SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.63“Nos encontramos igual”. Prácticas de un feminismo intergeneracional durante el aislamientoSexo y secularismo índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.63  Ciudad de México  2022  Epub 02-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2022.63.2325 

Artículos

Violencia patriarcal en instituciones de educación superior

Educación, masculinidades y violencias en la universidad

Education, Masculinities, and Violence at the University

Educação, masculinidades e violências na universidade

Mauricio Zabalgoitia Herrera* 
http://orcid.org/0000-0003-0806-0887

*Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. Correo electrónico: mauricio.zabalgoitia@gmail.com


Resumen

Como parte de un proyecto acerca de las violencias en la unam, este trabajo recupera algunos de los señalamientos de la investigación feminista -la noción de continuo, la vigencia de estructuras sexistas y las prácticas de hostigamiento- para abordar el punto de vista de las masculinidades críticas. Bajo esta confluencia se acomete un repaso por los aspectos más relevantes de tres vertientes teóricas: la masculinidad hegemónica y las teorías de los actos de hombría (manhood acts) y el apoyo por parte de pares varones (male peer support). Con esto, se perfila la propuesta de un modelo triple -en cuanto a ideales, estrategias y alianzas- de educación en masculinidades y contra las violencias. La labor crítica desemboca en una revisión de las “múltiples masculinidades” frente a propuestas recientes que cuestionan la dicotomía toxicidad/positividad, donde se destaca la opción de la hibridez. Concluyo con un esbozo del modelo triple a partir de dos estrategias: el nombrar y la autorreflexión.

Palabras clave: Sexismo; Violencia; Universidad; Educación; Masculinidades críticas

Abstract

As part of a project on violence at unam, this article takes up some of the findings of feminist research-the notion of continuity, the validity of sexist structures and harassment practices-to address the point of view of critical masculinities. Based on this, a review is undertaken of key aspects of three theoretical trends: hegemonic masculinity, the theories of manhood acts and male peer support. These are used to outline a proposal for a triple model-in terms of ideals, strategies, and alliances-of education in masculinities and against violence. The critical work leads to a review of “multiple masculinities” in response to recent proposals that question the toxicity/ positivity dichotomy, with hybridity emerging as a viable option. I conclude with an outline of the triple model based on two strategies: naming and self-reflection.

Keywords: Sexism; Violence; University; Education; Critical masculinities

Resumo

No âmbito dum projeto sobre violência na unam, este trabalho recupera alguns dos indícios da investigação feminista --a noção de continuidade, a validade das estruturas sexistas e das práticas de assédio-- para abordar o ponto de vista das masculinidades críticas. Sob essa confluência, é feita uma revisão dos aspectos mais relevantes de três correntes teóricas: a masculinidade hegemônica, as teorias dos atos de masculinidade [manhood acts] e o apoio de pares masculinos [male-peer support]. Com isso, delineia-se a proposta dum modelo triplo --em termos de ideais, estratégias e alianças-- de educação nas masculinidades e contra a violência. O trabalho crítico conduz a uma revisão das “masculinidades múltiplas” face às propostas recentes que questionam a dicotomia toxicidade/positividade, onde se destaca a opção do hibridismo. Concluo com um esboço do modelo triplo baseado em duas estratégias, nomeação e autorreflexão.

Palavras-chave: Sexismo; Violência; Universidade; Educação; Masculinidades críticas

Preámbulo

Las violencias en la universidad desde enfoques críticos de género se han abordado, principalmente, a partir de investigaciones con perspectiva feminista. Con esto no solo se supera una noción tradicional de violencia, sino que también se problematiza la construcción “violencia de género” apuntando a un complejo de dominación masculina.1 En esta línea, de acuerdo con algunos trabajos, en las instituciones de educación superior (IES) subsisten estructuras sexistas y machistas, cuyas prácticas se enseñan, aprenden, interiorizan y promueven en las relaciones formales e informales de la educación, por lo cual condicionan las relaciones. Por ejemplo, Araceli Mingo (2010) muestra un panorama detallado de manifestaciones de violencia en los ámbitos escolares. Cabe mencionar su categorización desde formas sutiles e invisibilizadas hasta hostigamiento, acoso y violencia institucionalizada, que incluye la física. En otro trabajo, esta misma autora y Hortensia Moreno confeccionan una escala de sexismo en la universidad (2015, p. 141), con la que se miden desde expresiones simbólicas hasta modos de acoso duros, que llegan a las amenazas de muerte.

En cuanto al hostigamiento, se distinguen dos formas: la primera conlleva una economía instrumental, pues opera mediante una dinámica de “premio/ castigo donde se intercambian ‘favores sexuales’ a cambio de beneficios”; ahí la negativa puede conllevar represalias (Buquet et al., 2013, p. 302), como una mala calificación, quedar fuera de un equipo, no graduarse o ver entorpecidos procesos como los de un examen profesional o de grado, etcétera. La segunda adquiere la forma de un “clima frío” (Mingo y Moreno, 2017, p. 574) que se manifiesta en ambientes marcados por hostilidad, referencias obscenas y actitudes de carácter sexual (Buquet et al., 2013, p. 302). En general, los estudios en México destacan, dentro de dichas prácticas, el hostigamiento y el acoso en las universidades como expresiones que se relacionan, dentro de un continuo, con formas más complejas, como el uso de la fuerza, el abuso, la violación o los feminicidios.2

De acuerdo con esta perspectiva es posible referirse a un continuo que en términos amplios se configura donde Jane Kenway y Lindsay Fitzclarence (1997) proponen que la violencia funciona dentro de un proceso ininterrumpido de género; mientras que Laura O’Toole, Jessica Schiffman y Margie Edwards (2007) apuntan que toda violencia, y no solo la conocida como “violencia de género”, sirve para preservar la asimetría de los sistemas de poder basados en la diferencia sexual. Para Nancy Lombard es la confluencia entre teoría feminista y masculinidades la que permite observar tal continuo en todas las sociedades (2018, p. 2).

En el espacio de la educación superior es mediante regímenes disciplinarios y dimensiones pedagógicas curriculares o extracurriculares que se educa a los hombres para, entre otras cuestiones, practicar subjetividades violentas que se interrelacionan (Waever-Hightower, 2011, pp. 163-175). En resumen, en la universidad este continuo opera como un engranaje que va de lo cotidiano a lo letal, y se configura como prácticas cuyo fin es la dominación masculina.

En México se han incorporado en algunos estudios nociones centrales donde se destaca, como en otros ámbitos, la masculinidad hegemónica.3 En trabajos con perspectiva feminista, el espacio de la educación superior se ha señalado respecto del papel que adquieren categorías y estrategias de masculinidad en las políticas universitarias y académicas (Cerva, 2018). En relación con las prácticas de violencia en las IES, Consuelo Martínez (2019) retoma la especificidad y recurrencia del hostigamiento y el acoso sexual a estudiantes y profesoras a la luz de la noción de mandato de masculinidad de Rita Segato. Para Martínez, es desde sus presupuestos que las universidades sistematizan prácticas violentas contra las mujeres, y “dislocan y socavan los mecanismos de organización comunal de las estudiantes que interpelan, señalan y denuncian” dichas prácticas (2019, p. 117). La propuesta de Segato, de hecho, dialoga de manera muy cercana con algunas de las líneas vigentes de los estudios de las masculinidades, pues desde los mandatos que configuran la masculinidad -de violación, violencia y crueldad- se sostienen estructuras piramidales y jerarquías que profundizan la desigualdad y mantienen las relaciones de poder.

