El/los feminismo/s
Cuando hablamos del movimiento feminista solemos pensar el feminismo como la construcción multifronte de una tradición que -más allá de las inmensas diferencias internas y nominaciones que la habitan- puede reco-nocerse como una, a contrapelo de la enunciación de los feminismos. Resuena allí, en su mejor versión, la postura de bell hooks (2017), quien nos alerta de que “la idea de que puede haber muchos feminismos ha beneficiado a los intereses políticos conservadores y liberales de mujeres que querían acceder a un estatus y a un poder de clase privilegiado” (p. 145), o la de Nancy Fraser (2015, 2017), que habla del “neoliberalismo progresista” encontrado en la forma corporativista del feminismo, como un terreno fértil para incorporar las partes de la agenda feminista que no comprometen la redistribución. Estas perspectivas marcan un borde sobre ciertas banderas que no serían negociables para autodefinirse como “feminista” y que tendrían su centro en la redistribución de la riqueza y en las políticas de reconocimiento de género, raza y clase. En términos prácticos esto incluiría: la despenalización y legalización del aborto y la garantía de poder realizarlo de forma segura y gratuita; la mejora de las condiciones de trabajo y salario de mujeres, afrodescendientes, migrantes, personas con identidades étnicas y sexuales oprimidas y demás relegadxs del capitalismo;1 el reconocimiento económico y social del trabajo doméstico y de reproducción (Federici, 2017); el desguace del racismo, el clasismo y el sexismo intrínsecos a las lógicas de selección y discriminación de los aparatos represivos y punitivos estales y paraestatales (Segato, 2017); el reconocimiento del conjunto de derechos civiles, sociales y políticos a todxs lxs habitantes de un Estado. Como respuesta a la masivización y popularización del movimiento feminista -que permite a las personas que están en contra de la legalización del aborto o del reconocimiento del trabajo sexual autodenominarse feministas-, estas autoras apelan a la necesidad política de establecer los bordes legítimos de dicha identificación.
Tal y como a menudo sucede con los debates al interior del/los feminismo/s, estaríamos en primera instancia muy de acuerdo con esta postura, pero a la vez suena la otra campana, tan fuerte y tan clara que volvemos a dudar. No podemos entonces ignorar que la enunciación de una tradición feminista aloja en su seno los consabidos peligros políticos de la unicidad, de la gestión de una verdad sobre el “ser feminista”, de la grafía de un recorrido intrincado, contradictorio y abierto, pero, al fin y al cabo, uno. Con una lógica similar a la que diferencia la Historia de las historias, con un método crítico semejante al que deshizo a “La Mujer” en “las mujeres” (Wittig, 2006) para luego deconstruirlas en identidades adjetivadas/situadas,2 la insistencia de que coexisten feminismos -frente al feminismo- ha servido para masivizar e internacionalizar una nueva sensibilidad que de otro modo seguiría en las gateras de grupos reducidos y nacionales. La identificación de las distintas tradiciones dentro de los feminismos repone no solo una diversidad de corrientes, sino -principalmente- el conflicto dentro de ellas, el carácter agónico de la construcción colectiva, que tiene escenas entre los feminismos que no nos permiten olvidar la permeabilidad del movimiento ante las prácticas (hetero)sexistas, xenófobas, racistas y clasistas del patriarcado. Escenas que van desde el segregacionismo de las sufragistas blancas contra las feministas negras a la hora de marchar en el sur de Estados Unidos, hasta los debates que se preguntan si travestis y trans pueden o no marchar con las mujeres en los 8m. Pero reconocer feminismos, registrar diferentes tradiciones de lucha ligadas a distintas identidades, también puede servir a fines que cohabitan productivamente con las guetificaciones. Movimientos inclusivos como Ni una menos3 han logrado, desde esta postura, tender puentes entre las diversas ramas del colectivo LGBTTTI, a la vez que acerca a sectores de la sociedad que antes eran inalcanzables para los discursos feministas. Y si bien es cierto que estos acercamientos se han producido en muchos casos arrastrando y haciendo convivir el punitivismo, la invisibilización y el conservadurismo -por ejemplo, sobre los derechos (re)productivos- con la consigna “¡Ni una menos! ¡Vivas nos queremos!”, también lo es que el efecto de contagio y el proceso pedagógico del feminismo para las masas -propuesto por hooks- son posibles gracias a las características pluralistas y contingentes que habilita este proceso. Efecto ratificado una y otra vez, baste recordar que el 3 de junio de 2018 la consigna oficial de Ni una menos fue “Ni una menos por abortos clandestinos”, la cual se impuso sobre la presión de los grupos provida.
