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Debate feminista

On-line version ISSN 2594-066XPrint version ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.57  Ciudad de México Apr. 2019  Epub Nov 20, 2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2019.57.04 

Artículos

Biomedicina, vulnerabilidad, género y cuerpo en vínculos erótico-afectivos serodiscordantes en la Ciudad de México

Biomedicine, Vulnerability, Gender and Body in Serodiscordant Erotic-Affective Ties in Mexico City

Biomedicina, vulnerabilidade, gênero e corpo nos vínculos erótico-afetivos sorodiscordantes na Cidade do México

César Torres Cruz1 

1Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. Correo electrónico: cesartorres1109@gmail.com


RESUMEN

El objetivo de este artículo es analizar, mediante herramientas conceptuales de los feminismos queer, de los STS (Science and Technology Studies, por sus siglas en inglés) y de la sociología de la afectividad, cómo se experimenta la vulnerabilidad en la serodiscordancia (o diferencia de estado serológico) en vínculos homo y hetero erótico-afectivos en la Ciudad de México, a partir del género y la clase social. En este texto rescato estas complejidades socioculturales de la relación de los sujetos con la biomedicalización del VIH/sida y de la sexualidad, mediante su impacto corpóreo-afectivo.

Palabras clave: Biomedicina; Serodiscordancia; Sexualidad; Vulnerabilidad; Género

ABSTRACT

The purpose of this article is to use conceptual tools from queer feminisms, STS (Science and Technology Studies) and the sociology of affectivity, to analyze how vulnerability is experienced in serodiscordance (or difference of serological status) in homo and heteroerotic-affective bonds in Mexico City, on the basis of gender and social class. In this text, I take up these sociocultural complexities of the relationship between subjects and the biomedicalization of HIV/AIDS and sexuality, through their corporeal-affective impact.

Key words: Biomedicine; Serodiscordance; Sexuality; Vulnerability; Gender

RESUMO

O objetivo deste artigo é analisar, através de ferramentas conceituais de feminismos queer, STS (Science and Technology Studies) e da sociologia da afetividade, como a vulnerabilidade é vivenciada na sorodiscordância (ou diferença de status sorológico) nos laços homo e hétero erótico-afetivo na Cidade do México, com base no gênero e na classe social. Neste texto resgato essas complexidades socioculturais da relação dos sujeitos com a biomedicalização do HIV/AIDS e da sexualidade, através do seu impacto corporal-afetivo.

Palavras-chave: Biomedicina; Sorodiscordância; Sexualidade; Vulnerabilidade; Sexo

Introducción: VIH/sida, serodiscordancia y biomedicina

El VIH/sida ha mantenido una relación tensa con la biomedicina y sus avances tecnológicos, los cuales han influido en cambios en las significaciones del virus que a más de tres décadas de su aparición, ha dejado de ser visto por muchas personas como mortal, pues el avance en el tratamiento antirretro-viral permite considerarlo como una afección crónica más que permite vivir muchos años (Reis y Gir, 2010). Desde 2008, la Comisión Federal de VIH de Suiza y otros estudios (Vernazza et al., 2008; Jin et al., 2010; The Lancet, 2011) indicaron que quien viva con el virus y se adhiera al tratamiento reducirá a menos de 2% la probabilidad de transmitir el virus en prácticas sexuales sin condón.

Vale la pena resaltar el papel de dichos avances tecnocientíficos, pues a partir de la segunda guerra mundial, en las nociones de salud/enfermedad inciden esquemas biotecnológicos, principalmente desde el desarrollo de “tecnologías, instrumentos y fármacos que hacen más difícil la demarcación entre ‘medicina’, ‘ciencia’ e ‘industria’” (Löwy, 2011, p. 116).1 Al referirme a la biomedicina suscribo la llamada de atención de posturas sociológicas y de los STS que enfatizan que en nuestros días experimentamos el auge de la medicina para controlar al cuerpo, pero también para la preservación de la vida. La adherencia del prefijo bio sirve para enfatizar su tecnocientificación, donde, como corroboran las teorías del biopoder, la investigación básica en las ciencias de la vida tiene fuerte influencia (Haraway, 1995; Clarke et al., 2003; Rabinow y Rose, 2006; Rose, 2007; Foucault, 2011). En este nuevo desplazamiento cultural y epistémico, la salud se convierte en una mercancía y se hace hincapié en el riesgo, el control y la vigilancia de los padecimientos que experimentamos y de los que pudieran aparecer en nuestras vidas.

Para destacar la injerencia de la biomedicina en el VIH y la sexualidad, rescato la manera en que opera la biomedicalización en cuanto noción de los STS y la sociología feminista que alude al “proceso de medicalización cada vez más complejo, multisituado, multidireccional que se ha extendido y reconstituido mediante nuevas formas y prácticas sociales de biomedicina altamente tecno-científicas” (Clarke et al., 2003, p. 162).2

Adele Clarke y colaboradoras señalan que la biomedicalización se manifiesta a través de varios procesos: 1) grandes desplazamientos político-económicos; 2) un nuevo enfoque en la salud, en el riesgo y la vigilancia biomédica, donde la salud se convierte en mercancía y el cuerpo biomédicamente reingenierizado se convierte en una posesión; 3) la tecnocientificación de la biomedicina; 4) las transformaciones de la producción, distribución y consumo de conocimientos biomédicos, y 5) la transformación de los cuerpos y las identidades (2003, pp. 161-162; 2011, p. 177).

Su dimensión performativa le permite a la biomedicina materializar cuerpos serodiscordantes mediante la iterabilidad de sus discursos y prácticas sociales (Rosengarten, 2004). Es decir, la biomedicina es performativa en cuanto: a) su discurso produce los efectos que nombra, mediante el ejercicio del poder (Butler, 2008), y b) como ha señalado Karen Barad (1998, 2003) desde la física cuántica, los feminismos queer y los STS, elementos discursivos y no discursivos no interactúan, sino intraactúan para producir cuerpos y fenómenos. A lo largo de este texto, veremos cómo los discursos y las prácticas materializan la vulnerabilidad en la serodiscordancia.

