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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.69 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Misceláneos

Jóvenes en prisión: aproximaciones antropológicas en torno a la política penitenciaria

Alejandro Ernesto Vázquez Martínez1 

1Profesor de Tiempo Completo, Departamento de Ciencias Jurídicas, Instituto de Ciencias Sociales y Administración, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.


Resumen:

Las aproximaciones antropológicas desarrolladas en el artículo provienen de los ámbitos de estudio de la Antropología de la Violencia y de la Criminología Crítica. Se trata del análisis del ejercicio punitivo por parte de las instituciones estatales, específicamente del sistema penal y penitenciario, dirigido a jóvenes que se hallan en reclusión. El análisis se realiza a través de la investigación teórica y con los fundamentos propios del método etnográfico; siempre que sean pertinentes las construcciones teóricas, se integran con la exploración etnográfica donde puede escucharse/leerse la palabra del sujeto que habla y se narra.1 Las dimensiones consideradas en estas aproximaciones son aquellas que corresponden a las nociones del vínculo social entre individuo/sujeto, sociedad y Estado, con singular énfasis en el denominado silenciamiento de la palabra de los jóvenes a través de las técnicas y los procedimientos penitenciarios y el consecuente despojo de la posibilidad de realizarse en su condición humana.

Palabras clave:  Política pública; política penitenciaria; juventud; prisión; Estado; sociedad

Abstract:

The anthropologic approximations developed in the article come from the areas of study of the Anthropology of the Violence and from the Critical Criminology. It is a question of the analysis of the punitive exercise on the part of the state institutions, specifically of the penal and penitentiary system directed young who are situated in imprisonment. The analysis is realized across the theoretical investigation and with the own foundations of the ethnographic method; providing that the theoretical constructions are pertinent, they join with the ethnographic exploration where there can be heard/read the word of the subject that he speaks and is narrated. The dimensions considered in these approximations are those that correspond to the notions of the social link between individual / subject, society and State, with singular emphasis in the silencing of the word of the young persons across the technologies and the penitentiary procedures and the consistent spoliation of the possibility of being realized in his human condition.

Keywords: Public policy; penitentiary policy; youth; prison; state; society

Introducción

La concepción del castigo derivado del discurso hegemónico normativo se caracteriza por la abstracción con la que responde a las situaciones concretas donde interviene. Una de las causas de la inexactitud que produce aquella abstracción es la creencia difundida profusamente de que la justicia sólo es concebible por medio de las instituciones y los discursos normativos penales. La apariencia que elabora el ejercicio punitivo del Estado se sustenta en la creencia de que existe un vínculo inevitable entre el castigo y la justicia. No sólo eso, las representaciones originadas en la abstracción normativa son observadas por el propio sistema encargado del ejercicio punitivo como representaciones con las cualidades suficientes para desarrollar “tratamientos especializados”, esto es, individualizados. De esta interpretación de la realidad, aparentemente inocua, no sólo se desprende el control social más violento, también se realizan las construcciones sociales que clasifican desde sus (hipotéticas) cualidades al individuo, la sociedad y los vínculos que de allí deriven. La relevancia de estas construcciones se puede comprender desde las consecuencias que producen. Por un lado, se reduce a grado insignificante el poder o potestad de los sujetos en la resolución de conflictos, por otro lado, el sistema penal se apodera de las posibilidades que la sociedad tiene en cuanto al vínculo social que la sostiene. Después de estas afirmaciones verificadas empírica y teóricamente es viable comprender el ejercicio de las políticas públicas en la estructura del sistema penitenciario.

En este caso, lo que hay de política en las estrategias del sistema debiera advertirse, como indica Laclau [2014] como proceso de institución de lo social. En ese contexto es cuando realizamos nuestras aproximaciones antropológicas, donde confluyen tres procesos de carácter político, histórico, social y cultural. El proceso político está relacionado con el modelo positivista empleado en los recintos carcelarios caracterizado por la creencia de que el individuo -y por ello, la sociedad- es observable científicamente por medio de los diagnósticos y tratamientos vinculados con la transgresión de la norma penal.No sobra decir que el modelo en mención supone que la ley, las normas y los procedimientos que de ella se derivan no tienen relación con los sujetos y las prácticas sociales; se considera pues, a la ley en su carácter ontológico, antes que dialéctico. El proceso histórico contempla las dinámicas presentes en las relaciones Estado/sociedad. Desde la perspectiva que plantea Norberto Bobbio [2012] se explora la situación contradictoria en que se encuentra cada persona -ciudadano- respecto de pertenecer a una ciudadanía protegida y otra participativa, respecto de las potestades y los ámbitos de intervención del Estado. Finalmente, el proceso social y cultural se comprende en complemento con los dos anteriores, por medio del proceso de desestructuración2 carcelario observado por Stanley Cohen [1988] donde el poder estatal punitivo, lejos de reducir su intervención y propiciar la concepción de otras vías de resolución de conflictos, ha extendido sus potestades a través de cambios en sus políticas públicas dirigidos a señalar el origen de la desviación, ya no únicamente en el individuo, ahora también en la familia, comunidad y escuela.

Aproximaciones a la política penitenciaria

Parimos con dolor nuestros pensamientos y

maternalmente les damos cuanto hay en nosotros:

sangre, corazón, fogosidad, alegría, tormento,

pasión, conciencia, fatalidad.

Federico Nietzsche. La gaya ciencia, 1984: 17.

Una de las funciones del sistema penitenciario es la intervención de los conflictos sociales, específicamente los vinculados con la trasgresión de la norma penal. Parte de la labor de este sistema se concentra en el “tratamiento especializado” dirigido a personas trasgresoras y tiene el propósito declarado de “reintegrarlas”. Los espacios donde se desarrollan los tratamientos para la reintegración se conocen con el nombre de “comunidades para adolescentes en conflicto con la ley (penal)”.

La idea de adolescentes en conflicto con la ley penal y en tratamiento para la reintegración se justifica teóricamente en un modelo de sociedad fundado en el consenso, donde los medios y los fines que guían las dinámicas individuales y sociales, hipotéticamente se aceptan y comparten.

Mediante el modelo de sociedad de carácter consensual que emplea el sistema penitenciario, se producen referentes vinculados con la responsabilidad derivada de la transgresión a la norma penal y, en consecuencia, al propio consenso social. En estos términos, a la transgresión o infracción le sigue una estrategia de reintegración que la política penitenciaria reconoce técnicamente como “prevención especial positiva” y parte, en el plano teórico, de la ficción de que la pena es un bien para el que la sufre, sea ésta de carácter moral o psicofísico. Asimismo, oculta el carácter penoso del castigo y llega a negarle incluso ese nombre reemplazándolo por el de sanciones y medidas [Alagia 2013: 265].

