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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versão On-line ISSN 2448-8488versão impressa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.28 no.80 Ciudad de México Jan./Abr. 2021  Epub 22-Mar-2022

 

Misceláneos

El Carnaval de La Vaquita de San Juan Bautista de La Laguna, Jalisco

The Carnival of La Vaquita of San Juan Bautista de La Laguna, Jalisco State

Paraskevi Kouvatsou1 

1Universidad de Guadalajara / CULagos


Resumen

El presente artículo consiste en el estudio etnohistórico de una tradición cultural ya sin practicarse: el Carnaval de La Vaquita del pueblo de San Juan Bautista de La Laguna. En primer lugar, se ofrece una aproximación teórica del carnaval, en relación con sus dimensiones simbólicas y funciones específicas del contexto en el que se practica. Se indagan sus orígenes en los rituales paganos que dieron paso a celebraciones de la antigüedad grecorromana y se estudian sus transformaciones a partir de su involucramiento con el cristianismo, durante la época medieval. Posteriormente se profundiza en las dimensiones históricas y antropológicas de las representaciones festivas del toro y en su vinculación con las celebraciones carnavalescas. Por último, mediante la descripción de sus componentes esenciales y con el propósito de relacionarla con el motivo recurrente de los espectáculos de toritos o vaquitas de petate, característicos de comunidades indígenas y afrodescendientes, se ofrece una mirada analítica a la tradición del Carnaval de San Juan Bautista de La Laguna, desde una amplia perspectiva histórica, social y política.

Palabras clave Carnaval; San Juan Bautista de La Laguna; Jalisco; fiesta; sincretismo cultural

Abstract

This article presents the ethnohistorical study of a cultural tradition that is no longer practiced: the Carnival of the Vaquita of the town of San Juan Bautista de La Laguna. Firstly, a theoretical approach to carnival is offered, in relation to its symbolic dimensions and the specific functions regarding the context in which it is practiced. Its origins are investigated by way of the pagan rituals that gave way to the celebrations of Greco-Roman antiquity; thereafter, its transformations are studied with regard to its involvement with Christianity, throughout medieval times. Subsequently, the historical and anthropological dimensions of the festive representations of the bull, and its connection with carnival celebrations, are delved into. Finally, by describing the essential components of Carnival, and with the aim of relating it to the recurring motif of bullfighting, or the ‘petate vaquitas’ show (which are characteristic of both indigenous and Afro-descendant communities), an analytical look at the tradition of the San Juan Bautista de La Laguna Carnival is provided, encompassing a broad historical, social and political perspective.

Keywords Carnival; San Juan Bautista de La Laguna; Jalisco; fiesta; cultural syncretism

Aproximaciones Teóricas a las Fiesta s del Carnaval

El carnaval es un fenómeno complejo en el que se articulan distintas fuerzas sociales y políticas, relacionadas con la idiosincrasia de cada sociedad y sus dimensiones culturales y artísticas. Es exactamente por eso que, si bien pueden identificarse el patrón y la esencia propia de esa fiesta, asociados con su función simbólica y eficacia social, su naturaleza dinámica y regeneradora ha conllevado a una rica variedad de celebraciones en todo el mundo.

Por otro lado, se puede observar que, a pesar de su diversidad semántica, grupos sociales de estados, países y continentes distintos comparten similitudes extraordinarias en sus actos carnavalescos, al mismo tiempo que difieren significadamente con regiones circunvecinas. En la medida en que la cercanía entre ellos parece no ser un factor primario para ese tipo de tradiciones culturales, sería interesante indagar en sus raíces para poder iluminar aquellos survivals compartidos.

Según la propuesta de análisis de las formas culturales de Clifford Geertz [2003], las relaciones entre los seres humanos, así como con el mundo que los rodea, se manifiestan desde una perspectiva metafórica en las prácticas sociales y los símbolos convencionales compartidos. Ese tipo de analogías se pueden establecer e interpretar únicamente dentro del marco cultural del que forman parte. En el sentido en que exterioriza sentimientos profundos que operan en la esfera psicológica, el carnaval es un acto profundamente simbólico.

La celebración del carnaval se caracteriza por libertades ilimitadas con respecto al comportamiento cotidiano. Es un momento en el que los excesos son aceptados socialmente, sin las consecuencias que derivarían en la normalidad. Las formas de interacción social son variadas y dichos excesos pueden manifestarse en el consumo de comida y de alcohol, así como en la expresión corporal y verbal.

