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Debate feminista

versão On-line ISSN 2594-066Xversão impressa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.63  Ciudad de México  2022  Epub 02-Maio-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2022.63.2318 

Artículos

“Masculinidades callejeras”: construcciones sociales de género en Bogotá desde una perspectiva femenina y feminista

“Street Masculinities”: Social Constructions of Gender in Bogotá from a Feminine and Feminist Perspective

“Masculinidades de rua”: construções sociais de gênero em Bogotá desde uma perspectiva feminina e feminista

Nataly Camacho Mariño* 
http://orcid.org/0000-0003-1015-6474

Carolina Rodríguez Lizarralde** 
http://orcid.org/0000-0002-4700-9374

*Universidad de La Rochelle, La Rochelle, Francia. Correo electrónico: natcamachomarino@gmail.com

**Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: crodriguezl@unal.edu.co


Resumen

Este artículo reflexiona en torno a las masculinidades callejeras en la ciudad de Bogotá, desde la “objetividad feminista” y el conocimiento situado, aprendido desde nuestros propios cuerpos, leídos como femeninos. Partimos de una postura etnográfica donde se combinan nuestros relatos con los de hombres, mujeres y personas transgénero sobre los roles masculinos, la familia, la calle y las violencias cotidianas. A partir de esos relatos se propone analizar la forma en que se construyen las masculinidades (pensadas con y sin hombres) en un contexto caracterizado por la precariedad extrema, el uso dependiente de drogas, la delincuencia, la prostitución, y la violencia física, estructural y simbólica. El feminismo aporta a la interpretación y comprensión de la masculinidad, evidenciando que en estos contextos a los cuerpos masculinos y femeninos se les han impuesto identidades, roles, prácticas y cargas emocionales que se corresponden con construcciones sociales hegemónicas de la masculinidad.

Palabras clave: Calle; Masculinidad hegemónica; Experiencias callejeras; Etnografía; Feminismo

Abstract

This article reflects on street masculinities in the city of Bogotá, from “feminist objectivity” and situated knowledge, learnt from our own bodies, interpreted as feminine. We begin with an ethnographic position in which our stories are combined with those of men, women and transgender people regarding male roles, the family, the street and everyday violence. Based on these stories, the aim is to analyze the way masculinities are constructed (thought of with and without men) in a context characterized by extreme precariousness, drug-dependency, delinquency, prostitution, and physical, structural, and symbolic violence. Feminism contributes to the interpretation and understanding of masculinity, showing that, in these contexts, identities, roles, practices and emotional burdens have been imposed on male and female bodies that correspond to hegemonic social constructions of masculinity.

Keywords: Street; Hegemonic masculinity; Street experiences; Ethnography; Feminism

Resumo

Este artigo reflete sobre as masculinidades de rua na cidade de Bogotá, a partir da “objetividade feminista” e dos saberes situados, aprendendo desde nossos próprios corpos, lidos como femininos. Partimos de uma posição etnográfica onde nossas histórias se combinam com as de homens, mulheres e pessoas trans sobre papéis masculinos, a família, a rua e a violência cotidiana. A partir dessas histórias, propõe-se analisar a forma como as masculinidades são construídas (pensadas com e sem homens) num contexto caracterizado pela extrema precariedade, uso dependente de drogas, delinquência, prostituição e violência física, estrutural e simbólica. O feminismo contribui para a interpretação e compreensão da masculinidade, mostrando que, nesses contextos, identidades, papéis, práticas e cargas emocionais têm sido impostas aos corpos masculinos e femininos que correspondem às construções sociais hegemônicas de masculinidade.

Palavras-chave: Rua; Masculinidade hegemónica; Experiências na rua; Etnografia; Feminismo

Introducción

Este artículo propone reflexionar en cómo se construye lo masculino en un contexto de uso de drogas y vida en calle en Bogotá a partir de las relaciones cotidianas entre hombres y mujeres, desde una perspectiva femenina y feminista. No solamente nos interesa la manera en que las mujeres con quienes realizamos trabajo de campo construyen lo masculino, sino la forma en que hombres callejeros, con quienes también trabajamos, interactúan con ellas y con nosotras, que somos leídas como mujeres. Nos reconocemos como investigadoras feministas y defendemos la necesidad del feminismo para hacer una crítica de la construcción social del género en la calle, con énfasis en la masculinidad. Las preguntas que guían estas reflexiones son: ¿cómo se construye la masculinidad en calle? ¿Qué prácticas y comportamientos se le atribuyen a esa masculinidad? ¿Cómo abordarla desde una perspectiva femenina y feminista?

Hablar desde una perspectiva femenina nos sitúa en un lugar subalterno, representado en el lugar que se les otorga a las experiencias de lo femenino en calle. Somos conscientes de que hemos sido leídas de manera diferente que las mujeres callejeras, así como de que ellas nos han leído dentro de ese abanico que sabemos no es homogéneo, porque incluye cuerpos transgénero (denominados “las maricas” en el caso de las mujeres trans y “los chachitos”, en el caso de los hombres trans).1 Entonces, ¿cómo es posible pasar de una lectura en clave femenina a una apuesta feminista?

Una apuesta feminista implica deconstruir la idea del sexo como una característica meramente física y per se, resultado de nuestra “naturaleza” (Wittig, 1992). En la calle, desde nuestra inmersión etnográfica, hemos visto cómo, retomando a Monique Wittig, “ser mujer se vuelve algo ‘contra natura’, algo limitador, totalmente opresivo y destructivo” (1992, p. 35, citada en Mesa, 2019, p. 66), a la vez que existe un performance callejero de “parecer hombre”, el cual facilita las cosas, da comodidad y seguridad (Mesa, 2019). Así pues, esta postura feminista hace énfasis en las prácticas atribuidas a la masculinidad en la calle y en las diferentes formas en que puede de-reconstruirse.

Por supuesto que también implica reconocer los daños que recaen sobre los sujetos masculinos, que los mantienen en una tensión permanente entre lo que son, deben y pueden ser (Ojeda, 2020), máxime cuando hablamos frente al consumo y la provisión en medio de la precariedad extrema. Igualmente, esta postura feminista nos muestra la necesidad de centrarnos en las relaciones de género entre los hombres para mantener el análisis dinámico y el reconocimiento de múltiples masculinidades, entre ellas, la “masculinidad hegemónica” (Connell, 2005), aquella “que ocupa una posición hegemónica en un patrón dado de relaciones de género, una posición siempre discutible” (p. 76).2

Aquí intentaremos entonces situar y analizar las formas que toma la masculinidad hegemónica en el universo callejero bogotano desde el análisis en situación, inherente a la apuesta etnográfica (Naepels, 2019) que guía nuestras investigaciones. Nos proponemos explorar las experiencias y prácticas que modelan “lo masculino” en la calle, sin ninguna pretensión de exhaustividad, sino por el contrario, con la intención de dejar abierto un campo para las investigaciones sobre contextos urbanos marginales. Apelamos al conocimiento situado, enunciado desde Donna Haraway (1995), para reelaborar constantemente y aprender de nuestros cuerpos, nombrando dónde estamos y dónde no.