La pena como “un bien” no es una idea reciente. Dos siglos y medio atrás, Denis Diderot se preguntó en el Tratado de la barbarie de los pueblos civilizados si la mano que ha forzado la cerradura o que ha hundido un puñal en el cuerpo de otro ciudadano ya sólo es digna de ser cercenada; si acaso hay que reducir al deudor infiel o al indigente que no puede saldar su deuda a un estado de inutilidad para la sociedad al encerrarlo en prisión, no sería más conveniente, cuestiona Diderot, que para el interés público el individuo empleara su destreza y su talento y se le incautara una porción del lucro que obtuviera a través de alguna ley razonable [Diderot 2011: 69].

Sin embargo, actualmente la política penitenciaria que emplea la prevención especial positiva coincide con la crisis en los fundamentos de la pena, específicamente el relativo a la culpabilidad. Zaffaroni señala que una mayoría ve en la culpabilidad el fundamento mismo de la pena y otros observan en ella sólo un límite; hay quienes consideran que no sirve como límite ni como fundamento y postulan su reemplazo. No hay pues un acuerdo mínimo acerca de qué es y para qué sirve la pena [Zaffaroni 1993: 95]. En ese sentido, se sabe que la culpabilidad y la responsabilidad pueden replicar a dos situaciones que se hallan en el ámbito de la antropología jurídica en tanto justificación y aplicación de la norma jurídica [Krotz 2002: 27]. La culpa, entonces, es un fenómeno subjetivo y no necesita estar precedida por ningún acto en concreto para que el sujeto la experimente; en la responsabilidad, si se quiere fundar en ella el castigo, exige -y es imprescindible que sea así- que se determine con la mayor precisión posible la relación entre un acto y sus consecuencias [Seguí 2012: 181]. Ambas concepciones son complementarias en la comprensión de la política penitenciaria, particularmente si la prevención especial positiva sostiene, contra las evidencias empíricas, que la pena puede tener un significado positivo para el individuo si ésta se experimenta en el contexto de la intervención penitenciaria dirigida a la reintegración. La responsabilidad -o culpabilidad- en términos de la “cuestión criminal”, esto es del fenómeno delictivo y de las políticas e instituciones que la comprenden [Tenorio Tagle 2011: 633] permite un análisis no sólo de los objetivos planteados y los resultados obtenidos [De Marinis 2005: 162] de las políticas penitenciarias, sino de las concepciones que dichas políticas articulan sobre la pena, el individuo, la sociedad y el Estado, particularmente si el fenómeno delictivo también se observa desde aquello que Emiro Sandoval Huertas denominó funciones no-declaradas: “situaciones que resultan directa o indirectamente de su aplicación, bajo cualquier título jurídica, sin que oficial o doctrinalmente se exprese que se busca su seguimiento” [Sandoval 1984: 250]. En este universo de funciones no declaradas que se traduce en prácticas específicas de castigo -torturas, tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes para decirlo en términos semánticos empleados por los organismos públicos de defensa de los derechos humanos- se configura la posibilidad de elaborar diseños y trabajar con base en políticas públicas que además de revalorizar las garantías jurídicas y simultáneamente disputar los espacios -cada vez más reducidos- de la vida social regulados por el derecho penal [García Méndez 2007: 36], descifran e interpretan los vínculos existentes entre individuo, sociedad y Estado.

Sin embargo, ha de señalarse la reconocida capacidad del sistema penitenciario -y las políticas que sustenta- para simular ciertas adaptaciones a los paradigmas que correspondan en tiempo y espacio. Éste es el caso del modelo de los derechos humanos y su incorporación al sistema penitenciario que mantiene en el centro de sus políticas, esto es, en las prácticas que sistemáticamente se siguen, una concepción de individuo -desviado- y de sociedad -homogénea- amparada por un -hipotético- consenso sobre medios y fines socialmente legítimos. Así, una de las tareas imprescindibles para la política penitenciaria es el análisis y ulterior explicación de las consecuencias del silenciamiento de la palabra del sujeto receptor de dicha política, trátese de cualesquiera de las concepciones histórico culturales referidas al adolescente, joven o adulto, menor o mayor de edad, así como la división sexo-género empleada en función de las concepciones hombre y mujer. En ese sentido, María Inés García Canal describe así las secuelas del proceso donde la palabra del sujeto está sometida: “la palabra es vencida, se vuelve deshabitada, sumida en el descrédito, convertida en rumor, cuando no en un simple ruido” [García Canal 2015: 26]. El silenciamiento de la palabra a través de la política penitenciaria se comprende por aquello que Gayatri Chakravorty Spivak [2011] denomina “aura de especificidad narrativa”, donde el “sujeto innominado” es reconocido -en apariencia- como adolescente (en conflicto con la ley), aun cuando la misma concepción que define sujetos y prácticas sociales concretas tenga por consecuencia expropiar la posibilidad de producir significados que trasciendan los límites de dicha concepción, así como la imposibilidad de producir significados propios en función de la política pública donde sólo interviene la palabra de “expertos” y “especialistas” a través de diagnósticos, pronósticos, tratamientos y evaluaciones, nunca la palabra de sujeto a quien está dirigida la política, a excepción de las expresiones que permiten la construcción social del individuo desviado, propia del modelo penitenciario. De esta manera, la apariencia de especificidad no sólo origina que la palabra -del sujeto innominado- sea vencida, sino que al desposeer al sujeto de la palabra, deja de mirársele como semejante [Lyotard 1998: 143]. En consecuencia, aquel castigo que proviene de la idea de reintegrar, es decir, de la idea de que la pena es un bien para quien la padece, se convierte en el mecanismo que permite el castigo institucional, al mismo tiempo que la anulación simbólica del sujeto y -en su caso- el aniquilamiento en el sentido físico. Leamos la siguiente descripción etnográfica con el propósito de vincular la propuesta teórica con las prácticas sociales.

A las nueve de la noche en punto comienza la cuenta en cada patio, los encargados de realizarla son los custodios ahora denominados guías-técnicos. La comunidad de San Fernando está dividida en cuatro patios (la distribución puede variar según decisión de las autoridades), en el Patio 1 hay nueve secciones o dormitorios; en el Patio 2, seis secciones; en el 3, cinco y en el Patio 4 se cuentan cuatro dormitorios. El número de personas por dormitorio también puede variar, en esta ocasión doce son los jóvenes que participan en el conteo. De manera sucinta y contundente el joven Sánchez explica el trato que recibe durante el pase de lista: “Te paran y te formas allá adentro del dormitorio y ya te pasan lista, te encueran y te revisan si no estás golpeado, si estás golpeado te pasan para otro lado y te apuntan, qué tienes o qué te hicieron o qué”3 La apariencia inocua de este procedimiento carcelario termina cuando la explosión del cuerpo en su desnudez se emplea para transgredir la intimidad. La mirada inquisitiva del custodio juega un doble juego: por un lado, busca el rastro de alguna marca que revele cierto daño sobre el cuerpo, y por otro lado, transgrede la intimidad entendida como fenómeno comunicativo [Giddens 2008: 91] trastocando el equilibrio de vulnerabilidad y confianza que supone dicho fenómeno. Cuando el custodio considera que la marca observada destaca sobre las otras que son comunes entre los cuerpos de la comunidad -sobre todo las “charrascas” que son heridas autoinfligidas con diversos significados-, entonces procede a realizar una “acta circunstanciada” que deslinde responsabilidades. Sin embargo, el uso de las actas también funciona para evadir responsabilidad jurídica sobre evidentes malos tratos. Éste es el caso de Alfredo, que a pesar de la herida que lleva en la cabeza tiene que esperar a que su nombre sea pronunciado por el custodio. Sin pasmo y con familiaridad le pide a Alfredo que realice un acta circunstanciada sobre la herida que sangra entre los cabellos del joven.