A pesar de los límites sociales, la risa, la sátira y la ridiculización son elementos constitutivos del hombre; se trata de un factor adicional en el que radica la importancia de las celebraciones carnavalescas: “para que lo ridículo (bufonerías), que es nuestra segunda naturaleza, innata en el hombre, pueda manifestarse libremente al menos una vez al año” [Bajtín 2003: 64]. Eso no significa que dichas manifestaciones contra las instancias oficiales se puedan percibir al grado de burla vulgar. Más bien, debido a sus raíces antiguas en las fiestas paganas, se trata de comportamientos subsistidos, derivados de la exagerada alegría que provocaba la renovación de la vida y la tierra [Rodríguez Migueles 2015: 60].

Lejos de ser un evento social con fines exclusivos para la diversión, las dimensiones escatológicas del carnaval se pueden percibir desde perspectivas múltiples. Desde el punto de vista antropológico, es ampliamente reconocido que la fiesta en general es una forma de romper con las reglas sociales del mundo cotidiano y para descongestionar los sentimientos reprimidos; en este sentido, el carnaval es sin duda la mejor demostración. Al individuo le ofrece una salida para liberarse temporalmente de los prejuicios y de los estereotipos sociales, es ahí donde las máscaras son los medios más importantes y cumplen funciones multidimensionales. Aunque se relacionan con tradiciones culturales específicas, siendo portadoras de significados determinados, en estas festividades ayudan a las personas a asumir otra personalidad y a representar papeles ajenos. Al mismo tiempo, ocultando su verdadera identidad, les permiten liberarse y actuar en los márgenes de los límites sociales, de tal manera que no sería aceptable en otras ocasiones [Medina Cano 2011: 199-200].

Las formas de actuar en el contexto del carnaval operan como discurso que violenta la normalidad en todos los aspectos; las instancias sociales e instituciones políticas se descomponen. Al restaurar posteriormente el orden establecido, éste se encuentra reforzado; precisamente en medio del caos se puede concebir la importancia del equilibrio. Es por ello que se reafirma la estructura social y el imaginario colectivo: “Puede revestirse la moral de belleza pública y a partir de ella también educar al hombre, así como reorganizar al Estado” [Rodríguez Migueles 2015: 55].

Aunque esa función social del carnaval es indiscutible, no significa que se pueda estudiar como un fenómeno universal con un papel relacional ampliamente compartido. Cabe recordar que, según Burke [2000: 192], en el interaccionismo social ninguna práctica tiene el mismo significado para todos los participantes. En ese punto consiste la crítica de éste a Bajtín [2003], quien estableció al carnaval en el marco de expresiones opuestas, debido a que le quita sentido como una expresión propia de las culturas populares [Arcangeli 2008: 132-133]. En otras palabras, el carnaval como práctica social, aunque reafirma la identidad frente a los otros, no necesariamente nace de esta necesidad de marcar límites [Merino Quijano 2014: 36].

En la medida en que el carnaval es una práctica social, puede ser estudiado como un acto teatral. Desde esa perspectiva es abordado como todo tipo de dramatizaciones, caracterizadas por una estructura básica que comparte introducción, desarrollo y final. Además, cabe recordar que existen trabajos ya clásicos en las corrientes de la antropología simbólica y la historia cultural que giran alrededor de los dramas sociales de las culturas populares. El patrón específico a seguir es muy relativo y depende de la tradición propia de cada región; en algunas sociedades es muy arbitrario y da cabida a la espontaneidad del momento, en otras hay un guion más estricto que se debe seguir.

La diferencia entre el carnaval y cualquier otra representación narrativa radica en romper con el esquema tradicional de actores y espectadores de una obra. En este caso, se trata de un acto teatral interactivo; el público, en lugar de observar, se vuelve parte del escenario, en una experiencia estética donde la improvisación y la expresión propia de cada quien tienen cabida. Aunque existen actores insustituibles, como personajes principales, músicos o danzantes, ellos son minoría. La esencia del performance consiste en un involucramiento participativo en la que todos pueden disfrazarse, bailar, cantar y actuar; en general, pueden asumir los comportamientos que la naturaleza específica de cada carnaval exige [Remedí 2001: 146]. Bajo este concepto de “teatralidad aplicable”, lejos de un ritual estrictamente repetitivo, el acto tiene un carácter flexible y se desarrolla de manera imprevista [Azor 2006: 60].

Raíces antiguas de las celebraciones carnavalescas

En un principio el carnaval fue asociado a los rituales paganos, estrechamente ligados a los ciclos de la naturaleza, que marcaban la transición del invierno a la primavera. Por lo general, tenían sus fundamentos en la intención de propiciar las fuerzas naturales y de contribuir a la fertilidad de la tierra de esa temporada. Es por ello que sus orígenes se pierden en las festividades de los antiguos griegos y romanos, pero también se relacionan con los dioses de la fecundidad de Mesopotamia y de Egipto [Caro Baroja 2006]. Aunque existen posturas diferentes que atribuyen los orígenes del carnaval a cada una de esas culturas, lo importante es que todas ellas corresponden al mismo patrón y a la necesidad del ser humano de relacionarse con la naturaleza, de la que dependía para sobrevivir.

