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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.29 no.83 Ciudad de México ene./abr. 2022  Epub 10-Oct-2022

 

Misceláneos

¿Existe una cosmovisión ranchera? Aproximación a la herencia del pensamiento evangelizador colonial

Is there a ranchero worldview? Approach to the heritage of colonial evangelizing thought

Juan José Atilano Flores* 

*Escuela Nacional de Antropología e Historia. INAH


Resumen

Con base en una revisión bibliográfica y la consulta de fuentes coloniales, en el presente artículo se presenta un estado de la cuestión sobre la sociedad ranchera. Partiendo del análisis sobre las aproximaciones históricas, sociológicas y antropológicas sobre este sector de la comunidad mexicana; surge el planteamiento en resolver si ¿existe una cosmovisión ranchera?, la base de dicho sistema de pensamiento es explorada en los principios teológicos que orientaron la evangelización de los agustinos y franciscanos en el siglo xVI. La propuesta es que el ethos ranchero se construye a partir de las nociones de propiedad / domesticación heredada del pensamiento colonial.

Palabras clave mestizos; pensamiento; ganadería; propiedad / domesticación

Abstract

Based on a bibliographic review combined with the consultation of colonial resources, this article presents a state of play regarding the ranchera society. Starting from the analysis of the historical, sociological and anthropological approaches to this sector of the Mexican community, the question arises as to whether the ranchera society has a specific worldview. The basis of the said system of thought is explored through the theological principles that guided the evangelization, by the Augustinians and Franciscans, in the 16th Century. The proposal is that the ranchero ethos was founded on the notions of property/ domestication, which were inherited from colonial thought.

Keywords Mestizos; thought; livestock; property/domestication

INTRODUCCIÓN

“Sólo Dios es caporal, los demás son…¡bueyes!”

[Chávez 1993: 110].

En la primera mitad del siglo XX, la antropología mexicana perfiló los derroteros de su campo de estudio, el “indio” y las comunidades rurales constituyeron el sujeto y espacio de los estudios sobre temas como el cambio cultural, la organización social y las cosmovisiones. En particular, el Proyecto Harvard, desarrollado entre las décadas de 1950 y 1960, consolidó el estudio de las relaciones hombre y naturaleza, mismas que se enmarcaron en el ámbito de las religiones nativas y agruparon un abanico de variables analíticas como las formas de ordenamiento del mundo, los sistemas simbólicos nativos y la lógica de las prácticas rituales. Los pueblos indios se erigieron en los laboratorios etnográficos para el estudio de las cosmovisiones.

En el otro extremo de la sociedad nacional aparece la figura del mestizo, como el ideal de ciudadano y la cultura mexicana; Gamio [2006] y Vasconcelos [1925] expresaron estas ideas en sus postulados sobre la “cultura típica” y la “raza cósmica”, construcciones que implicaban procesos de aculturación en los que predominaban los preceptos del mundo occidental regido por el racionalismo y el pensamiento científico.

Indio y mestizo se constituyeron en los componentes de la sociedad mexicana y la antropología dirigía sus esfuerzos al estudio de los primeros, con el fin de promover un cambio cultural planeado;1 mientras que en los primeros dominaba un mundo de creencias y prácticas calificadas como residuos del pasado colonial, entre los segundos, la educación y el mundo urbano modelaba un ciudadano, moderno y racional; pero el mestizaje cultural, aún dirigido por las políticas educativas, no se movía en una sola dirección, pues en los distintos ámbitos del territorio nacional, el proceso de mestizaje, iniciado desde el siglo XVI, se caracterizó por configurar sociedades rancheras singulares en cada región del país, cuya forma de pensamiento y estilo de vida se encontraron muy lejos de la llamada raza cósmica o de expresiones de la “cultura típica mexicana”, que en los términos de Gamio se definió como un sistema cultural derivado del mestizaje entre españoles e indígenas que adquiere características únicas, expresadas en: la industria, indumentaria, literatura, artes plásticas, gráfica, música, los conceptos morales y religiosos, que aunque se derivan de la relación españoles e indios, conforman una cultura distinta “típica del mexicano” [Gamio 2006: 104].

El abandono antropológico de los mestizos rancheros y la emergencia de los estereotipos elaborados por el cine nacional, en particular de la llamada “época de oro” colocaron a las sociedades rancheras como una construcción idílica, sólo explorada desde el mundo literario por autores como Luis G. Inclán, Astucia. Los hermanos de la hoja [1945]; Juan Rulfo, Pedro Páramo [2011]; Mariano Azuela, Los de abajo [1944]; Manuel Payno, Los bandidos de Río Frio [2016]; Ignacio Manuel Altamirano, El Zarco [2001], entre otros. No obstante, a finales del siglo XX un grupo de historiadores y sociólogos entre los que se encuentran Luis González [1984], Esteban Barragán [1982], Eric Léonard [1985] y José de Jesús Montoya [2003], entre otros, desarrollaron esfuerzos más sistemáticos para estudiar las sociedades rancheras. Siguiendo los planteamientos de estos autores, en el presente artículo “reconstruimos el estado de la cuestión” sobre el tema para poder dilucidar si es posible hablar de una cosmovisión ranchera, “cuyos principios de pensamiento se ubican en la herencia colonial, especialmente en el discurso evangelizador del siglo XVI”.

Asumo que el estudio del ethos ranchero es un campo prácticamente inexplorado por la antropología, salvo contados casos como el de Ana Cristina Ramírez [2015], quien pone en el centro de su análisis las analogías entre las relaciones hombre —animal y mujer— hombre o bien Paulina Rocío del Moral González [2013], que estudia la cosmología ranchera del Centro Norte de México, tomando como punto de partida sus relaciones con la naturaleza, no conozco investigaciones que exploren el pensamiento mestizo ranchero, como un campo específico que explique la lógica de las relaciones entre el hombre de acaballo y su entorno natural o bien su vínculo con el monte, el pueblo, los seres sobrenaturales, los animales domesticados, fundamentalmente ganado, etcétera.

Propongo, como hipótesis, que “la cosmovisión ranchera es una configuración de origen colonial que soporta sus relaciones con la naturaleza en la oposición domesticado / salvaje y en la noción de propiedad-ganado”. Esta dualidad encuentra su lógica en el pensamiento evangelizador de franciscanos y agustinos del siglo XVI, postulado que he podido documentar con base en el análisis histórico que hago de la lírica popular, expresada en el género de “San Agustín Victorioso”, para el caso de los rancheros de la Tierra Caliente de Guerrero y Michoacán [Atilano 2015].

Con este antecedente me propongo hacer una revisión de la bibliografía relacionada con las sociedades rancheras, su vínculo con la ganadería, así como de los principios teológicos cristianos que configuran un sistema ideológico, que se reproduce más allá del trópico seco que he estudiado. Asumiendo que este tema es atravesado por la construcción de estereotipos nacionalistas, que generalizan la imagen de lo ranchero en el charro. Pero “busco demostrar que el mestizo ranchero, ordena el mundo a partir de las categorías de propiedad, domesticación, control y dominio de su entorno natural y social”. Para demostrar lo anterior hago uso de fuentes documentales como las “relaciones coloniales de siglo XVI” y la propia información histórica y etnográfica que se ha generado para regiones como la Tierra Caliente, la Huasteca, los Altos de Jalisco, Zacatecas, el Altiplano Central, el Sur de México y la Península de Yucatán.

