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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.69 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Dossier

Buscando la antropología médica: desde Rosario, Argentina, a la Ciudad de México

Searching for Medical Anthropology: from Rosario, Argentina, to Mexico City

Diana Laura Reartes*  1 

1Instituto de Pensamiento y Cultura en América Latina (IPECAL)


Resumen:

Este artículo da cuenta de los diálogos disciplinarios que entablé desde mi llegada a México en 1995 con la intención de estudiar un posgrado en Antropología Social. La invitación a reflexionar sobre qué me aportó la antropología mexicana en mi formación fue un estímulo para poner en juego recuerdos y muchos momentos importantes de mi trayectoria académica. He tratado de establecer cómo fui amalgamando cierto posicionamiento y colocación desde diferentes campos como el de la antropología médica, la perspectiva de género y el enfoque de salud reproductiva en el estudio de procesos de salud/enfermedad/atención (s/e/a).

Palabras clave : Antropología rosarina; antropología mexicana; antropología médica; salud sexual y reproductiva; trayectoria académica

Abstract:

This article provides an account of the disciplinary dialogues which I began as of my arrival in Mexico, in 1995, with the intention of studying a postgraduate course in Social Anthropology. The invitation to reflect on what Mexican anthropology contributed for me in my training was an encouragement to put into play memories and many important moments of my academic career. I have tried to establish how I was amalgamating a certain positioning and placement from a variety of anthropological fields, including medical, the gender perspective, and the reproductive health approach in the study of health/disease/care processes (h-d-c).

Keywords: Anthropology in Rosario; Mexican anthropology; medical anthropology; sexual and reproductive health; academic trajectory

In memoria

Prof. Edgardo Garbulsky y Victoria Ferrarons

Para Elena Achilli

Intereses y Búsqueda

Me titulé como antropóloga social en la Escuela de Antropología de la Facultad de Humanidades y Artes, perteneciente a la Universidad Nacional de Rosario (UNR), en Argentina.1 Eran finales de 1993 y quienes llegábamos a esa institución, de nuestro proceso formativo, teníamos varios caminos: buscar trabajo como antropólogos, continuar o iniciar una labor docente en la escuela o en otra organización educativa, proseguir estudios de posgrado en el país o en el exterior.

Para quienes nos inclinábamos por la última opción, el destino más usual era Brasil, tanto por la cercanía geográfica con Argentina como por los lazos que se habían establecido entre ambas academias, producto de que muchos antropólogos argentinos se habían exilado en este país en la última dictadura militar (1976-1983). México, que también fue un país que acogió a muchos antropólogos en este periodo, era otro de los lugares elegidos.

Mi gusto por la investigación me llevó a desempeñarme como Auxiliar de 1ª en la materia Seminario Final de Carrera (orientación sociocultural), cuyo titular era el profesor Edgardo Garbulsky y a iniciar la maestría en Estudios de Género, que se dictaba en la misma facultad.

A lo largo de la carrera se gestó, en mí, un núcleo de interés que podría denominarse como el campo de la salud de las mujeres. Años atrás, había participado en un proyecto desarrollado por el Centro Rosario de Estudios en Ciencias Sociales (CRICSO), liderado por Habychain y Bonaparte, ambos pioneros en los estudios de género, sobre el “embarazo no planeado”, realizando entrevistas en el Hospital Centenario de Rosario. Éste fue uno de mis primeros ejercicios de investigación.

Algún seminario optativo y mi propia búsqueda, me había acercado a autores fundamentales de la antropología médica, entre los que destaco a Iván Illich, Giovanni Berlinguer, Michel Foucault, Eduardo Menéndez, Asa Cristina Laurel, Mabel Grimberg, así como algunos pensadores críticos de la medicina social latinoamericana. En este tiempo, la figura de la profesora Marta Schapira fue fundamental para aproximarme a esta bibliografía, siendo ella quien fuera mi directora de tesis de licenciatura.

