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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versão On-line ISSN 2448-8488versão impressa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.69 Ciudad de México Mai./Ago. 2017

 

Dossier

Continuidades y grietas en la construcción de una antropóloga social

Continuities and cracks in the construction of a social anthropologist

María Eugenia Módena Allegroni*  1 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)


Resumen:

Este ensayo relata, de manera muy resumida, las representaciones actuales de una antropóloga argentina-mexicana, desde la construcción de su vida académica, sus primeros interrogantes hasta su vida profesional actual.

Palabras clave: Antropología social; continuidades; grietas; Argentina; México; expulsión; inclusión

Abstract:

This essay recounts, in a highly summarized form, the current representations of an Argentinian-Mexican anthropologist; it covers the construction of her academic life, including her initial questions, then continues to explain her current professional life.

Keywords : Social anthropology; continuities; cracks; Argentina; Mexico; expulsion; inclusion

A mi abuela Artemisa a la que sigo mirando, sentada en mi banquito, mientras escucho sus cuentos en italiano.

Damos por supuesto que hablar es existir absolutamente para el otro.

Frantz Fanon

Éste es un ensayo; un texto que surge del recuerdo de una y muchas experiencias, relacionadas entre sí, ante las preguntas: ¿cómo se construyó una antropóloga argentina-mexicana? ¿Cómo se armó en mi vida el resultado antropológico de lo que soy hoy?

Este texto no tiene ni tendrá referencias bibliográficas, los autores que nombraré están en la biblioteca de mi memoria, con fichas bibliográficas ausentes o incompletas porque ésta será, exclusivamente, mi versión de la historia con las significaciones que hoy le otorgo. Los textos mencionados en las referencias son algunos trabajos importantes que han reconstruido distintos aspectos de lo ocurrido y producido en la antropología social de Argentina y México. Están presentes también algunos de mis trabajos publicados y testimonios escritos de mis caminos académicos.

Primeras curiosidades

¿Cuándo comenzó esta historia? Difícil precisarlo. Recuerdo un sacapuntas, por cierto bastante ineficiente para los fines específicos, que tenía un globo terráqueo como tapa. Diminutos continentes y océanos llamaban mi atención pero no por interés geográfico sino en una búsqueda ansiosa por saber qué contenían esas pequeñas superficies de colores diferentes. Ese pequeño globo terráqueo me llevó a la respuesta de mi madre ante mis preguntas infantiles: “El diccionario no muerde” y me remitió al diccionario enciclopédico que me enseñó a utilizar.

Antes de abordarlo yo “sabía” que esas pequeñas figuras de colores encerraban cosas muy distintas a otras habituales en mi vida. Dos informantes claves me habían introducido a esas diferencias: uno de ellos era mi muy carnosa y cercana abuela Artemisa, cuyo nombre ya me conducía al mundo griego, sus dioses y mitos que, sumergida en la enciclopedia, encontraba mucho más interesantes e intrincados que las tareas escolares.

Pero una primera injusticia social me separó bruscamente de ella. Sus cuentos y pláticas en italiano me llevaron a un lenguaje temprano en el que mezclaba el castellano con el italiano en un camino que, seguramente, me dirigía al bilingüismo sin buscarlo. Entonces llegó la normativa escolar que mis padres acataron disciplinadamente: se le prohibió a mi abuela hablarme en italiano. No abundaré en lo que imagino debe haber significado para ella llevar su lengua materna a la clandestinidad en la comunicación conmigo. Para mí significó la pérdida nostálgica de su herencia y presencia cercana.

Dos fuentes literarias me condujeron también a otras imágenes, otros nombres y otros paisajes: los Cuentos Rusos de Hadas en edición española, señalaron la diferencia entre ser Zarevna y ser Zarina, la primera, de “belleza inextinguible” y miembro de un sistema de parentesco que hoy me intriga, pero, en su momento, no me produjo asombro alguno, era hija de tres madres y nieta de tres abuelas. Por su parte Baba Yaga era una bruja de los bosques rusos que vivía en una casa sostenida en patas de gallina, además, la hospitalidad se agradecía en esas tierras diciendo: “Gracias por tu pan y por tu sal”.