Sin embargo, sostendremos aquí que no es preciso elegir entre el recurso enunciativo del/los feminismo/s, aunque sí lo sea diferenciar y tener presentes ambas tendencias. Eso que expone la disputa sobre la manera de enunciar al/los feminismo/s se puede pensar también como si se tratase de dos momentos, uno metonímico y otro metafórico, que conviven en la construcción de la contrahegemonía feminista. Se trata de dos momentos de enunciación distintos -de fusión y efusión- que son parte sustancial de las reacciones de indignación constitutivas del movimiento. Varias autoras han llamado la atención sobre la importancia de reivindicar la actuación de resistencia feminista, emanada de la indignación o el enojo, como pasaje inmediato a la acción (no irracional sino emergida de una política de las emociones) que luego traducirá -producirá- sus razones. En este sentido, Butler (2017) habla de los okupas como paradigma de quienes primero actúan, se instalan y luego reclaman por su derecho de residencia, y sostiene: “a veces lo más importante no es el poder que uno tiene y que le faculta para actuar; a veces, lo que hay que hacer es actuar, y a partir de esa actuación reclamar el poder que uno necesita” (p. 63). Lo que sucede en el medio de este pasaje metonímico es un aprendizaje performativo que, en su capacidad creativa, pone a disposición, para reflexionarse, un lugar de enunciación antes inexistente. Esto no quiere decir que la indignación haga al feminismo, pues nos indignamos gracias a esa sensibilidad previamente emulada en nosotrxs -hay una educación anterior, en los llamados “sentimientos negativos”, que sostiene esa posibilidad-; la lectura/traducción del feminismo de esa indignación tras la acción es la que nos lega relatos que constituyen nuevas subjetividades e inscripciones políticas.
Esta alteración de las condiciones de posibilidad supone la actuación desde una polifonía, donde lo que aglutina es la negatividad, la cual, mientras ocurre, creará diferentes relatos de la unicidad, del porqué se luchó, del porqué se sigue luchando, incluso de quiénes luchan y a qué tradiciones responden. Entonces, como lo ha marcado Sara Ahmed (2014), entenderemos que las feministas no solo no coinciden en su objeto de indignación, sino que además este, que “no tiene los contornos de un objeto dado; no es un ente positivo” (Ahmed, 2014, p. 267), carga con las características móviles de las percepciones situadas del mundo de quienes intervienen, mientras lo hacen. Estas características no se deslizan pacíficamente entre el movimiento, dado que cada una de ellas delimita un adentro/afuera diferente, sino que abren largos litigios dentro de ese uno siempre fallido que llamamos feminismo.
La pérdida de dicho objeto no es el fracaso del activismo feminista, sino un indicador de su capacidad para moverse o para convertirse en movimiento […] La pérdida de objeto, más que su creación, es lo que permite que el feminismo se convierta en movimiento, en tanto abre posibilidades de acción que no están limitadas por aquello en contra de lo que luchamos en el presente. (Ahmed, 2014, pp. 267-268, cursivas en el original).
El proceso de expansión que el movimiento feminista está experimentando de manera acelerada en estos años, el cual nos permite advertir cambios rotundos de la cosmovisión de género en cortes generacionales de diez años de diferencia, tiene que ver, por una parte, con una nueva porosidad de dicho objeto. Es decir, con la capacidad de hacer convivir demandas históricas, propias del feminismo de la segunda y la tercera olas,4 con demandas propias de una mirada nueva sobre las condiciones subhumanas del sistema de dominación neoliberal: contra las políticas de ajuste, desposesión y flexibilización; contra la vulneración extrema de los cuerpos marcados como femeninos, migrantes, presas, putas; en denuncia de las violaciones como actos políticos, colectivos, de afirmación de la masculinidad y pertenencia a la fraternidad dominante (Segato, 2010); en defensa de las disidencias sexuales contra leyes y políticas de persecución del colectivo LGBTTTI, y contra intervenciones quirúrgicas compulsivas normalizantes a los cuerpos intersexuales, etcétera.5 Estas uniones han extendido la red de solidaridades del feminismo, en tanto movimiento multidireccional y en tanto experiencia que conmueve la estructura de sentimientos sociales, vinculando las vidas contadas -académicas, asalariadas, sindicalizadas, ciudadanas- con las vidas incontadas (Rancière, 1996) -travestis, trabajadoras sexuales, migrantes, villeras, etcétera-, en una misma incomodidad -el patriarcado-, vivida a través de diferencias existenciales inmensas. La forma asamblearia que ha asumido este vínculo muestra que no habitamos (en el capitalismo patriarcal y heteronormativo) uno de los dos mundos de forma constante, que selectivamente a veces nos cuentan y a veces no; este carácter espectral puede transformarse en una ventaja, entre otras cosas porque desarma la nociva fantasía de la existencia de individuxs posesivxs, soberanxs de sí y responsables -dada la ficción meritocrática- de todo lo que les sucede (Athanasiou y Butler, 2013).