Por ese tiempo, leía mucho la revista Cuadernos Médico Sociales editada por el Centro de Estudios Sociales y Sanitarios y la Asociación Médica de Rosario, que publicaban valiosísimos artículos sobre distintas problemáticas sociosanitarias locales y latinoamericanas. La crítica a la biomedicina a través de sus procesos de expansión creciente mediante la medicalización, control de la vida cotidiana e iatrogenia eran los asuntos que la lectura, de estos pensadores, nos traía a la reflexión, analizados bajo la lente del marxismo, el marxismo gramsciano y el estructuralismo. También surgía como relevante el estudio de las determinaciones socioculturales, políticas, ideológicas y económicas en los procesos de morbimortalidad de las poblaciones y las limitaciones de la epidemiología clásica para dar cuenta de estos fenómenos y las potencialidades de una epidemiología sociocultural [Menéndez 1990a; 2008; Almeida-Filho 1992].

Con estos intereses incipientes, decidí continuar mi formación de posgrado en el exterior por la ausencia de programas específicos en antropología en Argentina, que recién comenzaron a constituirse en el 2000. Otras de las razones de mi elección por México era el deseo de especializarme en el área de la antropología médica y el enfoque crítico del doctor Menéndez, quien, desde 1976, se había exilado en este país y ya era reconocido como una de las figuras más influyentes en este campo, tanto en el ámbito nacional como internacional.

Fue así como contacté a Menéndez, a principios de 1995, comentándole mi proyecto de trasladarme a México. Meses después abrió la maestría en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), institución donde Menéndez trabaja, y fui aceptada en su programa.

La Antropología que aprendí en Rosario en la década de los años ochenta

Ingresé a la carrera en 1984, año después en que la Argentina volvió a la democracia. En ese año se creó la Escuela de Antropología reabriéndose la carrera de Antropología en la Facultad de Humanidades y Artes (UNR), luego de haber estado cerrada durante los oscuros años de la dictadura militar:

Desde 1975 hasta 1983 la antropología social estuvo ausente de los programas universitarios y del debate académico. Identificados con la ‘subversión política’ y los consabidos riesgos, los antropólogos sociales no tenían acceso ni a cargos de investigadores y docentes, ni a subsidios ni a espacios de publicación en revistas especializadas [Guber 2003: 177].

Esta situación fue común a todas las carreras donde se impartía antropología, a excepción de la Universidad Nacional de Misiones que, por diversos motivos, mantuvo su presencia en el periodo en que se prescribió dramáticamente a profesores y alumnos. Con el correr de los años nos fuimos enterando de los innumerables casos de docentes y estudiantes, encarcelados, amenazados, desaparecidos, muertos, exilados dentro o fuera del país. Muchos de ellos volvían a las aulas, deseosos de recuperar espacios, lazos e historias y considero que esta historia del horror, también de nuevos proyectos, nos acompañó por lo menos a quienes conformamos las primeras generaciones de estudiantes que ingresábamos a la carrera.

En Rosario, la carrera se reabría gracias a las gestiones que desde tiempo atrás venía haciendo la Asociación de Antropólogos de Rosario, institución que había agrupado a las y los profesionales otorgando cierta identidad, por fuera de la universidad durante la dictadura (Garbulsky 2000a). Durante los primeros años de la reapertura las cohortes estuvieron constituidas por pocos estudiantes, donde todos nos conocíamos. Parte de la identidad de los estudiantes de aquel entonces estaba dada por la adscripción a alguna agrupación política y por la orientación que íbamos eligiendo: social, arqueología o lingüística.

La antropología rosarina se rearmaba con muchas carencias para conformar el plantel docente, debido a la insuficiente provisión de cargos, para acceder a bibliografía actualizada, sobre todo para reformularse y adaptarse a la nueva realidad democrática.

El primer plan de estudios (’85) con el que me formé, contemplaba un primer año común (a las carreras que se dictaban en la Facultad de Humanidades y Artes) que comprendía: cinco problemáticas (antropológica, histórica, psicológica, del saber y del texto); un ciclo de formación compuesto de 14 asignaturas que incluía: un área teórica, un área metodológica, un área de etnolingüística, un área de arqueología y un área de bioantropología y evolución. A partir del 4º año, el alumno (a) debía optar por una de las tres orientaciones: Antropología sociocultural, Arqueología y Etnolingúistica. Cada una de estas orientaciones comprendía: 10 asignaturas comunes, una metodología y un seminario final de carrera.