La exposición de los argumentos se organiza en cinco apartados, el primero de ellos destinado a explicar por qué la antropología centró su atención en lo indígena; el segundo se inclina en definir ¿quiénes son los rancheros?; mientras que el tercero se ocupa de explorar los principios del pensamiento ranchero heredados de la evangelización del nuevo mundo. Una vez expuestos estos elementos asociados a la noción de propiedad, la herencia y la domesticación, en el cuarto apartado se argumenta, cómo dichos principios se proyectan a sus relaciones sociales en el ámbito familiar; finalmente, el artículo cierra en sus conclusiones con un esbozo de los elementos que configuran el ethos o cosmovisión ranchera.

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Lorenzo Flores, Poncitlán, Jalisco (1900). 

UN ESTADO DE LA CUESTIÓN. ¿QUIÉNES SON LOS RANCHEROS?

En la literatura de las humanidades —historia, sociología y antropología—, la definición de lo ranchero como especificidad cultural o bien los rancheros como grupo social, ha seguido tres vertientes, una de ellas es la relación histórica que este sector de criollos y mestizos han tenido con la “pequeña y mediana propiedad privada rustica”, denominada genéricamente como rancho.2 La segunda hace énfasis en un conjunto de “rasgos culturales e identitarios” asociados a la relación con el ganado, la propiedad, el individualismo, la autosuficiencia, las formas de división social para el trabajo basadas en los sexos y la especialización en producción, la herencia, el patriarcado, la familia y el abolengo, la virilidad y hombría, la jerarquía del culto católico, así como el imaginario de un mundo sobrenatural dominado por el bien y el mal, cuyas figuras dominantes son el demonio, los muertos y el aparicionismo.

La tercera posición cuestiona las dos anteriores posturas señalando que tanto la definición del ranchero, a partir de su posición social como propietario o su estatus, como aquella que alude a su cultura e identidad, enfrentan limitaciones analíticas; mientras que la posición social coloca al ranchero como un estrato social poco preciso, ya que puede ser desde un terrateniente mediano, un campesino acomodado, un hacendado frustrado, en suma un pequeño burgués; la segunda postura se enfrenta a un relativismo cultural que multiplica los estudios regionales y micro históricos, una suerte de nihilismo que sólo es posible superar si se abandona la perspectiva de sujetos o personajes aislados, cuya cultura encuentra su lógica en el conjunto de las relaciones sociales diversificadas y densas. Desde esta perspectiva los rancheros son parte de un complejo mayor, el de la sociedad ranchera, articulada en el devenir nacional [Barragán et al: 1994: 57-58).

Sobre la primer vertiente Andrés Molina Enríquez [1909], con su obra Los Grandes problemas nacionales, puede ser considerado precursor del estudio del sector ranchero en el agro mexicano. Desde una perspectiva evolutiva de la propiedad de la tierra, Molina considera que las comunidades rancheras son unidades mestizas que se encuentran en un proceso de transición entre la posición comunal y la propiedad individual, que se constituye en el ideal del autor, pues en ella reside el sentido de producción para el mercado [Molina 1909: 134-135]. Así, intelectuales como Molina colocan a los rancheros como el sector progresista de la sociedad nacional. En general, la mayor parte de los estudiosos de las sociedades rancheras coinciden en señalar que la propiedad privada de la tierra es un rasgo característico de la misma, por ejemplo, Luis González afirma para el caso de San José de Gracia que uno de los procesos constitutivos de la sociedad ranchera de Pueblo en vilo fue consolidar la propiedad privada en el quinquenio 1867 a 1883, cuando un conjunto de aparceros y avecindados pudieron adquirir tierras de la extinta Hacienda de Cojumatlán [Luis González 1984: 22].

En el mismo sentido Barragán coloca como una de las características de las sociedades rancheras la pequeña propiedad, cuando señala que “en el nuevo mundo se fueron repartiendo pequeñas y medianas propiedades en las que se combinaban producciones para auto consumo y para el mercado. Los hombres de acaballo, aludiendo a los rancheros, accedieron a dichas unidades de propiedad, casi siempre en disputa con grandes explotaciones y las comunidades indígenas [Barragán 1982: 126]. Desde esta perspectiva, si bien la propiedad no es el único rasgo que defina lo ranchero, sí se revela como un elemento que singulariza a esta sociedad y que, como lo veremos más delante, se erige como referente del pensamiento ranchero o de su ordenamiento del mundo, no sólo con respecto a la tierra, también con el ganado. Si se reduce como el único factor social, nos topamos con la dificultad de omitir las variaciones en los tipos de propietarios o de posesión —ejidatarios, comuneros, arrendatarios— que más allá de la posesión, la renta o la propiedad de la tierra comparten lo que se ha denominado un estilo de vida o identidad ranchera.

El llamado “modo de vida ranchero” es una propuesta elaborada por el antropólogo José de Jesús Montoya Briones, ante la dificultad de identificar una especificidad cultural de lo ranchero que reúna características étnicas como la lengua, el territorio, la organización social y una cosmovisión, en tanto forma de ordenamiento del mundo. A partir de una historia de vida registrada en un rancho de Jerez, Zacatecas, Montoya, concluye que el “estilo de vida regional ranchero”, constituye una reunión de rasgos entre los que se encuentran: la rudeza e impulsividad de los actores, capacidad de adaptación al medio y al trato difícil con las bestias domesticadas, sin olvidar las actividades del agro, gusto por los rodeos, carreras de caballos, jaripeos, una rígida división entre sexos, institución familiar integrada, reglas de honor definidas, apego a la tradición y al individualismo; valoración de las celebraciones y ritos religiosos católicos, fuerte dominio del hombre hacia la mujer y los hijos, culto a lo femenino visible en el ámbito religioso decantado en la Virgen y en la figura de la madre, educación autoritaria y represiva, etcétera [Montoya 2003: 31-32, 33].

Siguiendo a Luis González en su microhistoria de San José de Gracia, Briones logra un ejercicio etnográfico sobre la cultura Ranchera, sin embargo, su trabajo enfrenta la limitación de la sistematización etnológica, pues no fructifica en un modelo analítico que permita aproximarse de manera general a las sociedades rancheras. Los rasgos enunciados constituyen variables comprobadas con evidencias etnográficas sobre las que no se construye una teorización antropológica sobre la cultura ranchera.