Ninguna pregunta, sin indagación, como si el documento conjurara el significado y la historia de la propia herida. Alfredo sigue con la cabeza inclinada y su tez aparece amarillenta, pálida. Queda claro que el origen de la herida y su pronta atención médica no son prioridad y como en ese momento no hay ningún documento institucional que sirva para realizar actas circunstanciadas, entonces la hoja de cualquier cuaderno -mi bitácora- hará las veces de acta. ¿Qué escribo? pregunta Alfredo con la voz y el pulso tiritando. Esta es la traducción literal: “Con el que me golpie fue con lo de la orilla de la tumba [cama] al sacudir mis covertores me corte con el filo y me abrí el lado izquierdo. Donde no responsavilizo a mis compañeros ni al guia tecnico”.4 “Sin” más responsables -custodios, compañeros de celda-dormitorio- que el mismo herido, los pases de lista pueden continuar en los dormitorios y patios contiguos. La subjetividad de la persona y la palabra que permite su expresión resultan domeñadas a través del recurso institucional del acta circunstanciada. En cuanto a las violencias fundadas en la transgresión a la intimidad observaremos que antes de poder signarlas como prácticas excepcionales en las dinámicas carcelarias, habría que contextualizarlas como prácticas cotidianas sólo diferenciables por los grados de violencia, en el entendido que cualquiera de estos grados produce daños sobre la vida de las personas encerradas.

Política pública, Estado y sociedad: el difícil vínculo

La política penitenciaria es comprensible fundamentalmente por las concepciones que realiza sobre el individuo, la sociedad y el Estado. La base de las relaciones que se establece entre los conceptos básicamente se sustenta en la noción de penas o sanciones previstas para determinadas “conductas” tipificadas como delitos. Al determinar la pena, implícita o explícitamente, se define al individuo y los vínculos -hipotéticos- que éste mantiene con la sociedad; simultáneamente se definen las potestades que el Estado practica por medio de las instituciones correspondientes, en este caso, las penitenciarias. En ese sentido, Michel Foucault aborda la conceptualización del individuo de manera tal que éste se convierte en correlato de la sociedad, una especie de partícula justificante “de las formas jurídicas abstractas del contrato” social, de la “asociación contractual de los sujetos jurídicos aislados”. Por ello, el “individuo es sin duda el átomo ficticio de una representación ideológica de la sociedad; pero es también una realidad fabricada por esa tecnología específica de poder que se llama la ‘disciplina’” [Foucault 2008: 198].

Esta individualización disciplinaria que persiste en los mecanismos penitenciarios se corresponde con la idea de consenso social y legalidad respecto del castigo impuesto al individuo desviado de dicho consenso. De ahí la inevitable relación de complementariedad que idealmente vincula al individuo con la sociedad. En términos descriptivos, el individuo poseerá implícita o explícitamente una determinada concepción de la sociedad y viceversa. La política penitenciaria dirigida para adolescentes infractores de la ley penal, en correspondencia con sus fundamentos positivistas, concibe a la sociedad desde una abstracción sin correspondencia con la realidad, pues se trata de una justificación ideológica más que una conceptualización teórica. A pesar de que la figura de adolescente tampoco encuentra correspondencia con la realidad que produce la política penitenciaria, el individuo siempre se torna como referente empírico. La sociedad, en ese contexto, se advierte como el lugar de relaciones sociales donde el individuo debe reintegrarse. Sin embargo, la concepción de sociedad en política penitenciaria resulta insignificante o con un significado disminuido en cuanto a potestades en la resolución de conflictos, toda vez que la política de intervención penal es comprensible únicamente como una política con fundamentos positivistas. Lola Aniyar describe parte de este positivismo a través de algunas de sus características más relevantes, entre otras, señala la separación ficticia entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible: el observador no es parte de la realidad y acepta la realidad oficial como la única realidad. Por ello, señala Aniyar, el positivista estudia la delincuencia a partir de las definiciones legales que son la realidad oficial. La ley, dice, refleja los intereses del grupo o la sociedad, por tanto, quien no cumpla con la ley debe tener rasgos patológicos, no es una persona normal, es un objeto extraño, un enfermo, según los valores de la realidad oficial [Aniyar 1976: 2-6]. Se comprende entonces por qué, en el contexto de la actual política penitenciaria, la sociedad, antes que significar una participación real por parte de los grupos humanos en la resolución de conflictos, es una figura retórica que funciona como justificación ideológica, adecuada no sólo a quien infringió la ley penal a la realidad oficial sino a la propia sociedad en sus capacidades de participación y diseño en la política penitenciaria.

A esta concepción positivista de la sociedad conviene observarla en perspectiva de carácter histórico. En el planteamiento de Norberto Bobbio en Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política [2012], se dice que Hegel es el primero para quien la sociedad civil ya no comprende el Estado en su globalidad, sino que representa un momento en el proceso de formación de éste. Después, Marx ubica en la esfera de la sociedad civil las relaciones materiales o económicas y en un cambio de significado radical no sólo separa la sociedad civil del Estado, sino que hace de ella al mismo tiempo el momento fundador y antitético. Finalmente, Gramsci mueve la sociedad civil de la esfera de la base material a la esfera superestructural y hace de ella el lugar de la formación del poder ideológico, diferente del poder político y de los procesos de legitimación de la clase dominante. Asimismo, Bobbio señala la importancia de no olvidar que societas civilis, koinonía politiké de Aristóteles, expresión que designaba a la ciudad como forma de comunidad diferente de la familia y superior a ella. Sin embargo, en contraposición entre sociedad y Estado (que se abrió paso con el nacimiento de la sociedad burguesa, consecuencia con la división de funciones entre quién se ocupa de la riqueza de las naciones y quién se ocupa de las instituciones políticas) actualmente se le cuestiona al observar que el Estado social (antes Estado de derecho) no sólo puede ser entendido como un proceso donde el Estado ha permeado la sociedad, sino también como Estado que la sociedad ha permeado. Aun cuando la contraposición continúa, se trata de dos procesos que a pesar de ser contradictorios no pueden llegar a realizarse plenamente porque se presentan simultáneamente. Los dos procesos, nos dice Bobbio, están bien representados por las figuras del ciudadano participante y el ciudadano protegido que se hallan en conflicto entre sí incluso en la misma persona [Bobbio 2012: 63-67]. De la compleja relación entre Estado y sociedad que describe Bobbio, destacan algunos aspectos de la cuestión que nos ocupa. Para la política penitenciaria, familia y sociedad representan dos estructuras -indispensables ideológicamente- que justifican el tratamiento especializado para reintegrar al adolescente, precisamente a estas dos estructuras. La investigación de campo provee de información puntual sobre qué sucede con la familia cuando uno de sus integrantes está preso, esto es así si partimos del supuesto que esta estructura en realidad se halla presente durante el proceso de reclusión. Los siguientes testimonios expresan las condiciones del vínculo familiar durante el encierro. El siguiente testimonio muestra algunos de los aspectos del vínculo familiar que experimenta el joven Sánchez. La conversación comienza cuando se le pregunta si su madre lo visita:

