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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.27 no.79 Ciudad de México sep./dic. 2020  Epub 21-Mayo-2021

 

Misceláneos

Me contaron que la vieron. Rumor, miedo e historia en trabajo de campo

They told me they saw you. Rumor, fear and history in fieldwork

Brenda Griselda Guevara Sánchez 1   *  

1Escuela Nacional de Antropología e Historia, Instituto Nacional de Antropología e Historia. México


Resumen

En este escrito reflexiono las situaciones de riesgo que condicionaron mi trabajo de campo en una comunidad indígena ubicada en la Meseta Purépecha del estado de Michoacán y sobre cómo la posibilidad de contar lo que “realmente pasó” en la historia de esa comunidad; la necesidad política de establecer la verdad se convirtió en un elemento de disputa entre algunos de sus miembros, colocándome en situaciones conflictivas. Las preocupaciones que plasmo en este artículo son endógenas, es decir, rastrean el problema en la antropología misma.

Para ello pongo en comunicación tres nociones: rumor, historia y miedo. Las cuestiones que se plantean son: ¿cuáles son los canales que buscaban los comuneros para que su narración fuera escuchada, desplazada, validada y se convirtiera en verdad, incurriendo en acciones que podían poner en peligro al propio etnógrafo? ¿Cómo se configura el lugar desde donde se autoriza el discurso sobre el pasado, plasmado en la producción de historia?

Palabras clave: Rumor; historia; miedo; narrativa y verdad

Abstract

In this paper I reflect on the risky situations that conditioned my field work in an indigenous community located in the Purépecha Plateau of the state of Michoacán (Mexico), and on the possibilities of telling what “really happened” in the history of that community; the political need to establish the truth became an element of dispute among some of the community members, thus placing me in conflictive situations. The concerns that I express in this article are endogenous, that is, the problem is ascertained through anthropology itself.

For this reason, I categorize communication in three concepts: rumor, history and fear. The general questions are: What are the channels that the community members were looking for so as to have Their narrative heard, displaced, validated and turned into truth, by engaging in actions that could endanger the ethnographer himself? What is the configuration of the place from where the discourse on the past is authorized and thus embodied in the production of history?

Keywords: Rumor; history; fear; narrative and truth

PRIMERA INQUIETUD

Eran alrededor de las 7:00 pm, una noche de agosto del año 2014, cuando fui a comprar una quesadilla a la fondita de Norma, la esposa de Vico Martínez,1 misma que estaba en la casa habitación de esta familia. De uno de los cuartos salió Vico. Él era el segundo hijo de José, quién fuera líder comunal por más de 30 años. Vico me invitó a pasar y me mostró una hoja escrita a computadora por alguien más -no reveló el nombre del autor ni me atreví a preguntarle. En ella plasmaron una serie de amenazas para el grupo que Vico y sus aliados consideraban como contrarios; les indicaban descartar las intenciones de participar en la contienda por el liderazgo de la organización comunal, de lo contrario habría serias consecuencias. El documento fue concluido con una frase impactante: “no le sigan rascando los huevos al tigre porque lo van a despertar”.

Vico solicitó mi opinión. Días antes había conversado con él y manifestó su intención de hacer las paces con el grupo contrario. Entonces recurrí a sus palabras para argumentar que si él enviaba ese documento iba a potencializar la enemistad entre ellos. Luego de expresar mi opinión, aseguró que esperaría un tiempo prudente para tomar una decisión. Sin embargo, cuatro días después fui a visitar a Jorge Sánchez, uno de los comuneros que encabezó el grupo contrario. Después de abordar varios temas, al despedirme sacó el mismo papel que yo había visto días antes; extendió su mano para que lo tomara y me pidió leerlo. Minutos después preguntó:

- ¿Quién cree usted que lo hizo?

-No sé.

-Pues es clarito que los hijos de don José, pero si siguen chingando voy a pegar fotos en todo el pueblo en donde se ve bien clarito como él está recibiendo dinero de gente de afuera porque les vendía terrenos.

Con Jorge tuve una actitud conciliadora, su respuesta no fue decisiva y comentó que ese día en la tarde tendrían una asamblea comunal -conformada sólo por su grupo- y que allí se iba a decidir qué hacían al respecto. Me despedí preocupada porque en ese momento me quedó clara la gravedad del conflicto intercomunal en el que estaba haciendo trabajo de campo, sin embargo no sospechaba que terminaría implicada en el asunto.

Aproximadamente tres semanas después me enteré por una comunera que algunas de sus compañeras sospechaban que yo había escrito el documento porque me habían visto cenando en casa de Vico, además tenía computadora y el documento apareció justo a mi llegada. Para disipar cualquier sospecha hablé con ellos en asamblea y dejé en claro que no tenía nada que ver con el asunto, pero no mencioné que sabía quién lo había enviado. Jorge intervino en mi favor, señaló que ese documento no pude haberlo escrito yo porque estaba muy mal redactado, y yo era una persona con “mucho estudio” como para cometer esos errores.

