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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.69 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Dossier

La antropología y México: lugares para migrar

Anthropology and Mexico: Places to migrate.

Néstor García Canclini*  1 

1Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Profesor Distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) e Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores de México (CONACYT).


Resumen:

Este trabajo explora la migración de la Argentina a México junto con el pasaje de la filosofía a la antropología. También se ocupa de la reubicación de las culturas indígenas y las artesanías en el mercado capitalista y en la globalización, así como de la producción de las culturas tradicionales a su consumo. Otros tópicos incluyen La antropología de los lectores. Fronteras, migraciones y transnacionalización junto con las Tensiones interculturales. ¿Qué descubrimos al estudiar a los jóvenes sobre la precariedad en el capitalismo?

Palabras clave : Antropología mexicana; antropología urbana; artesanías; consumo; fronteras; globalización; jóvenes

Abstract:

This paper explores migration from Argentina to Mexico, along with the passage from philosophy to anthropology. Also covered is the promotion of indigenous cultures and crafts in the capitalist market, and the resulting globalization, as is the production of traditional cultures and their consumption. Other topics include the anthropology of readers; borders, migrations and transnationalization, along with intercultural tensions. It also answers the question: What do we discover when studying young people and their thoughts on the precariousness in capitalism?

Keywords: Mexican anthropology; urban anthropology; handcrafts; consumption; borders; globalization; young people

La llegada a la antropología está ligada para mí al exilio en México. Durante mi formación en filosofía, en Argentina y en París, sólo había conocido algunas teorías antropológicas como parte de los debates entre estructuralismo y marxismo y por la necesidad de anclar mis clases de antropología filosófica en trabajos de campo y reflexiones interculturales de unos pocos autores. Tuve relaciones frecuentes con Mario Margulis y la cátedra de Antropología social, que él dirigía en la Universidad de la Plata, entre cuyos ayudantes se hallaba María Eugenia Módena, mi esposa en aquel tiempo y con quien me exilié en México junto con nuestra hijita Teresa.

Entré como profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) de México para dictar Metodología de las Ciencias Sociales a finales de 1976. Pocos meses inicié con alumnos de licenciatura mis primeros trabajos de campo en Michoacán sobre los cambios de las artesanías en su circulación social, o sea, cuando las culturas tradicionales y sus hacedores se confrontan con las ciudades, los turistas y la competencia de los mercados. Acompañé también a mis alumnos en investigaciones de campo a Chiapas, Oaxaca y Veracruz, conocí así vertientes de la cuestión indígena y del mestizaje diferente de las que había estudiado en Michoacán. La enah apoyó siempre esas investigaciones, así como mis primeros trabajos en áreas urbanas, especialmente en Tijuana; esa ciudad-bisagra de la tensión entre México y Estados Unidos.

Convertirme en antropólogo, aunque esto lo fui sabiendo poco a poco, fue una manera de hallar los instrumentos para pensar mi reubicación en una sociedad muy diferente a la argentina y encontrar caminos para salir de lo que me incomodaba en el trabajo abstracto de unos cuantos colegas filósofos: suelen olvidar que la práctica viva de la filosofía implica insertarse en saberes que no se llaman filosofía.

Esa migración de país y de disciplina se hizo fluida gracias al contexto versátil, plural de la enah, los estimulantes intercambios con investigadores de esa institución (destaco a Eckart Boege, Esteban Krotz, Juan Luis Sariego, Enzo Segre y Augusto Urteaga) y lo que fui aprendiendo, en 1980, de mis alumnos de la maestría de Antropología Social: Raúl Nieto, Eduardo Nivón, María Ana Portal, Ana Rosas Mantecón y Patricia Safa (menciono a los que siguieron trabajando conmigo después de finalizar sus posgrados).

He dicho varias veces que sin estas relaciones intensas con las comunidades indígenas y sus transformaciones, así como con los conflictos en la frontera mexicano-estadounidense, quizá no hubiera llegado a formular mis interpretaciones sobre la hibridación e interculturalidad como procesos constitutivos de la vida social. Me fue necesario pasar de una sociedad con una historia corta y homogeneizada, como la argentina, a otra con una historia densa y diversa, donde la multietnicidad ha sido un desafío insoslayable desde el nacimiento de la nación.

Una institución de excelencia en la periferia

Algunos de mis estudiantes de la enah, incorporados luego a la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), me animaron, en 1990, a participar en un concurso para el diseño del Posgrado en Antropología Social, que coordinaba Roberto Varela. Encontré en el campus de la uam, situada en ese suburbio gigante que ya era Iztapalapa, nuevos modos de extrañamiento: había que atravesar fábricas, talleres y esos testimonios de la precariedad que son las ilimitadas casas de autoconstrucción, para dar clase a alumnos distintos de los que había conocido en la enah, también en los tres años, de 1976 a 1979, en que di clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la uam. A comienzos de los años 90, unos pocos estudiantes de clase media se mezclaban con muchos de familias populares, que vivían en los alrededores de la UAM o en otras periferias. El crecimiento atropellado del entorno urbano se reproducía de otro modo, con fines distintos, a esta comunidad académica peculiar. Había bastante para reflexionar en el contraste entre una planta de profesores de alto nivel y un alumnado de licenciatura con pocos antecedentes de educación superior en la familia, en sectores populares que con esfuerzos arribaban a la universidad.

Las expectativas que tenía cuando ingresé a la UAM eran las de trabajar en equipo y desarrollar en mejores condiciones una carrera académica. Desde la Argentina había intentado formar grupos de investigación, aunque las inhóspitas condiciones políticas y económicas, sobre todo la estrechez financiera de las instituciones universitarias, habían desanimado, una y otra vez, ese objetivo. En la ENAH, los viajes a campo, de los profesores y los grupos de alumnos, a distintas regiones del país, contaban con recursos suficientes: viáticos, una camioneta, algunos fondos para publicar lo que producíamos. Las condiciones parecían aún mejores en la UAM, con un crecimiento sostenido, investigadores jóvenes dispuestos a explorar territorios poco transitados hasta entonces por la antropología mexicana: las inciertas transiciones del desarrollo industrial y la condición obrera, el convulso movimiento de la megalópolis o las industrias culturales.

No sé si la juventud y la perspicacia innovadora de los investigadores son suficientes para explicar la vocación por temas contemporáneos. Alguien dijo, con ironía, que la crisis económica de los años 80, al reducir los presupuestos universitarios y volver menos viables trabajos de campo en selvas y comunidades indígenas lejanas, impulsaron la investigación urbana, sobre todo en la propia ciudad.

En la UAM-Iztapalapa, además, nos llevaba en esta dirección, la mutación del paisaje urbano que rodea a la Universidad. La ocupación de terrenos por migrantes y organizaciones populares llegó al mismo campus, ya que una parte fue ocupada durante varios años por paracaidistas: sus casas de madera y cartón, con pisos de tierra y diablitos para robar electricidad no permitían que nos aisláramos en las aulas y los jardines de la UAM. Aunque esta ocupación finalizó en 2003, la Central de Abasto, instalada a un kilómetro de la uam, sigue haciendo que proliferen bodegas, centros comerciales, restaurantes y algunos hoteles. La multiplicación de edificios sólidos, bien construidos, no atenuó la sensación permanente de estar rodeados por la informalidad urbana.

La certeza de que esta ciudad vive entre carencias y saturaciones no es contradicha por la exuberancia de ese otro “campus”, esa “ciudad” que es la Central de Abasto, suficientemente organizada -pese a sus vaivenes entre lo formal y lo informal- como para que puedan caber en sus 328 hectáreas las 350 000 personas que trabajan allí o usan sus servicios diariamente. La informalidad triunfa en el entorno: disputas de vendedores ambulantes y puestos semipermanentes por las banquetas, la arrogancia de los camiones de tres vagones que cortan el tránsito porque les resultan insuficientes para maniobrar las avenidas donde se aglomera la constelación de depósitos, bodegas y gigantescos trailers situados entre la Central de Abasto y la UAM.