Por otra parte, en ámbitos de investigación como los de Inglaterra o Australia, una línea definida bajo los rubros educación y masculinidades desde la educación superior ha desarrollado algunas vertientes de estudio más o menos definidas que se concentran en lidiar con problemáticas ligadas a ideas como la de que los varones se estarían rezagando en la universidad como consecuencia de políticas de género y de la feminización de las instituciones. Asimismo se abordan análisis precisos y actualizados acerca de las formas vigentes de desigualdad, y formas de identidad y representación ligadas a mecanismos de poder que inciden en marcas de diferencia cultural mediadas por el género, etcétera.4 Sin embargo, los problemas de esas latitudes marcan distancia con los de México, pues las expresiones de violencia en términos de modelos, prácticas o estructuras de masculinidad no parecen ser una prioridad en su agenda. Más bien se trata de un punto de vista conciliatorio entre discursos feministas y antifeministas que habla del impacto que estarían sufriendo los varones estudiantes bajo tal confluencia. En todo caso, vale la pena recuperar una idea de educación que supera los lindes formales y que apunta tanto a formas de socialización al interior de las aulas como a las diversas interacciones que se dan en espacios, rituales, traslados y eventos no regulados. Se trata acaso de una idea de lo educativo en términos de cómo se conforman las subjetividades en un ámbito de interacciones múltiples y formaciones complejas no siempre reconocibles.

Por otra parte, las masculinidades críticas buscan resituar una diversidad de términos, objetos y metodologías hacia un frente común trazado por la categoría de género como no meramente descriptiva, sino como altamente problemática. De este modo, la masculinidad es concebida no solo como una de las partes de un sistema de representación, una instancia de organización social o una serie de etiquetas, sino en cuanto al hecho de que sus prácticas se sitúan siempre de manera privilegiada dentro de sistemas y relaciones de poder establecidos, precisamente, por el género (Hearn y Howson, 2019, p. 19). El objetivo es derivar los enfoques de los estudios de la masculinidad a toda la gama de estudios feministas y críticos sobre género y sexualidades (2019, p. 19), en la idea de que dichos enfoques, tal y como han evolucionado hasta ahora, no garantizan por sí mismos una labor verdaderamente liberadora y de transformación profunda. Las masculinidades críticas se concentran así en descripciones, relatos y explicaciones que apuntan a formas y expresiones en contextos sociales y culturales específicos, pero con la certeza de que ninguna de sus posibles versiones ha de recaer en esencias, naturalezas o significados fijos (Hearn y Howson, 2019, p. 20). Su carácter crítico ha de asumirse en que son estudios ontológicos, epistemológicos y políticamente diversos. Una combinación crítica de “sex role theory with patriarchy theory” (2019, pp. 54-57).

En la deriva de los estudios de la masculinidad, y de cara a una noción posible de educación en masculinidades y contra las violencias en la universidad, consideramos que se pueden recuperar tres vertientes teóricas. La primera, la más incidente, es la del modelo de hegemonía masculina. La segunda, la teoría de los manhood acts, surge como respuesta y revisión crítica de la primera, y establece claramente un regreso a la senda del feminismo. La última, centrada en gran parte en la violencia sexual perpetrada en universidades y colegios de Estados Unidos en la década de 1990, se ubica en la reflexión teórica del male peer support bajo la idea de que los mecanismos violentos operan en formas de asociación entre pares masculinos.

A continuación se presenta una revisión crítica de los aspectos más destacados de esas vertientes teóricas, con la idea de que pueden ser recuperados de cara al esbozo de un modelo triple de educación en masculinidades -en ideales, estrategias y alianzas- en la órbita del continuo de violencias en la universidad. Es decir, tres ámbitos que apuntan a modelos, prácticas y agrupaciones de masculinidad cuya operatividad se relaciona con las estructuras de sexismo vigentes, amparadas por el hostigamiento sexual, sobre todo, como forma destacada y señalada desde la investigación feminista. La propuesta consiste en repensar el carácter crítico de los estudios sobre masculinidades como un complejo desde el cual posicionarse en contra de la idea reiterada de que las violencias, sobre todo aquellas consideradas como “no de género”, ocurren en la dimensión individual y son de carácter íntimo o privado. La cuestión es forzar un giro estructural en la reflexión para repensar las prácticas de masculinidad que operan de lo micro a lo macro, apuntando tanto al yo como a los pares, en un trabajo conjunto de sostenimiento y reiteración del orden de género vigente.

A esto se suma, en un segundo momento, una revisión de la propuesta de “múltiples masculinidades” frente a lecturas recientes que cuestionan la dicotomía toxicidad/positividad, la cual ha tenido impacto en esferas académicas y sociales, así como en algunas posiciones subjetivas adoptadas por estudiantes varones. En esta deriva se destaca la opción de las llamadas masculinidades híbridas como posición teórica que retoma el problema de las violencias. Se cierra con un esbozo del modelo triple a partir de dos estrategias: el nombrar y la autorreflexión, las cuales apuntan a cuatro ámbitos posibles de educación en masculinidades, sobre todo en el contexto de una microfísica sexista a la que se suman debates y problemas vigentes en la universidad.

El modelo de masculinidad hegemónica

La noción de masculinidad hegemónica surge como una crítica al imperativo de un rol masculino único. Considera que en las relaciones sociales, culturales y políticas son múltiples las masculinidades que operan en las relaciones de poder (Connell y Messerschmidt, 2005, p. 830). Connell perfila el concepto desde la noción de hegemonía de Gramsci, si bien ya se había esbozado, a inicios de la década de 1980 en Australia, en el ámbito de los estudios de educación media superior. Ahí surgieron preguntas sobre las violencias y la forma en que funcionaban en jerarquías masculinas al interior de relaciones estudiantiles que parecían operar no solo bajo las consabidas marcas de clase social o etnia, sino mediante el género y sus expresiones (Kessler, Ashenden, Connell y Dowset, 1985). En su línea inaugural, la idea de masculinidad hegemónica apunta hacia la versión más “aceptada” entre las masculinidades, tanto desde preceptos sociales como desde valores y estereotipos culturales; su función más amplia y relevante sería la de legitimar al patriarcado, o sea, mantener la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres (Connell, 2009, pp. 8-9).

Este modelo conlleva, como base, un cuestionamiento de los motivos mediante los cuales los hombres se mantienen en posiciones de mando y control frente a su opuesto sexo genérico, pero también frente a otras identidades, prácticas y significantes que se consideran femeninos o poco masculinos, a pesar de que pueden cambiar a lo largo de la historia o entre diversas culturas. Su punto de partida es abiertamente crítico, pues señala directamente los sistemas de poder y los mecanismos mediante los cuales este se ejerce en expresiones violentas.

Tras un largo recorrido y un uso cada vez más generalizado, la noción de masculinidad hegemónica tiende a equipararse con la masculinidad tradicional, dominante y recientemente “tóxica”. En todo caso, vale la pena recordar que para Connell la cuestión de la jerarquía resulta fundamental a la hora de pensar la hegemonía. Es desde ahí que alguna forma de masculinidad se erige como condición para el grupo que sostiene o reclama el mando (Connell, 2009, p. 12). Es decir, en la propuesta original, las “múltiples masculinidades” operan mediante acuerdos y disputas que derivan en el mantenimiento de ciertos órdenes, y no solo como etiquetas o paquetes de normas más o menos aceptables. Con esto no se quiere decir que tales construcciones no incidan en prácticas subjetivas o identidades reconocibles. En dichas prácticas e identidades aún suelen identificarse efectos negativos para los individuos y su idea de lo que significa ser un hombre (Connell y Messerschmidt, 2005, p. 831).