SEGUNDA INQUIETUD

Un domingo de agosto del año 2015 Luis me pidió acompañarlo, junto con su grupo, para platicar con un señor que estaba usufructuando un terreno comunal. Después de hablar con este señor y de que él se comprometiera a ir a las asambleas que organizaba el grupo de Luis, él y su esposa me invitaron a almorzar quesadillas. Ese día por la tarde recibí una llamada a mi teléfono celular de Armando, quien fuera en ese momento el presidente del comisariado de bienes comunales. “Que la vieron comiendo con el viejo del cerro”, me dije por el teléfono, “¿ya se nos está volteando o qué?”. Armando era integrante del grupo de Vico, mientras que Luis de Jorge.

No tuve tiempo para responderle, la llamada se cortó. Enseguida intenté comunicarme con él, pero no entraba la llamada. El miedo se apoderó de mí. Varias posibles acciones me cruzaron por la cabeza. La que me parecía más lógica era salir del pueblo, pero no me atreví a abandonar el trabajo de campo. ¿Qué iba a pasar con mi investigación y con los años que ya había empleados en ella?

Insistí en el teléfono hasta que respondió. Le comenté sobre mi sorpresa al ver su actitud, en mi defensa aclaré que siempre había sido honesta con ellos al manifestarles que iba a escribir la historia de la comunidad, por lo tanto iba a platicar con todos los comuneros sin inmiscuirme en sus conflictos internos. Por último, le recordé que en una asamblea les había manifestado la confidencialidad con el uso de la información, pues no pretendía abonar a sus enemistades. Armando se disculpó por el reclamo y me recomendó no tener miedo, así como no creer “las cosas que se contaban de él”, que continuara con mi trabajo y que él estaba allí para cuidarme. Acepté sus disculpas y agradecí su disposición, pero esto no evitó que fuera consiente, de manera más clara, de mi vulnerabilidad al encontrarme sola en un espacio en el que no contaba con redes de apoyo bien establecidas. ¿Qué era lo que se contaba de él?

DESARROLLO

Miedo, rumor e historia

Los etnógrafos, con este término me refiero a los científicos sociales que hacemos trabajo de campo para desarrollar nuestras investigaciones, casi en cualquier parte de México y especialmente en Michoacán, realizamos nuestra labor con cierto nivel de riesgo. A decir de Luis Vázquez en el estado de Michoacán se vive una especie de guerra campesina de baja intensidad, en donde las víctimas y victimarios provienen de la misma etnia. Estas conclusiones las realizó a partir de las cifras que obtuvo del proyecto “Focos Rojo Meseta Purépecha” del que formó parte, donde asegura que para el año 2008 se registraron 122 enfrentamientos, 300 muertos y 1 004 heridos [Vázquez 2010].

En estos contextos yo hice trabajo de campo en una comunidad purépecha (2014-2015). Ello influyó para que en el transcurso de la redacción de mi tesis de doctorado [2018] me planteara la siguiente interrogante: ¿cómo el peligro y el miedo constante modificó mi estrategia en trabajo de campo y el análisis que presenté en dicha tesis? Después de platicar con algunos compañeros/as, me di cuenta que yo no era la única que había experimentado estas sensaciones, entonces ¿por qué no lo plasmamos como parte de nuestros resultados?

A pesar del contexto de violencia, un número importante de etnógrafos producen al comunalismo como simbología e identidad para incidir en lo público que es el espacio en donde prevalece la utopía. Sin embargo, estas producciones no encajan cuando la motivación cultural o política de los miembros de las comunidades supera su pretensión armónica [Vázquez 2010: 9, 275]. Pues, como lo aseguró Spivak “el sujeto colonizado subalterno es irremediablemente heterogéneo” [Spivak 2003: 322].

Shoshan asegura que hay una predisposición de los antropólogos a realizar trabajo de campo con personas con las que simpatiza, la llamada “higiene moral” [Shoshan 2015: 151]. Buscando este objetivo, algunos le apuestan a la etnografía activista, como es el caso de Stavenhagen. Este último argumenta que el etnógrafo no puede ser un “observador neutro” sino un “activista”, en su caso en favor de la autonomía de los pueblos indígenas [Stavenhagen 2015: 6].2

Sin embargo, al igual que Shoshan, quien realizó trabajo de campo entre poblaciones que son consideradas como “desagradables”, en su caso jóvenes de extrema derecha en Berlín, Alemania, consideró que para reflexionar sobre este tipo de interrogantes es necesario un viraje metodológico en donde el etnógrafo deje de fungir como defensor de los grupos que estudia y reflexionar sobre los retos éticos que la investigación implica [Shoshan 2015: 151]. Por ello, es necesario entrenarnos “en la complejidad para escuchar la hibridez y su dimensión política” [Rufer 2012: 19], hay que problematizar el lugar de la memoria y del pasado que nuestros sujetos de estudio producen y la reubicación que la autoriza de manera individual y colectiva [Rufer 2011: 34].