Sí, con mi hermano, sentía bien culero, una vez le dije que ya no me fuera a ver, toda la semana andaba chido, no andaba triste ni nada, andaba normal, pero llegaba el día de la visita y la veía, nada más los sábados y los domingos. Como a mí nada más me tocaba los sábados la visita ya de domingo a viernes andaba chido. La verdad no me acordaba, así, ni trataba de acordarme de mi jefa o de cosas de allá afuera. -¿Qué reacción tuvo cuando le pediste que ya no te visitara?- Se puso a llorar, que por qué y acá, le digo que no me late que me venga a ver aquí, ya si salgo pues ya, mejor allá afuera platicamos.5

En general, la experiencia del encierro es negativa y nunca se relaciona con la función declarada de la reintegración social. Para el joven y su familia, se sabe, la prisión tiene complejos significados vinculados a la sobrevivencia que implica el hecho de caer preso. En ese sentido la investigadora argentina Pilar Calveiro, señala que no se habla en vano de caer preso, pues se trata de una caída como golpe, de un descenso forzado [Calveiro 2012: 259], que de hecho, para el individuo y su estructura familiar, significa exclusión social o inclusión desde su exclusión estructural.

Además de las formas específicas e intersubjetivas que comprende la experiencia del encierro, los significados profundos del método de exclusión penitenciario responden a la concepción que el Estado articula a través del individuo y la familia -entendida ésta como expresión que integra la comunidad/sociedad, pero es diferente de ella- de tal manera que la exclusión que produce la política penitenciaria adopta cierto modo de inclusión que pretende tener bajo control las consecuencias, como advierte Niklas Luhmann [1998: 172]. Con ese propósito, se interviene al individuo por medio de áreas especializadas en psicología, pedagogía, trabajo social, terapia individual y familiar (además de las “capacitaciones” laborales). Los diagnósticos, pronósticos y tratamientos derivados de la intervención penitenciaria que funcionan en el marco de los fundamentos positivistas, no sólo buscan reintegrar al individuo, también producen una particular idea sobre la sociedad y el consenso de ésta respecto de las sanciones penales. Dicho en los términos de Bobbio, la institución penitenciaria, a través de su política pública, hace confluir ideológicamente los procesos de protección y participación de la sociedad por medio de la intervención del individuo. Sin embargo, aquello que se describe y representa con las palabras individuo y sociedad, en tanto objetos de estudio, no debe considerarse unánime, ni sencillo, ni entregado de manera neutral a la conveniencia de la formalización categórica [Adorno 2008: 43]; menos en las políticas que explícitamente consideran la intervención del individuo en las condiciones que se han expuesto.

De la disciplina de la política penitenciaria a la exclusión social (la disputa del sujeto)

La política penitenciaria que tiene como propósito la reintegración social y que implícita o explícitamente define las cualidades y relaciones que se establecen analíticamente entre el individuo sancionado y la sociedad, también tiene una lectura desde aquello que Foucault denomina economía política del cuerpo, esto es, su utilidad, docilidad, distribución y sumisión [Foucault 2008: 32]. La perspectiva foucaultiana permite realizar una interpretación antropológica de la reintegración social si se comprende la política -en este caso la penitenciaria- como proceso de institución de lo social [Laclau 2014: 18], especialmente cuando el proceso de institución de lo social pretende “explicar” la totalidad del universo humano. Reducir la condición humana al espacio carcelario en un proceso donde la docilidad y sumisión del cuerpo son prácticamente los objetivos de la disciplina institucional que busca reintegrar al individuo a la sociedad, encuentra parte de su origen en aquello que Massimo Pavarini señalara en el texto que apareció en los años ochenta con el título La criminología y que en México fue publicado como Control y dominación. Teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemónico. Aquí se verifican dos aspectos para el análisis de los fundamentos de la política penitenciaria respecto de la reintegración social. El primero de ellos está relacionado con el comportamiento humano que se considera como “el resultado de determinadas relaciones de causa-efecto y si estas relaciones presentan la naturaleza de constantes, de verdaderas y propias leyes, se consigue que, una vez que sean individualizadas estas leyes, será siempre posible preveer [sic] bajo qué condiciones se realizará la conducta criminal” [Pavarini 2010: 96]; el comportamiento humano en la perspectiva positivista no puede comprenderse en las posibles configuraciones socioculturales, económicas y políticas que ha producido, produce y puede producir la condición humana. Esta es probablemente una de las secuelas más contundentes de la política penitenciaria: definir “a los criminales como una minoría distinta, precisamente porque es una minoría que no quiere, o no puede, comportarse según los valores compartidos por la mayoría” [Pavarini 2010: 97]. Este procedimiento del ámbito de lo simbólico tiene derivaciones simultáneas sobre la percepción de los grupos sociales en general y sobre el individuo, en particular, sin olvidar los efectos de la sumisión y docilidad que son la base en la economía política del cuerpo, puntualmente sobre el cuerpo de quienes se hallan encarcelados siguiendo y soportando -literalmente- el tratamiento especializado que supone la reintegración. El segundo aspecto está vinculado con la mencionada aura de especificidad narrativa que propone Spivak y que trae como consecuencia la imposibilidad de producir significados propios donde sólo interviene la palabra de los técnicos especialistas o expertos: nunca la palabra de quienes son el objeto de la política penitenciaria. Se trata de la absoluta reducción de la condición humana limitada por los significados impuestos por dicha política. Como se dijo, la única posibilidad de expresión sucede en el marco de la construcción social de la desviación, del individuo desviado que debe responder al tratamiento especializado caracterizado precisamente por la estandarización de los ámbitos disciplinarios que intervienen (psicología, pedagogía, trabajo social, criminología y terapia familiar), de la misma manera que se hallan estandarizados los documentos que se producen en cada área en particular (este es el caso de “diagnósticos”, “pronósticos” y “tratamientos especializados”, así como los documentos denominados de “supervisión y seguimiento”). Sin embargo, las implicaciones del silenciamiento no son únicamente del ámbito intracarcelario, sino del ámbito de la política si entendemos por ésta el poder de nominación sobre la propia realidad; poder que de una u otra forma interpela las construcciones sociales y los valores institucionales, específicamente aquellos que derivan de las concepciones legales. En ese mismo sentido Pavarini [2010] señala que los nuevos valores o legitimaciones culturales de las prácticas ilegales no tienen la fuerza política de colocarse en términos de alternativa con relación a la cultura dominante, sino que son únicamente una respuesta necesaria, minoritaria y de simple supervivencia [Pavarini 2010: 111].