Lo que llamamos aquí universo callejero bogotano hace referencia a la Calle, no entendida solamente como el espacio público, sino un “territorio social” donde se incluyen espacios públicos, privados, institucionales, prácticas de supervivencia y consumo de drogas, así como interacciones sociales muchas veces mediadas por experiencias de violencia (Camacho-Mariño, 2018).3 De este universo hacen parte las personas que se denominan “callejeras” o “de la Calle”, quienes no cuentan con un domicilio fijo, duermen en la calle, en pensiones o en instituciones públicas o privadas.4 Muchas de ellas son usuarias de drogas duras, como la pasta base de la cocaína.

Las reflexiones que se desarrollan en este artículo parten de trabajos de campo etnográficos realizados de forma separada o conjunta entre 2013 y 2020. Nuestras investigaciones han sido desarrolladas con personas callejeras o de la Calle, jóvenes y en edad adulta, hombres y mujeres cis y trans, que han estado o no en instituciones (hogares de paso, cárceles) en la ciudad de Bogotá. Las relaciones interpersonales que la apuesta etnográfica favorece y la inmersión en un contexto social preciso sobre la cual se basa este método de investigación nos han permitido compartir momentos con estas personas en distintos escenarios callejeros (lugares de consumo y venta de drogas, parques, buses, calles, pensiones), principalmente del centro de Bogotá (localidades de Los Mártires, Santafé y La Candelaria), y en contextos institucionales. En este texto analizamos las situaciones etnográficas observadas y de las que hicimos parte, así como narraciones escuchadas y conversaciones compartidas con las personas que conocimos y, en los últimos tiempos de pandemia por covid-19, los contactos que hemos sostenido mediante redes sociales como Facebook y WhatsApp.

El artículo inicia con la problematización de la masculinidad hegemónica en el “territorio social” de la Calle; describe particularidades del contexto en que socializan las personas callejeras. En segundo lugar, presentamos las formas de ejercer violencia, defensa y respeto a través de la práctica de “pararse duro”, que consideramos relevante porque de esta depende considerablemente la sobrevivencia en la Calle. Luego profundizamos en los roles asignados a lo masculino en las relaciones de pareja, para cerrar con la proveeduría masculina al interior de la familia. Finalmente, dejamos abierto un camino para la exploración de las masculinidades callejeras en futuras investigaciones.

Masculinidad hegemónica en Calle

El concepto de masculinidad hegemónica fue introducido desde la década de 1980, con bastantes debates frente a la legitimación del orden de género, como ya lo ha mencionado Raewyn Connell (2005). No obstante, reconocemos su pertinencia al permitir conectarlo con teorías más amplias dentro del feminismo. La masculinidad hegemónica podría definirse como “la configuración de la práctica de género que encarna la actual respuesta aceptada al problema de la legitimidad del patriarcado, que garantiza (o se toma para garantizar) la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres” (Connell, 2005, p. 77). Desde esta hegemonía se ha defendido el poder de la razón como manifestación de los intereses de la sociedad entera, de “todos”, con implicaciones en las relaciones públicas, privadas e íntimas.5 Empero, el orden de género implica un juego entre estructuras y relaciones que no son fijas ni rígidas, sino que se construyen históricamente y dan cuenta de la correspondencia entre el ideal cultural y el poder institucional, los cuales garantizan que, en términos generales, los hombres ganen poder frente a la subordinación de las mujeres y entre ellos se vayan estableciendo supremacías de masculinidad hegemónica sobre masculinidades subordinadas.

Posiblemente, lo correcto sería hablar de masculinidades hegemónicas, en plural, entendidas como un concepto que, en su singularidad (masculinidad hegemónica), debe siempre ser situado y relacionado en un contexto social preciso (aquí, la Calle) para dar cuenta desde la investigación social de los procesos de cambio que lo atraviesan (Connell y Messerschmidt, 2005) y de sus efectos en el contexto. Retomando el trabajo que Ferreiro y Ermocida (2019) realizaron con hombres callejeros en la ciudad de Buenos Aires, “no existe una masculinidad en singular y de carácter universal sino ‘modelos de masculinidad’ que son diversos y coexisten en tiempo y espacio” (p. 77), los cuales ponen en juego estas masculinidades en la vida cotidiana de la Calle, llevando a tensiones y disputas, cuestionamiento a la jerarquía social y a las relaciones de opresión/dominación, no solo para “las mujeres y la feminidad” (lo femenino), sino también entre los hombres y la masculinidad.

La prevalencia masculina -que supera siempre 80%- en la condición extrema de vida en Calle en Bogotá ha sido puesta en evidencia por los censos efectuados en las últimas décadas. Según el censo de 2017, la proporción de hombres se eleva a 88.90% respecto a 11.10% de mujeres (DANE, 2017). Así, la Calle como realidad social, es un contexto mayoritariamente masculino. Pese a la prevalencia de esta presencia masculina, no se han realizado hasta el momento análisis sobre la vida en Calle desde una perspectiva de género. ¿Qué revela el hecho de que haya más hombres que mujeres en la Calle? Esta predominancia y hegemonía masculina tiene raíces históricas, políticas, sociales y económicas con efectos en la vida cotidiana de quienes viven hoy en la Calle en Bogotá. Si partimos de la mirada social dominante, vehiculada principalmente por los medios de comunicación y estrechamente relacionada con la mirada institucional y administrativa, la Calle es identificada como un espacio netamente masculino. Ocasionalmente, la prensa habla de mujeres callejeras, y las imágenes que circulan muestran generalmente a hombres callejeros, relacionados con la suciedad, el uso de drogas, la agresividad y la delincuencia.

