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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.28 no.82 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 15-Ago-2022

 

Homenaje

Sobre Michelle Zimbalist Rosaldo

Marta Lamas1 

1Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG). UNAM


Este número de Cuicuilco recuerda a Michelle Zimbalist Rosaldo (Shelly), una autora clave para el proyecto epistemológico de la antropología feminista. Difícilmente, hoy se puede calibrar el impacto que suscitó, tanto en el campo de los estudios antropológicos como en el incipiente movimiento feminista, el ensayo que Cuicuilco reproduce, con una cuidadosa traducción de Gloria Elena Bernal. Inicialmente Shelly presentó “Uso y abuso de la antropología: reflexiones sobre el feminismo y la comprensión intercultural” como una ponencia en 1977 y posteriormente, en 1980, lo publicó como artículo en SIGNS, una de las primeras revistas académicas feministas.

La reflexión teórico-política de Shelly abrió un horizonte crítico y estimulante cuando estaba despegando un movimiento feminista que se calificó de “segunda ola” para distinguirlo de sus predecesoras sufragistas. Desde la premisa de que “nuestras teorías serán apenas tan buenas como lo sea nuestra información”, esta antropóloga estadunidense cuestionó la fantasía acerca de un matriarcado universal, que cierto feminismo pretendía instalar en la narrativa política y, en vez de ello, optó por subrayar la necesidad de desarrollar un enfoque no esencialista para seguir investigando acerca de los papeles sexuales en las distintas culturas. Ella dijo con claridad que el pensamiento feminista enfrentaba un gran problema, pues había mucha información sobre las mujeres y, sin embargo, escaseaba una interpretación más profunda de esos datos. Por ello, planteó que era necesario formular más preguntas e interpretaciones acerca de cómo “el género impregna la vida y la experiencia sociales”. Muchas de sus interrogantes siguen vigentes en la actualidad, y precisamente traducir y republicar este ensayo tiene como objetivo mostrar la actualidad y pertinencia de su crítica.

Situemos, por un momento, el contexto en el que Shelly escribe este texto. Lo hace a finales de los años 70, cuando ya esa segunda ola feminista ha formulado un atinado cuestionamiento al poder patriarcal que va a extenderse a distintas disciplinas. En especial, en el campo antropológico las académicas feministas van a plantear una crítica a la perspectiva androcéntrica presente en muchas de las investigaciones y teorizaciones de sus colegas. Además, esa aguda crítica respecto a perspectivas que no registraban ni valorizaban el papel de las mujeres en las culturas, se amplió con la denuncia de varias prácticas sexistas que ocurrían tanto en el trabajo de campo como en la dinámica de las universidades. En ese contexto surgió la antropología feminista, que implicó un desafío a la forma en que se pensaba e investigaba antropológicamente y que, como bien señaló Mary Goldsmith [1992], era distinta de la Antropología de la mujer.

En esos años tempranos, Shelly fue más lejos que las típicas críticas al androcentrismo y desarrolló una reflexión que todavía hoy suscita interés y da ricas pistas acerca de problemas de investigación poco explorados. Ella no comparte la creencia en “verdades últimas y esenciales” respecto a la desigualdad entre las mujeres y los hombres, creencia que se suele respaldar con la evidencia intercultural acerca de una extendida asimetría entre las posiciones y tareas de las mujeres y los hombres. Aunque reconoce que “las formaciones humanas culturales y sociales siempre han estado dominadas por los varones”, esto no implica que todas las conductas tengan un contenido ni una forma universales. Shelly enfatiza que la antropología sirve para algo más que para respaldar ideologías, y que concentrarse en buscar “los orígenes” de la desigualdad entre mujeres y hombres equivale a pensar que nuestros sistemas de género son “primordiales, ahistóricos y esencialmente inmutables en sus raíces”. Esta antropóloga, que plantea que “las mujeres ejercen poder e influencia en la vida política y económica, despliegan autonomía respecto de los hombres y muy raramente se encuentran constreñidas por la fuerza bruta masculina”, también reconoce que “los objetivos mismos de las mujeres están definidos por sistemas sociales que les niegan un acceso fácil y expedito al privilegio social, a la autoridad y a la estima que disfruta la mayoría de los varones”. Si bien la asimetría sexual está presente en todas las sociedades, se trata de un fenómeno universal muy complejo que presenta una amplia diversidad en sus contenidos y formas, lejana a dicotomías binarias. Y esto, para Shelley abre un panorama de investigación, pleno de desafíos teóricos.