El resultado de estos vínculos, lejos de responder al refrán “quien mucho abarca poco aprieta”, ha sido un proceso de expansión mediante políticas del desborde. Natalia Fontana y Verónica Gago (2017) dicen “la llamada a paro saca al movimiento de la pura denuncia de la violencia de género ligándolo a otras cosas, pero al mismo tiempo desborda lo sindical”. Como si la estrategia de deglución feminista no se cercenase al habitar un espacio -como un sindicato- hasta entonces vedado, sino que siempre levantara la apuesta irritando los límites de ese mismo espacio, en este caso hablando de una alianza con las mujeres de la economía popular y el trabajo informal: al exponer lo de afuera como parte del adentro, al denunciar las condiciones de la mala cuenta que reparte beneficios y descréditos de los que somos parte. Con este mismo modus operandi, las exigencias puntuales que motorizan una manifestación (como el intento de frenar los femicidios) no esperan a que el Estado dé respuestas a la misma para plantear una agenda más amplia. Directamente en la calle las expectativas crecen, como la comprensión misma de las responsabilidades sistémicas que arrojan ese resultado. Hay algo muy potente que se ha ido transformando en el movimiento feminista, y tiene que ver con las expectativas sobre los estados: la demanda de más derechos no ha sido abandonada (de hecho, tiene un lugar guardado en todos los reclamos), pero el eje de las plataformas para lograr la emancipación lo sostiene la proclama “¡La revolución la hacemos nosotras y es ahora!”.6 Como si hubiéramos entendido, mucho tiempo después, tanto la necesidad como la precariedad y la peligrosidad del reconocimiento del Estado, como un arma de doble filo, tal y como la planteó Marx en La cuestión judía (Brown, 1995; Butler y Spivak, 2009). A la vez, para no caer en la ingenuidad, es necesario señalar que esta acertada comprensión -que ya es una sensación corporal de peligro en estados donde los candidatos montan sus campañas electorales con base en su exuberante machismo, apelando a la reacción sexista de la sociedad- no es unánime ni supone per se la capacidad de transformar a miles y miles de mujeres, lesbianas, trans y travestis en la calle en una contraofensiva política que dispute el poder gubernamental.
La potencia del movimiento feminista ha residido, a lo largo de la historia y desde sus inicios, en señalar paradojas en los sistemas ideológicos y las corrientes políticas a las que ingresa -pensemos en el sufragismo liberal, en la revolución socialista, en los movimientos raciales, ecologistas, abolicionistas-, al minar la universalidad de sus postulados, exponer su incoherencia y obligarlos a reflexionar sobre las faltas que anidan en sus certezas (Scott, 2012). Conforme el movimiento feminista se autonomiza -sin perder contacto- de los sistemas ideológicos y movimientos con los que teje alianzas de manera circunstancial, su carácter paradojal y crítico se hace paulatinamente más intestino, inmanente y en especial alberga las tensiones en disputas identitarias clave. Esto, lejos de ser una debilidad, es un indicio de gran vitalidad; podríamos parafrasear a Ernesto Laclau en sus dichos sobre el trotskismo y sostener que “el feminismo crece por división cariocinética”. Pero ¿qué sucede cuando/si el movimiento quiere y busca su propia versión de la universalidad? ¿Cómo se está pensando esa disputa de sentido?
Pretensiones hegemónicas
El feminismo es en la actualidad el único movimiento político internacional masivo que le hace frente al capitalismo neoliberal. Esto, siendo cautas, incluye tanto las denuncias a las facetas patriarcales extremas del sistema capitalista -los dispositivos estatales y paraestatales que distinguen entre vida y nuda vida- como a las formas de explotación social, económica y política de mujeres y disidentes sexuales. Si somos optimistas, esto también supone el diagnóstico -minoritario aún- de que el capitalismo está sostenido por el patriarcado, más allá de que el capital posea la alucinante habilidad de transformar ciertas diferencias en beldades gozosas. Esto no quiere decir que componentes tan diversos de un movimiento, con las características polifónicas que hemos descrito en el punto anterior, sean de hecho anticapitalistas. Muchas de sus integrantes no planean atacar su espacio de confort, aunque claramente no estén tan cómodas allí; otras intentan subsistir con estrategias que han sido nombradas como parte del “neoliberalismo desde abajo” (Gago, 2014); otras aún luchan por su implicancia coyuntural en un asunto; pero muchas otras están particularmente conscientes de la envergadura y los alcances del movimiento en su vínculo entre lo local y lo global. En este contexto, el pensamiento sobre la resistencia a condiciones cada vez más atroces (en pleno reverdecimiento de las derechas) también se ha aventurado a pensar estrategias de hegemonización.7 En sintonía con lo dicho en la parte anterior de este artículo, nos gustaría pensar las características de esta apuesta en medio de los diálogos entre el y los feminismo/s.
