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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

On-line version ISSN 2448-8488Print version ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 n.69 Ciudad de México May./Aug. 2017

 

Dossier

Etnicidad, historicidad y complejidad. Del colonialismo al indigenismo y al Estado pluricultural en México

Ethnicity, historicity, and complexity. From colonialism to indigenism and the multicultural state in Mexico

Miguel Bartolomé*  1 

1Instituto Nacional de Antropología e Historia Centro INAH Oaxaca


Resumen:

Desde mi llegada a México, a inicios de 1970, el tema de las relaciones interétnicas y las políticas estatales al respecto, plasmadas en el indigenismo, fueron parte central de mis preocupaciones intelectuales y políticas. La cuestión étnica en México ha sido abordada por muchos investigadores desde el punto de vista historiográfico, económico, político, institucional, ideológico nacionalista, discursivo, etc. Pero creo que la situación de los indígenas de México se niega hasta ahora a ser traducida por un solo relato o por la imagen de un momento cronológico, puesto que está nutrida por una historicidad sin la cual es imposible acercarnos a su presente. Es una realidad renuente a cualquier reduccionismo analítico que abdique de la historia, de las ideologías, del poder, de la economía, de la dimensión cultural y de la multiplicidad de los contextos globales y sus traducciones regionales. Se hace entonces quizá necesario construir una narrativa que busque integrar a los distintos relatos sin proponerse reemplazarlos. Este ensayo no pretende serlo, pero intenta dar un paso en esa dirección.

Palabras clave : Etnicidad; indigenismo; México; complejidad

Abstract:

Since my arrival in Mexico, in the early 1970s, the issue of inter-ethnic relations and state policies concerning them, and thus embodied in indigenism, were a central part of my intellectual and political concerns. The ethnic issue in Mexico has been addressed by many researchers from the historiographical, economic, political, institutional, ideological nationalist, discursive, etc. points of view. However, I believe that the situation of Mexico’s indigenous people refuses to be translated by a single story or by the image of a chronological moment, since it is nourished by a historicity without which it is impossible to approach its present. It is a reality reluctant to be embodied by any analytical reductionism that abdicates from history, from ideologies, from power, from economics, from the cultural dimension, and from the multiplicity of global contexts and their regional translations. It is therefore necessary to build a narrative that seeks to integrate the different stories without proposing to replace them. This essay does not aim to be that, though it does endeavor to take a step in that direction.

Keywords: Ethnicity; indigenism; Mexico; complexity

In memoriam Jan de Vos

Amigo, historiador, flamenco, chiapaneco, trovador y humanista

Llegué a México en 1972, acompañado por mi esposa y colega Alicia Barabas, para impartir clases en la Universidad Iberoamericana, gracias a una formal invitación del entonces director del Departamento de Antropología, Arturo Warman, gestionada por mediación de mi amigo y colega Scott Robinson, quien también impartía cátedra en dicha institución.

Ángel Palerm se desempeñaba como director del área de Ciencias Sociales y así fue que traté a quienes hoy son recordados como miembros de una generación de ruptura respecto de la tradición antropológica mexicana. Hacía un par de años que conocía a Guillermo Bonfil Batalla, desde nuestro encuentro en la Reunión de Barbados, por lo que la llegada a México tuvo presencias amigables.

Simultáneamente, tanto Alicia como yo comenzamos a impartir clases en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, después de presentar nuestros respectivos programas a la asamblea estudiantil, que intentaba implementar una especie de autogestión comunitaria en el hermoso edificio del Museo Nacional de Antropología. La Escuela estaba entonces dirigida por Eduardo Matos Moctezuma, quien nos recibió con cordialidad, vinculándonos intelectualmente con la arqueología mexicana, que nos permitía acceder a la profundidad histórica de los Pueblos Originarios del presente. Durante poco tiempo, la recordada amiga y colega Margarita Nolasco Armas, posibilitó nuestra contratación por la entonces Secretaría de Recursos Hidráulicos, como antropólogos participantes en el proyecto de construcción de la Presa Cerro de Oro en Oaxaca por parte de la Comisión del Papaloapan, en cuyas instalaciones de Ciudad Alemán, Veracruz, pasamos a residir. De allí nos trasladamos a la villa chinanteca de Ojitán, donde convivimos durante casi un año con sus pobladores y comenzamos a conocer un poco del México indígena, a partir de una experiencia vivencial que nos alejaba de los discursos académicos formales y de las declamaciones políticas que desconocían o negaban la realidad. Al año siguiente, 1973, Guillermo Bonfil nos contrató para contribuir a fundar el Centro Regional de Yucatán, iniciando nuestra duradera relación con los mayas. Así fue cuando comenzó mi pasión solidaria e intelectual sobre la cuestión étnica en México, tal como trataré de sintetizarlo en las páginas siguientes, que pretenden dar cuenta de una relación que lleva más de 40 años.

La cuestión étnica en México ha sido abordada por muchos investigadores desde el punto de vista historiográfico, económico, político, institucional, ideológico nacionalista, discursivo, etcétera, pero creo que la situación actual de los indígenas de México, se niega hasta ahora a ser traducida por un solo relato o por la imagen de un momento cronológico, puesto que está nutrida por una historicidad sin la cual es imposible acercarnos a su presente. Es una realidad renuente a cualquier reduccionismo analítico que abdique de la historia, de las ideologías, del poder, de la economía y de la multiplicidad de los contextos globales y sus traducciones regionales. Se hace entonces quizás necesario construir una narrativa que busque integrar a los distintos relatos sin proponerse reemplazarlos; este ensayo no pretende serlo, pero intenta dar un paso en esa dirección. Tal como lo sugiere Néstor García Canclini [2011: 19] no es que falten relatos, lo que pasa es que ninguno da cuenta de una complejidad social que es cada vez más interdependiente y difusa, pero que no renunciamos a tratar de entender como un todo.

El indígena mexicano actual proviene de procesos que abarcan milenios de historia cultural, pero de los cuales ahora voy a referirme muy brevemente sólo a los últimos cinco siglos, a partir del hito cronológico fundamental marcado por la invasión europea. Conquista, Colonización, Independencia y Revolución de México, parecerían ser los cuatro grandes momentos por los que atravesó la configuración estatal que hoy llamamos México, al menos desde la perspectiva de la historiografía con la cual el Estado se relata a sí mismo. Pero estas etapas no son muy unívocas para todos sus participantes, ya que fueron protagonizadas por múltiples actores sociales; la presencia de muchos protagonistas, inicialmente mayoritarios, fue secuestrada por la acción de un sector dominante cuya naturaleza étnica y condición hegemónica no ha cambiado demasiado a través de la historia. Los invasores y colonizadores hispanos fueron sucedidos por sus descendientes criollos y éstos por sus herederos mestizos o que reclamaban para sí un supuesto mestizaje, más cultural que biológico, que sirvió como reivindicación política nacionalista y emblema identitario.

No quiero reiterar, una vez más, la denuncia sobre la dramática situación por la que atraviesan los Pueblos Originarios, sino tratar de dar cuenta de la construcción histórica de una realidad cuyo presente está signado por la subalternidad y la exclusión, que parecerían constituir una especie de orden natural de las cosas, puesto que cada vez provocan menos escándalo. A pesar de la proliferación de discursos reivindicativos, de la aceptación retórica de la pluralidad cultural del Estado, de la apología de la diversidad, de la apertura de ciertos foros para sus protagonistas y la promoción e implementación de políticas públicas nacionales, ser indígena sigue siendo sinónimo de carencias y pobrezas que todavía llegan hasta la miseria extrema. Trataré entonces de aproximarme a una historia que, no por conocida, ha agotado las posibilidades de ofrecer distintas lecturas de los mismos eventos.