Su talante anti-esencialista llevó a Shelly a mirar ciertas cuestiones de la subjetividad inherentes al orden simbólico de género, cuestiones que subordinan tanto a mujeres como a hombres y que hoy diríamos que también lo hacen con personas con identidades consideradas fuera de la norma. En la actualidad, muchas de las antropólogas feministas en México comparten una perspectiva decolonial y algunas más se suman a la vertiente queer, y comprenden las emociones no solo como estados psicológicos, sino también como prácticas sociales y culturales que inciden en la cultura y la organización social. Coinciden así con Michelle Zimbalist Rosaldo, que fue una precursora al subrayar el vínculo entre las emociones y la producción de cultura. Más allá de las coincidencias y los desacuerdos internos en el amplio movimiento feminista, cuya pluralidad se muestra cotidianamente, es necesario un trabajo de reflexión téorica que, independientemente de las diferencias que producen las coyunturas históricas, retome preguntas y señalamientos que continúan vigentes.

En la dirección de recordar cómo Shelly apuntó la importancia de explorar la complejidad del vínculo cultura-emociones, Alejandro Lugo y Bill Maurer publicaron en 2000 una compilación de ensayos que “releen” su trabajo antropológico y destacan la forma en que ella investigó y reflexionó. En ese sentido, la intención de Cuicuilco de recuperar este ensayo seminal que instaló una mirada feminista en el debate antropológico, ha sido la de contribuir a una reflexión acerca de la subjetividad, o sea, de cómo las culturas (con sus condiciones materiales de producción, sus prácticas simbólicas y sus códigos acerca de las relaciones entre mujeres y hombres) producen cierto tipo de sujetos. Aunque la subjetividad es distinta en cada periodo histórico y en cada cultura, hay coincidencias y modelos derivados del hecho inmutable de que la diferencia sexual representa una de las grandes matrices de simbolización en todas las culturas. Así, en distintos órdenes simbólicos es posible encontrar coincidencias en significaciones y sentidos en relación a “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, que marcan y determinan tanto las identidades individuales como los procesos de producción de cultura material y de relaciones sociales de género.

Michelle Zimbalist Rosaldo esbozó, hace ya más de cuarenta años, pistas para explorar cómo las prohibiciones y prescripciones culturales se conectan en la identidad. Todavía hoy una parte de las antropólogas feministas construyen sus investigaciones desplegando su interés solamente en las mujeres en tanto mujeres, aunque ya incorporen la perspectiva interseccional, que muestra que dichas “mujeres” están marcadas por su cultura, su clase social, su pertenencia étnica y/o “racial”, su sexualidad, en fin, que están multi atravesadas y determinadas por habitus. Sin embargo, siguiendo a Shelly en su propuesta antiesencialista, son escasas las investigaciones y reflexiones que abordan las cuestiones identitarias desde una perspectiva sobre la identidad, como la que hace Bolívar Echeverría en su compleja reflexión acerca de la cultura:

La identidad no reside, pues, en la vigencia de ningún núcleo substancial, prístino y auténtico, de rasgos y características, de “usos y costumbres” que sea solo externa o accidentalmente alterable por el cambio de las circunstancias, ni tampoco, por lo tanto, en ninguna particularización cristalizada del código de lo humano que permanezca inafectada en lo esencial por la prueba a la que es sometida en su uso o habla. La identidad reside, por el contrario, en una coherencia interna puramente formal y siempre transitoria de un sujeto histórico de consistencia evanescente; una coherencia que se afirma mientras dura el juego dialéctico de la consolidación y el cuestionamiento, de la cristalización y la disolución de sí misma [2001: 149].