Otros autores, como José Lameiras [1994] argumentan la existencia de una identidad ranchera, soportada en la historia de las sociedades rancheras, marcada por la ascendencia y la pertenencia a linajes por descendencia ancestral, pero dicha memoria generalmente alcanza una profundidad de tres generaciones antes de ego y lejos de estar soportada en la memoria colectiva, el conocimiento y reconocimiento de la pertenencia y legitimidad se basaba en la tradición familiar que adquiere un estatus de verdad. El argumento de Lameiras ampara una adscripción a lo criollo-mestizo que constituye el referente de alteridad con lo indio [Lameiras 1994: 92]. Esta adscripción a la patria chica —pueblo o rancho— asociada a la relación ancestral familiar soporta la idea de abolengo, de aquí que, en las agrupaciones de charros, quienes reivindican sus antepasados criollos, clasifiquen a los practicantes del deporte de charraría en charros nuevos y charros de abolengo, en una ortodoxia característica.

Quizá el esfuerzo más consistente para estudiar las sociedades rancheras es el realizado por Esteban Barragán quien en 1982 publica un interesante ensayo titulado Sociedades en movimiento, anónima y de capital variable, donde logra dibujar, no sólo el proceso de formación de estas sociedades, cuyo origen se ubica en el siglo XVI, sino traza un modelo de análisis que se extiende de norte a sur por el continente americano, desde el sur de los Estados Unidos hasta la Pampa argentina y la Tierra del Fuego chilena. El cowboy, el charro, el gaucho y el huaso son resultado del proceso de Conquista y colonización en América. Las sociedades rancheras son “un tipo de poblamiento y de socialización peculiar que se dio en zonas de frontera a lo largo del proceso […] de conquista, poblamiento e integración de territorios nacionales de América desde su descubrimiento” [Barragán 1982: 123].

En estos procesos de integración las sociedades rancheras abren las rutas de colonización al ocupar de manera permanente los territorios conquistados. En este sentido Barragán clasifica a los rancheros como “poblamientos bisagra", en la medida que tienden los puentes entre la sociedad mestiza, a la que pertenecen, los pueblo o haciendas de criollos y las comunidades indígenas [Barragán 1982: 124].

Desde la época colonial los ranchos, fueron “pequeñas o medianas propiedades”, que se constituyeron en alojamientos provisionales, viviendas rurales que se asociaban a una apropiación de tierra de labranza o de agostadero, convirtiendo el rancho en una pequeña explotación independiente en la que se criaba ganado, casi siempre anexas a los latifundios de haciendas [Barragán 1982: 129].

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Sabina Díaz, Ocotlán Jalisco (1910). 

En el proceso de colonización la instalación de ranchos, la introducción de la ganadería y por supuesto la minería forman una triada de ocupación territorial, tanto en el norte como en el sur de México, ejemplos de esta relación se multiplican en la Nueva Vizcaya que se extendía por Zacatecas, Guanajuato e Hidalgo; El Obispado de México y de Michoacán, que cubría los valles de Matlatzingo, la Sierra de Monte Alto y las Cruces, los pueblos de Real de Minas en Temazcaltepec, la depresión del Balsas y los Placeres del Oro, hasta llegar a las planicies costeras del Pacifico extendiéndose por todo el occidente en los actuales estado de Jalisco, Colima, Michoacán y Guerrero.

En estas amplias extensiones de tierra, la minería y la ganadería constituyeron una estrategia de ocupación territorial que se articuló a la política de congregar a los nativos en pueblos; también se sumaba la actividad evangelizadora de las órdenes mendicantes jesuita, franciscana, dominica y agustina. La expansión de la ganadería novohispana, a partir de 1545, señala Barragán, invadió las llanuras del norte de México, las costeras y lomeríos del occidente [Barragán 1982: 134]. No sólo como una actividad vinculada a los grandes latifundios y la minería, también asociada a las actividades económicas de monasterios, hospitales, hermandades y cofradías de negros e indios, que en el soglo XVIII tuvieron auge.

La confluencia de población de indios y negros en estas regiones de frontera y de tierras flacas, escasamente controladas por la administración colonial, donde floreció la minería y la ganadería, son los espacios donde emergen los rancheros, en este sentido Barragán sostiene que:

Su origen se caracterizó por la reunión de individuos de distintas extracciones étnicas y de castas que huían de la violencia social colonial: africanos que no querían ser esclavos, indios, mestizos y mulatos jurídicamente libres que no aceptaban la cultura occidental; blancos, criollos recién llegados del viejo continente, refractarios a la moral […] se refugiaron en santuarios, en lugares más o menos recónditos, donde escapaban de la represión [Barragán 1982: 125-126].

Así los rancheros son esencialmente “población amestizada que ocuparon una posición periférica” en la administración colonial, se establecieron como “terragueros, medieros, avecindados y vaqueros” en los márgenes de las minas, los monasterios en zonas indígenas, las haciendas y plantaciones, cuya economía se soportaba en la actividad ganadera y agrícola; su fuerza de trabajo y soporte social fueron la familia y las relaciones de parentesco. El aislamiento y posición liminal en la sociedad nacional configuraron una mentalidad independiente de autosuficiencia, desconfianza de los agentes de gobierno y los “catrines” o citadinos, así como respeto y humildad a los designios de la Iglesia católica [Barragán 1982: 131].

Siguiendo el esquema analítico de Barragán los rancheros serían un sector de población mexicana esencialmente mestiza que ocupó regiones de frontera,3 asentado como mediero o propietario, entre los pueblos de españoles y las comunidades indígenas; su economía se soportó en la ganadería novohispana y el trabajo familiar. Los rancheros cumplieron así un papel fundamental en la integración del territorio nacional erigiéndose como puente o unión entre el mundo occidental de criollos y españoles, así como en el mundo indígena, marcado por su cosmovisión y religión nativa.

Si asumimos esta posición liminal del ranchero entre el mundo de los grandes hacendados, párrocos, frailes españoles o criollos y las comunidades indígenas, ¿qué tipo de cultura se configuró en la sociedad ranchera, más allá de la suma de rasgos a los que aluden los autores aquí revisados?, ¿es posible, en este contexto hablar de una cosmovisión ranchera, en los términos que la ha estudiado Alfredo López Austin?, como “un conjunto articulado de sistemas ideológicos relacionados entre sí en forma relativamente congruente, con el que los individuos en un determinado momento histórico pretenden aprehender el universo [López Austin 2012: 20).

En este artículo asumimos que lo ranchero sí configura una cultura, por lo tanto, es posible estudiar sus distintas manifestaciones o variaciones regionales. Dada la amplitud del tema, centro la atención en los aspectos del ethos y “propongo que el pensamiento ranchero se forjó en la idea de dominar y controlar la naturaleza, una suerte de domesticación del mundo que se encuentra implícito en el discurso evangelizador de siglo XVI, en particular el de la orden agustina y en la que la ganadería juega un papel sustancial, pues en ella se decanta el sentido de propiedad, de amansamiento y dominio”. Es también en la ganadería donde se condensa un conjunto de entrelazamientos mitológicos que asimilan al toro con el mundo de los antiguos dueños de las cosmovisiones nativas.