Del lado institucional, en nuestras investigaciones pudimos observar cómo la presencia femenina en la Calle es percibida desde la incomprensión. “La calle no es un lugar para las mujeres”, es una frase que escuchamos en varias ocasiones de parte de responsables institucionales. Aunque nos preguntamos si se trata, en gran medida, de una premisa socialmente aceptada. En la Calle, muchos de los jóvenes que conocimos hacían la diferencia entre las “chinas bien” o “de la casa”, y las mujeres como ellos: callejeras. Muchas de las mujeres jóvenes que conocimos durante nuestro trabajo de campo hacían también la diferencia entre los momentos de sus trayectorias vitales donde eran “juiciosas” o “de la casa” y cuando “se volvieron locas”, haciendo referencia a cuando comenzaron a pasar cada vez más tiempo en escenarios callejeros. En una ocasión, una joven que había llegado por primera vez a una institución pública en modalidad internado para dejar el consumo de drogas dijo: “yo me interno porque no quiero volverme como esas otras chinas”, refiriéndose a las demás jóvenes que frecuentaban la misma institución en modalidad externado. Con este tipo de frases se ejerce una distinción entre las “mujeres de bien” y las callejeras, y se produce así -como ya lo ha mencionado María Epele (2010, p. 201) en su investigación sobre contextos de uso de drogas en Buenos Aires- una polarización y una estigmatización hacia las mujeres que se encuentran en situación de calle.

La estigmatización de la presencia femenina en la Calle, al tiempo que refuerza el carácter dominante de lo masculino, en el caso bogotano ha profundizado la relación simplista establecida, desde una mirada social generalizada, entre la masculinidad y la violencia. “Se la pasan en la calle y por eso las violan”, es otra frase que hemos escuchado con frecuencia en contextos institucionales públicos y privados, como si la responsabilidad de una agresión sexual fuera de la mujer que, por razones diversas, vive en un espacio donde no tiene un reconocimiento social, un espacio leído desde la masculinidad, y más precisamente desde una masculinidad violenta.

En una ocasión, una de nosotras presentó una solicitud laboral de ingreso a una institución pública de atención a personas en situación de calle. La subdirectora de aquel entonces, que esperaba ser persuasiva sobre las relaciones que se podían entablar con las personas atendidas y los riesgos que podían encaminar, planteó en la entrevista el caso de una trabajadora que dio excesivas muestras de confianza a los jóvenes callejeros con quienes trabajaba. Según la subdirectora, la funcionaria incluso una vez se fue a beber licor con aquellos jóvenes y luego “resultó en un potrero con signos de violencia sexual”.

Más allá de preguntarse por la veracidad de esta historia, lo interesante aquí es señalar el hecho de que sea contada. De acuerdo con Jean Bazin (1979), los relatos no pueden ser tratados simplemente como materiales de los cuales podemos extraer información, sino que debemos interrogarnos sobre la “producción” de esos relatos: en qué contexto fueron enunciados, por quién y con qué objetivo. El relato de la subdirectora era persuasivo y buscaba ciertamente establecer límites en el ejercicio de las funciones de la futura empleada. Por medio de la narración, se pretende infundir miedo a partir de conexiones entre la masculinidad hegemónica, la violencia -particularmente violencia sexual- y la demostración del poder en la Calle; conexiones que es posible encontrar en diversas instancias institucionales, desde una subdirección -como la que se trata aquí- hasta con funcionarios y funcionarias de hogares, quienes trabajan cotidianamente con población en situación de calle.

Y desde la Calle misma, este tipo de conexiones es también establecido. En el trabajo de campo, realizado directamente por una de nosotras en los espacios urbanos de venta y uso de drogas conocidos como “ollas”, reflexiones similares a las de la subdirectora fueron expresadas por jóvenes varones que frecuentaban las “ollas” y trabajaban allí. Uno de los “sayayines” de La Ele trató de disuadir a la investigadora, mediante un relato de violación colectiva en ese lugar, para que evitara ir ahí, para que no pasara mucho tiempo en tal sitio ni hiciera demasiadas preguntas.6 La historia se trataba de “una china ‘bien’, así como usted”, y terminaba diciendo: “le cuento esto porque me cayó bien. Ya usted verá”. El poder masculino ejercido en ese espacio de venta y uso de drogas se presenta otra vez aquí desde la violencia sexual, como si la relación entre lo masculino y lo femenino en la Calle se alejara difícilmente del paso por la violencia. Empero, no se debe olvidar las condiciones de “producción” de este relato. En este caso, es muy probable que el “sayayin”, al pertenecer a la milicia de seguridad de la “olla”, buscara disuadir a la investigadora de su interés en este lugar para mantener así su rol en la protección de ese sitio. En esta interacción, el “sayayin” hizo uso de las imágenes comunes sobre la Calle, los hombres en Calle y el lugar de las mujeres en este escenario. Al hablar de una violación colectiva, este hombre evidenciaba la hegemonía masculina, tanto en términos de cifras, como en términos de poder, al tiempo que buscaba establecer un orden por medio del terror de su narración (Foucault, 1975); orden que la investigadora, como persona externa, podía alterar.

De la misma manera, la violación y su narración tienen un significado social que media las interacciones entre lo femenino y lo masculino. Como ya lo ha planteado Rita Segato, “la violación no es un crimen sexual; es, más bien, un crimen expresivo, por un medio sexual. Con la violación se dicen dos cosas: una a la mujer y otra a los otros hombres” (2019, 26 de octubre, párr. 3); es por lo que la violación debe comunicarse y exhibirse para ser confirmada por los interlocutores masculinos, algo que puede llamarse “espectáculo de la violencia”. El mandato de masculinidad dice a los hombres que necesitan apropiarse y ser dueños de algo (Segato, 2019, 26 de octubre), y la violación es un acto de poder y dominación. En contextos de precariedad y vulnerabilidad extrema, como el de vida en Calle, el género se construye socialmente desde matices en que la necesidad de exhibir un poder se vuelve menos posible por medios no violentos. Entonces, la violencia deviene aquí en una forma de restauración de la posición masculina hegemónica.

“La masculinidad está hecha con los significados que le atribuye cada sociedad”, escribió Óscar Guash (2008, p. 33). Por eso, para entender la masculinidad es preciso comprender los significados y el modo en que nuestra sociedad gestiona el orden social. La masculinidad incluye lo que la sociedad define como normativo, bueno, ordenado y recomendable para los varones; pero también engloba lo que en ellos se considera inadecuado, desordenado o abominable. Esta es una definición normativa: las sociedades definen cómo deben ser los varones. El ideal de masculinidad es un referente que condiciona el discurso y que, al mismo tiempo, genera desviaciones respecto al modelo establecido (Guash, 2008). En la Calle bogotana, los significados atribuidos a la masculinidad se sitúan entre la sociedad dominante y las particularidades del contexto social callejero. Estos significados y representaciones se resignifican, se de/reconstruyen en lo que Nataly Camacho (2018) ha llamado la “cultura local” de la calle bogotana.7 Y es justamente en esas de/reconstrucciones que las relaciones de género y las identidades masculinas se configuran en la Calle, situadas en un contexto social e histórico (Connell y Messerschmidt, 2005) y vividas por medio de prácticas y experiencias, como ya dijimos, en una realidad social de extrema precariedad y vulnerabilidad.