El origen de esas costumbres en la antigua Grecia se remonta a las fiestas de Dioniso, dios de la vid y el vino, quien era el símbolo de la alegría y la diversión en la vida. En el contexto de esas celebraciones, los que rendían culto al dios se disfrazaban para parecer a sus seguidores, los llamados sátiros, seres mitológicos con la apariencia de hombres barbados y partes corporales de cabra. Para ello pintaban sus caras con las heces de vino, portaban pieles de animales y se ponían coronas de hiedra, planta sagrada de Dioniso. Ellos dieron su nombre a ese tipo de fiestas y comportamientos respectivos, que se caracterizaban por un ambiente entusiasta y de alegría casi maniaca, así como por la intención de ridiculizar con exageración.

Los romanos tenían festejos similares en honor a Attis, dios de la vegetación con orígenes frigios, y a Saturno, protector de la siembra y la agricultura. En esa última fiesta, llamada Saturnalia, se puede ubicar el origen más aceptado del carnaval, pues fue a través de los romanos y del cristianismo que se difundió en todos los países de Europa y, posteriormente, al continente americano mediante la colonización. Se trataba de celebraciones que se caracterizaban por el intercambio de roles y clases sociales, por el consumo en exceso y por actos burlescos extendidos [Iglesias y Cabrera 2009: 80-81].

En un principio, la Iglesia fue absolutamente contraria a estas manifestaciones culturales, bajo el discurso que carecían de ética; sin embargo, fue imposible combatirlas debido a que estaban muy arraigadas en la sociedad. El carnaval terminó por incluirse dentro del calendario del cristianismo e interponerse a las dos principales festividades religiosas: Navidad y Semana Santa, así que no se celebra en fechas específicas, si bien termina siempre el martes anterior al miércoles de ceniza, para luego dar inicio a la Cuaresma. Incluso se podría decir que las fiestas paganas de la muerte y la resurrección de la naturaleza dieron su lugar a la muerte y resurrección de Jesucristo, de acuerdo con la misma noción cíclica del tiempo.

En realidad, a partir de la Edad Media, el carnaval estuvo asociado con el cristianismo desde dos perspectivas: con respecto al calendario eclesiástico y al contenido religioso. A pesar de sus fechas de celebración ligadas con la Semana Santa, la cristianización implicó que esas fiestas adquirieran un nuevo sentido, como introductorias a la Cuaresma y opuestas a ese periodo de abstinencia y resguardo. Por otro lado, en la esfera social, operaron paralelamente con los cultos religiosos oficiales, los cuales satirizaban en cada oportunidad. Como establece Bajtín [2003: 63]: “encontramos embriones de alegría y de risa disimulados en la liturgia, en los funerales, en el bautismo o el matrimonio, y en varias otras ceremonias”.

En este largo periodo, el ambiente del carnaval fue relacionado con la locura y los excesos, pero también con la nueva intención biopolítica de romper cualquier tipo de límites impuestos por la estructura religiosa, haciendo referencia a la categoría del apóstata [Neurath 2017: 112-113]. En el principio, aquellas “fiestas de los locos”, como eran conocidas en esa época (festa stultorum, fayuorum, follorum), surgían de manera espontánea. En fechas posteriores eran organizadas por los niveles más bajos de la sociedad, como un medio de canalizar los sentimientos reprimidos ante las autoridades de los grupos menos favorecidos. Fue por eso que el carnaval terminó por concretarse como válvula de escape de esos sentimientos y como oposición a las instancias legitimadas, que lograba la inversión total del sistema social, como “el mundo al revés” [Bajtín 2003: 63-64, 80].

Parece que varias coyunturas que marcan transformaciones en el devenir de la historia del carnaval, al menos como se han plasmado en la literatura académica, corresponden en gran medida al interés y punto de vista teórico de los autores; los verdaderos cambios son menores. No obstante, es ampliamente compartido que, a partir de su involucramiento con la cristiandad, el carnaval fue un fenómeno en estrecha correspondencia con las estructuras políticas y religiosas de cada sociedad.

En Europa los estudios han reflejado las raíces antiguas de la festividad, pintando un panorama amplio. Si bien los carnavales en Latinoamérica han sido objeto de investigación antropológica, no existen datos que iluminen cómo fueron esas celebraciones, que llegaron de España al continente americano, en los primeros siglos de la Conquista. En México, las instituciones españolas e indígenas se fusionaron de una manera tan armónica que se vuelve difícil distinguir su origen, además, en todo el país se ha documentado una riqueza de expresiones culturales carnavalescas [Rubio Jiménez y Neurath 2017].