HERENCIA COLONIAL

LAS NOCIONES DE PROPIEDAD Y SUJETO PROPIETARIO

La llegada del ganado al nuevo mundo en el siglo XVI generó un proceso de transformación en las relaciones que las comunidades indígenas establecían con su entorno ecológico, marcado por un principio horizontal de reciprocidad entre hombres y los dueños del monte y los animales silvestres. Distintos autores, entre ellos Rodolfo Pastor [1987], María de los Ángeles Romero [1990], Frédéric Saumade [2001], Rosa Brambila [2006], Danièle Dehouve [1994] y Juan Atilano (2015), han señalado el impacto, económico y cultural de la ganadería novohispana en el mundo indígena y mestizo colonial.

Para el caso de la Mixteca de Oaxaca, Romero Frizzi señala que a mediados del siglo XVII la ganadería generó dos procesos relevantes, en primera instancia se convirtió en una actividad económica central de las comunidades mixtecas; por medio de instituciones, como las cofradías y hospitales, se desarrolló una importante actividad ganadera, pueblos como Tlaxiaco y Huamelulpan adquirieron estancias de ganado para explotarlas. Así, las mejores tierras las dedicaban a las milpas y a los ganados de sus cofradías, mientras que las más pobres eran arrendadas a particulares como agostaderos. En un inicio aquellos arrendamientos no representaron problemas para los mixtecos, sin embargo, implicó una profunda modificación en el concepto de tierra.

Para el mixteco antiguo [la tierra] era una unidad [una continuidad del mundo social]. De ella y de la intersección del yya (especialista ritual) entre los poderes divinos dependía […] la cosecha. Ni las importantes funciones del yya ni el uso de los terrenos por los macehuales proporcionaban la propiedad de la tierra. […] la presencia española (en especial de los ganaderos)4 introdujo nuevos conceptos sobre ella […], la tierra se fue convirtiendo en una mercancía […] El concepto de propiedad rápidamente fue asimilado por poblados y cacique” [Romero 1990: 191-193].

Roberto Pastor señala que la institucionalización del dominio colonial se fundamentó en los principios teológicos de la utopía de Santo Tomás Moro, en especial en la defensa de la propiedad social. El reparto de encomiendas, el reconocimiento de las repúblicas de indios y la fundación de hospitales y cofradías, fueron las instituciones coloniales que consolidaron la administración de la tierra, el comercio y la actividad ganadera. En la figura de los caciques —indígenas— se concentró la propiedad, en su situación privilegiada se les concedió licencia para vestir a la usanza española, portar armas defensivas y montar con silla y freno. También se les otorgaron mercedes de tierra y privilegios económicos, generando una élite indígena [Pastor 1987: 77-78].

En opinión de Pastor el escaso desarrollo de las haciendas españolas en la Mixteca, excepción de las instaladas por los monasterios y conventos de dominicos y agustinos, permitió que los caciques mixtecos se integraran a la economía mercantil europea, a partir de licencias de la Corona para ejercer el comercio de bienes de Castilla y la ganadería mayor; a finales del siglo XVII tenían suficientes tierras y ganado para donar a los conventos y las primeras cofradías [Pastor 1987: 83]. Así la producción, que en tiempos prehispánicos, se concebía como una colaboración con los espíritus de la naturaleza, cede el paso a la noción cristiana, expresada en el Génesis, que establece el derecho divino de los hombres para apropiarse y servirse de la naturaleza (Génesis 1: 23-2:13).

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Ezequiel Flores Anaya, Rancho los Tuseros, Tecolapa, Estado de México (1974). 

Esta transformación ha sido documentada también por la etnohistoriadora Rosa Brambila, para el caso de los otomís de la región Centro Norte de México. A partir de 1526, cuando se comienza a introducir en México las primeras yeguas y, a pesar de la prohibición a los indios de común para usar armas y el caballo, la crianza de ganado generó profundos cambios en la cosmovisión indígena. Mientras que las poblaciones originarias de Mesoamérica consideraban como parte de una misma historia al hombre y a la naturaleza, las tradiciones occidentales se basaban en la creencia de que los recursos naturales son ilimitados y puestos a servicio de los hombres. Los indígenas incorporaron a su vida cotidiana el ganado, generando una configuración cosmológica distinta, cuyo soporte fue un sistema económico agropecuario que desplazó a la antigua agricultura. Es en este contexto que aparece el concepto de sujeto propietario [Brambila 2006: 60-62, 66].

La noción de sujeto propietario se decantó en distintas figuras, como lo hemos visto, en los encomenderos, hacendados españoles, en los caciques indígenas, pero también en los santos patrones de los pueblos. Una de las instituciones coloniales que concentró la actividad ganadera fue la cofradía. Dagmar Bechtloff en su estudio de Las cofradías en Michoacán durante la época colonial [1996], señala que en la decadencia de la nobleza indígena de las Repúblicas de Indios en el siglo XVIII, sobrevino el afianzamiento de las cofradías.

Esta institución de carácter laico se extendió por el territorio de la Nueva España gracias a sus funciones evangelizadoras y su importante papel financiero, pues a partir de ellas se costeaba el culto católico, las fiestas a los santos patrones y de Semana Santa, además de otorgar servicios de crédito a sus asociados [Bechtloff 1996: 132, 144].

Según el análisis estadístico del censo de 1789, donde se indica el origen étnico de las cofradías en Michoacán, como su capital fundacional, Bechtloff sostiene que mientras las cofradías de españoles, radicadas fundamentalmente en Morelia, basaban su capital en bienes raíces y dinero, las de negros e indios se fundaron sobre la base de donaciones de ganado, caballar, mular y bovino. Por razones de la inserción específica en la economía colonial, los negros, pardos e indios fundamentalmente dedicados a la arriería, la minería y el comercio, se inclinaron por la cría de mulas y ganado bobino. La ganadería implicaba una inversión baja y flexible [Bechtloff 1996: 221, 202].

Con certeza podemos asegurar que la cofradía fue la institucional colonial sobre la cual la ganadería novohispana se desarrolló en regiones como la Huasteca, la Tierra Caliente en el occidente de México, así como en el sur y sureste en las tierras mixtecas de Oaxaca y mayas de Yucatán. La fundación de cofradías en estas regiones se realizó con ayuda de donaciones de ganado que fueron consagradas a los santos, erigiendo a éstos como propietarios de los rebaños. En la Tierra Caliente, por ejemplo, en especial, el pueblo de Ajuchitlán, se fundaron 10 cofradías por parte de los indios e indias Cuitlatecas, quienes contribuyeron unos con una cabeza de ganado y otros con el sobrante anual de la hacienda o milpa de comunidad a la cual estaban sujetas dichas cofradías [Dehouve 1994: 133].

