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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.70 Ciudad de México sep./dic. 2017

 

Reseñas

Elogio del animismo o el impresionante regreso de las cosas

Carlos Arturo Hernández Dávila* 

1ENAH-INAH. carlosarturohernandezdavila@gmail.com

Gell, Alfred. Arte y agencia. Una teoría antropológica. Cabrera, Ramsés. Edición original de 1998, SB Editorial, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: 2016.


Que nadie se llame a engaño. Mejor sería convocar al asombro o, si se prefiere, a la provocación. Estamos reseñando un libro publicado en su versión original en el año 1998 y aparecido para el público de habla castellana en el no tan lejano año 2016 e impreso, para más señas, en Buenos Aires. A diferencia de las noticias bibliográficas del medio antropológico que anuncian novedades editoriales, y que incluso tímida o temerariamente se atreven a presagiar el destino que el libro referido tendrá en los debates al interior o en la periferia de nuestra disciplina, en esta ocasión estamos ante un libro que con veinte años ha alcanzado ya la mayoría de edad, abriendo caminos y ensanchando otros, por lo que no sería descabellado exponer (con tanta cautela como modestia) la forma en cómo la obra de Alfred Gell se ha ido acomodando -o no- entre nosotros, de tal suerte que estas letras son una reseña con ojos en la espalda. Esta recursividad puede ayudarnos a entender esta obra como un vasto y delicado ejercicio que zanjó las formas de comprender una relación en permanente conflicto, a saber, la que se establece entre el arte y la ciencia antropológica, durante muchos años sostenida exclusivamente en la dedicación de los profesionales de ésta en el así llamado “arte etnográfico”. En efecto, las colecciones depositadas en museos y exhibidas como muestras que confirman una vaga idea de la universalidad de la estética, suelen ser entendidas como un esfuerzo del antropólogo por definir, describir y visibilizar técnicas, saberes y estilos artísticos nativos.

La edición en castellano se abre con una página de reconocimientos redactada por la viuda de Alfred, Simeran Gell, para la versión en español. Ésta da paso a una lúcida presentación a cargo de Guillermo Wilde (quien además se encargó de la revisión técnica del texto), y en la cual expone una auténtica arqueología no sólo de la obra, brindándonos además el contexto en el cual la obra que vio la luz gracias a una cantidad no menor de diálogos entrecruzados en una doble vía: por un lado, la reaparición del debate sobre la “cultura material”, y por el otro, a decir de Wilde, “la crítica poscolonial de las divisiones de la modernidad (nosotros otros, naturaleza-cultura, humano-no humano, sujeto-objeto, materia-espíritu, centro-periferia, etc.)”. La primera discusión, enmarcada en las discusiones sobre las llamadas “antropologías de las tecnologías”, tuvo un doble epicentro en Francia e Inglaterra, desde donde se multiplicaron los estudios sobre las costumbres técnicas de producción conocimiento. La segunda se refiere a los “giros” que las ciencias sociales experimentaron desde los años 90 del siglo pasado, los así llamados “ontológico” y “decolonial”. Si las sutilezas de la primera y sus producciones bibliográficas permanecieron, a decir de Wilde, “desconocidas al público (y a la academia) hispanoparlante”, los argumentos que animaron el debate en América Latina sobre el giro ontológico, arribaron a nuestras costas (aunque igualmente habrían salido de ellas) con más profusión, generando acaloradas disputas de las que afortunadamente aún no nos hemos repuesto del todo y sobre las que me extenderé más tarde, siempre con Gell en la tinta.