Los sistemas de dominación

Cuando llegaron los invasores hispanos al territorio de la construcción estatal que hoy llamamos México, estaba habitado por una numerosa población de agricultores altamente especializados, herederos de la tradición civilizatoria mesoamericana (ca. 4 000 AP), así como por cazadores y recolectores norteños, quienes preferían la apropiación directa del medio y eventualmente la horticultura en las llamadas Oasisamérica y Aridoamérica, a pesar de relacionarse con tradiciones agrícolas avanzadas. La demografía histórica es bastante especulativa a pesar de lo minucioso de sus análisis, pero no sería muy arriesgado señalar la presencia de más de 30 millones de personas; la mayor parte dedicada a la agricultura, organizados en sociedades estratificadas y capaces de generar excedentes que posibilitaron el desarrollo del urbanismo y del Estado. El impacto de la invasión fue terrible, generando, al igual que en el resto de América, uno de los mayores genocidios voluntarios e involuntarios de la historia humana. La superioridad militar y tecnológica no hubiera sido suficiente para consolidar la empresa colonial, si no la acompañara el masivo desarrollo de enfermedades epidémicas para las cuales los nativos no tenían defensas. En unas pocas décadas se registraron millones de muertes, reduciendo la población de 10% a 15% de su magnitud numérica original. Fue sobre estos pocos millones de sobrevivientes que se instauró el sistema colonial extractivo, basado en el trabajo masivo indígena, el tributo y en la acumulación de metales preciosos.

Nadie en su sano juicio haría una apología de la Época Colonial, con la excepción de algún exaltado hispanista, como el ministro mexicano José Vasconcelos [1976], pero ciertos aspectos posibilitaron la reproducción cultural nativa, aún dentro del marco totalizador de las relaciones coloniales. Por una parte, de acuerdo con la lógica de las monarquías de la época, no se buscó la homogeneización lingüística, ya que en un mismo reinado europeo -incluyendo el español- se podía hablar distintas lenguas. Claro que se buscó castellanizar a las aristocracias locales y a otros grupos que podían servir como canales semánticos entre hispanos y nativos, pero no hubo una política de castellanización masiva.1 También hay que recordar que sobre la base de los altepeme, las unidades socioparentales que reclamaban una ancestralidad compartida y que como su nombre náhuatl lo indica (también en otras lenguas) ocupaban el binomio tierra-agua, espacio y poder germinal, se fueron configurando las comunidades nativas que llegan a nuestros días. Dichas comunidades, integradas en las Repúblicas de Indios, en las que no residían españoles, fueron reestructurando sus lógicas organizativas, incluyendo sistemas políticos exógenos como el municipio castellano del siglo XVI y las cofradías del XVIII, pero haciéndolos propios y defendiéndolos hasta el presente como sus sistemas de autogobierno. Por otra parte, si bien la evangelización cristiana llegó a cubrir todo el territorio, no tuvo la misma intensidad en todas partes y muchas áreas fueron marginales y débilmente catequizadas. Esto posibilitó el desarrollo de diferentes configuraciones sincréticas, que constituyeron y constituyen la muy peculiar forma de ser “católicos” que exhiben las diferentes culturas, cada una de las cuales realizó una apropiación singular del cristianismo, que no resulta contradictoria con esa experiencia múltiple de lo sagrado que solemos llamar politeísmo [Bartolomé 2005].

Durante los siglos XVII y XVIII se registró una creciente recuperación demográfica, aunque los antiguos mexicanos nunca llegarían a ser los que fueron. Así, en vísperas de la Independencia, en 1808, las no muy confiables estimaciones numéricas proponen que sobre una población total de 6 162 985 personas, 3 676 281 (60%) eran indígenas, 1 388 706 (23%) eran considerados mestizos y sólo 1 097 998 (18%) serían criollos o europeos [Navarrete 2005]. Los combates y batallas de la guerra de Independencia contaron, como era de esperarse, con una masiva participación de tropas indígenas reclutadas por ambos bandos. Pero ello no significa que tuvieran un papel protagónico en el proyecto de las élites criollas, ni que fueran tomados en cuenta para el futuro político de un proceso que la mayor parte de ellos no comprendía. Así lo revelan las palabras del jefe revolucionario Ignacio Allende en un escrito dirigido nada menos que al Padre de la Patria, el sacerdote Don Miguel de Hidalgo y Costilla, en la que asienta “…puesto que los indios no entienden el verbo libertad, creo necesario hacerles creer que el levantamiento es llevado a cabo únicamente para favorecer al rey Fernando…” [Lemoine 1976: 35]. En otros ensayos [véase Bartolomé 2009], me temo que provocando la ira de algunos lectores, he calificado a las independencias latinoamericanas como una Guerra Civil Española. Y es que las independencias fueron guerras transatlánticas, en las que combatieron hispanos contra sus propios descendientes criollos, ansiosos de acceder al poder local y liberarse de la hegemonía política y el monopolio económico de una monarquía debilitada e incompetente.

El proyecto independentista no sólo se realizó al margen de los indígenas, sino que poco después demostró haber sido concebido en contra de éstos. No podía haber nuevos señores de la tierra, si éstos carecían de servidores y de mano de obra barata y abundante. En México, el desarrollo del nuevo grupo señorial supuso su expansión territorial sobre las tierras indígenas que el estatuto colonial les había preservado. No por nada ya es un lugar común calificarla como la “segunda conquista”, acompañada por la mayor cantidad de rebeliones indígenas en todo el territorio nacional, incluyendo la masiva Guerra de Castas de Yucatán (1847-1853), donde los muertos se contaron por decenas de miles y los prisioneros mayas fueron vendidos como esclavos a Cuba [Bartolomé y Barabas 1977]. Del análisis de este contexto y de su prolongación hasta el presente, surgió la noción de colonialismo interno tempranamente formulada por Rodolfo Stavenhagen [1963: 93]:

[…] la expansión de la economía capitalista en la segunda mitad del siglo XIX, acompañada de la ideología del liberalismo económico, transformó nuevamente la calidad de las relaciones étnicas entre indios y ladinos (mestizos). Esta etapa la consideramos como una segunda forma de colonialismo, que podemos llamar colonialismo interno. Los indios de las comunidades tradicionales se encontraban nuevamente en el papel de un pueblo colonizado: perdieron sus tierras, eran obligados a trabajar para los “extranjeros”, eran integrados, contra su voluntad, a una nueva economía monetaria, eran sometidos a una nueva forma de dominio político. Esta vez la sociedad colonial era la propia sociedad nacional que extendía progresivamente el control sobre su territorio…

Fue la época del surgimiento de los grandes latifundios, de los que se hicieron propietarios los miembros de una clase patricia criolla, abiertamente orientada hacia el mundo occidental. Para el momento de construcción del Estado nacional, el destacado político liberal José María Luis Mora escribía que:

[…] los indios son cortos y envilecidos restos de las antiguas poblaciones mexicanas, es indispensable poner en marcha un proyecto que deberá concluir en el espacio de un siglo, en la fusión completa de los blancos, los criollos y la extinción de la raza india… [Hale 1987].