En Totolapan, hombres, mujeres y niños participaron en la fundación de la cofradía de las Ánimas: los niños con un real o medio real para comprar becerras, los hombres con una becerra cada uno y las mujeres tejiendo mantas que vendieron para comprar más becerras. Un arrendatario de los terrenos comunales pago con 100 cabezas por la renta de nueve años. En el mismo pueblo los danzantes de San Miguel donaron una becerra cada uno y otra dedicada a la Virgen de los Dolores por las mujeres con el producto de sus mantas tejidas […] en Ajuchitlán la cofradía de las Ánimas fue fundada hacia 1747 a solicitud de un indio principal Agustín Mendoza. Éste al morir en 1777, dejó 216 cabezas [Dehouve 1994: 133].

En la región de la Huasteca, especialmente en Tantoyuca la ganadería de los pueblos-misión solían financiar misas, procesiones y diversas fiestas, en especial al santo tutelar. Para 1796 las cofradías de la región solían realizar préstamos en especie a particulares; es el caso de la cofradía de las Benditas Ánimas que de 1796 a 1808 le prestó a don José Antonio Avilés 40 vacas a rédito con un interés de 5% anual [Cruz 2011: 188-189]. En Atenango del Río Zacango y Comala, Guerrero, las cofradías prestaban sus rebaños a rédito, cobrando por ellos un interés; quienes pedían prestado eran hacendados españoles que ofrecían al ganado de la cofradía las tierras de pastos en las que pastaba su propio ganado. El pago se realizaba conservando para ellos las crías y el producto de la venta de la leche y de las bestias; a cambio se comprometían a tomar por su cuenta una parte de los gastos rituales de la cofradía, pagando las misas y comprando cera [Dehouve 1994: 132].

En Yucatán, a finales del siglo XVII, las estancias de cofradías eran para los mayas un modo de salvar los años de hambre y de malas cosechas [Boccara 1990: 56]. Las estancias constituían empresas destinadas al servicio de intereses corporativos de la comunidad. La mayor parte de ganado de esas cofradías representó el ingreso más importante para los mayas [Farriss y Solís apud Cruz 2011: 193].

En la medida que el capital fundacional de las cofradías se consagraba a los santos, éstos se erigieron en propietarios de los rebaños. El carácter sagrado de sus bienes los puso a salvo de la voracidad de la administración colonial y permitió configurar formas de organización y de financiamiento en torno a la economía ganadera. La organización de una estructura de cargos entre la que se encontraban mayordomos, fiscales, diputados y escribanos, se estructuraba con base en la administración de los bienes del santo.

La idea de propiedad decantada en los santos ganaderos, cuyo soporte es la cofradía, la he documentado, en particular, con el análisis que realizo a la lírica popular de la Tierra Caliente de Guerrero y Michoacán. Con base en los versos de San Agustín “victorioso”, un género lírico musical, cuya estructura literaria es la ensalada, he propuesto que los conceptos de bien, propiedad y herencia de los santos, son una evidencia del pensamiento ganadero colonial, ejemplos, son las siguientes décimas de San Agustín:

San Agustín Victorioso

San Vicente y San Joaquín;

hablaron de un herradero

y dijo San Agustín: mediante Dios lo primeros

tengo pensada una cosa:

de hacer un buen herradero,

una fiesta primorosa.

San Agustín Victorioso

dueño de una cofradía

cuatro ranchos y tres huertas

por propiedades tenía.

En lo más alto del viento

voy a hacer mi testamento

señores de tal manera

para cuando yo me muera

no tenga que averiguar;

todo lo voy a arreglar...

El mundo está satisfecho

de todo mi capital…

[Atilano 2015: 123, 124].

Aunada a esta idea de capital, el calificativo de San Agustín “victorioso” supone una idea de dominio y domesticación de los territorios, concepto que es evidente en la teología cristiana colonial que veía en el paisaje y en los nativos de Tierra Caliente seres controlados por el demonio. Así, en el proceso de evangelización de los agustinos la ganadería funcionó no sólo como una estrategia económica, fue también un medio de domesticación de la naturaleza [Atilano 2014, 2015].

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Ranchero, tipos de siglo XIX.  

LA IDEA DE DOMESTICAR ANÁLOGA A LA CONVERSIÓN RELIGIOSA

La domesticación como forma de control y dominio se declara en el Génesis, de las Sagradas Escrituras, en ellas se asigna al hombre, hecho a semejanza de Dios, la sujeción de animales y plantas para que de ellos se sirvan y se alimente (Génesis 1:23-2:13). Este derecho divino se asocia al principio teológico de San Agustín, plasmado en la Ciudad de Dios donde se asume, por las “declaraciones y confesiones de los hechiceros […] la realidad de las intervenciones diabólicas…” [De Olmos 1990: X-XI]. Los textos sagrados son el argumento de la intervención evangelizadora en el Nuevo Mundo que aparece ante los ojos de los frailes como un territorio controlado por el diablo. En su Historia General de la América Septentrional [1746], Lorenzo de Boturini describía las deidades prehispánicas como una evidencia del olvido de la verdadera religión de sus antepasados, “descendientes de Noe, nuestros indios, imaginaron diferentes naturalezas de Dioses, compuestas de unos cuerpos superiores a las fuerzas humanas, las que reverenciaban en sumisión y sacrificios […] de idolatría” [Boturini 1999: 8-9].

Fray Diego de Basalenque en su Historia de la Provincia de San Nicolás Hidalgo de Michoacán [1673] describe la Tierra Caliente que se extiende por la depresión del río Balsas como un territorio muy caliente y carente de agua, porque, aunque tiene grandes ríos van muy hocinados y la tierra es doblada de grandes sierras sin árboles, llenas de sabandijas y mosquitos, tierra para quien no ha nacido en ella inhabitable y para los nacidos insufrible, cuyos caminos espantan y atemorizan. Complementa su relato señalando que, en estas tierras de Nocupétaro, Ajuchitlán, la Huacana y Tzinahua habitaba el demonio en compañía de sus habitantes, que entre ellos vivía quieto y pacífico, en lugares ásperos, fortificado en la dificultad de los montes secos [Basalenque 1673: 85].

Este control demoníaco se extendía a los naturales de las tierras cuyas creencias y prácticas de idolatría los hacían gente de malas inclinaciones y maliciosos, mentirosos, torpes y tardos para el bien, muy hábiles y solícitos para el mal [Garcés apud Acuña 1987: 30-31]. Ante los ojos de los administradores y los frailes las costumbres de los naturales aparecían como evidencias del control maligno, la conversión religiosa era una batalla épica entre Dios y sus soldados, contra el demonio, designado en las crónicas con el término de búho. Así escribía Fray Juan de la Concepción, carmelita descalzo un romance a la obra de Boturini, que se trazó la meta de conocer los dioses de los naturales para impulsar su evangelización:

De tanto gasto, de fatiga tanta

En copioso Museo logró el fruto;

Donde adiestrase dulces cisnes,

A confusiones de agoreros búhos

[Boturini 1999: Ni].