Carnavales y representa ciones festivas del toro

Si es difícil indagar en las aportaciones de diferentes culturas dentro del amplio panorama sincrético del carnaval, determinar los orígenes de la relación persistente entre esa festividad y el toro es un caso aún más complejo. El elemento del toro aparece asociado con ese tipo de celebraciones en un sinfín de regiones del mundo: en los continentes europeo, americano, africano y en países asiáticos. Debido a que no en todos los casos se puede recurrir a procesos comunes de desarrollo y contactos, se trata también de contenidos simbólicos distintos. No obstante, es interesante recordar y mencionar que el toro es un símbolo universal de fertilidad, así como lo fueron los orígenes paganos del carnaval asociados con ese tipo de rituales.

Al igual que el carnaval, la ganadería bovina fue introducida en el continente americano durante la época de la colonización. Fue adoptada de manera tal que pronto dio principio a una nueva era de actividades que reorganizaron gran parte de la economía de sus países. Pero además de ello, los elementos del toro y la vaca penetraron campos en la esfera social y cultural; en la medida en que la relación entre el hombre con los recursos naturales inmediatos es multifacética, pronto existieron fiestas que giraron alrededor de esos animales.

Los espectáculos taurinos, característicos de la cultura hispánica, también formaron parte de las sociedades latinoamericanas desde los primeros años de la conquista.

En España, la relación entre la celebración del carnaval con las fiestas taurinas se puede comprobar a través de diferentes testimonios que datan del siglo XVI y provienen de distintas partes del país, como Madrid y Valencia. En ellos se puede apreciar que, en el contexto del carnaval, entre los demás eventos de torneos había siempre corridas de toros [García Valdés 1997: 27].

En los Altos de Jalisco, donde la economía ganadera es característica de la región y se relaciona con aspectos identitarios, los espectáculos taurinos siempre fueron enmarcados en festividades y ferias de índole diversa. Las fechas cuando se celebran varían, pero una gran mayoría se lleva a cabo a finales de enero y en los meses de febrero y marzo, que coinciden con las temporadas de los carnavales. Algunas veces la inclusión de las corridas de toros en el contexto del carnaval es directa; Jalostotilán es el ejemplo más representativo pues siempre presentó una estrecha relación entre estas dos actividades (figura 1). Lagos de Moreno es una de las pocas excepciones, las corridas se llevan a cabo en los meses de julio y agosto, durante la temporada de su feria.

Fuente: Periódico Provincia, 28 de febrero de 1960 y 12 de marzo de 1961. ArchivoHistórico Municipal de Lagos de Moreno.

Figura 1 Corridas de toros en los carnavales de Jalostotilán y de San Juan de los Lagos, Jalisco. 

Además de las tauromaquias y otros espectáculos taurinos, se celebran una variedad de representaciones alrededor de la figura de vacas o de toros. Todavía en muchas poblaciones de la península ibérica y de Latinoamérica, a pesar de los disfraces de hombres en bóvidos, el carnaval también se celebra con simulaciones de toreadas, actos teatrales, danzas y otro tipo de ceremonias que hacen referencia a esos animales [Caro Baroja 2006]. Algunos de aquellos actos carnavalescos se presentan bajo un esquema común, según el cual la figura central de un toro se lanza violentamente contra los participantes, quienes intentan evitar ser alcanzados y heridos. Éste es el caso de los toros pirotécnicos montados en un armazón y los toros hechos de materiales como el petate y el cuero.

Ese esquema de celebración carnavalesca se ha documentado en diversos países de todo el mundo; lamentablemente, y a pesar de su amplia extensión territorial, pocos trabajos se han dedicado a su estudio y análisis comparativos. En el caso de España, la mayoría de ritos similares que giran alrededor de vacas y toros provienen del centro y del sur del país.

Además de los casos recolectados en la ya clásica obra de Caro Baroja [2006] se pueden mencionar los estudios recientes de Marcos Arévalo [2009], Barceló Catalayud [2017] y Merino Quijano [2014: 36] para las comunidades de Andalucía y Extremadura. Del estudio de Marcos Arévalo sobre los roles, funciones y significados de los animales en los rituales festivos, resulta interesante que la vaca aparezca únicamente en el contexto del carnaval [Azor 2003]. En México también se han documentado carnavales con las mismas características, celebrados por diferentes grupos indígenas. Trabajos de recopilación amplia sobre estos modos festivos, como el de Quiroz Malca [2002] o la temprana investigación de Vázquez Santana y Dávila Garibi [1931], son los que sirven para comprobar la apariencia de ese esquema de celebración en todo el país.