Pero muchas sociedades indígenas no aceptaron estas propuestas acompañadas por el despojo territorial, tal como lo demuestra la guerra de los yaquis de Sonora, estallada en 1831, cuya indomable rebeldía hizo que el gobierno trasladara a numerosos contingentes de yaquis prisioneros para integrarlos a las plantaciones esclavistas de Valle Nacional, Oaxaca y Yucatán.

Durante el siglo XIX México no recibió ningún aporte masivo de inmigrantes provenientes de otros países, sin embargo inexplicablemente el número de indígenas fue disminuyendo, a la vez que la población considerada mestiza registró un crecimiento exponencial. En realidad no se trató de un proceso de hibridación biológica, sino de una desindianización compulsiva provocada por la represión política y cultural del Estado, que generó una estigmatización de la condición étnica, percibida como una ciudadanía de segunda clase.

J. M. Mora y sus seguidores, en su temprano nacionalismo eurocéntrico, insistían en que el “carácter mexicano” debía buscarse en quienes fueran de ascendencia europea [Heath 1972: 11]. Un dato significativo de la represión cultural es la progresiva desaparición de la tradición escrita indígena, en sus idiomas pero con caracteres latinos, por ejemplo, en Oaxaca el último texto en mixteco que se conoce data de 1810, el último en zapoteco de 1824 y el último en chocho (ngigua) de 1827 [Van Doesburg 2008: 13]. Había distintas formas de llegar a ser mestizo aunque el fenotipo físico continuara siendo el mismo. De hecho, desindianizarse no requería necesariamente de descomunalizarse, pero sí de una renuncia activa a las tradiciones que aún integraban los diferentes textos culturales y la asunción del mundo de los “otros” que se demostraba como una forma más eficiente de ser un ser humano.2 Víctimas del racismo, de la explotación económica, de la exclusión social y la opresión política, millares de indios trataron de dejar de ser ellos mismos para intentar parecerse al modelo de ciudadano que el Estado criollo imponía como “lo mexicano”. Resultante de este proceso fue que, para 1883, sobre una población total de 10 447 984 personas, los indígenas sumaban pocos más que casi ocho décadas atrás, unos 3 970 234 (38%), pero ahora los mestizos eran 4 492 663 (43%), se habían triplicado y los europeos (criollos) contaban con 1 985 117 (19%) miembros [Navarrete 2005]. El racismo cultural y la discriminación habían logrado su objetivo, la antigua abrumadora mayoría ahora era minoría.

Las lógicas neocoloniales de emancipación

Se llega así a los albores de la Revolución Mexicana, cuando el primer censo de población del siglo XX, en 1910, determina una población total de 15 160 369 personas, de quienes sólo 1 960 306 (12.93%) eran consideradas indígenas de acuerdo al indicador lingüístico (INEGI). Se supone que la Revolución Mexicana marca el ascenso del mayoritario sector “mestizo” (social o cultural) al poder, a la vez que propone un rescate de los valores del México indio. Sin embargo, la situación es más compleja de lo que parece, ya que ni todos los mestizos eran mestizos, ni todos los blancos eran blancos. El mismo dictador Porfirio Díaz poseía una ascendencia mixteca y Emiliano Zapata provenía del desindianizado pueblo nahua de Anenecuilco, a pesar de lo cual escribió o hizo escribir varios manifiestos revolucionarios en náhuatl. Pero hasta el presente, la ideología apologética del mestizaje, como dato fundador de la identidad mexicana, hace que gran parte de la población, incluyendo muchos dirigentes políticos e intelectuales de fenotipo caucasoide, se declaren mestizos para enfatizar su mexicanidad. Así, el triunfante sector considerado mestizo realizó una reivindicación expropiatoria del pasado prehispánico, del cual se declaró heredero como una legitimación de la continuidad política del Estado y se dedicó fervorosamente a tratar que los indios accedieran al mestizaje como condición necesaria de la mexicanidad, buscando una especie de peculiar “refundación étnica” de la nación. La que implicaba una asimilación compulsiva al modelo de ciudadanía que se proponía como necesaria, aunque no quedaran muy claros los componentes del modelo, pero sí sus referentes europeos. Es decir, que para construir culturalmente a la nación el Estado asumió unos imaginarios referentes occidentales, a pesar de la diversidad constitutiva del ámbito donde aplicó su hegemonía.

No es éste el espacio propicio para abordar una exposición detallada respecto de la teoría y práctica de la acción estatal sobre las poblaciones indígenas en el siglo XX. Pero a pesar de que el tema ha dado lugar a miles de páginas, estimo necesario comenzar con una breve referencia a su trayectoria histórica, la que nos permitirá una mejor comprensión de algunas de sus concreciones y procesos actuales. Por supuesto que hablar de la política estatal ante las minorías étnicas implica, una vez más, reflexionar en torno al indigenismo, tema del cual comencé a ocuparme hace ya 40 años, cuando lo calificáramos como la “filosofía social de la praxis colonialista” [Bartolomé y Robinson 1971]. No trataré, en este caso, de profundizar en las prácticas indigenistas de los distintos gobiernos, demasiado ligadas a situaciones políticas y económicas coyunturales, sino de intentar una aproximación posible a los presupuestos teóricos e ideológicos que les fueron propios y que han condicionado a través del último siglo la perspectiva estatal de la cuestión étnica.

Los fundamentos ideológicos de la propuesta indigenista resultan de capital importancia para comprender su práctica, la que podríamos concretar como orientada a una mejoría económica y social de los nativos, que pasaba por una necesaria destrucción de los diferentes patrimonios lingüísticos y culturales, considerados como lastres que impedían su acceso a la modernidad que preconizaba el modelo estatal. Como bien lo señalara, entre otros, Andrés Fábregas [1998], el indigenismo se comportó como un aspecto del nacionalismo mexicano, orientado hacia la construcción de una nación culturalmente definida por el grupo rector del Estado. Así lo expresan las obras de distinguidos intelectuales y altos funcionarios que contribuyeron a configurar la perspectiva ante los grupos étnicos. Resulta entonces inevitable recordar a uno de los precursores del indigenismo posrevolucionario, Molina Enríquez, quien a principios del siglo XX destacaba que había llegado el momento de construir la nación mexicana superando su heterogeneidad. Para ello se requería de una unidad ideal que suponía: “...unidad de origen, de religión, de tipo, de costumbres, de lengua, de estado evolutivo, de deseos, de propósitos y de aspiraciones...” [Villoro 1979: 177].

Dentro de similar perspectiva se inscriben las formulaciones cardinales de Manuel Gamio [1916], primer antropólogo mexicano, alumno de Franz Boas en la Universidad de Columbia -aunque no discípulo, porque poco aprendió del relativismo cultural de su maestro-. Para él, la idea de nacionalidad suponía la necesaria homogeneización de las culturas (la llamaba “fusión”), de las razas y la unificación lingüística de los habitantes del Estado.3 Propósito que durante más de medio siglo orientó la tarea fundamental de los indigenistas para ayudar a la construcción de una nación monoétnica. Así, en la obra de Moisés Sáenz, gran propulsor de las escuelas rurales y de las misiones culturales de los años 20 y 40, encontramos afirmaciones tales como “civilizar es uniformar” o “si un pueblo no habla nuestra lengua no es de nosotros” [1982: 92-95]. Millares de jóvenes indígenas fueron entonces reclutados como promotores culturales e inductores del cambio, es decir como agentes de occidentalización. Es en razón de lo anterior que se llegó a prohibir que los niños hablaran sus idiomas en las escuelas [Heath 1972: 143], como parte de la estrategia de redención de los indígenas. Bien dicen que hay amores que matan.