Esa reflexión comparte con Shelly su prevención a reducir la complejidad. Creer en esencias dificulta no solo pensar intelectualmente sino también articular estrategias políticas incluyentes. Hoy es preocupante ver, tanto en el diverso movimiento feminista como en sus vertientes académicas, posturas arraigadas en una concepción arcaica de identidad, vinculada al estatuto biológico. Tal es el caso de quienes lanzan consignas como “es mujer quien menstrúa”, para beneplácito del Vaticano. Cuando se dice “mujer” en lugar de decir “hembra” para referirse a un ser humano “que menstrúa” se está usando un sistema clasificatorio que no distingue entre sexo (biología) y género (cultura y psiquismo). Esto, además de producir confusiones conceptuales que no hacen inteligible la existencia de identidades no tradicionales, como las de las personas trans, también da pie a barbaridades políticas, como la discriminación o, incluso, a agresiones físicas que llegan al asesinato. Shelly intenta mostrar de qué modo lo que aparece como un hecho “natural” debe entenderse en términos sociales, “como subproducto de arreglos institucionales no indispensables que podrían ponerse en cuestión a través de la lucha política”. Tal análisis se plantea en la actualidad en la lucha de las personas trans por el reconocimiento de una identidad que se suele creer “natural”, sin visualizar sus componentes culturales y psíquicos.

En ese sentido vale la pena retomar la invitación intelectual que Shelly nos lanza al plantear que, para quien investiga antropológicamente, es enriquecedor adentrarse en aspectos del psiquismo como los que ella califica de “disposiciones emocionales”. Utilizar conceptos de otros campos disciplinarios, como subjetividad y psiquismo, implica asumir que el “sujeto” está “sujetado”, o sea, que su Yo ha sido constituido de manera compleja, pues interviene su inconscient. El sujeto asume, resiste o transforma las posiciones y definiciones disponibles en su contexto cultural, político y socioeconómico. Ella critica pensar solamente en el estatus de las mujeres porque es pensar en un mundo social en términos dicotómicos, un mundo en el que “la mujer” se opone universalmente al “hombre” de la misma manera en todos los contextos. Y esto produce, como ella bien señala y critica, “un relato interminable de subyugación de las mujeres y de dominación masculina”. Lo que esto significa, a final de cuentas, es que, según ella, “no logramos aprender todas las diferentes maneras en las que el género se presenta en la organización de los grupos sociales, y que no llegamos a entender las cosas concretas que hombres y mujeres hacen y piensan ni las variaciones socialmente determinadas de esas acciones y pensamientos”.

Michelle Zimbalist Rosaldo critica las representaciones esquemáticas que ofrecen los informes etnográficos más convencionales acerca de las mujeres, y señala que suponer que la esfera femenina o doméstica puede distinguirse del mundo más amplio de los hombres debido a funciones presumiblemente panhumanas dificulta una reflexión teórica más compleja. Si, como ella sostiene, “toda la vida social humana depende de nuestras formas de sentir y de creer”, hay que hacer mucha más investigación acerca de los sentimientos, los afectos culturales y la afectividad social. Entre las sugerencias con las que concluye se encuentran la de oponerse a las versiones que presuponen un fundamento “natural” de la dominación masculina y la de insistir en que “la asimetría sexual es un hecho político y social, mucho menos relacionado con los recursos y las habilidades individuales que con las relaciones y las reivindicaciones que orientan a la gente en su manera de actuar y de definir sus tratos y sus lazos”. Y esto supone la existencia de formas extremadamente complejas de interdependencia, política y jerarquía que no se reducen al esquema binario de mujeres víctimas y hombres victimarios. Para la antropología feminista que sigue investigando los “mandatos de género” como el conjunto de representaciones, simbolizaciones y habitus internalizados individualmente y compartidos socialmente, leer con los ojos de hoy lo que Shelly escribió hace 40 años nos ofrece la oportunidad de valorar cómo se ha desarrollado la perspectiva feminista en la vida de la disciplina antropológica. Las preguntas que ella formuló nos hablan de que todavía tenemos mucho por investigar del entramado cultural y psíquico del orden simbólico, que da sustento a las relaciones de género.

Referencias

Echeverría, Bolívar 2001 Definición de la cultura. Fondo de Cultura Económica. México. [ Links ]

Goldsmith, Mary 1992 Antropología de la mujer: ¿antropología de género o antropología feminista? Debate feminista 6: 341-346. [ Links ]

Lugo, Alejandro y Bill Maurer 2000 Gender Matters. Rereading Michelle Z. Rosaldo. The University of Michigan Press. Ann Arbor. [ Links ]

Rosaldo, Michelle Z. 1980 The Use and Abuse of Antropology: Reflections on Feminism and Cross-Cultural Understanding. SIGNS 5 (3): 389-417 [ Links ]

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