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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.57  Ciudad de México abr. 2019  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2019.59.10 

Reseñas

Reseña de Acoso ¿Denuncia legítima o victimización?

Fabio Vélez1 

1Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México Correo electrónico: fabio.vlez@gmail.com

Lamas, Marta. 2018. Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización?. México: Fondo de Cultura Económica, 182p.


No me andaré con rodeos: “Nos hallamos frente a un libro engañoso”. Ciertamente, aunque Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización? reviste todas las apariencias de un perfecto panfleto, cuando atentamente leído, es decir, en una segunda o tercera lectura, es muy probable que este panfleto se transmute entre las manos de quien lo lee en algo distinto.

Sobra decir que los panfletos son escritos breves, redactados -cortesía de las y los panfletistas- en una prosa accesible y con fines dispuestos a corto o mediano plazo; es decir, fungen como un medio, normalmente admonitorio, para un propósito fundamentalmente político. Y pese a que muchos panfletos han terminado convirtiéndose en biblias, huelga reconocer que su impulso original siempre ha sido el de instar a la acción e, incluso, a la revolución.

La primera lectura de este texto, a menos que quien lee sea extraordinaria/o, probablemente deje esa huella que acabo de mencionar, a saber, la constatación de que nos hallamos frente a un texto breve, redactado con vistas a un público general y con una firme intencionalidad política. Dicho y aceptado lo cual, reconozco que me vi obligado a rectificar esta evaluación luego de hincarle por segunda vez el diente. En otras palabras, tras una relectura más pausada pude advertir que este libro era más que un panfleto. ¿Cómo interpretar este cambio? Lo que observé entonces es que este libro permitía al menos dos lecturas. Además de la panfletaria, este libro hacía algo más; este libro desmontaba nada menos que un “discurso social”.

Y, en honor a la verdad, es menester reconocer que la propia autora ya lo manifiesta en las páginas del prólogo. No nos engaña, pues. Si esto es así, ¿entonces por qué me atrevo a declarar que este libro es engañoso? ¿Acaso la autora no señala, de manera meridiana, su proyecto? Si yo soy el único responsable de mi extravío, ¿por qué responsabilizarla a ella de enredos que solo me corresponden a mí?

Pues bien, sostengo que este libro es engañoso porque es fácil que, en la lectura, nos dejemos arrastrar por uno solo de los dos caballos de batalla que forcejean en este volumen. En la página 137, la autora despeja los semblantes del enemigo y de la adversaria respectivamente: “No va a ser fácil cambiar la cultura machista ni la perspectiva mujerista”. Creo que el traspié de muchas y muchos lectores, como fue mi caso, es harto elemental: no supe ver la finta y seguí solo una de las dos historias. Sospecho, así pues, que este libro despeja dos lecturas: una donde se despliega una crítica al acoso y otra centrada en una crítica al discurso social del acoso, y lo que en una lectura superficial se sustancia en la primera, en una lectura atenta se descubre en la segunda. Es en esta segunda lectura en la que me gustaría abundar aquí.

¿Por qué? ¿Qué plus aportaría esta sobre la otra? Mi opinión es que esta segunda lectura revela un rigor analítico en principio ausente en el género panfletario. Y no solo ahí. Revela también una forma de hacer feminismo y de pensarlo. Pero hay más; tengo para mí que esta forma, y no tanto el supuesto contenido con que se encarna la misma, va a ser la manera con que la autora va a tratar de desmontar este “discurso”.

Es preciso advertir, antes que nada, que este estilo se va a desahogar en un rigor por los matices que no solo entorpece todo cuanto puede las generalizaciones aceleradas, sino que dificulta, hasta llegar a bloquear del todo, cualquier forma de esencialismo o naturalismo. Esto es algo, por cierto, que la autora ya viene denunciando en trabajos anteriores, bajo una fórmula particular, a saber: si todo es x, entonces nada lo es. Este método, si es que así podemos llamarlo, es probable que tenga sus adeptas/os, pero también sus detractoras/es. No estoy descubriendo nada nuevo: el matiz suele molestar y, en este sentido, no es fruto de la casualidad que la complejidad guste de solaparse bajo la alfombra. La historia del pensamiento, efectivamente, está plagada de ejemplos que así lo prueban. Pues bien, esto probablemente encuentre explicación en el hecho de que los detalles, en ocasiones incómodos y en otras intempestivos, sean los principales responsables a la hora de impedir el cierre de sistemas, la sutura de paradigmas y, en última instancia, la discrepancia entre fanáticas/os. Esto debería constituir motivo suficiente para que todas/os nos vacunáramos contra la cerrazón y aceptáramos de buena gana aquella máxima de Keynes (apócrifa o no) que tanto gustaba citar a Tony Judt: “cuando cambian los hechos, cambio de opinión”.