Resulta razonable sostener que el autor y su provocadora afirmación de la inexistencia de una teoría propiamente antropológica sobre el arte, parte de una crítica tanto a la idea de “representación” (notemos que Clifford Geertz, autor del famoso texto “El arte como sistema cultural” no está ni de lejos citado en esta obra) como al giro lingüístico, estético o semiótico (brillante por ausencia serán igualmente las referencias a Wittgenstein y Saussure) con el cual la antropología había tratado de acercarse al arte: para Gell, no es ya relevante acercarse a las producciones artísticas en búsqueda de interpretaciones esotéricas de objetos particulares, sino el análisis tanto de los vectores de intencionalidad y causalidad que les dan origen, como de aquellas redes sociales desde donde provocan determinados efectos en la realidad de quien los recibe. Si “algo” debe escrutarse no son las propiedades materiales y las exégesis ocultas de los objetos (designados por Gell como “índices”), sino la posición que ocupan en las cadenas de causalidades, intenciones. El arte deviene entonces en un “sistema de acción”, por lo cual debemos criticar la condición de “obra de arte” como universal. Al no ser efectiva en muchas sociedades, ha de ser sustituida por la categoría ya mencionada de índice, que deviene en una entidad material que organiza a su alrededor determinadas relaciones sociales. De un objeto determinado solemos deducir (siempre hipotéticamente) la intención de su creador, y es justo a lo largo de esta operación que resultamos afectados por este objeto-índice (que personifica esas intenciones), adquiriendo así, él mismo, capacidad de agencia: de ahí la incapacidad de separar ésta de una teoría antropológica del arte, de iure.

Arte y Agencia es un libro cuasi-póstumo. Redactado en muy poco tiempo debido al anuncio de una muerte inminente del autor a causa de una extraña enfermedad, el manuscrito fue finalmente presentado como un “primer borrador”, aunque desde la ausencia física de Gell la obra no sufrió cambios significativos. El libro es la desembocadura integral de una carrera cuyo delta está formado, entre otros trabajos, por Metamorphosis of the Cassowaries [1975] sobre los umeda de Nueva Guinea, pasando por el igualmente sugerente estudio sobre el tatuaje en Polinesia Wrapping in Images [1993] y así, hasta la aparición del muy celebrado The Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology [1992]. Demás está decir que estos trabajos previos de Gell permanecen aún inéditos en castellano. En estos trabajos está delineado el programa etnográfico que sustenta su teoría antropológica, el cual inicia dinamitando las concepciones previas acerca del estudio del arte nativo como la razón de ser de una antropología que se pretende interesada por el hecho artístico. Para Gell, en efecto, el deslumbramiento occidental por las estéticas indígenas revela más de la ideología propia de Occidente que de los pueblos y personas que las hicieron posibles. De ahí que una teoría antropológica del arte no resulta del trasplante arbitrario de las teorías del arte occidentales para observar el arte no occidental, y antes bien, para que exista una teoría propiamente antropológica dedicada a este campo, ésta debe ser, en principio, una variante de alguna teoría antropológica previamente existente en la disciplina, dado que no basta con una síntesis o acumulación de descripciones sobre objetos y elementos estéticos nativos. Esta nueva teoría debe colocar un decidido acento en las “relaciones sociales”, lo que impulsa al autor a revalorar las aportaciones de Marcel Mauss sobre la noción de persona en función de la circulación de dones, contradones y prestaciones.

En efecto, si Durkheim había llamado la atención de tratar a los hechos sociales como “cosas”, Gell, releyendo a Mauss, pide elaborar una teoría antropológica “donde a las personas o a los ‘agentes sociales’, en determinados contextos, los sustituyen los objetos de arte” [Gell 2016: 35], delineando así su propia teoría como “el estudio teórico de las relaciones sociales en los alrededores de los objetos que median la relación social”. Esta definición deslinda su reflexión de la que ejercen los estudiosos de las instituciones de masas o los mercados o circuitos artísticos (como los sociólogos Pierre Bourdieu y John Berger). Para Gell, la diferencia radical entre los enfoques sociológicos -y depende por completo de que los términos de la relación social en este campo se establezcan con un “otro” que no necesariamente es humano-, con “cosas” que en realidad son agentes sociales, advirtiendo que, “Argumentar que hemos de ver los objetos de arte como ‘personas’ para abarcarlos en una teoría ‘antropológica’ del arte parece una noción muy extraña, pero sólo si uno no tiene en cuenta que históricamente la antropología ha tendido a desfamiliarizar y relativizar el concepto de persona” [Gell, 2016: 40]. Quien haya leído las discusiones de Eduardo Viveiros de Castro sobre las “metafísicas de la depredación” sabrá que ésta no es una afirmación gratuita.

