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Debate feminista

On-line version ISSN 2594-066XPrint version ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.60  Ciudad de México Jul./Dec. 2020  Epub Nov 27, 2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2020.60.04 

Artículos

Regulación y victimización del homoerotismo entre hombres en contextos de conflicto armado en Colombia*

Regulation and Victimization of Homoeroticism Among Men in Contexts of Armed Conflict in Colombia

Regulação e vitimização do homoerotismo entre homens em contextos de conflito armado na Colômbia

Sebastián Giraldo Aguirre** 
http://orcid.org/0000-0003-4207-2806

Gabriel Gallego Montes*** 
http://orcid.org/0000-0002-9079-0645

**Grupo de Investigación Género, Sexualidades y Reconocimiento, Universidad de Caldas, Manizales, Colombia. Correo electrónico: s.giraldoaguirre@gmail.com.

***Grupo de Investigación Género, Sexualidades y Reconocimiento, Universidad de Caldas, Manizales, Colombia. Correo electrónico: gabriel.gallego@ucaldas.edu.co.


Resumen

El objetivo del artículo es presentar los procesos de regulación y victimización del homoerotismo entre hombres en contextos de conflicto armado en Colombia. En términos metodológicos, la investigación se planteó desde una perspectiva de memoria social, la cual establece una centralidad del testimonio de las víctimas y de los diferentes relatos que se tejen alrededor de ellas. En general, se revela que los escenarios armados configuran unos dispositivos de género y sexuales ambivalentes en los cuales se articulan la eliminación y la persecución, a la vez que la convivencia y el ejercicio de la sexualidad entre hombres.

Palabras clave: masculinidad; homoerotismo; conflicto armado; Colombia

Abstract

The objective of the article is to present the processes of regulation and victimization of homoeroticism among men in contexts of armed conflict in Colombia. In methodological terms, the research was framed from a social memory perspective, which establishes the centrality of the testimony of victims and the different stories woven around them. In general, it found that armed conflict scenarios shape ambivalent gender and sexual mechanisms in which elimination and persecution are expressed together with the coexistence and the exercise of sexuality between men.

Keywords: Masculinity; Homoeroticism; Armed conflict; Colombia

Resumo

O objetivo do artigo é apresentar os processos de regulação e vitimização do homoerotismo entre homens em contextos de conflito armado na Colômbia. Em termos metodológicos, a pesquisa foi planteada a partir de uma perspectiva da memória social, com centralidade dos depoimentos das vítimas e das diferentes histórias tecidas em torno deles. De maneira geral, revela-se que os cenários armados configuram dispositivos ambivalentes de gênero e sexo, os quais articulam simultaneamente eliminação e perseguição com coexistência e exercício da sexualidade entre homens.

Palavras-chave: Masculinidade; Homoerotismo; Conflito armado, Colômbia

Introducción

A pesar de la promulgación de protocolos de protección a la población civil en el marco de los escenarios bélicos después de la segunda guerra mundial, y de la emergencia del género como categoría de análisis social y político en las décadas posteriores, fue apenas hasta la década de 1990 cuando se emprendió la incorporación de la perspectiva de género en el estudio y la atención humanitaria de los conflictos armados (Goldstein, 2003; Serrano, 2013). En este proceso han participado, principalmente, los organismos internacionales -encabezados por la Organización de Naciones Unidas-, los estados y las organizaciones sociales. Su trabajo parte de una premisa fundamental: la existencia de una victimización diferencial por razones de género.

La puesta en marcha de la perspectiva de género ha permitido conocer las implicaciones de los escenarios bélicos en los cuerpos y vidas de las mujeres y, en este sentido, ha logrado posicionar esta agenda en los ámbitos políticos nacionales e internacionales. Este proceso no ha tenido el mismo efecto en otras dos categorías que están implicadas en dicho enfoque: los hombres y las masculinidades, por un lado, y la diversidad sexual o de género por otro; nociones que, precisamente, están integradas en el presente artículo.

El acercamiento a las masculinidades en los contextos de guerra ha sido escaso. Como lo plantean Moser y Clark (2001) es recurrente el argumento de que la guerra tiene repercusiones distintas en las mujeres y en los hombres, pero solo aparece como una idea introductoria, ya que los análisis sobre la situación de los varones no han tenido un desarrollo suficiente. La preocupación por los hombres en los conflictos armados desde una perspectiva de género también se remonta a la década de 1990, principalmente, a partir del reconocimiento de la violencia sexual dirigida hacia varones y registrada en los conflictos de Serbia y Ruanda (Theidon, 2015).

El balance de la producción sobre masculinidades en el marco de conflictos armados presenta una tendencia al estudio de los hombres como combatientes o excombatientes tanto en ejércitos legales como ilegales; los análisis se enfocan en comprender las condiciones que provocaron su participación, las experiencias durante la estancia en el grupo armado y las repercusiones de la guerra en sus vidas (Guttman y Lutz, 2010). Por otra parte, y de manera más reducida, se encuentran algunos acercamientos a los hombres en condición de víctimas, principalmente de violencia sexual (Zawati, 2007; Sivakumaran, 2010; Zarkov, 2017); también se encuentra una línea documental en crecimiento sobre el papel de los hombres en los procesos de paz (González, 2008). En Colombia hay algunas referencias sobre el impacto del desplazamiento forzado en las identidades masculinas (Tovar y Pavajeau, 2010). En general, se plantea una profunda relación entre masculinidad y militarismo, a partir de la cual los hombres guerreros o víctimas fundamentan su identidad masculina.

Por su parte, la perspectiva de diversidad sexual y de género en los conflictos armados es un campo de estudios también reciente. Se debe considerar que el proceso de politización de esta agenda, más conocida como LGBT, se remonta a finales del siglo XX. Por esta razón, el análisis de los eventos bélicos del pasado, como la segunda guerra mundial, las dictaduras militares en el Cono Sur, los conflictos armados de Centroamérica, los conflictos étnicos de los Balcanes y las guerras en algunos países africanos como Ruanda y Congo, presenta una ceguera frente a la victimización diferencial hacia estas poblaciones. A pesar de esta circunstancia, algunas organizaciones civiles emprendieron demandas para el reconocimiento de la victimización en estas contiendas. Algunos referentes, aludiendo solo a América Latina, son: 24m en Argentina, movilh (Movimiento de Integración y Liberación Homosexual) en Chile, Entre Amigos en El Salvador y mhol (Movimiento Homosexual de Lima) en Perú. En el caso colombiano, las organizaciones LGBT como Colombia Diversa y Caribe Afirmativo, desde su creación en 2004 y 2009 respectivamente, han denunciado la situación de estas poblaciones y han insistido en visibilizar los hechos victimizantes en los informes de derechos humanos que publican anualmente. En tal sentido, Colombia se constituye como el primer país que incorpora institucionalmente la agenda LGBT en los procesos de la justicia transicional.