La batalla contra el mal se libraba con las armas de los sacramentos, Fray Andrés de Olmos afirmaba que:

El verdadero Dios, el salvador del universo, nuestro señor Jesús Cristo. Él vino a reclinarse sobre ustedes, cuando su corazón murmuraba tristeza, por ello habrá que conocerlo bien, compréndelo, amarlo, obedecerlo [...] para ser bien salvado en su santa Iglesia [sic] en que dios concede los santos sacramentos […] y cuando la guerra sobrevenga, destruirá […] las bestias feroces, los Diablos [De Olmos 1990: 7-9].

El paisaje y las prácticas idolátricas aparecen como manifestaciones del engaño maligno, los frailes asumen la tarea de la conversión como una suerte de domesticación de las cosas de la naturaleza, los milagros en la empresa se consideran señales de victoria, es la interpretación que Basalenque le otorga a Fray Juan de Moya, quien fue capaz de cruzar el río Balsas sobre el lomo de un lagarto o bien de levitar al caer a un barranco en un camino sinuoso [Basalenque 1673: 88-89].

Pero la empresa evangelizadora va acompañada de la fundación de pueblos espacios de congregación para el culto católico; la iglesia y fundamentalmente las cofradías serían las instituciones coloniales en las que se decantaría la parafernalia del culto en la Pascua y las fiestas patronales; los santos no sólo fundan pueblos, también son el vínculo de la población indígena y mulata con la ganadería, pues los santos serán los hacendados y sus devotos sus vaqueros y caporales.

Finalmente, la administración de los sacramentos como el bautizo, la penitencia, el matrimonio, comunión y unción a los enfermos fueron los indicadores de la conversión análoga a la domesticación de la naturaleza. Esta idea de amansamiento y control es descrita de manera sucinta por Luis González para los rancheros de San José de Gracia:

La primera generación [siglo XIX] cumplió valientemente con su doble cometido de repoblar la porción montañosa de la hacienda de Cojumatlán y de combatir a lo bárbaro la barbarie zoológica. Fue aquella generación de patriarcas la que devolvió a la domesticidad los vacunos y equinos salvajes, la que ahondo loberas, trampas donde quedaron sepultados muchas alimañas la que limpió de malas hierbas los terrenos [González 1984: 39].

EL APARICIONISMO Y LA MITOLOGÍA

Este proceso de dominio y de apropiación de la naturaleza configuró en el imaginario ranchero un mundo sobrenatural asociado con la riqueza fácil, sin esfuerzo de trabajo y la vida licenciosa. El diablo, entidad de origen cristiano arraigó en el pensamiento de indios, negros, mulatos y mestizos quienes pueden establecer contacto con él para solicitarle favores. Los antecedentes de estos principios de pensamiento se encuentran de nuevo en el discurso de Fray Andrés de Olmos:

El Diablo engaña a aquellos que quieren saber, aquellos que quieren conocer las cosas ocultas o lo que ocurre a lo lejos (en el monte), los engaña muchísimo porque les promete muchas riquezas […] y les promete también la vida alegre con las mujeres para que sean de su partido. Por fin el Diablo se transforma a veces en varón para alcanzar acceso carnal con su mujer y a veces se hace mujer para dormir con un buen barón. Aquellos que han perdido humanidad por el pecado les aparece el Diablo a veces sólo bajo forma de bestia […] así se apareció a la primera mujer Eva en forma de serpiente [De Olmo 1990: 17, 31].

Es este el discurso en el que se ancla el sistema de creencias: ranchero del aparicionismo, las brujas, la riqueza en ganado o dinero, las virtudes en el amor, el juego de azar y la música o las habilidades ecuestres. Mientras que, en las zonas del Bajío, los Altos de Jalisco y el occidente de México, entre los rancheros criollos o mestizos, estas creencias se asocian al pecado y la vida licenciosa cuestionadas por los devotos y la jerarquía de clero secular, en otras regiones del sureste se articularon al pensamiento nativo. Al respecto de la primera tendencia, Luis González señala:

La falta de sujeción a la ley y a la autoridad civil contrastaban con la entrega al gobierno eclesiástico y a los mandamientos religiosos. Con poca instrucción, sin culto público y no exenta de supersticiones, la vida religiosa conservó su exuberancia. Una parte sobresaliente de ella la constituía el trato directo, físico, con seres del más allá. Nadie dudaba de las apariciones del diablo y las ánimas del purgatorio; nadie dejó de toparse alguna vez con seres sobrenaturales, con fantasmas de varia índole [González 1984: 33].

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Cabalgadura. 

La tradición oral en los Altos de Jalisco es rica en la narración de historias de espantos y muertos relacionados con la riqueza. En pueblos como Encarnación de Díaz, Jalisco, bastión de la Guerra Cristera, los abuelos narraban historias de aparecidos y dinero oculto:

Ahí donde alumbra, donde aparece la lumbre se encuentra la olla con dinero. En la hacienda de Ojuelos sonaba un reloj todas las noches. Era un tic tac en la pared del cuarto donde dormía. Era una señal de que si escarbabas encontrabas dinero. Pero estas cosas eran del diablo, de muertos, así que una noche, cuando el reloj sonó solté maldiciones a aquello y nunca sonó de nuevo [Antonio Atilano Ávalos, trasmisión oral].

En el sur y centro de México la relación con el Diablo, también conocido como “El amigo”, adquiere distintos matices, al grado de ser el personaje principal de una mitología asociada a la ganadería y la riqueza. En Tierra Caliente estar “empautado”,5 significa haber establecido un acuerdo o pacto con “El amigo”. El diablo dispone de sus ayudantes los chanes o chaneques, antiguos dueños de los cuerpos de agua que mediante ofrendas pueden otorgar virtudes a los hombres (enchanecado) o pueden causarle daño y enfermedad.

En la tradición oral de la Tierra Caliente se narran historias de “empautados” que adquirieron las destrezas para montar y manejar la reata o de aquellos que pidieron suerte en el amor con las mujeres. Los enchanecados son generalmente músicos que han solicitado el encanto de sus instrumentos —violín, guitarra o tamborita— para adquirir el virtuosismo al interpretar sones y gustos de la región. Estas historias aderezaban la fama de vaqueros, caporales y músicos.6

En la península de Yucatán el sentido de propiedad y control del ganado se ajusta a la antigua entidad de los dueños, configurando una mitología asociada a la riqueza y el valor. Las figuras de H-wan tul (dueño del ganado) y Kisin (toro mítico) que otorga el valor y las habilidades taurinas del torero son los personajes centrales de estas relaciones entre hombres, ganado y riqueza.

H-wan tul es el hijo no deseado de los amores entre un ganadero y la hija de un vaquero. Al darse cuenta que el ganadero no se hará responsable del niño la abuela materna lo abandona en un potrero; el niño es rescatado por una vaca quien se encarga de alimentarlo y cuidarlo. El niño regresa al rancho en forma de pixan (espíritu) a buscar a su abuelo para ayudarlo a llamar al ganado y meterlo al corral [Boccara 1990: 13-15]. Por su parte Kisin es un ser habitante de los hormigueros que otorga, a quien se lo pide, la virtud de lidiar a los toros, por añadidura el dinero y la fama; esta entidad se asocia al mal y quienes acuerdan con ella lo hacen sabiendo que Kisin regresará por ellos para que paguen su deuda [Boccara 1990: 35-37].