Años más tarde la literatura, llamada de folletín, me volvió a enviar de viaje hacia otros exotismos, ahora con la guía de la criticada pluma de Emilio Salgari. Allí supe de la existencia del mar de los sargazos, del árbol del pan, de los árboles de grandes hojas que permiten almacenar agua y de los piratas y sus audaces empresas y de algo que me extrañó y no pude entender: Sandokán, mi héroe pirata, peleaba contra los blancos que habían asesinado a su familia y que dominaban distintas comunidades de la Malasia. No importaba si eran ingleses, holandeses o franceses. Eran blancos. La única excepción a su ira eran las mujeres y su compañero portugués: Yáñez.

La decisión contextuada

¿Me formulé preguntas que no recuerdo? o ¿quedaron interrogantes sin respuesta de aquellos primeros encuentros, cargados de afectividad, con lo distinto respecto de mi cotidianidad? Seguramente jugaron, con la fuerza de lo escondido, cuando desorientada dudé mucho en cuanto a qué estudios universitarios debía elegir, porque en el mundo en que me situaba familiar y socialmente no cabía la menor duda de que una joven o un joven tenía que ingresar a la universidad.

Una figura fue clave en la decisión, uno de los botánicos más prestigiosos de la Argentina -el doctor Ángel Cabrera- era padre de una de mis más cercanas amigas de la adolescencia y al advertir mi inquietud dudosa entre la genética, la literatura, etcétera; me propuso que me inscribiera en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata -su lugar de pertenencia como investigador- donde había un ciclo común de un año antes de elegir la especialidad. En ese ciclo común, para todas las especialidades, se cursaba Botánica General, Zoología General, Geología, Antropología General e Introducción a la Química.

El Museo de Ciencias Naturales era un lugar habitual en mi infancia. Reiterados paseos familiares y escolares me habían llevado a ese edificio decimonónico de estilo neoclásico, construido entre 1884 y 1889, ubicado en una porción del llamado Paseo del Bosque, uno de los principales pulmones de la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires. Esta ubicación sería significativa en un futuro que yo no podía imaginar. Lo que ignoraba mi infancia era que ese museo albergaba a la Facultad de Ciencias Naturales, que con un criterio evolucionista había organizado las salas de exposición partiendo de lo “inanimado” y mineral, pasando por las eras geológicas, la paleontología, la zoología, para acceder en la planta superior a la aparición del hombre y su evolución, la antropología física, la arqueología y una pequeña muestra de etnografía. Investigación, docencia y exposiciones de difusión educativa se articulaban en el imponente edificio custodiado por dos poderosos smilodontes o tigres dientes de sable, que con su presencia emblemática señalaban uno de los contenidos privilegiados de ese museo.

Allí ingresé a una licenciatura nacida en 1959, decidida ante la descripción que, someramente, decía que Antropología, disciplina muy ignorada en los medios académicos y no académicos de mi país de origen, se ocupaba de los “indios” y de sus formas de vida. La diferencia regresaba para atraerme. Era el año 1966.

Sin embargo, ese ingreso tuvo -para mi generación como estudiantes, para muchos docentes e investigadores y para distintos conjuntos sociales del país- un significado particular, aunque no demasiado extraño en esas latitudes sureñas. En junio de 1966, un golpe militar derrocó al gobierno democrático de Arturo Illia “ocupando” la presidencia nacional, de manera ilegal, el general Juan Carlos Onganía. En ese contexto se prohíben los partidos políticos, se concentra el poder legislativo y el ejecutivo en el interventor presidencial, se ejerce la censura y, en lo específico de la educación superior, se intervienen las universidades cancelando los logros de la Reforma Universitaria de 1918, entre ellos la autonomía universitaria y el gobierno universitario tripartito de docentes, graduados y estudiantes presentes en el Consejo Universitario. Represión y violencia sobre los académicos en distintas universidades, despidos y ocupación de los rectorados y decanatos por interventores. Esa fue la universidad a la que ingresé como estudiante y de la cual egresé como licenciada, sin conocer la “vida universitaria” en democracia.

