un varón incluso cuando ambos realicen la misma actividad y tengan la misma productividad (Atal, Ñopo y Winder, 2009).

La teoría microeconómica clásica no toma en cuenta estas diferencias pues las considera externalidades, es decir, cosas que, aunque pueden incorporarse en la ecuación, no son parte de la discusión económica. Por ejemplo, se puede considerar que una mujer tiene más utilidad si cuida a sus hijos que si trabaja en el mercado laboral, y que esta es la razón por la que elige destinar cero horas al trabajo remunerado. La división sexual del trabajo, como eje organizador del capitalismo y las diferencias de poder que históricamente ha implicado, son dimensiones que, aunque tienen efectos materiales muy concretos, la ciencia económica neoclásica se niega a reconocer o discutir.4

El asombro feminista en la economía ha contribuido a hacer visible la dimensión de género que permea el sistema económico y, por lo tanto, a señalar los sesgos masculinistas de La Economía. ¿Sobre qué aspectos ha echado luz el asombro feminista? Entre otras cosas:

  • La disparidad en la que se encuentran las mujeres como sujetos económicos. La economía feminista ha creado categorías que nombran y analizan estas desigualdades, por ejemplo, la doble jornada de trabajo, las brechas salariales, la discriminación laboral, la feminización del trabajo doméstico y de cuidados, la disparidad en el uso del tiempo, la segregación laboral, entre otras. La categoría de género ha permitido reconocer estas diferencias e interpretarlas teóricamente.

  • El impacto diferente que tiene la política macroeconómica en la vida de hombres y mujeres. Puesto que ambos grupos habitan realidades distintas, atravesadas por desiguales distribuciones de poder y acceso a recursos, la economía feminista ha hecho visible cómo es que los programas de ajuste estructural, y en general cualquier política pública, afecta de manera distinta a las mujeres. La política monetaria y fiscal nunca son neutrales en términos de género, y este análisis diferenciado debería ser parte integral de la disciplina económica.

  • La importancia del trabajo doméstico y de cuidados en el sistema económico, como un grupo de actividades que son necesarias para la reproducción y la sostenibilidad de la vida y que, como tales, forman parte del sistema y no únicamente de arreglos sociales ajenos a este. De manera importante, las teorías de la reproducción social en economía feminista han visibilizado los vínculos entre el sistema productivo y el reproductivo, al tiempo que advierten sobre las desigualdades de raza, clase y género que tienen lugar en esta distribución de actividades.

Así, la economía feminista como práctica del asombro ha permitido ver cosas que antes estaban ocultas para la disciplina. Este ocultamiento no ha sido accidental ni un descuido de economistas que nunca se preguntaron por las diferencias entre hombres y mujeres sino que, por el contrario, forma parte de una mirada cuyos sesgos de género, raza y clase son tomados como punto de partida para construir un conocimiento que después se impone como el único válido. Apostar por miradas encarnadas es insistir en la necesidad de una mirada responsable por lo que ve y por cómo eso tiene impactos sobre la realidad.

Herramientas del asombro: desnaturalizar

Mientras que en mis clases el género jamás se mencionó como una dimensión importante para entender el funcionamiento del sistema económico, y mientras todos nuestros análisis se centraban en el mercado como el mecanismo privilegiado para obtener las metas de los diversos agentes, la realidad que vivía en el día a día proveía información distinta, más compleja y rica que, sin embargo, por tratarse de una experiencia personal, parecía no tener ninguna forma de comunicación con La Economía que estaba tratando de aprender en las aulas.

Mis padres pertenecen a la clase trabajadora. Vivíamos entonces en una colonia popular del norte de México junto a familias que por años habían vivido en esa zona, con redes de vecinazgo en donde todos de una u otra forma se conocían o identificaban. Aunque mis padres tenían una división del trabajo en la que mi mamá estaba a cargo de las tareas domésticas y de cuidados, su trabajo no solo era encargarse de la crianza de sus tres hijes, sino que, en varias formas, ella sostenía también a la familia materialmente a través de diversas estrategias de sobrevivencia.

Mientras que mi padre enfrentaba periodos muy largos de desempleo, con las consiguientes cargas económica y emocional, mi madre no solo no descuidaba sus labores domésticas, sino que, además, desplegaba una serie de acciones para que la vida de toda la familia fuera posible y llevadera; por ejemplo:

  • Participaba en la economía informal; confeccionaba y vendía delantales, secadores, sábanas y otros enseres domésticos a sus amigas o vecinas.