En general, los antecedentes investigativos presentan tres postulados centrales (Prada et al., 2012; Albarracín y Rincón, 2013; Serrano, 2013; cnmh, 2015; Molinares, Orozco y Bernal, 2015; Serrano, 2018). El primero de ellos plantea que los grupos armados no solo quieren imponer un orden político en los territorios, sino también un orden moral en el cual se integran implícitamente derroteros de género/sexualidad. A partir de lo anterior, y como segundo postulado, la identidad de género, la orientación sexual, las expresiones de género y las prácticas sexuales se convierten en detonantes de victimización. Por último, la victimización dirigida a las poblaciones LGBT en el marco de los conflictos armados debe entenderse como un continuum de violencia: tiene un antes, un durante y un después de la contienda e involucra diferentes esferas y escalas sociales como la familiar, la comunitaria y la social. Según las cifras de la Unidad de Víctimas, en Colombia se registran 3,558 víctimas LGBT (consultado en octubre del 2019); sin embargo, se debe considerar el alto grado de subregistro debido al estigma que reciben estas poblaciones por su sexualidad o su identidad de género (Albarracín y Rincón, 2013).

El conflicto armado en Colombia debe entenderse como un dispositivo de poder sexo-genérico que produce sexualidad y género en los sujetos, en coordenadas tiempo-espaciales de alta regulación y en un marco heteronormativo. La noción de dispositivo ha sido trabajada por Agamben (2011) y es recuperada en los estudios de Núñez y Espinoza (2016) en México sobre narcotráfico como dispositivo de poder sexo-genérico complejo que

Produce sujetos, identidades, relaciones, prácticas sexo-genéricas consustanciales […] la proposición es que el grupo criminal se vertebra por medio de la producción y la actualización de subjetividades, identidades y relaciones heteropatriarcales. Esta dimensión sexo-genérica es un elemento fundamental para su existencia y operación como dispositivo de poder y violencia (Núñez y Espinoza, 2016, p. 108).

A partir de estos antecedentes, se emprendió un proyecto que articuló estas dos agendas de investigación. El objetivo del estudio fue comprender las implicaciones de las sexualidades disidentes en contextos de conflicto armado en el departamento de Caldas, Colombia. El estudio pretende aportar a la comprensión de la memoria social sobre el conflicto armado en el país, así como plantear elementos conceptuales, metodológicos y políticos sobre el tema, en principio, para el proceso transicional en el que se encuentra Colombia y, en general, para enriquecer los análisis sobre las implicaciones de las sexualidades disidentes en los contextos de violencias armadas.

En el presente artículo solo se abordarán las relaciones homoeróticas entre hombres en el municipio de La Dorada, Caldas, municipio que se considera representativo del conflicto armado en Colombia, como será descrito en el apartado metodológico. El artículo presenta, en un primer momento, el planteamiento metodológico del estudio y las implicaciones de la lógica de la guerra en el régimen de sexo/género del pueblo; luego, se exponen los procesos de implementación del orden moral de los grupos armados y sus repercusiones en la vida cotidiana y en las relaciones sociales. Más adelante, se analizan las repercusiones de estos mandatos en la vida personal de varones con prácticas homoeróticas. Posteriormente, se discute el empleo de la violencia sexual como medio de control y de erotización. Finalmente, se describen distintos ámbitos en los cuales los grupos armados conviven con las manifestaciones de las disidencias sexuales, a tal punto que algunos de sus combatientes se involucran en prácticas homoeróticas. El artículo cierra con algunas reflexiones sobre la articulación entre masculinidad, violencia armada y homoerotismo y sus repercusiones para el estudio de los contextos bélicos contemporáneos.

Metodología

El municipio de La Dorada se encuentra situado en el centro del territorio colombiano, con una población cercana a los 100,000 habitantes. Su clima es cálido tropical, con una temperatura media de 32º centígrados. La Dorada es puerto sobre la principal arteria fluvial del país, el río Magdalena, y cruce de importantes ejes viales que comunican el norte y el occidente del territorio nacional con la capital colombiana. El conflicto armado tuvo -y aún tiene- profundas repercusiones en su territorio; históricamente hubo presencia del frente 47 de las entonces farc-ep, y una intensa acción de grupos paramilitares (Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio). El periodo de intensificación del conflicto fue la segunda mitad de la década de 1990 y la primera de 2000, lapso en el cual se concentra el presente estudio.

La investigación se planteó desde una perspectiva de memoria social (Jelin, 2018) que establece una centralidad del testimonio de las víctimas y de los diferentes relatos que se tejen alrededor de ellas. En especial, se recurrió a fuentes orales enmarcadas en entrevistas a profundidad que permitieran la producción de una narrativa sobre el conflicto armado en diferentes momentos y el devenir de las sexualidades disidentes en contexto y en la biografía del sujeto. Con este mismo objetivo, se realizaron recorridos etnográficos por las calles del municipio que permitieron conocer la geografía del conflicto y de la victimización. Asimismo, se realizaron entrevistas grupales que posibilitaron un espacio de confianza para algunas víctimas y proporcionaron elementos comunitarios de la memoria. En las entrevistas se integraron ejercicios de cartografía corporal y fotografía que lograron evidenciar, de manera más directa, la marca de la guerra en los cuerpos. Entrevistamos a diez varones que se consideran víctimas del conflicto armado en el municipio, la mayor parte de ellos jóvenes menores de 30 años.

Por otra parte, se realizaron entrevistas a personajes clave de los municipios que brindaran otros ángulos sobre el escenario de victimización hacia estas poblaciones y sobre la configuración de los regímenes impuestos por los grupos armados en los territorios: funcionarios de dependencias gubernamentales, personal de la fuerza pública, líderes o lideresas de asociaciones de víctimas, personas reconocidas como lideresas LGBT y personajes encargados de los medios de comunicación de la región. El proyecto de investigación fue aprobado por el Comité de Ética de la Universidad de Caldas al igual que el consentimiento informado que diligenciaron todas las personas participantes de la investigación.