La homogeneización de la nación por el mestizaje como un acto civilizatorio encuentra su máxima expresión en el racismo del intelectual y ministro de educación José Vasconcelos, para quien el mestizo sería la “raza cósmica”, síntesis de todas las existentes, llamada a detentar la supremacía mundial en el futuro y que por lógica debía ser el grupo rector y referencial en el proceso de construcción nacional [1976]. Aunque la historia oficial lo proclama como un filósofo humanista, Vasconcelos publicó en 1937 un libro de texto, la Breve Historia de México, cuyo racismo constituyó la ideología oficial que recibían los estudiantes con declaraciones como estas [véase Báez-Jorge 1996]:

[…] hoy ya sólo la ignorancia puede repetir el dislate de que los conquistadores destruyeron una civilización. Desde todos los puntos de vista y con todos sus defectos, lo que creó la Colonia fue mejor que lo que existía bajo el dominio aborigen… Por eso hemos hablado de incorporar al indio a la civilización, es decir al cristianismo y a la hispanidad… los indios no tenían patria, y salvo uno que otro cacique opresor, mejoraron con la Conquista… es tiempo de proclamar sin reservas, que tanto la azteca como las civilizaciones que la precedieron, formaban un conjunto de casos abortados de humanidad […] Los pueblos que no saben crear valores y defenderlos, no merecen otro destino que la esclavitud […] La espada de Cortés, derribando ídolos, pisoteando a los sacrificadores de hombres […] tranquiliza la conciencia de la humanidad […]

Aunque parezca increíble estas palabras fueron escritas por el ex rector y autor del actual lema de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), “Por mi Raza Hablará el Espíritu”, cuyo contenido racista y fascista al parecer es todavía inadvertido por más histórico que sea.4 Pero sin seguir remontándonos al pasado del indigenismo, se puede partir desde el hito histórico representado por el Congreso Indigenista de Pátzcuaro de 1940, que sirvió de guía al indigenismo interamericano y su correlato posterior el Instituto Nacional Indigenista (INI) fundado en 1948 con el expreso objetivo de “integrar al indio a la nacionalidad”.5 Este Congreso y las instituciones estatales resultantes constituyeron un caso exponencial de ambigüedad política e identitaria latinoamericana: un “nosotros” confuso (teóricamente “mestizo” y “blanco”) pensando y proponiendo el accionar estatal sobre unos “otros” tan difusos, que tuvieron que ser objetos de improvisadas definiciones para caracterizarlos, sin que ellos tuvieran participación en dicha empresa. De hecho, la posición rectora la desempeñó el brillante arqueólogo Alfonso Caso, posterior director del INI (1949-1970), quien nunca realizó investigaciones etnológicas, pero que años después se sintió obligado a definir al objeto de sus preocupaciones: “el indio” [Caso 1948]. Los representantes de países como Bolivia, Perú o Guatemala, estaban hablando de la mayoría de sus poblaciones, a las que teóricamente debían asistir como entidades diferentes a las “nacionales”. De esta manera, por ejemplo, el INI se orientó hacia un segmento poblacional de conceptualización incierta, ya que la Constitución Mexicana de 1917 no alude ni a registrar la existencia de grupos indígenas. Es por ello que su presencia tuvo que ser reconocida a través de decretos, puesto que carecían de una definición jurídica posible [Nahmad 1988: 303-305]. Es necesario destacar, sin embargo, que este proyecto estatal uniformador, calificado como indigenismo de “incorporación”, estaba protagonizado por sinceros humanistas, muchos de ellos ubicados en altos cargos públicos y que deseaban lo mejor para los indígenas, pero lo mejor era que dejaran de serlo. Se trataba de la expansión de un credo revolucionario, del que eran portadores un grupo de fervorosos militantes. Todo el esfuerzo y el apostolado redentor del indigenismo fueron orientados hacia la desaparición del indígena. Ese “otro”, a quien se adjudicaba la culpa de la heterogeneidad que impedía a México concretarse como nación “moderna”, debía desaparecer para dar lugar a la supuesta síntesis cultural que construiría la nación imaginada por sus ideólogos.

Entre las décadas de 1950 y 1960 surgió el denominado “indigenismo de integración”, no muy diferenciado del anterior, pero con un discurso antropológico que proponía la educación bilingüe y el respeto de “algunos aspectos” de las culturas nativas que fueran “compatibles” con las normas estatales. El objetivo continuaba siendo la integración de los indígenas a la sociedad nacional, lo que, en suma, significaba “mexicanizar al indio”. A riesgo de ser reiterativo, no se puede dejar de citar a uno de sus más destacados ideólogos y ejecutores, Gonzalo Aguirre Beltrán, para quien el proceso de aculturación representaba el símbolo de la identidad nacional, puesto que “legitimaba científicamente” al mestizaje cultural [1970: 93]. En el entonces nuevo lenguaje de la antropología lo que se planteaba era la aculturación, el “cambio cultural dirigido”; lo que se suponía lograría el tan anhelado desarrollo de la población indígena, considerada como estadio arcaico de una sociedad que anhelaba la modernidad. Los positivistas de comienzo de siglo fueron sucedidos por los evolucionistas unilineales. Aculturación y cambio cultural fueron considerados sinónimos de progreso y desarrollo. Se seguía insistiendo en que el indigenismo, cuyo objetivo era la formación nacional, constituía “la expresión social del fenómeno biológico del mestizaje” [Aguirre Beltrán 1970: 93].

Sin embargo, también en este momento se apelaba a una intención humanista, tal como lo exhiben los programas sanitarios, médicos, de asistencia legal, agrícola y promocional llevados a cabo por los Centros Coordinadores Indigenistas. La lógica operativa suponía liberar a los nativos de los contextos de dominación regionales, herederos de la tradición colonial, para incorporarlos a la dinámica política y económica nacional, es decir, en palabras de G. Aguirre Beltrán “pasarlos de una condición de casta a una de clase” [1976a], propuesta de la que no estaba ausente el imaginario socialismo estalinista del momento. De todas maneras, el indigenismo no fue tal vez tan importante por su acción directa, sino por su capacidad de proporcionar un marco ideológico para las otras instituciones estatales y para las perspectivas sobre el tema de la gran mayoría de la sociedad política y civil. Es decir, que el modelo de homogeneización como acto civilizatorio pasó a integrar un “bloque histórico”; esto es, la conjunción de relaciones estructurales y perspectivas ideológicas orientadas hacia la represión de las culturas indias. El mismo Aguirre Beltrán llegó a comentar melancólicamente que “estuvimos tan ocupados en alcanzar la homogeneidad que poco caso hicimos de los derechos de los indios” [1970: 133-134].