Sólo en estos términos puede comprendérsele al individuo a quien se le ha expropiado la posibilidad de nombrar y transformar su realidad en la estructura del sistema penitenciario -y fuera de éste-, especialmente cuando se hace referencia a las “tácticas o técnicas” que habrían de desplegarse en el contexto del ejercicio punitivo institucionalizado. Así se puede verificar desde la siguiente interpretación.

Como "foucaltianos espontáneos", los presos afirman en sus propios saberes, que el acto delictivo es una operación estratégica entre fuerzas encontradas una de cuyas tácticas o técnicas falló, en detrimento de quien se ve privado de su circulación mundana llamada "libertad". El preso no está arrepentido, dice, sino que falló; en términos bien elocuentes ellos afirman: "me la tengo que comer". Se arrepiente sólo de haber usado una táctica y no otra, más oportuna y conveniente según el cálculo estratégico. La "ingesta carcelaria" guarda la inevitabilidad natural por haber equivocado un aspecto del engranaje delictuoso; pero casi nunca es arrepentimiento. Arrepentimiento es conversión y, en las prisiones la única conversión existente es hacia la sofisticación de los dispositivos, aquello que perfecciona y no se avergüenza de los engranajes [Kaminsky 1990: 117].

Si la táctica falla, la contundencia y solidez de la reintegración social muestra rápidamente implicaciones con los vínculos familiares. Después de asumir que “ya valió”, el joven comienza a desplegar ciertas reflexiones y acciones. Si la responsabilidad es asumida, en principio no es en el ámbito de la “finalidad de las medidas de tratamiento” como “reforzamiento, reconocimiento y respeto a las normas morales, sociales y legales, y de los valores que éstas tutelan”; sino en la promesa de “chisparla”, remontar el “vacío”. Si se debe tomar una elección, la madre del joven Héctor decide: “prefiero verte ahí a que estés muerto”; la equiparación no admite discusión, en lugar de la muerte: la cárcel; después persignarse para intentar conjurar eso que se sabe del encierro. “Sí chillé”, subraya Héctor, y de por medio un consejo maternal: “Cámara hijo aviéntale huevos, como siempre lo has hecho”.

¿Sabes qué? estoy en el mp, ya valió, entonces eso es lo que más me mueve a mí, o sea mi mamá, yo qué: Ella. Yo nel "no te preocupes" -le dice a su madre- "la vamos a chispar", ya vamos a pagar, ella dice "¿pero cuánto tiempo?", mi mamá nada que ver. Cuando me dio mi ropa… -¿Qué sentiste?- Como que no había nadie ahí, sentí un gran vacío, pues sí chillé, me persigné, pues: "cámara hijo aviéntale huevos, como siempre lo has hecho, demuestra qué onda", mi mamá me persigna, me dice: "cuídate mucho", ya me persigna y dice: "pues ni modo", yo: "sí ya ni pedo, voy a cambiar te lo prometo", dice: "yo creo pasó por algo las cosas, prefiero verte ahí a que estés muerto".6

La realidad descrita por Kaminsky y Héctor es reconocida y aceptada por quienes operan y administran el sistema penitenciario, las palabras que expresan la parte subjetiva de las prácticas carcelarias, sin embargo, nunca son concebidas como la real expresión de la política penitenciaria. De ordinario las dinámicas y los procedimientos carcelarios que no son parte de las funciones declaradas institucionales -específicamente la reintegración social- son disociadas de la política que las produjo. En otras palabras, se intenta segregar las causas de las consecuencias en un modelo que funciona básicamente con los fundamentos positivistas ya mencionados. No se trata como generalmente se asegura de fallas en el sistema que habrían de ser resueltas a través de “capacitaciones”, “cursos”, “recursos” o “cambios de administración”, incluso cambios de modelo, como sucede puntualmente en el caso de la Ciudad de México, donde los tutelares han mudado de nombre para convertirse en Comunidades7 dirigidas al Tratamiento Especializado, al diagnóstico, al desarrollo, todas ellas orientadas hacia los denominados adolescentes; así, el modelo de intervención -siempre en el ámbito de la potestad punitiva- “cambió” su función “tutelar” a “garantista”: convirtiéndose declarativamente en un modelo de “protección integral de derechos”, según la propia expresión de la Dirección General de Tratamiento para Adolescentes.

En ese mismo sentido, las apropiaciones semánticas por parte del sistema penitenciario -como ha sucedido con el concepto de adolescencia- resulta significativo en tanto que el sujeto cualificado como adolescente sólo es comprensible por medio de las representaciones que permiten las técnicas y procedimientos del tratamiento especializado. Sin embargo, esta apropiación también subvierte los vínculos sociales reconocidos en los ámbitos familiares, escolares, laborales o de otra adscripción grupal toda vez que el sistema penitenciario despoja al sujeto y sus relaciones de cualquier potestad en la resolución de conflictos, al tiempo que sumerge las prácticas socioculturales, políticas y económicas en las dinámicas de la política penitenciaria.

Dicho proceso de apropiación semántica que tiene por objeto extender el control punitivo al vínculo social se le comprende a través de movimientos desestructuradores que Stanley Cohen define y divide en tres conjuntos: cognitivo, teórico e ideológico [1988]. El conjunto cognitivo refiere los resultados irrefutables de investigaciones empíricas que muestran la ineficacia de las cárceles (reformatorios o comunidades) juveniles pues ni previenen ni resocializan, toda vez que fortalecen los vínculos criminales. El conjunto teórico hace referencia a creencias sociológicas y políticas que ubican en la familia, la comunidad, la escuela y el sistema económico el origen de la desviación, de ahí que la intervención no se dirija hacia la venganza sino a la reinserción. En ese contexto se producen las interrogantes sobre los límites y los procedimientos de las intervenciones estatales en el marco del sistema de justicia penal [Cohen 1988: 59-60].