Nunca es seguro si uno va a poder llegar puntualmente a una clase o a un colegio de profesores. Si se viene por el periférico, al irse acercando a la altura de la uam, los coches se vuelven insignificantes y tímidos ante los gigantescos camiones de carga procedentes del sur, del norte, de Puebla, de toda la República, que compiten con microbuses para cruzar los semáforos antes de que cambien a rojo. Si se llega por el otro lado, por la ancha avenida Gavilán, que conduce a la puerta de entrada principal de la Universidad, desde hace unos años todo mutó hasta volverse un escenario para película de Spielberg: monstruos mecánicos de tres cuerpos, montados sobre 50 o 70 ruedas, experimentan hasta dónde pueden ser flexibles sus containers cargados con mercancías ocultas para lograr entrar en un portón de apenas 6 m de ancho y 8 de altura.

No se necesita ir más lejos para registrar la informalidad. El entorno de la uam ofrece una versión espectacular de una megalópolis que se reproduce gracias a los aportes que hacen a sus estructuras y servicios insuficientes los taxis sin licencia, puestos de discos y videos piratas, comercios domésticos no autorizados, niños y adolescentes que ofrecen servicios y mercancías en las esquinas, músicos en el metro, cartoneros y recicladores de desechos, revendedores de entradas para espectáculos y redes de cuidadores espontáneos de autos, restaurantes semiocultos que los usuarios de la uam clasificamos distinguiendo entre clandestinos y clandestinos plus.

Ya en Argentina, a finales de los años 70, había intentado desmarcarme de la especulación filosófica estudiando la antropología poética en la narrativa de Cortázar y en los años 70 con una investigación sociológica sobre los vínculos entre las vanguardias artísticas y el desarrollismo económico. Me planteé preguntas filosóficas en los dos libros que surgieron de esas indagaciones y veía fecundo confrontar los sistemas conceptuales con esos otros modos de conocer y pensar desarrollados por escritores y artistas.

En México trasladé esta exploración de las culturas de élite a los saberes y la sensibilidad de los artesanos indígenas y la simbólica popular urbana. ¿Eran apropiados los marcos conceptuales predominantes en ese tiempo (el marxismo, las polémicas entre indigenistas y etnicistas) para analizar los desplazamientos de la historia cultural y social mexicana? Fui viendo que la industrialización y urbanización de México, en parte por su peculiar densidad y heterogeneidad cultural, cambiaban a la sociedad con sentidos distintos que los movidos en Argentina por el desarrollismo económico e interrumpidos por golpes militares. ¿Era gobernable este proceso mientras se intentaba salir del monolítico Estado priísta? Comenzaba a pasarse de las nociones de pueblo o clase a la de sociedad civil y comencé a estudiar las políticas culturales. Pero para muchos los saberes simbólicos debían subordinarse a los modos de producción.

Pude compartir con antropólogos mexicanos, arriba mencionados, y con Lourdes Arizpe, Guillermo Bonfil, Gilberto Giménez y Rodolfo Stavenhagen, con antropólogos argentinos residentes en México, como Alicia Barabas y Miguel Bartolomé, entre otros, mi interés por los procesos culturales y artísticos y la convicción de que debíamos renovar su estudio para entender las mutaciones de la sociedad y la cultura política. No siempre coincidíamos en cuáles eran los movimientos simbólicos protagónicos en esta sociedad pluricultural, donde las aún fuertes herencias indígenas interactuaban con la modernización, pero encontré, tanto en la vida universitaria como en la Dirección de Culturas Populares y en algunos funcionarios del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), receptividad al aporte que las investigaciones podían proporcionar. Se creó, por ejemplo, el Programa Cultural de las Fronteras para actuar en relación con las migraciones que agigantaban las ciudades del norte y “afirmar la identidad mexicana” en medio de los crecientes intercambios con los Estados Unidos, sobre todo cuando en los años 90 comenzó a gestionarse el Tratado de Libre Comercio (TLC) con ese país y Canadá.

En estos contextos de globalización, me parecía evidente que la visión tradicional sobre las culturas indígenas como comunidades autocontenidas debía reformularse en un horizonte transnacional. Así lo comprendían varios movimientos indígenas, notoriamente el zapatismo que, desde su irrupción en 1994, reivindicó los derechos de los pueblos originarios junto con una agenda nacional e internacional para México.

Tratar de entender los comportamientos de los artesanos me había llevado, como a otros investigadores, a etnografiar lo que hacían fuera de sus comunidades, ante la crisis de la economía agrícola, cuando entrelazaban sus reglas étnicas con el turismo, el comercio urbano y los gustos de consumidores extranjeros. Ampliamos el estudio antropológico de esos procesos, con un equipo de investigadores de la uam, al estudiar las industrias comunicacionales y los hábitos de consumo en varias ciudades. Combinamos el uso de estadísticas y las encuestas de público con una etnografía multisituada, que combinó escalas micro y macrosociales. El trabajo de campo nos llevó así a la economía, la sociología urbana y la semiótica.

La obra de Pierre Bourdieu, de algunos antropólogos mexicanos como Roger Bartra; italianos como Alberto Cirese y Amalia Signorelli; brasileños como Antonio Augusto Arantes, José Jorge de Carvalho, Roberto da Matta, Gustavo Lins Ribeiro y Renato Ortiz; estadounidenses como Renato Rosaldo y George Yúdice, el comunicólogo y filósofo Jesús Martín Barbero; los sociólogos chilenos José Joaquin Brunner y Norbert Lechner, ayudaban a rehacer el proyecto antropológico. Se trataba de avanzar de un saber ensimismado a un saber polifónico, en contrapunto; descubrir, como escribió Nathalie Heinich de Bourdieu, que los logros e innovaciones en una ciencia social dependían de haberse “fabricado antenas en la mayor parte de las disciplinas” [Heinich 2007: 137].

A varios antropólogos residentes en México nos fue valioso, intelectual y afectivamente, compartir estas búsquedas con colegas argentinos. Para mí, que después de la dictadura, desde 1983, regreso cada año a seminarios o congresos allí, intercambiar conocimientos y dudas con Alejandro Grimson, Rosana Guber y especialistas en otras ciencias sociales o estudios culturales, como Marcelo Cohen, Aníbal Ford, Andrea Giunta, Daniel Mato, Alberto Quevedo, Beatriz Sarlo y Graciela Speranza ha sido, por supuesto, no dejarme en el pasado. También experimentar cómo rehacer las preguntas con quienes tuvimos formaciones semejantes y las desarrollamos en historias distintas.

Hacia un saber transdisciplinario

La antropología que aprendí en México me enseñó la necesidad de escuchar las voces de los actores y prestar atención a sus maneras propias, locales, de hacer comunidad. Pero los modos versátiles de situar sus formas tradicionales de producción y representación dentro de una modernización cultural, no sólo económica y urbana, exigían ver las artesanías con relación a las ferias en que las comercializaban, las fiestas locales y de otros pueblos donde las danzas -del mismo modo que la iconografía de sus máscaras, cerámicas y tejidos- se entrelazaban con las imágenes de la industria audiovisual y los circuitos transnacionales de producción y consumo. Cuando volví a Michoacán, en 2002, para escribir una nueva introducción a mi libro Culturas populares en el capitalismo encontré que a esos actores “externos” debía añadir las páginas de Internet donde las artesanías se publicitan y venden.