Nada de lo hasta aquí dicho es muy novedoso y refiere a perspectivas que ya han sido teórica (más bien retóricamente) superadas. Pero resulta fundamental recordarlo, para entender sus efectos contemporáneos sobre los pueblos indios. Y es que los jóvenes actuales son los nietos e hijos de aquellos que recibieron los avasalladores impactos del indigenismo de incorporación y del integracionismo, ejercido también por las escuelas rurales, que desarrollaron una intensa acción castellanizadora, en la que se prohibía la utilización de las lenguas nativas. Por más que la prédica de los grupos hegemónicos se lo pretenda imponer, nadie puede ser obligado a renunciar a su propia cultura si ya la posee; podrá ocultarla, pero no hacerla desaparecer. Sin embargo, puede evitar enseñarla a sus hijos y eso es lo que ha pasado en muchos de los grupos nativos, en los cuales el indigenismo contribuyó al proceso histórico de estigmatización identitaria [Bartolomé 1996; Barabas 2000]. Es decir, que ser “indio” pasó a ser concebida como una forma obsoleta de ser un ser humano, que debía ser necesariamente renunciada para poder acceder a la “progresista” identidad considerada como la única legítima por el Estado, aunque no se supiera muy bien cómo definirla.

Existen muchas valoraciones políticas o ideológicas posibles referidas al papel del indigenismo dentro del proceso de construcción nacional, aunque éste fuera entendido en términos uninacionales, de acuerdo con el modelo del Estado-Nación surgido de la Revolución Francesa que se aplicó en toda América Latina desde las independencias [Bartolomé 2006]. Pero hay un juicio global que se puede realizar respecto de su praxis: fue una de las mayores empresas etnocidas llevadas a cabo con el aval de la antropología. No se trata de una adjetivación escandalosa y gratuita. Tenemos que tener en cuenta los cambios de nomenclaturas y de sentidos; lo que antes se llamaba “aculturación dirigida”, es ahora mundialmente entendido como “etnocidio”. Es decir “... la destrucción sistemática de formas de vida y de pensamiento de gente diferente a quien lleva a cabo el proceso...” [Clastres 1981: 56]. Lo que antes se consideraba un acto civilizatorio, el cambio cultural inducido, basado en un cierto humanismo “universalista” (en realidad, occidentalizante), ahora es prácticamente tipificable como un delito [Bartolomé 1996].

En la década de los años 70 la teoría y la práctica indigenista sufrieron una importante transformación. Se desarrolló en México una corriente de antropología crítica que cuestionó radicalmente al indigenismo y a la integración, entre cuyos miembros destacaba el recordado Guillermo Bonfil Batalla. Como respuesta autocrítica a las prácticas del pasado comenzó a desarrollarse el denominado “indigenismo de participación”, dentro del cual se suponía que, por primera vez, los indígenas tendrían voz y voto respecto de las acciones que sobre ellos se ejercían. Para la lógica política del momento resultaba obvio que las incipientes demandas indígenas debían ser canalizadas a través de algún mecanismo representativo, de acuerdo con la estructura corporativa imperante. Así, se realizó en 1975 el Primer Congreso de Pueblos Indígenas en Pátzcuaro, organizado por el INI, la Secretaría de la Reforma Agraria y la Confederación Nacional Campesina. Con base en los tradicionales mecanismos políticos, los indígenas que en raros casos representaban a sus colectividades, fueron transportados por los organizadores e involucrados en un tipo de evento que no todos comprendieron. Como testigo presencial pude advertir, sin embargo, el surgimiento de una interesante dinámica propia, emanada de la interacción entre personas que advertían compartir similares problemáticas. Los indígenas lograron entonces -en cierta medida- orientarse hacia objetivos propios más allá de la intervención externa. Como uno de los resultados de Pátzcuaro se creó el Consejo Nacional de Pueblos Indios, que aglutinaba a unas novedosas entidades constituidas por los Consejos Supremos de cada grupo étnico. Éstos fueron creados por el INI sin vinculación con estructuras políticas previas y con el propósito de contar con supuestos “representantes” de los pueblos indios.

El “indigenismo de participación”, que recogía algunas de las propuestas del incipiente pluralismo cultural de la época, plasmado en documentos sudamericanos tales como la Declaración de Barbados (1971) y la literatura anticolonial mundial y local, así como la noción de “colonialismo interno” previamente acuñada por Pablo González Casanova [1963] y Rodolfo Stavenhagen [1963], fue cobrando legitimidad a través del discurso de intelectuales y funcionarios, incluso de aquellos que poco conocían del tema y no percibían sus consecuencias.6 Se reclutó entonces a un gran número de agentes interculturales indígenas, inicialmente provenientes de la tradición integracionista de los “promotores culturales” y después del masivo grupo de los maestros bilingües.7 En muchos casos éstos se fueron configurando como una intelectualidad orgánica, orientada hacia la recuperación de sus culturas y que está cumpliendo un importante papel en la revitalización ideológica de sus pueblos. En otros casos se constituyeron como un sector de intermediarios culturales, de cultural brokers, al servicio de intereses institucionales. El incremento de la visibilidad de los movimientos etnopolíticos a partir de la década de 1970 [Bartolomé 1979], fue otra causa que indujo a replantear una política que no tenía en cuenta la opinión de sus destinatarios. El tema es vasto, pero es necesario señalar que inicialmente, los liderazgos, movimientos y organizaciones indígenas, se orientaron a seguir el modelo de acción política que les proporcionaba el Estado. Ante un sistema corporativo, los movimientos etnopolíticos reconocidos -salvo algunos contestatarios- tendieron a comportarse como grupos de gestión frente a las instituciones gubernamentales. Dentro de una estructura social verticalista, la participación era muchas veces parte de un ritual de legitimación, que seguía las mismas reglas de juego que en el sistema nacional.

Sin embargo, se registró un significativo acceso de indígenas a posiciones del aparato indigenista, lo que en sí mismo representó un cambio sustancial e inimaginable en relación con el pasado; se trataba de un protagonismo inusitado aunque un tanto simbólico, ya que la condición étnica, por sí misma, no bastaba para otorgarles representatividad respecto a sus colectividades de origen. A su vez, las movilizaciones etnopolíticas comenzaron a ser cada vez más autónomas e independientes tanto de las instituciones, como de las iglesias, de las organizaciones no gubernamentales o de los partidos políticos.8 Una fundamentada crítica y autocrítica de las movilizaciones iniciales y contemporáneas, incluyendo al EZLN, se puede encontrar en la obra del jurista mixteco Francisco López Bárcena [2005]. Este autor advierte cómo las movilizaciones mayores se fueron institucionalizando, pero las regionales más autogeneradas y que responden a intereses concretos, tienden a mantener una mayor independencia y coherencia con sus fines étnicos.

Recordemos que en 1989 se suscribió la Convención de la Organización Internacional del Trabajo, que reconocía el derecho de los indígenas a conservar su identidad cultural, pero con el definitivo ingreso de México al marco de las políticas neoliberales en la década de 1980, la política hacia las poblaciones indígenas fue abandonando paulatinamente todo contenido social y de incipiente respeto cultural, pasando nuevamente a ser entendida como un problema básicamente económico y regional, que afectaba a un sector de la población cuya pobreza se debía a su propia naturaleza. Así lo proclama con notable inocencia racista el ex presidente neoliberal Miguel de la Madrid (1982-1988) en sus propias memorias cuando comenta que:

[…] el atraso crónico del sureste se debe a causas muy complejas. Muy probablemente la composición racial del área sea determinante. Ahí, la gran cantidad de población indígena dispersa y heterogénea ha hecho que el proceso de mestizaje avance con mayor lentitud que en otras regiones del país […]. [2004: 173]