Respecto al VIH/sida, México es considerado un país en el que la epidemia se mantiene con una prevalencia estable de 0.3%. La vía de transmisión más frecuente es la sexual (92.5%). El lugar donde hay más casos y la prevalencia es más antigua es la Ciudad de México (CENSIDA, 2012; Programa de VIH/sida de la Clínica Especializada Condesa, 2012). Si bien en términos generales las enfermedades relacionadas con la pandemia ocupan el décimo quinto lugar entre las causas de muerte de la población mexicana, en los últimos datos obtenidos por el INEGI (2015), este padecimiento fue la quinta causa de muerte de los varones de 25 a 34 años, y la novena en mujeres de ese rango de edad.

En términos académicos, ni la serodiscordancia ni sus implicaciones socioculturales y de género han sido analizadas en profundidad en América Latina.3 En México solo se han realizado tres trabajos al respecto: el de Nieto (2007), el de Sansores (2010) y el de Torres (2014). Además, los trabajos sobre vínculos lesbo-erótico-afectivos serodiscordantes son escasos (Richardson, 2000; Wieringa, 2010; Chan et al., 2014).

En este artículo resalto algunas complejidades socioculturales de la vivencia de la serodiscordancia, las cuales contravienen la supuesta estabilidad epidemiológica que experimenta el VIH en nuestro país. Rescato algunos elementos que forman parte de una etnografía en la que comparé las vivencias de mujeres y varones en vínculos homo y hetero con diferencia en su estado serológico, en la Ciudad de México (Torres, 2017). Dicha etnografía contempló dos fases: en la primera di seguimiento a la vida cotidiana de varones en dos vínculos homo-erótico-afectivos y a una mujer y un varón en un vínculo hetero-erótico-afectivo por más de seis meses (hacia finales de 2014). En la segunda, estuve en la Clínica Especializada Condesa por más seis meses; esta fase incluyó entrevistas con personas en vínculos serodiscordantes y observación participante de las actividades que realiza el personal de servicios de salud para quienes tienen un diagnóstico positivo de VIH (hasta agosto de 2015).

En total, realicé 39 entrevistas -de las cuales cada informante conserva una carta de consentimiento informado- distribuidas de la siguiente manera, vínculos hetero: cuatro; vínculos homo: seis; mujeres que viven con VIH (sin pareja al momento de realizar las entrevistas): dos; personal que presta servicios de salud en la clínica: siete. Con algunas personas tuve más de una entrevista. En el siguiente cuadro presento datos generales de personas entrevistadas en vínculos serodiscordantes.

Cuadro 1 Características de algunas/os informantes 

Pseudónimo Sexo Edad Personas con las que viven en la actualidad Tiempo de diagnóstico Estrato socioeconómico
Isaac H 22 Padres 2 años Medio
Josué H 32 Solo Seronegativo
Ramiro H 23 Padres 1 año y medio Bajo
Esteban H 23 Padres Seronegativo
Josefina M 51 Algunas hijas y nietas/os Seronegativa Bajo
Óscar H 51 8 años
Edgar H 31 Pareja 5 meses Alto
Bernardo H 31 Seronegativo
Germán H 28 Primo 4 años Bajo
Héctor H 25 Padres Seronegativo
Virginia M 34 Hija 10 años Bajo
Diana M 30 Pareja, familiares Seronegativa Bajo
Juan H 33 1 año
Luis H 24 Padres 6 meses Bajo
Martín H 23 Padres Seronegativo
Inés M 39 Pareja e hijos 6 meses Bajo
Aldo H 42 Seronegativo
Adriana M 28 Padres Seronegativa Medio
Alberto H 30 Padres 4 años
Gabriela M 26 Esposo 2 años Bajo
Mauricio H 24 Padres 2 años Bajo
Alejandro H 26 Tía Seronegativo

Elaboración propia con información de la investigación etnográfica.

Veamos a continuación algunos matices sociales de la resignificación de la vulnerabilidad a partir de los matices de género y clase social.

Vulnerabilidad, horizontes normativos de género y salud

Existen esfuerzos conceptuales relevantes para entender la pandemia del VIH donde la noción de vulnerabilidad cobra relevancia. Después de una época en que se habló de grupos de riesgo y de prácticas sexuales de riesgo, en nuestros días se suele enfatizar el papel de la vulnerabilidad en la vivencia con el virus (Magis y Hernández, 2008, p. 106; Amuchástegui, 2017). Los estudios al respecto han permitido reconocer cómo se configura el riesgo y la manera en que el riesgo individual se encuentra inserto en una estructura que hace que algunos sectores sean más vulnerables que otros para adquirir el virus, a partir del género (Persson y Richards, 2008; Herrera et al., 2014), la condición de migrante, el consumo de drogas inyectables, la pertenencia étnica (Núñez, 2009; Ponce y Núñez, 2011), las prácticas homoeróticas (Granados et al., 2009; Guerrero y Mercado, 2017) y las combinaciones de estos factores.