Algunas de mis primeras clases no fueron en las aulas convencionales -cerradas o tomadas por militares o por defensas estudiantiles- sino que ocurrieron en humildes clubes de barrio de mi ciudad natal, donde algunos auxiliares de cátedra y profesores titulares impartían sus clases para que no perdiéramos “la cursada” de la materia y pudiésemos llegar al examen final de cada asignatura. Fue una silenciosa resistencia comprometida con los alumnos; nunca un discurso explícito sino una práctica de organización y puntualidad alternativa que nos iba señalando: “la universidad está donde nosotros estemos”. Íbamos aprendiendo más cosas que las explícitamente académicas.

En esos momentos el decanato de la facultad y la dirección del museo fueron ocupados por un etnólogo de la casa durante escasos cinco meses que, supongo, quiso evitar con su presencia como autoridad males mayores. Si la memoria no me engaña nos fuimos “normalizando” en lo “anormal”, en una especie de mezcla de clases, exámenes, asambleas, manifestaciones, avanzando en la carrera, mientras se conformaba, al menos para algunos de nosotros, una visión crítica del mundo y de la disciplina.

La trayectoria universitaria

Cumplí como buena alumna con ese insólito primer año, aprendiendo la clasificación de Linneo de las plantas, distinguiendo artrópodos de himenópteros, rayando trozos de mineral para, por su dureza y apariencias, distinguir si era cuarzo o mica y asistiendo a las clases de Introducción a la Química, que se impartían en la Facultad de Química, junto con los estudiantes que ingresaban a esa carrera y a mis compañeros, decididos a ser geólogos o botánicos y que, por lo tanto, colocaban esa materia dentro de una lógica de futuro. ¿Pero nosotros y nosotras, poquitos aventureros, buscábamos bien o mal la diferencia? Nos quedaba la expectativa del curso de Antropología General y allí también nos frustramos ante un contenido demasiado restringido a la evolución de los homínidos. Tampoco nos conformaron las clases de Etnología ni de las llamadas Etnografía del viejo mundo y del nuevo mundo que, influenciadas por la presencia previa de José Imbelloni en el Museo Etnográfico de Buenos Aires y a través de sus discípulos -profesores de nuestra facultad- nos colocaban -de manera demasiado enfática- en el estudio de la Escuela Histórico Cultural austríaca-alemana de los “círculos culturales” del Padre Schmidt y Graebner. Lo que sí se incorporó como un núcleo duro de nuestra formación fue una indudable perspectiva evolucionista respecto de la evolución de las especies y una convicción en el cambio autogenerado y articulado con la difusión cultural para las sociedades. Un hallazgo en nuestra formación fue la indicación del profesor de Prehistoria para que leyéramos Los Orígenes de la Civilización de Vere Gordon Childe, libro que nos abrió un mundo de sentido y nos devolvió el entusiasmo en la disciplina.

Estudiantes más avanzados que nosotros nos introdujeron informalmente a otras perspectivas, que habían incorporado en distintas experiencias de aprendizaje y accedimos a Leslie White y Julian Steward. Lamentablemente no contábamos con una biblioteca relativamente actualizada y muchas veces tuvimos que hacer copias en mimeógrafo de otras copias anteriores. Esto dificultaba mucho el acceso a la literatura disciplinar.