Al respecto, la defensa política por parte del partido español Podemos, desde el año 2015, de un “feminismo ganador con perspectiva hegemónica”, puede servirnos como puntapié inicial para discutir. En principio, la apuesta se asemeja a la que indica Nancy Fraser (2017) cuando nos dice que hay que pensar en “el feminismo del 99%”. Así, José Enrique Ema, Marina Montoto, Clara Serra y Celia Caretti (2015) sostienen que “el feminismo puede y debe pensarse como una propuesta política de mayorías, con capacidad de conectar con otras batallas y perspectivas para ‘ganar’ una transformación política general y de largo alcance”. Sin embargo, el texto continúa como proclama enérgica del siguiente modo:
Es el momento de ampliar la perspectiva para ir un poco más allá de la imprescindible resistencia de las minorías, para afrontar, a la ofensiva y con coraje, la oportunidad de la construcción ganadora de mayorías […] una de las transformaciones más importantes y positivas que sufre el feminismo ganador es la de pasar de construirse desde el lugar de la demanda particular en relación a un sujeto ya dado (“la mujer”) al de la posición que se hace cargo de la aspiración general y universal de la política hegemónica, entendiendo que su batalla tiene, justamente, que ir más allá de la disputa de una parcela particular del escenario social, la de los “asuntos de mujeres” (Ema, et al., 2015, p. 2017).
Como ya lo hemos marcado, el sujeto del feminismo es un elemento tan litigioso como su objeto. A pesar de ello, habría a estas alturas, dentro del disenso extendido, un cierto consenso -avalado por más de medio siglo de debates- que al menos desplaza a “la mujer”, en tanto “sujeto ya dado”, por “las mujeres”, en tanto sujeto socioculturalmente producido. Esto es importante no por la corrección teórica, sino en pos de comprender que La Mujer8 es ya en sí misma una “aspiración general y universal de la política hegemónica” que desde su emergencia se ha ocupado, como parte de la (hetero) normatividad que produce mientras es (re)producida, de mucho más que de “asuntos de mujeres”. El desatino de este enfoque es la incomprensión de la relación activa, motriz, entre lo particular y lo general en este movimiento; en las “resistencia de las minorías” han estado desde el inicio los elementos más dinámicos e incómodos. Las lesbianas, los gays, las travestis, lxs trans, lxs intersex, no son excéntricxs decoradxs de algo ya resuelto que tenemos que reconocer para “ir más allá”; son una señal de alarma sobre las prácticas y los cuerpos normalizados/res -el más acá del feminismo-; son, en muchos casos, donde se descarga el punitivismo más salvaje del Estado neoliberal.9 Y son, en una representación proporcional, quienes producen el mayor caudal teórico político del que embebe el feminismo. Dadas estas características, llama poderosamente la atención que la comunidad LGBTTTI no forme parte central del “feminismo granador”.
Para ser más precisa: en el pasaje de representación que esas “minorías” transitan al expandir y poner en crisis al feminismo, con sus conceptos, presupuestos y principios, muchas mujeres nos hemos ido deconstruyendo. Esto no quiere decir que hayamos dejado de existir -ni en términos de Lacan (1999) ni en términos de Wittig-, sino que la identidad se ha vuelto mucho más circunstanciada; está más allá de los lazos que se puedan armar y, de hecho, como hemos explicado, se arman con otras luchas dentro del movimiento feminista. Esto quiere decir que la capacidad de hablar por otras es más cauta y es urgente comprender que, a pesar de que todas necesitamos ocupar lo público, esa necesidad no es igual ni tiene las mismas condiciones de realización para cada una de nosotras. Esto no es una abstracción y posiblemente el paro de mujeres sea el mejor espacio para comprobarlo. Verónica Gago comentaba al respecto cómo la decisión de parar tuvo que reconocer condiciones de paro distintas que negociaban con las formas de vida que no podían simplemente parar, que no tenían patrón, que dependían del día a día, por ejemplo, las de mujeres de la economía popular. Así cuenta la escena siguiente:
Nos estamos juntando con ellas y salen discusiones muy interesantes. Por ejemplo, las pibas cartoneras dicen: “bueno, si yo paro un día ese día no como”. Lo que venían a plantear es cómo podemos hacer de eso una realidad del paro y no una debilidad del paro. Y se empezó a decir: “hay que juntar guita previa para sostener ese día de paro”. O laburar un poco más los días anteriores para garantizar ese día de huelga. Otras mujeres feriantas decían: “llevemos cosas que vender durante la marcha. Sabemos que vamos a vender y es una manera de estar en la movilización, pero al mismo tiempo sostener materialmente lo que implica un día de paro para nosotras” (Fontana y Gago, 2017).