  • Se integró a una red de economía vecinal muy compleja que incluso el día de hoy sigue funcionando. Por ejemplo, el dueño de la tienda de abarrotes, Don Pepe, tenía un sistema para fiar comida a las clientas de su confianza.5 Mi madre habló con él y fueron años los que compramos alimentos mediante el sistema de fiado, mientras ella se las arreglaba para pagar parte de la deuda cada que sus ingresos lo permitían.

  • Dentro de esta economía vecinal, las tandas también eran un mecanismo económico para tener ciertos ahorros y planeación financiera.6 Recuerdo que mi mamá programaba las suyas para que coincidieran con el regreso a clases o nuestros cumpleaños.

  • Además de eso, mi mamá participaba en actividades de la iglesia, dentro de las cuales era común “juntar despensas”, es decir, que las señoras donaban diversos alimentos y después los regalaban a los miembros de la comunidad que los necesitaran; por ejemplo, mi propia familia durante el desempleo de mi padre o mujeres viudas o integrantes de la comunidad que estuvieran pasando por periodos de necesidad económica.

Mientras que La Economía se deslinda de todo lo que tenga que ver con discusiones sociales como las relaciones de género -y las toma como un dato fijo, parte de las preferencias de las mujeres o de las externalidades del sistema-, la economía feminista ha usado la categoría de género para desnaturalizar este tipo de trabajos: no es que las mujeres estén a cargo del trabajo doméstico y de cuidados por una suerte de destino inmutable, sino que estos arreglos sociales han sido impuestos a través de la división sexual del trabajo, que es la separación de actividades en términos jerárquicos: el trabajo remunerado que se intercambia en el mercado es masculinizado, ergo, valioso, productivo, digno de analizarse (como me recordaban mis lecciones de microeconomía); mientras que el trabajo doméstico y de cuidados, históricamente femenino, ni siquiera es considerado trabajo para la econonomía más ortodoxa (Folbre, 2010; Hiriata y Kergoat, 1997; Marcal, 2015).

Este trabajo es indispensable para sostener la vida humana: todas las personas a lo largo de nuestra vida necesitamos cuidados, especialmente en etapas como la niñez o la vejez, en las que somos incapaces de realizar esas actividades para nosotres mismes. Esta es parte de nuestra condición humana y de que vivimos en sociedad y constantemente necesitamos de quienes nos rodean. El hecho de que estos trabajos se hayan feminizado, degradado, y que no sean remunerados (o su remuneración, cuando la hay, sea muy baja) es lo que permite en última instancia el funcionamiento de todo el sistema económico y de la acumulación de capital.

Por esta razón, la propuesta de la economía feminista es considerar todas las actividades que se realizan fuera del mercado también como trabajo y, por lo tanto, la ciencia económica debería no solo analizarlas e incorporarlas como parte de los intereses de la disciplina, sino también de buscar formas de organización que sean justas e incluyentes, lo cual pasaría por resignificar y redistribuir el trabajo reproductivo.

El trabajo que las mujeres realizan fuera del mercado forma parte del sistema económico porque, entre otras cosas, funciona como un complemento del ingreso monetario que reciben las familias y, por lo tanto, permite a sus integrantes gozar de ciertos niveles de bienestar, superiores a los que su ingreso les permitiría acceder por medio del mercado. Esto ha sido planteado por diversas teóricas (Bhattacharya, 2017; Luxton y Bezanson, 2006; Picchio, 2001) para quienes el trabajo reproductivo debe integrarse en un esquema macroeconómico ampliado de las condiciones de vida.

Principalmente en contextos de precariedad económica, vivimos y sobrevivimos gracias al inmenso trabajo y energía que las mujeres destinan no solo a cuidar, alimentar, limpiar, etcétera, sino también al esfuerzo que realizan en la configuración de estrategias económicas alternativas que permiten la subsistencia familiar en condiciones mínimas de bienestar. Esto ha sido comprendido por teóricos como Castell, quien afirma que:

Si el sistema aún funciona es porque las mujeres mismas reparan sus hogares, porque preparan alimentos en ausencia de cafeterías, porque destinan más tiempo a comprar en los alrededores buscando los mejores precios, porque cuidan a sus hijos y los de otras personas en ausencia de guarderías […] Si estas mujeres que “no trabajan” alguna vez dejaran de hacer ese trabajo, la estructura urbana que conocemos sería incapaz de sostenerse (citado por McDowell, 2014, p. 271, traducción propia).