Quizá por su escasa trayectoria como licenciatura en Antropología, el programa permitía una abundante posibilidad de tomar materias optativas en otras facultades de la universidad platense, y allí tuvimos, durante el segundo año, la refrescante experiencia de asistir, estudiar y aprender las ciencias sociales que se acercaban más al mundo contemporáneo, a nosotros. Sociología General y Psicología Social, en las voces de dos profesores que venían de la ciudad de Buenos Aires, nos condujeron a las teorías de la sociedad y la construcción de los sujetos sociales que, en Parsons, Merton, Dahrendorf, Lipset y Bendix, Allport, entre otros, nos aproximaron a las teorías del análisis social posibilitando pasar de las descripciones minuciosas de la cultura material y el “mundo espiritual” -que recibíamos de aquellas etnografías- al ejercicio de la teoría y del pensamiento abstracto con fuerte impronta funcionalista en las cuales, más allá de las divergencias teóricas, se planteaban problemas a reflexionar. Y comenzamos a sentirnos, en mi generación, más cómodos en ese medio sociológico que en nuestra adscripción institucional formal.

Más avanzados los cursos, encontramos la Geografía humana, la Filosofía de la Historia y la Teoría política y del Estado, todos fuera de nuestra facultad. Allí ubico hoy una grieta que costó mucho reparar, más allá de los cambios en las orientaciones teóricas: la grieta entre la teoría y el análisis del material empírico.

Creo que fue en el tercer año de la carrera -no eran cuatrimestres ni semestres, cada materia duraba de marzo a noviembre correlacionadas en años sucesivos- que se avecinaba la materia “Antropología Social”. Era 1968 y el mundo social y universitario estaba sacudido. La significación de lo que había sido el Plan Camelot respecto de las investigaciones sobre “contrainsurgencia”, la participación de científicos sociales en él y las consecuencias de los financiamientos de fundaciones estadounidenses en la investigación social del momento, el mayo francés, el 68 en México, las movilizaciones obreras y estudiantiles en diversos puntos de Argentina, nos colocaban nuevamente en la intensificación de la doble tarea: ser estudiantes cumplidos y participar en las diversas manifestaciones de protesta social.

Y llegó el momento de cursar la materia Antropología Social con otro profesor que llegó a nuestra facultad -también desde Buenos Aires- y que nos abrió otras perspectivas que consumimos con avidez, al menos un grupo de esa generación, el profesor Mario Margulis quien, años después, arribó a tierra mexicana para continuar con su vida y con su trabajo en el Colegio de México.

Quizá de una manera no muy sistemática nos nutrimos de Roger Bastide, Frantz Fanon, Eldrige Cleaver, Oscar Lewis, Ricardo Pozas Arciniega, Juan Rulfo, Manuel Scorza, Darcy Ribeiro, entre otros. Junto a esta literatura latinoamericana y de la negritud accedimos a la Teoría de la Dependencia y -algunos de nosotros- a Claude Lévi-Strauss en un curso que, generosamente, nos brindó en su domicilio un egresado de la carrera que había hecho una estancia en París asistiendo a las clases del renombrado estructuralista. También leímos a Godelier y a Althusser.

Y entonces vino el debate, de envergadura situacional, en relación con qué perfil de profesor o profesora había que contratar para ocupar esa estratégica cátedra de Antropología Social. Nuestro mundo institucional se dividió: el Plan Camelot alertó respecto a no poder aceptar docentes que participaran de los financiamientos, en principio, estadounidenses. Los grupos se fragmentaron y la discusión ideológica y de intereses personales por el poder académico fue ardua. Finalmente, la cátedra de Antropología Social de la carrera de Antropología de la Facultad de Ciencias Naturales quedó nuevamente a cargo del profesor Mario Margulis, quien también encabezó la cátedra de Antropología cultural de la Facultad de Humanidades, ambas de la Universidad de La Plata, entre los años 1967 y 1974. Y este detalle no es meramente anecdótico. En primer lugar porque da cuenta de la importancia que tuvieron para nuestra formación los profesores que venían desde Buenos Aires y que significaron una saludable y nutritiva distinción respecto de visiones disciplinares muy rígidas y empobrecidas. En segundo lugar porque el profesor Margulis, como profesor titular de ambas cátedras, nos convocó y organizó para comenzar a formarnos como docentes, éramos “ayudantes alumnos”. Y allí comenzó un primer desafío: aprender enseñando y enseñar aprendiendo.