La ideología del mestizaje como síntesis evolutiva y creativa, la “raza cósmica”, no había desaparecido de las perspectivas del ejecutivo, lo que explica su rechazo al indigenismo de participación. Sin embargo esa fue una época en la que la antropología crítica produjo algunas de sus mejores propuestas, tales como el concepto de etnodesarrollo,9 pero desde entonces el neoliberalismo gobernante mantuvo su lógica economicista, desarrollando programas asistenciales cuyos efectos circunstanciales nunca han logrado paliar las condiciones estructurales de pobreza y exclusión. A pesar de que la presencia indígena no disminuye sino que se acrecienta, no sólo en el ámbito demográfico sino también en términos de sus demandas políticas, fue sólo hasta 1992, que el artículo 4 constitucional fue modificado reconociendo la composición multicultural del país aunque, de manera contradictoria, en 1990 se había ratificado el convenio 169 de la OIT. En el año 2001, como consecuencia de la presión generada por la insurrección armada en 1994 del EZLN, de composición básicamente maya, se realizó una nueva reforma que reconocía el carácter pluricultural de la nación, así como otorgaba el “derecho a la libre determinación en un marco constitucional de autonomía”. Sin embargo, no asumía las propuestas indígenas que proponían el ser sujetos de derechos colectivos, por lo que ha sido muy cuestionada tanto por las organizaciones etnopolíticas como por vastos sectores sociales y políticos.10

En el año 2003 el gobierno promulgó una Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, reformada en el 2010, que se puede considerar pionera, pero, como lo demuestra la historia reciente, ninguna legislación, por sí sola, basta para garantizar los derechos que ofrece, en especial cuando las mismas autoridades estatales son las que no las cumplen. Aunque en los últimos años se han dedicado cientos de páginas a los derechos indígenas en México, cosa que es de celebrarse y valorarse, creo que todavía la voluntad política de respetarlos está ausente. No obstante, en la última década han proliferado los cambios legislativos y discursivos [v.g. Oemichen 1999; Hernández et al. 2004]. Incluso, el gobierno puso en el año 2001 a un indígena como director del INI, aunque las contradicciones internas hicieron que durara en el cargo sólo un año y, su sucesor, también indígena, corrió pronto la misma suerte. El discurso de la pluralidad es ahora un discurso de Estado y son frecuentes los seudoeventos (de valor simbólico publicitario) en los que los mandatarios reciben bastones de mando de comunidades indígenas, lo que se supone contribuye a legitimarlos. Hasta hoy el pluralismo cultural resulta un discurso en el que la retórica predomina sobre sus concreciones reales.

Inicialmente la antropología partidaria de una izquierda economicista, no ayudó mucho a la causa étnica en su emergencia contestataria, ya que le negaba especificidad al considerarla sólo como un aspecto de la lucha de clases y del campesinado, además sus partidarios fuimos grotescamente acusados de “etnicistas”, aunque después hayan cambiado su discurso sin autocrítica ninguna. Esta antropología carecía de posiciones institucionales, pero su elaborado discurso marxista tuvo gran capacidad de influenciar el pensamiento social del momento, que algunos llaman el “maximalismo setentista”.11 Primaba lo que podríamos llamar una nueva óptica “instrumentalista”: los pueblos indígenas sólo tenían razón de existir en cuanto tales si se demostraban competentes, de alguna manera, para el proyecto de transformación de la sociedad global al que suscribían los ideólogos. Por otra parte, se negaba la posibilidad de mejorar la crítica situación de las minorías étnicas al margen de una transformación radical de la sociedad estatal, como si en los socialismos existentes les hubiera ido bien; habían esperado 500 años y tendrían que esperar todavía más para redefinir su inserción en la estructura estatal. La dimensión cultural, que es lo que otorga su singularidad a dichos grupos en relación con otros sectores subalternos, era menospreciada por su carácter “superestructural”, que la hacía contingente y secundaria. Otra forma de menospreciar las culturas nativas era su supuesta “impureza”, debida a la gran presencia de rasgos exógenos coloniales y contemporáneos, como si alguna cultura del mundo fuera “pura” y ello constituyera una legitimación en sí misma.12

Pero en las últimas décadas la antropología mexicana ha sufrido cambios significativos. Después de su separación de las instituciones estatales indigenistas, adquirió un cariz más académico y una menor ideologización, aunque muchos de sus miembros no hayan renunciado a la voluntad de participación política desde fuera de las instituciones oficiales. Pero la demanda académica no significó una menor relación con las sociedades indígenas, sino todo lo contrario. Hay que reconocer que los pensadores indigenistas del siglo XX, incluyendo a los posteriores contestatarios radicales de izquierda, por lo general, carecían de una experiencia etnográfica profunda; quizá todos habían visitado comunidades indígenas, pero muy pocos o “casi ninguno realizó una prolongada antropología de residencia”. Para muchos de ellos “el indio” era una construcción ideológica lejana a la experiencia vital.13 En cambio, para las nuevas generaciones el trabajo de campo es la base de la práctica profesional. Cierto es que son cada vez menos los que se dedican a estudios indígenas, orientándose hacia otros campos disciplinarios, pero los que trabajan con ellos saben que deben partir del conocimiento empírico de dichas sociedades, tal como lo demuestra la actual producción bibliográfica. A pesar de las mediatizaciones impuestas por el productivismo académico, se está acabando la época del indio imaginario.

Una aproximación al contexto contemporáneo

Del fracaso del indigenismo y de las distintas propuestas integracionistas, así como de la capacidad de resistencia cultural de los pueblos indios, da cuenta el hecho de que en el año 1900 existían poco más de dos millones de hablantes y que en la actualidad se acercan a los siete millones (INEGI, censo del 2010). Pero estas cifras refieren solamente a los que declaran ser locutores de una lengua indígena. Considerando otros indicadores, tales como la presencia de jefes de familia hablantes en los hogares, la cifra supera los 10 millones (10 103 571), fuente INEGI, 2010. De hecho, el mismo censo del 2010 señala que casi 15% del total de la población se considera a sí misma como indígena, aunque no hable una lengua nativa, lo que haría ascender su número a más de 16 millones de personas. Resulta ilustrativo el caso del estado de Oaxaca, donde el censo registra más de 1 200 000 locutores de los distintos idiomas locales, lo que representaría una tercera parte de la población total que en esa época se aproximaba a las 3 600 000 personas, sin embargo 60% se autoidentifica como indígena. Parece estarse revirtiendo así el proceso de renuncia étnica que implicaba el mestizaje cultural y las antiguas identidades estigmatizadas están resurgiendo, aun sin el espacio semántico que les otorga el idioma propio.14

En el año 2003 el nuevo gobierno que reemplazó la larga hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), decretó la desaparición del INI y la creación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI). Esta institución fue progresivamente excluyendo a los antropólogos de sus integrantes y se orientó hacia una práctica asistencialista, sumamente desarticulada y carente de un proyecto específico que la definiera. Un asistencialismo que pretende convertirse en política de desarrollo, se manifiesta en consonancia con la lógica empresarial del Estado neoliberal, aunque los hechos demuestran que es sumamente ineficiente para conseguir sus objetivos. Después de la desaparición del INI, la cdi se ha transformado en una muy poco eficaz agencia de desarrollo, cuyas acciones tienden a ser no planificadas, puntuales y carentes de inserción dentro de una estrategia global. En el indigenismo contemporáneo, la minusvaloración de la reflexión teórica y del conocimiento etnográfico en favor de un pragmatismo inmediatista, más retórico que eficiente, ha determinado la exclusión de la investigación. Uno de los resultados de esta situación, es que su personal no conoce el medio social ni cultural sobre el cual trabaja, lo que induce a voluntarias e involuntarias transgresiones.