Fuente: Fotografía modificada de https://eloymonter.wordpress.com/2010/06/11/ carnaval/

Foto 2 El carnaval de los toritos de petate, Santa Ana Hueytlalpan, Tulancingo, Hidalgo, 2010 

A partir del siglo XVI, la presencia de los toritos pirotécnicos en danzas y rituales distintos se puede documentar en una multiplicidad de fiestas [Vázquez Mantecón 2017]. Con respecto al torito de petate las referencias tempranas son muy pocas. La primera, que proviene de Tarímbaro, Michoacán, data del año 1586, cuando un viajero dio testimonio sobre cómo el pueblo recibió a los frailes franciscanos: “Martes 21 de Octubre, llegó a decir misa al mismo pueblo y convento de Tarímbaro, donde se le hizo muy solemne recibimiento, con música de trompeta y chirimías con una danza de indios enmascarados que iban corriendo un toro contrahecho, danzando al son de un tamboril” [Ciudad Real 1976].

Es por ello que el municipio de Tarímbaro, donde el espectáculo con los toritos de petate es famoso y destinatario de grandes inversiones de dinero por parte de la comunidad, es considerado como la cuna de esta tradición. En las versiones de la memoria popular, esa fiesta deriva de los intentos de Vasco de Quiroga o fray Juan de San Miguel para evangelizar y atraer grupos indígenas aislados. La creencia que los toritos son de origen indígena, como una forma de rechazar y ridiculizar las corridas de toros españolas en los primeros años de contacto, fue una explicación aceptable durante un largo periodo [Vázquez Santana y Dávila Garibi 1931: 101, 103].

La más reciente propuesta de Martínez Ayala [2001] ha ganado mucha fama entre los especialistas en este tema. Él plantea que los toritos de petate son resultado de un sincretismo de tradiciones culturales no solamente entre europeos y grupos indígenas, sino también con las provenientes de África que trajeron los esclavos en la época del contacto. Eso bien puede explicar la presencia de la festividad bajo el mismo esquema en todo el continente americano y en la península ibérica; los mulatos son el único enlace conectivo entre esos países de diferente desarrollo histórico.

Para no entrar en cuestiones que superan el alcance de este trabajo, sólo cabe decir que investigaciones históricas recientes han demostrado que los Altos de Jalisco fue una región con población indígena, mestiza y afrodescendiente. Desde la fundación de la Villa de Santa María de los Lagos en el año de 1563, los españoles que se establecieron en la región y se dedicaron a la economía ganadera eran minoría. La mayor parte de los residentes fueron diversos grupos indígenas trasladados para habitar la región y esclavos africanos [Becerra Jiménez 2008]. Y la tradición de los toritos de petate, que algunos pueblos en los alrededores de la región mantienen viva —como es el caso del Carnaval de la Vaquita de San Juan Bautista de La Laguna— podría ser una prueba adicional de lo anterior.

El carnaval de La Vaquita de San Juan Bautista de La Laguna

El pueblo de San Juan Bautista de La Laguna se ubica en el municipio de Lagos de Moreno, al norte de la ciudad. Aunque coexiste con ella desde hace más de cuatro siglos, se caracteriza por expresiones culturales propias que han sido su legado en el devenir de la historia. Una de ellas, era el Carnaval de la Vaquita. Lamentablemente se trata de una tradición perdida que se dejó de celebrar hace aproximadamente 25 años. No obstante, en su momento fue una fiesta importante en el seno de la comunidad, relacionada con la memoria y la identidad del pueblo.

La descripción del Carnaval de la Vaquita fue construida a través de testimonios orales de miembros de la comunidad que estuvieron involucrados tanto en la organización del evento, como fueron partícipes en las fiestas. Las personas entrevistadas fueron seleccionadas de acuerdo con su disponibilidad para hablar y compartir las experiencias del pasado. Los miembros del Consejo General Indígena de San Juan Bautista de La Laguna, como encargados de la promoción de las raíces culturales de su pueblo y trabajadores activos para la salvaguardia de sus tradiciones, fueron fuentes importantes. El panorama se completó con las referencias de otros residentes que pudieron dar testimonio directo de sus vivencias y recuerdos. La historia oral responde a un rango de edades entre los 30 y los 90 años, cubriendo un periodo de celebración mayor al medio siglo.