Inicios estimulantes e infames expulsiones

Es muy importante señalar que esos inicios se caracterizaron por un trabajo apasionado, lleno de curiosidad, camaradería con nuestros compañeros y compromiso con los estudiantes. El titular de la cátedra impartía las clases teóricas ante la presencia obligatoria de sus ayudantes alumnos y una masiva presencia estudiantil. Una vez por semana, cada uno de nosotros se reunía con un pequeño grupo de esos estudiantes para analizar, elaborar y discutir los contenidos de las clases magistrales y la bibliografía indicada para cada tema. Periódicamente se realizaban las “reuniones de cátedra” en las que el profesor Margulis nos convocaba a todos sus ayudantes para proponer nuevas bibliografías, otros temas y revisar el funcionamiento de cada grupo de estudiantes con su ayudante de cátedra. Todo se hacía por interés académico, por querer formarnos y para “hacer curriculum”. Trabajábamos sin cobrar, no había dinero para pagarnos y nuestros nombramientos decían claramente ad honorem. Tampoco teníamos becas y muchos de nosotros trabajábamos por las mañanas en diversas labores para iniciar nuestro día “académico” en las tardes y en parte de la noche. Estábamos contentos encontrando sentido en lo que hacíamos mientras continuábamos cursando nuestra licenciatura.

Simultáneamente, los fines de semana y durante varios meses fuimos en parejas a diferentes “villas miseria”, la denominación en Argentina de los barrios que ocupan los lugares más pobres de las ciudades latinoamericanas. Fue una experiencia importante al hacerse evidente -al menos para mí- la diferencia entre los problemas que enfrentan los sujetos de investigación y la construcción del problema de investigación. Y esa fue una fractura que tardó en cerrarse.

Me gradué como licenciada en Antropología en 1973 con una tesis cuyo referente empírico fue un hospital psiquiátrico cercano a mi ciudad, ya que los viáticos, que nos daban para trabajo de campo, alcanzaban para pagar el transporte urbano a esa institución o a distintos espacios cercanos. No sabía que ese trabajo sería, de alguna manera, premonitorio de mi inclusión posterior en la antropología médica.

Al haberme graduado se ampliaba la posibilidad de que la Universidad me pagara, por primera vez, un pequeño salario por mi trabajo, ahora encuadrado en ayudante graduada. También me inserté, con esa misma categoría, en la cátedra de Filosofía y Estética de la Escuela Superior de Bellas Artes con estilo de trabajo semejante. Esperando también allí mi primer pago, leí por primera vez -entre otros autores- a Michel Foucault y su Historia de la locura en la Época Clásica [1967].

Pero la realidad política del país nos tenía planeados otros caminos. En 1974 el ministro de educación de la presidenta Isabel Martínez de Perón, Oscar Ivanissevich, expulsó por decreto de las universidades nacionales -para una “necesaria depuración ideológica”- a los académicos que fueron considerados promotores del “desorden universitario”, incluidos aquellos que habían logrado su definitividad por concurso. Medida que también tuvo su correlato con el inicio de los asesinatos por bandas civiles y paramilitares de aquellos considerados enemigos de “nuestro modo de vivir occidental y cristiano”. Medida precursora que sucedió y se agravó dos años después con el golpe cívico-militar de 1976.

Quizá parezca exagerado pero, entre esa expulsión y mi inserción en México, a partir de septiembre de 1976, me quedé a oscuras; nos quedamos a oscuras y heridos en lo más cercano, por decirlo de una manera alusiva.

Un proyecto de antropóloga en México

México tuvo su primera y gran virtud en permitirme respirar, caminar por las calles sin miedo, dormir y disfrutar a mi pequeña hija de tres meses. Cualquier inconveniente: falta de dinero, trámites, compartir vivienda con otras familias, eran nimios. México para mí fue un estallido de paz. Más allá de caracterizaciones sociopolíticas fue para nosotros un regazo materno ante la orfandad del destierro. Muchas fueron las personas que me arroparon aquí con su cercanía abriéndome lugares para estar y para ser.