Significativa y paradójicamente las investigaciones empíricas, las referencias teóricas y las críticas al sistema judicial, además de las cuestiones que comprenden la reflexión de los límites del Estado en su intervención punitiva, no produjeron las transformaciones esperadas. En lugar de esto “las estructuras originales se fortalecieron, lejos de decrecer el alcance e intensidad del control del Estado, éste aumentó; permanece la centralización y la burocracia, los profesionales y los expertos han proliferado de forma dramática y la sociedad depende aún más de ellos; […] el tratamiento ha cambiado de forma pero desde luego no ha muerto” [Cohen 1988: 64].

En el mismo sentido que Stanley Cohen analiza la expansión del poder punitivo a través de la política penitenciaria, así como la consecuente dependencia por parte de la sociedad hacia los denominados expertos, profesionales o, en el caso que nos ocupa, técnicos especialistas, de la misma manera Emilio García Méndez señala, si bien existe una revalorización de las garantías jurídicas para la defensa en la intervención punitiva estatal, esto no excluye “la lucha simultánea por una reducción del área de la vida social regulada por el derecho penal, en un marco de respeto de la víctima en particular y en general de los sectores más débiles de la población” [García Méndez 2007: 36]. Nos encontramos en el núcleo de la relación Estado-sociedad mencionada en el apartado anterior, en la que Bobbio observa dos procesos simultáneos y contradictorios donde la misma persona -el ciudadano- representa a quien participa y a quien se le protege y garantizan8 los derechos humanos. Sin embargo, esta contradicción se diluye en el contexto del ejercicio de una política penitenciaria que privilegia la palabra de los expertos en perjuicio de la palabra de quienes sólo son reconocidos en los términos y prácticas que evalúan los especialistas. Las razones de este silenciamiento que parte de la apropiación semántica del sujeto desde el concepto de adolescente y que se dilata hacia otros ámbitos de vínculo social es comprensible en dos vertientes complementarias. Por un lado, desde la política penitenciaria de raigambre positivista se promueve una separación artificial entre el sujeto y el reconocimiento y significación de sus prácticas socioculturales -incluido aquello que en términos jurídicos es conceptualizado como delito-, en este procedimiento las interpretaciones de los especialistas son instituidas como pruebas científicas irrefutables sobre el sujeto imaginado a través del tratamiento reintegrador que, a su vez, proviene y es sostenido por el mito de la “sociedad consensual” [Pavarini 2010]. Los documentos que se producen durante el tratamiento especializado nunca corresponden a la realidad carcelaria ni a la realidad de los sujetos intervenidos. No obstante, la ideología positivista continúa con la pretensión de “separar el conocimiento de la sociedad para después aplicarlo a la sociedad” [Torgerson 2013: 200].

La vertiente complementaria se halla en el ámbito del análisis que realiza François Laplantine en El sujeto: ensayo de antropología política [2010]. La expresión permite pensar al sujeto en forma dialéctica, en las concepciones que le han definido: en las cualidades que reconocen en él ciertas potestades y aquellas que sustraen o expropian facultades o que se proponen transformar determinadas cualidades en otras que se evalúan ideológicamente como positivas. Este es el caso de la invención penitenciaria concebida en la modernidad; la cárcel se concibió como fábrica donde se transformaba -hipotéticamente- al criminal violento, febril e irreflexivo en sujeto disciplinado y mecánico [Melossi y Pavarini 2010: 190].

Actualmente, las cualificaciones son otras, tanto para el sujeto en prisión como para las justificaciones del tratamiento penitenciario, incluso cuando ambas nociones permanezcan con la relevancia que las caracteriza en la comprensión de la política penitenciaria. Sin embargo, es posible indagar las cualidades del sujeto contemporáneo en el pensamiento del siglo xviii, específicamente desde La monadología de Gottfried W. Leibniz, donde se admite que los individuos pueden coexistir, pero se descarta que puedan transformarse al ponerse en contacto [Laplantine 2010: 78]. Y al contrario de lo que sucede con la noción de individuo, “las cuestiones planteadas por el sujeto conciernen a la relación con los demás […] a las elaboraciones históricas, sociales y culturales de esta relación […]. En las ciencias humanas y sociales no puede hacerse ninguna investigación a partir del individuo; tiene que ser a partir del sujeto o, más bien, de lo que lo constituye: la intersubjetividad” [Laplantine 2010: 81-82]. Las cualidades que se corresponden con la política penitenciaria son claramente las que definen al individuo, es decir, a quien puede coexistir pero no transformarse al contacto con otros individuos. Las razones son tres. La primera es de orden ideológico aun cuando se presenta en su carácter científico. Como se escribió, actualmente en los recintos carcelarios permanece el modelo positivista, la intervención penitenciaria como procedimiento de este modelo puede concentrarse en la expresión baumaniana: Encontrar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas [Bauman 2011: 91]. Se pretende responsabilizar al individuo atribuyéndole cierta agencia en la práctica social, es decir, cierta autonomía en la construcción intersubjetiva del vínculo. Sin embargo, la facultad que se reconoce en el ámbito social se niega simultáneamente cuando interviene el sistema penitenciario a través del tratamiento especializado. En otras palabras, cuando la persona se halla en tratamiento no sólo es observada como un individuo incapaz de instituirse y comprenderse en el contexto intersubjetivo de la sociedad a la que pertenece, sino que cualquier autorreconocimiento debe provenir del conocimiento que -imaginariamente- sustrajo el especialista y que ahora es devuelto en forma de intervención penitenciaria. Desde las concepciones elaboradas en Tecnologías del yo este procedimiento se observa en cómo se obliga al sujeto a descifrarse a sí mismo respecto de aquello que está prohibido [Foucault 1990: 46].

La segunda razón es comprensible en los términos jurídicos que justifican el tratamiento. Parte de la legalidad del ejercicio punitivo depende directamente del modelo que se sigue en la construcción de la responsabilidad penal; básicamente existen dos concepciones al respecto. El derecho penal de autor y el derecho penal de acto. El primero justifica el ejercicio punitivo contra la persona por quién es y el segundo por los actos de esa persona. La política penitenciaria se estructura bajo el supuesto legar de intervenir a la persona por sus actos, en términos jurídicos, hacer cumplir/pagar una pena -ahora denominada medida- para castigar la conducta. En ese sentido Luigi Ferrajoli señala la contradicción que produce intervenir a la persona desde el derecho penal de acto que dice seguir la institución:

Finalmente, referido a la justificación de la pena y de sus modos de ejecución, el principio implica que tampoco la sanción penal debe tener ni contenidos ni fines morales. Del mismo modo que ni la previsión legal ni la aplicación judicial de la pena deben servir ni para sancionar ni para determinar la inmoralidad, así tampoco debe tender su ejecución a la transformación moral del condenado. El estado, que no tiene derecho a forzar a los ciudadanos a no ser malvados, sino sólo a impedir que se dañen entre sí, tampoco tiene derecho a alterar -reeducar, redimir, recuperar, resocializar u otras ideas semejantes- la personalidad de los reos. Y el ciudadano, si bien tiene el deber jurídico de no cometer hechos delictivos, tiene el derecho de ser interiormente malvado y de seguir siendo lo que es. Las penas, consiguientemente, no deben perseguir fines pedagógicos o correccionales, sino que deben consistir en sanciones taxativamente predeterminadas y no agravables con tratamientos diferenciados y personalizados de tipo ético o terapéutico [Ferrajoli 1995: 223-224].