Marcando cierta distancia, pensamos que desde la perspectiva de las “múltiples masculinidades” se renuevan ideales, a veces centrados en figuras específicas -un jugador de futbol, un cantante, algún político-, pero bajo la forma de un lugar al que llegar; como una promesa que termina por renovar lo que en la historia y la cultura se ha conocido como un “verdadero hombre” (Connell y Messerschmidt, 2005, p. 841). De la masculinidad hegemónica se desprenden, hoy en día, masculinidades nuevas, positivas, sanas, alternativas, diversas, etcétera. Además, se han señalado masculinidades gays, negras, mestizas, obreras, blancas, etcétera. En cualquiera de los casos, tales masculinidades apuntan al modelo como una suma de ideales que conllevan significados, estereotipos e incluso arquetipos, e implican derechos y obligaciones que aún se piensan como “naturales” para quienes nacen varones. Esto incide en prácticas “masculinas” de sociabilidad -como la disposición a la competencia- y corporalidad -en donde la musculación o la resistencia deportiva son pautas reconocibles-, pero también en una diversidad de “valores” que parecerían dispares, o incluso positivos, como las versiones renovadas de virilidad, caballerosidad, superioridad, fortaleza, temple o competitividad (Gil-Calvo, 2006, p. 6).

En el ámbito de la universidad, la masculinidad hegemónica trabaja en el mantenimiento de estructuras sexistas, por ejemplo, mediante prácticas de exclusión en que los varones aspiran a alcanzar lugares de reconocimiento al amparo de ideales deportivos o académicos. En los espacios de prestigio, suelen reforzarse roles y estereotipos de género que incluyen aseveraciones como que “los grandes filósofos, pedagogos y pensadores han sido hombres” (Taller).5 Asimismo, se establecen pautas de género en carreras y disciplinas, e incluso en la percepción de las profesiones, como indican lugares comunes del tipo: “las mujeres que estudian pedagogía son mmc (mientras me caso)” (Taller), o “los varones comprenden mejor la teoría” (Taller). Se trata de ejemplos de sexismo verbal que apuntan a la hegemonía como una promesa. De ahí que Luis Bonino la conciba como “una matriz generativa, un molde vivo [...] un sistema normativo, a veces obligatorio”, que “selecciona y recorta algunos aspectos de las capacidades humanas”, normalmente las más valiosas y mejor valoradas, para adjudicárselas a los hombres (Bonino, 2002, pp. 10-11). La cuestión es si en este proceso actúa un complejo formal que pueda definirse como de educación en masculinidades, y también si desde aquí se refuerzan y sostienen formas específicas de violencia y sexismo.6

La teoría de los manhood acts: las estrategias de la masculinidad

Centrándose en actos específicos que se ponen en marcha desde la masculinidad, concebida como un entramado de prácticas reconocibles, Michael Schwalbe y Douglas Schrock (2009) proponen la teoría de los manhood acts (actos de hombría) hacia finales de la primera década del siglo XXI. En esta construcción, el sufijo hood denota la condición o “naturaleza” de alguien, pero también su pertenencia a un grupo con alguna característica en común, en este caso, la hombría, la virilidad, la masculinidad propiamente dicha.

Esta perspectiva surge como una crítica directa a la noción de masculinidad hegemónica y sus “múltiples masculinidades” (Schwalbe y Schrock, 2009, p. 281). Para estos autores, estas terminan por convertir el complejo de género en una suerte de “juego”, una competencia en que los hombres buscan situarse en mejores o peores versiones, dependiendo de su propia inscripción en el modelo de dominación. Esta deriva en los estudios de la masculinidad los habría alejado de los principios y objetivos de los feminismos: echar abajo el orden patriarcal (2009, p. 279). Desde la propuesta de Schwalbe y Schrock, lo principal es no olvidar que, más allá de los valores remarcados en un ámbito social determinado, de los ideales o promesas que varones específicos reciben al ser educados, o de los significados a los que pueden adherirse para subsistir en un campo social o cultural propio, la masculinidad siempre significa “opresión” (2009, p. 281). Con ello, el que ahora se hable de mejores versiones de masculinidad esconde el hecho innegable de que el género, en todos los órdenes de la vida, opera para el mantenimiento de jerarquías y procesos de desigualdad. Schwalbe, de hecho, habla con contundencia y apunta a una meta alta, pues para él lo peor de la historia de la humanidad está ligado al género, y su erradicación sería la única solución para terminar con el sufrimiento extendido (Schwalbe, 2014, p. 12).7

En términos más próximos, la puesta sobre la mesa de los actos de hombría implica el ejercicio de una constante “autorreflexión sociológica” y crítica, pues dichos actos apuntan a las maneras en que los actores de la masculinidad otorgan sentido a su membresía en la categoría hombre y desde ahí reclaman privilegios (Schwalbe, citado en Morris y Ratajczak, 2019, p. 1991). Con esto podemos entender que se refieren y miran hacia lo que los hombres hacen en la vida diaria para presentarse como tales y reproducir la desigualdad, sea de forma consciente o no, explícita o imperceptible. Los actos de hombría acometen prácticas como estrategias destinadas a presentar una esencia masculina “creíble” para el mundo (Schwalbe y Schrock, 2019, p. 279). Esta lectura se basa en la perspectiva dramatúrgica de autores como Erving Goffman (1987): un individuo, para ser acreditado como hombre, debe poner en marcha, bajo una suerte de “actuación”, actos convincentes (Schwalbe y Schrock, 2019, p. 279) que operan en, por lo menos, la línea de tres objetivos: la diferenciación entre hombres y mujeres, la manifestación constante de una palpable capacidad para mantener el control y la demostración de una insalvable resistencia a ser controlados (Schwalbe y Schrock, 2019, p. 281). De esta forma, el funcionamiento de la masculinidad debe ser diariamente reforzado por infinidad de acciones y estrategias.

En la educación, estas estrategias se perciben con claridad; ahí se instruyen y negocian. En una línea que va del preescolar a la universidad, los varones aprenden que “ser un niño” (un hombre) significa ser diferente y superior a las niñas y la feminidad. Aprenden a categorizarse a sí mismos y a los demás al encarnarse como varones, masculinizándose a partir de actos (Schwalbe y Schrock, 2019, p. 281). También, descubren que la masculinidad los sitúa en una posición de control físico e intelectual, e incluso que mostrar cierta resistencia a las normas y regulaciones de lo educativo confirma su identidad masculina (2019, p. 281). Estos actos, cabe agregar, funcionan según la aprobación, guía y consejo de otros hombres. Se trata, a grandes rasgos, de interiorizar y dominar los códigos masculinos de identidad que constituyen simbólicamente el orden de género. Esto se instruye en la niñez durante la interacción y la exposición a los imaginarios de los medios de comunicación, pero, sobre todo, mediante la reiteración educativa, en un nivel micropolítico (2019, p. 281), de la violencia verbal y sexista utilizada por docentes como performance educativo. El ejemplo misógino en clase -“para que ellas puedan entenderlo” (Taller)- opera en este nivel de actuación, pero más aún el chiste sexual y degradante para las mujeres. Este dispositivo discursivo de enorme recurrencia como acto de hombría no solo construye la imagen “varonil” del profesor que lo utiliza, sino que además establece un orden sexual y jerárquico al interior del aula.8 Como expresión de hostigamiento, el chiste crea un “aula fría” (Mingo y Moreno, 2017, p. 574), marcada por un ambiente de hostilidad y peligro sexual para ellas. Finalmente, en el aula se trabaja en una lección de educación en masculinidades con un rango amplio: desde la actuación y la enseñanza de recursos de hostigamiento cotidianos hasta el establecimiento de jerarquías en donde el docente se sitúa como varón “a la cabeza”, pues domina el código y ha alcanzado el lugar de mando para ponerlo en marcha.