La formación incluía una “orientación teórico-metodológico, con énfasis en los conocimientos vinculados al desarrollo de las corrientes teóricas fundamentales de la antropología y otra, de orden metodológico-práctico, vinculada a la tarea de investigación, orientada al trabajo de campo” [UNR 1991].

Dos son los aspectos que sobresalen en este curriculum: por una parte, una enseñanza integral de la antropología “considerando al hombre como una unidad, en su relación con la naturaleza y con las construcciones socioculturales” [UNR 1991] y por la otra, la necesidad de la recuperación de los aportes de otras disciplinas como la historia social latinoamericana y de otras corrientes del pensamiento latinoamericano y argentino para abordar problemáticas nacionales, para ir configurando una determinada orientación crítica que distingue a la antropología rosarina, de la de Buenos Aires o de La Plata [Achilli 2016].

Fue así como, junto con las teorías antropológicas clásicas emanadas de los países centrales, leíamos autores como: Bolívar, Sarmiento, Martí, Ingenieros, Mariátegui, Scalabrini Ortiz, Jauretche, Aníbal Ponce, entre otros.

Es decir, que la formación que ofrecía la carrera, en esos primeros años, se caracterizaba por: “un sentido social y humanístico” [UNR 1991]; una vocación latinoamericana y un claro posicionamiento políticoideológico en cuanto al papel de la antropología en tanto ciencia social, en el sentido de que su quehacer debía tender a “impugnar el sometimiento de estructuras sociales opresivas de dominación o dependencia. El desarrollo de la antropología debe comprometerse a la superación de toda opresión social, política, económica y científica” [UNR 1991].

Esta colocación disciplinaria remitía a la postura que la antropología social había elaborado en la década de los años 70 como “una orientación comprometida con la transformación social, el destino de los pueblos, los sectores populares y los oprimidos” [Bartolomé 2007: 10].

Claramente, esa antropología era heredera de lo que Jimeno [2005] denomina “vocación crítica de la antropología latinoamericana”. Para la autora, la mayoría de las antropologías nacionales latinoamericanas se consolidan (entre las décadas de los años 60 y 70) a partir del debate sobre la comprensión del lugar del indio y del campesino dentro del Estado-nación. Desde su punto de vista, tanto la antropología mexicana como la brasilera establecen este diálogo crítico entre el indigenismo y la producción antropológica, generando conceptos tales como: etnocidio, transfiguración étnica, contacto interétnico, colonialismo interno, situación colonial.

De ahí nuestro contacto con la producción antropológica latinoamericana y de forma particular con la mexicana y la brasileña. Conocimos su posicionamiento crítico contra la opresión de las poblaciones indígenas latinoamericanas a partir de la Declaración de Barbados, así como de algunos de sus textos fundamentales [Bonfil 1970, 1972, 1987, 1988; Ribeiro 1971, 1978; Warman 1980; Stavenhagen 1969].

La problemática de la política indigenista en América Latina, fundamentalmente desde la experiencia de México, Perú y Brasil, implicó el acercamiento a la producción académica generada en la década de los años 70, en estos países y el papel genocida, etnocida o acultural del Estado. Como menciona Jimeno, los contenidos críticos de esa “nueva antropología” circularon rápidamente por toda América Latina de habla hispana y permitieron pensar el lugar de los pueblos indios y campesinos en las sociedades nacionales latinoamericanas. Esto fue así, porque en los años 70 y 80 el indigenismo fue la fuente privilegiada de la antropología latinoamericana y se constituyó en el constructo cultural que elaboró esta antropología, para hablar sobre otredad y mismidad en el contexto de la etnicidad y la nacionalidad [Jimeno 2005: 61].

Es necesario señalar que la presencia de esta orientación en mi formación se debía a la adhesión de este posicionamiento teórico-político e ideológico de un conjunto de docentes en los que tuvo una fuerte impronta el pensamiento del profesor Edgardo Garbulsky.