Observamos nuevamente que incluso desde la contradicción jurídica el ejercicio punitivo obliga al sujeto al autorreconocimiento, no desde el carácter intersubjetivo de los vínculos y prácticas sociales, sino desde los fines pedagógicos y correccionales que en teoría9 se practican en los espacios carcelarios, pero que en realidad sólo funcionan para encubrir prácticas degradantes y crueles en contra de las personas encarceladas, como se ha constatado desde la etnografía. En este momento resulta oportuno establecer relaciones analíticas entre las descripciones realizadas en la primera parte del artículo -y obtenidas a través de la observación participante- con las descripciones realizadas por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, con el propósito de observar aquello que mencionamos como prácticas sistemáticas y no excepcionales, diferenciables sólo por su grado en el ejercicio de la violencia pero que comparten la misma estructura para la transgresión de los jóvenes, específicamente por medio de prácticas dirigidas a vulnerar al sujeto en su intimidad, en su cuerpo y en los significados que cada joven le atribuye:

[…] primero nos acostaron con ropa, ya después ya nos sacaron a uno por uno y pegándonos y este, y nos tiraron al piso y nos dijeron que nos encueráramos completamente, ya estábamos ahí encuerados uno atrás de otro y este, pus ya después ya nos dijeron que nos metiéramos y nos seguían pegando, ya después ya se fueron y llegó la señorita Raquel [directora general] y los de Derechos Humanos -Ok. ¿Dónde les dieron los toques? -En el cuello, -¿Cuántos?, -pus, nomás uno [CDHDF 2014: 13-14].

Resulta significativa la concepción de los jóvenes sobre el ejercicio de la violencia. Como se dijo, los grados son el medio que permite diferenciar la contundencia de la fuerza destructiva que hacia ellos se dirige, aquí la gravedad de las lesiones concebida en grados -siempre nocivos- permiten interpretar como inevitable la agresión, incluso, construir cierta apariencia aritmética donde el golpe, la patada, el tolete, el gas, el toque eléctrico, la injuria, son cuantificables. Leamos otro testimonio en el mismo sentido:

A mi pus solamente me gasearon la cara y no me hicieron nada y ya hasta que nos ubicaron, estábamos ubicados en nuestra sección, en el momento de la revisión sí nos sacaron golpeándonos, a mi me golpearon las costillas cuando estaba tirado en el piso y me dieron un toletazo en la pierna derecha y este, nada más, fue lo único que me hicieron y a varios de mis compañeros pues sí les pegaron más fuerte, yo fui afortunado de salir, de salir librado, nada más fueron los golpes en las costillas y el toletazo en la pierna derecha [CDHDF 2014: 39].

Para cerrar con la segunda razón que, como ya fue apuntado, es comprensible en los términos jurídicos que justifican el tratamiento especializado, es pertinente reflexionar sobre el ejercicio punitivo en términos del derecho penal de acto o de autor, esto es, si el castigo infligido es a causa del delito o por la persona que transgredió la ley. Los datos etnográficos y documentales indican que siempre se castiga a la persona, es decir, se utilizan los fundamentos del derecho penal de acto para justificar las funciones declaradas de la reintegración social, pero se castiga por quien se es, se castiga al autor, sin embargo este castigo se produce desposeyendo al sujeto de su condición humana: deja de mirársele como semejante, escribe Lyotard. Concluyamos esta parte con el testimonio de otro joven que describe el ejercicio punitivo y sus estrategias:

Empezaron a entrar los guías, los negros, los tácticos y empezó a haber mucho mucho conflicto porque empezaron a aventar gas y a someter a la mayoría de los compañeros (…) -¿Y a ti que te hicieron? -¿A mi? Pus nada más me golpearon. -¿Dónde? -En… pus en todo el cuerpo, patadas y golpes con el puño y pus uno que otro toletazo también, pisotones en la cabeza y en la espalda. -¿Y cómo estabas? -Boca abajo en el piso. -¿Con ropa o sin ropa? -Sin ropa… [CDHDF 2014: 22].

Finalmente, la tercera razón se advierte en la estructura de la propia política penitenciaria. Según Waller, las políticas públicas para acabar con la delincuencia nos cuestan más impuestos, pues en todos los niveles de gobierno se contratan más policías, más trabajo para los abogados y hay más gastos en las prisiones. Son políticas y programas de despilfarro que poco previenen y disuaden la delincuencia, menos aún la rehabilitación de los transgresores [Waller 2007: 29]. Incluso cuando los resultados de las políticas públicas penitenciarias efectivamente son adversos para los fines declarados, poco se reflexiona sobre la ineficacia e ineficiencia de estas políticas y su relación con las secuelas concretas sobre la vida y -los cuerpos- de las personas. Sin duda, las prácticas intracarcelarias descritas jurídicamente en el marco de los tratos crueles, inhumanos y degradantes significan el quebranto de cualquier política pública, particularmente si estas prácticas se observan en el ámbito del sistema penitenciario. Sin embargo, siguiendo la propuesta de análisis de Stanley Cohen citada párrafos arriba, se puede afirmar que los resultados irrefutables de las investigaciones empíricas que demuestran la ineficacia del modelo resocializante nunca se consideran en el daño concreto que producen sobre las personas, al contrario, la pena -medida- que supuestamente se cumple a través del tratamiento especializado se interpreta como un proceso -siempre inacabado- de humanización del sistema penal, cuando en realidad se trata de una distinta economía política del sufrimiento legal que garantiza el orden social [Pavarini 1995: 159]. Por otro lado, actualmente la política se considera como un proyecto donde las relaciones sociales y las estructuras económicas existentes siempre son sometidas a redefiniciones y revisiones; siempre son tomadas como contingentes: reales, pero no necesarias [Baratta 2007: 8]. En conjunto, el siempre inacabado proceso de humanización o dulcificación10 de las penas, así como la concepción de la política como proyecto que limita las relaciones sociales -y por tanto, al sujeto- a cuestiones de carácter contingente, no sólo significa el desplazamiento y consecuente silenciamiento de la palabra del sujeto, pues simultáneamente se privilegian procedimientos y estrategias políticas con base en normas jurídicas que, a su vez, encuentran su fundamento en el ejercicio del modelo positivista que por definición elimina o evita cualquier análisis sobre la construcción social de la normas penales y sus derivaciones específicas en las relaciones y las prácticas sociales de los sujetos. Por ello, escribe Antonio Beristain, conviene reflexionar sobre las tendencias de la política criminal y preguntarse si ésta debe procurar un desarrollo de comportamientos estratégico-técnicos o preferir el desarrollo de comportamientos simbólicos y comunicativos, esto es, cuidar la dimensión humana e interpersonal en las relaciones sociales [Beristain 1991: 116-117]. Centrar la política en la dimensión intersubjetiva del sujeto no sólo reconoce su carácter sociocultural e histórico, también transforma de inicio las concepciones acerca del castigo y su correspondencia con los vínculos sociales, de la misma manera que supone un cambio en la relación sujeto-Estado-sociedad, concretamente en los límites al poder punitivo estatal y, simultáneamente, en la multiplicación de las posibilidades para la resolución de conflictos sin la intervención de las instituciones estatales, específicamente aquéllas ligadas al encierro.