La experiencia callejera depende de la trayectoria que cada persona ha tenido antes durante su vida en la Calle, y en algunos casos también después. En el caso bogotano, estas experiencias, aunque son propias de cada quien, se sitúan en un contexto social con características que un buen número de personas comparte: el menosprecio de la sociedad en general hacia las personas callejeras, el uso de drogas ilícitas o lícitas, la existencia de lugares dedicados a la venta y consumo de estas sustancias -como las llamadas “ollas”-, cierta centralidad de la presencia de personas en esta condición de vida en el centro de la ciudad, la presencia de familias enteras vinculadas a contextos callejeros, la afluencia constante de jóvenes de origen popular y pobre, el ejercicio de la delincuencia, el de la prostitución (por parte de mujeres cisgénero y transgénero), y también el reciclaje o pedir dinero en calles o buses como actividades de subsistencia.

Desde la institución entran en juego representaciones sociales sobre lo masculino para focalizarse en el dualismo entre “el hombre responsable que puede ‘salir adelante’” si “agacha la cabeza”, acoge y respeta las normas de los programas sociales, y “el delincuente que quiere todo ‘fácil’” y no cumple con sus deberes como “hombre de bien” productivo y proveedor, interpelación que algunas veces termina en una reflexión de su “fracaso como hombres”, y al mismo tiempo, entra en contradicción con comportamientos masculinos valorizados en el contexto callejero como el robo, el consumo de drogas y el derroche del dinero cuando se tiene.

Desde la mirada institucional, el “éxito” de cualquier proceso de “rehabilitación” está en ser productivo, es decir, se ha inculcado en los “egresados” de los programas generar ingresos, ser buen esposo, buen padre, buen hijo, aunque se mantengan algunos “vicios”, como el consumo de drogas.

Siguiendo a Ferreiro y Ermocida (2019), los hombres callejeros que no cumplen con los mandatos de la masculinidad hegemónica, si bien no dejan de asumirse como hombres, sí buscan reducir la brecha que los separa de estos mandatos, mostrando características que reafirman la masculinidad con la que se identifican. Esto pasa tanto en la calle como en la institución.

Vale nombrar aquí la desvalorización de los hombres trans, denominados “chachitos”, o de los hombres homosexuales. Siguiendo a Guash, “la homofobia es el dispositivo de control social que marca los límites de género prescritos a los hombres y que estigmatiza a quienes no los alcanzan y también a quienes los quiebran” (2008, p. 34), y este control social también se ejerce en la Calle. Una de las primeras manifestaciones de la definición de virilidad es el rechazo a la homosexualidad, o el miedo a ser identificados en algún momento como gays. La masculinidad hegemónica, de manera general, y en la Calle particularmente, asume la heterosexualidad obligatoria (Rich, 1996) como demostración de superioridad; quien no cumple con este modelo es identificado con la feminidad y es por lo tanto receptor de violencia. La masculinidad de algunos hombres se presenta entonces, en el contexto callejero, como una masculinidad subordinada, como diría Connell (2005), manifestada en la idea de “maricón” o de “marimacho”, por ejemplo.

La masculinidad hegemónica en la Calle representa así la aspiración por homogeneizar el hecho de ser hombre como único modelo y experiencia, lo cual afecta tanto a las mujeres -desde las violencias y el no reconocimiento de su presencia en Calle- como a los hombres -desde opresiones que se viven al interior mismo del género en la desvalorización de comportamientos que no cumplen con lo que se espera de “ellos” -; y por supuesto, a quienes hacen tránsitos entre categorías.

“Pararse duro”: violencia, defensa y respeto en Calle

Existe en la Calle bogotana una expresión en la que confluyen la violencia, la defensa y el respeto: “pararse duro”. Hace referencia al uso de la violencia, ya sea verbal, gestual o física, como una forma de autoprotección o autodefensa. “Pararse duro” es una práctica que conlleva una actitud de desafío y agresividad, expresada desde una postura corporal de confrontación: postura erguida, pecho abierto, y algunas veces haciendo uso de armas blancas o de objetos rígidos; comportamientos asociados con lo “viril” y así con lo “masculino”. Esta postura permite afirmar una presencia “fuerte” frente a otras personas, y por medio de esta fuerza se busca “hacerse respetar” (Camacho-Mariño, 2018).

Aunque “pararse duro” es una actitud generalizada en la Calle -lo cual quiere decir que puede ser ejercida tanto por hombres como por mujeres-, está mayoritariamente identificada y valorada dentro del círculo de los hombres callejeros. Muchas veces ellos se “paran duro” en defensa de “sus mujeres” o de personas que ellos consideran vulnerables -como nosotras, las investigadoras-, y fomentan así el rol de protectores, fuertemente atribuido a lo masculino en la Calle. “Pararse duro” es un conocimiento/práctica que se aprende. Hay que saber dónde es posible pelear y dónde no; por ejemplo, en las “ollas” muchas veces las riñas están prohibidas por las redes de tráfico de drogas que controlan esos espacios urbanos. Es importante saber utilizar un puñal en una confrontación con armas blancas, así como analizar el momento en que se es más vulnerable y esperar una confrontación a posteriori.

A los hombres homosexuales, considerados como una masculinidad subordinada (Connell, 2005), y a los hombres transgénero, percibidos desde lo “femenino” en la Calle, la actitud de desafío, agresividad y autodefensa de “pararse duro” les permite protegerse y sobrevivir en condiciones de vida extrema, en las que además lidian con el mandato de la heterosexualidad obligatoria. Aunque en el contexto social callejero la masculinidad de estos cuerpos es constantemente despreciada, “saber pararse duro” o “no comerle a nadie ni a nada” -lo cual significa no tener miedo- puede permitirles ganar el respeto de hombres callejeros y establecer su masculinidad por medio de estas actitudes. De esta manera, como ya lo ha escrito Mara Viveros, la masculinidad es “una construcción cotidiana que se va significando y resignificando constantemente en función de la trama de relaciones que se establecen consigo mismo, con los otros y con la sociedad” (2002, p. 123). “Pararse duro”, al ser una práctica presente en la cotidianidad de las personas callejeras, y al permear de forma considerable las relaciones sociales que se establecen desde la defensa, el desafío y el respeto, significa y resignifica constantemente la construcción de lo masculino a través de la violencia.

Saber “pararse duro” viene aprendido también de experiencias en el marco del conflicto armado colombiano. Los grupos armados en Colombia, principalmente paramilitares, tienen una fuerte presencia e influencia en contextos callejeros bogotanos como el de las “ollas”. Esta presencia, que pasa, entre otros fenómenos, por el reclutamiento, puede llevar a que niños y jóvenes se vinculen a actividades ilegales, y asuman riesgos y desafíos que se comprueban en el aguante físico, el endurecimiento emocional, la normalización de la muerte y la capacidad de matar (Muñoz-Onofre, 2011). Son los hombres callejeros quienes encabezan las estadísticas por muertes violentas -casi siempre nombradas como riñas o ajustes de cuentas-, privación de la libertad y exterminio social (Perea, 2016), conocido como “limpieza social”.