Algunas reflexiones metodológicas sobre el estudio de las disidencias sexuales en escenarios armados y rurales

Quisiéramos plantear algunas reflexiones acerca del diseño metodológico. A lo largo de las visitas a los municipios, de las conversaciones con las víctimas y de la búsqueda de información en instituciones gubernamentales, judiciales y periodísticas, se presentaron diferentes inconvenientes. La sexualidad y la condición de víctima, en principio, junto con otras condiciones, como el origen rural, la pobreza, la marginación social y política, los bajos niveles educativos y la movilidad constante de estas poblaciones, fueron componentes que interfirieron en el acceso a los sujetos de investigación, en sus testimonios y en la consecución de materiales. La condición de habitabilidad en un pueblo chico interfería ampliamente con el acceso al escenario homoerótico del municipio, ya que la sexualidad está intrincada en un circuito del secreto, el enigma y la reserva. Por tal motivo, no se pudo conocer un mayor número de personas, solo aquellas que no tenían ningún reparo frente a su orientación sexual y que ejercían liderazgos comunitarios.

Sin embargo, el hecho de habernos acercado a personajes reconocidos ampliamente como homosexuales tuvo una implicación directa en las condiciones de acceso al resto de la población. Ellos facilitaron la entrada a otras personas, pues su referencia servía como un antecedente de confianza; no obstante, dicho reconocimiento cerró otras puertas. Las caminatas por las calles o la visita a ciertos lugares con su compañía eran evidencia de que estábamos relacionándonos con los “homosexuales” del pueblo, por tal motivo, si nos veían con alguien más, era una prueba de que aquella persona también lo era o, por lo menos, caía en la sospecha de que lo era.

Del mismo modo, la guerra, así como había marginado a los cuerpos, había ocultado la palabra. Los testimonios de las personas estaban transversalizados por el silencio, no solo por su condición de víctimas o por su género, como lo ha planteado ampliamente Veena Das (2011), sino también por un sigilo frente a su sexualidad. Eran personas que habían relegado su orientación sexual a la confidencialidad debido al contexto de violencia y homofobia que habían afrontado durante muchos años, y su situación de víctimas las exponía al dilema de callar o denunciar en medio de la confrontación permanente entre actores armados. Por tales razones, fue necesario aprender a interpretar entre líneas, pues aunque sus palabras no hablaban directamente de la victimización, lo estaban declarando a gritos. Tal como lo plantea França (2017), lo que importaba no era la verdad de la sexualidad de los sujetos, sino los momentos de enunciación sobre ella.

Cuando se rompió con el silencio de las víctimas, surgió otra cuestión: una constante referencia a los hechos victimizantes de otros y no de sí mismos. Una parte notable de los testimonios relataban los sucesos vividos por los amigos, los vecinos o por los personajes que eran reconocidos en el pueblo. Esta negación para hablar en primera persona es recurrente en este tipo de contextos bélicos; investigadoras como Kymberly Theidon, en su trabajo con mujeres víctimas del conflicto armado en el Perú, lo han confirmado. Según la autora, en estos casos no solo opera la victimización como dispositivo silenciador o potencializador de los testimonios, también intervienen el género y la sexualidad (Theidon, 2012). La alusión a los demás, para estos casos, era una consecuencia de la homofobia que se perpetuaba en el pueblo; para algunos puede ser una estrategia con la cual continuar evadiendo su orientación sexual, para otros es una manera de seguirla relegando a ámbitos íntimos.

Regulación y transformación del escenario homoerótico

El conflicto armado, como dispositivo de poder, produjo una transformación de la vida cotidiana del municipio, particularmente en los órdenes de sexo/ género. A la vez, este escenario generó un cambio del contexto homoerótico de los sujetos que lo habitan y lo circundan, de sus prácticas y deseos sexuales; dicha transformación no puede ser leída por fuera de las regulaciones heteronormativas que constituyen la matriz en la cual dicho escenario tiene lugar. En general, muchas personas que se reconocían como homosexuales decidieron relegar su vida sexual y sentimental a un régimen de puertas cerradas. La dicotomía público/privado se (re)estructuró y se volvió más estricta.

Uno de los medios utilizados por los actores armados para instaurar sus órdenes fueron los “panfletos”. Los panfletos, a modo de hoja volante impresa por una sola cara, eran repartidos de manera clandestina en las casas y locales comerciales de los pueblos; en ellos se manifestaban amenazas directas a ciertas poblaciones y sujetos socialmente indeseables: “putas”, “sidosos”, “maricas”, “malparidos”, “bazuqueros”, “prepagos”.1 Estas expresiones designan, además, subjetividades precarias. Al igual que los panfletos, algunas veces se publicaban listas con nombres de personas a quienes se les advertía que abandonaran el pueblo. Las amenazas no solo se quedaban en la intimidación, muchas veces se cumplían con la muerte de los sujetos allí enunciados.

Por medio de estos comunicados se instauraba un derecho de ciudadanía (Duncan, 2006), una especie de soberanía sobre quienes podían vivir en el lugar y quienes no, una trama sobre qué cuerpos tenían importancia y cuales estaban desprovistos de valor y por lo tanto eran fácilmente sustituibles (Butler, 2003). Dichas representaciones se establecían bajo unas consideraciones frente a lo puro/impuro, limpio/sucio, deseable/indeseable (CNMH, 2017). Los elementos implícitos en estos materiales -la clandestinidad, el lenguaje rastrero, las imágenes y la atmósfera de rumor que generaban- configuraron un dispositivo de control, tanto material como simbólico, sobre la vida cotidiana del pueblo. En algunos territorios, el uso de los panfletos fue más reiterado que en otros y algunos actores armados hicieron más uso de ellos, como los grupos paramilitares; no obstante estas particularidades, sus efectos fueron profundos en todas las comunidades, tanto así que los panfletos, la forma como se empapelaba el pueblo, los mensajes que contenían, son recordados por la mayoría de los habitantes; es decir, están instalados en la memoria social y colectiva de los municipios.

Los homosexuales a los que se denominaba sidosos, junto con las putas y los bazuqueros -usuarios de drogas- no eran simplemente instancias de persecución, también constituían recursos lingüísticos al servicio de la guerra. Los actores armados tomaron algunas representaciones sobre sujetos o poblaciones estigmatizadas y las promovieron como un mecanismo político, de disciplinamiento de los cuerpos, a fin de detentar autoridad ante la comunidad. En este sentido, la homosexualidad o la referencia al sida como insulto, al igual que las otras denominaciones denigrantes, fungen como dispositivos de inspección de los órdenes morales re-creados por los grupos armados y se convierten en excusa del argumento bélico. De esta manera, el sentido del conflicto se amplifica, ya el pánico no se dirige exclusivamente hacia los desastres económico-materiales de la guerra, o el desplazamiento forzado de las poblaciones, sino que involucra también a los desviados e indeseables de los municipios, aquellos que enturbian un régimen de sexo/género heteronormado y que el conflicto, como dispositivo de poder, está dispuesto a regular.