Un ejemplo de lo anterior -es decir, de esta actitud antidogmática en el proceder de la autora y no solo en este libro- lo podemos encontrar en la página 81. Allí, Elisabeth Badinter, reconocida feminista y frecuentemente citada por la autora para apoyar muchas de sus posturas, era objeto de una crítica letal. Así pues, al pretender defender, en la interacción entre hombres y mujeres, una privilegiada singularidad francesa (para entendernos, más liberal y menos puritana que la estadounidense), la feminista francesa, según la autora, no solo estaría procediendo de manera desbocada al esencializar una sexualidad nacional, sino reproduciendo esquemas falaces del feminismo radical que ella misma, en otro momento, habría intentado desarticular. Y es que este va a ser un leitmotiv en este libro: no solo si existe una y solo una especificidad del deseo femenino, sino que en el caso de existir una o varias, quién o quiénes, y en calidad de qué, se arrogan el derecho de dictarlas e imponerlas al resto. Encaja así perfectamente la pregunta retórica que, no sin cierta ironía, dejaba caer la autora en la página 117: “¿quién debe definir lo que es correcto sexualmente, el Estado, los diputados, los grupos religiosos, las feministas, las empresas, los médicos, los psicoanalistas?”

Prosigamos. La autora desliza en la página 130 un sincero desiderátum. Allí escribe: “No quiero que me malentiendan”. ¿Por qué esa llamada de atención? No solemos ir por la vida anticipándonos a las incorrectas exégesis que otras/os puedan hacer de nosotros, y máxime cuando se ha dispuesto de 153 cuartillas para ello. ¿A qué se debe, entonces, una solicitud de esta naturaleza? Pues bien, tal vez a que ella misma es consciente de que en la escaramuza entre estadounidenses y francesas, es decir, entre el #MeToo y el manifiesto de Le Monde, este último -con el que Lamas siente más sintonía- “fue leído” como un ataque, cuando en realidad se trata de un mero deslinde. Ella lo reconoce en la página 86, y escribe: “Lo llamativo fue que tal posición se interpretó como si las francesas avalaran toda forma de acoso”. Y sin embargo, cuando a ella le toque tomar posición al respecto, declarará sin titubeos lo siguiente: “Comparto su aspiración [la del #MeToo y Cía] pero creo que, en México, es necesario otorgarle más densidad política y teórica”. La pregunta que entonces queda en el tintero es esta: ¿por qué extraordinaria razón cree la autora que ella no habría de ser malinterpretada igualmente?

Me temo que este libro va a ser recibido por algún sector del feminismo como un ejemplo de “mal feminismo”, dicho con Margaret Atwood, y la descalificación vendrá secundada por la más que probable coletilla de “cómplice del patriarcado”. Hay que admitir, no obstante, que resulta verdaderamente difícil establecer un diálogo cuando la oponente da por sentado que la duda, el matiz o, directamente la discrepancia, te sitúan por defecto en el bando contrario. En el feminismo, las “camisas de fuerza” de las que habla Janet Halley y los “enconamientos” que denuncia Jessa Crispin no están sino poniendo el dedo en esta llaga. Criticar el discurso social y dominante sobre el acoso no implica, de ninguna manera, se mire por donde se mire, defender explícita o tácitamente el acoso. Me temo que una parte del feminismo, pese a los deseos de la autora, malinterpretará el texto en este sentido indicado. Pero ojalá me equivoque.

Me gustaría, antes de proseguir, hacer alguna referencia a las conclusiones de este libro que, para el caso, son fundamentalmente propuestas. Me refiero, en concreto, a eso que la autora denomina en cierto pasaje los “otros caminos”. Pero, antes que nada, ¿caminos a qué? ¿Y por qué otros? Pues bien, si interpreto correctamente lo que está en juego, esos otros caminos se encuentran a su vez condicionados por la cultura machista, el discurso social mujerista, la ineficiencia del aparato judicial mexicano y la justicia por cuenta propia reivindicada últimamente por el feminismo radical.

¿Cuáles son, pues, esos otros caminos que la autora divisa, y que resultarían inexorables para la remoción de lo que en la actualidad se manifiesta a todas luces insatisfactorio? He identificado y aglutinado las propuestas en dos grupos de medidas. La primera de ellas pasaría por la inclusión de la otra mitad de la sociedad en el debate. Sería importante, se nos dice, incluir a los hombres en este problema pues no en vano es asunto que nos atañe a todos, aunque no nos afecte igual. Así pues, sería más urgente que nunca dialogar con los hombres y establecer alianzas con ellos, o al menos con los que se pueda. Y, fíjense, se me ocurre que hay una razón puramente aritmética para ello: si se desestima automáticamente de una muestra a la mitad, ¿alguien piensa en su sano juicio lograr siquiera la adhesión de una mayoría? Y sin el 50+1, ¿algún demócrata realmente considera que es factible el cambio? El segundo grupo de medidas pasaría por una redefinición del aparato conceptual vigente con vistas a facilitar un posible desplazamiento del actual discurso social sobre el acoso. Razones, a su juicio, no faltan: pues este discurso radical, examinado de cerca, estaría abanderando y desbrozando el camino a otros movimientos que, como el puritanismo o el neoliberalismo, se aprovecharían de él de manera bastarda.