Un primer lugar que me abrió sus puertas fue la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), ubicada, en esos años, en el primer piso del Museo Nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Coloco todos los datos formales de esas instituciones porque yo llegué a ese lugar con la sensación de arribar a un lugar consagrado, solemne, fantaseado desde la lejanía geográfica de una antropología social pequeña y admiradora del pasado prehispánico de las llamadas “altas culturas” de lo que hoy son Bolivia, Perú y México.

En la extrañeza por la diferencia entre esas dos instituciones formadoras de antropólogos -una, residiendo en la solemnidad de la arquitectura decimonónica donde obtuve el grado de antropóloga y, la otra, dueña de una desafiante arquitectura de vanguardia, abría un futuro de continuidad profesional y un inicio en el proceso paulatino de cierre de grietas- la presencia de ambas en medio de un bosque me ofreció un mínimo de continuidad por medio del interrogante: ¿por qué se ubican estos dos lugares de enseñanza e investigación sobre la cultura y su teoría en el contexto de un bosque de supuesta naturaleza, ambos cercanos a los zoológicos y a los jardines botánicos, como si fuesen recordatorios urbanos de la indisoluble relación humana entre naturaleza y cultura?

La inserción en la enah fue mucho más concreta que mi búsqueda de asociadas similitudes. Aunque ya graduada me incorporé como alumna oyente a un taller de la Licenciatura en Antropología Social que me brindó la posibilidad de volver a clases, de estudiar en México, de tener compañeros, maestros y una gran amiga… Con ellos tuve mi primera experiencia de trabajo de campo en el país y la admirada sorpresa al ver que mis compañeros tenían viáticos suficientes y transporte para salir con los profesores a ejercitarse en el oficio, lejos de la Ciudad de México. Ellos compartieron, en la medida en que se pudo, sus viáticos conmigo y así salí por primera vez en mi vida a un trabajo de campo con otros estudiantes y profesores. “Usila. Morada de colibríes”, como la nombró Roberto Weitlaner, en la región Chinanteca, fue el lugar real donde se concretaron, en parte, aquellas fantasías infantiles sobre el pequeño globo terráqueo. No tengo espacio para relatar lo que ese lugar, su gente y la armonía estética de esa naturaleza significaron. Allí pude observar el complejo ritual del pedido de mano en lengua chinanteca con su característica tonal y recibir la primera novatada, humorística y cariñosa, de mis compañeros ya más fogueados en el trabajo de campo. La grieta comenzaba a cerrarse aunque aún faltaba mucho.

El siguiente paso fue mi ingreso al proyecto de investigación “Grupos Étnicos no indígenas en México” del inah.

Si las casualidades no existen, cuesta explicar este cruce de caminos entre un proyecto definido en torno a la migración forzada de judíos de Europa oriental -por razones económicas, políticas, religiosas, etc.- y una aprendiz de investigadora expulsada de su país por razones similares y con ancestros migrantes. Lo que no fue para nada casual fue la dedicatoria que encabezó la publicación de mi trabajo: “A mis abuelos, los pioneros”. Yo no fui en busca del proyecto sino que el proyecto me buscó a mí por la intermediación de académicos argentinos y mexicanos. Esta inserción laboral tuvo varias consecuencias positivas tanto académicas como sociales e institucionales.