Otro tanto se debatió respecto a cómo paraban las trabajadoras sexuales. Esto tiene poco que ver con el purismo de las “almas bellas” contra el que nos advierte el texto del Área de Mujer e Igualdad del Consejo Ciudadano Estatal de Podemos, y también tiene poco que ver con las políticas llevadas adelante por el colectivo español Femigrantxs.10 Sin embargo, no creemos que se trate de un acto de cinismo por parte de Podemos, sino de un verdadero problema político recurrente: ¿cómo pensar un universal que no devore las prácticas divergentes más vitales, la riqueza de la incómoda inmanencia? El feminismo de la diferencia, en su crítica estrepitosa al universal masculino hegeliano (Irigaray, 2007; Lonzi, 1981), llegó a plantear un todas que recorre como presupuesto el texto de Podemos. A pesar de todas las críticas válidas que se le pueden hacer a esta corriente, su proceso de deconstrucción del hegelianismo, el marxismo y el psicoanálisis sirven incluso contra su propia idea esencialista de contrahegemonía. Sabemos que todo universal implica la necesidad de que algo quede fuera de tal universalidad, y las pretensiones hegemónicas del feminismo, en este esquema, no son distintas; incluso sostiene el presupuesto de que lo que queda fuera moviliza, vitaliza. Pero incluso si aceptamos estos nada felices “sacrificios” de nueva cuenta, ¿qué pasa con lo que queda adentro? ¿Se crean comisiones y áreas feministas? ¿Se obligaría a todxs lxs gobernantes a formarse, sensibilizarse, pensar de maneras feministas? ¿Qué supondría sostener la perspectiva de género en un partido gobernante? ¿Quién diría/ interpretaría qué es esta tan singularmente enunciada y profusamente discutida “perspectiva”? ¿Un feminismo de arriba hacia abajo? ¿Cómo hacer funcionar la “forma de hacer política del feminismo” dentro de/como un proceso instituido, estatal? No son preguntas irónicas, son un conjunto de problemas que atraviesan la posibilidad y se deben considerar con detenimiento; y a la vez, no podemos más que celebrar que sean parte del horizonte de nuestros problemas hipotéticos en algún lugar de este globo.
Además, es preciso distinguir entre estrategias de toma del poder y estrategias de hegemonía. El feminismo actual, en muchos lugares, posee estrategias de hegemonía que -al menos en lo mediato- no son estrategias de toma del poder. De hecho, muchas de sus conquistas son parte de desplazamientos en la opinión pública sobre lo “decible” y sobre la forma en que se intelige la sexualidad y el sexismo de/en los signos sociales, en los medios de comunicación, en las instituciones, en las calles y las casas. Sucesivos ajustes del lenguaje testimonian esta historia: en los mass media argentinos no es bien aceptada la expresión “crimen pasional” y llegan olas de quejas a los periódicos cuando un femicidio aparece naturalizado tras de frases tales como “hallaron muerta…”.
La sociología feminista y el derecho penal han tomado el concepto “femicidio” y el movimiento travesti pide el ingreso de la categoría de “travesticidio”; otros referentes sociales -aún una inquietante minoría- se esfuerzan por utilizar el lenguaje inclusivo o disidente (“e” o “x”) en las marcas de género de la lengua; miles de jóvenes se reivindican crecientemente como feministas, pese al enorme trabajo (en muchos lugares muy exitoso) de las iglesias; etcétera. Estas estrategias de hegemonización tienen momentos de expansión y retroceso, y han sido identificadas por sus detractores como parte de la “ideología de género”. Este rótulo que delata una interesante conciencia sobre las condiciones en que producimos estos desplazamientos ideológicos, sin perder nunca de vista que hablamos en un mundo en masculino en el que intervenimos con un lenguaje prestado/ saqueado. Esto nos obliga todo el tiempo, como a Antígona frente a Creonte, a pensar en los bordes de lo audible; en las posibilidades de tácticas performativas exitosas. Como diría Shakespeare “el veneno entra por los oídos”, pero no de cualquier modo.
Un buen ejemplo para graficar esta frónesis11 es el movimiento discursivo de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito en Argentina, país que en junio de 2018 logró la media sanción de un proyecto de ley para la interrupción voluntaria del embarazo. La logró luego de haber discutido por dos meses en el plenario de comisiones informativas para la exitosa votación en la cámara de diputados, discusión que se replicó antes de la nefasta votación del senado que vetó la ley mientras medio país estaba pegado a las pantallas y miles de mujeres empañueladas de verde esperaban a las puertas del Congreso, bajo la lluvia, el desenlace de un debate político sin parangón.