Garbulsky fue uno de los primeros egresados de la carrera en Rosario y se caracterizó por el desarrollo de un “pensamiento y acción crítico y emancipador” que privilegiaba siempre “la responsabilidad y compromiso intelectual y profesional del antropólogo frente a los procesos sociales y los derechos humanos” [Garbulsky 2007].

Tal como es reconocido por Achilli [2016] Garbulsky se fue constituyendo en un articulador intelectual de las distintas generaciones de antropólogos sociales que se suceden desde la apertura de la carrera hasta su deceso en el 2007, dedicando su labor docente e investigativa a historizar la antropología en Argentina y particularmente en Rosario.2

Otra característica distintiva de la antropología rosarina era conjuntar las dimensiones del pasado y del presente para un mejor análisis de problemáticas contemporáneas de grupos rurales y/o indígenas por lo que, junto con la producción latinoamericana, teníamos materias como: Historia de la América Precolombina y Arqueología americana y argentina, que nos acercaron a los aportes de la arqueología al estudio de las grandes culturas mesoamericanas y andinas.

Por el lado del modo en que aprendí a “hacer” antropología, a investigar desde un cierto enfoque/posicionamiento, destaco la figura e influencia de la doctora Achilli, quien impartía clases de Metodología del área sociocultural. Este enfoque considera a los procesos investigativos como “esfuerzos por relacionar distintas dimensiones de una problemática analizando los procesos que se generan en sus interdependencias y relaciones históricas contextuales” [2016].

Desde un pensamiento que recupera la tradición crítica, de las ciencias sociales, e influida por ciertas aproximaciones fenomenológicas y marxistas, Achilli considera que:

[…] este ´enfoque antropológico’ estaría conformado por determinados núcleos problemáticos, a saber: a) el interés por la cotidianeidad social; b) la recuperación de los sujetos sociales, sus representaciones y construcciones de sentido y c) la dialéctica entre el trabajo de campo y el trabajo conceptual. Destaca la necesidad de generar conocimientos acerca de cómo son los procesos sociales sino también por qué se configuran de determinado modo [Achilli 2016: 10].

En síntesis, la carrera de Rosario y similar a lo que acontecía con otros programas, la antropología social que se instauró a partir de 1984 en las universidades nacionales se fue reconstruyendo y caracterizándose por:

[…] el regreso de un puñado de profesores exilados y la visita temporaria de otros que ya no volvieron a la academia argentina, el pujante desarrollo de nuevos centros académicos en América Latina (Brasil y México), los nuevos debates teóricos en la Argentina, América Latina y las metrópolis académicas posteriores a la caída del muro de Berlín; el requerimiento de la educación de postgrado para la carrera académica; la consiguiente realización de postgrados en el exterior (Brasil, México, EEUU, Francia e Inglaterra) y quizás, dando cuenta de todo este movimiento, la reproducción y renovación socioantropológica dentro de parámetros institucionales no sujetos como hasta entonces, por exclusiones e inclusiones motivadas en intervenciones y cambios de mano de inspiración ideológico-política” [Bartolomé 2007: 10].

La Antropología con la que me encontré en México

Mi formación antropológica en México se desarrolla a partir de mi ingreso en 1995, al programa de maestría en Antropología Social y luego, al doctorado en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología social (CIESAS)3 en la línea de especialización en Antropología médica.4 Ambos programas de posgrado son presenciales y contemplan un balance entre formación general y campo de especialización. Se trata de una formación que privilegia el trabajo de campo (cuatro meses en el caso de maestría y 12 meses en el caso del doctorado), fundamentalmente en México.

En esta institución formativa, continué y profundicé en las teorías y debates antropológicos y sociológicos contemporáneos así que me fui especializando en la antropología médica, especialidad que surge de la reorganización en un nuevo campo de temas antiguos de la disciplina, cuyos ejes son: la relación entre lo cultural y lo biológico, entre lo normal y lo patológico, lo anormal y lo normal, las necesidades en salud, los mecanismos y modelos de atención, las representaciones colectivas de la enfermedad y la curación, y sus significaciones, la cultura como parte de la causalidad de los padecimientos, entre otros [Menéndez 1991a, 1991b y 1997b].