En el carnaval de San Juan Bautista de La Laguna, la vaquita era la incuestionable protagonista de la fiesta, siguiendo el patrón de los toritos pirotécnicos o de petate, documentado en distintas partes de España y de países latinoamericanos. El animal se montaba en un armazón, que daba forma al cuerpo y podía ser de varios materiales como madera o herrería. Éste se cubría con un petate hecho de tule y se le agregaba un cráneo de bovino para la cara y cola. Los demás elementos secundarios eran de carácter ornamental; se le podían dibujar ojos, poner lengua de cartón y, en años posteriores, cubrirla con papel de colores diferentes.

El evento del carnaval consistía en una simulación cómica de las corridas de los toros. El armazón era colocado en los hombros de una persona que imitaba el comportamiento del animal en un estado de furia, embistiendo a todo lo que se pusiera delante de su camino. Los participantes, llamados toreadores, la provocaban mientras intentaban evitar ser sometidos en su paso; algunos de ellos enriquecían su atuendo con un pedazo de tela, como capote que servía supuestamente para irritar a la vaca. Entre gritos se involucraban también los niños; el carnaval era un evento esperado con mucha ansiedad por ellos. Se llamaban pichiringues (algunos informantes los mencionaron también como pichirilos), término cuyo origen parece provenir de la palabra napolitana piccirillo que significa niño, muchacho.

Fuente: Cortesía del Consejo General Indígena de San Juan Bautista de La Laguna

Foto 3 Reactivación del Carnaval de la Vaquita en San Juan Bautista de La Laguna, 2016 

La vaca era el único animal en el contexto del carnaval; el resto de los actores involucrados en la parodia consistían en un caporal, un obispo, doctores y enfermeras, que correspondían a un protocolo de actuación durante el evento y asumían un papel intermediario en la interacción entre el animal y el resto de los participantes. Las enfermeras y los doctores se encargaban de atender a quienes eran alcanzados y agredidos, mientras que el sacerdote daba la bendición a los participantes que lo solicitaban para poder sobrevivir y vencer al cuadrúpedo descontrolado. Su disfraz era improvisado y dependía de la creatividad de las personas y su intención para obtener resultados cómicos. Ellos podían acompañar su indumentaria con accesorios complementarios, como maletines médicos con material de curación para los que sufrían heridas.

El caporal era el personaje principal en la representación dramática, desde su papel tanto de actor como de organizador; para distinguirse entre los demás involucrados, era el único que portaba máscara de madera; además, sostenía una especie de muleta de torero y un chicote. Como coordinador del acto teatral, él estaba atento de todos los detalles del evento. Regularizaba la participación de los demás actores y repartía el tiempo del manejo del armazón entre los diferentes cargadores; además daba instrucciones generales al resto de los participantes.

La inmediata referencia al pasado colonial de este tipo de elementos de origen hispano es mencionada por Medina Hernández, quien nombra personajes como el “cabildo”, el “capitán”, el “cantor” y el “alférez” [Medina Hernández 1965]. En el contexto del carnaval de los toritos de petate, tanto en México como en España, ellos comparten la misma función y no hay razón para no incluir también al caporal. El papel de esos personajes se atribuía a algunos habitantes de acuerdo con sus expresiones y características físicas, así como con la disponibilidad de participación. Todos ellos daban siempre un tono lúdico en todo el evento.

Aparte de los personajes principales en el acto teatral, el único disfraz por temática en el carnaval era el de los hombres vestidos de mujeres. Para la creación de su atuendo utilizaban su imaginación y resaltaban en exceso las características físicas propias del cuerpo femenino. Esas vestimentas, junto con sus movimientos y comportamiento cómico, provocaban mucha risa a todos los asistentes; ellos eran conocidos como los locos y consistían en el espíritu de la celebración carnavalesca, desde la fiesta del “mundo al revés”, la risa y el desahogo popular. Además, llegaron a hacer referencia a la totalidad de los participantes del carnaval, pues todos se aprovechaban de su identidad oculta para “hacer locuras”, es decir, comportarse de una manera transgresiva y ridícula.

Las máscaras que cubrían total o parcialmente el rostro de las personas eran el elemento más importante de los participantes. Aunque no se trataba de un requisito obligatorio, en la medida en que la mayoría de los miembros de la comunidad se involucraban en la fiesta espontáneamente, éstas cumplían con la función de ocultar su identidad. El material más común que se empleaba en su elaboración era el cartón, en el cual se pintaban los elementos faciales; en años más recientes hicieron su aparición las de tule. Según los testimonios de Lorenzo Águila Flores,1 quien era uno de los últimos especialistas de la comunidad, las máscaras eran encargadas a las familias de artesanos.