En esas “tiendas virtuales” se anuncian los productos tradicionales, aunque se destacan los diseños innovadores y no se realzan tanto las “comunidades étnicas” como las “pequeñas empresas”. La idealización antropológica y política de “la autenticidad” persiste más en los museos que en la vida cotidiana, cede lugar a la competitividad de estos neominiempresarios para situarse en mercados globales. De las artesanías que, como símbolos de la creatividad indígena y mestiza, sostenían con orgullo la identidad nacional, nos muestran las promesas de la belleza textil exportable, las virtudes internacionales de la alfarería sin plomo, cómo “optimizar las ventas” en páginas web para “recuperar los créditos que actualmente se encuentran en cartera vencida”.1

Esas páginas electrónicas, presentadas en español e inglés, mostraban los discursos oscilando entre el voluntarismo de ser modernos de última actualidad y las referencias a formas de vida antiguas y pobres. Analizarlos requería investigar las culturas tradicionales tanto con instrumentos antropológicos como de los estudios comunicacionales.

Cuando el TLC impuso una concepción de México como país que debía seleccionar los productos que mejor lo integraran al mundo y la economía subordinó a otras ciencias sociales, el saber antropológico tuvo que optar entre atrincherarse en la defensa de las culturas tradicionales o emplear sus métodos cualitativos, su capacidad de percibir lo diverso y lo intercultural, para comprender las peripecias ambivalentes de los hombres y mujeres en esa integración. Una integración subordinada que incorporó a algunos, excluyó y empobreció a muchos, aumentó el número de migrantes y la desigualdad.

¿Qué pensaban los actores populares, los indígenas, mestizos y pobladores urbanos o los intermediarios de estos procesos en los que el Estado, Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (FONART), la Dirección de Culturas Populares fueron reduciendo su papel? Hubo artesanías mexicanas que declinaron, como el arte plumario. La cerámica fue manteniendo el primer lugar en ventas, los textiles en segundo y ciertas lacas, especialmente las de Olinalá, así como la platería de Taxco, muestran continuidad y a veces renovación de diseños que acrecientan su interés. La intervención de diseñadores, empresarios y unos pocos organismos de fomento artesanal ha elevado la calidad de algunos talleres y algunas veces convirtió el anonimato de los artesanos en carreras artísticas. Muchos comerciantes expandieron los mexican curious. Con frecuencia, los mismos artesanos reemplazan el algodón y la lana por fibras sintéticas o los pigmentos por anilinas. Aun artesanías, que siguen presentándose como alternativa a la estandarización industrial, adoptan los nuevos materiales, recursos tecnológicos e imágenes de los medios masivos tratando de mimetizarse con los éxitos de la industrialización de la cultura. A diferencia del rechazo prevaleciente a estas apropiaciones y acomodaciones en la bibliografía de hace 30 años, varios autores reconocen en esos procesos la capacidad de los sectores subalternos de convertirse en agentes activos [Lauer 1984; Novelo 1999, Turok].

La mayor parte de la producción artesanal reitera sus diseños y materiales antiguos. Se destina a sectores de bajos ingresos y les provee de muebles hogareños, cestas y alfarería a precios más accesibles que los supermercados. Otros bienes de alto costo, que brindan mejores ganancias cuando logran insertarse en los consumos de élite (aretes, máscaras y tejidos sofisticados) aún siguen encontrando su lugar en danzas y celebraciones, ocasiones excepcionales en que los sectores populares gastan sus ahorros de muchos meses porque la boda o la procesión con su santo garantiza ritualmente la cosecha, o evocar a sus muertos requiere de lo más bello y valioso de los que son capaces de hacer.

También ha habido un reciclaje de diseños artesanales en la producción industrial, que circula en tiendas de alto costo: Pineda Covalin, tenis Converse y casas de diseño en Oaxaca, Chiapas y otros centros turísticos.

En contraposición a la lógica empresarial y globalizada exhibida en Internet, la mayor parte de las artesanías continúa circulando dentro del propio país, en mercados de plaza y casas populares. Las piezas que reciben la consagración de concursos y museos o la atención de turistas y consumidores de niveles medios y altos, ocupan franjas minoritarias en la economía material y simbólica; compiten poco y mal con los bienes industriales. El atractivo que conquistaron en el siglo pasado en los imaginarios del nacionalismo político y entre usuarios descontentos con la seriedad industrial sigue presente en pequeños nichos de consumo; su peso comparativo disminuyó bruscamente en el desarrollo nacional y global.

El estudio realizado hace 20 años por María Teresa Ejea, sobre consumidores de artesanías en la Ciudad de México, mostraba ya que los compradores urbanos seleccionan textiles de más calidad y cerámica de alta temperatura, sofisticados, con calidad técnica en el acabado y durabilidad. “Se aprecia la tradicionalidad de las formas pero se demanda funcionalidad” [Ejea 1998: 378]. Por eso, entonces notamos que las artesanías se encontraban más en bazares, tiendas y mercados donde habitaban sectores medios y altos (San Ángel, Coyoacán, Colonia del Valle) que en los mercados populares de San Juan, Salto del Agua y Abelardo Rodríguez, donde los compradores preferían objetos de plástico, peltre y aluminio.

Incluso, al dar ingresos menores que en otros trabajos, desvalorizadas por su connotación étnica y su realización precaria, porque se las asocia con lo pobre y discriminado, las artesanías ayudan a sobrevivir a millones de familias en América Latina. La continuidad de esta función socioeconómica, junto con el interés que conservan y renuevan en otras franjas sociales, las mantienen como necesidades “contradictorias” del capitalismo actual. El trabajo artesanal reduce, a veces, el desempleo y la migración, por eso las artesanías son reactivadas -o reinventadas- en zonas agredidas por la desindustrialización y el empobrecimiento rural y urbano que propician las políticas neoliberales.

Rehacer la mirada desde los consumos urbanos

La importancia de los procesos de consumo, recepción y apropiación de las artesanías como parte de la ubicación de estos bienes en la sociedad me incitaron a explorar esa área de la reproducción y la comunicación. Comencé una investigación urbana sobre el consumo en 1989, en la ENAH, formando un equipo para conocer la bibliografía internacional y los pocos estudios sobre consumo cultural, casi todos cuantitativos, que existían entonces en México. Luego de aplicar una encuesta en 1 500 hogares en la Ciudad de México y realizar investigaciones etnográficas, formamos un Programa de Estudios sobre Cultura Urbana, que coordiné durante 15 años y que a partir de 1990, cuando comencé a trabajar en la uam, se instaló en esta institución.

En 1993, un amplio subsidio de la Fundación Rockefeller nos permitió convocar a un concurso internacional de investigadores visitantes con el fin de indagar aspectos poco estudiados del desarrollo cultural y comunicacional de la Ciudad de México y su zona metropolitana. Recibimos a antropólogos, arquitectos y comunicólogos de España, Italia, Argentina, Perú y Venezuela, y de otras instituciones mexicanas, que se sumaron a nuestro programa para realizar una investigación colectiva. Esta etapa duró cuatro años y culminó en un libro de dos volúmenes, Cultura y comunicación en la ciudad de México [1998], que contiene 16 investigaciones sobre las transformaciones del Centro Histórico, el Distrito Federal y sus periferias, la historia del habitar y las relaciones entre vecinos e instituciones, la multiculturalidad urbana y sus procesos de modernización (centros comerciales, las representaciones de lo urbano en la prensa, la radio y la televisión, los rituales e invenciones de las manifestaciones de protesta). El trabajo conjunto con los investigadores de la UAM -Miguel Ángel Aguilar, Raúl Nieto, Eduardo Nivón, Ana Rosas Mantecón, Patricia Safa Barraza- y con los visitantes -Anahí Ballent, Francisco Cruces, María Teresa Ejea, Ángela Giglia, Patricia Ramírez Kuri, Amparo Sevilla, César Abilio Vergara, Esteban Vernik y Rosalía Winocur- fue tan productivo y estimulante que nos mantiene conectados hasta hoy a los que seguimos viviendo en México.