A medida que me iba adentrando en las lecturas de los primeros cursos de la especialidad, me di cuenta de que la antropología médica mexicana era un campo amplio y consolidado con muy distintas orientaciones teóricas, metodológicas y prácticas, con campos temáticos bien definidos, sobre todo, con profesionales insertos en la academia, en el sector salud y en organizaciones sociales [Campos 1992].

Desde la década de los años 50 y hasta los 70, la antropología médica formó parte del proyecto del Estado mexicano posrevolucionario cuya misión fue integrar a la población indígena al Estado-nación. Aguirre Beltrán, considerado el padre de la antropología médica mexicana, creó en 1951 el Centro Coordinador Indigenista de la zona tzeltal-tzotzil en Chipas, centro pionero en la provisión de atención médica a los pueblos indígenas [Aguirre 1986 y 1994].

Este periodo fue muy rico en investigaciones académicas, muchas de ellas realizadas por antropólogos norteamericanos (funcionalistas y culturalistas) en distintas regiones indígenas del país, que sin duda influencian en gran medida a la antropología mexicana.

Si bien gran parte del interés de la antropología médica mexicana, particularmente en sus inicios, estuvo en el estudio de la denominada medicina tradicional, a mediados de los años 70 se da una diversificación de las temáticas y orientaciones teóricas que renuevan y consolidan este campo de estudio hacia los años 80. Tal es el caso de los aportes de Menéndez y su estudio de los procesos de salud/enfermedad/atención por medio de las relaciones de hegemonía y subalternidad que se dan entre los modelos médicos a partir de la problemática de las adicciones, específicamente del alcoholismo [Menéndez 1990b, 1991a y 1992; Menéndez y Di Pardo 1996; Freyermuth y Sesia 2006: 13].

En el ámbito de lo que podríamos denominar “lo metodológico” los aportes de este autor se dirigen a construir una determinada perspectiva de acercamiento al sujeto/objeto de estudio, denominado “enfoque relacional que busca dar cuenta de “las experiencias, tácticas, estrategias de (los) sujetos (las que) no pueden ser realmente entendidas si no son referidas a las relaciones con los otros sujetos con los cuales el actor está interaccionando” [Menéndez 2010: 295]. En otras palabras, se busca documentar la heterogeneidad intrínseca a todos los conjuntos sociales que forman parte de las sociedades actuales, los que se constituyen con base en las desigualdades socioeconómicas y socioculturales, generando distinciones “en términos de estrato social, de género, de etnicidad, de edad, religión o de enfermedad” [Menéndez 2010: 294].

A partir de los años 90, la antropología médica comienza a incorporar la perspectiva de género en distintos problemas de la salud. En una primera etapa, esta recuperación estuvo restringida al conocimiento de la salud femenina, a posteriori, incorporada para explicar y comprender cómo se ve afectada también la salud masculina por la construcción social de los géneros. Tal perspectiva no sólo posibilita explicar cómo los procesos de s/e/a son distintos entre las mujeres y los hombres, sino también entre las propias mujeres y los varones, según sean las condiciones socioculturales, políticas, económicas e ideológicas en las que se encuentren. Según Helman [1990] la división de la sociedad en dos culturas de género es uno de los elementos básicos de la estructura social y una parte importante del sistema simbólico de la sociedad. Las culturas de género pueden, dependiendo del contexto, proteger o no la salud de los individuos, en tanto las creencias y comportamientos característicos de una determinada cultura de género, también contribuyen a causar, presentar y reconocer las distintas formas de enfermar.

Szasz añade que las condiciones materiales de existencia como las desigualdades de género definen las percepciones que varones y mujeres tienen sobre sus necesidades en salud y las prioridades que establecen al respecto. Las desigualdades de género se articulan con dimensiones que introducen diferencias importantes como son: la clase social, la etnia, la generación de pertenencia, la etapa en la trayectoria de vida, la escolaridad, la posición en la familia y la presencia o ausencia de redes sociales y familiares [1999: 118].