A pesar de la función elemental de las máscaras, asociada con los comportamientos carnavalescos, para los habitantes de San Juan Bautista de La Laguna, éstas tenían un significado más profundo, relacionado con su propia preparación para el evento y la convivencia social. Ellos han llegado a asociar la elaboración de esos objetos con los sentimientos de su infancia y las emociones que les provocaban la esperanza y los preparativos del carnaval. Eran motivo de reunión entre los jóvenes para repartir papeles y realizar diseños especiales, antes del tiempo de las celebraciones.

La música era una parte importante del carnaval; prácticamente se integraba por la melodía de dos instrumentos: la chirimía y el tambor. Su asociación con el contexto del carnaval de los toritos de petate por los pueblos indios es muy temprana. Como se puede comprobar a través del testimonio de Ciudad Real [1976], anteriormente mencionado, se remonta a los inicios de la Conquista.

La chirimía es un instrumento musical en forma de pequeña flauta; sus orígenes se pueden arrastrar al medio oriente y a la península ibérica, a donde llegó a través de la invasión árabe; puede ser de madera o de caña; en el pueblo de San Juan Bautista de La Laguna solían fabricarla de carrizo. Esos instrumentos se encuentran en otro tipo de festividades de la comunidad; sin embargo, había melodías específicas que caracterizaban únicamente al carnaval y no se tocaban en otras ocasiones. Aunque todavía hay músicos que mantienen viva esa tradición, parece que las composiciones del carnaval han sido olvidadas. Jorge López Ibarra,2 músico del pueblo, describe cómo se anunciaba la llegada de la vaquita al barrio con una melodía peculiar que penetraba por toda la región y marcaba el inicio de la toreada, música que no ha vuelto a escuchar desde su infancia.

Al parecer no había danzas específicas que se ensayaran para el carnaval. La vaquita era la única que “bailaba” en una especie de balanceo al ritmo de la chirimía y el tambor, mientras el resto de los participantes la perseguían. Con respecto a las canciones carnavalescas, los entrevistados dieron testimonio de la existencia de algunos versos, lamentablemente olvidados incluso por ellos; varios coincidieron en un cántico del caporal para dirigirse a los pinchiringues, animándolos a participar, sin embargo, eso es lo único que recuerdan.

Josefina Clemente Martínez3 mencionó los versos de un canto que solían interpretar al final de la toreada. Varios habitantes concordaron con la siguiente canción carnavalesca, atestiguada también en otras regiones de Jalisco por Vázquez Santana y Dávila Garibi [1931: 14]; probablemente, se trata de una versión de aquélla:

Despídanse de la carne,

también de la longaniza,

porque se nos va llegando

el miércoles de ceniza

El elemento gastronómico asociado con el carnaval de la comunidad era sin duda el pulque; cabe recordar que, anteriormente, en la región había abundancia de pencas de maguey. Durante las toreadas de cada barrio se hacían paradas a algunos hogares, en donde se ofrecían vasos de esta bebida, servida en un cántaro adornado de sarape. Asociado con la figura principal del carnaval, el pulque, así como cualquier otro tipo de comida o bebida que se ofrecía en las distintas casas, simbolizaba la ordeña de la vaca y era motivo de convivencia entre los integrantes de la celebración y el resto del barrio.

La importancia que en el pasado tenía para el pueblo el Carnaval de la Vaquita, se puede percibir a través de su vinculación con aspectos de la vida social, política y religiosa. Generalmente, las fiestas comunitarias se relacionan con la fe católica y el carnaval no era una excepción. A pesar de su dependencia del calendario cristiano y de su contenido, que operaba como opuesto al periodo de la Cuaresma, en varias partes de México existen testimonios de vínculos polisémicos entre las festividades carnavalescas y su carácter religioso [Quiroz Malca 2002].

En San Juan Bautista de La Laguna, el motivo sustancial de la celebración del carnaval era la recolección de fondos para beneficio del templo comunitario, dedicado al santo que da nombre al pueblo. Durante las dos semanas que la vaquita recorría los barrios de la región, en contextos de convivencia y diversión, los habitantes también aportaban su cooperación voluntaria. Este dinero se dirigía a obras y servicios para su iglesia; gran parte era destinada a la compra de materiales que se necesitaban para su restauración, como arena, piedra y ladrillo.

Analizar el ritual festivo desde la perspectiva de los espacios y los actores sociales revela no solamente las fuerzas religiosas que promovían la participación, sino también aspectos políticos. De acuerdo con Leonardo López Nolasco,4 representante de la comunidad, una de las cuatro mayordomías del pueblo era la encargada de la organización del carnaval. El equipo de la mayordomía tenía que diseñar con anticipación el itinerario de la vaquita por los barrios de la comunidad y los detalles del evento en cada uno de ellos. Los convites salían personalmente a comisionar la participación de las familias en el convivio llevado a cabo en su zona, les entregaban invitaciones formales, acompañadas por lo general de una cajetilla de cigarros.