Lo anterior me lleva de regreso a la experiencia con la que inicié este apartado, y las múltiples acciones desplegadas por mujeres de la colonia en la que crecí con tal de proveer para sus familias ciertas condiciones materiales de bienestar. Analizar este tipo de trabajos y actividades permite cuestionar el supuesto de la teoría neoclásica según el cual todos los agentes económicos se comportan como seres racionales, individuales y en busca de la maximización de sus ganancias o beneficios personales. ¿No hay una contradicción entre esta teoría sobre el comportamiento humano y lo que vemos en nuestras experiencias personales en el día a día? Como brevemente describí en el ejemplo de cómo sobrevivimos en mi familia cuando yo era joven, todas las estrategias para hacer rendir el limitado ingreso familiar estaban enraizadas en una pertenencia comunitaria y funcionaban con base en un sistema de relaciones sociales en donde la confianza era el mecanismo coordinador de los intercambios.

Algunas economistas feministas ya han presentado cuestionamientos al respecto, por ejemplo, Feiner (2003) propone que, en contraste con lo sostenido en la teoría neoclásica sobre la ganancia como el impulso económico primario de los agentes económicos, es posible suponer que no es esto lo que mueve nuestras interacciones, sino que es el deseo de compartir no solo nuestros recursos, sino nuestra vida en general, lo que nos lleva a organizarnos económicamente. ¿Qué pasaría si tomáramos una definición distinta sobre los seres humanos y nuestras conductas, si la economía no asumiera que todas las personas tenemos una racionalidad occidental en la que el beneficio individual es la principal motivación para participar en el sistema económico? ¿Es posible que motivaciones y racionalidades distintas hayan estado presentes en otros sistemas económicos y, por lo tanto, sirvan como punto de partida para imaginar nuevas realidades?

Una posible respuesta es que estas racionalidades distintas han existido y existen aún, especialmente en el Sur Global (Federici, 2018; Hossein, 2019; Mikell, 1997). Las experiencias de mi niñez y juventud no son casos aislados; el día de hoy, mi mamá sigue perteneciendo a esas redes de economía comunitaria en donde las vecinas comparten comida, ropa, compran fiado, organizan tandas, etcétera. Esta es una de las muchas formas en que los habitantes del Sur Global han enfrentado y resistido los embates capitalistas, como algunos autores sugieren (Barchiesi, 2017). En territorios y realidades en donde la explotación de los cuerpos y de la vida ha sido la norma, las generaciones no podrían haber resistido sin redes de cooperación comunitaria entre sus habitantes. Estas redes, en su inmensa mayoría, han sido construidas, desplegadas y habitadas por mujeres como parte del trabajo cotidiano de reproducción del que han sido responsabilizadas.

La teórica Nthabiseng Motsemme (2011) ha denominado como la “sabiduría de la sobrevivencia” a un aprendizaje histórico de las mujeres que se transmite de generación en generación y que se pone en juego principalmente en contextos en que la vida es amenazada en su corporalidad y dignidad. Esta sabiduría es un conocimiento práctico que tiene que ver con las formas de cuidar y sostener la vida: proveer alimentos, proveer cuidados en casos de enfermedad en contextos en los que a menudo el acceso a servicios profesionales de salud es limitado, proveer seguridad emocional, incluso proveer escondites en casos extremos, como el analizado por Motsemme del apartheid sudafricano. Estas experiencias y aprendizajes de las mujeres tienen una innegable dimensión económica, en tanto explican cómo ha sido posible la reproducción de generaciones completas en contextos de desposesión y precariedad sistémicas. La respuesta está, otra vez, en que la brecha entre las condiciones de vida y el ingreso recibido a través del mercado es cubierta mediante el trabajo y la energía de las mujeres.