Por otra parte, el conflicto armado se erigió en un panóptico, un dispositivo de inspección y vigilancia que regulaba las relaciones sociales de los habitantes del pueblo. Las relaciones familiares, de amistad, vecinales y comunitarias fueron conquistadas por la zozobra de la guerra. Con quién se conversaba, con quién se caminaba por los parques o con quién se iba al río podía ser una alerta para los grupos armados. Dichos estigmas aumentaban por marcadores sexuales o de género: “Una vez me llamaron, que qué era lo que pasaba, que si era que yo también era marica, que por qué mantenía trato con ellos […] Si lo veían a uno con un hombre medio afeminado, decían: ‘están buenos para matarlos’ o si veían dos mujeres, igual” (grupo focal).

En las relaciones comunitarias se instaló una sospecha permanente entre todos los habitantes. Ya no se sabía con certeza quién era el vecino, quién era el señor de la tienda o el carnicero, si tenía o no afinidades con los actores armados, si era informante, en fin, existía duda permanente que también tenía sus consecuencias; si bien antes del conflicto armado se asumían como una comunidad, ahora se instauraba una división, real o imaginaria, de bandos, de respaldos, de rechazos o de neutralidad. Las relaciones sociales se convirtieron en dispositivos de vigilancia propios de la guerra. Bajo estas circunstancias, el poder se desplazó más allá de los escenarios de combate y adquirió otros semblantes y modos de operar, conquistando dimensiones más íntimas de la vida de los pobladores. Das (2007), precisamente, plantea la importancia de indagar sobre la repercusión de la violencia en la estructura de las relaciones cotidianas; la intromisión en las relaciones sociales de las comunidades es una prueba de ello. El escenario bélico instala otras temporalidades, otras geografías y otras economías de las relaciones sociales. Los horarios de algunas actividades cambiaron, la noche se valorizaba más en esa economía de la guerra; los toques de queda son un ejemplo de ello: la comunidad debía resguardarse en sus casas a partir de una hora estipulada. Los lugares, por su parte, se significaron de otras maneras bajo las representaciones de lo permitido/prohibido, seguro/inseguro, pureza/ sucio generando otras maneras de habitarlos, una suerte de necropolítica, como ha sido descrita por Achille Mbembe (2006).

Las relaciones de pareja constituyeron otro escenario en el cual los grupos armados tuvieron injerencia. Como el mando de estos grupos fue representado por la comunidad como un orden paralelo al estatal, muchas veces acudían a ellos para solucionar pleitos cotidianos, entre ellos, los de pareja. Los pleitos por infidelidad, entre otros altercados familiares, eran denunciados ante los comandantes y se tomaban represalias al respecto. Nicolás relató, por ejemplo, el caso de una denuncia por parte de una mujer sobre la infidelidad de su esposo con otro hombre, al cual terminaron asesinando.2 En los diferentes informes del Centro Nacional de Memoria Histórica han sido recurrentes estas revelaciones acerca del control que ejercieron los mandos militares ilegales sobre las relaciones de pareja (CNMH, 2012).

Sumado a lo anterior, los escenarios de recreación y de fiesta también fueron contextos controlados por los grupos armados. Por ejemplo, los campeonatos de futbol o microfutbol femenil no volvieron a realizarse, pues se argumentaba que era un foco para el lesbianismo. Respecto a los escenarios de fiesta, Nicolás relató un episodio sobre la incursión de hombres armados en una de ellas; quienes lograron “volarse”, salvaron sus vidas y, quienes no, fueron asesinados. Según él, hubo como cinco muertos. La causa de esta masacre fue la persecución de un hombre afeminado al cual el comandante paramilitar de la región “le tenía bronca”.

El conflicto armado, entonces, se entrometió en la reconfiguración del escenario homoerótico de los municipios; su presencia tuvo implicaciones particulares para las estrategias de ligue, emparejamiento y encuentros sexuales: “Pues sí está bonito, está simpático, pero eso nosotros lo teníamos que tragar; pues sí me gusta, y uno sin saber de pronto la condición de la otra persona. Uno no se atrevía a tomar la decisión, ¿qué tal que uno se estrellara y lo mandaran a matar?” (grupo focal).

Las formas de sociabilidad homoerótica sufren una profunda transformación en los contextos bélicos. Sobre el tema, Cruz (2015) enlista: búsqueda de otras formas de conquista, mayor suspicacia, cambio de rituales en el momento del ligue, mayor anonimato, retraimiento de los espacios de diversión, desplazamiento a otras ciudades para la socialización y acentuación de la percepción de vulnerabilidad de la gente homosexual.

El ligue, por ejemplo, se sumió bajo unos circuitos de fraternidad; no podía hacerse de una manera pública, por ello el grupo de amigos era fundamental para la búsqueda de parejas sexuales o sentimentales. Por su parte, los encuentros sexuales sufrieron un estricto confinamiento; en general, se relegaron a las casas, que se convirtieron en el principal sitio de refugio, o se desplazaron a las afueras del pueblo: ríos y zonas verdes. Algunos, de manera más osada, se atrevían a visitar lugares solitarios en horas de la noche, como las escuelas o las zonas de juegos infantiles. De igual manera, este ambiente hostil se instaló en los chistes y en las conversaciones cotidianas entre amigos, los cuales amenazaban jocosamente a los otros con frases como: “Güevón, deje la maricada”, “Deje de ser loca, que lo pelan”,3 “Si usted es gay, le echo al comandante”. Ante estas condiciones, los pobladores desplegaron estrategias de resistencia que algunas veces eran directas y llegaron a tener consecuencias letales. No obstante, en la mayoría de las situaciones fueron pasivas, como la adaptabilidad y naturalización del medio hostil (Cruz, 2015).

El clóset de la guerra: aplazamiento, discreción y deseo

El control implantado por los grupos armados tuvo consecuencias especiales en la vida personal de los habitantes. Una de ellas fue el aplazamiento de la salida del clóset. Durante el trabajo de campo, muchas personas manifestaron que el proceso de revelamiento de su identidad o del deseo homoerótico tuvo que estancarse hasta que pasara la época más cruenta de la violencia: “Por decirlo así, no se salía del clóset porque daba miedo. Porque si se salía, era enfrentarse a que lo pelaran a uno. De pronto lo mataban a uno o se lo llevaban por allá y le hacían cuantas cosas. Entonces la gente vivía con temor” (grupo focal).

El conflicto armado, por tanto, fue un escenario que truncó el curso de los procesos de autorreconocimiento y salida del clóset. Algunas personas aplazaron su proceso hasta que la violencia se redujo o los grupos armados se marcharon; otras dejaron estas disposiciones para los ámbitos privados, como sus hogares o las amistades más cercanas. Y otras, definitivamente, interrumpieron dichos procesos y decidieron emprender una vida en el marco de relaciones de pareja heterosexuales. Para algunas mujeres lesbianas, estos escenarios implicaron la entrada a la maternidad y a la cohabitación, condiciones que se convertían en un obstáculo para asumir una orientación sexual en el marco del homoerotismo.

En general, el conflicto armado como dispositivo de poder establecía dos opciones: esconderse o ser discreto/a. La primera opción generó un régimen de puertas cerradas, el cual fue descrito renglones atrás. Aquellas personas que se atrevían a asumir su orientación sexual en medio de estos contextos, tenían que ceñir su desafío a una geografía rigurosa del deseo, a unos no-lugares para el homoerotismo. En los testimonios recabados durante el trabajo de campo, fueron muy comunes frases como “la gran mayoría lo hacía a escondidas”, “todo se dejaba a lo privado”, lo cual demuestra la eficacia de este dispositivo. Este confinamiento no solo hacía alusión a las prácticas sexuales, sino también a los performances que adelantaban las personas respecto a sus identidades. Si bien cualquier geografía del deseo instaura unos modelos (Sabsay, 2011), el conflicto armado estableció cartografías muy estrictas para el homoerotismo y en general para las producciones de género/sexualidad que ponían en jaque la relación privado-público en contextos de guerra.

En el ámbito público, la discreción era el mérito más valorado. Los cuerpos y los comportamientos debían ceñirse a modelos culturales de masculinidad y feminidad hegemónicos, que podían tener particularidades según los contextos regionales.

Tenía uno que esconderse o no demostrar que uno era así porque hay muchas personas que en la calle demuestran lo que son, pero cuando estaban aquí esos grupos uno no podía hacer eso. Entonces eso tenía que hacerse oculto, no mostrarle a la gente lo que uno era, porque cuando se mostraba eso era tenaz, era dura la violencia. Eso pasaba en mi vereda (grupo focal).

A los otros que sí eran “loquitas”,4 los pelaron. Los que eran “loquitas”, así boletas,5 sí las pelaron mucho (Nicolás, entrevista personal, agosto de 2017).

La discreción, por tanto, no solo era una forma de mantenerse al margen de la población estigmatizada y perseguida, sino también una estrategia para -literalmente- salvar la vida. Asuntos como la forma de caminar, el vestuario, los gestos, los ademanes, las poses, en fin, un sinnúmero de condiciones sobre el manejo del cuerpo y sus expresiones estéticas eran parte de ese conjunto de requisitos. Esta vigilancia sobre los cuerpos profundizaba las representaciones de género, creando una polarización muy marcada entre lo considerado femenino o masculino y reafirmando un orden de género hegemónicamente binario. Aquellos que no se sometían, que se resistían a ser modelados, tenían que asumir las consecuencias. Esteban comenta: “Los chiflaban, los saboteaban. Muchas veces pues hasta les pegaban en la cara y pues ¿qué podrían responder? Si le pegaban un balazo, entonces tenían que aguantar” (Esteban, entrevista personal, agosto de 2017).

Aquellos o aquellas que no mantuvieran esa prudencia fueron víctimas de distintas agresiones que iban desde la burla hasta la muerte. Dicha discreción no solo era valorada por los actores armados, sino que los pobladores, en cierto sentido, también apoyaban esta medida pues permitía el ocultamiento de comportamientos que podrían afectar la “moral pública” de los municipios. Así, entonces, el conflicto armado como dispositivo refuerza las fronteras del orden binario de género/sexualidad que, en palabras de Eisenstein (2006), son una prueba de que la guerra institucionaliza la diferencia sexual al tiempo que contribuye a profundizarla.

La intromisión del conflicto armado en los cuerpos es evidencia de que la guerra se convirtió en el principio organizador de la anatomía, tanto simbólica como material, de los sujetos. La discreción o la “corrección” son, justamente, dispositivos que comprueban este supuesto. Dichos cuerpos no solo participaron como carne de cañón; también confluyeron, inadvertidamente, como artefactos reproductores de la violencia misma. Por un lado, de maneras colectivas, como la estigmatización homofóbica sobre los otros, expresada en el uso de un lenguaje rastrero e insultante en la calle o los panfletos. Y, por otro, a través de componentes más individuales, subjetivos, como la homofobia internalizada que se manifestaba en la postergación de la salida del clóset o la vigilancia sobre las expresiones de género.

La vinculación del cuerpo como dispositivo para la lógica de la guerra, justamente, es una disposición que caracteriza las guerras contemporáneas. Diferentes autores han recalcado que las tecnologías de destrucción ahora son más anatómicas, sensoriales y táctiles (Valencia, 2010; Mbembe, 2011, Kaldor, 2012; Segato, 2014; Parrini, 2016). Por ello, se presta mucha atención a la identidad del cuerpo, un cuerpo generizado pero también racializado. El propósito de este control sobre el cuerpo no solo es la dominación de los individuos, sino de las poblaciones en general.

Violencia sexual: una encrucijada entre el deseo, la lascivia y la masculinidad

La comprensión de la violencia sexual en el conflicto armado colombiano implica reconocer que esta es utilizada para expresar control sobre un territoriopoblación y “sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio” (Segato, 2014, p. 20); la violencia sexual es un fenómeno complejo, multicausal, que presenta un alto grado de variabilidad según el actor armado perpetrador (Wood, 2015). El siguiente testimonio es clave para entender el uso de la violencia sexual como dispositivo de poder:

Una noche estaba esperando al noviecito de esa época en una esquina, cuando pasa un hombre en una moto. Me habló, yo me hice el bobo, pero insistió. Me preguntó que a quién estaba esperando y se fue. A los cinco minutos volvió a pasar y me dijo: “Nada que llega. ¿Sabe qué?, váyase ya de acá”. Yo sentía que me iba a matar. Había caminado dos cuadras y él me llama, yo paso la calle y me dice: “Vas a dar la vuelta y te metes al parqueadero”. Yo seguí hacia allá solo y me metí al local, cuando yo vi que parquearon la moto.

Se bajó, entonces en ese momento vi que era como de la ley -de las fuerzas armadas del Estado-, porque le vi ese aparato, no sé cómo se llamará, esa correa que llevan atravesada donde cargan el arma. Él me empezó a decir: “Estás muy arrecho, que no sé qué”. Y yo le decía: “No, no es eso”. Él me decía que se iba a despedir de mí que porque se iba para el ejército.

Me dijo que me pusiera de rodillas, yo me imaginaba pues el tiro de gracia. Cuando yo me pongo de rodillas, él se baja el cierre del pantalón y saca el miembro. Me dice: “Chúpamela, ¿no era eso lo que quería?” Yo era congelado porque no entendía la situación. Yo le dije “Hijueputa” y me volvió a poner el arma en la sien. En ese momento, nunca se me va a olvidar, yo pensé algo que yo nunca creí, que teniendo relaciones sexuales le iba a pedir a Dios. Yo le pedía a Dios que ese tipo se viniera, yo sentía que si él se venía rápido ya se iba a acabar todo eso. Luego me dijo: “Voltéate”. Y sin amor, pues peor. Yo pensaba: Dios mío que este señor se venga rápido. Hasta que ya. Me dijo: “Te vas ya para tu casa y no te quiero volver a ver por ahí”. O sea, me la puso que me tenía que ir del pueblo. Con eso tuve yo para no salir de mi casa quién sabe cuántos días (Alberto, entrevista personal, agosto de 2017).

La guerra, en general, se representa como un ámbito masculino y heterosexual; no obstante, sus hechos victimizantes no excluyen actos sexuales entre hombres. La orientación sexual, en este sentido, no es una categoría que tome voz activa en el desarrollo de la violencia sexual en tanto las prácticas sexuales se enmarcan bajo un ejercicio de poder y no como ámbito de producción de placer (Palevi, 2016) o de relacionamiento erótico-afectivo.

Si bien la orientación sexual del victimario no es un factor decisivo en el acto, la orientación sexual de la víctima sí lo es; en los casos documentados en este y otros estudios del país, se señala claramente que la orientación sexual o las expresiones de género fueron el detonante del hecho victimizante. La violencia sexual contra hombres reconocidos como homosexuales se emprendió como una sanción por “renunciar” a su masculinidad tradicional y al rol asignado socialmente (CNMH, 2017). De acuerdo con Efrem (2016), estos actos de violencia están relacionados, justamente, con formas subterráneas de vivir la sexualidad y la intensidad del placer sexual. En este sentido, el homoerotismo se confabula con el deseo y con la crueldad, dos aspectos que en principio parecen opuestos, para responder a unas lógicas propias de la guerra. La violencia sexual ejercida en estos casos pone en entredicho la noción misma de “homoerotismo”, en tanto el erotismo como tal implica el deseo; lo ocurrido en algunos de estos actos de tortura y violación contiene una propensión excesiva de lo sexual, es decir, se trata de hechos singularmente lascivos, donde lo sexual eclipsa el deseo, por lo menos visto desde la voz de las víctimas.

La violación de hombres conlleva el claro mensaje de feminizar al enemigo, reducirlo moralmente, ultrajarlo. La evidencia proveniente de varias investigaciones documentadas para Naciones Unidas por Sandesh Sivakumaran (2010), señala que los hombres que han sufrido violaciones son más propensos al suicidio, y la probabilidad aumenta en aquellos que han sido castrados o mutilados. Asimismo, como sucede con las mujeres y las niñas, muchos de los hombres que padecen violencia sexual no hacen la denuncia por temor al estigma social. Además, los varones víctimas también pueden ser rechazados por su familia y su comunidad. El documento agrega la feminización de los hombres violados por parte de su grupo de pares y comunidades (Sivakumaran, 2010). Nicolás relata al respecto: “Para los hombres es más difícil decir que fue violado. Un hombre no va a decir: ‘Ay no, mire que a mí me violó fulanito de tal’. Nadie lo va a contar y puede que haya pasado alguna vez” (Nicolás, entrevista personal, agosto de 2017).

Los hombres víctimas de delitos sexuales atraviesan profundos procesos emocionales relacionados estrechamente con su masculinidad; por eso, muchos de ellos ni siquiera hablan al respecto. Por ejemplo, cuando Alberto terminó su relato, afirmó que había sido la primera vez que hablaba de ello con alguien diferente a su madre, y era un hecho que había ocurrido ocho años atrás. De igual forma, en conversaciones con otros hombres participantes en el estudio, se hacía alusión a los diferentes intercambios sexuales que habían tenido sus amigos con combatientes paramilitares, hechos que terminaban siendo mediados por la intimidación y la violencia y que siempre habían estado sumidos en el silencio. De manera que la violencia sexual contra los hombres se relega a unos circuitos de ocultamiento que pretenden mantener intacta una idea de masculinidad.

Los delitos sexuales contra los hombres, por tanto, requieren reflexiones sobre las implicaciones de la sexualidad en las guerras. Primero, si la violencia sexual contra las mujeres en la guerra es principalmente un mensaje entre hombres (Peres, 2011), ¿qué pasa cuando la violación es contra ellos?, ¿cómo se transforma el mensaje? ¿O realmente se transforma? Por otra parte, la baja proporción, sistematicidad y denuncia de estos casos, en comparación con los dirigidos a las mujeres, produce, muchas veces, una ceguera en las instancias judiciales, periodísticas o académicas para abordar la situación. Por esta razón, no se pueden brindar aún muchas respuestas a los anteriores cuestionamientos ni a muchos otros que pudiesen surgir al respecto. Se requiere un empeño por conocer más este flagelo del que por muchos años no se habló y del que apenas se empezó a discutir a partir de la década de 2000 (Sivakumaran, 2010).

Homoerotismo, convivencia y complicidad con la lógica armada

Desde otra perspectiva, algunos hombres ampliamente reconocidos como homosexuales por la comunidad convivieron de manera pública con las lógicas impuestas por la guerra. Algunos por sus ademanes, otros por tener una pareja del mismo sexo y otros porque, en medio del chisme, se rumoraba de sus andanzas para conquistar a otros hombres. En fin, eran figuras relevantes que formaban parte de la cotidianidad del pueblo. Unos habitaban lugares centrales del territorio, como las plazas; otros tenían inversiones en la economía local o participaban activamente en las actividades culturales del Municipio. Su protagonismo en la vida cotidiana del pueblo se convirtió, en cierto sentido, en un blindaje que les permitió continuar con sus expresiones de sexualidad y género sin tapujos. No obstante, este aparente entorno permisivo no podía traspasar unos límites trazados por los grupos armados. Estos personajes tuvieron que idear estrategias que les permitieran conciliar las dos dimensiones: la permanente zozobra de victimización por su sexualidad y su centralidad en la cotidianidad del pueblo.

Una posibilidad de convivencia entre las personas reconocidas como homosexuales por la comunidad y los grupos armados ilegales, relatan algunos entrevistados, era que aquellos servían de enlace para que los grupos armados entablaran relaciones con cierto tipo de mujeres. Para los combatientes, al igual que para cierta parte de la población, existía la impresión de que los hombres gays tenían que ver cotidianamente con las “mujeres chimbitas” -bonitas- del pueblo; por ello eran buscados para servir de puente hacia a ellas. Durante esta situación, la persecución homofóbica se aplazaba estratégicamente y se establecían otro tipo de relaciones enmarcadas en una tensa complicidad. En medio de esta relación, los hombres gays eran invitados a las fiestas privadas de los comandantes, les regalaban licor en los bares y hasta recibían algún grado de protección. Incluso, de acuerdo con sus testimonios, durante estas fiestas, en medio de las bacanales de licor y drogas, se presentaban encuentros sexuales homoeróticos en los que participaban algunos combatientes.

Los hombres gays, en este sentido, participaban en el “tráfico de mujeres”-aludiendo a la frase de Gayle Rubin (1986)-, un mercado que estaba regulado por la lógica de la guerra. Bajo este razonamiento se establecía una cooperación de ambas partes: mientras los combatientes desatendían la orientación sexual de sus cómplices, los hombres gays olvidaban las atrocidades cometidas por los guerreros. De esta manera, se reproducía la “cofradía masculina” (Segato, 2014), en la cual todos los hombres terminan participando de los circuitos de la violencia, desde una orilla o la otra, sin importar sus construcciones genéricas o sexuales.

Por otra parte, las historias sobre la implicación de combatientes en relaciones sexuales o sentimentales con otros hombres fueron recurrentes en los testimonios. Por ejemplo: “Al comandante también le gustaba la güevonada. Un día invitó a un amigo del barrio a montarse en la moto y lo llevó más abajo de los corrales y ahí se lo comió. Él hacía con él lo que quería. Los manes por miedo o no sé si era por gusto, o por algo que tenían escondido lo hacían” (Nicolás, entrevista personal, agosto de 2017). O este otro testimonio: “A él -al comandante- le gustaban mucho los menores de edad, aparte de eso era como gay. Cuando estaba con un joven, si le daba la oportunidad de voltearlo, lo hacía. Entonces tuve un cuento con él” (Alberto, entrevista personal, agosto de 2017).

La participación de combatientes en prácticas homoeróticas o su involucramiento en relaciones sentimentales con otros hombres no es un asunto desconocido en la zona. Sin embargo, tanto los informes del CNMH como los de organizaciones de derechos humanos y de investigadores sobre el tema han insistido en el poco conocimiento que se tiene al respecto (CNMH, 2015). Dichas situaciones se presentan desde distintas circunstancias: amoríos, búsqueda exclusiva de placer sexual y otras que pueden ser catalogadas como “enamoramiento” (CNMH, 2017), una especie de hecho victimizante en el cual los combatientes se aprovechaban de su posición de poder para solicitar favores a sus parejas sentimentales que derivaron en delitos contra la integridad sexual de las y los involucradas/os. De acuerdo con los testimonios, las mujeres o los hombres escogidos por los paramilitares o que mantuvieran una relación sentimental con ellos, se volvían prohibidos para el resto de la población; la transgresión de esta regla se pagaba con la muerte.

Otra forma de convivencia entre los grupos armados y los personajes reconocidos como homosexuales se mediaba por el pago de la “vacuna”, una especie de impuesto que cobraban dichas organizaciones, según ellas, para ofrecer seguridad en el territorio. Las personas que pagaran este tributo sin ningún reparo ni retraso evitaban, en cierta medida, ser víctimas de algún tipo de hostigamiento en su contra. El cumplimiento de esta norma producía una “política de la omisión”, en la cual se inadvertían estratégicamente algunas situaciones que bajo otras circunstancias hubieran sido objeto de persecución. De manera que la victimización estaba condicionada por elementos de clase social e ingreso económico, frases como “había mucho gay, lo que pasa es que eran de clase” (grupo focal), lo demuestran. Por ejemplo, Esteban, un hombre afeminado que labora en una peluquería, comentaba que “los paras” nunca se metieron con él porque su pareja de aquel tiempo era un comerciante reconocido en el pueblo y les pagaba mensualmente la “vacuna”. En este sentido, el emparejamiento con ciertas personas también se convertía en un factor de protección.

Otro tipo de relaciones también posibilitaban cierto amparo. El ser familiar, amigo, vecino o amante de los combatientes brindaba algún grado de custodia, sin decir que fuera definitiva.

Yo tengo un primo gay y él siempre iba a encontrarse con un amigo a un río. Un día, un paraco que ahora está en la cárcel y que siempre iba por allá a meterse perico -cocaína- los vio. Él ya les iba a disparar, pero en esas llegué yo y me dijo: “¿usted conoce a esos dos maricas?” Le dije: “Sí, es primo mío”. Me dijo: “Muy degenerados esos hijueputas, están buenos para matarlos y dejarlos ahí, lástima que sea familia suya” (Lorena, entrevista personal, agosto de 2017).

El conflicto armado en los municipios suscitó la incorporación o la simpatía de parte de sus habitantes frente a las acciones de los grupos armados; por ello, una parte de la comunidad conocía a los jefes o combatientes o tenía algún vínculo con ellos. Por esta vía se conformaban unos capitales sociales de protección que sirvieron de estrategia para salvaguardar la vida o sobrevivir en medio del conflicto armado.

Reflexiones finales

Para terminar quisiéramos plantear algunas reflexiones reunidas en tres temas. Primera, la articulación entre el estudio de las masculinidades y las violencias armadas; segunda, las implicaciones de la sexualidad y el homoerotismo en la gestión de la guerra y, finalmente, algunas reflexiones metodológicas para comprender las sexualidades en el contexto del conflicto armado

La primera reflexión remite a una paradoja: la implicación de la masculinidad en las guerras es tan evidente que esa misma obviedad ciega su análisis. Profundizar los vínculos entre la masculinidad y los escenarios bélicos implica comprender cómo la una se imbrica en la otra, cómo se entretejen en la reproducción de subjetividades guerreras y la victimización como deriva de un dispositivo de control de sexo/género. En cuanto a la reproducción se considera, en palabras de Giraldo (2018), que la definición de masculinidad está fuertemente asociada con el poder, la dominación y, en algún sentido, con la violencia; por tanto, la guerra es un escenario propicio para ser hombre. Lo anterior conlleva a la construcción de una masculinidad militarizada que, además de estar al servicio de la guerra, es opresiva hacia poblaciones como las mujeres y los homosexuales, al igual que hacia otros sectores poblacionales por asuntos étnicos, raciales o religiosos (Bjarnegård y Melander, 2011).

Respecto a la victimización, se ha planteado que la condición masculina padece una mayor vulnerabilidad que la femenina, por ser los varones más proclives a ser reclutados, lastimados o asesinados durante la batalla (Byrne, Marcus y Powers-Stevens, 1995). Sin embargo, se trata de una perspectiva que implica predominantemente al hombre como guerrero y deja de lado al resto de los varones que no conforman ningún ejército. De manera que es necesario pensar en las condiciones de victimización de otras poblaciones de hombres, no solo desde la vulnerabilidad, como se consideró en el presente artículo respecto a la sexualidad, o como podría presentarse por categorías étnicas, raciales, de edad o económicas, sino también desde escenarios propios de las masculinidades hegemónicas en actos de violación de otros hombres como terreno de feminización o subordinación.

Los estudios de las masculinidades en los contextos armados conllevan, además, cuestionamientos sobre la importancia de esta agenda en los periodos posteriores del conflicto. Serrano (2018) advierte que desde la Comisión de la Verdad de Sudáfrica han surgido reflexiones sobre la incorporación de la perspectiva de las masculinidades para los programas de posconflicto; no obstante, parece que estas advertencias no han sido escuchadas en todos los escenarios transicionales; uno de ellos es el caso colombiano. Una pregunta fundamental para esta etapa es ¿cómo se re/construye la masculinidad tras periodos de violencia? (Krog, 2001), una cuestión que implica a tres poblaciones: hombres combatientes, hombres víctimas y población civil en general. La reflexión busca, principalmente, una desmilitarización de la masculinidad y de la vida cotidiana en general (Enloe, 2000).

A lo largo del escrito se relata cómo la llegada de los actores armados transformó la cotidianidad de los habitantes, en términos tanto colectivos como individuales. La guerra se convierte en una “relación social permanente” que interviene en la vida cotidiana de las comunidades (Hardt y Negri, 2000). El régimen de puertas cerradas, los panfletos, el control sobre las actividades recreativas y culturales, al igual que la vigilancia sobre las relaciones de pareja, familiares, de amistad y comunitarias son evidencias de que el conflicto actúa como dispositivo de poder. Asimismo, la omnipresencia de la guerra opera de maneras específicas sobre el orden sexual: la geografía del deseo, los trámites del ligue, del emparejamiento y los encuentros sexuales se instauran bajo otras configuraciones. En medio de este sumario, se comprueba entonces que el género y la sexualidad son dispositivos fundamentales en la economía de la guerra. Si bien los grupos armados no realizan un discernimiento profundo sobre dichas categorías, sus órdenes políticos y morales las implican profundamente.

Como lo plantea Agamben (2004), la guerra instaura un “estado de excepción” durante el cual el poder militar sostiene una soberanía sobre el individuo y la población, a tal punto que pretende su deshumanización progresiva. Esta desvalorización, justamente, involucra el género y la sexualidad de maneras específicas. Los órdenes políticos, sociales y morales impuestos por los grupos armados podrían considerarse, precisamente, como la concreción de ese “estado de excepción”. Sin embargo, la consideración de “excepcionalidad” puede matizarse, en tanto -como se planteó páginas atrás- el precepto homofóbico no es particular del periodo bélico, sino que ha permanecido desde épocas anteriores y se presagia que continuará en tiempos del posconflicto. Lo mismo se podría sugerir respecto de otras violencias basadas en género.

En tal sentido, masculinidad y sexualidad se integran de formas determinadas en el sistema de la guerra. El homoerotismo no solo implica procesos de victimización, como podría pensarse en un principio, sino que se entrelaza bajo otros sentidos que van desde el deseo y la ansiedad sexual hasta un juego de instrumentalización y complicidad. La heterosexualidad y la homosexualidad son solo fantasmas clasificatorios que no tienen el mismo sentido bajo la lógica de la guerra. Como lo señalan Núñez y Espinoza (2016), entender el conflicto armado como dispositivo de poder que produce sexualidad y género implica reconocer que sus regulaciones no solo abarcan a los sujetos identificados como disidentes, sino a todos y todas, incluso a quienes se definen desde las categorías de identidad sociogenéricas dominantes.

Finalmente, deseamos plantear dos reflexiones del orden metodológico. En las historias emblemáticas y oficiales sobre el conflicto armado de los municipios muy rara vez aparecen referencias a los hechos victimizantes que vivieron las personas con prácticas homoeróticas. No aparecen referencias al respecto ni en la prensa oficial, ni en los semanarios corrientes de los pueblos, ni en los documentos oficiales de las instituciones policiales o judiciales, ni en los registros fotográficos. Ni siquiera en los proyectos municipales sobre memoria histórica aparecen estas alusiones. En general, sobresalen las crónicas sobre personalidades del municipio como gobernantes, sacerdotes, periodistas o líderes cívicos, mientras que los sucesos de las personas consideradas homosexuales están apartados en los rincones de la memoria colectiva del pueblo y, cuando aparecen, están sumidos en el chisme y el morbo.

Las situaciones descritas en los párrafos anteriores implican retos epistemológicos, metodológicos, teóricos y éticos; por una parte, relacionados con el acercamiento a las sexualidades en contextos rurales y, por otro, frente al estudio de las poblaciones LGBT en escenarios de violencia armada. En cuanto a la ruralidad, es perentorio el uso de perspectivas que superen la colonialidad epistemológica expresada en los marcos teóricos y metodológicos hegemónicos de los estudios sobre la sexualidad. Se requieren mayores apuestas investigativas que indaguen por las vinculaciones de las disidencias sexuales y de género en los trámites de las guerras; además, es necesario imaginar otras formas de acercarse a estas realidades por fuera de la perspectiva institucional LGBT instaurada por el marco político neoliberal de los Estados y los organismos internacionales. Estos desafíos no solo deben ser considerados por la academia, sino también por las entidades gubernamentales, las agencias de cooperación y las organizaciones de derechos humanos.

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* El presente artículo es producto del proyecto “Sexualidades e identidades de género disidentes en el marco del conflicto armado colombiano: 1985-2015, un aporte a la memoria y la construcción de paz”, financiado por la Universidad de Caldas y la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales. El estudio se llevó a cabo desde julio del 2016 hasta febrero del 2019.

1Persona que ofrece servicios sexuales en circuitos del trabajo sexual diferentes a las calles o los prostíbulos, como Internet o aplicaciones móviles.

2Todos los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las personas implicadas.

3Pelar es una voz coloquial referida al asesinato de una persona.

4Hombre afeminado.

5Persona que muestra “mal gusto” en su manera de vestir o comportarse. Exagerada e histriónica en ademanes.

Recibido: 30 de Abril de 2019; Aprobado: 27 de Febrero de 2020; Publicado: 15 de Junio de 2020

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