A lo largo del presente escrito los incitó a realizar este tipo de reflexiones. Para ello, pongo en diálogo las nociones de rumor, miedo e historia, mismas que problematizó a partir de la producción de narrativas y discursos históricos, los cuales entenderé como medios de simbolizar los acontecimientos para indicar su historicidad [Ricoeur 2002]. Además de “una forma discursiva que supone determinadas opciones ontológicas y epistemológicas con implicaciones ideológicas y políticas” [White 1992: 11-12, 36, 41].

A partir de esta definición analizo el espacio vital que los rumores sobre los propósitos de mi etnografía y las acciones que generaban entre los comuneros. Es decir, el público en el que esta información circulaba. En otras palabras, me preocupa entender el mundo vital del rumor y “los imaginarios de la circulación” que por medio de esta práctica se proyectaban [Yeh 2016: 80, 83 y 94].

Para problematizar dicha complejidad y siguiendo la propuesta de Rufer, analizo estos episodios como “procesos que son simbolizados, narrativizados y textualizados” y que albergan dimensiones políticas [Rufer 2011: 29]. De manera específica para interrogar los ejemplos etnográficos que presenté páginas atrás, retomo las propuestas de Ricoeur [2002] y Didi-Huberman [2006] para entender la historia como narrativa en disputa que es posible manipular según quienes estén predominando en condiciones históricas de posibilidad específicas. Además, las fuentes orales que me ocupan, siguiendo la propuesta de Rufer, las analizo como articulaciones diferenciadas y diferenciales de la memoria, sobre lo acontecido; experiencias inestables nacidas en historias que eran siempre reformuladas para que hicieran sentido dentro de su mundo social específico en la que suturaban el tiempo y la narración [Rufer 2011: 15, 22 y 29].

De manera concreta, propongo que para los comuneros la escritura que pudiera realzar sobre su historia significó el medio para legitimar una de las versiones sobre lo acontecido en la historia de la comunidad -versiones que presento páginas más adelante-, se desplazara a otros tiempos, espacios y públicos y que se legitimara como verdadera respaldada por una autoridad académica. Por ello, concuerdo con De Certeau [2006] cuando asegura que, “la memoria es ejecutada por las circunstancias”, producto de una actividad llevada a cabo en un momento específico.

Desde dicho posicionamiento analítico a lo largo del presente escrito cuestiono los siguientes supuestos: la idea de que si el etnógrafo realiza rapport puede mantenerse a salvo de múltiples riesgos; que sus sentimientos no interfieren en el conocimiento que produce y; la idea de que el “pasado” es un espacio al que se puede acceder y desde allí reconstruir la historia. Para ello, las interrogantes generales que trato de responder son las siguientes: ¿qué pasa cuando la estructura y contenido de la futura narrativa que yo, como etnógrafa, iba a producir sobre la historia de la comunidad también es objeto de disputa entre los sujetos con los que interactúe en trabajo de campo?, ¿cuáles son los sentidos que ellos deseaban que yo produjera en mi escritura? Y ¿en qué posicionamiento ético y de seguridad colocan al etnógrafo estas circunstancias?

Para reflexionar las posibles respuestas a estas interrogantes es pertinente entender a la etnografía como el resultado de la coprodución del cuerpo y el espacio que hace necesaria una reflexión ética [Espitia et al. 2019: 101-102],3 sobre todo por el público en el que estaba pensando al momento de redactar este escrito. Como explica Yeh, que a su vez cita a Michael Warner [2008]: “No existe discurso ni manifestación dirigida a un público que no trate de especificar por adelantado el mundo vital [lifeworld] de su propia circulación” [2016: 85]. En este caso dicho público son los científicos sociales que realizan trabajo de campo y, de manera particular, los estudiantes de estas disciplinas que tuvieron o están por tener sus primeras experiencias al respecto. Existe una necesidad real de este tipo de reflexiones, pues, aunque han ido en aumento, aún siguen ocupando un lugar marginal [Espitia et al. 2019: 101] en nuestros debates teóricos y avances pedagógicos.