Argumentos como el anterior no proponen una romantización del trabajo doméstico y de cuidados. Es cierto que la reproducción de la vida ha sido posible gracias a este, pero también es cierto que a menudo ello implica menores oportunidades para que las mujeres ejerzan autonomía, participen en la vida pública o construyan proyectos de vida en que la sobrecarga del trabajo para los demás no sea un obstáculo. Sin embargo, todas estas aristas deben ser analizadas en toda su complejidad, con sus luces y sus sombras, mediante una disciplina económica que reconozca la forma en que las desigualdades de género están en la base del funcionamiento del sistema capitalista.

¿De qué forma sería distinta la ciencia económica si se reconociera la validez de las experiencias de las mujeres? Analizar la economía que hacen las mujeres todos los días a través de su participación en el trabajo productivo, reproductivo y comunitario, podría llevarnos a pensar en sistemas económicos en que la solidaridad, el deseo de compartir, el altruismo y la conciencia de habitar en sociedad no sean características ajenas sino que, de hecho, históricamente han estado presentes, pero han sido negadas y excluidas mediante un discurso universalizante que propone que todos los seres humanos actuamos únicamente en busca de nuestro bienestar individual.

Desnaturalizar el trabajo doméstico y de cuidados, y posicionarlo como uno de los principales objetos de estudio de la disciplina económica, ha sido uno de los resultados más importantes del asombro ante las realidades económicas de nuestros cuerpos (y los cuerpos de nuestras madres, abuelas y demás ancestras). Esta dimensión complejísima, dinámica, indispensable para entender el mundo que habitamos, había sido puesta en los márgenes de la disciplina, invisible a la mirada de La Economía. Traerla a la discusión ha implicado reconocer que los sujetos económicos tienen cuerpos, y que esos cuerpos tienen significados construidos socialmente que condicionan las prácticas sociales y los recursos a los que se puede acceder; al mismo tiempo, esos cuerpos requieren cuidados todos los días de su vida: son cuerpos vulnerables, interdependientes.

Una economía que considere el asombro feminista es una economía encarnada, que parte del cuerpo vivido como el fundamento para organizar sistemas económicos justos y sostenibles. Es en este sentido que la desnaturalización del trabajo de cuidados ha provisto también un horizonte ético y político pues nos lleva a plantear: ¿qué pasaría si el sistema económico reorientara sus metas y objetivos para que la finalidad principal sea sostener la vida en condiciones de dignidad? ¿Cómo reorganizar las tareas productivas si se considera el cuidado como un derecho y se incorpora dentro de la discusión económica? Estas interrogantes no han sido resueltas, pero son poderosas en tanto permiten imaginar nuevas formas de habitar este mundo (Carrasco, 2006; Pérez-Orozco, 2014; Tronto, 2013).

Herramientas del asombro: historizar

La última herramienta metodológica que quiero explorar en este texto hace referencia a la historización de las relaciones e identidades de género; es decir, a su reconocimiento como un sistema dinámico y enraizado en contextos específicos. Lejos de entender las identidades sexogenéricas como estables, fijas, dependientes de alguna suerte de esencialismo, las metodologías feministas proponen, en cambio, que la identidad y las relaciones de género consisten en prácticas sociales susceptibles de ser transformadas, que están en diálogo constante con las formaciones económicas y culturales en un momento dado en la historia.

Una vertiente de la economía feminista retoma esta idea y propone que el sistema económico interactúa con las relaciones de género de formas dinámicas; esto, sin embargo, ha sido desarrollado con mayor dificultad porque exige un diálogo interdisciplinario complejo y profundo. Así, en ciertas posturas dentro de la propia economía feminista predomina una visión de las identidades de género bastante fija, en la que, mediante nociones como “la feminización de la pobreza” o “la feminización de la precariedad” se analiza cómo el sistema económico afecta a las mujeres a partir de un entendimiento de las identidades de género como algo preestablecido, que antecede a la participación de las mujeres en la economía.

En cambio, si usamos la política del asombro y su propuesta de historizar lo que nos rodea, se puede analizar las relaciones e identidades de género y sus interacciones con el sistema económico en términos no funcionalistas ni unidireccionales. Esto requiere develar los mecanismos mediante los cuales las propias identidades y subjetividades de las mujeres están profundamente imbricadas en procesos económicos y que, al mismo tiempo, los cambios en las identidades de género han tenido impacto en las formas de organizar los intercambios económicos.