Courtenay [2000] considera que varones y mujeres son agentes activos en la construcción y reconstrucción de las normas dominantes de masculinidad y femineidad y que en esa actividad una variedad de fuentes, entre las que se encuentran las creencias y comportamientos relacionados con la s/e/a, son utilizadas para construir y demostrar género. De este modo, un conjunto de comportamientos y creencias pueden ser usados por los varones para demostrar su masculinidad y reforzando creencias culturales acerca de que los primeros son más fuertes y menos vulnerables que las mujeres, que sus cuerpos son más eficientes y superiores que el de aquéllas y que la búsqueda de ayuda y cuidado a la salud es una conducta típicamente femenina. El estar enfermo puede reducir el estatus del varón en las jerarquías masculinas, hacer perder su poder en relación con las mujeres o poner en juego sus propias dudas acerca de la masculinidad. El sistema de salud ha contribuido a construir a los hombres como saludables y a las mujeres como el género enfermo, llevando a un doble proceso de patologización de la salud femenina y de desestimación de los problemas de salud masculinos [Lara y Salgado 1994, Castro y Bronfman 1998, Chodorow 1984 citados por Szasz 1999: 112].

Un aspecto que se vincula con los procesos de s/e/a tiene que ver con las normas de comportamiento sexual establecidas por las culturas de género. Dixon-Mueller [1993] propone que los intercambios sexuales desiguales entre varones y mujeres están basados en percepciones de necesidades eróticas diferentes y en normas divergentes de moral sexual para cada género, lo que conlleva al establecimiento de riesgos diferenciales de infectarse de alguna infección de transmisión sexual o embarazarse confrontando estos riesgos con los de infidelidad de la pareja, abandono o violencia [Szasz 1999: 114].

El enfoque de la salud reproductiva

Cuando inicié mis estudios de maestría en el CIESAS, al mismo tiempo me vinculé al entonces Programa Salud Reproductiva y Sociedad de El Colegio de México a.c.5 cuyo objetivo era promover la investigación en el campo de la salud reproductiva desde la perspectiva de las ciencias sociales.

En los años 90, este campo, que históricamente había estado vinculado con la salud materno-infantil, comenzó a incorporar una visión más amplia que postulaba que:

a) La reproducción humana no es un hecho sólo biológico, sino también social y cultural; b) la sexualidad y la reproducción se encuentran inmersas en estructuras y redes de relaciones sociales; c) las prácticas reproductivas y sexuales no son ajenas a la distribución de recursos y modalidades de ejercicio del poder; d) los comportamientos reproductivos, sexuales y de cuidado de la salud son conductas socialmente estructuradas dotadas de significado; e) diversas instituciones sociales contribuyen a moldear los comportamientos reproductivos y sexuales de individuos, familias y grupos sociales, y f) los actores sociales no son meros receptores de reglas, normas, etc., también las “interpretan” y reaccionan de manera diversa a ellas [Salles y Tuirán 2001: 99-100].

Estos presupuestos muestran la influencia teórica de los planteamientos del construccionismo social y el interaccionismo simbólico. Ambos andamiajes teóricos enfatizan el papel de los sujetos sociales como productos y productores de la vida social, así como el carácter interpretativo de las interacciones sociales [2001: 19]. Por el lado de las instituciones sociales, éstas son concebidas como instancias estructuradoras de comportamientos y actitudes de grupos e individuos también estructuradas por las acciones desplegadas por estos últimos [Stern y Yáñez 2001: 23]. Es decir, que se pone en debate la relación dialéctica entre sujetos y estructura y el papel de agencia de los primeros, así como el papel “relativo” de las instituciones.

El enfoque de salud reproductiva, como paradigma teórico conceptual y enfoque instrumental y operativo, posibilitó una nueva y enriquecedora vinculación entre la investigación y la intervención, por lo tanto, los resultados derivados de las investigaciones sociales generadas con este enfoque comenzaron a aportar elementos sustantivos para fundamentar acciones programáticas de los gobiernos y de la sociedad civil en el ámbito de la reproducción, la sexualidad y la salud, para evaluar el impacto de las mismas y proponer redefiniciones y reorientaciones [Lerner y Szasz 2003: 318-320].