Realicé también otro estudio, junto con Ana Rosas Mantecón y Alejandro Castellanos, dedicado a analizar la historia de la fotografía en la segunda mitad del siglo XX, con el fin de registrar las representaciones sobre viajes en la Ciudad de México. Con una selección de ese material reunimos grupos focales de gente que viaja intensamente por la ciudad: repartidores de alimentos y choferes de taxis, estudiantes y madres que llevan niños a la escuela, policías de tránsito y automovilistas de clase media. Al presentarles fotos y películas de distintas épocas, que mostraban diversos modos de viajar por la ciudad, su memoria evocaba relatos y opiniones de cómo habían cambiado las travesías por la urbe. Logramos así, mediante la reconstrucción de los imaginarios urbanos y de las experiencias generadas, producir el libro La ciudad de los viajeros [2013].

En los años siguientes, fueron sumándose, al Programa de Estudios sobre Cultura Urbana, investigadores visitantes de Brasil, Argentina y Estados Unidos y estudiantes del Posgrado en Antropología, cuyas tesis fueron revelando otras dimensiones de la vida en la ciudad o sobre las relaciones entre cultura y comunicación. Ensayamos análisis comparativos sobre objetos de estudio que permitieran captar cómo son atravesados por procesos trasnacionales.

Un complemento estratégico fue para mí el trabajo con imágenes, como otra vía de acceso a las condensaciones y los enigmas del sentido, por lo cual no es accesorio que varios de mis libros incluyan obras artísticas y documentos fotográficos, como en los que estudié las artesanías y fiestas, así como la cultura de frontera en Tijuana, donde las fotos fueron la parte de la investigación desarrollada por Lourdes Grobet. Tampoco fue casual que entre los investigadores visitantes incorporados al Programa de Cultura Urbana eligiéramos al fotógrafo Paolo Gasparini. En varios estudios planeamos, desde el diseño del proyecto y el presupuesto, generar videos producidos, por ejemplo, por Sarah Minter, Itzel Martínez y Antonio Zirión.

Destaco dos desarrollos en los estudios sobre consumo, recepción y apropiación cultural que nos llevaron a elaborar aportes de la antropología a problemas y conceptos que otras disciplinas habían trabajado con un sentido diferente.

Uno, es la formación de la ciudadanía y su relación con el consumo en la actualidad. La ciudadanía ha sido considerada en el pensamiento moderno como arraigada en un territorio (la ciudad, la nación y en la antropología el espacio étnico) y representada por partidos políticos, sindicatos y movimientos sociales (urbanos, étnicos, de género, etc.), sus ámbitos de ejercicio tradicionales han sido los derechos de la tierra, los laborales y las formas de convivencia local o nacional, ordenadas por organismos públicos. En la segunda mitad del siglo XX la industrialización de la cultura, luego su transnacionalización y la expansión del repertorio de bienes a los que se podía acceder y de las formas de hacerlo, volvieron al consumo una escena clave, no sólo para el desarrollo de los mercados sino para organizar los comportamientos, la pertenencia a comunidades y la diferenciación entre sectores sociales. Ser ciudadano no tiene que ver sólo con los derechos reconocidos por los aparatos estatales a quienes nacieron en un territorio, sino con las prácticas sociales y culturales de apropiación de bienes y mensajes procedentes de muchas naciones y organizados con una lógica socioeconómica y simbólica regulada por los mercados. Las lealtades locales o nacionales no desaparecen, pero bajan su importancia -y de las entidades públicas que las representan- cuando todos participamos en comunidades transnacionales de consumidores (los jóvenes en ciertas músicas, los televidentes que siguen programas producidos por cadenas globalizadas, los usuarios de Internet informados y entretenidos por servidores transterritoriales). Las formas argumentativas y críticas de participación modernas ceden su lugar al goce de espectáculos, el intercambio de mensajes en Facebook o Twitter. La narración de anécdotas prevalece sobre el razonamiento de los problemas y la exhibición fugaz de acontecimientos sobre el tratamiento de estructuras multiculturales y transnacionales, cuya complejidad y opacidad escapan a los individuos.

Este proceso ha sido estigmatizado por quienes siguen viendo el consumo como un lugar de compulsiones irracionales y gastos inútiles. Juzgan las interacciones que implica como sociedad del espectáculo. El seguimiento a la vez socioeconómico y etnográfico de diversos procesos socioculturales lleva a reconocer que el consumo, como un momento del ciclo de producción y reproducción social, tiene una racionalidad: es el lugar en el que se completa el movimiento iniciado al generar productos, donde se realiza la expansión del capital y se reproduce la fuerza del trabajo. Consumir es también participar en escenarios de disputas por aquello que la sociedad produce y por las maneras de usarlo. En medio de esta interacción simbólica y política conflictiva, el consumo construye la racionalidad integrativa y comunicativa de cada sociedad y de los grupos, edades y géneros que se distinguen por la posesión y el uso de ciertas ropas, comidas o músicas, lugares y rituales donde se organizan y contienen “el curso de los significados” para “darle sentido al rudimentario flujo de acontecimientos” [Douglas e Isherwood 1990: 80]. Así, hacen explícitas las definiciones públicas de lo que el consenso general valora. En suma, el consumo sirve para pensar.

La segunda línea en que exploramos los procesos de consumo y apropiación se concentró, más que en la lectura, en los lectores. ¿Será cierto que se lee tan poco como dicen las encuestas nacionales: 2.9 libros cada persona al año en México (cifras semejantes en Argentina, Brasil y otros países)? ¿Son las encuestas que sólo preguntan “cuánto” leemos en papel el mejor recurso para averiguar “cómo” se lee en este tiempo en que muchos leen diariamente, en papel, también en sus computadoras, tabletas y celulares: correos electrónicos, mensajes de texto, chateos? ¿Cómo diferenciar y valorar los diversos modos de lectura y escritura, los que siguen las reglas escolares y se realizan como hace 40 años y los que ocurren en nuevos soportes tecnológicos, durante viajes en los medios de transporte, en la calle, mientras se espera en consultorios y oficinas?

Formamos, en 2013, dos equipos de investigación, en la Ciudad de México y en Madrid, para estudiar cómo se lee ahora. Diferente al sentido que se atribuye, a veces, en antropología -estudiar las culturas o las formas de vida en riesgo de extinción- nos propusimos conocer a los lectores más que la fortuna de los libros, observar los vínculos entre las prácticas y los imaginarios que los acompañan, reconocer la diversidad y entender las relaciones interculturales entre quiénes leen. En este caso, diversidad e interculturalidad se refieren a cómo leen lectores de distintas sociedades, edades y formaciones y cómo interactúan entre ellos en la escuela, en el trabajo o en la comunicación cotidiana. ¿Qué sucede cuando visitan librerías y bibliotecas o ante las pantallas, ante los padres, maestros, los de la misma generación y los booktubers? Quisimos entender cómo llegan a la lectura personas que raras veces visitan bibliotecas o no tuvieron larga educación escolar: habitantes de la calle, madres que integran grupos para leer y comentar novelas, visitantes de ferias del libro.

También aquí importó comprender procesos. No la relación puntual de cada lector con los libros (ni las pantallas), sino cómo se llega a ser lector, para qué se lee en cada época, cada clase o fracción de clase, cómo se combinan la aptitud para la lectoescritura, o sea la literacidad, las competencias lectoras, con distintos modos de integración y diferenciación social. Si se lee por proyectos y en procesos sociales, no podemos dedicarnos a estimular la lectura con programas de educación dirigidos a individuos. Necesitamos abarcar a los lectores y sus interacciones sociales, las intermediaciones, la variedad de soportes tradicionales y digitales, así como las maneras de apropiarse de lo que se lee.

Si bien estas investigaciones las realicé en el Departamento de Antropología con algunos colegas de la uam, quiero destacar el acompañamiento y el intercambio con otras instituciones: el Colegio de la Frontera Norte, sobre todo con José Manuel Valenzuela; el Iteso, en especial con Rossana Reguillo y con Francisco Cruces y su equipo de investigación en la Universidad de Educación a Distancia, de Madrid.