CONTEXTO

Durante poco menos de 10 años (2007-2016) me relacioné de manera política y después académica con miembros de esta comunidad. En 1979, parte de sus integrantes fueron cofundadores de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ). Esta unión reivindicaba el derecho de las comunidades indígenas a los recursos naturales que reclamaban como propios desde “tiempo inmemorial”. Por diversos motivos, cuando en el año 2005 ingresé a la Facultad de Historia en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH), abracé su causa y decidí realizar mi trabajo de licenciatura sobre “la historia” de la comunidad de la que me ocupa (1882-1963). Con base en distintas fuentes de archivo y varías entrevistas que realicé a José y a los más cercanos a éste, logré producir una historia teológica que hablaba de la lucha que la comunidad indígena había trabajado para recuperar las tierras que les habían sido arrebatadas, desde la época colonial hasta el momento que yo escribía la tesis [Guevara 2009].

Sin embargo, cuando regresé a la comunidad en 2012 para completar el periodo de exploración empírica sobre la “historia de la comunidad”, me encontré con la noticia de que José había muerto un año antes y la UCEZ estaba seriamente debilitada, casi extinta. Debido a esta situación, varios comuneros se estaban disputando el liderazgo que José había dejado, y las inconformidades contra este líder y la UCEZ salieron a relucir, lo cual provocó importantes divisiones internas.

En esa ocasión me enteré de una situación social, conocida como “la recuperación de la tierra”. En 1975, un grupo de comuneros, encabezados por uno de sus compañeros, Paublino, invadieron tierras que eran legalmente propiedad privada, pero que ellos reclamaban como comunales. Algunos participantes me aseguraron que cuando Capiz los empezó a representar legalmente en 1977, decidió no respaldar a Paublino y éste fue expulsado de la organización comunal junto con sus familiares y allegados. En contraparte, Capiz apoyó a José que en poco tiempo se convirtió en el líder comunal. En los años siguientes, otros comuneros también fueron expulsados por varios desacuerdos con José y Capiz, incluso algunos se mudaron a Pátzcuaro, Uruapan y Morelia, Michoacán, incluyendo la familia de Paublino.

Sin embargo, ante la muerte de Capiz -en 2005- y de José, además de las fuertes divisiones entre los comuneros, algunos de los familiares de Paublino y otros que habían sido expulsados, decidieron comenzar a reclamar sus derechos comunales y el lugar, que a decir de ellos, le correspondía a Paublino en la historia de la comunidad como su fundador, y de ellos mismos o de sus familiares por haber dado tierra a la comunidad. Los comuneros estaban divididos básicamente en dos grupos:

  1. Los que seguían reivindicando el liderazgo de la UCEZ y de José pugnaban por continuar con su ejemplo y ubicaban el principio de la comunidad en “tiempo inmemorial”. Además, se reivindicaban como descendientes directos de los primeros purépechas que habitaron esas tierras. En este grupo estaba Armando y Vico.

  2. El otro grupo reivindicaba como su líder a Paublino y ubicaba el principio de la comunidad en el periodo de “la recuperación de la tierra”. Además, no reclamaban sus derechos por ascendencia indígena si no por su participación activa o de sus ascendientes en este movimiento. De este grupo formaba parte Luis y Jorge.

Si bien en 2012, al inicio de la investigación, aparecía como narrativa predominante entre los comuneros la idea de recuperación de la tierra por cuestión de etnicidad, de pertenencia a la comunidad, conforme fue avanzando la exploración pude dar cuenta de que había otro grupo que reclamaba su derecho de propiedad, sustentado en su participación en las acciones políticas. Para Juan, hermano de Paublino, era importante mostrar que su reivindicación era la verdadera, además se trataba de hacer justicia a su hermano.

Al respecto, Rufer advierte que “la verdad no es una correspondencia entre hecho y discurso, sino una pulsión de autoridad en la figuración del lenguaje” [Rufer 2011: 30]. Siguiendo esta reflexión, propongo que la producción de las narrativas históricas entre los comuneros eran una herramienta política indispensable y la muchacha que escribiría “la historia de la comunidad” era un medio para que esa historia quedara por escrito y se desplazara a otros espacios y públicos.

ANÁLISIS

Algunos estudiosos como Martín Ortega [2009: 236] argumentan que cada investigador debe decidir hasta donde está dispuesto a aceptar el riesgo. Otros más, como Goldstein, aseguran que si aplicamos correctamente el enfoque etnográfico puede fortalecer la seguridad del investigador. Para ello son necesarios tres elementos: la aceptación, la protección y la disuasión [2014: 14]. A decir de Hjorth Boisen, este autor, al igual que Sluka [1990], plantea que para evitar cualquier tipo de sospecha la mejor estrategia es ser honesto con las personas con las que vamos a trabajar sobre las intenciones y objetivos de nuestra investigación [Hjorth 2018: 76].