La historia de la demanda de este derecho en nuestro país es larga y sinuosa (Bellucci, 2014); sin embargo, me gustaría enfocarme en las transformaciones del discurso de la campaña en los últimos tres años. El viejo reclamo de aborto seguro, legal y gratuito, ha confluido con el reverdecer mundial del movimiento feminista que ha cobrado nuevos bríos y nos ha hecho sentir que su aprobación parlamentaria es una posibilidad real. Cuando esta nueva marea -algunas la llaman la cuarta ola- comenzó, el discurso de las referentes de la campaña se asentó -como lo viene haciendo históricamente- en la defensa de la propiedad del sí del cuerpo: las paredes se pintaron de combativas consignas de un liberalismo radicalizado como “Mi cuerpo es mío, yo decido”, “Saquen sus rosarios de nuestros ovarios”, “Yo paro, yo decido”. Los debates entre defensoras del derecho y militantes provida ingresaron en una nueva etapa que oscilaba entre descarrilar las disquisiciones científicas en torno al momento en que un embrión es vida, hasta afirmar taxativamente la interrupción del embarazo como la decisión política y soberana de una mujer sobre su cuerpo que el Estado debe asegurar.
Pero algo cambió a partir de 2017, al menos en la forma de dar esos debates y enarbolar ciertas consignas; algo que tiene que ver no con un desplazamiento ideológico -las consignas anteriores siguen vigentes y reivindicadas-, sino con un aprendizaje sobre las tácticas y estrategias de hegemonización. Se han popularizado en debates e intervenciones lemas como “Las muertes por aborto clandestino son femicidios en manos del Estado”, “Sin aborto legal no hay Ni una Menos” o “El aborto existe y se hace igual, sea legal o no, lo que debatimos no es la existencia del aborto, es la muerte de mujeres pobres que no pueden pagar una buena intervención”. Dichas consignas nos hablan de crímenes en democracia, de justicia social, de salud pública, de lo común, de lo implicante y de sus responsabilidades, más que de ese cuerpo que reclama su soberanía y que siempre es para la opinión pública masiva el de la otra.
El desplazamiento fue necesario y el movimiento fue lo suficientemente inteligente como para decodificarlo. Sabemos que el desplazamiento es, por lo pronto, el registro verdadero de la falta, la denuncia de que la sororidad no es el sentimiento más extendido, que la crítica a la propiedad de sí es una crítica en masculino -aunque las propietarias de sí aún aterran en ciertas batallas- y que la estrategia discursiva está al servicio de la urgencia de las muertas cotidianas por abortos clandestinos. De este modo, la campaña nos provee de un particular mucho más generalizable, hegemonizable desde la justicia expresiva (Garland, 2001): el grito de “no nos maten” que señala un responsable específico, material, contundente: el Estado.
Strike: la sincronización de la diferencia
Finalmente, como parte de estas reflexiones sobre lo uno y lo múltiple, los procesos paradojales y sincréticos en el/los feminismo/s actuales, nos gustaría detenernos en el Paro Internacional de Mujeres (PIM) como instrumento de protesta. Las mujeres han usado el paro a lo largo de la historia como estrategia, desde los de las trabajadoras fabriles hasta los de “piernas cruzadas” en las casas y en las camas. La novedad de los paros de estos dos últimos años es, además de su internacionalismo, su preocupación por la transversalidad -en algunos lugares observable en la preocupación por asegurar que todas paren- que sintomatiza una identificación diferente del enemigo y, por contraposición, de lxs amigxs/aliadxs. Como hemos dicho antes, el objeto del/los feminismo/s es litigioso, pero sobre algo sí hay acuerdo: sea el patriarcado, el capitalismo, el neoliberalismo, la religión, el Estado, el gobierno o el sistema sexo/género, o todos ellos juntos, se conviene en que el enemigo es sistémico, capilar y selectivo. Es así que la Plataforma del Paro Social Trasnacional (AA. VV., 2018) explicita: “El ataque debería ser capaz de sincronizar diferentes condiciones y luchas sin esperar homogeneizarlas” (p. 7). Esto vale tanto para los procesos que se dan al interior de un país como para las diferencias entre los distintos países.
Algo ya hemos dicho en torno a la manera en que afecta esto la comprensión, al interior de los países más movilizados por el paro, de las condiciones de posibilidad de esa acción. Lugares donde pensar el paro supuso imaginar cómo parar la productividad, la reproducción y el consumo, pero también cómo abrir espacios de solidaridad con quienes no pueden detenerse, para registrar y garantizar las condiciones de su protesta. La pregunta sobre por qué puede una y qué puede la otra contribuye a la percepción y reconocimiento de identidades para la lucha, no como fijaciones, sino como ingresos al registro de la politicidad de los cuerpos en condiciones de vulneración constante: la identidad como trinchera (Rubin, 2011).