Para las teorías feministas, no es suficiente partir de que la vulnerabilidad se encuentra estratificada por estructuras sociales que conducen a conductas de riesgo, sino que es crucial pensar en la serodiscordancia desde las implicaciones de género que conllevan los procesos de precarización del padecimiento. Como bien ha señalado Judith Butler, “la vulnerabilidad no es una disposición subjetiva, sino una relación con un campo de objetos, fuerzas y pasiones que inciden y nos afectan de alguna manera” (2015). Mediante la relación con las normas biomédicas del VIH/sida, las personas dan sentido a sus experiencias corporales serodiscordantes.4

Destaco entonces la vulnerabilidad y la precariedad corporales propias de la serodiscordancia. Judith Butler ha intentado mostrar, en clave de género y en función de la precariedad, los procesos de subjetivación a los que nos enfrentamos. Su ontología socio/corporal nos da alternativas para comprender cómo se configuran las corporalidades serodiscordantes. Su teorización sobre las vidas que pueden ser vivibles en la actualidad nos recuerda que vale la pena reflexionar sobre la vulnerabilidad como característica que define “lo humano”, es decir, como lo que es compartido por todos los integrantes de la especie. Pero proponer que la vulnerabilidad común es lo que da sentido a “lo humano” no le es suficiente a Butler; ella resalta que esta vulnerabilidad se encuentra siempre articulada en forma diferencial y no puede ser pensada adecuadamente ni por fuera de un campo diferenciado de poder ni por fuera del trabajo diferencial de normas específicas de reconocimiento (Butler, 2006b, p. 72).5

La diferencia del estado serológico desempeña un papel crucial en los cuerpos aquí analizados, pues hablamos de cuerpos vulnerables/precarizados con doble connotación: primero, los que están expuestos al contagio; y segundo, aquellos que, después de recibir el diagnóstico, están expuestos a procesos de precarización por el hecho de depender de la biomedicina y por las propias condiciones sociales de existencia a que conduce la interpretación del padecimiento.6

Es en la sexualidad (Foucault, 2011) donde tiene lugar la abyectificación7 y precariedad de los cuerpos serodiscordantes. El virus significa marcas de exclusión respecto a las normas sexuales. “Se cree que se trata de un padecimiento de homosexuales o de putas”, comentaron varios de mis informantes cuando recordaron las primeras palabras que la gente cercana utilizó para referirse al VIH/sida. Vivir con el virus se relaciona imaginariamente con la marca corporal de una “falla”, de un desapego de la heteronorma. Esto muestra los efectos del biopoder: el cuerpo debe ser controlado. En los vínculos hetero-erótico-afectivos serodiscordantes está en “peligro” la reproducción; en los homo-erótico-afectivos, la serodiscordancia indica que los cuerpos de ciertos varones han sido penetrados y que, además, en todos los casos, no se ha utilizado el condón. La precariedad se induce entonces y el dispositivo biomédico se hace presente para controlar, conocer e indicar a las personas cómo deben entender sus cuerpos y cómo vivir con el padecimiento.

La carrera de la vivencia del VIH/sida se inicia con una sentencia performativa de la biomedicina. Si bien todas las personas entrevistadas sabían algo sobre el tema, sobresale la ajenidad respecto a la información experimentada en las personas entrevistadas. Quizás en los varones en vínculos homo-erótico-afectivos hay cierta cercanía por la vinculación que se ha hecho entre las prácticas homoeróticas y el padecimiento; aun así, era visto como algo que le “pasa a los otros”.

Pues realmente yo no conocía a alguien que lo tuviera, era un tema cercano por la información, pero era un tema lejano porque no era totalmente mío […] Me daba miedo cuando me hacía las pruebas [de detección]. Pero creo que al momento de la primera prueba tuve miedo. Me preguntó el médico y le dije que era homosexual, creo que a la enfermera le entró miedo y me mandó inmediatamente a hacer la prueba. Mi prima es médico general [sic] y ya me explicó más o menos qué onda: me dijo que mi médico tuvo miedo y me mandó a hacer la prueba porque soy parte de una población vulnerable para el VIH [Isaac, vive con VIH].

Yo sí sabía que existía el sida, tuve conocimiento en los ochentas, porque era sida, no VIH; veíamos las imágenes en la televisión de los países africanos, cómo la gente se estaba muriendo. En aquellos tiempos decían que era única y exclusivamente de los homosexuales. Tenía un vecino/vecina que de día era niño y en las noches niña, en los años 92, 93 él muere de sida; ese es el primer acercamiento más cercano que tuve […] Con el paso del tiempo te das cuenta de que le puede dar a cualquier persona (Virginia, vive con VIH).

En estos testimonios podemos ver cómo el padecimiento se ha vinculado desde su surgimiento con prácticas homoeróticas. Isaac refleja la eficacia del poder del discurso biomédico para producir vulnerabilidad en los varones que no se asumen como heterosexuales. Es revelador cómo en una práctica médica ritualizada y confesional, el interlocutor es examinado por el médico y la enfermera, pero también es interrogado sobre sus prácticas sexuales y es remitido directamente a la prueba de detección de VIH (Crawford, 2004, hace un recuento de cómo la biomedicina contemporánea ritualiza el manejo de la noción de riesgo).8

Su prima, quien forma parte del personal médico, le explica que él pertenece a una población “vulnerable”, que por ello debe realizarse la prueba. El miedo debe ser entendido como una estrategia de cuidado que ilustra una postura paternalista donde la biomedicina “cuida” a los varones con prácticas homoeróticas por la alta probabilidad de que adquieran el virus. Aquí hay una diferencia significativa con las personas entrevistadas que se asumen como heterosexuales que revela la configuración del riesgo del padecimiento y su relación con grupos estigmatizados.

El discurso de varias de las interlocutoras es afín con el que enuncia el personal biomédico: el VIH se relaciona de manera directa con las práctica homoeróticas. Josefina fue clara cuando me dijo que ella escuchaba sobre el sida y lo relacionaba con homosexuales. Virginia lo vinculó con África y las personas más pobres del mundo, pero sobresale su extrañamiento ante su “vecino/vecina” y su posterior diagnóstico y muerte; es decir, el virus está en los otros, en los sujetos precarizados. Ya después, con su propia vivencia, se da cuenta de que el padecimiento también puede darse en las mujeres. Vemos, pues, rastros de homofobia en estos relatos.

En todos los casos que investigué, adquirir el virus ha sido una experiencia extremadamente complicada de asimilar. Aunque existe en nuestros días mucha información sobre el padecimiento y la mayoría de las personas lo conoce y sabe que la probabilidad de que el virus lleve a la muerte es baja si se da una atención oportuna, el miedo a morir está muy presente, además de las implicaciones de una condición corporal que les acompañará durante toda la vida.