Dentro de los espacios urbanos conocidos como “ollas”, la manifestación de la masculinidad hegemónica en la Calle está representada por figuras de control y seguridad: los “campaneros” y los “sayayines” o “manes de la seguridad”. Se trata aquí generalmente de varones jóvenes contratados por las redes de tráfico de drogas que manejan estos espacios para asegurar medidas de control, ejercido muchas veces por medio de la violencia. Los varones que trabajan ejerciendo estos roles en las “ollas” llegaron ahí porque supieron afirmarse mediante la violencia en estos contextos, o porque tuvieron experiencias previas en el ejercicio del control; por ejemplo, varios de los “sayayines” que trabajaban en La Ele, habían tenido experiencia en grupos paramilitares (Camacho-Mariño, 2018). Todos los “sayayines” de La Ele, o los “manes de la seguridad” de otras “ollas”, como el “Samber”, son hombres. En el caso de los “campaneros”, en alguna ocasión vimos a una mujer ejerciendo este rol, pero se trataba de una mujer “masculinizada”.

La práctica del “pararse duro” tiene dos connotaciones en las experiencias que aquí relatamos. La primera, como estrategia de supervivencia por medio de la violencia, la cual se encarna y se expresa performativamente (Butler, 2007) desde lo masculino, lo femenino y lo trans, pues es un aprendizaje para liberarse del miedo y “no dejarse montar de nadie”; y la segunda, en relación con el control y la seguridad de espacios que están bajo el exclusivo dominio de cuerpos que no pueden mostrarse desde un performance de género distinto al masculino, pues de ello dependen las dinámicas territoriales de las “ollas”, por donde fluyen quienes quieran, pero donde quienes se encargan del negocio y los flujos son hombres o personas que “parecen hombres”. Así, en estos escenarios, el ejercicio del control territorial no se deja a lo femenino, y se refuerzan las lógicas dominantes y hegemónicas de la masculinidad.

Dominación masculina y relaciones de pareja en la Calle: roles y asignaciones

Luna es una mujer callejera de 31 años; sostiene una relación con Pedro. Antes de la pandemia, los encuentros entre Luna, Pedro y una de nosotras estaban ganando constancia. Las veces que Luna iba sin su pareja, no paraba de hablar de su perrita, su familia, sus trabajos esporádicos como repartidora domiciliaria, atendiendo bares en un barrio del sur de la ciudad y vendiendo objetos de segunda mano. Sin embargo, las dos últimas veces que fue acompañada de su pareja, era Pedro quien hablaba para pedir dinero, contaba sus experiencias en las calles de Medellín, en la cárcel y en el centro de Bogotá, mientras que Luna solo respondía a lo que se le preguntaba y agregaba frases de vez en vez para comentar, ratificar o negar lo que él decía.

Siempre que estaba acompañada por Pedro, la posibilidad de expresarse y llevar los ritmos de la conversación se perdía para Luna. A veces ella decía, al final del encuentro: “le tengo que contar unas cosas cuando nos veamos solo usted y yo”, lo cual hace suponer que callaba o guardaba conversaciones imposibles de manifestar con “su marido”, como ella lo llama. Con esto no queremos idealizar las conversaciones en otros escenarios como si fueran transparentes cuando estamos en presencia de parejas heterosexuales, pero sí queremos resaltar el miedo a decir, a llevar el liderazgo en una conversación, o incluso la sumisión ante la palabra dicha por el hombre callejero. Aquí, la dominación masculina, de la cual habla Bourdieu en su libro sobre la sociedad Cabilia, se impone por parte de Pedro sobre Luna. En Luna es visible esa sumisión paradójica, esa “violencia simbólica, violencia suave, insensible, invisible para sus propias víctimas” (Bourdieu, 1998, p. 11-12) que se ejerce, siguiendo al sociólogo francés, “por las vías puramente simbólicas de la comunicación” (1998, p. 48-49).

La figura del “marido” es muy importante en la mediación de las relaciones de pareja en la Calle. El rol de este o su asignación a los cuerpos masculinizados -es decir, aquellas personas que asumen el rol de lo masculino en relaciones homosexuales, por ejemplo- determina la capacidad y el poder de control en la relación desde lo económico hasta lo social. La presencia masculina impide, entre otras cosas, que las mujeres callejeras construyan lazos entre sí, pues incluso se les prohíbe acercarse a hablar con otras mujeres o con “otros fulanos”, ya que generalmente la relación se construye desde los celos y la exclusividad implícitos en la apropiación de una mujer por parte de un hombre, así sea una relación de corto, mediano o largo plazo. Algunas mujeres que conocimos eran sensibles al rol que sus “maridos” desempeñaban en sus vidas. Para hablar de ellos, utilizaban palabras como “monopolizar”, “pilotear”, “controlar”, haciendo referencia al control y al poder que tenían sobre ellas. Empero, el rol masculino para muchas de las mujeres callejeras que conocimos incluye brindar sustento y seguridad, proveer un lugar para dormir, alimento, aseo y drogas. Muchas veces, tener acceso a esta seguridad económica y de protección minimiza los efectos del control emocional ejercido sobre ellas.

Por ejemplo, en el caso de Luna y Pedro, es por este reconocimiento del rol de proveedor que el hombre callejero solicitaba apoyo económico a una de nosotras. En tiempos de pandemia, él ha estado encargado también de rebuscarse el dinero para pagar la pieza (habitación en una pensión) y llevarle artículos necesarios a Luna. En este sentido, se mantiene un rol tradicional de lo masculino, en el cual el ejercicio de poder está ligado con la disponibilidad de cierto “capital” económico, corporal y emocional que permite mantener un estatus de “hombre que mantiene a su mujer”.

Esta relación también está mediada por la violencia física. Luna ha sido víctima de golpes en la cara y el resto del cuerpo propinados por Pedro. La mayoría de las veces soporta ese trato a cambio de sustento y seguridad. La última vez que se “rebeló”, como ella lo dice, y se separó de su pareja, vivió en casa de una amiga y su hermano, y después de un mes entre ir y venir, regresó con Pedro bajo la promesa de no más agresión. Luna es una mujer que, antes de conocer a Pedro, ejercía el trabajo sexual; sufre una discapacidad cognitiva que le limita el habla y recientemente perdió la mayor parte de la dentadura frontal debido -según cuenta- a golpes propinados por hombres en una institución. En esta relación de poder, Pedro habla de sus experiencias en las calles de Medellín y Bogotá, de su rol de hombre proveedor y protector, y presenta a Luna como una mujer indefensa, enferma y que depende de él, porque “ya ella se dio cuenta que no le importa a su familia”. Así pues, él le hace ver cuán indefensa y desprotegida se encuentra, y cuánto necesita su apoyo incondicional.