En esta sintonía, algunos investigadores sociales aseguran que la mejor manera de no estar en situaciones de peligro es hacer rapport. Balbuena [2017]4 lo define como “todas las estrategias, técnicas psicológicas y sociales, utilizadas en las relaciones interpersonales, generalmente cara a cara”. Su finalidad última es establecer una relación tranquila y calmada que facilite un ambiente de empatía, confianza y apertura entre el entrevistado y el entrevistador [2017: 281-282].

Sin embargo, para ser esta propuesta aplicable en mi investigación tenía que partir de la idea que las comunidades indígenas son homogéneas. Además, ¿podemos controlar las interpretaciones que nuestros interlocutores hagan de nuestras intenciones en trabajo de campo?, ¿qué hacemos cuando el rumor predomina por encima de la certeza?

Los dos ejemplos etnográficos que describí se dieron en un momento de ruptura de liderazgos al interior de la comunidad, y por tanto también en la versión de la historia que hasta ese momento era predominante, desplazando la narrativa hacia otros lados, y con ella su origen y quienes fueron sus protagonistas. Éste fue “el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal… La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación” [Derrida 1989: 385].

Los argumentos que los comuneros me compartían no implicaban necesariamente una producción de verdad -en el sentido positivo del término. En lugar de ello, propongo que utilizaban los distintos significantes que dieran sentido a una historia para justificar su protagonismo, o el de sus antecesores directos en la “historia de la comunidad” para legitimar su derecho a las tierras, la membresía y la toma de decisión. Así pues, retomando parte de las propuestas de White [1992], lo que ellos registraban en su narrativa lo hacía real porque pertenecía a un orden de existencia moral que a su vez obtenía significado.5 Para que este significado tuviera la capacidad de desplazarse a otros públicos, probablemente académicos, gubernamentales y organizaciones civiles, era importante que existiera un texto escrito, “la autoridad del soporte”, como lo llama Rufer, pues la ciencia es un acto político [2011: 32], característica de la que, en ciertos momentos, los comuneros estaban más conscientes que yo.

A partir del primer episodio que presenté páginas atrás me pregunto ¿por qué a los dos comuneros les interesaba que yo leyera el documento? Pero sobre todo, ¿cuáles son las consecuencias de que las y los comuneros puedan crear rumores sobre lo que había escrito? Propongo que una de las más importantes es la proyección de futuras conversaciones paralelas y sus posibles consecuencias, mismas que podían ser objeto de conflictos intensos, donde los temas de autoridad y evidencia se destacan, en la política de “textualizar con autoridad” [Paz 2008:133].

Posiblemente para ellos mi presencia significaba la voz autorizada para asentar la verdad; o por lo menos lo que ellos querían que se desplazara como verdad. Pero en lugar de aligerar mi sensación de miedo lo acrecentaba, pues era esta motivación la que me colocaba en una frontera peligrosa entre el privilegio de la que escucha con autoridad académica y el de quien tiene que vigilar y tratar de controlar la futura narrativa histórica que publicará.

“Que la vieron con el viejo del cerro. ¿Ya se nos está volteando o qué?”, “Que la vieron”, ¿quién? Aún no lo sé, pero allí asentaba el arma más importante del rumor como medio de coerción; la incertidumbre, pues, no me era posible ubicar con exactitud la fuente de dicha información. Sin embargo, precisamente por ello, sus consecuencias podían ser efectivas y la fuente de mis sensaciones de miedo, ¿A qué se refería con “ya se nos está volteando o qué”? ¿Eso me podía convertir en una figura potencialmente contraria para Armando y su grupo? Debido a esta constante duda, el campo me comenzaba a parecer cada vez más un “lugar lejano y riesgoso” [Espitia et al. 2019: 100] en donde me encontraba sola y tenía que tratar de no ser ubicada por los comuneros como parte del conflicto, menos como su contraria. ¿Cuál era la estrategia etnográfica más pertinente para disipar este tipo de rumores? La interrogante por lo pronto queda sin respuesta.

Rihan Yeh se pregunta ¿qué le pasó a lo que pasó? [2016: 102]. Desde esta interrogante yo planteo: ¿qué querían que le pasara en mi escritura a lo que cada uno de ellos me confirmó que pasó? Para reflexionar posibles respuestas debemos de tomar en serio una de las advertencias de Spivak: notar cómo la escenificación del mundo en representación disimula la contingencia y la necesidad de “héroes”, de delegados paternales, agentes de poder [Spivak 2003: 314]. Tal vez éstas son la clase de representaciones que algunos comuneros buscaban para que así los conocieran otros públicos.

Para James Scott [1990], los rumores son “armas de débiles” con los que pretenden llevar a cabo acciones efectivas [Paz 2008: 118]. Sin embargo, en estas circunstancias el rumor más que ser “arma de débiles” era un medio de información importante que potencializó la violencia latente y efectiva, que incluso provocó que la propia etnógrafa se viera envuelta en ellos [Nordstrom et al. 1995: 15-16]. A esto volveré más adelante.