Yo empecé con lo que yo creía que era una infección urinaria, porque empecé orinando sangre. No me espanté y fui al doctor y me dio tratamiento de un mes, dos meses, nada, tratamiento, tratamiento y nada. Ya de ahí se disparó todo por un accidente que tuve trabajando y se me cayó una máquina encima, iba bajando, me resbalo y me llevan al doctor. No pasó nada, pero ahí se me bajó la presión feo y a raíz de eso no sé qué me pasó que empiezo con diarrea, vómito, todo, y aun así fue un proceso de dos años. Fui a varios hospitales; bueno, yo iba con cuanto doctor particular me recomendaban, me mandaron a hacer estudios de la tiroides y nada, seguía orinando sangre, seguía la baja de peso, diarrea, cándida, herpes, y pues ya estaba desesperado, a ningún doctor se le ocurría nada. Un día, platicando con mi hija, la mayor, le dije: “¿no será sida?” “¡Ay!, ¿cómo crees?”, me dice y pues bueno, “no he sido un santo”, le digo. Investigó ella eso de la prueba y en un centro de salud de por aquí cerca me hicieron la prueba; empecé a leer un poquito de sida y pues tú sabes que cuando no tienes información, te llega pura basura; pero a la vez estaba temeroso porque por lo poco que había leído en ese tiempo, sentía que me iba a morir ya en tres meses, también por mi situación de salud, pero también por otro lado, híjole, dije, “bueno, ya que sepa al menos qué es, porque me estoy muriendo y los doctores no saben por qué” […] Y pues ya, me entregó el resultado positivo, me dio el papel para ir a la [Clínica] Condesa y pues sí, ahí estaba desolado, porque te digo que en mi falta de conocimiento pensaba que en seis meses me iba a morir (Óscar).

La persona con que la que tuve una relación falleció, pero nunca supe de qué, nunca me dijeron, y pues ahí hasta que supe después cuando yo tuve el diagnóstico y estuve en fase de sida (Inés).

Estos testimonios dan cuenta de diversos procesos de precarización que son muy complejos. Butler nos recuerda que hay una relación directa entre precariedad y normas de género, pues quienes no viven los mandatos de género de manera inteligible padecerán estragos por no adecuarse a la norma (2009, pp. 323-326). Esto se hace muy presente en algunos interlocutores con prácticas homoeróticas, pues ya veían el VIH como una marca de “falla”. De manera similar, en las interlocutoras el diagnóstico es traducido por algunas personas como la prueba de no ser “buenas mujeres”.

La angustia y el miedo de saber el diagnóstico remitieron en los interlocutores a una vinculación directa con la muerte. El caso de Óscar da cuenta, además, de los prejuicios del personal médico, pues al considerarlo heterosexual por estar casado con una mujer, tener hijas/os y nietas/os, tardaron años en buscar el diagnóstico, lo cual lo llevó a la fase de sida. En este proceso sobresale cómo el interlocutor experimentó la pérdida del control de su cuerpo: vivió muchas enfermedades sin cura y, al no saber la causa, enfrentó situaciones sumamente difíciles en las que sintió la entrada de algo nuevo que no supo cómo clasificar.

El caso de Inés muestra parte de la precarización que viven las mujeres respecto al padecimiento: vivió el ocultamiento del diagnóstico de su antigua pareja y descubrió que ahora ella vive con el virus al llegar a fase de sida. Vemos con estos relatos cómo la heteronorma “atraviesa todos los deseos, el heterosexual también” (Parrini, 2013, p. 51).

El diagnóstico da cuenta del relacionamiento sociocultural diferenciado en términos de género por el que mis interlocutoras/es establecen sus vínculos erótico-afectivos. Mientras que para algunos varones es fácil establecer vínculos con apertura sexual, para mujeres como Inés, esa idea nunca estuvo presente y el diagnóstico en ella significó saber el estado serológico de su compañero sentimental después de su muerte; en otros casos, como en el de Josefina -compañera de Óscar-, significó la muestra del incumplimiento por parte de él del acuerdo de monogamia.

El cuerpo indica que el padecimiento formará parte de la vida. Sin duda, el impacto más importante del VIH es corporal. El cuerpo no solo se convierte en el canal que transporta el virus, también se convierte en recurso de sentido (cfr. Sabido, 2012) tanto para quien recibe el diagnóstico como para la contraparte del vínculo erótico-afectivo y para la familia. Los siguientes testimonios dan cuenta de algunas respuestas corpóreo-afectivas inmersas en el proceso de adquirir un estado serológico nuevo o la noticia de formar parte de una relación serodiscordante.

La verdad, fue impactante, no tanto por el VIH; el impacto fue en la confianza en mi pareja. Yo tenía la confianza de que él era sexoservidor; “te quiero, creo en ti, no me interesa tu trabajo, lo único que te pido es que estés bien”, le decía. [El diagnóstico reactivo a VIH] para mí fue quitarme la venda de los ojos, vivía con alguien que no me quería como decía, fue muy doloroso, pero fue el dolor amoroso; sabía que lo iba a cargar toda la vida, traía la idea de que cuando me muriera, iba a donar mis órganos. Fue de “puta, ya no voy a poder donar los órganos”. Yo quería tener otro hijo y fue de “puta, ya no voy a poder tener otro hijo”; y además, el saberme engañada (Virginia, vive con VIH).

Llegué a pesar 29 kilogramos, traía oxígeno, traía suero, no caminaba, recibí el diagnóstico en el reclusorio, salí de ahí por el apoyo de mi mamá (Juan, vive con VIH).

De acuerdo con la sociología, es muy productivo analizar el cuerpo junto con los procesos emocionales (Sabido, 2012; Scribano, 2013).9 Estos relatos reflejan lo anterior, pues muestran cómo el cuerpo siente el diagnóstico y cómo también es impactado a partir de investiduras afectivas como la confianza, la incertidumbre y el miedo. Recibir la noticia de vivir con VIH genera una relación corporal con el estigma que produce daños psíquicos (Butler, 2001) o heridas corporales (Ahmed, 2014, p. 147).