La dominación masculina no es exclusiva de las parejas heterosexuales, sino que también tiene presencia en las relaciones homosexuales. Encontramos que los imperativos masculinos sobre los roles de género (Butler, 1997; Halberstam, 1998; Viveros, 2007) también permean a las parejas lesbianas y a las heterosexuales entre hombres transgénero y mujeres cisgénero. En una de las parejas lesbianas -en el rango entre 19 y 22 años de edad- con que establecimos contacto, se ha asumido que una de sus integrantes es quien encarna y expresa performativamente la masculinidad, mientras que la otra apela a ideales femeninos de belleza para atraer “clientes” en servicios sexuales. Si bien en esta situación una de ellas establece el contacto y presta servicios sexuales a clientes varones, quien encarna el rol masculino se encarga de disponer del hotel, prestar la seguridad y la protección, así como recaudar el dinero pagado a su compañera. Podemos ver cómo el ejercicio de poder que otorga el dinero en la Calle evidencia el control masculino.

En un segundo ejemplo tenemos la experiencia de trabajo con hombres transgénero que nos permite reflexionar sobre los roles que encarnan en sus relaciones de pareja. En estas, los “chachitos” tienden a reproducir acciones violentas de control, prohibición y agresión física hacia mujeres cisgénero. Una de las parejas jóvenes (entre 18 y 24 años) con quienes trabajamos es Miguel y Solangie, y tuvimos que mediar ante la violencia física por los golpes que se dieron en uno de los ensayos de un performance de títeres que preparábamos justo para la conmemoración del 25 de noviembre, Día de la No Violencia contra las Mujeres.8 Entonces hubo un reclamo por celos, pues Solangie manifestó extrañar a su hijo y, al parecer, Miguel sentía que el niño lo alejaba de ella. Los gritos, los golpes y el maltrato surgieron en medio de los reclamos. En este caso, Miguel -como hombre trans- se hacía cargo emocionalmente de Solangie y no le gustaba verla débil, llorando y vulnerable ante los ojos de las demás mujeres callejeras. A él le incomodaba principalmente que esto pudiera generar muestras de apoyo mutuo (sororidad). Otra vez, el imaginario de propiedad y exclusividad emergió desde una masculinidad que se construye en la Calle y es aprendida por quien transita entre géneros.

La proveeduría masculina: entre la Calle y la familia

Alex tiene 40 años. Conoce la Calle desde los 12. Ha pasado su vida en un ir y venir entre la Calle, el lugar de residencia de su madre e instituciones de “rehabilitación”, principalmente públicas. Es el mayor de cinco hermanos: tres hombres y dos mujeres. Salvo su hermana menor, de quien poco se habla en la familia, todos han tenido trayectorias de vida vinculadas al uso de drogas en contextos callejeros. Todos frecuentaban “ollas” del centro de Bogotá como La Ele y el Samber, y aún siguen frecuentando el Santafé y La Favorita, barrios donde la venta y uso de droga se incrementó después de las intervenciones que dieron fin a las dos primeras.

Cuando Alex no se encuentra en espacios callejeros o institucionales, vive con su madre. Ella, quien se hace cargo del hijo mayor de una de sus hijas, trabaja cuando puede como empleada doméstica y vive en un pequeño cuarto en uno de los barrios más desfavorecidos de Bogotá. Alex trabaja en los buses cantando rap. Sobre él, como él mismo lo dice, recae la responsabilidad de ayudar a su madre en las dificultades económicas, por ser hombre y por ser el mayor.

En una de las instituciones públicas de “rehabilitación”, durante su último “proceso”, Alex conoció a Viky, de 35 años. Con ella comenzó una relación que se mantuvo tiempo después de que los dos terminaran el “proceso”. Inicialmente, Viky se fue a vivir con sus hermanas, pero rápidamente la pareja quiso estar unida y él la llevó a instalarse en el mismo cuarto donde viven su mamá y su sobrino. Las tensiones en la familia no tardaron. La madre reprochaba a Viky su falta de “consideración” con Alex y con ella. A sus ojos, Viky no ayudaba realmente en el aseo del cuarto, de la cocina y del baño, era perezosa y conflictiva.

Dados tantos problemas, se instalaron en casa de la hermana de Alex. Allí también estallaron problemas económicos y familiares. Alex trabajaba en una empresa de estampados, pero según su familia, no ayudaba con los gastos de la casa. De allí fueron expulsados por la hermana y su “marido”. El mismo día, Alex perdió su trabajo y su casa, y comenzó a vivir en la calle con Viky. Él continuaba su trabajo en los buses y ella limpiaba vidrios de los carros en los semáforos. Se encontraban en las noches y veían cuánto habían conseguido cada uno, si les alcanzaba para pagar una pieza o solo para comer… la mayoría de las veces solo alcanzaba para comer algo.

La relación de pareja se deterioraba cada vez más, por la situación en la Calle y por la influencia de las familias de las dos partes. Para la familia de él, “esa mujer” no le convenía, porque no lo dejaba “ser responsable”, y para la familia de ella, Alex “no era un buen hombre”, pues no podía “ni siquiera” garantizar un techo. Viky estaba bastante de acuerdo con lo que decían sus hermanas, pero quería estar con Alex. Según ella, le había propuesto ahorrar para comprarse una carreta de reciclaje que podían utilizar para trabajar y como refugio en las noches. Él no aceptaba esta opción, pues “debía poder garantizar cosas mejores”. Viky afirmaba que estaba cansada de “guerriársela” en la Calle y que Alex no respondía.

Hablando con Alex, él evidenciaba su impotencia frente a la situación. Sentía -y así lo expresaba- que no estaba cumpliendo “como hombre” al no poder darle un techo a Viky. Al mismo tiempo, no dejaba de lado lo que decía su familia sobre Viky, y ella se convertía a veces en la culpable de que Alex no pudiera responder como “hijo” frente a las necesidades de su madre. Alex tiene una hija adolescente, a quien negó desde el embarazo; sin embargo, el recuerdo de su hija aparecía cuando se hacía cuestionamientos respecto de su vida en Calle y encontraba justificaciones exteriores (el consumo de drogas, la pérdida de trabajo, la relación de pareja) para el incumplimiento de sus responsabilidades “como hombre”.