En el 2010 terminé mi maestría en ciencias sociales y, desde entonces y hasta 2015, no pude encontrar un trabajo estable a pesar de mis esfuerzos. Sobreviví esos años mediante empleos que, aunque relacionados con mis estudios, eran temporales y en los que era contratada bajo un régimen de honorarios. En 2016, mi pareja, quien llevaba un par de meses en el desempleo, encontró un trabajo permanente en el gobierno mexicano que implicaba trabajar en el extranjero. Decidí mudarme por ello a otro país en el que, debido a las fuertes restricciones migratorias y a mi estatus como “dependiente económica”, no tenía permitido trabajar. Mi situación era privilegiada materialmente, pues el ingreso de mi pareja alcanzaba para cubrir nuestras necesidades y, sin embargo, la imposibilidad de encontrar empleo me orilló a un episodio depresivo en el que constantemente cuestionaba mi identidad: ¿es que después de todo había sido “reducida” a un ama de casa? Me daba vergüenza platicar con mis amigas para quienes, me imaginaba, mi caso sería el lamentable triunfo del patriarcado y la renuncia a mi “realización personal”, ¡pero es que en México tampoco teníamos trabajo (ni ahorros, ni pensión, ni servicios de salud)!

¿Cómo entender este malestar desde una perspectiva histórica y feminista? Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver la economía feminista con ello? Algunas teóricas desde otras disciplinas (McRobbie, 2007) han analizado las formas en que las identidades de género han sido dramáticamente transformadas en las últimas décadas. Hasta mediados del siglo pasado, el ideal normativo para las mujeres era casarse, tener hijos, dedicarse a ser amas de casa de tiempo completo; sin embargo, esta aspiración social empezó a ser fuertemente cuestionada en la segunda mitad del siglo xx . El movimiento feminista tuvo un papel protagónico en ello, pues una de las demandas principales de estas movilizaciones fue el acceso de las mujeres al mercado de trabajo en condiciones de igualdad con los varones.

Al mismo tiempo que el movimiento de mujeres luchaba por una mayor participación en el mercado, se construyó una narrativa que revestía esto con ideales de libertad y empoderamiento: tener un trabajo remunerado se convirtió en sinónimo de autonomía y en una meta deseable social e individualmente. Como lo explica Nancy Fraser:

Dotando sus luchas diarias de un significado ético, la narrativa feminista atrae a las mujeres de ambos extremos del espectro social: en un extremo, los cuadros femeninos de las clases medias profesionales, decididas a romper el techo de cristal; en el otro, las temporeras, las trabajadoras a tiempo parcial, las empleadas de servicios con bajos salarios, las empleadas domésticas, las trabajadoras del sexo, las migrantes, las maquiladoras y las solicitantes de microcréditos […] En ambos extremos, el sueño de la emancipación de las mujeres va atado al motor de la acumulación capitalista (2013, p. 221, traducción propia).

Esta transformación cultural coincidió de manera trágica con un momento de crisis del sistema capitalista en el que era necesario transformar la estructura del mercado de trabajo para garantizar la continuidad de la acumulación. Así, se desmantelaron los otrora ganados derechos de los trabajadores y se impulsó un mercado laboral sin restricciones, mucho más flexible y dinámico. Autoras como McRobbie (2007), Fraser (2013) y Eisenstein (2009) proponen que una forma de responder a esta crisis económica fue la incorporación de las demandas feministas al sistema neoliberal: la participación de las mujeres en el mercado de trabajo fue celebrada, impulsada y concedida, a cambio de que ese mercado laboral sea cada vez más precarizado e invisibilice la experiencia de la mayoría de las mujeres al tiempo que celebra el “poder femenino” que rompe el techo de cristal y conquista posiciones de poder.

Otra dimensión importante en este contexto ha sido la presencia de instituciones internacionales a favor de los derechos de las mujeres, generalmente lideradas por ciudadanas del Norte Global, y mediante las que se busca crear una agenda con metas compartidas por todas las mujeres del mundo. Una de estas metas ha sido, justamente, promover la participación económica de las mujeres como una medida de progreso, empoderamiento y crecimiento económico (Watkins, 2018).