Virginia, por ejemplo, recibió el diagnóstico con un impacto que hizo estragos en su cuerpo. Saber que ya no podrá decidir su maternidad ni el futuro de sus órganos implica que su cuerpo ha sido clausurado, que dos de sus proyectos corporales más relevantes han sido anulados, que su cuerpo está restringido por el VIH. Y fue todavía más impactante la pérdida de la confianza en el hombre con quien tenía un vínculo erótico-afectivo.

Juan recibió la noticia sobre el VIH en el reclusorio; para él fue catastrófico; ni siquiera quiso decirme nunca cómo llegó el virus a su vida, en las ocasiones que intenté indagar sobre ese tema se ponía serio y sus ojos se llenaban de lágrimas. El impacto emocional por adquirir el virus y estar en situación de reclusión fue tan alto que varias veces pensó en el suicidio.

Nótese además cómo se articulan las dinámicas de género en relación con la atención medica: aunque todos/as mis informantes terminaron por acudir a hospitales en un momento dado, los varones esperaron meses o incluso años para ver qué pasaba con sus cuerpos, mientras que las mujeres estuvieron más pendientes de eso y fueron al médico cuando se sintieron mal, o insistieron en pedir a sus esposos que fueran cuando vieron que algo estaba fallando y buscaron alternativas cuando no dieron con el diagnóstico de manera rápida.

Y es que el VIH/sida genera marcas corporales en todos los casos, en la mayoría de estigma y de exclusión. Así es como se hacen presentes las manifestaciones de rechazo, señalamiento y segregación. La emoción que predomina es el miedo; este es el motor para diversos procesos de ocultamiento e invisibilización del diagnóstico y la serodiscordancia (cfr. Butler, 2001; Figari, 2009; Ahmed, 2014). Sin duda, la abyecticificación del padecimiento despliega también sensaciones de vulnerabilidad.

En la parte emocional, me pegó el no cerrar el tema con mi expareja; cuando le conté lo de mi diagnóstico, dijo: “no te preocupes, si te corren te vas a la casa, eres bien querido, la recámara es amplia”. Fue el último día que lo volví a ver, desapareció del mapa, me sentí más solo, rechazado, me sentí vulnerable, no me había sentido vulnerable antes; podía tener al chavo que quería (Germán, vive con VIH).

Al principio, en la primera borrachera, me deprimí horrible y dije: “¿por qué a mí?, me voy a morir”. Una vez, regresé de una fiesta, me puse a llorar; otra vez, me alejé de la gente y me fui a llorar y dije: “soy diferente de esta gente, tengo algo distinto que ellos no llevan” (Edgar, vive con VIH)

Como podemos ver con estos fragmentos, lo que algunas de las personas entrevistadas intentan hacer es disminuir la sensación de vulnerabilidad: el VIH no se irá de sus cuerpos, por lo que es necesario implementar estrategias que les permitan incorporar tal condición vulnerable y sentirse mejor.

En Germán, la sensación de vulnerabilidad se hace presente en su imagen personal. Él me dijo en varias ocasiones que de niño era obeso; cuando creció, hizo mucho ejercicio y ahora es un hombre musculoso; con el diagnóstico reactivo a VIH sintió que dejó de ser atractivo y que el virus se convirtió en una marca corporal de fealdad. Edgar, por su parte, sintió en varias ocasiones que tenía algo dentro de su cuerpo que se tradujo en una marca distintiva respecto a los demás.

Hay que reconocer también que la condición de poder social binario del género, la cual privilegia un modelo heterosexual como régimen político-discursivo (Butler, 2006a, 2007) repercute en la invisibilización de las mujeres en la pandemia. En la Clínica Especializada Condesa pude ver que la mayoría de las mujeres diagnosticadas en vínculos serodiscordantes es de clase social baja o media baja. Además, la mayoría ha tenido contacto con el virus porque su compañero lo adquirió fuera del acuerdo de monogamia. Es de destacar que las lesbianas no aparecen en el panorama del padecimiento. Veamos cómo están desdibujadas en los siguientes relatos:

Identidad con el tema gay, es lo primero que me involucra [para trabajar aquí], y en segundo lugar darme cuenta de las poblaciones más vulneradas al acceso de los servicios de salud, así como de la relación homosexualidad-VIH, me parece una cuestión de identidad que se va reforzando con el tiempo (asesor par de la Clínica Especializada Condesa; se identifica como homosexual, no vive con VIH).

Pues es un virus que puede darle a cualquier persona, aunque, digo, me pongo a pensar en el VIH y las lesbianas y no entiendo cómo se contagian, se me hace como que la posibilidad de contagio con ellas es poca, es la única laguna que tengo por ahí. [Le comento que considero que también ellas pueden vivir con el virus y le digo cuáles son algunas de las maneras físicas en que podrían adquirirlo y responde:] no me parece, estando en el hospital donde me atienden no solamente van hombres mayores, van jóvenes adolescentes, niños no he visto; a mujeres sí, pero de la tercera edad, una mujer infectada por su esposo antes de morir (Isaac, vive con VIH).

Sobre el testimonio del asesor par, vale la pena rescatar que, a pesar de que en la Clínica Especializada Condesa hay mujeres que fungen como asesoras para apoyar a las recién diagnosticadas, el relato que aparece aquí sugeriría que ese espacio médico solo es para varones que tienen prácticas homoeróticas, lo cual anula totalmente a las mujeres. Incluso, encontrarlas para obtener sus testimonios fue muy complicado. Eso no significa que no estén afectadas por el padecimiento; más bien, que hay pocos espacios para ellas.