Las enseñanzas y lecciones que conllevan una actuación cuyo guion se basa en actos de masculinidad implican muchas más cuestiones, como aprender que las emociones han de regularse, que si un hombre llora se sitúa en un rango inferior en una escala, o bien, que manifestar poder lo sitúa en un rango alto, cuestión que implica la negación del miedo o el dolor (Curry y Messner, citados en Schwalbe y Schrock, 2019, p. 282). Además, los varones aprenden que deben sentir un deseo sexual constante por las niñas, lo cual se perfecciona en la adolescencia (Schwalbe y Schrock, 2019, p. 282) y se manifiesta con violencia en las relaciones en la universidad, como lo demuestra la investigación feminista sobre el acoso y el hostigamiento en las ies. Todo lo anterior está directamente relacionado con las diversas formas de violencia que conllevan las actuaciones de hombría, entre las que se destacan, en niveles iniciales, la violencia en el lenguaje o en las actitudes corporales. Con todo ello se significa la heterosexualidad en las relaciones educativas como una suerte de investidura que exige comentarios sexistas, lascivos e incluso bromas y chistes acerca del acoso o la violación (Renold y Messner, citados en Schwalbe y Schrock, 2019, p. 282), como en el caso presentado en la nota 8.

La teoría del male peer support: las alianzas de la masculinidad

Situándonos específicamente en el papel que desempeña el grupo de compañeros para la masculinidad, aparece la perspectiva teórica del male peer support o apoyo entre pares masculinos. Tal perspectiva surge frente a un repunte de diversas formas de violencia sexual en preparatorias y campus universitarios en los Estados Unidos durante la década de 1990 y hacia el cambio de siglo. Bajo la autoría de Walter DeKeseredy (1990), la propuesta apunta a derivar los estudios de las masculinidades hacia la comprensión acerca de qué es lo que hace que un hombre se convierta en un abusador, tanto en los ámbitos de las relaciones como en los espacios públicos, donde destacan aulas, campus universitarios y, en general, lugares que rodean la experiencia estudiantil.

Como punto de partida, la propuesta de DeKeseredy retoma los considerados como factores “clásicos” a la hora de abordar las expresiones de violencia sexual: variables como estrés social, psicológico, laboral o académico; estatus socioeconómico y aspectos de clase; o roles de género dentro de la socialización del individuo en las aulas (1990, pp. 129-130). Estos aspectos, en ámbitos claramente jerárquicos como los de la educación, resultan visibles, por ejemplo, en la capacidad de adaptación de cada sujeto a sistemas reglamentados por las normativas de género imperantes. La novedad que aporta esta perspectiva reside en remarcar, y hacerlo ver como determinante, el papel que desempeñan los compañeros del entramado masculino (DeKeseredy, 1990, p. 130). De ahí que, en términos generales, se señalen los recursos que otorgan los pares en cuestiones como el apego y la fraternidad, y en formas variadas que cumplen con funciones como las de estimular, normalizar y legitimar el abuso, ya sea psicológico, simbólico, físico o sexual, sobre las mujeres u otras identidades sexo-genéricas.

Entrando en materia, de acuerdo con estos estudios, son tres las categorías que se destacan en estas formas de asociación: la integración social, la información de soporte y el apoyo de “estima” (“afectivo”) entre pares masculinos (DeKeseredy, 1990, p. 130). La propuesta general se resume en la idea de que formar parte de un grupo o red de amigos como forma privilegiada y estratégica de integración social, en donde prácticas sexistas y violentas conforman un ambiente, bien puede llevar a un varón a ser un abusador en diversos niveles: de lo cotidiano a lo sexual. Esto es así porque la pertenencia al grupo o red implica desde la emisión de un chiste sexista hasta la exigencia del abuso como forma de control social, pasando por imaginarios de sexualidades violentas y estrategias cotidianas de control: mandar a callar con un gesto, minar la autoestima mediante ejemplos, desacreditar expresiones de afecto, etcétera. A este respecto, los estudios presentados por DeKeseredy demuestran que tener amigos abusadores en la universidad incide en la autoconfiguración del maltratador, pero también en cómo un abusador “se forja” como hombre en un amplio rango de prácticas que no siempre son físicas (1990, p. 130). De manera específica, mediante estas formas de asociación masculina suelen otorgarse modos simbólicos y prácticos de apoyo, es decir, guías, consejos, tácticas y justificación de actitudes y acciones violentas. También se aplican formas de presión para que cada miembro del grupo manifieste una masculinidad férrea, cuya energía radica en el ejercicio de una sexualidad temprana, dominante y violenta. Esto conforma una estructura de “subculturas masculinas” (Leslie, citado en DeKeseredy, 1990, p. 130) que pueden estar más lejos o más cerca de la violencia sexual explícita, pero siempre producen y reproducen modos de dominación y opresión que se basan en el sometimiento o la degradación de las mujeres y de los “hombres menos hombres”. Ser agresores -aunque sea “en potencia” o en un nivel aparentemente bajo, como el que otorga el humor sexista- los provee de legitimidad y respeto (DeKeseredy, 1990, pp. 130-131).

En el ámbito de las relaciones de género en la universidad, si retomamos la función que adquiere el hostigamiento como expresión de violencia verbal cuyo fin es mantener un ambiente “frío”, la perspectiva del soporte entre pares apunta a un “vocabulario de ajuste” que no solo legaliza las acciones, sino que protege la autoestima del hombre abusador (Kanin, citado en DeKeseredy, 1990, pp. 130-31) y promueve la aprobación de los amigos (DeKeseredy, 1990, p. 132). En las relaciones entre iguales, el albur y el chiste sexista, pero también la gama de estereotipos que marcan, desde el género, los roles dentro de la educación, no solo los sitúan y construyen como varones, sino que los protegen, impulsan y animan, sobre todo cuando se cruza la línea dentro del continuo que va de lo verbal a lo físico. En las relaciones verticales de la fratría masculina, tal vocabulario de apoyo se exhibe, enseña y aprende, tanto en las aulas -el profesor que pregunta: “¿ustedes cómo le hacen?”- como en las relaciones informales.9 En estas, la teoría de los pares apunta, entre otras cuestiones, a las maneras en que se llevan a cabo métodos de clasificación de las estudiantes y compañeras mediante términos como “sueltas” o “fáciles”, pero también al señalar a aquellas que manifiesten una “baja autoestima” (Kanin, citado en DeKeseredy, 1990, pp. 130-31). En nuestra investigación en la unam, encontramos que a las estudiantes de pedagogía suele clasificárseles como “presas fáciles” (Taller) para los alumnos de carreras como las de ingeniería. En esta línea, la complicidad de la risa o el silencio ante un chiste explícitamente sexista y violento igualmente funciona como una instancia de apoyo y estima; como un recurso semiótico que legaliza el orden. Finalmente, DeKeseredy apunta al hecho, ya señalado desde las masculinidades críticas, de que las violencias más terribles (la violación, el feminicidio) benefician a todos los hombres y no solo a los “hombres malos” (1990, p. 136).