Otra frase que me intrigó durante mi llamada telefónica con Armando fue: “no crea las cosas que dicen de mí”. Lo que se decía de él era que trabajaba cuidando una huerta de aguacate que un importante miembro del crimen organizado, originario de Apatzingán, Michoacán, les había comprado a los miembros de una comunidad anexa. Dicha transacción se hizo con la ayuda de Armando, pocos meses antes. Aunque lo anterior era cierto, él se defendía asegurando que sólo cuidaba la huerta, pues algo tenía que hacer para ganarse la vida pero no participaba en otro tipo de negocio con este señor.

Es precisamente en este constante desplazamiento y redefinición en donde el rumor se asentaba y adquiría poder en las situaciones que estoy analizando, pues éste generaba información potencialmente escandalosa y por tanto importante, misma que indexaban a través de ciertos indicadores que podían tener efectos concretos en un espacio reducido debido al grado limitado del compromiso con su validez, pues lo extraños no podían participar de manera adecuada porque estaban relacionados con intereses individuales y/o faccionales cuya intención era controlar el flujo de la información [Paz 2008: 118, 129].

A decir de Antón Hurtado,6 el miedo es más temible cuando es difuso; es el nombre que le damos a nuestra incertidumbre de no saber que se debe o no se debe hacer para combatir la amenaza, más aún cuando no tenemos el total control de ella [2015: 267, 269]. Así pues, la sensación de miedo que sentí era predecible, se asentaba en la inseguridad de no conocer la fuente del rumor. Éstas eran formas intertextuadas cuya autoridad era dudosa, pues por lo regular tienen como indicador a la tercera persona, pero no por ello menos eficaces en su poder indexical que apunta sus funciones de evidencia y ayudan a proyectar una historia y un sentido de comunidad discursiva [Paz 2008: 119-120, 129], argumento en el que yo, probablemente, era una de las causantes de las disputas entre ellos.

Sin embargo, al mismo tiempo, el rumor causó la sensación de miedo en mí gracias a una certeza; me refiero al predominio del crimen organizado en la zona, su interés en la adquisición de huertas de aguacate, la relación laboral que vinculaba a Armando con ellos y el peligro potencial que éstos podían llegar a ser para cualquiera persona. Así pues, no solamente lo que realmente pasó estaba en disputa sino también la biografía de cada uno que pretendía ser representada en la narrativa futura; incluyendo la biografía que varios de los y las comuneras hacían sobre mí y sobre mis motivaciones para estar en la comunidad.

De igual manera, el origen no era la fuente del conflicto sino la forma en cómo sucedió, sobre todo los protagonistas de esta historia, que eran condicionados y condicionantes de la formulación de las narrativas que ellos compartían. En este punto mi miedo no era solamente por mi seguridad física, sino también por saberme dentro del juego del que nos habla Derrida [1989]. En este ambiente conflictivo, una de las inquietudes que más me preocupaba era cómo estructurar mi narrativa futura y qué debía de contener.

Este pensador nos advierte que el concepto de estructura es contradictoriamente coherente y esto expresa la fuerza de un deseo, es el concepto de un juego fundado “constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora” para dominar la angustia de saberse siempre implicado en el juego [Derrida 1989: 383-384]. Probablemente, la única opción que tenía era este juego fundante, pues, en estas condiciones, independientemente de la narrativa plasmada en mi escrito, no lograría que todos los comuneros estuvieran conformes con ella, peor aún, muy probablemente ningún comunero estará conforme, pues ésta no es una historia de héroes ni de luchas gloriosas.

CONCLUSIONES

Para Balbuena, quien cita a Tamayo y Tamayo [2014], el método científico se considera “un procedimiento para descubrir las condiciones en que se presentan sucesos específicos, caracterizado generalmente por ser tentativo, verificable, de razonamiento riguroso y observación empírica”. Este método se puede poner a prueba constantemente en diferentes contextos, cuyas principales características tienen que ser la sistematicidad, la objetividad y los datos obtenidos para replicarse en la realidad [Balbuena 2017: 2812-282, 286, 289].

Sin embargo, considero que la propuesta de Balbuena sólo puede funcionar en un panorama ideal, pero los seres humanos no estamos ni cerca de ser coherentes. De igual manera, el proceso de investigación no es estático y sí mucho más complejo y caótico. Como asegura Derrida, la historia, como tradición de la verdad o desarrollo de la ciencia, orientado hacia la apropiación de la verdad en la presencia, es siempre la unidad de un devenir [Derrida 1989: 399]. Además, crear al sujeto como transparente es “esconder el implacable reconocimiento del Otro por asimilación” [Spivak 2003: 337-338]. Especialmente en el espacio en que yo realicé mi investigación en donde predominan los conflictos intracomunales.