De manera muy similar, sobresalen las dudas que Isaac manifiesta sobre las posibilidades y maneras de contagio entre mujeres. Algunos textos desde la epidemiología, las ciencias sociales y los feminismos han destacado cómo también quienes forman parte de vínculos lesbo-erótico-afectivos son vulnerables al VIH y que las campañas de prevención para ellas son nulas (Richardson, 2000; Wieringa, 2010; Chan et al., 2014). Aunque el interlocutor reconoció que el virus puede afectar a cualquiera, no ve a las lesbianas como sujetos susceptibles de adquirirlo.

Quisiera destacar otro aspecto que forma parte de los mandatos binarios del régimen político-discursivo de la heterosexualidad y que se hace presente en la serodiscordancia, generando marcas de abyectificación y precarización inducida en algunos cuerpos. En los vínculos hetero-erótico-afectivos, algunos hombres contrajeron el virus en prácticas sexuales con mujeres trans o con otros varones. Muchas respuestas de sus compañeras sentimentales muestran tintes de transfobia y homofobia. En una de ellas, por ejemplo, sobresalió la repugnancia explícita hacia las personas trans; mi interlocutora se refirió a ellas como “hombres vestidos de mujer”; para otras mujeres, el diagnóstico reactivo a VIH en sus esposos implica una conexión directa con una supuesta homosexualidad reprimida o, en el mejor de los casos, bisexualidad. Se hace evidente la forma en que opera la vigilancia que pide la heteronorma, la cual está interiorizada en las personas para así preservar los roles binarios de género propios de “mujeres” y de “hombres” (cfr. Núñez, 1999; Butler 2007).10

Técnicamente se define que la persona que tiene una relación de cualquier tipo con otra persona [se refiere a personas de su mismo sexo, así se asuman como trans], ya cae en el rango de homosexual y bisexual; lo veo como muy técnico, como el que todo que toma una copa es alcohólico, no le hago caso a eso. Como que fue una etapa, porque hoy por hoy, por ejemplo, no tengo relaciones de ese tipo, no me interesa. Si llegara a tener una relación, sería con una mujer biológica. [Sobre el término hsh], fue para quitar la etiqueta de gay, eso es para la gente que tiene problemas de aceptación […] Siento que, por mi experiencia, te podría garantizar que el 90% de los hombres han tenido algún tipo de relación vamos a llamarlo homosexual en alguna edad temprana; sobre todo el hombre machista es dado a que se abracen borrachos y vayan juntos a orinar y después hagan otras cosas (interlocutor, se asume como heterosexual, vive con VIH).

Tuve pláticas informales con la siguiente interlocutora antes de la primera entrevista. Sentí que cuando hablábamos del homoerotismo había cierto rencor de su parte. En nuestro tercer encuentro etnográfico, decidí abordar el tema y le pregunté cuál era su percepción sobre las prácticas homoeróticas. Me dijo:

-Fue muy impactante ver que penetraran a mi marido. La figura de ver a dos hombres fue muy fuerte, en ese momento yo no había visto una película gay; a lo mejor tienes razón y para mí fue impactante ver que le hicieran eso.

-Me habías contado que tenías cierto resentimiento hacia los gays por el VIH de tu marido

-le digo.

-Sí, tengo claro que la transmisión es más fácil de los hombres, me quedaba claro que mi marido había sido penetrado sin condón; creo que de ahí tengo recelo a los hombres, porque sabía que era un hombre el que había infectado a mi marido y a su vez él a mí, pero es una decisión que él tomó, sí había un poco de coraje. Fue por una penetración (interlocutora, vive con VIH).

Podemos ver en estos testimonios cómo operan las marcas de abyectificación hacia algunos cuerpos. Este proceso es altamente emocional; vemos en estos relatos valoraciones entre lo bueno y lo malo, lo sano y lo enfermo, que generan respuestas relacionadas con la repugnancia hacia quienes no se adhieren del todo a la heteronorma (Figari, 2009, p. 133). Recordemos que podemos rastrear los tintes de la heteronorma en la biomedicina; su participación “en la regulación de la conducta sexual es el resultado de la necesidad de una serie de instituciones idóneas a la moral e ideología capitalista que participarán en la imposición del coito heterosexual como vínculo erótico afectivo [no solo en tanto válido, sino también] saludable” (Granados y Torres, 2015, p. 175).

Sobresale el fuerte impacto emocional para la interlocutora citada cuando ve que un varón penetra a su compañero; experiencia que le hace asociar su diagnóstico con una práctica producto del homoerotismo.

Además, quisiera destacar la forma en que uno de los interlocutores nos habla de la categoría “HSH” [hombres que tienen sexo con hombres], creación de la epidemiología para agrupar prácticas homoeróticas entre varones que no se asumen como “homosexuales”. El relato muestra cómo se vuelve complicada esta categoría. Ya Guillermo Núñez (2007, pp. 308, 351, 353) analizó cómo la categoría es problemática al momento de la prevención, pues existe un uso restrictivo del término que alude a los mismos grupos estigmatizados como homosexuales y como bisexuales. Mi informante hace este mismo uso restrictivo al ver esta categoría como un artefacto para que algunos varones mantengan ocultos sus “verdaderos” gustos sexuales, limitando cualquier posibilidad de fluidez del deseo sexual.

Entonces, el VIH activa la transfobia y la homofobia al relacionarse con estados supuestamente patológicos (cfr. Canguilhem, 1982; Lock y Nguyen, 2010). Al retomar estos marcos interpretativos (Butler, 2010) del dispositivo biomédico, la transfobia y la homofobia contribuyen a reforzar la precarización a la que las prácticas homoeróticas y las personas trans han sido inducidas desde el surgimiento de la pandemia, y que las relegan a una condición de ininteligibilidad dentro de horizontes normativos de género binarios que también se relacionan con el binario salud-enfermedad.

La resignificación de la vulnerabilidad: redes afectivas y socialización

Aunque, como hemos podido corroborar con los testimonios anteriores, la vulnerabilidad al padecimiento se encuentra estratificada entre las personas en función del género y la clase social, también vale la pena reconocer que el relacionamiento corporal con las normas y su imposición violenta en los cuerpos generan estrategias de resignificación afectiva.