Después de tantos años de indigenismo y de reflexión antropológica, la misma cdi reconoce no conocer el número real de miembros de los Pueblos Originarios, ya que declara su orfandad metodológica para aproximarse a dicho universo [CDI 2010: 19]. Aunque los datos se hacen rápidamente obsoletos, una radiografía del 2010 señala que, de acuerdo con sus propios informes, la cdi ha dispuesto de 7 millones de pesos (600 millones de dólares, aproximadamente) para desarrollar sus actividades sólo en el año 2009, a la vez que los recursos federales destinados a la población indígena ascendieron en el mismo año a 38 millones de pesos (equivalentes a más de 3 mil millones de dólares). Todas estas cifras no incluyen los aportes de los gobiernos estatales [CDI 2010]. Probablemente, nunca se haya invertido tanto en una población que al parecer no resultó más que ligeramente beneficiada por dichos fondos. Y es que las normas legales y los proyectos económicos suelen tener pocas repercusiones prácticas sobre la realidad de las regiones étnicas, donde actúan intereses políticos y económicos locales. El país que posee (o poseía) una enorme riqueza petrolera, no ha hecho mucho para cambiar las condiciones objetivas de vida de la población en general y de los indígenas, en particular. Así lo destaca el hecho de que la tercera parte de la población indígena mayor de 15 años es analfabeta15 (INEGI 2010). Se considera que 83.4% de los indígenas se encuentran en situación de pobreza,16 concebida como la presencia de necesidades básicas insatisfechas (NBI) y de ellos 86% son pobres indigentes, es decir, en extrema pobreza. Todo México recibió escandalizado el reporte del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) del 2011, que mide la pobreza de acuerdo con indicadores multidimensionales y que arrojan 80% de pobres indígenas, de los cuales 40% se encuentra en pobreza alimentaria, es decir, en situación de verdadera miseria (La Jornada, 30 de julio de 2011). El riesgo de morir por causas ligadas a la maternidad es más del doble entre las indígenas que en la población restante; la tasa de mortalidad infantil asciende a un conservador 55% respecto a la media nacional de 33.2 y 56% de los niños indígenas padecen desnutrición [Hall y Patrinos 2006]. En un muestreo estadístico realizado sobre 485 municipios cuya población indígena superaba 70% se obtuvieron los resultados que eran previsibles: los 224 municipios que superaban 93.7% de población indígena tenían un índice de marginación muy alto y en los 229 que alcanzaban 84.8% la marginación era alta. El análisis progresivo de los datos revela que a mayor población indígena es mayor el índice de marginalidad [CDI 2010: 60]. A finales de 2011 y comienzos de 2012 una prolongada sequía castigó a la sufrida región tarahumara, cuya miseria movilizó a la opinión pública; un reporte de la UNESCO señaló que los más de 80 000 rarámuris (tarahumaras) viven en condiciones aún más precarias que en las regiones pobres del África. Todo esto en el país cuna del indigenismo. Resulta un misterio el destino de los millonarios fondos.17

Como suele suceder, ante la ausencia del Estado se ha desarrollado una, aún más significativa, presencia de la Iglesia. En sus distintas vertientes, desde la Teología de la Liberación, hasta la Inculturación, la Opción por los Pobres o sus recursos institucionales más formales, la Iglesia ha recuperado un protagonismo en la relación con los pueblos indígenas que el Estado laico posrevolucionario había disminuido. De hecho, gran parte de las organizaciones no gubernamentales que operan en ámbitos nativos, son directa o indirectamente instituciones eclesiásticas o ligadas a la Iglesia. Desde el punto de vista material su accionar quizás no sea cuestionable en sí mismo, ya que abogan por los derechos y las necesidades de las poblaciones empobrecidas, pero nunca renuncian a la evangelización en sus distintas modalidades. En las culturas locales la sociedad está ligada al cosmos; el nomos, el orden significativo de la sociedad, está ligado al cosmos, el orden significativo del universo: el cambio en la esfera religiosa implica necesariamente una desestructuración social y una pérdida de significados culturales; por más que se esgriman fines altruistas el resultado no deja de ser etnocida.

Parece notable que a dos siglos de la “segunda conquista” todavía uno de los focos de constante conflicto entre el Estado y las comunidades radica en la tenencia de la tierra, ya que éstas fueron mal delimitadas, a lo que se suma el crecimiento demográfico, que deja a un número cada vez mayor de campesinos indígenas sin acceso a las mismas. Por otra parte, el reconocimiento de derechos agrícolas provenientes de la Reforma Agraria, no es equivalente al reconocimiento de los derechos territoriales; un indígena podrá ser campesino pero su relación con la tierra tiene una dimensión política y cultural específica.18 Un ejemplo exponencial de despojo territorial lo constituyen los grandes centros turísticos de Cancún y de la Riviera Maya, realizados a partir de 1970 a expensas del territorio de los mayas macehuales de Quintana Roo, por el que no recibieron ningún tipo de compensación ya que el Estado lo consideró como “propiedad federal”. Este grupo étnico está integrado por los descendientes de los mayas rebeldes yucatecos, que protagonizaron la ya mencionada insurrección conocida como Guerra de Castas de 1847 a 1853, cuyos epígonos se prolongaron desde 1901 hasta 1937, y que se refugiaron en la selvática región oriental de la Península de Yucatán huyendo de las tropas federales [Bartolomé y Barabas 1977; Bartolomé 2001]. Aunque tiene menos fama internacional, de similar dramatismo es el caso de los wixáricas (conocidos como huicholes), cuyo territorio sagrado de peregrinación anual, Wirikuta, que abarca unas 140 000 hectáreas, fuera declarado en 1999 por la UNESCO como uno de los 14 sitios sagrados naturales del mundo que deben ser resguardados, aparte de ser reconocido desde 1994 como área natural protegida. Sin embargo, la Secretaría de Economía, sin consultar a los afectados y violando el Convenio 169 de la OIT, ha otorgado 22 concesiones mineras en el área a una empresa canadiense para la explotación de la plata, lo que acarreará gravísimas consecuencias para el sagrado medio ambiente. Tal como lo destacara un analista político “…El proyecto minero de First Majestic Silver en Wirkuta equivale a instalar una planta de gas en la Basílica de Guadalupe, abrir un pozo petrolero en La Meca o construir una termoeléctrica en Jerusalén…” [Hernández 2011]. La reforma del artículo 27 constitucional (ver nota 13) abrió las puertas a la nueva apropiación de los territorios indígenas; así lo están padeciendo, entre otros, los escasos sobrevivientes de los pueblos de la familia lingüística yumana de Baja California. Los kumiai, los paipái, los kiliwas y los cucapás, abrumados por la extrema pobreza, se han visto obligados a vender sus derechos agrarios a no-indígenas que incluyen a ex funcionarios agrarios, rancheros foráneos e inversionistas de empresas eólicas. Así, por ejemplo, en el Ejido Tribu Kiliwa, que consta de 28 000 hectáreas y tiene un padrón de 56 ejidatarios, casi la mitad de ellos no son indígenas [Martínez 2011].