Yo soy habitante y producto de mi generación. Como mujer nacida a mediados de la década de 1980, todas estas transformaciones sociales han tenido su correlato en mi vida personal. Como provengo de la clase trabajadora, con sus aspiraciones de movilidad social mediante la educación, fue un gran sacrificio de mis padres y mío que lograra estudios de posgrado, algo que nadie en mi familia había tenido (ni mi padre ni mi madre fueron a la universidad). Las expectativas familiares, sociales y mías eran acceder a ciertos niveles de vida y éxito personal: tener un trabajo que no solo me pagara bien, sino que además me permitiera ejercer mi vocación. El núcleo de mi identidad, formada por estas interacciones de clase y género, era mi trabajo profesional.

Al ser consciente de esta interacción entre neoliberalismo, afectos e identidades en mi propia vida quise cuestionar esa realidad y poner en perspectiva histórica mis malestares. En los últimos cinco años he estado conversando con mujeres profesionistas que tienen empleos precarios. Nuestras identidades como mujeres han cambiado, no abrazamos la fantasía de que el matrimonio sea el epítome de la felicidad femenina; por el contrario, hemos aceptado los discursos sociales del empoderamiento y la autonomía como nuevas metas de las sujetas femeninas. Lo que queremos es encontrar nuestra vocación, destacar en lo que hacemos, tener reconocimiento, etcétera. No buscamos un príncipe azul, pero sí un trabajo que nos haga felices. No solo que nos provea materialmente, sino que, además, nos dé identidad, prestigio y propósito (Weeks, 2017).

Lo perverso es que esta identidad se ha consolidado como parte de un momento neoliberal, en el que la fuerza de trabajo ha sido despojada de sus derechos y la lucha por estos ha sido desmantelada gracias a una ideología individualista y atomizada en la que es cada vez más difícil posicionar demandas colectivas. Como resultado de eso, las mujeres, principalmente las jóvenes y las del Sur Global, navegamos una dolorosa contradicción entre los significados tan profundos que hemos depositado en la actividad laboral y el contexto adverso que nos concede la ilusión de ser “mujeres trabajadoras”, siempre y cuando sea en empleos precarios. De esta manera, la precariedad no solo descansa en las transformaciones económicas y regulatorias del mercado laboral, sino también en un entramado de afectos e identidades movilizadas en torno a la participación pública y remunerada.

La economía feminista permite analizar estas interacciones históricas y la forma en que las identidades de género y el sistema económico se entrelazan. Al mismo tiempo, como una epistemología que no solo busca entender la realidad social, sino crear opciones de sociedades más justas, la economía feminista -principalmente la llamada economía feminista de la ruptura o radical (Arruza, Bhattacharya y Fraser, 2019; Gago, 2020; Pérez-Orozco, 2005)- cuestiona a la fracción del movimiento feminista que se ha centrado exclusivamente en la promoción de las capacidades económicas de las mujeres, ya sea como productoras o consumidoras, como la única meta del movimiento. Por el contrario, quienes se adscriben a esta corriente retoman el llamado a imaginar y luchar por sistemas económicos en que la libertad de las mujeres no signifique únicamente participar en actividades remuneradas, aunque sea en las posiciones más elevadas de la jerarquía laboral y económica, pues esto deja intocado un sistema capitalista en el que ciertas vidas son importantes y merecen existir, mientras que muchas otras vidas son desechables o solo tienen valor en la medida en que provean lo que el sistema requiere de ellas.

¿Qué significaría pensar la libertad y el empoderamiento de las mujeres más allá de los marcos capitalistas de existencia? Hay teóricas que han avanzado en este cuestionamiento (Federici, 2013; Mies y Bennholdt-Thomsen, 1999; Pérez-Orozco, 2014), ampliando las formas de pensar e imaginar organizaciones económicas alternativas.

Para mí, cuestionar la forma en que había aceptado ideas de éxito meramente individual y sus consecuencia colectivas me llevó, por una parte, a sentirme enojada con las vertientes feministas que se han beneficiado de las injusticias de clase y raza y que, por lo tanto, insisten en un discurso de inclusión cómplice del poder capitalista basado en la explotación de la mayoría. Por otra parte, ese cuestionamiento me ha abierto a la imaginación colectiva y a otras voces de mujeres para concebir una vida digna, una emancipación que incluya acceder a derechos económicos (salud, vivienda, cuidados) independientemente de nuestra participación en el mercado laboral. Una libertad de las mujeres para imaginar y vivir de otras formas, sin que nuestros sueños de emancipación continúen anclados en la acumulación de capital. Un empoderamiento que no se base en el éxito individual y el trabajo sin freno, sino en la consciencia de la sostenibilidad de la vida y en mantener abiertas las posibilidades de otros mundos y otros cuerpos (cuerpos descansados, sin estrés, con tiempo libre, con acceso a salud y alimentación adecuada...).