El edificio conceptual de Gell está sostenido por los “términos-entidades” de índice (entidades materiales que propician abducciones, interpretaciones cognitivas…); artistas u otros creadores (a quienes se atribuye por abducción la responsabilidad causal de la existencia y características del índice); destinatarios (sobre los que los índices ejercen la agencia), y prototipos (entidades que se piensa por abducción que están representadas en el índice). Si bien, los primeros cuatro capítulos son el escenario a partir del cual el autor coloca en juego y tensión sus términos, a partir del capítulo cinco y hasta el noveno (que funciona como conclusiones, los temas puestos ante el lector (las agencias múltiples, el gusto y los patrones en el arte decorativo, el estilo y la cultura) están enérgicamente sostenidos por material etnográfico proveniente tanto de Europa como de África, Oceanía y Asia. Estos materiales diversos, ya sean obras canónicas del arte occidental, escudos asmat o máscaras ikoot se vuelven relevantes para la antropología cuando ésta atiende prioritariamente a la explicación que unas u otras culturas dan a la experiencia relacional que establece entre humanos y no humanos por su mediación. Se puede recurrir a la magia o a la figura occidental del genio artístico, pero lo importante es que éstas y otras explicaciones son todas traducciones de una experiencia común que tiene que ver con la desigualdad entre la acción responsable de la obra de arte y sus espectadores. Es en esta disparidad entre los poderes de los artistas y los receptores donde descansa la eficacia social del arte. En este punto tiene una importancia central para Gell el ornamento y el arte decorativo, pues ahí se ejemplifica el tipo de suspensión que decepciona a la pretensión de agotar los significados.

Cierro este pobre repaso llamando la atención sobre el capítulo siete, “La persona distribuida”, presentada como un capítulo donde se desarrollará una teoría general de la idolatría, pero que es también un capítulo donde Gell abre sus puertas al diálogo con los trabajos tanto de Marilyn Strathern (específicamente en su propuesta de la “teoría genealógica de la mente”), como de Roy Wagner y su propuesta de “persona fractal” y el desplazamiento entre persona (léase también índice u “objeto de arte”) dividual e individual. Conectado con una profunda crítica de la modernidad (a la manera de Bruno Latour), este desplazamiento desgasta la distinción binaria entre objetos y sujetos con la cual se trató de separar normativamente a los sujetos y sus formas de agencia, de los objetos; a lo humano, de lo no-humano, olvidando la existencia de cuasi-objetos e híbridos que siempre han cuestionado la inmovilidad de esa distinción. En su teoría sobre la idolatría (y el papel de los objetos en los sistemas religiosos), Gell pone de relieve que el (des)propósito modernista de separar a humanos y no humanos sólo fue posible en la medida en que existió una resistencia previa a esa justificación ontológica, y que al tratar de superar dialécticamente la distancia entre sujetos y objetos la hace de hecho inquebrantable. En retrospectiva, finalmente, es posible que Gell no conociera las sugerentes iniciativas con los trabajos de los antropólogos especialistas en otras latitudes que sumados a iniciativas museísticas de gran calado (como las exposiciones sobre “la naturaleza” de los cuerpos o “la fabricación” de imágenes, comandadas por Anne-Christine Taylor y Phillipe Descola en el Museo del Quai Branly en París), y que son (nunca mejor dicho) un índice que abrió desde los años 90 del siglo pasado fecundos debates, no entre antropologías regionales, sino entre planteamientos encabezados por autores tan (aparentemente) distantes como Tim Ingold, Eduardo Viveiros de Castro, Carlos Fausto, Carlo Severi y Pascal Boyer, entre otros.

Arte y agencia, más que un catálogo de síntesis e informaciones inconexas sobre arte indígena, es un verdadero “agente social” que provoca en el lector la irrefutable incomodidad que nos da el hecho de saber que Frazer no había sido leído con detenimiento, lo que nos obliga a admitir, con Lévi-Strauss, que la antropología que se pretende contemporánea, hoy asiste (tan entusiasta, como irremediablemente) a la contemplación del “impresionante retorno de las cosas”.

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