El acercamiento a las actividades académicas generadas por este programa me posibilitó observar un modo interdisciplinario de hacer investigación social en salud en tanto se nutría de los aportes de la sociología, la sociodemografía, la antropología y abordaba los procesos desde lo cualitativo y lo cuantitativo.6 Durante casi 10 años colaboré en varios proyectos conducidos por el doctor Stern, vinculados con la salud reproductiva de adolescentes y jóvenes, cuyos aportes pueden sintetizarse en las siguientes dimensiones:

  1. El denominado “problema del embarazo adolescente”. En esta dimensión las investigaciones permitieron “deconstruir el estereotipo del embarazo en la adolescencia surgido en los países desarrollados” que poco se asemeja a la forma en que se dan y resuelven los embarazos en contextos como el de México [Stern 2012; Lerner y Szasz 2003: 48].

  2. El peso de “las construcciones socioculturales sobre las identidades de género, la formación de parejas y la maternidad que dificultan el uso de anticonceptivos entre las jóvenes solteras” [Lerner y Szasz 2003].

  3. Las dificultades y obstáculos en el uso del condón [Stern y Reartes 2012].

  4. Las políticas y programas de salud para jóvenes, resaltando la inadecuación para atender las principales necesidades que tienen las y los jóvenes dependiendo de los contextos en que viven y transcurren sus proyectos de vida [Stern y Reartes 2001].

A posteriori, durante el periodo 2005 hasta 2007, realicé una estancia postdoctoral en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales (CEDUA) de la misma institución, bajo la dirección del doctor Echarri Cánovas, participando en una investigación que trató de identificar los obstáculos económicos, sociales e institucionales que conforman una distancia entre las necesidades de salud reproductiva de mujeres, varones y adolescentes y el ofrecimiento de servicios de salud (públicos y privados) en contextos marginales y pobres de la Ciudad de México [Echarri 2008; Echarri y Reartes 2006].

A lo largo de mi trayectoria he ido retomando estos planteamientos teóricos en mis intereses de investigación, en el dictado de cursos, así como en mi acompañamiento en direcciones de tesis con el cometido de entender determinados problemas de salud sexual y reproductiva que afectan diferencialmente a mujeres y varones.

A modo de cierre

Si algo podría caracterizarme como antropóloga es haber iniciado mi formación en un espacio escolar donde el campo disciplinario aparecía discontinuo y fragmentado por los golpes militares del 66 y el 76, que impidió una continuidad en la producción disciplinaria, así como en la interacción entre distintas generaciones; esto fue conformando a la escuela de antropología de Rosario como un espacio configurado de “fragmentos generacionales con débiles hilos de articulación e intercambios” pero que se construye siguiendo una tradición vinculada a un pensamiento crítico [Achilli 2016].

Mi contacto con la antropología mexicana me hizo reconocer una disciplina que, con crisis importantes, aparecía con una larga y consistente trayectoria y muy vinculada al Estado. En cuanto a los procesos de formación de recursos humanos, existía ya una tradición de posgrados en distintas instituciones nacionales que alentaban el ingreso y permanencia de su alumnado con becas otorgadas por el CONACYT y que favorecían el trabajo de campo como fundamento para la generación del conocimiento antropológico.

Aunque mi quehacer se inscribe en el campo de la antropología médica, otras perspectivas como el enfoque de salud reproductiva y la perspectiva de género, han posibilitado una mirada particular a los procesos de s/e/a. Por cuestiones de espacio, mencionaré dos trabajos en los que puse en acto este andamiaje teórico-conceptual. Durante mi instancia de doctorado intenté analizar por qué si la infección por el virus del papiloma humano (VPH) es una enfermedad transmitida sexualmente, eran sólo las mujeres quienes se constituían en objeto de intervención biomédica en el proceso de prevención, diagnóstico, atención y control; de ahí que me dedicara a estudiar a parejas diagnosticadas y profesionales de salud en instancias públicas, sin descuidar el papel de las políticas de prevención, diagnóstico y control del cáncer cervical [Reartes 2005].