Dicotomía entre “toxicidad” y “positividad”: la opción de las masculinidades híbridas

Más allá de las muchas formas de masculinidad que se han integrado a los significados del campo público, en donde resalta la llamada “masculinidad tóxica”, desde estudios sensibles a la violencia de género se han propuesto algunas nociones que han alcanzado impacto, como la healthy masculinity o masculinidad positiva, la cual funciona, de hecho, dentro de una dicotomía que la contrapone a la toxicidad. Esta variante, como explica Andrea Waling (2019), tiene repercusión en ámbitos académicos y de intervención social, sobre todo desde la postulada idea de que los hombres deben ser ya capaces de rechazar, de forma racional y consciente, los regímenes masculinos de opresión en pos del desmantelamiento de las relaciones de género desiguales. Es decir, deben “hacerse responsables” de su propia masculinidad (Seidler, citado en Waling, 2019, p. 367), asumiendo, además, su participación en el acceso al “regalo de poder” que esta conlleva, lo cual implica evitar su naturaleza tóxica (Waling, 2019, p. 367). En general, esta construcción invita a los hombres a comprometerse con sus emociones, en lugar de cultivar el estoicismo, así como explorar y fomentar formas positivas, afectivas y espirituales, tanto en lo personal como en lo sexual, con las mujeres y con otros hombres (Nagayama Hall, citado en Waling, 2019, p. 367). Se trata de practicar una masculinidad positiva para ser mejores versiones de sí mismos (Waling, 2019, p. 367).

Ahora bien, a pesar de su éxito en políticas educativas, campañas sociales, talleres, en la práctica psicológica o en la comunicación sociodigital, la lectura feminista de estos dos opuestos -masculinidad tóxica versus positiva- insiste en que, más que solventar las desigualdades de género, las reafirman. Primero, porque contraponer lo “sano” a lo “tóxico” implica una noción de enfermedad mediante la cual la masculinidad incide, como una peste, sobre los cuerpos-subjetividades de hombres saludables, en lugar de ser algo en lo que ellos, en todo caso, deciden participar activamente (Waling, 2019, p. 368). Los varones, al plantearse socialmente “víctimas” de tal proceso, se convierten en presas de un inevitable mal que aqueja a su categoría (2019, p. 368). De ahí que alguna idea de “cura” tampoco resulte convincente, como tampoco lo es el hecho de que los hombres no puedan optar por la práctica de expresiones y relaciones no violentas. Desde este punto de vista, la masculinidad es cosificada como “la causa”, en lugar de mostrarse como un producto directo y fundamental de las relaciones sociales; se piensa como algo que preexiste a las relaciones sociales, en vez de ser una construcción relacional (2019, p. 368). Sobre todo, insistimos, con la triple función de ideales que se sustituyen constantemente -jugadores de futbol, influencers, cantantes de reguetón, predicadores culturales-, actos cotidianos y normalizados que se instauran como prácticas de subjetividad en un nivel de microfísica sexista, y estrategias de alianza, confraternidad y apoyo entre compañeros.

Desde los feminismos también se ha cuestionado la ambigüedad de su definición; esto es, cuáles son los rasgos, cualidades o comportamientos que definen exactamente la masculinidad positiva o la tóxica. Con esto, se piden más evidencias que demuestren que los hombres estarían listos para vislumbrar formas de masculinidad que no estén relacionadas con la dominación o el daño (2019, p. 368). Concebir la masculinidad como una suerte de mal social que aqueja a los hombres, y del cual algunos logran escapar, hace que estos últimos se laven las manos acerca del problema estructural de la violencia en contra de las mujeres, pues la culpa se le termina por echar a una entidad vaga y difícilmente asible: la masculinidad tóxica (Waling, 2019, p. 369).

En la educación y la universidad esta dicotomía plantea algunos debates e interrogantes. En el plano de las identidades y los posicionamientos subjetivos, podemos preguntar qué tanto renueva o trastoca las polarizaciones que se han construido desde la irrupción de los feminismos en la academia y el surgimiento de los estudios de la masculinidad; a grandes rasgos, “hombres por la igualdad” y “profeministas” versus los grupos de los “derechos de los hombres” y los “contrafeministas”. A este respecto, acaso hace falta una labor de análisis más honda de los ideales, actos y formas de asociación masculina que se utilizan tanto en campañas y modelos educativos como en la esfera social y el activismo sociodigital. En un breve repaso, a la masculinidad tóxica se le atribuyen características tan amplias como el sexismo y la violencia verbal en las relaciones, la desigualdad en roles y actividades profesionales y domésticas, en los cuidados o la paternidad, además de la homofobia como marcador para situarse dentro del complejo de género.10

Es en el activismo feminista de las jóvenes en donde acaso se apunta de nuevo a estructuras sexistas vigentes. Para ello se emplean dos etiquetas: la de “macho progre”, que incluye a los “[h]ombres que creen ser progresistas por tener un discurso promujer, pero que en la vida cotidiana no cambian sus actitudes machistas”; y la de “onvre”, que para las redes sociales es esa especie

varonil que es heterosexual, sigue patrones establecidos por el patriarcado y cree saber lo que una mujer necesita y debe pensar o hacer. Algunos hombres pertenecientes a esta categoría reniegan del feminismo porque creen que las mujeres son más privilegiadas que ellos (Redacción Malvestida, 2018).

Estas categorías, que surgen de la acción sociodigital, dialogan con nociones académicas menos dicotómicas, como la de masculinidad híbrida, que tiene como punto de partida la pregunta de cómo lidian los hombres contemporáneos con los privilegios, para lo cual resulta fundamental pensar desde una lente más amplia;11 por ejemplo, en cuanto a cómo se utilizan el poderío económico y la procedencia social o de raza y etnia como estrategias -actos de hombría, en la línea de Schwalbe- para marginar a otros hombres y las mujeres (Morris y Ratajczak, 2019, p. 1994).

Un punto clave y destacado vuelve a ser el de la violencia en contra de las mujeres, ya que desde el apunte a la hibridez se insiste en que los castigos los reciben los menos favorecidos, como lo apunta Meda Chesney-Lind (2006). En pocas palabras, centrar las miradas en los “hombres malos” reafirma la dominación ejercida por aquellos con altos estatus; los “hombres buenos” y “protectores” (Morris y Ratajczak, 2019, p. 1994). Así, mirar desde la masculinidad híbrida la cuestión de la violencia refuerza la operatividad del continuo, con implicaciones tanto en lo micro como en lo macro: algunos hombres usan las violencias de otros para situarse a sí mismos desde un posicionamiento de “superioridad moral” (2019, p. 1994). Esto es, no son ni demasiado débiles ni demasiado rudos (2019, p. 1995), toman un poco de aquí y un poco de allá; contemplan aquello de lo marginal o de lo elitista que autorice su posición dentro del modelo, y logran situarse más allá de los ideales que ahora han sido desacreditados.

En resumen, esta posición no puede establecerse como “positiva”, sino, más bien, como una combinación de: a) ideales que se renuevan y prometen; b) prácticas híbridas (actos de hombría que son “tóxicos” o “saludables”, dependiendo del contexto o de la necesidad), y c) formas novedosas de asociación (como las de la violencia digital). Esto se comprueba si se analizan afirmaciones y acciones vigentes en la universidad en términos de una microfísica sexista, entendida como toda expresión de violencia, sea verbal o corporal, que opera en el extremo micro del continuo y bajo las marcas del sexismo. Dichas formas provienen tanto de posiciones individuales como de asociaciones.