El sentimiento de culpabilidad de Alex frente a sus responsabilidades familiares lo llevó a dejar de lado sus propias necesidades básicas. En una ocasión, por ejemplo, cuando se había separado de Viky -pues ella volvió a una institución-, él participó en un proyecto artístico en el que ganaría lo suficiente para pagar un mes de arriendo de un cuarto y hacer un mercado. Tal como nos lo expresó, buscaría estabilizarse con ese dinero. Unas semanas atrás, él había terminado el bachillerato y ponía toda su esperanza en que ese diploma le ayudara a recuperar su trabajo o a encontrar uno nuevo. Finalmente, cuando recibió el dinero, decidió darle a su madre algo más de la mitad del pago. Sus planes de estabilizarse se resumieron en la posibilidad de pagar algunos días de una pieza en una pensión del centro de Bogotá. Luego, volvió a dormir a la intemperie. La responsabilidad de proveedor que él considera tener como “hombre” e “hijo mayor” frente a su madre lo llevó a quedarse sin estabilidad.

En esa misma línea, de ser productivo y garantizar una “buena vida” a sus seres queridos, se encuentra el relato de Jahel (27 años), un hombre trans que ve la necesidad de apoyar a su madre en otra ciudad y tiene la mentalidad del ahorro de dinero durante “su proceso” en una institución. Por medio de publicaciones en Facebook, él demuestra que recibe dinero en el marco de un convenio gestionado por la entidad pública a la que está vinculado. Sus fotografías con billetes hacen que su rol masculino como hombre trabajador y proveedor se visibilice en expresiones de masculinidad cumplidora del “deber ser”, y esto se puede leer en los comentarios de mujeres que, al verlo con dinero, le dicen que “se invite algo”, mientras otras lo felicitan y animan a continuar por el “camino del bien”.

Otro punto importante para tener en cuenta en la relación de los hombres callejeros con sus familias es el del rol de padres.9 Como señala Olivarría (2001), haciendo referencia a diversos estudios, tanto las masculinidades como las paternidades son construcciones culturales que se reproducen socialmente en diferentes espacios, como la familia o la escuela. Para las masculinidades dominantes en contextos latinoamericanos existe una relación fundamental entre el trabajo y la paternidad (Olivarría, 2001; Viveros, 2002), que nos lleva de nuevo al rol de proveedores.

La gran mayoría de los hombres callejeros que hemos conocido a lo largo de nuestro trabajo de campo han sido padres adolescentes. La relación con sus hijas o hijos es inconstante y algunas veces nula. Sin embargo, la fuerza emocional que tiene el factor de la paternidad sobre buena parte de ellos es muy importante. En algunos casos se ve como una luz de esperanza la posibilidad de ver a sus hijas e hijos y compartir tiempo; en otros casos, como un peso acompañado del dolor de no cumplir con la responsabilidad de padres. De esta manera, “las expectativas de género los atraviesan por completo, y el no cumplimiento de ciertos mandatos y roles les provoca frustración, angustia y vergüenza” (Ferreiro y Ermocida, 2019, p. 78).

Es interesante que una de las primeras cosas que nos cuentan los callejeros sobre sus vidas es que tienen hijas o hijos. Esto hace parte de sus biografías relatadas, de lo que quieren que sepamos de ellos. Hablan de los casos en que los negaron inicialmente, como el caso de Alex; o de lo pailas -malvados- que fueron con las madres de sus hijos, de lo poco que las ven o las llaman, pero también de las ganas que tienen de reencontrarse, de sus deseos de ser reconocidos como padres. Se hace importante agregar, como ya lo han señalado Philippe Bourgois y Jeff Schonberg (2009) sobre un contexto callejero en San Francisco, que paternidad, masculinidad y violencia van muchas veces de la mano en escenarios de dominación masculina. Cuando muchos de los hombres que conocimos hablan de lo pailas que fueron con las madres de sus hijos, hacen referencia a situaciones de violencia física y emocional hacia estas mujeres, pero también hacia hijas o hijos, si tuvieron contacto con ellos. Lo paradójico aquí es que ellos mismos fueron víctimas de violencia por parte de sus padres y muchos se encuentran en la Calle huyendo de esos escenarios violentos. Cuando les corresponde a ellos legitimar socialmente su masculinidad, lo hacen también por medio de la violencia, generando “ciclos de violencias transgeneracionales” (Bourgois y Schonberg, 2009, p. 197).

Volviendo al tema de la proveeduría y de la figura de los hijos, mientras por un lado se percibe social, familiar e institucionalmente a los hombres callejeros como “abandonadores” cuando han sido padres, ellos, en su vida en Calle, dan un lugar crucial a hijos e hijas que no conocen o que no ven. Se trata de una suerte de figura fantasmal, idealizada o imaginada, de lo que serían sus vidas si estuvieran con sus descendientes, además de sentir arrepentimiento por no asumir su responsabilidad. Muchos callejeros se culpan de no poder ejercer plenamente su rol de padres desde la proveeduría por la situación actual que viven, no solo de precariedad extrema, sino sobre todo de consumo intensivo de drogas. Frases como: “no quiero que me vea(n) así”, “qué van a pensar de su papá si me ve(n) así como estoy” se vuelven recurrentes cuando interpelan su propia masculinidad relacionada con la paternidad y con lo que socialmente se espera de ellos. Estas interpelaciones algunas veces terminan en una reflexión de su “fracaso como hombres” socialmente aceptados y, al mismo tiempo, entran en contradicción con comportamientos masculinos valorizados en el contexto callejero.

Hacia la comprensión de las masculinidades callejeras, a manera de conclusión

Un análisis de la masculinidad hegemónica en la Calle ubica el modelo y la experiencia callejera donde se privilegia el “ser hombre” y se invisibilizan otras formas de ser/estar y sus manifestaciones -violentas o no- a través de las voces de personas callejeras y de las nuestras como investigadoras inmersas desde nuestro acercamiento etnográfico en el universo callejero. La comprensión de la experiencia de vida en la Calle debe pasar por un análisis con perspectiva de género para indagar sobre la construcción de la feminidad y la masculinidad desde el propio sujeto, considerando sus experiencias, prácticas, comportamientos y expectativas.

La utilidad de los hombres callejeros bogotanos -y posiblemente de otras ciudades- frente a la sociedad de consumo se ha invertido. Ellos también forman parte del capitalismo, de la globalización, pero desde su cara salvaje, ilegal y considerada socialmente como abyecta: el consumo de drogas. La globalización de la economía de las drogas y su tráfico han creado realidades sociales donde convergen la precariedad, la vulnerabilidad, la dependencia a sustancias psicoactivas y múltiples formas de violencia, en un continuum -siguiendo el término acuñado por Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (2004)- que va desde la violencia estructural hasta la violencia ordinaria que impregna lo más íntimo de las relaciones cotidianas.

