Desde finales del pasado siglo, la idea de atención a la diversidad ha recibido una consideración especial en los textos normativos y científicos tanto nacionales como internacionales. Ciertamente es copiosa la producción de obras y leyes apoyadas en una filosofía inclusiva cuyas raíces se hallan en el derecho de todas las personas a alcanzar el pleno desarrollo de sus potencialidades, reconocido y declarado universalmente en 1948. Ahora bien, a poco que se conozca la realidad educativa habrá de admitirse que tal principio es, todavía, un inmenso campo por labrar. Salta a la vista que el avance teórico y legislativo no se ha acompañado de otro de carácter ético-práctico que contemple que las formas de vida de las culturas minoritarias y de los colectivos más vulnerables a los procesos de exclusión son valiosos recursos educativos. Lo que se enseña en la escuela carece aún de correspondencia con lo que se aprende en la familia y en la comunidad si se pertenece a contextos desprovistos del capital cultural y lingüístico propio de la clase hegemónica. Existen, pues, dos realidades contradictorias, una teoría que se obstina en pregonar las bondades de la atención a la diversidad y una práctica académica que impone de manera arbitraria y solapada un único marco conceptual y una única cultura de referencia. Quienes no la poseen son vistos y tratados como inferiores y deficitarios.
Pues bien, el libro Fondos de Conocimiento Familiar e Intervención Educativa se adentra como fino estilete por el intersticio de estos dos escenarios yuxtapuestos y hace de ellos vías convergentes. Por tanto, uno de sus principales valores, y una principal razón para leerlo, radica en que engrana de forma admirable reflexión y acción. Estructurado en cuatro capítulos, presenta primero unas sólidas fundamentaciones epistemológicas y desemboca luego en experiencias de trabajo de suma pertinencia, todas ellas dirigidas a acabar con las relaciones de poder que caracterizan a la escuela. Por ende, no es un sistema conceptual cerrado sino uno que discurre de manera fluida desde lo abstracto hasta lo concreto, un saber para actuar y para mejorar el estado de las cosas. Esta doble vertiente del conocer, la teoría y la praxis, se anuncia en el título y se proclama explícitamente en la introducción de la obra: “la secuencia parte de lo más teórico y camina ordenando puntos de vista… hasta llegar a experiencias de aplicación práctica”, señala en la página 11.
Otro importante mérito del libro que nos ocupa, y otro argumento para leerlo con entusiasmo, es que el conocimiento pedagógico que brinda se construyó conjugando distintas perspectivas epistemológicas. Así, los autores rebasan los límites de su propia disciplina y se sitúan en otras del ámbito humano y social de las que se han nutrido y desde las que observan con distancia y extrañamiento, como hacen los etnógrafos, las realidades cotidianas, eludiendo de este modo el riesgo de bendecir por sistema todo lo propio y rutinario. Como declaran ellos mismos en la primera línea de la obra, ésta se halla a medio camino entre la antropología, la psicología y la pedagogía.
Por mencionar sólo algunos casos, se nos ofrecen enunciados sobre el principio de reciprocidad, planteamiento antropológico que señala como obligaciones básicas del ser humano dar, recibir y devolver; o sobre el relativismo cultural, aportación de Franz Boas, cuya idea básica es que todas las culturas son igualmente valiosas y que, por tanto, deberán contemplarse desde sus propios valores, creencias y prácticas; o sobre la unidad psíquica de la humanidad, postulado supremo de la antropología que defiende una igualdad consustancial a los seres humanos basada en su naturaleza común y una capacidad inherente de aproximarse al otro y de comprender sus formas de vida.
Pero el libro goza de una tercera virtud, que es también un tercer motivo para acercarse a él. A la conciliación entre teoría y práctica, por un lado, y entre disciplinas diversas, por otro, se añade la de tiempos pasados y presentes. Y es que en el tema de la incorporación de los fondos de conocimiento familiar a la praxis educativa era absolutamente necesario volver los ojos a las fuentes vivas del asunto para alimentar y refrescar en ellas la insaciable sed intelectual. Así, los autores desandan paciente y sabiamente los años hasta dar con esa esencial herencia, ese rebosante almacén de autoridad levantado en la segunda mitad del siglo XX, y desgranan su suculenta cosecha. Esto es lo que sucede con las formulaciones que nos brindan sobre Coleman y su informe acerca de la influencia del contexto familiar en el rendimiento académico, Bourdieu y Passeron y su teoría de la reproducción, Bernstein y su teoría sobre los códigos restringido y elaborado, Vygotsky y su paradigma contextual. También están Apple, Giroux y Freire y su posición crítica. De igual modo los autores incorporan a Ángel Pérez Gómez, a Bruner, a Bronfenbrenner y su teoría ecológica, a Palacios y Rodrigo y sus estudios sobre la familia, a Perrenoud, a Witgenstein, a Giddens y a tantos otros.
Presentada ya la triple articulación que consiguen los autores, estamos en condiciones de referirnos concisamente a cada uno de sus capítulos.