Otra parte de nuestra tarea como investigadores en estos años ha sido ofrecer asesorías y seminarios con organismos de gestión: hemos realizado estudios sobre públicos, consumos y políticas culturales para el Gobierno de la Ciudad de México, para la Cineteca Nacional y el Instituto Mexicano de Cinematografía y para el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA); expusimos los resultados en reuniones académicas y también en seminarios con funcionarios de conaculta, de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la capital y de Delegaciones de la ciudad. Participamos en el Fideicomiso de Estudios Estratégicos de la Ciudad de México que hace casi dos décadas, con auspicio del gobierno y participación de decenas de especialistas en cuestiones urbanas, elaboró el mayor diagnóstico sobre vivienda, transporte, alimentación, salud, desarrollo económico, participación social y, en nuestro caso, comunicación y cultura, diseñando, para todas estas áreas, escenarios prospectivos hacia 2006 y 2020. El vínculo de la investigación antropológica con las políticas públicas sigue existiendo, con un horizonte más amplio que el de los años 70.

Hacia una antropología de lo transnacional

Una diferencia notable entre las investigaciones desarrolladas hace tres o cuatro décadas y las actuales, es el haber pasado de una antropología centrada en asuntos mexicanos, hecha por investigadores de México y unos cuantos de Estados Unidos, a un espacio académico más abierto a temas contemporáneos, donde resuenan más perspectivas de investigadores europeos y latinoamericanos, incluido el alto número de estudiantes de posgrado de otros países que se ocupan de analizar a México o traer hasta nosotros asuntos de otras regiones. Los exilios, las migraciones y los intercambios académicos han abierto el horizonte.

Con esta reconfiguración cambió también el modo de hacer antropología. México encontró en sus antropólogos, desde Manuel Gamio hasta Guillermo Bonfil, los constructores de narrativas teórico-ideológicas de la nación como no las tuvo ninguna otra de América latina. Esto tuvo virtudes o ventajas, como la de no hacer una antropología sólo académica sino vinculada con proyectos de transformación o consolidación del desarrollo social; pero tiene desventajas cuando se busca más -estoy pensando tanto en Gamio como en Bonfil- la confirmación prácticopolítica de lo que se enuncia como conocimiento, que la refutación, en el sentido popperiano, de aquello que se postula como saber; me parece que es una encrucijada propia de las antropologías arraigadas en proyectos nacionales, como la mexicana.

Como cito a Bonfil, es justo diferenciar entre el autor de México profundo [1990], centrado en la división tajante entre la nación profunda y el país imaginario, y el pensador de los últimos años ocupado en comprender las primeras reconfiguraciones de la globalización, que percibió las consecuencias del tlc aun antes de que se firmara. Supo imaginar qué iba a significar para grandes zonas de la agricultura tradicional, donde se buscaba la diversificación para alcanzar la autosuficiencia, cambiar la forma de tenencia de la tierra (el ejido y las tierras comunales) y la organización del trabajo. Decía que no hay por qué escandalizarse del cambio; la cuestión está en quiénes lo deciden y con cuáles razones: ¿qué peso tiene la opinión real de los campesinos acerca de lo que se demandará que modifiquen? ¿Quiénes y cómo van a decidir si la opción favorable es la especialización de la producción agrícola en cultivos comerciales o, por el contrario, la diversificación orientada hacia la autosuficiencia alimentaria? Esa preocupación por cómo se desenvolvería la restructuración económica y la participación democrática no podría tratarla, afirmaba, una antropología de lo nacional sino desarrollando una antropología de lo transnacional, interesada en detectar los valores de un acceso ampliado a los bienes materiales y simbólicos del mundo, estrechando los vínculos con los chicanos y mexicanos residentes en Estados Unidos.

Ese giro, que Bonfil registraba en los otomíes del Valle del Mezquital interpretando mensajes televisivos o al incluir las marcas transnacionales en una exposición sobre el maíz en el Museo de Culturas Populares cuando él lo dirigió, ha seguido abriéndose hasta volverse habitual que las tesis de nuestros alumnos de doctorado en México se ocupen de la India, de empresas coreanas, chinas, la organización transnacional de las comunicaciones y los usos de las redes digitales.

Mi impresión es que el descentramiento todavía es insuficiente. Pocos antropólogos mexicanos han estudiado Centroamérica y, respecto de Estados Unidos, el conocimiento generado en nuestro país es bajo, en contraste con la enorme investigación de ellos sobre nosotros, aun si tenemos en cuenta que 90% de nuestro comercio es con ese gigante vecino. Sabemos que al estudiar otras sociedades nos da una mirada diferente, desmarcada de los puntos de vista originales de la propia. Además, estimula la teorización crítica, replantea cómo nos formamos, dónde queremos ir y qué preguntas nuevas nos tenemos que formular.

Así como la apertura a antropólogos de otras sociedades enriquece y da un sentido distinto a los estudios sobre interculturalidad, esos vínculos internacionales contribuyeron a formar un saber transdisciplinario. En rigor, este es un requisito indispensable hoy en cualquier disciplina si se quiere evitar el aislamiento de una o dos dimensiones de la vida social.

La frase del título puede ser leída en dos sentidos. La antropología y México son lugares estimulantes para migrar si uno se formó en otras disciplinas o debe exiliarse. También son lugares para migrar en el sentido de salir hacia otros horizontes porque en este mundo globalizado y de convergencia multimedial la pertenencia a una sola comunidad, una sola nación o una sola disciplina no bastan para comprender lo que nos sucede.

Si vamos a una comunidad indígena y hay televisión, necesitamos saber algo de comunicación, si de allí salen migraciones es preciso informarse sobre política internacional, sociología y economía del trabajo. En realidad, la antropología fue históricamente transdisciplinaria. Recordamos textos clásicos como los de Herskovits, “El hombre y sus obras”, estudiaba todo, la cultura era todo: la tecnología, la educación, la moral, la religión y eso obligaba a reunir los saberes que había en la época sobre esos temas y relacionar. Ahora distinguimos entre zonas de la vida social y se premia la especialización, pero ese saber específico necesita nutrirse de otras disciplinas. No existen soluciones metodológicas exclusivas de los antropólogos porque la etnografía, el trabajo de campo o la observación directa, escuchar a los informantes o a los sujetos de estudio, es algo también practicado ahora por sociólogos, comunicólogos y otros. Por lo tanto, la antropología no es autónoma y quizá nunca lo fue porque toma prestado de otras disciplinas: de la historia, las crónicas, la sociología, la lingüística, etcétera.

A su vez, las otras disciplinas usan recursos antropológicos para entender aquello que con las encuestas, los censos o los informes institucionales no logran descifrar. La transdisciplinariedad es un recurso indispensable para todas las ciencias, debido a la multidimensional de los fenómenos y a su interrelación. ¿Cómo abarcar problemas actuales y tratarlos en su complejidad o vastedad global, sean las migraciones o las distintas formas de interculturalidad, sin usar recursos de otras disciplinas? Más aún: diremos que la autonomía absoluta no es deseable. La consistencia de los saberes exige cumplir reglas propias de una disciplina, pero siempre requiere trabajar con otros, en equipos conformados por investigadores con nociones y estrategias distintas. Si bien he hecho investigaciones sólo con antropólogos (por ejemplo, sobre las artesanías y fiestas populares en Michoacán), cuando empecé a trabajar sobre cultura urbana en la Ciudad de México o en Tijuana comprendí que era indispensable articularme con sociólogos, economistas, comunicólogos y geógrafos. También en estudios más recientes sobre jóvenes, a los que me referiré más adelante.

Argentinos y mexicanos: tensiones interculturales

Cuando hablamos de antropólogos argentinos en México hay dos cuestiones desafiantes. Una es cómo nos ven los mexicanos, cómo se construye la interculturalidad, tanto por lo que los argentinos vemos de México como por las maneras en que nos ven a nosotros. La segunda es cómo habitamos unos y otros las transformaciones ocurridas en la sociedad, la política y la economía mexicanas desde que llegamos en los años 70 hasta la actual descomposición.