Judith Butler ha hecho mención de lo anterior desde que empezó a pensar en la vulnerabilidad, y, en entrevistas recientes, se refirió a esto como la condición dual de la performatividad, en la que por una parte somos llamadas a manera de interpelación por discursos y normas, pero también somos subjetivadas, producidas como sujetos por estos; les damos sentido a partir de las prácticas corporales y las resignificamos; estamos pues en los intersticios de la voluntad y lo involuntario (Butler 2001, 2009; Ahmed, 2016). Los rituales corporales (Butler, 2008; Bell, 2009; Yébenes, 2015) y las cadenas de interacción (Collins, 2009) de la vida cotidiana nos pueden explicar esta segunda dimensión de la performatividad.

Las personas informantes me dijeron que no les fue suficiente el discurso biomédico para darle sentido a la serodiscordancia, por lo que acudieron a grupos de autoapoyo para conocer a más personas que estuvieran viviendo situaciones similares a las suyas.

No me gustaba ir al grupo anterior porque se tiraban mucho al drama y me choca que se tiren al drama, para eso solo yo y porque además iba pura gente mayor, como de 40 años, hasta que encontré otro que me gustó con gente de mi edad y aprendí muchas cosas (Ramiro, 23 años, vive con VIH).

Al menos lo que conocí el año pasado estuvo bien porque tenía muchas dudas, muchos miedos; con el grupo empiezas a ver esas partes ocultas que uno no se imagina. En mi caso, comienzo a ver un panorama distinto del VIH, a disipar las dudas y concretar muchas cosas en el sentido de mitos, alimentación, los efectos del medicamento, el modo de relaciones que se puede establecer con las personas, etcétera. Creo que el grupo de autoapoyo en ese momento se convirtió en esa lógica al tener respuestas a preguntas que yo tenía (Isaac, vive con VIH).

Aunque los grupos a que acudí para hacer acercamientos etnográficos se crearon en espacios institucionales de salud, la gente que los coordina tiene formación en ciencias sociales, o viven con el padecimiento, lo que le da un matiz distinto a la atención, que, en cierto sentido, representa una alternativa a la que promueve la biomedicina. Entrar a estos espacios ha sido para mí sumamente estimulante, pues he visto cómo se producen comunidades de redes afectivas donde la interacción sirve para que, entre pares, se busque apoyo para asimilar la vivencia del VIH. La ritualización, entendida como el reducto de espacios corporales de improvisación y resistencia donde se ejecutan ciertas prácticas significativas (Bell, 2009), emerge como la estrategia predilecta y necesaria para la resignificación del virus y/o la serodiscordancia.11

Las respuestas emocionales fueron las más frecuentes: hablar sobre el proceso de diagnóstico y asimilación del VIH generó entre quienes participaban reacciones afectivas muy fuertes: la mayoría lloró de manera intensa cuando hablaron sobre los miedos al cambio en el cuerpo por los efectos de los fármacos, o acerca de las posibilidades de tener prácticas sexuales y/o formar parte de un vínculo erótico-afectivo. Cuando sucedía esto, los facilitadores eran muy empáticos, se acercaban a quien había llorado, le tomaban las manos, le miraban a los ojos y después de unas palabras de aliento le daban un fuerte abrazo. En varias ocasiones, los asesores no permitieron que algunos asistentes tomaran una postura de “víctimas”; aunque en pláticas que tuvimos después, reconocieron que hacerlo es algo que forma parte del proceso de asimilación del virus, me dijeron que quieren “dar agencia a los participantes”.

Las redes afectivas que se gestan en los grupos de autoapoyo son muy importantes y entablarlas tarda algún tiempo. Ramiro, por ejemplo, anduvo buscando varios lugares; en la mayoría de aquellos a los que acudió, encontró personas de otra edad y no se sentía identificado, hasta que llegó a un lugar en el que participan jóvenes.

Isaac deja ver cómo en su caso el miedo fue la emoción que contribuyó a que se movilizara y buscara apoyo en otras personas. Este espacio se convirtió en un lugar para responder a muchas de sus dudas y, al mismo tiempo, para tranquilizarse por la angustia que el VIH le ha provocado por algunos años. Me parece que lo más importante para este interlocutor fue que en estos grupos logró asimilar que la responsabilidad en las prácticas sexuales es un acto primordialmente individual.

En la ritualización (Bell, 2009), en las cadenas de rituales de interacción (Collins, 2009) en las que participaron, generaron vinculaciones afectivas (Elias, 2009) que les han permitido compartir experiencias, escuchar cómo han sido los procesos de asimilación del diagnóstico de otras personas, comprender que los vínculos serodiscordantes son posibles y que la vida continúa. Todo ello sirvió para que las personas entrevistadas se reflejaran entre sí y mediante el apoyo mutuo resignificaran el padecimiento. El “conocimiento de origen social”, diría Alfred Schütz, contribuye a fortalecer significatividades entre las personas involucradas y a construir experiencias a partir de la interacción (2003, pp. 130-132).

Estos relatos dan cuenta de que es posible experimentar respuestas afectivas que puedan cuestionar marcos interpretativos y normas, pues dentro de su misma vulnerabilidad, entendida como modo de relacionamiento, está también la capacidad de respuesta corpóreo-afectiva. Estos acercamientos afectivos permitieron que las interlocutoras cambiaran la significación que tenían del padecimiento poco a poco, a partir de la interacción y del movimiento que despliegan las emociones.

Reflexiones finales

En este texto intenté dar cuenta de relaciones corporales y afectivas, desde sus dimensiones sociales, en la vulnerabilidad al VIH/sida. Considero que la biomedicalización aparece como un tema emergente y sumamente potente para la sociología y los feminismos, al dar cuenta cómo se co-produce -entre los avances tecnocientíficos biomédicos y las prácticas sociales- a los cuerpos generizados y sexualizados a partir de complejos regímenes de atención al virus.

El análisis de la serodiscordancia, aunque pudiera parecer un tema sumamente acotado, nos sirve para comprender desde el énfasis en casos específicos, cómo la biomedicina contemporánea, desde su dimensión performativa, materializa cuerpos mediante el discurso y la intra-acción de sus prácticas. La característica tecnocientífica del saber biomédico aplicado a la serodiscordancia puede servir para dar cuenta de otras dimensiones de la vida sexual y social que están atravesadas y administradas por la tecnociencia. Los aportes de los estudios de la afectividad y del enfoque de los STS son importantes herramientas conceptuales para los feminismos y su comprensión del cuerpo y sus procesos de materialización más allá del lenguaje.

Además, la serodiscordancia da cuenta de algunas precarizaciones contemporáneas que afectan a muchos cuerpos. Las personas en vínculos serodiscordantes se relacionan de manera constante con al menos dos horizontes normativos -la biomedicina y el género- que son cruciales para comprender tal vulnerabilidad diferenciada, pues contribuyen a la administración del VIH/sida y de la diferencia del estado serológico mediante complejas relaciones de saber-poder.

En contraste con lo que la biomedicina plantea, el control del VIH/sida y el manejo del riesgo en la serodiscordancia no son lineales. Las implicaciones socioculturales de las personas desempeñan un papel importante en la asimilación del diagnóstico.

Hay una relación directa entre precariedad y normas de género, pues quien no viva los mandatos hegemónicos sobre lo femenino y lo masculino de manera inteligible, padecerá los estragos de no adecuarse a la norma. Adquirir el virus para algunas/os interlocutoras/es representó un cambio corporal y una marca de “falla” por no adherirse a los mandatos del régimen político-discursivo de la heterosexualidad.

La configuración de los cuerpos, entonces, en tanto relacionales, performativos, emocionales y ritualizados ha sido la pauta para entender algunos elementos de las vivencias de la serodiscordancia desde la sensibilidad, la reproducción y la resistencia.

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1Todas las traducciones son mías.

2Este enfoque surge como extensión de la noción de “medicalización” y ha tenido mucha di-fusión en las ciencias sociales. Para centrarse en las diferencias de cada enfoque, véase Zorzanelli, Ortega y Benilton, 2014.

3Suscribo la definición de Judith Butler sobre el género como “una forma de poder social que produce el campo inteligible de los sujetos, y un aparato que instituye el género binario. Como norma que aparece independientemente de las prácticas que rige, su idealidad es el efecto reinstituido de aquellas mismas prácticas” (2006a, p. 78). El género, como forma de poder social, es producido mediante actos performativos, tanto de habla como corporales (Butler, 2007; 2008).

4Vale la pena recordar la relevancia del cuerpo para este texto, no solo para el análisis butleriano que ve en el cuerpo el reducto de la vulnerabilidad y de la imposición del género. También es importante en la relación biomedicina/sexualidad/género. Una de las mayores contribuciones del enfoque feminista de los STS “ha sido mostrar las interrelaciones entre sexo, género y sexualidad como sitios materiales, corporeizados y discursivos en los que el poder y sus relaciones se fusionan” (Fishman et al., 2017, p. 379). Anne Marie Mol (2002) nos recuerda que los cuerpos que la biomedicina administra también sienten y significan los mandatos biomédicos. Son cuerpos múltiples en procesos complejos de producción y resignificación.

5Para ver cómo opera la distribución de la vulnerabilidad al VIH en las mujeres en México, véase Amuchástegui, 2017.

6Provenir de contextos socioeconómicos bajos vuelve especialmente vulnerables a las personas en razón de sus condiciones materiales.

7Uso este concepto en el sentido de la reducción de una persona a una condición abyecta que se resuelve en una falta de reconocimiento de su humanidad; para Butler se trata de un problema de inteligibilidad social.

8Véase Foucault, 2011, quien ya señaló cómo la medicina, siguiendo la tradición de la pastoral cristiana, busca controlar aquellas prácticas cuyo fin no sea la procreación y enmarcarlas como perversas.

9En este texto tengo presente la relevancia de la afectividad para la comprensión de la condición vulnerable al VIH. Retomo el “modelo de socialidad de las emociones” de Sara Ahmed (2014) en el que estas son relacionales, “involucran (re)acciones o relaciones de ‘alejamiento’ o ‘acercamiento’ respecto de los objetos. [Desde esta perspectiva], los sentimientos no residen en los sujetos, sino que son producidos como efectos de la circulación afectiva” (2014, p. 8). Al mismo tiempo, nutro este modelo con la sociología y la antropología del ritual. Randall Collins (2009), al centrarse en las situaciones sociales y no en el individuo, indica que la interacción mediante la repetición periódica de encuentros genera cadenas de rituales que se construyen cuando se acumulan situaciones sociales relevantes, donde las emociones y el cuerpo son atravesados por significados construidos y manifestaciones sensitivas de los encuentros sociales. La antropología ha analizado la configuración del cuerpo, no solo desde la dimensión lingüística. Como dice Zenia Yébenes: “Los rituales y las prácticas corporales no portan un significado simbólico que está allí para ser descifrado, sino que son performativos, hacen cosas […] Crean cierto tipo de sujetos, de disposiciones, de emociones y deseos” (2015, p. 73).

10Por la complejidad del tema y la abyectificación que conlleva, decido en este caso poner los testimonios sin pseudónimo.

11La noción de ritualización, de acuerdo con Catherine Bell, se refiere a actividades de la vida cotidiana en las que las personas emplean estrategias de socialización y privilegian algunas prácticas corporales significativas por encima de otras, para darle sentido a su existencia (2009, p. 7-8). Para este caso, podemos ver cómo las personas entrevistadas, al socializar con pares y mediante respuestas y conexiones afectivas, dieron sentido a la diferencia del estado serológico.

Recibido: 27 de Marzo de 2018; Aprobado: 04 de Julio de 2018

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