En el plano individual, por ejemplo, en la renovación de figuras teóricas, académicas, profesionales o deportivas de “grandes hombres”, o en el hecho de que, a pesar de la enorme presencia de mujeres en todos los ámbitos y de su éxito, los lugares de mayor prestigio en la universidad los sigan ocupando varones. En el nivel asociativo, en la visible recurrencia que aún tienen prácticas como la interrupción a las mujeres -“Lo que la compañera quiso decir” (Taller)-; la evasión varonil de responsabilidades académicas por el hecho de su “naturaleza femenina” -“Ellas son más ordenadas y limpias” (Taller)-; la insistencia por parte de los hombres en controlar grupos, foros y asambleas estudiantiles (Taller); o la sencilla, cotidiana y constante apropiación de las ideas de las compañeras (Taller).12

En el último componente del modelo triple, las asociaciones recientes entre pares apuntan a un rechazo organizado de los activismos y protestas de las estudiantes jóvenes feministas (Taller); a la negación organizada -e institucional- de las estructuras violentas y sexistas en las relaciones formales e informales; a la replicación de lugares comunes como: “¡No es para tanto!”, “No todos somos violadores”, “Los hombres también sufrimos violencia”, “A nosotros nos matan más” (Taller); al uso generalizado de nociones como “feminazis” -“¡Esas no son formas!” (Taller) -, y al reforzamiento de pactos y grupos de “camaradería” entre hombres, sobre todo de carácter digital.13 Aquí, la violencia verbal de carácter sexual opera como signo de pertenencia.

Cierre: el modelo triple y las violencias en la universidad

Desde la confluencia que se da entre el señalamiento al sexismo y el hostigamiento como ejes del continuo de violencias, y el planteamiento de las masculinidades críticas para abordar las violencias como su problema central, el modelo triple de educación en masculinidades ha de trabajar en la línea de dos estrategias principales: el nombrar y la autorreflexión. Ambas apuntan a que cada varón se sitúe dentro del continuo y mire críticamente su propia subjetividad en una “toma de consciencia” (o autorreflexión sociológica, como indica Schwalbe, 2014). Poner nombre a las formas de hostigamiento, a los actos, recursos y materiales que promueve la masculinidad como fratría, pero también a los dividendos que el orden de género reporta a todos los varones, provoca que la autorreflexión sea a la vez vital y política. Vital, porque involucra las condiciones de la propia existencia y de la subjetividad -un paquete de reglas (la hegemonía), una serie de performances (los actos de hombría), una exigencia para con el yo que se vende como una posibilidad para ocupar un lugar mejor dentro del clan (las asociaciones)-; política, porque nombrar las prácticas cotidianas es una forma de acometer principios de transformación, por ejemplo, al desmantelar escenarios dicotómicos de sujetos buenos y malos, y proponer formas híbridas donde las subjetividades se negocian de forma constante, contextual y situada.

De manera específica, el modelo triple de educación en masculinidades propone cuatro ámbitos de educación tanto formal como informal. El primero implica examinar los modos mediante los cuales el género se aprende, por ejemplo, a través de ideales de masculinidad y hegemonía que conllevan, entre otras cosas, prácticas sistemáticas de hostigamiento que en tanto actos de hombría trabajan desde un plano de microfísica sexista. La tarea es generar mecanismos para que cada uno se sitúe en el continuo de violencias, como se ha dicho, y con esto entender de qué manera la generalización de “ser hombre” está relacionada con la propia identidad (el yo), pero reconociendo que este anclaje en la masculinidad implica encarnar las violencias se quiera o no. El trabajo adelantado por Bonino (2014) sobre los micromachismos constituye un valioso principio para incitar a una autoevaluación dentro de las relaciones en la vida universitaria. La recurrencia chocante de algunas de estas expresiones ha hecho que se les otorgue un nombre: bropiating, gaslighting, manterrupting, mansplanning… de acuerdo con una jerga internacional.14

El segundo ámbito apunta a nombrar tales prácticas, visibilizando actos como el chiste sexista y su función de generar ambientes hostiles. Esta acción conlleva el reconocimiento explícito de los privilegios que el orden otorga a partir de ideales y actos de masculinidad. Se trata de mirar hacia “las armas, trucos, tretas y trampas más frecuentes que los varones utilizan actualmente para ejercer su ‘autoridad’ sobre las mujeres” (Bonino, 2014, p. 1) para generar un principio de cambio. Las formas vigentes de microfísica sexista no son solo actos reprochables, intolerables en una mala época para los hombres, sino expresiones fundamentales para alimentar la esencia de un régimen que se las arregla constantemente para dejar intactas las estructuras de violencia. Se trata de actos de hombría desde los cuales se revelan indicadores de fuerza, potencia sexual, homofobia, sexismo, control y constante diferenciación entre hombres y mujeres, entre otras cuestiones.

El tercer ámbito incita al reconocimiento y desmontaje de alianzas masculinas, poniendo el énfasis en las prácticas que las permiten y que implican pactos de silencio o “lavarse las manos” frente a abusos o violencias simbólicas o físicas. Los indicadores apuntan a la preferencia por trabajar con “iguales” (Taller), la resistencia a la colaboración con compañeras o con jefas, clubes y grupos cerrados, e incluso culturas masculinas en donde las alusiones a la “violencia sexual” suelen ser un requisito para participar (Taller). Así sucede en grupos sociodigitales en que se renueva la estima entre pares, sobre todo frente a la certeza de que en la experiencia universitaria el feminismo les está restando oportunidades, que las mujeres estarían ganado la batalla de los sexos o les están negando el derecho a acceder a sus cuerpos.15

El último ámbito apunta a la construcción de empatía y comunidad desde la comprensión de los problemas que la masculinidad origina bajo el amparo de la violencia sexista. Este es, sin duda, el más complejo y el que menos se ha explorado. En todos los casos, se trata de evitar prácticas de exclusión con el pretexto de las masculinidades; rechazar usos despolitizados de etiquetas de masculinidad; reflexionar constantemente acerca de lo que las construcciones “sanas”, “positivas”, “tóxicas”, etcétera, dicen sobre la estructura vigente del sexismo y la violencia, y qué ideales o valores prometen; reconocer y sumarse a la agencia de las mujeres, pues ellas no son solo víctimas de la “violencia de género”, sino que son, de hecho, las agentes del cambio; incorporar formas femeninas de estudio, política, gestión, organización y comunidad en el hacer de los estudiantes varones y de las instituciones; trabajar en contra de culturas organizadas, como las de la violación, cuya presencia en la universidad digital se está “viralizando”; reconocer que no basta con configurarse como un varón inclusivo, sensible, equitativo y profeminista, sino trabajar de forma organizada el problema de las violencias.

El trabajo que falta en la universidad está en el lado de la práctica de los varones. Solo en el momento en el que nombren, estudien e investiguen sobre las violencias y el papel de su masculinidad en los órdenes de género se podrá comenzar a dialogar en igualdad de condiciones con las mujeres; con esto, los reglamentos y límites de la masculinidad serán cada vez más volátiles y destructibles. Por ello, hay que insistir en más espacios de reflexión e intercambio en donde los varones interactúen no solo con los estudios de la masculinidad, sino con las teorías feministas, pues de otra forma se quedan con la mitad de la historia. Hay que observar y aprender del activismo y de las formas innovadoras de protesta y denuncia que proponen los feminismos. Más varones deben realizar investigación con perspectiva crítica de género. Un mayor número de asignaturas, tesis y programas deben incorporar dicho punto de vista. Se deben crear e impulsar acciones comunitarias mixtas y de gestión colectiva, grupos de autoconciencia, colectivxs de hombres diversxs. Espacios de disidencia de la masculinidad. Radios comunitarias, talleres de podcast, de performance.