Estas imaginaciones transformadoras no hubieran sido posibles sin la política del asombro, sin la mirada difractora que interrumpe y se niega a ser asimilada en el poder existente. Como plantea Ahmed, “el asombro crítico se trata de reconocer que nada en el mundo debe tomarse por sentado, incluyendo los movimientos políticos a los que nos adscribimos” (2015, pp. 276). Cuestionar el feminismo hegemónico desde las voces de las mujeres trabajadoras, migrantes, racializadas, trans, trabajadoras sexuales, profesionistas precarias, habitantes del Sur Global, etcétera, es un proceso que, otra vez, dirige la mirada y la acción hacia demandas políticas enraizadas en la necesidad de cambiarlo todo.

Breve comentario final

Insistir en la historicidad del capitalismo y, por lo tanto, en la posibilidad de transformación de este sistema, es algo que ciertas vertientes de la economía feminista han planteado, a veces en diálogo con el marxismo (esa otra filosofía del asombro) y a veces abrevando en otras consideraciones y resistencias propuestas desde la subalternidad. De alguna manera, el asombro feminista nos ha permitido “ocupar” la disciplina: incomodar, interrumpir, traer nuestros cuerpos, experiencias y deseos de transformación a un campo sumamente masculinizado en el que es difícil tener un espacio si se es mujer, ¡cuanto menos si además de todo se es feminista y anticapitalista!

Quisiera sugerir que la mirada encarnada debe acompañarse por una voz que también lo está. Por eso me parece importante cerrar haciendo explícito para quién escribí este texto y a quiénes me gustaría tener como interlocutoras. Estas páginas son para quienes desde otras disciplinas se interesen en la economía y, sobre todo, para quienes son estudiantes de licenciatura en economía. He querido invitarlas a no tomar por sentado lo que escuchan en sus clases de micro y macro, y asegurarles que somos muchas quienes estamos tratando de abrir caminos distintos para la enseñanza de la economía y para la transformación del sistema injusto que habitamos. Necesitamos sus voces, sus cuerpos y experiencias. Deseo que el asombro sea nuestro lugar de encuentro.

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1La autora agradece los valiosos comentarios de quienes dictaminaron de forma anónima este texto: gracias por su apertura y generosidad. También agradece a las compañeras que tomaron el taller Economía Feminista para no economistas en 2020 y a Kaja Negra: gracias por regresarme la confianza en mi voz.

2Aunque en la ciencia económica hay varias perspectivas, la economía neoclásica o de la elección racional se ha impuesto como la dominante. A esta me refiero cuando escribo de La Economía, con mayúsculas, para denotar el discurso hegemónico y excluyente sobre la disciplina; esta es la que cuestiono en el artículo, y dejo fuera las consideraciones de la economía política marxista.

3La economía de mercado ha establecido ella misma estas preguntas como centrales para la disciplina y ha cerrado el diálogo con otro tipo de preguntas y de consideraciones éticas y políticas.

4En años recientes, la teoría neoclásica ha incorporado las diferencias de género en lo que denomina la Nueva Economía Doméstica (Becker, 1981). Sin embargo, puesto que no cuestiona los supuestos básicos de La Economía, sus conclusiones terminan siendo reafirmaciones del statu quo y la desigualdad sexogenérica. Para críticas a esta teoría, véase Ferber, 2003.

5El sistema de fiado es un sistema informal de crédito. Puesto que no existen regulaciones ni papeles formales, se da sobre todo entre personas que se conocen; está basado en la confianza y la buena fe.

6La tanda es un mecanismo de ahorro colectivo en el que un grupo de personas ahorra una cantidad mensual; por ejemplo, 10 personas ahorran X pesos, y cada mes una de ellas recibe el dinero del grupo.

Recibido: 18 de Mayo de 2021; Aprobado: 30 de Noviembre de 2021; Publicado: Junio de 2022

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