Al establecer el día de la celebración, el equipo de la vaquita recorría gran parte del barrio, mientras los niños y otros habitantes adultos se iban uniendo al grupo de manera espontánea; se hacían paradas en los hogares que habían confirmado su disposición para ofrecer la llamada ordeña y habían preparado el pulque que, después de torear, se obsequiaba a los presentes. Generalmente, la contribución de esas familias era respetada y reconocida por el pueblo.

En las toreadas en cada barrio de la comunidad de San Juan Bautista de La Laguna se efectuaba el mismo evento. Ellas tenían una doble función, aparte de la recolección de fondos para la Iglesia, era también una forma de invitar a todos los habitantes del pueblo a la fiesta del día martes de carnestolendas, anterior del miércoles de ceniza.

En el itinerario de la vaca eran también reflejados los aspectos políticos y sociales, relacionados con el carnaval. La organización interna de San Juan Bautista de La Laguna, al reclamar su autonomía y reconocimiento como pueblo, responde a la división en 10 barrios; la vaquita dedicaba un día especial a la mayoría de ellos; principalmente, a los que estaban alrededor de La Laguna. Sin embargo, los habitantes de las zonas más lejanas también recibían invitaciones para acudir a la plaza central del pueblo el último día del carnaval.

El martes de carnestolendas era completamente dedicado a esa celebración, pues era conocido como el martes de la vaquita; durante el transcurso del día, el equipo carnavalesco recorría nuevamente todos los barrios cercanos a La Laguna repitiendo las toreadas en cada uno. Era el día dedicado a los adultos, en el que muchos iban disfrazados de mujeres, aunque los niños se ponían sus máscaras y se mezclaban también con la masa. Todo el pueblo llevaba vestimentas elegantes, de multicolores, se arreglaban de una manera apropiada para la ocasión.

En esta celebración especial, y en un acto de comprobación de la cooperación colectiva, el nuevo recorrido de la vaquita por los barrios cercanos a La Laguna tenía el carácter de una procesión profundamente simbólica. Aunque el patrón de la festividad era el mismo, los involucrados encabezaban un desfile de camiones que transportaban el material que habían adquirido con los fondos recolectados en días anteriores. La procesión terminaba por el atardecer en la plaza central, ubicada en la parroquia de San Juan Bautista de La Laguna, a la que se entregaba el material y se llevaba a cabo el último acto del carnaval, que era la matanza de la vaca. Se trataba del corazón de la celebración carnavalesca, donde las fuerzas sociales y religiosas que promovían la participación se hacían más evidentes.

En un ambiente humorístico y de plenas bromas, el animal se llevaba a la muerte de una manera ritual. El armazón se desarmaba y los petates se destruían en un proceso colectivo, en el que todo el pueblo podía participar. Varios habitantes traían objetos afilados de cualquier tamaño y materiales con los cuales desbarataban los petates de una manera maniaca; luego, los pedazos se repartían entre los presentes simulando restos del cuerpo del animal. Ese espectáculo era el más esperado por los habitantes de San Juan Bautista de La Laguna, personas de todos los barrios de la comunidad, incluso de la población más dispersa, se reunía en la plaza para poder asistir en aquel evento de gran envergadura.

Los escenarios sociales y culturales que pintaba el recorrido de la vaquita eran de una importancia multifacética para los habitantes del pueblo. Como una fiesta opuesta por naturaleza al periodo posterior de penitencia, tenía efectos beneficiosos y de desahogo social. Cabe decir que, la muerte simbólica de la vaca era también asociada con el inicio de la Cuaresma, cuando se renunciaba al consumo de carne y, en general, cualquier tipo de placeres.

Dentro del panorama social del pueblo, cuya vida difícil en el campo no le permitía tener oportunidades placenteras similares, el carnaval era el motivo para olvidarse por un momento de los problemas cotidianos. Era una oportunidad de entretenimiento, en la que se manifestaba la voluntad de convivir con el mismo pueblo y los valores compartidos; es decir, la unión comunal. Esa necesidad social, junto con la esperanza y el entusiasmo de los jóvenes, era lo que daba continuidad a esa tradición que, lamentablemente, y a pesar de unos intentos aislados para retomarla, se ha dejado de celebrar en el pueblo de San Juan Bautista de La Laguna.

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Notas

1Comunicación personal, 2018.

2Comunicación personal, 2018.

3Comunicación personal, 2018.

4Comunicación personal, 2018.

Recibido: 07 de Marzo de 2020; Aprobado: 20 de Noviembre de 2020

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