Finalmente, como A. Waling arguye, las masculinidades deben ser mucho más radicales en sus enfoques (2019, p. 370). En pocas palabras, el objeto, ámbito y contexto de una educación universitaria en masculinidades debe ser el de las violencias.

Referencias

Bonino, Luis. (2002). Masculinidad hegemónica e identidad masculina. Dossiers Feministes, 6, 7-35. [ Links ]

Bonino, Luis. (2014). Los micromachismos. Revista Las Cibeles, 2, 1-5. [ Links ]

Bridges, Tristan y Pascoe, C. J. (2014). Hybrid Masculinities: New Directions in the Sociology of Men and Masculinities. Sociology Compass, 8(3), 246-258. [ Links ]

Buquet, Ana, Cooper, Jennifer, Mingo, Araceli y Moreno, Hortensia. (2013). Intrusas en la universidad. Ciudad de México: IISUE / PUEG-UNAM. [ Links ]

Castro, Roberto. (2018). Violencia de género. En Hortensia Moreno y Eva Alcántara (coords.), Conceptos clave en los estudios de género (vol. 1) (pp. 339-354). Ciudad de México: CIEG-UNAM. [ Links ]

Cerva, Daniela. (2018). Masculinidades y educación superior: la politización del género. El Cotidiano, 212(34), 35-45. [ Links ]

Chesney-Lind, Meda. (2006). Patriarchy, Crime, Justice: Feminist Criminology in an Era of Backlash. Feminist Criminology, 1(1), 6-26. [ Links ]

Connell, Raewyn. (2009). La organización social de la masculinidad. Biblioteca virtual de ciencias sociales, 1-25. Recuperado el 23 de enero de 2021, de < http://www.pasa.cl/wp-content/uploads/2011/08/La_Organizacion_Social_de_la_Masculinidad_ Connel_Robert.pdf >. [ Links ]

Connell, Raewyn y Messerschmidt, James. (2005). Hegemonic Masculinity: Rethinking the Concept. Gender and Society, 19(6), 829-859. [ Links ]

DeKeseredy, Walter. (1990). Male Peer Support and Woman Abuse: The Current State of Knowledge. Sociological Focus, 23, 29-139. [ Links ]

Gámez, Alba y Pérez, Lorena. (coords.). (2018). Violencia y género en la universidad. Una mirada desde la Universidad Autónoma de Baja California Sur. La Paz: UABC. [ Links ]

Gil-Calvo, Enrique. (2006). Máscaras masculinas: Héroes, patriarcas y monstruos. Barcelona: Anagrama. [ Links ]

Goffman, Erving. (1987). Gender Advertisements. Nueva York: Harper Torchbooks. [ Links ]

Haywood, Chris y Macan Ghaill, Máirtín. (2013). Education and Masculinities. Social, Cultural and Global Transformations. Nueva York: Routledge. [ Links ]

Hearn, Jeff y Howson, Richard. (2019). The Institutionalization of (Critical) Studies on Men and Masculinities: Geopolitical Perspectives. En Lucas Gottzén, Ulf Mellströn y Tamara Shefer (comps.), The International Handbook of Masculinity Studies (pp. 19-30). Londres: Routledge. [ Links ]

Hernández, Claudia, Jiménez, Martha y Guadarrama, Eduardo. (2015). La percepción del hostigamiento y acoso sexual en mujeres estudiantes en dos instituciones de educación superior. Revista de la Educación Superior, 176(4-XLIV), 63-82. [ Links ]

Herraiz, Fernando. (2008). Una reflexión sobre la masculinidad en la escuela. Una experiencia de aprendizaje de género y sexo. Aula de innovación educativa, 177, 53-55. [ Links ]

Kenway, Jane y Fitzclarence, Lindsay. (1997). Masculinity, Violence and Schooling: Challenging “Poisonous Pedagogies”. Gender and Education, 9(1), 117-134. [ Links ]

Kessler, Sandra, Ashenden, Dean, Connell, Raewyn y Dowsett, Gary. (1985). Gender Relations in Secondary Schooling. Sociology of Education, 58(1), 34-48. Recuperado el 15 de noviembre de 2020, de <https://doi.org/10.2307/2112539>. [ Links ]

Lombard, Nancy. (2018). Introduction to Gender and Violence. En Nancy Lombard (comp.), The Routledge Handboook of Gender and Violence (pp. 1-12). Nueva York: Routledge . [ Links ]

Martínez, Consuelo. (2019). Las instituciones de educación superior y el mandato de masculinidad. Nómadas, 51, 117-133. [ Links ]

Mingo, Araceli. (2010). Ojos que no ven… Violencia escolar y género [versión en línea]. Perfiles Educativos, 130(XXXII), 25-48. [ Links ]

Mingo, Araceli y Moreno, Hortensia. (2015). El ocioso intento de tapar el sol con un dedo: violencia de género en la universidad [versión en línea]. Perfiles Educativos , 148(XXXII), 138-155. [ Links ]

Mingo, Araceli y Moreno, Hortensia. (2017). Sexismo en la universidad. Estudios sociológicos, 35(105), 571-595. [ Links ]

Morris, Edward y Ratajczak, Kathleen. (2019). Critical Masculinity Studies and Research on Violence Against Women: An Assessment of Past Scholarship and Future Directions. Violence against Women, 25(16), 1980-2006. [ Links ]

O’Toole, Laura, Schiffman, Jessica y Edwards, Margie. (2007). Roots of Male Violence and Victimization of Women. En Laura O’Toole, Jessica Schiffman y Margie Edwards (comps.), Gender violence: Interdisciplinary perspectives (pp. 2-9). Nueva York: New York University Press. [ Links ]

Parga, Lucila y Verdejo, Rocío. (2018). Violencia/s de género en la universidad. Tejiendo experiencias. El cotidiano, 212, 97-106. [ Links ]

Redacción Malvestida. (2018). Diccionario feminista para principiantes, Malvestida. Recuperado el 20 de junio de 2021, de < https://malvestida.com/2018/04/diccionariofeminista-principiantes/ >. [ Links ]

Salinas, Jorge y Espinosa, Violeta. (2013). Prevalencia y percepción del acoso sexual de profesores hacia estudiantes de la Licenciatura en Psicología en la Facultad de Estudios Superiores Iztacala: un estudio exploratorio. Revista Electrónica de Psicología Iztacala, 1(16), 125-147. [ Links ]

Scharagrodsky, Pablo y Narodowski, Mariano. (2005). Investigación educativa y masculinidades: más allá del feminismo, más acá de la testosterona. Revista Colombiana de Educación (49). [ Links ]

Schwalbe, Michael. (2014). Manhood Acts: Gender and the Practices of Domination. Boulder: Paradigm. [ Links ]

Schwalbe, Michael y Schrock, Douglas. (2009). Men, Masculinity and Manhood Acts. Annual Review of Sociology, 35(1), 277-295. [ Links ]

Segato, Rita. (2018). Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires: Prometeo. [ Links ]

Tlalolin, Bertha. (2017). ¿Violencia o violencias en la universidad pública? Una perspectiva sistémica. El Cotidiano, 206, pp. 39-50. [ Links ]

Unotv. (2020). Por “chistes machistas y misóginos” exhiben a profesor de la unam en video. Recuperado el 20 de junio de 2021, de < https://www.unotv.com/nacional/profesor-de-la-unam-lanza-comentarios-machistas-es-exhibido-en-video/ >. [ Links ]