Un libro sobre los Fondos de Conocimiento tenía que comenzar explicando qué son, dónde y cuándo surgen, cuáles son sus ejes centrales y qué aplicación tienen en la educación reglada. El capítulo 1 se dedica a ello. Definidos como cuerpos de conocimientos y habilidades acumulados en las familias, el concepto surge en los años sesenta del pasado siglo de la mano del antropólogo Wolf. Con él se reformula y amplía el significado de cultura. Junto al sentido restringido y esencialista de la misma que la explica como el conjunto de las formas privilegiadas de patrimonio cultural y de los aspectos que más valoran las élites (lo que se ha dado en llamar cultura culta o alta cultura), aparece una acepción antropológica, más amplia, que la presenta como el cúmulo de significados o informaciones de tipo intelectual, ético, estético, social, técnico, mítico, comportamental, etcétera, que caracteriza a un grupo humano. Todos los sujetos poseen, pues, cultura, porque ésta no es otra cosa que la manera de vivir y de comportarse de las personas. Tal argumento rebate la teoría del déficit, que considera a los sujetos pertenecientes a los grupos excluidos como sujetos desprovistos de cultura, y destapa el papel de la escuela en el mantenimiento y legitimación de la estructura social.
En el capítulo 2 se aborda la familia. Definida como un sistema social abierto y dinámico que se constituye y mantiene con base en unos fuertes lazos afectivos y en el que se fragua la identidad; tal institución repercute de manera importante en el rendimiento académico de los hijos, y ello porque, a través del proceso de socialización, les inculca costumbres, lenguaje, creencias, valores y aspiraciones educativas en función de su estilo de crianza y de sus características sociales, económicas y culturales. La discontinuidad entre la institución escolar y la familiar se halla en la base del fracaso académico y no los mal denominados déficits lingüísticos y culturales. Una derivación de lo anterior es la importancia de reconstruir el currículo con saberes acordes con la realidad de todos los estudiantes, con sus voces y con el acervo cultural de su comunidad.
El capítulo 3 se dedica íntegro a la presentación de experiencias de trabajo realizadas dentro del enfoque de los Fondos de Conocimiento. The Funds of Knowledge for Teaching Project, Proyecto BRIDGE y Social Justice Education Proyect (SJEP), tres innovaciones que, adheridas al principio de justicia social, descubren primero los conocimientos y valores particulares de los estudiantes y los integran después en la práctica cotidiana del aula. Claro que ello requirió la formación previa de los docentes para que adquirieran no sólo herramientas metodológicas, sino también capacidad reflexiva y principios éticos.
El capítulo da cuenta, también, del diálogo entre el enfoque de los Fondos de Conocimiento y otros planteamientos como el modelo de riqueza cultural comunitaria, las teorías del aprendizaje participativo o las ecologías de la alfabetización familiar en las comunidades. Por último, se refiere a cuatro interesantes proyectos que germinaron al ampliar el panorama de los Fondos de Conocimiento: uno en Nueva Zelanda con alumnos de educación infantil, otro en España con familias inmigrantes, un tercero en Australia en zonas de pobreza y el último en Uganda con niños huérfanos cuyos progenitores habían muerto a consecuencia del VIH/SIDA.
Pero aún hay más. El viaje imaginario al que nos convidan los autores con su relato no termina aquí. Queda el argumento definitivo. No se trata sólo de fundamentar e ilustrar con ejemplos de otros los fondos de conocimiento familiar. La propuesta es mucho más incisiva y de naturaleza eminentemente pragmática. Se trata de encauzar a los lectores hacia una acción educativa intercultural y polifónica, y ello sólo puede hacerse presentando la propia. ¡No hay mayor demostración de coherencia científica!
El capítulo 4 se dedica íntegro a explicar el Programa Fondos-Conocimiento-Familias, un programa elaborado por los autores y aplicado en tres centros cuya finalidad es mejorar la implicación de las familias gitanas en la educación de sus hijos y aumentar sus posibilidades de éxito académico. Acaso el valor principal del mismo -y del que se derivan los buenos resultados obtenidos- sea el empleo de la metodología narrativa. Así, a través de relatos autobiográficos, madres y abuelas gitanas dejaron testimonios escritos de sus trayectorias vitales, que presentan en toda su complejidad y riqueza, ofrecen información minuciosa sobre su mundo y dejan traslucir sentimientos y emociones personales. Y es que esta metodología permite expresar mejor que ninguna otra la estructura del contexto en el que las personas se hallan insertas, los roles desempeñados, las impresiones y representaciones subjetivas, los sistemas de valores construidos, su visión sobre la educación, etcétera. El escrutinio de las biografías personales permitió a los autores construir, de la más acertada y democrática manera, Fondos de Conocimiento Familiar y hacer de ellos contenidos curriculares.
Por todo lo anterior, y por mucho más que podríamos continuar diciendo, es preciso leer atenta e ineludiblemente el libro de Miguel Ángel Santos, Mar Lorenzo y Gabriela Míguez, un libro “desafiante”, tal y como puntualiza la profesora Norma González en el prólogo, pues extiende el reto de la igualdad y la justicia correctiva. Éstas se consiguen, según aduce Aristóteles en Ética a Nicómaco, cuando de una línea cortada en dos partes desiguales se quite a la mayor el trozo en que excede a la mitad para añadírselo a la menor. Nutrir el currículo con el capital cultural de los grupos desfavorecidos es el modo más lógico, directo y noble de hacerlo. Éste es el aforismo que se obtiene recorriendo la médula del libro.