En este orden de cosas, algo que me he preguntado varias veces en la relectura de este libro es por qué la autora deposita tanta confianza en la teoría y el rigor analítico. Y la respuesta que me he dado es la siguiente: para ella, el conocimiento no es solo condición necesaria para la justicia, sino que la ausencia del mismo, es decir, el desconocimiento o la confusión, podría terminar amparando resultados contrarios y, por tanto, indeseables. Como señalaba certeramente Celia Amorós: “conceptualizar es politizar” y, precisamente por ello, añadiría la autora, hay que conceptualizar bien. Se entienden así, por lo demás, el ángulo y la consistencia de las críticas dirigidas al feminismo radical. Rescato algunas de ellas, para que pueda advertirse la consistencia de su estrategia: [a propósito del feminismo radical:] “yerra en el diagnóstico y, por tanto, en las propuestas” (52), “no va al fondo del problema, con los consecuencias negativas respectivas” (93) o “se equivoca en el análisis y en sus políticas” (128).

Pero las cosas no son tan sencillas. Y la autora no es de las que eluden las objeciones cuando estas se presentan. En la página 92, por ejemplo, reconoce abiertamente que, en contra de lo esperable, y a pesar de la sobredimensión y el abuso del término “acoso”, resultan más “efectivas” las denuncias por acoso que las denuncias por machismo. Y la autora se pregunta en un pasaje inmediato si esto es “correcto políticamente”. El adverbio no era casual, pues ella sabe de sobra que semánticamente no lo es. ¿A cuento de qué, entonces, esa interrogante? Aquí podría sernos de ayuda la clásica consigna utilitarista, a saber, aquella de si los fines justifican los medios. Lo que la autora respondería, creo yo, es que, por indudable que sea la efectividad inmediata del vocablo en términos procesales, habría que evaluar, y no desdeñar, los daños colaterales. ¿Cuántos, preguntaría ella, fueron investigados (y tal vez juzgados) por delitos que en realidad no lo eran? ¿Y si en vez de un delito era una comentario inoportuno o una grosería machista? Pero no solo eso; ¿y si no había intención alguna por parte del emisor y fue la receptora quien malinterpretó los signos o señales? Insisto, repito y aclaro: estas preguntas no implican minusvalorar los usos y costumbres machistas, reprobables en cualquier caso, sino distinguir y evaluar correctamente la gravedad de los hechos. Un piropo desafortunado, por ejemplo, no es lo mismo que un intento de violación. Por eso es importante ponderar en su justa medida, intuyo que diría la autora, para que no caigan indiscriminadamente y bajo el único paraguas del acoso distintos actos y puedan depurarse con proporcionalidad las responsabilidades correspondientes.

Lo anterior recoge, reconozco que de manera apretada, lo que me parece más remarcable de este libro. Pero antes de terminar, me gustaría plantear una desazón que me ha dejado el texto. Coincido con la autora en dos puntos: más allá de los tipos penales (es decir, con independencia de la caótica y múltiple legislación), el sistema jurídico mexicano es lamentable: la corrupción, la lentitud (por falta de medios) y la incapacidad de muchos de sus funcionarios así lo atestiguan, como ha puesto de manifiesto Estefanía Vela en sus impactantes investigaciones. Pero, asimismo, también me parece que pasarse al otro lado, cruzar la línea en la búsqueda de una justicia propia, nos retrotrae a tiempos pasados y a maneras más propias de la Inquisición. El debido proceso y la ley son conquistas a las que no habría que renunciar en ningún caso. Ahora bien, ¿tiene solución el dilema? Es decir, ¿cómo canalizar la indignación si estamos de acuerdo en que el linchamiento y el escrache no son el camino, pero sabemos igualmente que el acceso a una “justicia justa” (valga la redundancia), por el momento en México, es una ilusión? ¿De dónde obtener justicia? ¿Hay una tercera vía? Es decir, y repito, mientras nos tardamos en ajustar y unificar el código penal, eliminamos la corrupción de la justicia y capacitamos correctamente a nuestras/os servidoras/es (desde el policial hasta el judicial), ¿qué hacer y adónde acudir ahora, justo en este momento?

Aquí lo voy a dejar, pero sé que quedan pendientes varios puntos. Por ejemplo, falta evidenciar el espíritu liberal e igualitario que anima el proyecto intelectual de la autora y que curiosamente apenas asoma en este libro, como cuando en la página 131 nos invita a reflexionar sobre el capital erótico y la necesidad de pensar nuevos conceptos para relaciones quid pro quo consentidas y no forzadas por la necesidad económica. También es necesario abordar la espinosa cuestión de la subjetividad o el acierto al nombrar, y por lo tanto visibilizar, ese otro “acoso social machista”. Y, finalmente, ¿por qué eludir los medios y las instituciones que podrían desatar esa “revolución simbólica” (en términos bourdieurianos) que se proclama, y que permitiría desarticular la doxa dominante, con sus respectivos habitus y violencias simbólicas?

Pero el espacio se agota, the rest is reading.

Referencias

Lamas, Marta. (2018). Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización? México: Fondo de Cultura Económica, 182 pp. [ Links ]

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