Reflexiones finales

En general, las políticas públicas son comprensibles por las concepciones producidas en relación al sujeto, la sociedad y el Estado. La política penitenciaria, en particular, emplea las nociones de infracción (delito), medida (pena), tratamiento especializado y reintegración social. Sin embargo, la principal construcción social de esta política es la de comunidades para adolescentes en conflicto con la ley (penal). En esta expresión está contenida la ideología de la política penitenciaria y de las instituciones que siguen sus métodos y estrategias. Como pudo observase, la idea de comunidad en el ámbito penitenciario no es novedosa y menos ha demostrado eficacia ni eficiencia en los resultados. Pero funcionó -y ahora también lo hace- como vehículo en los movimientos desestructuradores que significaron el fortalecimiento del poder punitivo estatal. Si bien antes de los movimientos desestructuradores la “desviación” se localizaba -según el modelo positivista- en el individuo, ahora con la noción de comunidad la desviación no se limita al individuo pues se traslada también al vínculo social. La conceptualización de adolescente a partir de la noción de individuo trae diferentes derivaciones respecto de la política penitenciaria. Por un lado, el fuerte lazo que une la concepción de adolescente con ciertas teorías psicológicas promueve la idea de un sujeto social incompleto en vías de consolidarse en la adultez mediante cualidades adquiridas en los ámbitos familiar, académico y laboral, fundamentalmente. Por otro lado, estas cualidades sólo son realizables en un contexto económico, sociocultural e histórico donde la sociedad y los vínculos sociales no se hallen fragmentados, donde haya correspondencia entre la realidad social y la política pública que actúa en esa realidad. Se sabe que las estrategias desarrolladas por la institución penitenciaria obedecen a los principios del modelo positivista que de ninguna manera observan en la norma penal una construcción social con determinados intereses de grupo o de clase social, se pretende un ejercicio neutro de la fuerza punitiva respaldado con la idea de una sociedad consensual donde los valores, los medios y los fines se comparten por todos los individuos. Si en el momento histórico de origen esta idea de sociedad tampoco correspondió con la realidad, en la actualidad prácticamente no existe oportunidad donde la idea de sociedad de consenso nos permita interpretar la realidad, menos fundamentar alguna intervención punitiva desde esas bases.

La historia de la concepción de la pena no es diferente, principalmente cuando no existe un acuerdo mínimo acerca de qué es y para qué sirve, como lo recuerda Zaffaroni [1993]. Ésta es la real función de la política de reintegración, conformar un modelo de intervención por medio de ideas y conceptos que describen una realidad inexistente en los recintos carcelarios. Si la función declarada de la política penitenciaria es la reintegración del adolescente por medio de tratamientos especializados, en realidad se castiga a los sujetos sociales por quienes son y no por los comportamientos que los condujeron a prisión. Los castigos que se practican en contra de los sujetos no tienen relación con la medida declarada, sin embargo soló son posibles a través de la política que expresa sus funciones en términos de la reintegración. Es importante diferenciar el ámbito de análisis relacionado con los fundamentos teórico-jurídicos de la función de la pena y el análisis de las prácticas sociales que se producen en el contexto carcelario, pues como pudo observarse, aun cuando ambos se hallan íntimamente relacionados en la política penitenciaria dirigida a la reintegración, el silenciamiento del sujeto no sólo se origina y reproduce mediante los documentos que los técnicos especialistas elaboran, sino mediante la negación de las prácticas violentas -actos de tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes- y la imposibilidad de los sujetos sociales de transformarse en autores y narradores de sí mismos y de su realidad social. De manera tal que si es viable y necesaria la investigación social dirigida a grupos vulnerados en su condición humana, habrá que comenzar por terminar con el silenciamiento que produce la política que sigue el sistema penitenciario y, en muchas ocasiones, también los propios conceptos o categorías aplicadas desde la ciencia social.

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1 Por cuestiones éticas y jurídicas los nombres de las personas se han cambiado. En todos los casos se cuenta con el audio de las entrevistas concedidas y con el permiso para publicarse. Siempre que sea el caso, los documentos de instituciones públicas que hacen alusión a las comunidades están acompañados de sus respectivas referencias bibliográficas.

2Aquí se prefiere la expresión desestructuración.

3Entrevista realizada en abril de 2013.

4La transcripción de este documento se produjo en marzo de 2011.

5Entrevista realizada en abril de 2013.

6Entrevista realizada en junio de 2014.

7Actualmente, parte de las políticas públicas está centrada en los cambios de denominaciones tanto en los nombres de las instituciones —por ejemplo, de tutelar a comunidad— así como en las nomenclaturas específicas de las prácticas institucionales, éste es el caso de pena transformada en medida, de delincuente a adolescente en conflicto con la ley, incluso ha cambiado el nombre de los custodios, ahora se les reconoce como guías técnicos.

8Emilio García advierte que la “palabra garantista, de dudosa existencia en la lengua castellana, remite claramente a una vertiente importante de la cultura jurídica italiana. Se designa con ella al respeto consecuente de los principios fundamentales de Derecho (penal) liberal moderno” [García Méndez 2007].

9Las prácticas constatadas en las comunidades para adolescentes han sido señaladas por el ejercicio de tratos crueles, inhumanos y degradantes, así como por actos de tortura [CDHDF 2012]. Si bien los señalamientos son de carácter descriptivo —no explicativo o teórico— permiten situar la condición estructural de dichos tratos al reconocerse como prácticas generalizadas antes que excepcionales.

10Expresión contenida en la obra Tratado de los delitos y de las penas, escrita por César Bonesano, marqués de Beccaria y editada por primera ocasión en el año 1764.

Recibido: 18 de Agosto de 2016; Aprobado: 13 de Diciembre de 2016

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