En estas micro dinámicas, el sentimiento de presión y miedo era constante, aunque sigo reflexionando con cuidado las causas y consecuencia que generaron estos sentimientos, mi propuesta es que mi última estancia de trabajo de campo lo realicé en un momento álgido de disputa entre los comuneros. Para legitimar el derecho propio o de sus aliados y a su vez desacreditar los reclamos que el narrador consideraba sus contrarios, la producción de las acciones pasadas en la llamada “historia de la comunidad” era fundamental. En esta sintonía me percaté que para varios comuneros, yo “como la muchacha que está escribiendo la historia de la comunidad” era un elemento más que se estaban disputando, lo cual me daba acceso a cierta información, pero a su vez me colocaba en riesgo constante. Esto último quedó bastante claro cuando Marín, el hijo menor de José, me dijo:

Si vas a hablar con los otros, entonces no te va a salir una historia bien porque aquellos te van a contar a su conveniencia.

Según mi interpretación de sus palabras, la verdad es de quienes él construía como un “nosotros”, es decir del grupo de Armando y del que Marín era un miembro activo. La mentira y la traición eran categorías utilizadas para definir a los “contrarios”, cuyas versiones provocarían que la historia no estuviera “bien”. Este último aspecto estaba en las palabras de él y de su grupo, y la versión de los “otros” sólo me podía llevar a escribir una historia equivocada, “mal”. Para tener “una historia bien” tenía que lograr un bricolaje etnográfico que asumiera su función mitopoética, pero para ello era necesario una ilusión histórica la exigencia del centro, que en este caso ubicaban en los “tiempos inmemoriales”.

Spivak nos advierte sobre el cuidado que debemos tener, pues nos asegura: “ningún ‘teorizante intelectual... [o] partido o... unión’ puede representar ‘a aquellos quienes actúan y luchan’, y sobre la banalidad de las producciones de intelectuales de izquierda que nombran a los subalternos, realizando esta presentación se representan a sí mismos como trasparentes” [Spivak 2003: 301-309].

Estoy de acuerdo. Sin embargo, ¿por qué para los comuneros era tan importante condicionar la redacción de una historia que aún no era contada? ¿Qué significado tenía para ellos mi presencia, desde la academia? ¿No es precisamente este tipo de representación la que ellos buscaban?

Para Derrida hay dos tipos de interpretación: una pretende descifrar una verdad o un origen sustraído al juego y al orden del signo, teniendo como exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del hombre y del humanismo, dado que el nombre del hombre es el nombre de ese ser que, a través de la historia de la metafísica del conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego [Derrida 1989: 401]. ¿Éstas eran las aspiraciones de las y los comuneros que se preocupaban por la redacción de una narrativa histórica, que podía tranquilizarlos al asentar lo que ellos legitimaban como su origen?

Con la intención de dar una respuesta preliminar a la pregunta rectora, propongo que desde esa preocupación trataban de controlar e incluso censurar lo que yo podía o no escribir, ellos recurrían a la legitimidad científica y desde allí la trataban de volver política; buscaban que su lenguaje se convirtiera en enunciado y por medio de ello fijarlo para que con esa definición se desplazara a distintos públicos y espacios.

Shoshan nos advierte sobre la preocupación que muchos antropólogos tienen de representar a sus informantes de manera positiva y el “miedo de estereotipar negativamente a sus comunidades de estudio” tiene que ver con la higiene moral que muchas veces busca el investigador y con los riesgos que tanto los escenarios como nuestros informantes pudieran implicar [Shoshan 2015: 150-151, 156]. Así pues, existe una paradoja de sujeto privilegiado [Spivak 2003: 307] y creo que las personas con las que interactuamos en trabajo de campo son conscientes de eso o por lo menos con los que yo interactué.

Desde esas conciencias, propongo, que trataban de influir e incluso controlar la forma en que desde mi posicionamiento los iba a definir, apostando al benevolente intelectual occidental. Spivak es aún más radical con “aquellos de nosotros que sentimos que el ‘sujeto’ tiene una historia y que la tarea del sujeto de conocimiento del primer mundo en nuestro momento histórico es resistir y criticar el ‘reconocimiento’ del tercer mundo por medio de la ‘asimilación’” [Spivak 2003: 335].

Permítaseme seguir con esta última discusión. A lo largo del texto Balbuena argumenta que él, junto con su equipo de trabajo, cuidaron de no facilitarles a los prisioneros que entrevistaban ningún tipo de mercancía que después pudieran utilizar como intercambio entre sus compañeros del penal. Sin embargo, en la última página del escrito dice que los caramelos que regalaron a sus entrevistados, después algunos los utilizaron precisamente como mercancía intercambiable [Balbuena 2017: 290-295].