En una investigación más reciente estudié las implicaciones de los procesos migratorios internos e internacionales a los que se enfrenta la población juvenil indígena de los Altos de Chiapas, a partir de un análisis de trayectorias sexuales y reproductivas de mujeres y varones tzotziles. Esta categoría me permitió aprehender cómo la sexualidad transcurre en un doble vínculo entre procesos estructurales e historias personales y familiares, donde los sujetos toman decisiones condicionadas por sus contextos de interacciones sociales atravesadas por normatividades genéricas y generacionales. Las trayectorias deben ser pensadas como experiencias personales e históricas ubicadas en relaciones de poder, entre las cuales las más importantes son las de género [Reartes 2014 y 2016].

Mi permanencia en México, por más de dos décadas, ha resultado en un diálogo binacional y fecundo con ex profesores y colegas, que se ha cristalizado en la visita de profesores argentinos a México, mi participación y organización en congresos, publicaciones e impartición de cursos al igual que el constante interés por conocer los devenires de la antropología argentina y rosarina.

Agradecimientos.

Agradezco el envío de bibliografía sobre distintos aspectos de la antropología rosarina de colegas y amigas desde Rosario. Gracias: Elena Achilli, Edith Cámpora, Silvia Cornero, Gloria Rodríguez, Silvana Sánchez, todas docentes de la Escuela de Antropología de Rosario.

Referencias

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1Rosario es una ciudad situada en el sureste de la provincia de Santa Fe, en el centro del país. Es la tercera ciudad más poblada después de Buenos Aires y Córdoba, con 948 312 habs. Es sede de varias instituciones académicas, entre las que se destacan dos que son públicas, de acceso libre y gratuito: la Universidad Nacional de Rosario (UNR) desde 1968 y la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) desde 1953.

2Son innumerables los artículos y ponencias escritos en autoría propia y compartida sobre el tema. Sólo como ejemplo citaremos: E. Garbulsky, 2000, Historia de la antropología en la Argentina, en Mirtha Taborda, (comp.). Problemáticas Antropológicas, Laborde Editor, Rosario: 11-45; E. Garbulsky, 2000, La historia de la antropología en Rosario. Reflexiones teórico-metodológicas, ponencia presentada en el VI Congreso Argentino de Antropología Social, Mar del Plata, 14-16 de septiembre; E. Garbulsky, 2000, Las perspectivas sobre el perfil profesional del antropólogo en Rosario en las postrimerías de la dictadura militar, ponencia presentada en las iv Jornadas Rosarinas de Antropología Sociocultural, Rosario, 23-24 de junio.

3El CIESAS es un centro público de investigación creado en 1973 por antropólogos de gran talla como: Guillermo Bonfil Batalla, Ángel Palerm y Gonzalo Aguirre Beltrán. Es un organismo adscrito al Sistema de Centros Públicos de Investigación CONACYT. Cuenta con ocho sedes, la más grande ubicada en la Ciudad de México y posgrados (maestría y doctorado) en Antropología y Lingüística.

4Durante los años en que estudié en el CIESAS, esta línea estaba integrada por: la psicoanalista Renée Di Pardo, el Dr. Sergio Lerin, Eduardo Menéndez, la Dra. María Eugenia Módena y la Dra. Rosa María Osorio.

5Es una institución pública de educación superior e investigación en ciencias sociales y humanidades. Fue fundada en 1940. Cuenta con siete centros de estudios y se imparten en ellos licenciaturas, maestrías y doctorados.

6Entre los investigadores que integraban este programa se contaban: Ivonne Szasz, Susana Lerner, Juan Guillermo Figueroa, Carlos Echarri, Claudio Stern, Soledad González, Irma Saucedo. Este cuerpo académico se constituyó en pionero de investigaciones innovadoras, así como en formadores de toda una generación de jóvenes investigadores que, como yo, nos mostrábamos interesados en este campo de la investigación-acción.

Recibido: 02 de Mayo de 2017; Aprobado: 22 de Julio de 2017

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