Respecto de ambos asuntos, transcribo un fragmento de una entrevista que me hizo un periodista mexicano, Eduardo Bautista, en 2016:

EB: ¿Qué tan compatibles son argentinos y mexicanos?

NGC: Sé que hay chistes sobre nosotros que no son precisamente elogiosos. Es un lugar que compartimos con los estadounidenses. Pero sí, evidentemente hay cortocircuitos entre ambos, sobre todo en el modo de comportarnos social y culturalmente. Creo que hemos estereotipado a Argentina. Muchos tienen la idea de que provenimos de una tradición más europea que, si bien existió en el pasado, hoy ya no es tan visible debido a la incursión de la cultura norteamericana.

EB: ¿Pero se han sabido adaptar, no cree?

NGC: Tal vez. Ahí está la nueva oleada de jóvenes que llegó a México después de la crisis de 2001. La Argentina se había quedado sin rumbo ni expectativas y ellos sabían que aquí hallarían grandes oportunidades. Hoy muchos trabajan en el diseño, la moda, la gastronomía o las artes visuales. Este país se ha beneficiado mucho de las migraciones latinoamericanas. Buenos Aires y la Ciudad de México son las grandes capitales culturales de América Latina. Quizás en ninguna otra urbe del continente haya tanto acceso a la cultura internacional.

EB: Argenmex es el término que se emplea para definir a este exilio…

NGC: Es llamativo que, pese a la variedad de migrantes latinoamericanos residentes en México, seamos los argentinos quienes tengamos esta fórmula para fusionarnos (en el lenguaje) con la cultura mexicana. Las conexiones, después de todo, no son tan malas. Los argenmex de segunda generación prefieren vivir en México y eso que muchos también conocen cómo es la vida en Argentina.

EB: ¿Cómo asimilan ambos países la violencia social?

NGC: Varios de los cárteles que operan en México también lo hacen en Argentina. Esto nos deja ver que existe una nueva y paródica integración latinoamericana, que está siendo llevada a cabo por los narcotraficantes y no por los gobiernos ni los empresarios legales. También hay una serie de paralelismos interesantes: Argentina tuvo 30 000 desaparecidos durante la dictadura; México, con esta guerra inútil y fracasada contra el crimen organizado, ya se está acercando a esa cifra. En ambos casos, aunque distintos, tenemos elementos comunes: al ejército reprimiendo a personas que deben huir de sus comunidades y a periodistas obligados al exilio. En los dos países existe un desmantelamiento del Estado de bienestar y una opacidad en el manejo de la justicia. En México no se ha esclarecido el caso Ayotzinapa y en Argentina sucede lo mismo con el atentado a la Asociación Judía y la muerte del fiscal Nisman. Vivimos en medio de gestiones políticoempresariales corruptas, acuerdos de seguridad autoritarios e intentos de controlar la participación social. Son coincidencias de fondo y muy tenebrosas a las que debemos poner especial atención.

La segunda cuestión -cómo vivimos la descomposición actual- es particularmente difícil de tratar en un espacio corto. Ahora habitamos un México distinto del que expandía la educación, las instituciones y acogía exiliados y migrantes latinoamericanos, europeos y estadounidenses. No es sólo un país golpeado por las crisis de 1982, 1994 y la catástrofe económica mundial iniciada en 2008. No crece como otras naciones también afectadas por el desorden mundial. México, que recibió a docenas de miles que huíamos del terror de las dictaduras, sufre ahora miles de asesinatos al año y otras violencias, que se extienden con ritmo parecido a la población inscrita en actividades informales, más numerosa que la que cuenta con contratos, seguridad social y asistencia médica.

Hace pocos años me entrevistó la antropóloga Fiamma Montezemolo, para un libro que preparaba sobre Tijuana. Me preguntó si todavía pensaba, como escribí en Culturas híbridas [2001], que esa ciudad era un laboratorio de la posmodernidad. Le dije que ahora pienso a Tijuana más bien como un laboratorio de la desintegración social y política de México como consecuencia de una ingobernabilidad cultivada. Algunos vimos hace tres décadas a Tijuana como laboratorio posmoderno para las ciencias sociales y las artes por su fascinante reelaboración de vínculos entre metrópolis y periferias, creatividad interétnica, pasaje de las culturas nacionales a los flujos globalizados.

Ahora todo México se parece a Tijuana. Los dramas sociales y la creatividad de emergencia se exacerban en todo el país, en un marco de regresión económica y social. Se fue consintiendo en las últimas décadas el avance de la informalidad y la ilegalidad en las relaciones laborales, el creciente poder de las mafias y hasta se les dio protección política. La muerte de Colosio en 1994 ocurrió en Tijuana: era el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la presidencia del país y nunca se aclaró, mediante una investigación suficiente, qué fuerzas nacionales estaban implicadas en ese crimen. La descomposición generalizada expulsó más migrantes y aumentó la dependencia de las remesas a las familias que quedaron en México: así se mantuvo un precario equilibrio entre la población que se perdía y la sobrevivencia de los que se quedaban.

Un desafío fuerte para la investigación social y cultural es la dificultad de distinguir entre lo formal y lo informal, lo legal y lo ilegal, entre las promesas incumplidas y las inercias secretas de una sociedad que no está enfrentando sus contradicciones claves. ¿Cuál es el vínculo entre la precarización laboral, personal y social, “normalizada” por la pérdida de derechos ante el retiro regulatorio del Estado y la explosión de criminalidad?

Preguntas pendientes sobre los jóvenes

Al trabajar con un equipo de especialistas en estudios sobre juventud en la Encuesta Nacional de Jóvenes de 2005 y luego en una investigación sobre emprendedores y jóvenes creativos en las ciudades de México y Madrid entre 2010 y 2012, nos aparecieron dos preguntas interrelacionadas: ¿Por qué la desigualdad se agrava para los jóvenes? ¿Por qué los jóvenes -que tienen mejor nivel educativo y mayor capacitación tecnológica que sus padres- ganan menos o les resulta más difícil que a ellos tener trabajos durables? La precariedad, en sus distintas formas, parece ser un rasgo común a muchos tipos de jóvenes, incluso los estudiantes y profesionales.

¿Por qué mueren masivamente los jóvenes? Sólo en 2012 murieron en México 20 658 jóvenes. Es una pregunta biológicamente absurda y como dice Rossana Reguillo, una paradoja ante “las promesas de la modernidad, del libre mercado, de la democracia y el desarrollo” [Reguillo 2015: 60].

Varios estudios recientes centran el análisis de la condición juvenil en la informalidad. Nacida como concepto hace décadas para dar cuenta de explotaciones sin reglas en los mercados de trabajo, hoy resulta necesaria para comprender otras áreas de la vida social. Por ejemplo, la política, donde crecen procedimientos informales o ilegales: corrupción, clientelismo, linchamientos, negociaciones ocultas, videos que develan estos actos en los medios antes de que la justicia y las instituciones formales intervengan.

Algo semejante ocurre con las estrategias de sobrevivencia. Cuando las soluciones formales ya no se esperan de las instituciones públicas ni de las empresas privadas, amplios sectores -sobre todo los jóvenes- recurren a procedimientos, personas o redes “irregulares”. La informalidad conduce a menudo a la paralegalidad. Hay que destacar, pese al aspecto “desordenado” de estas actividades informales, el papel organizador de la sobrevivencia cotidiana que cumplen al proveer recursos a familias excluidas de la economía formal, a migrantes y jóvenes que no encuentran dónde trabajar. A veces estos expulsados de los mercados formales llegan a conformar microempresas, con mecanismos de acumulación, redes de cooperación y poder paralegales, que negocian con los poderes públicos o con instituciones de la economía formal espacios, tolerancia policial y negocios combinados.

Si prestamos atención a esta reestructuración de las sociedades contemporáneas, quizá podamos comprender cómo se resitúa la desigualdad y cómo se oculta a la vez en el sistema social y en la experiencia de los sujetos.