En ese proyecto aprendí, entre otras cosas, a hacer entrevistas prolongadas observando cómo las realizaba la directora del proyecto, su habilidad y oficio en llevar un diálogo en el que iban surgiendo los puntos a cubrir de una guía no presente; su conocimiento de los aspectos fundamentales de los procesos de esas migraciones específicas y de las distinciones culturales de los grupos con los que trabajamos. Los encuentros con los informantes tuvieron momentos muy intensos cuando, ya sola, comencé a ahondar en la significación de la migración, la pérdida del lugar natal, la añoranza de la familia, las muertes de los otrora cercanos sin poder acudir a su lado; muchos de sus dolores también eran los míos, incluso el descubrimiento de otros mundos, otras oportunidades y la crianza de las hijas e hijos en esta nueva realidad que, para ellos y para mí en aquellos momentos, era de paz; también me equivoqué en ese trabajo y tuve que aprender duramente a reparar el error y lo logré.

Este trabajo tuvo otra consecuencia muy importante: la inserción institucional formal en el inah con un contrato que implicaba la solicitud del Instituto a la Secretaría de Gobernación para que me autorizara a trabajar y, por primera vez en mi corta e interrumpida vida académica, recibir un salario por mi trabajo. Ese cambio profundamente cualitativo, además de su significación material, compensaba mis angustias para armonizar los horarios -horarios de trabajo y horarios de guardería de mi hija- y los desplazamientos por la ciudad en transporte público; primero hasta el Museo de las Culturas y luego al Instituto en la calle de Córdoba, desde el sur de la ciudad, pero era muy joven y el futuro se veía promisorio.

Esos largos trayectos me juntaron con la gente de a pie y con el conocimiento del centro de la ciudad al que admiré y disfruté cada mañana cuando emergía del metro y me topaba con la Nueva España en su arquitectura majestuosa, en especial, cuando sus muros amanecían húmedos por las lluvias de la noche. Fue un periodo provechoso en el que también tuve muy buenas compañeras de trabajo y en el que aprendí con ellas a consultar los archivos de inmigración. El proyecto concluyó y comencé a buscar trabajo.

En 1979 se abrió una convocatoria en la enah para concursar la cátedra de Antropología Social, me presenté y obtuve mi designación como profesora de asignatura. Regresé a la docencia y en ella me mantuve con diferentes adscripciones durante muchos años, en grado y posgrado de la enah y luego en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-DF), otro cierre de brecha que cicatrizaba, en parte, la expulsión de la universidad argentina.

En ese periodo me contactaron del Departamento de Sociología del Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo -el ceestem- para trabajar en el proyecto: Bibliografía de la medicina tradicional en México desde principios del siglo xx hasta 1980. En este proyecto se consultaban todas las bibliotecas posibles, incluidas algunas privadas, que tuvieran en su acervo trabajos de ciencias sociales que abordaran el tema. Fichábamos el material y lo clasificábamos en distintos rubros: grupo étnico, tipos de enfermedades, curadores, autores nacionales y extranjeros, por lo que el material clasificado tenía varias entradas. Fue un trabajo colectivo lento, sistemático y minucioso que nos permitió conocer la riqueza bibliográfica sobre la llamada medicina tradicional mexicana en un periodo amplio de la historia del país. Pero no hicimos una discusión conceptual respecto de la noción de medicina tradicional. Discusión que ya se estaba produciendo en otras instituciones de México por medio de un debate, de momentos muy álgidos, que incluía también las diferentes aproximaciones a las nociones de cultura popular y de ideología.

Y entonces tuve hambre de aprender y de volver a estudiar y pensar de manera regular e institucional: es decir, en ese modo privilegiado que es el de ser estudiante. La enah convocaba, en los primeros años de los 80, a las inscripciones en su primer llamado para la maestría en Antropología Social. Me inscribí y fui aceptada.

Entonces se abrió uno de los periodos más intensos, provechosos y felices de mi vida académica. Profesores de primer nivel, compañeros inteligentes y divertidos; solidaridad estudiantil, todo enmarcado en una organización formal, precisa y eficiente, pero no asfixiante, que rompía con los estereotipos construidos tiempo atrás sobre la enah. Volver a ser estudiante en las tardes mientras seguía trabajando por las mañanas fue un desafío y un gran esfuerzo que pagó, en parte, la vida familiar.