Esta mitología es una evidencia de las variaciones en los sistemas de pensamiento de las sociedades rancheras vinculadas a la ganadería. Por una parte los rancheros criollos del occidente jalisciense y los de Zacatecas, cuyo sistema ideológico es sancionado por el clero regular, un catolicismo ortodoxo que los lleva a participar decididamente en la lucha Cristera de 1926 a 1930 y en contraparte una sociedad ranchera mulata o mestiza del centro sur de México, que se caracteriza por una práctica católica laica, cuyo eje fueron las cofradías de barrios con un sentido comunitario importante, sin dejar de reconocer el sentido de jerarquía que introduce la propiedad del ganado y la tierra.

PROPIEDAD Y AMANSAMIENTO COMO PRINCIPIOS DE LAS RELACIONES SOCIALES RANCHERAS

La relación histórica de los rancheros con una naturaleza agreste y con los animales, basada en los principios de propiedad y domesticación, se proyectan en sus relaciones sociales, tanto en el ámbito familiar como en la sociedad nacional. El pensamiento ranchero opera a partir de analogías que se trasladan del control, amansamiento y propiedad del ganado, sin olvidar el medio rural con las relaciones amorosas, de familia y con los agentes que representan al gobierno.

Para el ranchero, la familia es un patrimonio, un valor que se ha heredado, que se preserva. La idea de honor deriva de la historia familiar, la mujer y los hijos se miran como una propiedad a la que hay que cuidar y defender, la severidad y la violencia son recursos de esta visión del mudo que proviene de sus relaciones con el caballo y el ganado. Ana Cristina Ramírez advierte, para el caso de los valores charros que:

La virtud y la virilidad hacen del vaquero una fuente de masculinidad. La hombría se construye a partir de sus relaciones de dominio y amistad con las bestias del campo, potros cerreros y novillos bravos. El trato constante con el caballo configura una psicología de control, nobleza y lealtad. La hombría de bien se liga al ethos rustico y la convivencia con el ganado mayor bruto o amañado [Ramírez 2015: 328-329].

Es importante observar que el charro, vaqueo o ranchero atribuye a la relación de domesticación del caballo un referente que norma su personalidad, el dominio de sí mismo y del animal se proyecta al dominio que el padre debe tener sobre su mujer y sus hijos, a quienes, como en el caso de su caballo, hay que educar o domesticar. Esta lógica, en la que las pautas de lo social la determinan la relación con los animales, es un rasgo de la cosmovisión ranchera. En términos comparativos con el pensamiento indígena, mientras que el nativo ve en el animal un dueño del monte, el ranchero encuentra en los animales un recurso, que al ser domesticado se sirve de él; mientras que entre los primeros opera un principio de reciprocidad, en los segundos impera la dominación, protección y la propiedad.

En la cosmovisión ranchera las relaciones hombre naturaleza, marido y mujer, madre e hijos son desiguales, su forma general es jerárquica, de dominación, el sometimiento por medio de la violencia es legítimo. Es precisamente la doma del caballo y del ganado que prevalece como una forma de educación jerarquizada; doma y educación del caballo se hace a rienda para que obedezca [Ramírez 2015: 330], es el referente del control que un ranchero debe lograr sobre los integrantes de su familia.

Más allá del carácter lúdico que tiene el jaripeo, como una afición de los rancheros la monta de toros y potros, adquiere proporciones de analogía con las relaciones de pareja o amorosas. La presencia del Toro de once, jaripeo tradicional que se celebra en el contexto de las fiestas patronales de los pueblos del sur de Jalisco, la Tierra Caliente y la Meseta Purépecha, constituye un ejemplo de cómo opera la doma como una analogía de la conquista amorosa. La expresión de dominio y control por excelencia del jaripeo, el desafío al peligro de ser cornado por un burel o el riesgo de morir en el intento de dominar al toro al montarlo, son elementos que refuerzan la virilidad, lo masculino. Al enfrentar y vencer o controlar la fuerza salvaje o bruta que representa el toro, el ranchero reproduce un código de significación que les trae prestigio ante el género femenino, desafío que con la muerte es el cetro de gravedad de la hombría [Atilano 2015: 111].

En el pasado, parte de las actividades del jaripeo en Ajuchitlán era el obsequiar a los asistentes fruta o pan con forma de pene y vulva. El juego abiertamente sexual generaba risas entre hombres y mujeres que llegaban a atrapar el pan con forma de viril, pues el pan era lanzado desde el centro del corral hacia el público [Francisco Cambrón apud Atilano 2015: 110]. El segundo elemento del Toro de once refuerza la idea de la analogía entre las actividades ecuestres y las relaciones amorosas construyendo un código de opuestos estructurales entre lo masculino y lo femenino.

Cristinamares Palomares aporta una reflexión interesante entre patria, mujer y caballo de los charros, que en mi opinión aporta elementos a la comprensión del pensamiento ranchero asociado a su relación con el caballo y la monta de toros; señala que la patria es un ideal, que, si bien pretende referirse al cuerpo de la nación, éste se asocia directamente con lo que Luis González denominó como matria o patria chica, el terruño, es el que le da sentido e identidad al ranchero. La mujer aparece despojada de todo referente erótico, envestida de beatitud y maternidad —sólo para el caso de la ortodoxia charra—, mientras que el caballo sintetiza el dominio del jinete sobre el animal; finalmente el juego de fuerza entre el charro y el animal, que tiene lugar en todas las suertes —de la charrería: cala, coleadero, monta de toros y yeguas, piales—, remite a una lucha entre valores masculinos y femeninos, idea refrendada por la autora cuando se pregunta: “¿Qué tanto podría decirse que el animal simboliza las fuerzas femeninas que el charro debe amansar, dominar, inmovilizar, vencer?”, ella misma responde con dos hipótesis:

Una que el charro es retado a mostrar, a través del dominio del animal su capacidad de control sobre lo femenino y con ello reafirmar su identidad de género. La otra hipótesis más arriesgada es que, en los animales el charro actúa lo que en su relación con las mujeres [Palomares 2000: 42, 45, 48, 49].

Aunque palomares descarta la segunda respuesta, argumentando que no es posible por el respeto que le inspira la preponderancia social de la mujer al charro, en nuestra opinión el pensamiento ranchero se encuentra regulado por los principios de propiedad y domesticación que ya hemos analizado líneas arriba. Otras evidencias de esta analogía y del respeto al clero las encontramos en la lírica popular, donde la conquista amorosa aparece como una suerte de riesgo y dominación. En opinión de Ana Cristina Ramírez el refranero charro muestra un discurso racial étnicamente ofensivo y sexista:

A la mujer y a la mula, a palos se ha de vencer.

A mal caballo pega la espuela y a mala mujer palo que duela.

A mujer y mula, dar duro si no recula

El caballo para el caballero, la mula para el mulato y el asno para el indio

[Ramírez 2015: 322].