Esta contradicción en la que cae el mismo Balbuena es un buen ejemplo de la imposibilidad de controlar las circunstancias en las que hacemos trabajo de campo, pues no trabajamos con sujetos estáticos y coherentes, en condiciones históricas predeterminadas. En cambio, al igual que Derrida, prefiero ponerme en alerta sobre el peligro de apropiarse del otro por asimilación. Más aún, tomar conciencia y hacer un análisis crítico de que nuestra interpretación es una restructuración de lo utópico que analizamos “reproducir delirante esa voz interior que es la voz del otro en nosotros” [Spivak 2003: 362].

Ahora el miedo sigue latente en otro sentido ¿Cuál será la reacción de los comuneros cuando les presente mis reflexiones, la narrativa sobre lo que yo considero es su historia? Pero de haberlos representado de forma contraria, me refiero a producirlos como una comunidad armónica ¿no será también apropiarnos de sus causas para adjudicarnos el derecho a defenderlos? Como asegura Spivak, Thompson se apropia de la mujer hindú para salvarla del “sistema”7 [Spivak 2003: 358]; seguir pensando que su historia debe ser tutelada por un lenguaje que procede de otro lado [Rufer 2011: 18], “que a su vez se adjudica el derecho de comunidades imaginadas, homogéneas y armónicas sin tomar en cuenta que siempre vamos a hacer otros sujetos que investigan un patrón histórico a destiempo, desde la alteridad y la diferencia temporal e histórica” [Rufer 2011: 26]. Nunca vamos a ser ellos y me atrevería a asegurar que difícilmente llegaremos a ser considerados como parte de la comunidad, pues somos el otro, el que vino de afuera con intereses investigativos y que muchas veces los sujetos con los que trabajamos intentarán utilizar a su favor, pues tienen en claro que el escrito académico se puede convertir en político entre públicos, espacios y tiempos específicos.

No es que crea que no debemos de hacer rapport, pero sí que el campo es mucho más volátil y complejo, y las propuestas sobre la forma más pertinente de hacer trabajo de campo que presenté en las páginas anteriores nos pueden dar la ilusión de que podemos controlar las circunstancias. En cambio, estoy de acuerdo con Espitia, Ojeda y Rivera en que tenemos que pensar el rapport como una exploración cognitiva [2019: 105] sin idealizar el campo para que no nos sorprenda de forma negativa.

Además me parece que es partir del supuesto que uno trabaja con una población homogénea y que, como lo sugiere Flores Martos, tenemos la capacidad de manejar nuestras emociones a la perfección y si no salimos triunfantes de ello, entonces es mejor ocultarlas al lector. En el mejor de los casos “como si estuviéramos entrenados y programados para convertir emociones, sensaciones y los sentimientos en ideas, conceptos y teorías” [Flores 2010: 16] -probablemente esto último es lo que intento hacer en este escrito. Pero sobretodo, debemos de tratar de evitar fijar a nuestros sujetos de estudio, pues desde nuestra ubicación de poder “está la posibilidad de reproducir involuntariamente las formas de colonialidad de la historia” y producir otro esencial [Rufer 2011: 36]. Por ello, tenemos que repensar las condiciones en las que hacemos trabajo de campo y en la necesidad de reformular las estrategias para realizarlo. Sobre todo para las nuevas generaciones de científicos sociales que tienen que enfrentarse a nuevos contextos cada vez más violentos.

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1Debido a lo delicado del tema que manejo en este artículo y con la intención de proteger la identidad de los comuneros, los nombres que aquí aparecen son ficticios, además decidí omitir el nombre de la comunidad.

2El presente número de la revista Nueva Antropología es con motivo del festejo del 40 aniversario de la misma y busca discutir el poder de la etnografía en el estudio de los procesos sociopolíticos contemporáneos abriendo nuevas aristas de investigación socioantropológica a través de una etnografía experimental, reflexiva y en diálogo interdisciplinario [Stavenhagen 2015: 5].

3Estas autoras retoman la ética feminista para vedar el término de “princesa antropóloga”, término con el cual problematizan el disciplinamiento de los cuerpos que hacen los etnógrafos durante la formación en Antropología y otras Ciencias Sociales. Ponen atención a las relaciones de violencia que se han naturalizado en los espacios académicos [Espitia et al. 2019: 101 y 105].

4En cuyo escrito pretende establecer las bases para la definición de metodologías de trabajo de campo en contextos de encierro en el Paraguay [Balbuena 2017: 277 y 279].

5En esta obra White analiza el contenido de la forma del discurso narrativo en el pensamiento histórico.

6Cuyo análisis está centrado en el ritual.

7Las comillas son de la autora.

Recibido: 24 de Junio de 2020; Aprobado: 28 de Noviembre de 2020

*Contacto de correspondencia: brendague68@hotmail.com

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