Si mal no recuerdo fue entre octubre y noviembre de 1983 que el ceestem se quedó sin los insumos con los que pagaba una parte de nuestros modestos salarios. Como consecuencia, nos quedamos sin trabajo y con una renovada sensación de inestabilidad e incertidumbre que anclaba en mis experiencias anteriores dentro de un contexto muy diferente. Tan diferente que, aproximadamente al mes de estos hechos, encontré en el periódico la convocatoria a concurso para ocupar plazas en el ciesas.

Ese era el otro emblema de la Antropología social mexicana: La Casa Chata. Cuatro nombres se asociaban para mí con ese emblema: Palerm, Aguirre Beltrán, Bonfil y Warman y una institución precedente: el Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (cisinah). A pesar del peso de prestigio que tenían esos componentes que marcaban una parte importante de la historia de la disciplina nacional, no me amedrenté, me presenté al concurso y obtuve, junto con dos compañeras, una plaza de asociado para desarrollar diferentes aspectos del gran tema de la Cultura Popular. En mi caso, la continuidad con el subtema de la Cultura Popular de la Salud.

Empiria, tema y problema

Con la simultaneidad de mi pertenencia al ciesas y a la maestría en Antropología Social de la enah comenzó otra etapa de amplia riqueza formativa; estabilidad de inserción institucional, espacios de discusión académica, lugares de articulación de la teoría con el trabajo empírico y aprendizaje formativo para la construcción de problemas de investigación. Trabajos de campo prolongados con viáticos modestos, pero viáticos. Armonía entre los procesos académicos -teóricos, metodológicos y empíricos- en la enah y en las labores institucionales en el ciesas.

Las combinaciones de diversos recursos curativos en el sur del estado de Veracruz y las relaciones de hegemonía y subalternidad entre los diferentes conjuntos sociales, que actuaban en el campo de la salud y la enfermedad, constituyeron el problema de investigación que me llevó a orillas del río Coatzacoalcos para realizar el trabajo de campo. Lugar de trabajo que compartí con dos excelentes compañeras, quienes desarrollaban temas y problemas diferentes al mío, así que construimos un grupo solidario para organizar la cotidianidad y la búsqueda de información en esa región del sotavento veracruzano.

Simultáneamente, en un amplio cubículo colectivo de La Casa Chata nos reuníamos periódicamente los miembros de un área de investigación llamada Ideología, Cultura y Estructura, que fue el origen de lo que hoy existe como el Área de Antropología Médica, Jurídica y de Género. De ella se desprendieron seminarios académicos que aún hoy continúan nucleando a investigadores e investigadoras del ciesas y de otras instituciones que concurren para el intercambio y la discusión de sus trabajos. A 33 años de mi ingreso a ciesas continúo participando de uno de esos seminarios: el Seminario Permanente de Antropología Médica (sepam), coordinado, desde aquellos primeros tiempos, por una figura central en mi formación y en la de muchos antropólogos médicos en México y fuera de sus fronteras: Eduardo Menéndez; fue mi director de tesis doctoral en la enah y con él y mis otros compañeros de Antropología Médica organizamos la docencia en la maestría en Antropología Social de la enah y en el posgrado del ciesas. Eduardo y mis colegas del seminario han sido las figuras más influyentes en la producción de los mecanismos que necesité para transformar una grieta en una articulación; la que me permite hoy, trabajosamente, construir los interrogantes y planteamientos de un problema de investigación.

Las grietas que no se cerraron es probable que así se queden, mostrando su oquedad como lo incompleto de una vida. Pero hay una grieta, muy primaria y dolorosa, que voy a intentar restañar de manera muy personal. Amigos y amigas, colegas diversos, me preguntan qué haré cuando concrete mi fantaseada y económicamente dudosa jubilación; ante lo cual les doy mi única respuesta posible: “aprender a hablar en italiano”.

Referencias

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Recibido: 29 de Mayo de 2017; Aprobado: 30 de Septiembre de 2017

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