Otros ejemplos del respeto al clero y las analogías entre mujer y ganado los encontramos en el cancionero popular:

En un viernes de Dolores

voy a curarme una cruda

ya me voy a confesar

a ver qué me dice el cura

[Becerrero, Tradición oral, apud Raúl González 2009: 263].

Ellas son las que no quieren

yo la lucha les hago

esas de la frente china

son como el ganado bravo

(Discos pentagrama apud Raúl González 2009: 256].

La muchacha de la jiricua

es una muchacha muy fea

parece ganado prieto

a lo lejos azulea

[Tradición oral apud Raúl González 2009: 341].

Si bien la lírica popular puede desestimarse en cuanto a metáfora, me parece que el pensamiento ranchero es ante todo un pensamiento analógico que ordena el mundo a partir de las comparaciones entre su relación con la naturaleza y los animales. Dichas comparaciones tienen como unidad el sentido de propiedad y control o dominio del salvaje, este código opera también en las relaciones amorosas que implicaría que seducir y enamorar es una suerte de conquista sobre la voluntad de la mujer pretendida. La victoria amorosa del ranchero es domesticar la resistencia a ceder de la mujer ante los deseos de propiedad y control del pretendiente.

Dibujo a lápiz Adolfo Flores Anaya.

Chinaco tipos de siglo XIX.  

CONCLUSIÓN

La hipótesis que guio esta reflexión, en cuanto al origen colonial del ethos ranchero, estructurado con el sentido de propiedad y domesticación, como una forma de victoria sobre la naturaleza, se demuestra en razón de los principios teológicos que justificaron y orientaron la colonización y conversión religiosa de los naturales. Siguiendo esta idea, la respuesta a la pregunta inicial de sí existe una cosmovisión ranchera, entendida como un sistema ideológico que se basa en el derecho divino para servirse de la naturaleza, para lo cual el hombre tiene que domesticarla, es positiva.

La propiedad y la domesticación son principios axiomáticos de un “estilo de vida” que históricamente se ha caracterizado por una acción de ocupación, de colonización, entendiéndola como una condición civilizadora, en términos del cristianismo, cuyo salvajismo se decanta en la figura del diablo como controlador del mundo del monte y sus habitantes salvajes. Colonizar es domesticar, pacificar, cristianizar animales, plantas y hombres.

En ésta última empresa el ranchero es, al mismo tiempo, un resultado de esa domesticación y un soldado al servicio de la iglesia. La génesis de las sociedades rancheras y su pensamiento se encuentra en nuestro pasado colonial, en tanto la función de apropiación de territorios y su domesticación, como una conversión a la vida productiva orientada a la ganadería y la agricultura.

Finalmente, la cosmovisión ranchera tiene como principios de clasificación el de sujeto propietario; la propiedad supone dominio y control de los bienes que son la expresión concreta de la domesticación, que supone conquistas, proteger y servirse de lo domesticado. La propiedad y control sobre la tierra y los animales es la base de la idea de herencia y patrimonio propio, mismo que se puede expresar en cuanto a bienes como el ganado, que también engloba la idea de abolengo, de pertenecía a la patria chica y a un linaje familiar.

Las sociedades rancheras, también son depositarias de un sistema de creencias que ha construido su mundo sobrenatural y un corpusde mitología asociada con las figuras del mal cristianas como el diablo y los muertos, el acceso a la riqueza material y al éxito en las empresas individuales. El aparicionismo es el resultado de la demonización cristiana sancionada por la Iglesia, basada en la descalificación de los antiguos dueños del monte que permitían al hombre acceder a la riqueza del mundo animal y vegetal.

El principio de reciprocidad del mundo nativo con su multiplicidad de existentes es demonizado, articulando un sistema de creencias donde los chanes y los piksan proporcionan dones y requisas mal habidas, ya que estos personajes se ubican como ayudantes o soldados del demonio. En oposición, toda riqueza bien habida es aquella que se genera con el trabajo físico, la explotación de la tierra, la cría de ganados y en general la transformación de los recursos en bienes para la vida del ranchero y su familia, hecho que obligaría a la antropología, como lo ha señalado ya Paulina Rocío Del Moral González, invertir los términos de la ecuación, explorando las contribuciones del pensamiento nativo mesoamericano al del mestizo ranchero [Del Moral 2013: 22].

Finalmente, el pensamiento ranchero se singulariza por su carácter analógico, un principio de comparación entre las relaciones de propiedad, control y dominio que supone la domesticación del mundo natural, del ganado y que se traslada a las relaciones amorosas o de reproducción. La conquista amorosa supone una victoria sobre la voluntad femenina y al mismo tiempo el principio de la formación de una familia, cuyo valor se encuentra en la posibilidad de trascender generacionalmente, a partir del prestigio o el abolengo del nombre y heredando un patrimonio a la descendencia del patriarca. Siguiendo este orden de ideas, los estudios sobre cosmovisiones rancherasnecesariamente tienen que reconocer como unidades de análisis las relaciones hombre-animal / hombre-naturaleza, la noción de propiedad, así como su relación análoga con la domesticación y el control.

Si bien propongo que éstos son principios generales que comparten las culturas rancheras, reconozco también que su aplicación a cada caso estudiado trae como resultado explorar las singularidades regionales o locales, de los rancheros. Estas particularidades me parecen se explicarán por los posesos históricos propios en cada región y por el conjunto de interacciones que generaron el proceso de mestizaje biológico y cultural. La diversidad étnica en este proceso tendría mucho que decir.

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1El concepto de “cambio cultural dirigido o planeado” constituye el paradigma de la antropología aplicada. George M. Foster sostiene que el “cambio cultural dirigido” es una herramienta estratégica para el diseño y aplicación de los programas estatales e internacionales que, en la década de 1960 buscan realizar innovaciones en el medio y la conducta de las sociedades tradicionales [Foster [1976: 16-18)]. En México, Julio de la Fuente hace referencia a éste desde la aplicación del conocimiento antropológico para diseñar estrategias de educación indígena y promover el tránsito de la casta a la clase social (De la Fuente apud Báez-Jorge 1980: 115].

2Herón Pérez Martínez señala que la palabra rancho constituye una reminiscencia de un vocablo militar que designaba reunión de personas o campamento. Hasta hoy el vocablo designa una choza, un abrigo más o menos provisional, una cabaña o majada de pastores, etc.; “rancho” es también modesta explotación independiente; finalmente, “rancho” es una habitación anexa a una hacienda [Chavalier apud Pérez 1994: 41].

3Las “regiones de frontera” se caracterizan por ser áreas geográficas que en tiempos prehispánicos fueron zonas de conflicto o de transición cultural, por ejemplo, la frontera chichimeca o hacia el sur, en la Tierra Caliente Oztuma, donde mexicas y tarascos se disputaban el control del territorio.

4Las cursivas son mías.

5Corrupción del español del término pacto con el diablo.

6Ver la novela de Celedonio Serrano Martínez (1980). El empautado. Colección Letras. México.

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