Las consecuencias de esta posición inequitativa de los jóvenes se aprecia, por ejemplo, en el estudio publicado por el Banco Mundial en enero de 2016, titulado Ninis en América Latina [2016], los autores, Rafael de Hoyos, Halsey Rogers y Miguel Székely, señalan que existen más de veinte millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan en nuestra región. Colombia, México y América Central están por encima del promedio regional. Dos tercios de los llamados ninis son mujeres, lo cual acentúa la disparidad de género. Pero son los hombres quienes más incrementaron el número de ninis en las últimas dos décadas. Predominan los que desertan de la escuela antes de terminar el bachillerato y no consiguen emplearse en el sector formal.

Sabíamos antes de esta investigación del Banco Mundial que en México existen unos siete millones de jóvenes que no estudian ni trabajan. Uno de los aportes de este nuevo diagnóstico es establecer correlaciones entre los ninis y la delincuencia en nuestro país. Los autores demuestran que entre 2008 y 2013, cuando se triplicaron los homicidios en México, se perciben vínculos significativos entre la proporción de ninis y la tasa de homicidios en varias zonas, notoriamente en los estados fronterizos. La existencia masiva de ninis no sólo reduce el producto total de la economía debido a una menor productividad. También agrava la desigualdad. Una incidencia de ninis más alta en los hogares pobres y vulnerables exacerba las inequidades históricas, obstruye la movilidad social y la reducción de la pobreza a largo plazo.

¿Qué explican estas correlaciones estadísticas? Advertir una correspondencia entre el aumento de ninis y el de homicidios sugiere que la carencia prolongada de trabajo contribuye potencialmente a la delincuencia, las adicciones y la desintegración social. Pero en rigor, no podemos hacer un vínculo mecánico entre desigualdad, precariedad y criminalidad. Amplios sectores de jóvenes canalizan sus desventajas hacia la movilización política para cambiar las condiciones o hacia la construcción de empleos y redes alternativas al sistema laboral. Debemos destacar que, así como hay adolescentes y jóvenes que ingresan a las redes ilegales, muchos son víctimas de las prácticas mafiosas y de la represión o estigmatización de los gobiernos y las élites políticas, militares y económicas. La desigualdad visible en el mayor número de muertos jóvenes se debe a distintos tipos de vulnerabilidad. Hay una mayoría de sicarios jóvenes, así como de soldados y policías jóvenes que están en la primera línea de la represión, pero también hay personas inocentes asesinadas por militares, un alto número de jóvenes víctimas de secuestros y violencia sexual.

Los casos de los falsos positivos en Colombia, de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa y de los migrantes jóvenes centroamericanos asesinados en México han llevado a hablar de políticas de juvenicidio, necropolíticas en las que a menudo los jóvenes son el sector más vulnerable y, a la vez, quienes son obligados a operar el horror como sicarios, policías, militares y paramilitares jóvenes. Apenas estamos comenzando a esclarecer la conexión del fracaso social del neoliberalismo con esta aniquilación masiva de jóvenes de ambos lados del drama. También es necesario precisar cómo se vinculan los actos que estrictamente pueden llamarse juvenicidios con el maltrato de los cuerpos bajo la disciplina de las maquiladoras, la vulnerabilidad de las migraciones y la precariedad de las empresas autogestivas, las economías solidarias y el trabajo comunitario [Reguillo 2015; Valenzuela 2015].

¿Qué tienen en común la experiencia de la precariedad y la de la muerte anticipada en los jóvenes que se arriesgan a dejar la vida o a quitársela a otros? La experiencia de buscar trabajo una y otra vez, pasar largos periodos sin ser aceptado o encontrar alguno que dura unos pocos días o semanas, es semejante a la de los jubilados, exiliados o expulsados: es la experiencia de sentirse prescindible. La desesperación o la fatiga ante la no obtención de un empleo satisfactorio puede llevar al trato cercano con la muerte como sicario o en otras ocupaciones de alto peligro. Aun en los que no ingresan a las mafias, la precariedad coloca a los jóvenes en una proximidad con la muerte impropia para su edad.

Jóvenes creativos y precarios

Aquí me parece útil incorporar la investigación que realizamos en las ciudades de México y Madrid, entre 2010 y 2013, con grupos de jóvenes artistas visuales, escritores y editores, músicos y artistas de medios, algunos de ellos estudiantes o con reciente formación universitaria. Por una parte, buscamos conocer cómo se sitúan ante la precariedad laboral quienes en su mayoría han alcanzado estudios superiores. Al mismo tiempo, quisimos averiguar, mediante etnografías de la cotidianidad, si la creatividad funciona como recurso productivo eficiente, según postulan los impulsores de las industrias creativas (Florida, unctad, pnud y unesco, entre otros).

Las investigaciones internacionales sobre las nuevas generaciones destacan un rasgo de sus vidas: la instalación en un presente con poca memoria y escaso horizonte futuro. Lo asocian con la precariedad de los trabajos, también con la reorganización cultural de las experiencias y su comunicación instantánea en las redes tecnológicas. En México lo comprobamos en la Encuesta Nacional de Juventud de 2005 cuando, al proponer a los encuestados varias frases para que eligieran aquella con la cual más se identificaban, la preferida fue esta: “El futuro es tan incierto que es mejor vivir al día”.

Las investigaciones antropológicas realizadas por Angela McRobbie en Londres y Berlín, así como las que efectuamos en Madrid y México [García et al. 2012] perciben discrepancias entre la valoración de la creatividad si se la mira desde la perspectiva hegemónica o desde la experiencia de los trabajadores creativos: donde los economistas veían mayor libertad de los emprendedores gracias al autoempleo; los antropólogos hallamos precariedad y la ansiosa autoexplotación de trabajadores que no saben cuánto va a durar lo que hoy hacen y cuál va a ser su próxima ocupación; donde los empresarios y gobernantes encontraban emoción e intensidad en el uso del tiempo de los trabajadores independientes, su vida diaria revela pérdida de derechos laborales, nuevas discriminaciones de género y étnicas.

Sin duda, el creciente movimiento internacional de emprendedores jóvenes exhibe aspectos positivos. La observación cotidiana de estos sectores muestra las tácticas con las que se acomodan a trabajos inestables, combinan recursos públicos y privados, formales e informales, su agrupamiento en redes novedosas para desarrollarse. Aun quienes no han finalizado sus estudios universitarios, disponen de recursos económicos y escolares, familiares, conocimientos básicos de inglés y equipo de computación personal que los habilitan para acceder a servicios digitales complejos. Son cosmopolitas, dúctiles para desempeñarse en oficios diversos, usan intensamente los recursos digitales para cooperar anudando comunidades nacionales e internacionales donde algunos consiguen trabajos y expanden sus productos.

Son vidas creativas y precarias: deben estar disponibles todo el tiempo y completar los ingresos como artistas o músicos independientes con lo que pueden obtener en otras tareas. El egresado de una licenciatura en artes visuales puede desempeñarse seis meses como fotógrafo, luego hacer escenografía para una película, durante tres meses estar sin trabajo y después asociarse con técnicos de Internet para diseñar páginas web. Tener varios perfiles profesionales y aprender a trabajar con especialistas en campos diferentes es indispensable en los mercados creativos efímeros. Dice la encargada del programa educativo de un museo: “La mayoría tenemos uno o dos trabajos y mientras estás en un trabajo vas pensando en el otro. Mandas mails sobre un proyecto mientras te metes a skype o distintas redes, para armar la producción y la gestión de otros eventos o proyectos”.

En el universo seleccionado en la Ciudad de México, quisimos conocer cómo financiaban sus prácticas creativas. Hallamos que de los 175 encuestados sólo 19% mencionó que la producción de arte es su único ingreso [García y Piedras 2013]. El trabajo creativo se complementa con docencia, difusión cultural o administración. En Francia, esta dedicación parcial y discontinua al trabajo creador les ha dado el nombre de intermitentes [Menger 2009]: el intento del gobierno de Hollande de quitarles un régimen de protección laboral y seguridad social que situó a Francia en la avanzada, ha convertido a los intermitentes en uno de los núcleos de las recientes protestas en París.