Aquí la paradoja es el sostenimiento de los ideales de masculinidad hegemónica dominante y la necesidad de ser consumidores y proveedores ejemplares, aunque estos hombres sean considerados institucionalmente, en el seno de sus familias y más generalmente desde la mirada social, “consumidores abyectos”; consumidores de la cara oscura del capitalismo. ¿Cuáles son las muestras de poder por medio del dinero en los contextos de precariedad? ¿Cómo rompen los hombres callejeros con los imaginarios sobre lo masculino o les dan continuidad? ¿Cómo se de-re-construye la masculinidad para hablar de masculinidades callejeras? Desde contextos de extrema precariedad como los que hemos reseñado, planteamos que los atributos de masculinidad hegemónica se retoman, se reconfiguran y dan posibilidad a la existencia de las masculinidades callejeras, en una espiral de relaciones que nos lleva a repensar qué da poder, estatus y reconocimiento para “medir” o “hacer valer” la masculinidad en la Calle.

En principio, podemos afirmar que la Calle es un espacio que obliga a asumir roles aceptados como masculinos desde lo hegemónico, y lleva a procesos de masculinización para la sobrevivencia. Sin embargo, es necesario distinguir en qué casos se mantienen rasgos atribuidos a las masculinidades dominantes y en cuáles se fracturan la dominación y la autoridad masculinas. En estas continuidades y discontinuidades es donde

radica la utilidad de la ética feminista como proyecto para la emancipación social general, ya que permite reflexionar sobre las masculinidades fuera de los marcos normativos, donde el sujeto se mueve bajo condiciones de represión y prohibición (Carosio, 2007, citado en Ojeda, 2020, p. 69).

Reconocer los efectos que la masculinidad hegemónica produce en estos contextos nos permite hablar del “patriarcado como razón indolente” (Ojeda, 2020), dando entrada a que, desde su propuesta ético-política, el feminismo emerja como posibilidad de contrarrestar los efectos del asedio y la violencia, para pensar otras posibilidades de estar en la Calle, e incluso para darle cabida a las masculinidades callejeras (en plural); para que estas alteridades no sean confinadas a lo femenino y se rompa con el binarismo que, por el momento, es la única forma de interpretar las relaciones de género en estos contextos. Puede pasar que en este artículo aún se observen visos de la masculinidad hegemónica y tensiones al proponer masculinidades alternativas. Pero este es un camino para que -como señala Mara Viveros (2002)- como mujeres sigamos interesándonos y participando del fortalecimiento de los estudios sobre masculinidades.

En nuestras propias narraciones vamos comprendiendo la forma en que el feminismo aporta a la interpretación y comprensión de la masculinidad, y más aún, cómo a los cuerpos masculinos y femeninos se les han impuesto identidades, roles, prácticas y cargas emocionales en contextos de precariedad y vida extrema que se corresponden con construcciones sociales hegemónicas de la masculinidad. Lo masculino se fundamenta en ciertos roles y características que los hombres cisgénero y trans deben llegar a tener, por lo general contrarios a lo femenino, y que les dan cierto tipo de privilegios. Estas características también son problematizadas por quienes no pueden o no se sienten a gusto llevándolas a cabo (Pascual, 2015). A su vez, los cuerpos que no cumplen la norma se feminizan de manera violenta y son blanco de múltiples violencias (Rodríguez, 2015). Desde nuestro trabajo etnográfico observamos que las violencias son experimentadas de forma diferenciada por cuerpos femeninos, masculinos y transgénero. Estos son asuntos que siguen y seguirán presentes en nuestras búsquedas como etnógrafas de la Calle.

Finalmente, vale la pena preguntarnos si la investigación sobre género en la Calle se ha feminizado también, y cuál es el lugar que le dan los investigadores hombres a estos asuntos en la ciudad. Por ejemplo, sería necesaria una reflexión frente a qué investigamos las académicas y qué investigan los académicos, las metodologías utilizadas, las formas de escritura, las relaciones de confianza con las personas callejeras y los efectos de las investigaciones en diferentes públicos. Acudimos entonces a la posicionalidad encarnada de Pereira (2019) para situar nuestras apuestas personales, académicas y políticas, y reafirmar que aquí y ahora sí importa quién lo diga.

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1La transición de los hombres transgénero, “chachitos”, según el término “callejero”, no está dada por procesos hormonales, por lo que se mueven dentro del performance con prácticas como cortarse el pelo, fajarse los senos, usar ropa ancha y cambiar la entonación de la voz.

2Las traducciones son de las autoras.

3A partir de aquí, “Calle” con mayúscula, hace referencia al “territorio social” o al universo callejero bogotano, y en minúscula (“calle”), al espacio público.

4En América Latina, la categoría más ampliamente utilizada para referirse a esta población es “personas en situación de calle”. En Colombia, la categoría administrativa utilizada es “habitantes de calle”.

5Una discusión sobre lo público y lo privado en la Calle se puede encontrar en un trabajo sobre cuerpos femeninos callejeros (Rodríguez, 2015) que reconoce discursos sustentados en ideales regulatorios de lo masculino y lo femenino dentro del sistema sexo/género, los cuales asignan espacios privados a las mujeres y el espacio público a los hombres, y muestran lo antinatural de “ser mujer” y “ser callejera”.

6“Sayayines” es una denominación que se da a hombres encargados de controlar la seguridad en la “olla”. “La Ele” es la denominación callejera de la “olla”, conocida en el lenguaje común como “El Bronx”.

7Inspirada en los trabajos de Arjun Appadurai sobre la producción de la localidad (2013) y de Stuart Hall sobre cultura popular (2008), y por los análisis desarrollados por Ángela Giglia sobre cultura local en la metrópoli global (2012), Nataly Camacho plantea el lugar de la Calle —como contexto social—, en este caso en Bogotá, como una cultura local, un escenario social producido y reproducido por los actores y actrices sociales que lo conforman, no en oposición a una sociedad dominante, sino por el remodelamiento y la reelaboración de las formas socioculturales de esta sociedad (Camacho-Mariño, 2018, p. 453-457).

8La performance se realizó en 2019 por maquia: Colectivo de Investigación y Creación Callejeras en el marco del Proyecto denominado “La calle: prácticas y corporalidades de género”. Véase: Maquía, s/f.

9Aunque el tema de maternidades y paternidades en la Calle necesitaría ser desarrollado ampliamente, nos permitimos mencionar aquí las paternidades callejeras para dejar abierta la discusión.

Recibido: 07 de Abril de 2021; Aprobado: 02 de Septiembre de 2021; Publicado: 15 de Diciembre de 2021

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