Vázquez, Verónica y Castro, Roberto. (2009). Masculinidad hegemónica, violencia y consumo de alcohol en el medio universitario. Revista Mexicana de Investigación Educativa, 14(42), 701-719. [ Links ]

Vázquez, Verónica y Chávez, Ma. Eugenia. (2007). Masculinidad hegemónica en la Universidad Autónoma Chapingo. Un estudio de caso entre estudiantes. Textual, 49, 41-66. [ Links ]

Waever-Hightower, Marcus. (2011). Masculinity and Education. En Nancy Lombard (comp.), The Routledge International Handbook of Critical Education (pp. 163-175). Londres-Nueva York: Routledge . [ Links ]

Waling, Andrea. (2019). Problematising “Toxic” and “Healthy” Masculinity for Addressing Gender Inequalities. Australian Feminist Studies, 34(101), 362-375. [ Links ]

1La complejidad de esta violencia basada en la diferencia sexual ha derivado en la noción “violencia por motivos de género y en contra de las mujeres”. Roberto Castro señala enfoques enfrentados en la academia en cuanto a si se marca la violencia de género y se excluyen otros tipos de violencia, o si se puntualiza solo en “violencia contra las mujeres”, destacando el enfoque feminista que propone su estudio “en el marco de otras formas de violencia [...] por tratarse de un problema sistémico” (2018, p. 348).

2El acoso y el hostigamiento son abordados como formas recurrentes de violencia contra las mujeres en las ies en trabajos como los de Jorge Salinas y Violeta Espinosa (2013), en la fes-Iztacala; y en Claudia Hernández, Marta Jiménez y Eduardo Guadarrama (2015). En Bertha Tlalolin (2017) estas expresiones se observan como componentes de un complejo amplio de violencias sistémicas en la universidad pública, las cuales tienden a normalizarse. En la aportación de Alba Gámez y Lorena Pérez (2018), en el contexto de la uabcs, se hace patente cómo cada vez resulta más complicado separar las violencias del género. Esta obra aborda expresiones de violencia que van de lo simbólico a la recurrencia de una diversidad de “masculinidades violentas”. En una propuesta de 2018, Lucila Parga y Rocío Verdejo abordan las violencias de género, en plural, como un complejo de expresiones que se manifiestan en el espacio universitario de la UPN-Ajusco.

3Por ejemplo, sobre la relación que se establece entre violencia y consumo de alcohol en la universidad (Vázquez y Castro, 2009); o sobre la forma en que sus presupuestos inciden en prácticas de violencia simbólica, como el chisme, en el caso de la UACH (Vázquez y Chávez, 2007).

4El trabajo más representativo en esta deriva es el libro de Chris Haywood y Máirtín Macan Ghaill (2013).

5Esta aseveración y las siguientes referenciadas como “(Taller)” provienen de los resultados del análisis anual del Taller de Orientación Educativa II, del Colegio de Pedagogía de la FFyL de la unam, durante el semestre 2021-II. Con la noción microfísica sexista se identifican y clasifican, por parte de las alumnas, formas recientes de violencia verbal en las interacciones cotidianas en la universidad, tanto formales como informales.

6En el campo de la investigación educativa, la masculinidad hegemónica se ha abordado, por ejemplo, en su capacidad organizativa, que influye en el diseño curricular imponiendo diversos aspectos, como la matriz heterosexual (única medida posible de la experiencia), la división sexual de tareas o el disciplinamiento corporal con carácter masculino (Scharagrodsky y Narodowski, 2005). Además, se hace el señalamiento de que la construcción de las masculinidades implica no solo mirar qué formas negativas se reproducen en el seno de la educación, sino, más que nada, cómo es que las instituciones las sostienen y regulan (Herraiz, 2008).

7Sin el género y su expresión masculina, crímenes como el Holocausto jamás habrían ocurrido, por lo tanto, prescindir de lo que socioculturalmente conocemos como “hombre” se dibuja como la única solución a las violencias conocidas (Schwalbe, 2014, p. 13).

8En 2020, año en que las clases se dieron de manera virtual como resultado del confinamiento por la pandemia, en la unam se visibilizaron dos casos mediante el activismo de alumnas. El más notorio es el de un docente de la Facultad de Química conocido por una trayectoria de violencia sexista y verbal. Dicho profesor, en el espacio de la clase, habla de dos tipos de mujeres, a quienes llama “niñas”. La primera, la que era conocida como la “mufla de oro”, pues “era la que más novios tenía y la más ardiente de todas”. Otra es aquella “niña que con unos golpes aflojaba, como las bolsas de hielo”. A continuación, a los varones de la clase les pregunta qué hacen ellos para aflojar las bolsas de hielo (Unotv, 2020), es decir, sus compañeras.

9Las agrupaciones de masculinidad cifradas en el poder, en el ejercicio de la violencia y en el uso de la potencia sexual como instancia de dominación, han sido señaladas, desde la noción de fratría, por Rita Segato (2018).

10A esto se suman cuestiones de ámbitos diversos, como que los hombres sean educados para no buscar ayuda; para involucrar prácticas de riesgo que afectan su salud física o mental; para convertir la frustración en ira; para utilizar su sexualidad como una forma de poder, etcétera. En todo caso, hay consenso a la hora de apuntar a la violencia contra las mujeres como una constante, y a la conformación de culturas de violación en ambientes jerarquizados como los educativos (Waling, 2019, p. 367).

11La masculinidad híbrida fue nombrada inicialmente por Bridges y Pascoe (2014).

12La interrupción con la frase “Lo que la compañera quiso decir” es una suma de mansplaining con manterrupting. El primero ocurre cuando un hombre le explica alguna cuestión a una mujer de forma paternalista o condescendiente. En el segundo, un hombre se siente capaz de interrumpir el discurso de cualquier mujer. Presume que él explicará o narrará mejor. En ambos casos, él piensa que sabe más y que posee mayor autoridad. La apropiación de las ideas de las mujeres se denomina bropianting y se refiere a la práctica de hombres que en espacios formales o informales se adueñan de estas y las exponen como iniciativas propias, destacadas y originales.

13Por ejemplo, en nuevas subculturas digitales, como la de los incels (abreviatura de la frase en inglés involuntarily celibate, es decir, célibes involuntarios); grupos organizados de hombres en redes sociodigitales a los que une un sentimiento de marginación doble: de un lado, por hombres modélicos, social y estéticamente adaptados a los nuevos órdenes; del otro, por mujeres “liberadas” que les niegan —piensan ellos— el acceso a sus cuerpos por considerarlos hombres de segunda categoría.

14La finalidad del gaslighting es orillar a una persona, mediante manipulación, a cuestionar sus ideas, actos o recuerdos. Se puede llegar a lograr que dicha persona cuestione su cordura. Las mujeres suelen sufrir esta forma de abuso no solo en las relaciones de pareja, sino también en las profesionales.

15En el ámbito de la educación superior están identificádose debates en esta deriva. Destaca el análisis de narrativas que estarían denunciando una “feminización” de la educación que presenta a las mujeres como las claras ganadoras de tal “batalla”. Estas posiciones se suman a la idea de una “crisis de la masculinidad”, cuya evidencia más notoria sería el intercambio de posiciones entre mujeres y hombres, y que los varones se estén rezagando en el acceso a la universidad o en su desempeño, sobre todo porque ellas están recibiendo muchos más apoyos. Se pide, incluso, “remasculinizar” las instituciones educativas (Haywood y Macan Ghail, 2013, p. 1).

Recibido: 18 de Enero de 2021; Aprobado: 26 de Julio de 2021; Publicado: 15 de Diciembre de 2021

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons