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Debate feminista

On-line version ISSN 2594-066XPrint version ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.60  Ciudad de México Jul./Dec. 2020  Epub Nov 27, 2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2020.60.01 

Artículos

Transgresión social y género: notas conceptuales y epistemológicas para una sociología feminista de la transgresión

Social Transgression and Ggender: Conceptual and Epistemological Notes for a Feminist Sociology of Transgression

Transgressão social e gênero: notas conceptuais e epistemológicas para uma sociologia feminista da transgressão

Gilberto Morales Arroyo* 
http://orcid.org/0000-0001-6450-5663

*Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, Ciudad de México, México. Correo electrónico: humusg@hotmail.com.


Resumen

Este artículo es un primer esfuerzo analítico por constituir una sociología feminista de la transgresión. A partir de la sociología de la desviación, el feminismo y el psicoanálisis, se proponen algunas notas para dotar de contenido teórico y epistemológico a conceptos que nos permitan comprender el fenómeno de la ruptura del orden social, caracterizado como la gramática del horror. Primero, se explica la base conceptual de esta propuesta. Después, se debate por qué el concepto de desviación es insuficiente para interpretar y comprender la ruptura del orden social. Finalmente, se presenta la propuesta conceptual y temática que debería seguir una sociología que, respecto al fenómeno de la transgresión social, pretenda visibilizar los cuerpos, comportamientos y prácticas de las mujeres. Metodológicamente, se trata de un debate teórico analítico que recurre, ahí donde es necesario, a referentes empíricos del orden social actual en México.

Palabras clave: Transgresión; Violencia; Desviación; Simbólica de género; Criminología feminista

Abstract

This paper is a first analytical effort to constitute a feminist sociology of transgression. Based on the sociology of deviation, feminism and psychoanalysis, some notes are proposed to provide theoretical and epistemological content for concepts to enable us to understand the phenomenon of the rupture of the social order, characterized as the grammar of horror. First the conceptual basis of this proposal is explained. Then the author debates why the concept of deviation is insufficient for interpreting and understanding the rupture of the social order. Finally, the conceptual and thematic proposal that should be adopted by a sociology that seeks to make women’s bodies, behaviors and practices visible is presented. From a methodological point of view, this is an analytical theoretical debate that uses empirical references from the current social order in Mexico where necessary.

Keywords: Transgression; Violence; Deviation; Gender symbolism; Feminist criminology

Resumo

Este artigo é um primeiro esforço analítico para constituir uma sociologia feminista da transgressão. A partir da sociologia do comportamento desviante, do feminismo e da psicanálise, propõem-se algumas notas para fornecer conceitos de conteúdo teórico e epistemológico para entender o fenômeno da ruptura da ordem social, caracterizada como a gramática do horror. Após explicar a base conceptual desta proposta, discute-se por que o conceito de desvio é insuficiente para interpretar e entender o colapso da ordem social. Finalmente, apresentamos a proposta conceptual e temática a seguir para uma sociologia que, com relação ao fenômeno da transgressão social, procure tornar visíveis os corpos, comportamentos e práticas das mulheres. Metodologicamente, é um debate teórico analítico que utiliza, quando necessário, referências empíricas da ordem social atual no México.

Palavras-chave: Transgressão; Violência; Desvio; Simbolismos de gênero; Criminologia feminista

Introducción

Por lo menos desde 2010, particularmente por el narcotráfico (y la cultura que le rodea) y su combate por parte del Estado, nuestra sociedad expresa la violencia de manera tan cruenta que se han buscado modos de analizarla y comprenderla. Tal es el caso del concepto gramática del horror (Reguillo, 2012): la forma en que la violencia (ejercida desde el Estado o desde los poderes de facto) se inscribe en los cuerpos es muestra de un poder que los deshumaniza, que los coloca en lo siniestro, ahí donde lo imaginario y los simbólico se suspenden (Morin, 2015, p. 170). En mancillar, mutilar, decapitar, desollar, se pone en juego una realidad que reitera la transgresión social.

¿Cómo descifrar o leer dicha gramática? ¿Cómo comprender ese lenguaje? La criminología (tanto la positivista como la crítica) es el discurso científico que se encarga de dar explicación al fenómeno delictivo; sin embargo, lo hace, como se verá a continuación, de manera sesgada y parcial. En sus análisis, explicaciones, descripciones y conclusiones, sistemáticamente se ha excluido o mal-dicho (Morales, 2014) a las mujeres.

El objetivo principal de este artículo es presentar una propuesta alternativa para comprender la gramática del horror que caracteriza el contexto actual de la sociedad mexicana y evitar los sesgos analíticos y epistemológicos que presentan algunas corrientes del pensamiento criminológico; tal es el caso, por ejemplo, de la criminología crítica, aquella corriente a la que más se ha recurrido -por sus distanciamientos epistemológicos con el positivismo- para explicar el fenómeno de la ruptura del orden social.

Se trata, por lo tanto, de un primer esfuerzo para constituir lo que se denominaría una sociología feminista de la transgresión para dar cuenta de la relación entre las estructuras sociales y el comportamiento de las y los sujetos; en particular, de los significados, simbólicos e imaginarios, conferidos a la transgresión, la reacción social frente a esta y sus efectos funcionales para la sociedad, así como los factores que la condicionan y el modo en que dichas estructuras generan subjetividades particulares (Baratta, 2009, p. 15), desde referentes teóricos del feminismo de Estela Serret (2011) y con la perspectiva de género como elemento de vigilancia epistemológica.

El punto de partida es una propuesta que toma el género como un concepto analítico fundamental para comprender el fenómeno de la transgresión. Más adelante, se discuten las razones por las cuales se debe optar por este último, en lugar del concepto de desviación (clave en las distintas corrientes de la criminología crítica y la sociología). Finalmente, se presentan las principales cuestiones que debe desarrollar la sociología feminista de la transgresión, derivadas, principalmente de los problemas que el feminismo ha detectado tanto en la criminología crítica como en la positivista.

Hacia una sociología feminista de la transgresión

Según las distintas corrientes del pensamiento feminista sobre la criminología, la desviación hace género, es decir, el fenómeno de la ruptura del orden social no solo tiene relación con la clase y las etiquetas que el poder político coloca sobre los sujetos que se desvían, sino que también es un importante marcador de identidad de género y de raza. En varias investigaciones de esta corriente de la criminología, el género es definido como la construcción social de la diferencia sexual: una serie de patrones, evaluaciones y características socioculturales y psicológicas de conductas femeninas y masculinas (DeKeseredy, 2011, p. 29), o como atributos y comportamientos relacionados con la categoría de sexo (Britton, 2011, p. 14), todo lo cual interviene en el tipo de conducta delictiva que es característica de cada sexo.

Frente a esta primera definición, tengo una propuesta alternativa: la de tomar el género como categoría analítica para comprender las identidades sociales e individuales (no solo las de género) y aplicarla al problema que nos ocupa: el de la transgresión. Aquí el género, en vez de ser un simple marcaje de identidad, se despliega en tres registros relacionados entre sí para dar cuenta de una realidad social compleja: 1) el género simbólico (GS), 2) el género imaginario social (GIS) y 3) el género imaginario subjetivo (GISB) (Serret, 2011).

El primer registro hace alusión a la pareja simbólica nuclear o primaria cuya dinámica significante es el referente para interpretar y comprender el mundo como fenómeno natural, hecho social o asunto personal. Todo es inteligible a partir de una asignación de género, incluso lo gramatical. Lo masculino se expresa como un espacio bien delimitado, definido, centrado; es lo inteligible, positivo, lo que constituye, en los registros imaginarios, la categoría de sujeto. Lo femenino es lo no masculino, porque lo define a partir de una marca; de ahí que tenga una carga densa de significados, pues al tiempo que marca la diferencia y constituye identidad, queda excluido de todo aquello que limita y define: su propia definición deriva, paradójicamente, de esta operación.

La densidad significante de lo femenino se manifiesta en tres consecuencias que operan en los registros imaginarios: se establece 1) como objeto de deseo, en tanto que significa la completitud de aquello que definió y, por tanto, delimitó; 2) como objeto de temor, porque, de acceder a esa completitud, la diferenciación desaparecería y con ello la idea de sujeto mismo, y 3) como objeto de desprecio, pues al delimitar, lo femenino es susceptible de ser domeñado y utilizado como elemento de intermediación y, con ello, es generador de vínculos sociales (Serret, 2011, p. 81).

Todo lo que hay en el mundo pasa por un tamiz simbólico-cultural de interpretación, donde lo masculino/femenino es un referente primario de significación, pues dota de significado a las antinomias con las cuales se ordena, significa y comprende al mundo: naturaleza/cultura, orden/caos, salud/enfermedad, profano/sagrado, propio/extraño, normal/anormal. Cada una de esas categorías implica una correspondencia con la carga significante de la pareja masculino/femenino.

El uso de la diagonal como cesura que une/separa lo masculino de/con lo femenino quiere señalar la especificidad de la antinomia del género. Esta pareja, como ninguna otra, encarna el significado de la dinámica libidinal. Serret acude a ese concepto del psicoanálisis para hacer referencia a aquella carga energética (no solamente sexual) que lleva al ser humano a actuar, en particular, a construir cultura:

Esta metáfora (la dinámica libidinal) nos ayuda a comprender cómo representamos socialmente el elemento dinámico que nos hace movernos, transformarnos, generar historias, actuar, hablar, relacionarnos. Se trata de la dinámica que da origen al deseo: tenemos una totalidad sobre la que se traza una marca que la irrumpe (lo femenino), y como resultado tenemos algo que una vez delimitado es significado (lo masculino).

El trazo de la marca instaura la carencia, y al mismo tiempo instaura el deseo. El sujeto, carente por definición, ha renunciado a todo lo que no es: la falta, producto de su delimitación subjetiva lo constituye en sujeto de deseo (Serret, 2011, p. 80, las cursivas son de G.M.).

La dinámica libidinal, expresada como la actuación de lo femenino, en el momento que delimita genera identidad y, al mismo tiempo, carencia; una realidad que está en falta y que solo así puede ser. De ahí que, simbólicamente, el sujeto sea comprendido en falta y motivado a construir cultura (una manera de sublimar la carencia y la ausencia de completitud; si se obtuviera la completitud o se accediera a ella, el sujeto desaparecería; lo cual, sin embargo, desea constantemente).

Los discursos, el derecho, los códigos, las leyes, los reglamentos, los rituales, los mitos, las ideologías políticas, los modos cotidianos de hacer las cosas, las etiquetas y las tipificaciones son guiones de actuación social que organizan y transmiten los significados masculinos/femeninos que se les otorgan a las cosas, personas, comportamientos, cuerpos, instituciones, hechos naturales y sociales. Esto es lo que se entiende por género imaginario social (GIS). Este registro se encuentra contextualizado histórica y socialmente, aunque forzado por los significados del GS, que son un elemento estructurante de las sociedades.

Finalmente, el posicionamiento particular de cada persona frente al GIS, el modo en que se apropia de los significados de lo masculino/femenino, actúa y se hace de un cuerpo de acuerdo con ellos, es el género imaginario subjetivo (GISB). Se trata de la performatividad propia de cada sujeto, con la cual se concibe imaginariamente, lo que implica a su vez la mirada del otro. El GISB es el resquicio de la agencia o capacidad de ser sujeto de acción social.

Es en este último registro donde se habla, propiamente, de hombres y mujeres, o de cualquier otra identidad, incluso de aquellas que no solamente son de género (clase, raza, etnia, nacionalidad, edad). Los varones son un grupo de personas que actúan mayoritariamente significados de masculinidad inteligibles a partir del GIS, mientras que las mujeres son aquel grupo de personas que actúan significados de feminidad. Ningún ser humano actúa solamente significados de masculinidad o feminidad: no se trata de sujetos preexistentes a un orden social; en todo caso, son sujetos inteligibles a partir de la asignación de una identidad genérica (Butler, 2007, pp. 70-85).

A continuación se pretende operacionalizar las definiciones de estos registros para comprender el fenómeno de la transgresión social y sus efectos.

De la desviación a la transgresión

El concepto de desviación alude a una innovación o actuación tangente a los marcos jurídicos y normativos en una sociedad dada. Un sujeto se desvía cuando se le aplica una etiqueta por una reacción social negativa dado que su comportamiento no es acorde a las normas (Larrauri, 2006, pp. 1-38). Este desvío supone que el sujeto tiene conocimiento de dichos marcos, que no los rechaza del todo o al menos los tiene presentes. Una persona que se desvía puede estar de acuerdo en que vulnerar las normas es incorrecto y estar consciente de que su acción se encuentra en conflicto con valores e intereses dominantes. El realismo de izquierda (la postura marxista de la criminología crítica) sostiene que la desviación es un modo de hacer frente a problemas sociales de carácter estructural, tales como el desempleo, la falta de acceso a la educación o la marginación económica (Young, 1993, p. 21). Analíticamente, la desviación se refiere a un proceso donde la reacción social (o el discurso, en términos amplios) es fundamental, pues rotula al sujeto como desviado, independientemente de que sea interpelado por la etiqueta.

Una pregunta es pertinente: ¿se puede hablar de desviación cuando una acción o comportamiento representa o significa una ruptura con un marco normativo, jurídico, moral o consuetudinario? En otras palabras, ¿de qué se trata y cómo definir una acción que no pretende ser tangencial, sino (incluso inconscientemente) romper con los límites, desdibujar los contornos, desaparecer la diferenciación que otorga cualquier marco normativo? Veamos algunos ejemplos para ilustrar esta cuestión.

En el imaginario social goza de popularidad la idea de que un delincuente consignado a prisión por delitos sexuales será violado por algunos de los internos. Se trata de un castigo ilegítimo e informal. El delincuente sexual es un monstruo, su presencia dentro de la cárcel horroriza; la población penitenciaria no ve en él sino pura incontinencia del deseo que, en ciertos casos, no debe desbordarse: vulnerar sexualmente el cuerpo de otra persona borra las diferencias que fundamentan nuestro orden social, desdibuja los roles sexuales con los cuales se establece, socialmente, el intercambio “respetuoso”, “uniforme” y “recíproco” del vínculo social (Payá, 2006, p. 190). El violador no se desvía de un marco que establece las reglas de acceso a los cuerpos de las mujeres, sino que lo rompe francamente, lo infringe de manera directa; de ahí el horror que se deposita en su cuerpo, de ahí que lo nombren monstruo, de ahí que lo violen: es un transgresor entre los que transgreden.

En segundo lugar, si la reacción social negativa no se hace presente, ¿es posible nombrar el rompimiento del marco normativo? ¿Existe solo la desviación pública, aquella que dispone de un mecanismo de control social donde se presenta tal reacción? ¿Hasta qué punto la reacción social negativa provocada por la desviación supone un relativismo cultural que dificulta la definición y análisis de la ruptura del orden social?

La agresión sexual y el asesinato son delitos penalmente sancionados. Resulta interesante que, en la sociedad mexicana, la reacción social negativa (la jurídica o formal, pero también la informal) ante la agresión sexual se ponía entre paréntesis cuando el agresor era el marido de la víctima: violar a la esposa no constituía un delito en nuestro código penal. No es sino recientemente que dicho acto se castiga sin que el vínculo matrimonial sea un atenuante. Sin embargo, para el imaginario social, ese acto aún se justifica en la idea de que el cuerpo de la mujer pertenece a su esposo, por lo que puede hacer con él lo que le plazca (Núñez, 2011, p. 176); según este imaginario, los maridos no transgreden las normas de acceso a los cuerpos de sus mujeres; no obstante, si no existe el consentimiento de la esposa, se trata de una violación, es decir, de un delito, de una transgresión.

Ante el feminicidio, el imaginario arriba señalado opera de manera semejante: “A las mujeres se les mata por el hecho de ser mujeres”, “porque se lo merecen”, “porque se lo buscaron”. A pesar de que existe una reacción social jurídicamente organizada que castiga los feminicidios, en promedio, cada día de 2017 más de diez mujeres fueron asesinadas en México (SEGOB, INMUJERES, ONU Mujeres, 2017),1 al parecer, porque la reacción social no es lo suficientemente fuerte como para que exista una respuesta estatal que lo impida, que procure justicia y prevenga tales delitos. ¿La permisividad del Estado, es decir, la endeble respuesta social formal, que “reacciona” poco frente a los delitos contra las mujeres -desde el acoso callejero, el tocamiento sin consentimiento, la violencia sexual, la explotación de sus cuerpos, hasta el asesinato-, es suficiente para decir que no constituyen una desviación?

La desviación es un concepto útil para el análisis de la delincuencia común, particularmente por su carácter desontologizador del sujeto desviado, y para ello hay que reservar su uso. Sin embargo, es importante tener en cuenta las consecuencias políticas y jurídicas de seguir empleando este concepto cuando se trata de violencia contra las mujeres: no podemos decir que se trata solo de desviaciones, es decir, modos de innovar frente a problemas de exclusión social. El género, que se pone en juego en la ruptura del orden social, es una cuestión de carácter simbólico que es necesario teorizar y explicar. La desviación, como concepto analítico, es poco útil para dar cuenta de dichos fenómenos. Si con este concepto no es posible explicar las infracciones que agrupamos en la idea de violencia contra las mujeres, tampoco lo es para abordar y comprender la gramática del horror que forma parte del imaginario social mexicano.

En lugar de la categoría de desviación (que reservo para aquellos delitos que se agrupan en la delincuencia común), se propone el concepto de transgresión para comprender, en particular, el fenómeno de la ruptura de los marcos normativos, lo cual incluye la violencia que se ejerce contra las mujeres.

El goce nunca (puede ser) suficiente

Uno de los principales objetivos de la sociología jurídica feminista es dotar de contenido teórico al concepto de transgresión, de modo que sea operativo para analizar y comprender, desde la perspectiva de género, la gramática del horror con la que se escribe la realidad de México -que incluye la violencia estructural contra las mujeres-; es decir, que dé cuenta de los espacios, cuerpos, vínculos y comportamientos de las mujeres, y de las relaciones de poder que existen entre los sexos. En principio, plantearé algunas hipótesis al respecto. Para ello, conviene regresar a la lógica simbólica de género.

Se ha dicho que lo femenino traza una diferenciación, delimita, constituye el significante de los significados de masculinidad (Serret, 2011). Con ello, se instaura el deseo, así como la promesa de un goce, con lo cual, a la vez, se instituye la dimensión de lo sexual en el ser humano quien, por lo tanto, se subjetiva y adquiere una identidad (Gerber, 2007, p. 193).2 Ese deseo, representado por la cesura en la pareja simbólica masculino/femenino, es el elemento dinamizador, vale decir, libidinal, lo que lleva a actuar al ser humano; entre otras cosas, a construir cultura. Mientras que el goce, por su lado, puede ser definido como la erotización del daño (Morales, 2014: 10). Esto es lo que en el psicoanálisis freudiano se llama pulsión de muerte: “repetir lo doloroso, evidencia que hay placer en el dolor y en la destrucción desequilibrante” (Morales, 2014: 160).

¿Es posible pensar la transgresión en el contexto de la cesura, ese trazo simbólico que constituye, que delimita, que hace sentido y, entre otras cosas, constituye sujeto, mediante una marca que genera la otredad? En efecto: “La transgresión es un gesto que concierne al límite… la transgresión lleva al límite hasta el límite de su ser” (Foucault, 1999: 167), lo cual supone un goce. Por supuesto, el límite es esa cesura, esa marca simbólica. En esta lógica, es posible plantear un primer significante de transgresión, y a partir de ahí es posible el grado cero de la transgresión, es decir, en tanto significante sin significado que nos remite a un gesto por fuera de la ley los marcos normativos; es decir, comprender cómo operan las cadenas significantes que dotan de significados a las estructuras sociales y son posibles en el devenir social.

Dado que se refiere al orden simbólico, la cesura como una transgresión no alude, de ninguna manera, al delito o al crimen. En el orden simbólico, lo femenino, al instaurar la marca que pone el límite y define, es registrado como un elemento de deseo y se intenta tenerlo por medio del goce: acceder a aquello que queda fuera (y que constituye a la vez) significa completitud y, al mismo tiempo, desaparición de aquello que se ha constituido; de ahí que lo femenino también sea una marca de temor y desprecio.

Esta lógica se pone en juego en el orden imaginario social y subjetivo, es decir, en el devenir empírico de lo social. Si las personas están constituidas como sujetos en falta y, por lo tanto, de deseo, entonces imaginariamente (e inconscientemente) están en la búsqueda del goce pleno, sin límites: la transgresión (en este nivel sí podemos hablar ciertos crímenes donde el sufrimiento del cuerpo del otro aparece en primer plano) puede ser una de las vías, un medio para tal fin. La transgresión no es tangente, es más bien, reiterativa, es un exceso que pone en juego la realización de ese goce.

La palabra articulada en discursos y en dispositivos de poder (médico, biológico, gramatical, económico, político), en particular el jurídico, con las figuras legales y los tipos penales que establece, opera y sanciona los límites sociales que, de ser rebasados, desdibujados o inobservados suponen la emergencia de una transgresión (mas no una desviación).

De tal modo, dicho discurso opera bajo la lógica simbólica. El derecho anuda vínculos sociales, establece reglas de transmisión de bienes (materiales y simbólicos, e incluso de personas), asegura la reproducción del orden social y salvaguarda la vida del ser humano. Pero, con esas operaciones, hace algo más. El discurso jurídico (como todos los discursos), al establecer el límite necesario socialmente (porque solo así el sujeto es viable), hace posible la transgresión, instaura el deseo (y el vértigo) de llevar al límite hasta su límite, es decir, por medio del goce, no sin una advertencia, la desaparición imaginaria del sujeto transgresor y de aquello que transgrede (o su feminización, como veremos). En otras palabras:

El goce es una noción de la que, en primer término, habla el derecho: gozar de una cosa es poder usarla y hasta abusar de ella. Precisamente es para limitar esto último que el derecho elabora categorías como “usufructo” en la que se vincula la posibilidad de uso de un bien con los frutos que se pueden obtener de él: se puede utilizar un bien -incluso el propio cuerpo o del otro- pero hasta cierto punto porque no se puede rebasar un determinado límite, el que asegura la preservación del mismo (Gerber, 2007, p. 193).

La promesa de acceder al goce absoluto nunca se cumple (Gerber, 2007, p. 192). Sin embargo, se intenta reiterativa y ritualmente, por ejemplo, en las fiestas, en los rituales sociales donde están permitidas ciertas acciones que no lo están en lo cotidiano y, sobre todo, a través de la transgresión, desde la más simple ilegalidad hasta la mayor atrocidad:

Regresemos al ejemplo del delincuente sexual. Ante los ojos de la población penitenciaria su cuerpo representa una monstruosidad, porque en él se encarna el goce que significa la transgresión de los roles sexuales y el establecimiento, por parte de los varones, de las reglas que regulan el acceso al cuerpo de las mujeres en las sociedades modernas; ese goce es en una transgresión que no puede ser porque desdibuja lo social y por ello, la constitución del sujeto mismo (Payá, 2006, pp. 181-191).

Una manera de comprender la transgresión desde el feminismo puede ser que la sociología, con el apoyo de disciplinas como el psicoanálisis y la antropología, analice, por un lado, cómo se pone en juego, en el imaginario social y subjetivo, el goce: la vía por la que se manifiesta el deseo, elemento dinamizador representado como la cesura entre lo masculino y lo femenino, es decir, el grado cero de la transgresión: ¿de qué manera podemos comprender los feminicidios típicos del narco feroz sino mediante una serie de rituales que ponen en juego la promesa del acceso al goce incontinente, donde el cuerpo de una mujer (desmembrado, disuelto, torturado, marcado, mutilado), como diría Edgar Morin (2015, pp. 170-182), es el mensaje de la atrocidad, del horror, de lo siniestro? La erotización del daño: el horror, lo aciago, es decir, todo aquello que está del lado del goce consumado sin límites, donde el significante “no” es desdibujado (Vega, 2007, p. 226), ahí donde hay pura transgresión.

Por supuesto que el simple robo, el tráfico de drogas, la violación o el asesinato, por mencionar algunos delitos, no caben dentro de los mismos mecanismos de ritualización de referentes simbólicos de la diferenciación social del orden de género. Sin duda, conviene reservar para el delito común el concepto de desviación; para aquellos donde se pone en juego la seguridad y libertad corporal y la vida del sujeto, la transgresión es de mayor utilidad. Sin embargo, en la medida en que en la definición este último, el goce, desempeña un papel fundamental, puede derivar análisis interesantes en la dinámica de la desviación, pues en esta, sostenemos, siempre se jugará algo del goce.

Por otro lado, si el crimen o el delito responde, imaginariamente, a una lógica simbólica del grado cero de la transgresión, podemos cuestionarnos: ¿cómo nuestra sociedad establece y percibe los mecanismos legales y punitivos que operan, por contigüidad de significantes, en la lógica simbólica de género? ¿Será que las respuestas férreas por parte del estado (tales como las políticas punitivas) no son más que un mecanismo del imaginario social para corregir la falla simbólica (la transgresión en su grado cero), por un lado? Pero por otro, ¿qué hay de las respuestas sociales endebles ante las violencias hacia las mujeres? ¿Qué hay de las transgresiones cometidas por mujeres?

Transgresión y dinámica de género: quitar al varón del centro

Desde la década de 1970, las feministas han señalado que el discurso criminológico tiene un sesgo epistemológico: el androcentrismo (Britton, 2011; Downes y Rock, 2007, pp. 421-449; Flavin, 2001; Larrauri, 2006; Walklate, 2004). La criminología ha centrado sus análisis en los varones. En sus argumentos, implícitamente, puede leerse que la relación entre los varones y la transgresión es el resultado de una profecía: lo primero se ha convertido en un predictor de lo segundo (Flavin, 2001, p. 273). De tal modo, esta disciplina ha contribuido a naturalizar la transgresión como un acto de los varones. En el imaginario social, los varones tendrían el monopolio de la transgresión.

Los argumentos y conclusiones de la criminología son poco o nada válidos y útiles para interpretar, analizar y comprender, por un lado, el comportamiento de las mujeres transgresoras, sus cuerpos, vínculos, espacios y subjetividades, y el modo en que la sociedad reacciona frente a dicho comportamiento; y por el otro, la manera en que la sociedad se posiciona ante las transgresiones en contra las mujeres, en particular, frente a la violencia cruenta y expresiva (sobre todo de carácter sexual) que las acompaña. Una interpretación feminista, además de atender a lo anterior, serviría para analizar la transgresión en términos generales.

La sociología feminista de la transgresión pretende evitar el sesgo androcéntrico: es necesario quitar del centro del análisis al varón y colocar el género. Hay que comenzar planteando que la transgresión, como señala la criminología feminista, hace género y, a la vez, la transgresión está determinada por el orden simbólico. Aquí no debe comprenderse por género “la diferencia cultural de la desigualdad sexual”, ni debe usarse como categoría descriptiva (DeKeseredy, 2011, p. 29). Se trata, más bien, de un concepto analítico y explicativo: una categoría que permite, según nuestra perspectiva teórica, analizar cómo la transgresión opera bajo la lógica de género, cómo el género la hace inteligible en el discurso, la pone en acción y así influye en la constitución de subjetividades.

En el plano imaginario, de acuerdo con la criminología feminista, la transgresión establece una serie de etiquetas. La transgresión se actúa de tal modo que ritualiza la masculinidad, y, por lo tanto, su guion es interpretado por varones, mujeres y cualquier otra identidad de género, aunque sea concebida como una acción social que por naturaleza solo deben-pueden realizar los varones. Dicha naturalización debe ser un tema central en la sociología feminista de la transgresión: una de las maneras en que la identidad (principalmente de los varones, pero no solamente), se pone en acto, se valida y (auto)afirma como masculina es mediante la comisión de delitos o crímenes, muchos de los cuales se expresan de manera violenta (Messerschmidt, 2006). Sin embargo, esta masculinidad no es la hegemónica.

Por ejemplo, los jóvenes enrolados en las filas del narcotráfico en México expresan la gramática del horror de nuestros tiempos con las siguientes frases: “no le saco, no le tengo miedo a nada, arremango, hombres cabrones, no somos culones, no somos jotos, echados para adelante, de una pieza, hombres no chamacos, hombres no putos ni viejas” (Núñez y Espinoza, 2017, p. 111). Estas palabras expresan una vía de la masculinidad y su relación con la transgresión: actos que ritualmente expresan lo que no-es, es decir, lo femenino (que no las mujeres; sin embargo ellas, como portadoras de identidades de género no hegemónicas, son la vía que representa dichas expresiones negativas).

La crítica feminista a las criminologías positivista y crítica sostiene que la transgresión no debe ser entendida en relación con los varones, sino con la masculinidad (Chesney-Lind, G. Shelden, 2014, pp. 107-145; Messerschmidt, 2006). Ahora hace falta analizar por qué y de qué modo las sociedades modernas han llegado a significar la transgresión como una acción social que se asocia con esos significantes y cómo es interpretada cuando la realiza una o varias mujeres: ¿qué sucede con la identidad, el cuerpo, las acciones y espacios de las mujeres transgresoras? ¿Cómo analizar el efecto de lo masculino sobre un grupo de personas que actúan mayoritariamente significados de feminidad? ¿Cuáles son sus significantes de exclusión o negatividad para apropiarse de una identidad transgresora?

El orden social moderno está garantizado por los procesos de diferenciación introyectada simbólicamente por la ley del padre (o cualquier figura de autoridad, lo cual incluye a la madre) (Payá, 2013) y puesta en acto por medio de los vínculos que se establecen a partir de la interdicción del incesto. Se trata de un vínculo fundamentalmente excluyente que dota de significados al sujeto dentro de la novela familiar de tal modo que lo hace inteligible socialmente. La prohibición del incesto es la manera en que socialmente se reglamenta el acceso al cuerpo de las mujeres. En nuestra sociedad, el acceso se da de manera colectiva (la prostitución) o en serie (el matrimonio). La transgresión de dicha reglamentación es, en el plano de lo imaginario, inadmisible, pues borra las diferencias que, paradójicamente, posibilitan los procesos de identificación e identidad; de ahí que se castigue al delincuente sexual de manera ilegítima dentro de la prisión.

Ahora bien, esa misma transgresión puede ser interpretada de otra manera. Investigaciones sociológicas, antropológicas y feministas de distintas latitudes sobre mujeres en prisión coinciden en un aspecto destacable: un número considerable de las internas comparten un pasado de violencia, particularmente sexual, en muchos casos ejercida por un familiar o conocido; se trata, además, de mujeres que toda su vida se han visto a sí mismas como la “oveja negra” de la familia (Carlen y Worrall, 2004, pp. 28-47; Payá, 2013).

En ese contexto, una transgresión consumada por una mujer puede interpretarse como un llamado a la ley (Payá, 2013, p. 173) de la que, simbólica e imaginariamente, ha sido excluida por partida doble. Por un lado, al no ser considerada como sujeto del contrato que funda lo social, sino como el objeto que sella los pactos entre varones; por otro lado, al ser el objeto de la transgresión de ese pacto: la que cometen los delincuentes sexuales mediante la violencia sexual contra las mujeres. Si aquellos borran mecanismos que ritualizan referentes simbólicos de diferenciación social, las mujeres delincuentes que han sido víctimas de esa violencia recurren a la transgresión para ritualizar y hacer presente en sus vidas la ley fundamental que da sentido a los sujetos por medio de una acción que significa la masculinidad, y por esa vía solicitan, imaginariamente, una visibilidad, por ejemplo, como sujetos de derecho.

La sociología feminista se debe preguntar: ¿qué características de la masculinidad se ponen en juego en la transgresión? ¿Se trata de la capacidad de fundar orden social? ¿Cómo se perciben a sí mismos/as los/as transgresores/as, particularmente una persona que, actuando en su mayoría significados de feminidad, pone en escena una acción significada como masculina y asociada con los varones? ¿Cómo son las subjetividades que construye la transgresión? ¿Cómo figura la transgresión social en la conformación de las identidades de género y en el orden social mismo? ¿Será la transgresión, en su forma de delito o crimen, paradójicamente, una exigencia al orden, al límite que hace al sujeto y a lo social inteligibles, en una sociedad donde el goce por lo inmediato, y sus vías ilegales de acceder a ello, sustituyen los medios legales para obtener el estatus social y económico demandados socialmente?

La reacción social, la feminización del otro y el estatus de la víctima

Quitar del centro al varón y colocar al género implica tener presente la reacción social frente a la transgresión. Sostengo que la transgresión es una construcción social, dado que genera dicha reacción, pero planteo que dicha reacción no es necesariamente negativa, como sí se considera con el concepto de la desviación.

Esta operación epistemológica permite también observar y comprender la realidad atroz a la que se ven sujetas las mujeres. En un país como México se dice: “cuerpo de mujer: peligro de muerte” (Segato, 2008, p. 79). Los crímenes contra las mujeres expresan una estructura social particular; comprender la gramática del horror que vive nuestro país implica poner atención en dicha expresión, esto es, en la relación entre reacción social-sujeto transgresor-víctima.

La víctima es femenina, incluso gramaticalmente (Rivera Garza, 2010, p. 28). Sea cual sea la identidad de género del sujeto transgredido, en tanto víctima, tiene que ser feminizado: esto sucede cuando se trata como objeto de desprecio y susceptible de ser domeñado. Como tal, la víctima, por la vía de la transgresión, es despersonalizada; su humanidad se ve reducida al mínimo. Ello puede implicar desaparecerla de forma cruenta, de manera en que se exprese el puro goce.

En nuestra sociedad, el cuerpo violentado es el mensaje de la atrocidad para ciertos grupos delictivos organizados, como el narco mexicano y su cultura caracterizada por imaginarios violentos (Morin, 2015, pp. 170-182); Segato diría que lo es de toda la sociedad mexicana. El cuerpo, entonces, es un significante de la estructura social y cultural mexicana de los tiempos contemporáneos donde el imaginario de género se juega de manera perversa. Es necesario analizar los mecanismos que feminizan a las víctimas: los factores, los medios y las consecuencias sociales de dicha feminización.

Sirvan de ejemplo los rituales atroces del narco mexicano, particularmente en los últimos diez años. Ahí se comunica la estructura social de los grupos delictivos, por ejemplo, sobre lo sagrado y lo profano -imaginario que, dicho sea de paso, es compartido por la sociedad en general-: a aquel que tuvo sexo con quien no debía (la transgresión del tabú del incesto) se le apuntan o queman los genitales (Morin, 2015, p. 179). Pero donde están presentes lo sexual y el género de manera privilegiada es, justamente, en los feminicidios.

En la discursividad del feminicidio -la violencia sexual que lo caracteriza- es posible apreciar un poder despótico que reclama una posesión absoluta, un desprecio y dominación del cuerpo de la mujer (Segato, 2008). Pero ¿por qué lo sexual y las mujeres marcan una diferencia en este tipo de transgresiones respecto a aquellas que el narco comete contra miembros de grupos rivales, militares, policías o civiles y cuyo efecto es el mismo, es decir, la feminización del otro?

Según Michel Foucault (1999, pp. 161-180), la sexualidad moderna se “prohíbe” por mecanismos perversos que la ponen bajo la luz del saber: se muestra ahí donde el discurso dice que hay que esconderla. La sexualidad es una cesura que no separa a la humanidad de la naturaleza; instituye, más bien, la prohibición sobre sí misma: la humanidad es el límite. La sexualidad, entonces, asegura la transgresión en un espacio carente de lo sagrado, es decir, ahí donde Dios ha muerto (el desencantamiento del mundo moderno, para usar las palabras de Weber). Esta muerte, señala Foucault siguiendo a Bataille, nos restituye a un mundo donde la experiencia del límite se descubre en un exceso que lo transgrede, es decir, en la sexualidad. No es casualidad que Foucault recuerde que Dios es una mujer pública.

En esta reflexión es posible entrever una relación que la sociología feminista de la transgresión no debe desdeñar: transgresión-muerte-sexualidad-feminidad: la sexualidad asegura, como ninguna otra experiencia social, un exceso que ritualiza la muerte de un objeto que es posible domeñar, subordinar. Por lo tanto, la transgresión (un exceso que se manifiesta privilegiadamente a través de lo sexual) feminiza al sujeto transgredido. Aquí, las mujeres son consideradas el objeto por antonomasia, lo que no significa que lo sean por naturaleza.

Uno de los modos de comprender lo femenino en la lógica simbólica sugiere las siguientes cuestiones: ¿es posible plantear que en la transgresión del cuerpo del otro hay un exceso de goce que intenta acercarse a ese grado cero de la transgresión? ¿Qué se pone en juego al domeñar, subordinar, castigar, marcar, hacer sufrir a un sujeto a través de su cuerpo, transgresión que al mismo tiempo funciona como castigo, incluso legítimo? ¿Por qué la transgresión necesariamente tiene que feminizar al sujeto y por qué la sexualidad es una vía privilegiada? ¿Por qué la víctima es femenina, incluso simbólicamente? ¿Por qué, por lo menos desde finales del siglo pasado, se ritualiza de esa manera la transgresión, es decir, de manera atroz y por qué lo sexual es uno de los medios predilectos de la transgresión?

Respecto a la relación entre la reacción social y la transgresión, la sociología feminista de la transgresión debe indagar ¿por qué existe una reacción social que le resta importancia a la víctima cuando se trata de una mujer? Si Dios (una idea que tiene que ser asesinada para confirmar el imaginario social del mundo moderno) es una mujer pública, entonces, mientras asegure dicho imaginario, se trata de un objeto cuyo destino poco importa en tanto objeto social predilecto de la transgresión.

Pactos patriarcales y la feminización del sujeto transgresor

Para analizar de qué modo las sociedades modernas han asociado, en un primer nivel, la transgresión con significados masculinos, debemos preguntarnos cómo se juegan los significados de feminidad en la transgresión. Para explicarlo, es necesario hacer una muy breve referencia al tema de los pactos patriarcales.

Un pacto patriarcal es la relación que vincula a ciertas personas, particularmente varones, que establecen, a través de actos o rituales, la identidad masculina. Lo característico de dicho pacto es el objeto (o palabra) por medio del cual se sellan.

Lo que significa ser un hombre está históricamente determinado por la manera en que ellos designan lo que son y deben ser las mujeres, es decir, la heterodesignación de la identidad de las mujeres, quienes se convierten en la palabra-objeto, el mensaje con el que se sellan los pactos. En los pactos patriarcales de carácter moderno burgués, las mujeres son pactadas como un objeto al que se puede acceder ya sea de manera seriada o colectivamente (Amorós, 2008). Esa definición constituye la identidad de los varones, así como el supuesto del orden social. Por lo tanto, los varones están mandatados, dado el pacto, a respetar dicha constitución. Los feminicidios pueden comprenderse a partir de la interacción de los varones por medio de los pactos patriarcales. Mujeres transgredidas, mujeres objetos-palabra, así como el cuerpo transgredido de manera cruenta que sirve de caligrafía para la gramática del horror: ¿qué comunican?, ¿quién o quiénes son los/as destinatarios/as?

En los feminicidios (como en la violencia contra las mujeres), la interlocución, además de ser vertical (entre la víctima y el agresor), es horizontal: el cuerpo-mensaje-palabra de las mujeres violentadas está dirigido a una hermandad viril, a los cofrades del agresor, a una fratría de aliados y también de enemigos (Segato, 2008, pp. 88 y 92). Los varones asesinan a las mujeres para demostrar quiénes son, para demostrar su poder, su valía, su inconformidad ante otros varones; para expresar que esos cuerpos que no les pertenecen ni social ni imaginariamente, al menos les pertenecen de manera simbólica a través de la transgresión.

Estas transgresiones representan lo que son y deben ser las mujeres. Los cuerpos de las mujeres asesinadas son significantes que designan un conjunto de significados sobre el ser mujer en México, según sea la cofradía, es decir, el tipo de vínculos entre varones que imprime e interpreta dichos mensajes. De un lado, se encuentra la sociedad en su conjunto, hija del pacto social/sexual de corte burgués, que sostiene que las reales y buenas mujeres son las que habitan en el hogar; ellas son las “buenas” (madre-esposa-hija-hermana, cuya identidad vincular es lo que importa, no así su estatus de seres humanos). Del otro lado, los poderes de facto, como el crimen organizado, sellan un pacto que puede ser comprendido como libertino (Amorós, 2008, p. 245), el cual sostiene, frente a esa sociedad, que las por ellos asesinadas son las verdaderas mujeres (las que no les pertenecen, por eso las matan); de ahí que, incluso, ellas tengan un perfil muy particular (Segato, 2008). Finalmente, el poder corrupto -producto de un pacto mafioso, de la colusión entre los poderes de facto y los de derecho-no deja pasar la oportunidad para sostener que las asesinadas son mujeres sin importancia: prostitutas, es decir, la segunda identidad asignada a las mujeres de las sociedades hijas del pacto social/sexual.

Para comprender la gramática del horror, la sociología feminista de la transgresión debe analizar los pactos patriarcales que se establecen en la sociedad, dar cuenta del imaginario social que los sustenta y de los discursos que los componen, validan y reproducen, así como del modo en que se establecen relaciones entre los distintos grupos de cofrades y de las consecuencias sociales y subjetivas de la transgresión de dichos pactos.

Los feminicidios pueden servir como referente empírico límite para analizar los procesos de transgresión social que se derivan de dichos pactos. Hay que verificar si es posible establecer como hipótesis que el imaginario de la violencia y la criminalidad imperantes en nuestro país, particularmente por la llamada “guerra contra el narco”, es producto de colusiones/enfrentamientos entre distintas facciones de varones que se disputan, imaginariamente, la configuración del orden social: ¿de qué tipo de relaciones de poder estamos hablando?, ¿cuál es el orden social en disputa?, ¿cuáles son los puntos que generan desacuerdo?, ¿cómo es posible que existan colusiones entre las distintas facciones incluso si, supuestamente, los imaginarios de orden social están abiertamente en su contra?, ¿cómo podemos interpretar las consecuencias sociales y subjetivas de transgredir los pactos patriarcales?, ¿es posible sostener que la transgresión, en un segundo nivel, también feminiza al sujeto que la comete?

Esta última cuestión pone en la escena teórica, de nueva cuenta, la reacción social que, en este caso, siempre es negativa. Un pacto, cualquiera que sea, siempre supone un revés. Para los pactos patriarcales, la reacción es el Terror (Amorós, 2008, p. 237): quien viole el pacto, quien falte a su palabra, será castigado, lo cual quiere decir, según la teoría feminista del castigo, que será tratado como mujer (Howe, 1994: 34), o habría que plantear que, más bien, será feminizado. Esto es evidente cuando se hace referencia a quienes rompen el pacto hegemónico. El estado, con el monopolio de la violencia legítima y los discursos científicos a su disposición, construye diversas subjetividades (entre ellas las de los sicarios, narcos, criminales, delincuentes) y es, en la actualidad, altamente punitivo. También lo es el narco o el crimen organizado con quienes transgreden sus normas; de ahí la crueldad de los castigos que sus miembros infligen contra quienes violan sus códigos de comportamiento, como lo ilustra Morin (2015, pp. 170-200) en su estudio sobre la cultura de las drogas.

¿Es posible pensar el castigo como una transgresión? ¿Cómo debe ser conceptualizada la doble significación de la transgresión, una acción social que masculiniza y, en un segundo nivel, feminiza? Si el castigo feminiza al sujeto, ¿cuánto de goce se juega en el despliegue del castigo (sea penal o de otro tipo), tanto por quien castiga como por quien es castigado/a? ¿Hay una relación entre el goce y los procesos sociales de feminización?

El goce y lo femenino, dos conceptos que son de utilidad para comprender la transgresión. Esta relación nos conduce a otras cuestiones que debe indagar la sociología feminista de la transgresión. Dados los pactos patriarcales, es menester preguntarse cómo son heterodesignadas las mujeres, los significados que son otorgados a sus cuerpos, las particularidades de sus definiciones, los roles y espacios que les son asignados. Es preciso saber por qué las mujeres y sus cuerpos concentran de tal manera significados, tanto que su posesión (no solo su usufructo, por ejemplo, el acceso a sus cuerpos tal como lo establecen los pactos patriarcales de manera legítima) puede ser comprendida como una acción que ritualiza el grado cero de la transgresión. Para ello, debe ponerse atención en la relación que existe entre la víctima (cualquiera que sea su identidad sexo/genérica), el sujeto transgresor, la feminización y el goce que subyace al proceso de feminización.

Si en un extremo el referente empírico es el feminicidio, en el otro lo serían los modos en que son heterodesignadas las mujeres. A partir de este punto, regreso a la reacción social negativa: todos aquellos discursos que componen las políticas criminales y de corte social. La disputa entre distintos conjuntos de sujetos sustentados por pactos distintivos puede ser observada empíricamente a partir del análisis de los modos de regular la conducta de los seres humanos, particularmente en lo que se refiere a las relaciones sociales entre hombres y mujeres, específicamente la sexualidad, la maternidad, las representaciones de los cuerpos y la asignación y uso de los espacios.

Es necesario estudiar la relación entre las políticas criminales y los mecanismos de criminalización de ciertas clases sociales. Algunos estudios feministas (Carlen y Worrall, 2004, p. 15; Wacquant, 2008, pp. 32 y 33) observan cómo distintos discursos que nutren el imaginario social de la criminalidad y el miedo a esta, las jóvenes madres solteras son vistas y conceptualizadas como el nuevo mal social. Mujeres que mantienen, crían y educan a sus hijos/as sin una figura paterna que introyecte el sentido de la ley y el respeto a la autoridad. Las madres solteras jóvenes, desde esta interpretación, están criando a personas (varones, particularmente) que formarán las filas de la delincuencia.

Es importante analizar la dimensión de género de las políticas criminales en una sociedad como la mexicana; averiguar si en su diseño está contenido el imaginario social de un pacto patriarcal hegemónico, y si, mediante su implementación, se criminaliza a ciertos sujetos por la manera en que se relacionan socialmente: las políticas criminales ¿tienen como fundamento una transgresión que no necesariamente es a la ley, sino a los modos “correctos” en que se deben establecer las relaciones sexo/genéricas? ¿Se trata de un tipo de control indirecto hacia el cuerpo de las mujeres?

Lo anterior cobra importancia a la luz del reciente incremento, en nuestro país, de mujeres en prisión (en lo que va de 1996 a 2016, el número de mujeres en situación de cárcel aumentó en un 247%). En México, las mujeres privadas de la libertad suelen llenar un perfil muy particular: madres solteras, pobres, con niveles bajos de escolaridad, que han sufrido abuso sexual a manos de algún familiar cercano; muchas de ellas son condenadas por delitos “contra la salud” (es decir, relacionados con el tráfico de drogas) y mantienen vínculos sentimentales con varones en conflicto con la ley, muchos de los cuales también se encuentran en prisión (Giacomello, 2013, pp. 97-100; 2016, p. 17). La masificación carcelaria, leída con perspectiva de género, develaría que el Estado, al no poder “deshacerse” de manera franca de las mujeres que no cumplen con los lineamientos del pacto social/sexual de corte burgués, en desquite, las criminaliza por relacionarse social y sexualmente de modos que transgreden un imaginario donde es fundamental la figura del matrimonio, y la idea de la mujer en casa, cuyos deberes como esposa, madre, hija o hermana, debe observar.

Reflexión al límite

Buena parte del crimen organizado en nuestro país, por lo menos desde el sexenio de Felipe Calderón y su declaración de guerra, se ha expresado de manera feroz. La cultura de las drogas y el prohibicionismo se han combinado con la violencia y un ejercicio corrupto del poder (Morin, 2015, pp. 170-264), dando como resultado un horror cuya gramática está escrita con una caligrafía donde el otro es reducido a su mínima expresión de humanidad: mediante la violencia, la marca, la laceración del cuerpo, el sufrimiento. De eso se trata la gramática del horror, una conexión ontológica, dice Reguillo (2012, p. 34), entre la muerte violenta y el cuerpo roto.

La propuesta para abordar dicho horror en su estructura gramatical implica una lectura simbólica de la misma donde la categoría de género es de utilidad. La propuesta que hemos denominado sociología feminista de la transgresión, por un lado, postula como hipótesis que dicha gramática entraña un radical proceso social de feminización del otro, donde el daño del otro, de su cuerpo, es erotizado. La perspectiva simbólica en el análisis de género tiene presente la dinámica libidinal, es decir del deseo y, por lo tanto, del goce.

Por otro lado, se trata de una propuesta feminista, no solo porque, como justicia epistemológica, se coloca a las mujeres, sus cuerpos, comportamientos, vínculos y espacios, en el centro de la explicación, sino también porque la violencia sistemática y estructural que se ejerce contra ellas (desde la heterodesignación hasta el feminicidio) es un elemento explicativo y analítico que, de conceptualizarlo correctamente, nos puede hacer comprender la gramática del horror con la cual se escribe, desde no hace mucho, nuestra realidad social.

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1El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2019) señala que, en 2018, en promedio, diez mujeres fueron asesinadas cada día en nuestro país. SEGOB, INMUJERES, ONU Mujeres (2017) señalan la misma tendencia a partir de un estudio longitudinal de 31 años (1985-2016) de defunciones femeninas con presunción de homicidio.

2Para el desarrollo de la categoría de goce véase Morales, 2014.

Recibido: 30 de Julio de 2019; Aprobado: 29 de Febrero de 2020; Publicado: 15 de Junio de 2020

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