Un rasgo de estos jóvenes es la organización de la vida en proyectos, mientras se desvanece la noción de carrera. Pasamos de una sociedad en la que se podía hacer carrera a otra en la que escasean las plazas laborales y son casi siempre inseguras. La creatividad y la innovación, dos rasgos altamente valorados para conseguir empleo, más que las competencias profesionales duraderas, vuelven frágiles las actividades de los jóvenes y sus agrupamientos laborales y políticos.

“¿Cómo te ves dentro de 10 o 15 años?”, preguntan dos investigadoras, Verónica Gerber y Carla Pinochet, a sus entrevistados: “No tengo ni idea. No lo pienso mucho. Cada semana hay una neblina y no puedo ver qué va a pasar. No me interesa hacer planes a futuro porque no tengo aspiraciones generales.”

Pese al dinamismo creativo que anima la vida joven, ciertas zonas personales se empobrecen al no sentir certezas de media y larga duración. Me decía una artista visual que trabaja a veces como productora cultural y otras como diseñadora digital: “Entre la licenciatura y la maestría estudié nueve años. Sé inglés y francés, y soy capaz de desempeñarme en distintos oficios. Pero no encuentro trabajo que dure: di cursos y hago trabajos con contratos temporales, y entre uno y otro puedo quedarme tres meses sin ganar nada. No puedo esperar que me den un préstamo para comprar un auto ni que me den licencia si quedo embarazada”.

Parece fecundo analizar en qué grado perder la noción de carrera y remodelar la vida como una serie de proyectos, se corresponde con la desafección hacia instituciones estabilizadas como los partidos o sindicatos y la corta duración de los movimientos sociales en los que se confía. ¿Pueden salir de ese vértigo precarizado los movimientos sociales que lo impugnan o acaso el marco tecnológico y cultural en que se desenvuelven ha “normalizado” esa inestabilidad y discontinuidad de las batallas sociales?

Sabemos que el agotamiento de movimientos sociales no deja sólo fracasos: se reasumen esas demandas y experiencias en nuevas organizaciones, en las que suelen participar militantes de movimientos extinguidos. Sucedió en México con quienes estuvieron en Yo soy 132 y ahora forman parte de movimientos por la paz, por los derechos humanos, actúan en radios y redes comunitarias, generan nuevas revistas, blogs y sistemas de información digital. Están impulsando también en 2017 candidaturas independientes para las próximas elecciones.

Palabras finales

Quiero concluir esta reflexión agradeciendo que me hayan invitado a este número de Cuicuilco dedicado a los antropólogos de origen argentino que vivimos y trabajamos en México, también asumiendo el cuestionamiento a mi identidad de antropólogo, parecido a otros recibidos por muchos estudiosos de México por ser extranjeros. Transcribo la pregunta que me hicieron en 2014 unos antropólogos mexicanos cuando me invitaron a dar una conferencia en un simposio sobre Etnografía en el Museo Nacional de Antropología y retomo la respuesta.

ANTROPólogos: ¿Qué le hacen pensar las críticas que afirman que usted no es antropólogo?

NGC: Permítame resumir una respuesta más larga que elaboré en un libro reciente titulado El mundo entero como lugar extraño, donde incluí una entrevista ficcional en la que imaginé que una organización llamada “Interdisciplinaria errorista” me preguntaba eso: ¿usted hace ejercicio legal de la antropología?, ¿dónde están sus diplomas?

De hecho, una vez intenté entrar por invitación de la presidenta de entonces, Lourdes Arizpe, al órgano que asocia a los antropólogos en México y presenté mi solicitud; no me aceptaron porque no tenía diploma. Efectivamente, si se juzga así, no soy antropólogo. Como he hecho varios trabajos de campo, me parece que la discusión habría que hacerla más bien sobre esos trabajos, su elaboración explicativa e interpretativa, no sobre el diploma habilitante. Es posible que mi formación filosófica predominante haya condicionado mi modo de hacer antropología. A la inversa, elegí como tema de mi tesis de doctorado a Merleau-Ponty porque me interesaba mucho el trabajo que él había hecho con lo interdisciplinario e intercultural; con problemas fronterizos de las ciencias sociales, leídos con claves filosóficas, pero en diálogos con Lévi-Strauss, con Lacan, con Saussure. Mi director de tesis fue Paul Ricoeur, quien dedicó gran parte de su vida a discutir en la frontera de la filosofía con la lingüística, con el psicoanálisis y con la antropología. En suma, no me considero un antropólogo cien por ciento, ni noventa por ciento, porque he tratado de hacer también estudios comunicacionales partiendo de saberes, antecedentes y formas de acceso a los medios de la comunicación social, desarrollados más por los comunicólogos que por los antropólogos.

He estudiado la Ciudad de México con recursos de la sociología, la comunicación y el urbanismo, pero no veo otra manera de hacerlo. Quizá para ser un buen antropólogo haya que trascender ese sentido limitado que imagina la antropología sólo como etnografía y la escritura de lo que capturó. Los antropólogos que más valoro son buenos epistemólogos que transitaron por distintas disciplinas aun cuando no hayan teorizado mucho. Podríamos discutir si Clifford Geertz, quien primero estudió filosofía y luego antropología, tardíamente, no se perdió entre lo que llamaba “géneros confusos”, pero buena parte de la riqueza de su obra está en haberse preguntado no sólo cómo hacer etnografía, que la hizo, sino cómo la escribió y cómo seguía produciendo conocimiento según el modo en que la escribía; si trató de hacerlo como texto, como drama, en relación con la poesía o con otros discursos sociales. Buena parte del saber que uno encuentra en los libros de Clifford Geertz, como notoriamente se ve en Conocimiento local [1994] al usar sus nociones de cultura y descripción densa, es el resultado de haber trabajado con niveles múltiples de significación y no sólo con aquello que los instrumentos etnográficos y antropológicos clásicos le permitían captar.

Para mí la antropología es una disciplina central en las ciencias sociales, en buena medida por su capacidad de ser interdisciplinaria, situarse en la intersección de saberes que suelen ser más especializados. Hoy abundan, también en México, los antropólogos que trabajan con la etnografía, además con las encuestas, con los censos, con los imaginarios narrados, ficcionales. En esa intersección, entre esos discursos, acciones y saberes, se produce eso que llamamos conocimiento.

¿Qué significa colocarse en las intersecciones? ¿Entonces no es lo propio del antropólogo poner en el centro al otro, al diferente? No me parece casual que haya sido un filósofo, Maurice Merleau-Ponty, ni que haya sido en su texto sobre Claude Lévi-Strauss, el que haya dicho con tal claridad, antes de que la globalización evidenciara la interdependencia que nos hace a todos diferentes, que lo propio de la etnología no sería ocuparse de un objeto singular. Se trata, más bien, “de construir un sistema de referencia general donde puedan encontrar lugar el punto de vista del indígena, el punto de vista del civilizado, y los errores de uno sobre el otro, constituir una experiencia ampliada que se convierta en principio accesible a los hombres de otro país y de otro tiempo” [Merleau-Ponty 1960: 150].

Desde que leí este texto hace más de 40 años, antes de venir a México, anoté en el margen esta pregunta: ¿quién construye el sistema general, el lenguaje o el terreno común en el que un lenguaje nuevo será posible? Hoy es más claro que no pueden construirlo ni los “civilizados” ni los “indígenas”, ni los antropólogos ni los filósofos ni los políticos, pero tampoco sin ellos. ¿Puede ocurrir si cada uno no nos volvemos capaces de migrar de lo que imaginamos como propio y legítimo?

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1Esto lo puede ver en la siguiente página <http://www.fonart.gob.mx>. Consultado en 2002.

Recibido: 20 de Junio de 2017; Aprobado: 15 de Agosto de 2017

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