En Argentina, estos elementos identitarios se refuerzan en los bordes más violentamente oprimidos de la sociedad: el de las trabajadoras migrantes, cooperativistas, informales, lesbianas, travestis, trans. A la vez, esta operación de sincronización dista de ser sencilla o pacífica. Las fricciones a las que nos expone el capitalismo patriarcal, las encolerizadas discusiones entre trabajadoras sexuales cis y travestis, entre manteras y comerciantes, entre funcionarias estatales, académicas y activistas, no se ponen entre paréntesis: se llevan a las asambleas y a las calles. Motivo por el cual la redacción de un documento conjunto, que evidenciara la representación de un frente y no una suma invertebrada de reivindicaciones, fue una tarea faraónica. Pero incluso estas fricciones son signos de que el movimiento está vivo, es personal y es político; situación que se evidencia, por oposición, en la falta de conflictos de ciertos acuerdos en otros lugares.
Las barreras interestatales para experimentar el paro como instrumento de protesta tienen como características unas condiciones de opresión sexista, militar y económica extrema y formas de despolitización extendida que pueden convivir con un entusiasmo excesivamente adaptado a los dispositivos virtuales de socialización. Uno de los ejemplos de esto último, que recoge la plataforma en Power Upside Down: Women’s Global Strike, donde hace un análisis de algunos de los distintos paros de 2017, es el de Suecia, donde la intensidad del movimiento #MeToo en redes sociales -el cual invitaba a las usuarias a contar/denunciar sus experiencias de violencia y acoso sexista, y muchos testimonios eran de trabajadoras que denunciaban acosos laborales- no tuvo su correlato en la huelga en las calles. Las feministas suecas Sarah Kim y Sarah Liz Degerhammer (2018), al analizar este proceso, comentan la forma en que fue cooptado por la reacción este interesante disparador y de qué maneras la falta de tradición combativa, el temor a la huelga y la apuesta por la conciliación institucional, impidieron la inscripción vinculante de las denuncias.12
En Argentina, como en España -organizada a través de la plataforma Hacia la huelga feminista13- e Italia -mediante el colectivo Non Una di Meno14-, la situación fue muy distinta y esto se debe al carácter procesual y acumulativo del movimiento que sostuvo la medida. En Argentina, el primer paro de mujeres contra el gobierno de Mauricio Macri ocurre el 19 de octubre de 2016, frente a una burocracia sindical corrompida que se niega a hacer paros generales mientras negocia con un gobierno que ajusta, reprime, criminaliza la protesta, descuenta los días de huelga, incita a la desindicalización y empobrece. De hecho, el paro se hizo al día siguiente de que la dirigencia sindical escapara del escenario de un acto, en medio de un intento de linchamiento público por no convocar a paro general. Este es uno de los motivos por los cuales en Argentina pensar la política es pensar el feminismo.
La medida emergió en nuestro país de discusiones que habían tenido lugar en el Encuentro de Mujeres15 de 2016, y se sincronizó con las distintas asambleas participativas de mujeres, lesbianas, travestis y trans que funcionan de modo permanente en varias provincias; el paro del 19 de octubre de 2016 se decidió una semana antes -a raíz del asesinato y empalamiento de Lucía Pérez- y se organizó con una velocidad y una eficacia inusitadas. A los pocos meses, para el 8 de marzo de 2017, Argentina fue uno de los setenta países que acató el paro y donde la medida fue más masiva.
El instrumento de protesta se mide con la dimensión del problema: frente a una crisis mundial del capital que los estados neoliberales resuelven con la salvaguarda de los bancos, el empobrecimiento de las poblaciones, con guerras onerosas y una economía ecológicamente inviable a corto plazo, las mujeres responden con un paro internacional. La medida global del PIM parte del principio básico de la desobediencia civil, al demostrar(nos) que sin nosotras no se produce ni se reproduce. La enorme fuerza de simplemente no obedecer por un día, de desnudar a la costumbre como la primera razón de la servidumbre voluntaria -como lo señaló hace muchos siglos el humanista Étienne de la Boétie- desautomatiza, extraña, abre un impasse, produce subjetividad.
El segundo paro tuvo lugar en 2018 y se puso particular atención en que no se convirtiese en una suerte de acción simbólica o ritual, dado que se entiende que el paro es un momento dentro de un proceso que se realiza durante todo el año, que se produce, discute y moviliza por los femicidios, por las violaciones correctivas a lesbianas y trans, por las palizas de la policía a trabajadorxs sexuales, por los despidos, por los besos reprimidos en el espacio público, por la Educación Sexual Integral, etcétera. Dentro de la estrategia expansiva del feminismo actual se propuso pasar del paro laboral, el trabajo productivo y reproductivo y el consumo, a un paro que incluyera explícitamente a las estudiantes y que diese el debate sobre cómo paran quienes tienen bajo su responsabilidad el cuidado de otrxs (hijxs, mayores, enfermxs).
Destaco varias cuestiones a propósito de la huelga de cuidados, planteada como punto central en este 8m: incorpora, por un lado, la crítica al desguace de las estructuras estatales de contención social y visibiliza a sus principales perjudicadas; y, por otro lado, retoma, por aproximación, el espinoso asunto de qué hacer con los varones, de manera puntual, ante el paro, y, de manera general, en los programas del/los feminismo/s.
Dado que los feminismos se reconocen como corrientes emancipatorias y no como programas de dominación, la idea de invertir espejadamente la balanza sexo-genérica del patriarcado estaría por fuera de ese borde que mencionábamos al comienzo de este artículo. Pero eso no desarma de ningún modo las peliagudas disputas por los modos en que los hombres -que son los cuerpos privilegiados por el sistema de dominación sexual- pueden acompañar la lucha feminista o si siquiera pueden ser parte de ella. Los instructivos en torno a la huelga de los cuidados toman posición en este asunto, “si eres una mujer cuidadora, habla con hombres para que el 8 de marzo realicen los cuidados que tú sueles hacer”.16 También lo hacen los instructivos de Ni una menos sobre qué deben hacer los hombres el 8 M: facilitar la asistencia de las mujeres, cubrirlas en sus puestos de trabajo -asalariado y doméstico- y acompañar la marcha sin ocupar lugares expectantes. El presupuesto de estas medidas es que la lucha pretende cambiar la relación de dominación y explotación entre los sexos -e incluso, abolir los sexos, aunque no la sexualidad-, de los cuerpos marcados como masculinos sobre los cuerpos marcados como femeninos; por ende hay que producir, además de otros sujetos, otros vínculos, otras experiencias afectivas, otras sensibilidades. Para ello, el horizonte debe dejar de ser la igualación -como diría Silvia Federici, “no quisiera vivir como viven la mayor parte de los hombres”-, necesaria solo en el ámbito de los derechos y las distribuciones, y pasar a ser la construcción de otras formas de vida colectiva, más dignas y deseantes, menos dañadas y dañinas.
Los paros del 8M son, además de todo lo que hemos señalado, una medición de las fuerzas y la representatividad de un proceso que crece velozmente, y como la marea expansiva, los embates de la reacción son bastante significativos. Luego del 8M de 2017 tuvimos en Argentina un abril negro, con una ola acelerada de femicidios atroces que nos hicieron estar todos los días en la calle; al otro día del 8M de ese año hubo una bestial represión con gas pimienta y golpizas por parte del personal policial masculino en la cárcel de mujeres de Ezeiza. Los golpes son muy virulentos, pero la denuncia es inmediata y masiva; el movimiento no se desactiva nunca, funciona como un arco de contención y respuesta permanente y, mientras tanto, sigue haciendo la tarea del topo, abriendo túneles en las entrañas de la historia.
Conclusiones
Si pensamos al proceso de expansión actual del feminismo -como lo hace Silvia Federici- como una revolución inacabada que desde hace al menos cincuenta años ha ido transformado lo inteligible, la dinámica entre el feminismo y los feminismos puede verse -además de como dos momentos de una estrategia de enunciación- como una suerte de juego de la posta, donde esta se va modificando de mano en mano. Hacia el interior del movimiento, frente a diferentes situaciones adversas, distintas caras de los feminismos hegemonizan la acción -el feminismo negro, el lésbico, el queer, el decolonial, el migrante y tantos otros- y, como las cabezas venenosas de la Hydra, por cada una que se intenta cortar emergen tantas como hagan falta para atender cada flanco. Sabemos que no es una historia linealmente acumulativa y progresiva, sabemos que hay retrocesos, pero también hay fuertes sedimentos y nuevos aprendizajes que se sostienen tanto en el encuentro como en la apuesta renovada a la potencia de la incomodidad. En esos términos el feminismo conquista y desborda, entre el sincretismo y la paradoja, habitando, habilitando y militando las incomodidades que denuncia.
En este sentido, es igual de importante advertir cómo las organizaciones que nutren este movimiento, que parece tener un nuevo momento, surgen para la autodefensa y se propagan hacia una defensa en condiciones amorosas, eróticas, sensuales y de disfrute muy específicas. No queremos vivir de cualquier manera. Así, frente a la aberración de la justicia española que absolvió este año a los cinco violadores del terrible episodio de San Fermín en 2016 -luego de un acto judicial que Paul Preciado describe como una segunda violación-, la marea feminista canta “sola, borracha, quiero llegar a casa”.17 Así, rearmamos la necesidad y la vinculamos al placer y decimos “educación sexual para descubrir, anticonceptivos para disfrutar, aborto legal para decidir”.18