A su vez, la competencia por el uso de recursos colectivos, tales como los bosques y las aguas, genera una frecuente conflictividad entre comunidades y empresas privadas o instituciones estatales. De hecho, la imposición y desarrollo de cultivos comerciales (v.g. café, cítricos, caña de azúcar, etc.), sujetos a los vaivenes del mercado internacional, ha conspirado contra la autosuficiencia alimentaria de la población nativa, ya que se realiza a expensas de tierras destinadas a la producción doméstica [Bartolomé 2005]. Ello obligó al incremento de la tradicional migración rural urbana que se incrementó en la segunda mitad del siglo XX, hasta el punto de que ciudades como Monterrey o Guadalajara volvieron a tener la presencia indígena que habían pedido. Pero debido a la escasez de oportunidades laborales y de salarios adecuados, un número cada vez mayor de indígenas del Sureste migra hacia los campos agrícolas del norte y, con gran frecuencia, hacia los Estados Unidos de Norteamérica. Siendo esta última generalmente una migración ilegal, resulta muy difícil cuantificarla, sin embargo las estimaciones de instituciones e investigadores señalan que decenas de miles cruzan la frontera cada año y que cientos de miles residen en forma temporal o definitiva en el extranjero. Se han desarrollado así complejas redes sociales informales que vinculan a numerosas comunidades rurales con ciudades tales como Los Ángeles, San Francisco, Chicago o Nueva York. Uno de los aspectos centrales de estas redes, a veces mediadas por organizaciones indígenas, como el Frente Indígena Oaxaqueño Binacional, radica en el envío de masivas remesas de dinero, que llegan a superar los 20 mil millones de dólares anuales; una vez más la transferencia de valor generada por los campesinos y los indígenas contribuye a sostener al Estado.

Una nota final: pluralidad y complejidad

No quiero ni debo arribar a conclusiones, las mismas están expuestas a lo largo del discurso precedente. En las últimas décadas las movilizaciones indígenas son cada vez más numerosas, autoconscientes y autodirigidas; a ellos les toca definir sus proyectos de futuro, lo contrario sería expropiarles, una vez más, el protagonismo histórico. Los movimientos etnopolíticos no son sólo legítimos sino también necesarios. La originalidad de las movilizaciones se basa en que no sólo implican demandas políticas, económicas y sociales, sino que incluyen una “crítica civilizatoria” sobre la sociedad dominante, en la medida en que son portadores de lógicas culturales alternas. He allí su singularidad fundamental respecto de cualquier otro tipo de los llamados nuevos movimientos sociales [Bartolomé 2006]. Es decir, que son capaces no sólo de intentar mejorar las condiciones objetivas de la realidad, sino de proponer nuevas alternativas existenciales diferentes a la que imperan en los ámbitos estatales. Con demasiada frecuencia algunos intelectuales, políticamente iluminados, tratan de proponer alternativas organizativas que engloben al conjunto de la población nativa, minusvalorando el hecho de que cada grupo tiene una experiencia histórica y cultural diferente, así como muy variadas magnitudes numéricas.19

Varias veces he señalado que es hora de terminar con la imagen del indígena genérico, de la homogeneización artificial de un panorama social signado por la diversidad cultural y contextual interna. Los Pueblos Originarios no sólo son distintos a los integrantes de las distintas sociedades regionales mexicanas y al modelo referencial occidental estatal, sino que son diferentes entre sí. Esta diversidad denota que puede haber muchas formas de ser indígena y que también sus demandas pueden ser distintas. Los seris en el norte y los huaves en el sur reclamaran derechos acuáticos, en tanto que miembros de centenarias tradiciones pesqueras. Las comunidades que han accedido a la posesión de sus tierras agrícolas, podrán invocar la relación o posesión de un territorio más vasto constituido por sus lugares sagrados y ámbitos de peregrinación [Barabas 2003]. La noción de territorio está cada vez más presente en demandas que antes sólo se orientaban hacia los espacios agrícolas comunales. Los que tienen bosques quieren explotarlos y aquellos sujetos a la actual voracidad de la minería y de otras industrias extractivas, quieren participar de sus beneficios en la medida en que no destruyan sus territorios.

Las propuestas autonómicas refieren a alternativas políticas, sociales y territoriales, que difieren en las diferentes regiones y culturas, y que aunque no están legisladas en numerosos ámbitos operan de facto. Por ejemplo: nadie puede visitar a los kikapu de Coahuila sin una autorización de sus jefes y nadie podría asentarse en una comunidad indígena de Oaxaca aduciendo sólo su condición de mexicano; de la misma manera ningún cazador podrá aventurarse en territorio seri sin ser capturado por la milicia india armada con rifles de asalto. Párrafo aparte merece el Sistema de Seguridad y Justicia Comunitaria (SSJC) de la Montaña y la Costa Chica del Estado de Guerrero, plasmado en una Policía Comunitaria armada que cuenta con más de 700 efectivos, integrada por indígenas mixtecos (ñu savi) y tlapanecos (me’phaa), surgida desde 1995 en una región de alta violencia ante la ineficacia de las autoridades estatales y que ha logrado descender la criminalidad en 95% a través de la reeducación comunitaria, aunque no es formalmente reconocida por el gobierno [Gasparello 2009]. En Chiapas, desde el 2003 existen los llamados Caracoles Zapatistas, compuestos por 27 municipios autónomos configurados por los insurrectos del EZLN y sus bases sociales, quienes mantienen un sistema organizativo propio, independiente del Estado, aunque sometido a toda clase de presiones. El Estado convive de hecho con estas manifestaciones autónomas que no reconoce como tales y, sin embargo, hasta el presente el cielo no se ha desplomado sobre nuestras cabezas. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero deseo insistir, una vez más, en que no existen problemáticas y situaciones indígenas genéricas, sino distintos grupos en distinta situación, que pueden manejar proyectos políticos y sociales diferenciados.

La pluralidad cultural es un componente estructural más de todo sistema complejo como es el actual Estado mexicano. No soy muy partidario de las analogías sociales provenientes de las ciencias llamadas duras y en especial de las matemáticas, pero en este caso me parece muy aplicable la teoría de los sistemas complejos. Ante quienes pretenden predecir con exactitud las características que adquiriría (o debería tener) una configuración estatal culturalmente plural en el grado orgánico, habría que recordarles que en el comportamiento de los sistemas complejos inciden numerosas variables, cuyas interacciones generan resultados diferentes a las partes que lo constituyen. Así, la información contenida en el sistema en conjunto es superior a la suma de la información de cada parte analizada individualmente; es una concepción holística en la que el todo es más que la suma de las partes. Es decir, que como resultado de la interacción de los componentes de un sistema surgen propiedades nuevas, llamadas “emergentes”, que aparentemente no estaban contenidas en las unidades previas o que no pueden explicarse a partir de las propiedades o características de cada uno de los elementos constitutivos del sistema. Hay entonces un alto nivel de imprevisibilidad en todos los sistemas complejos que, en el caso de las sociedades plurales, nos remiten a sus expectativas de futuro. En este sentido el pluralismo cultural es una aventura para la sociedad que lo asume, hay una cierta incertidumbre en su porvenir, pero hay claras certezas en la no reiteración de las ineficientes, injustas y frustrantes experiencias del pasado.

Como toda sociedad plural y compleja, el Estado mexicano tendrá que constituirse en un vasto campo de negociaciones específicas, que reconozcan y valoren las diferencias existentes no sólo con sus interlocutores, sino también la diversidad interna de los mismos. Esto no excluye su eventual unificación para la movilización política, a partir de una identificación supraétnica basada en la común condición neocolonial de subordinación. México posee un marco legal que, aunque seguramente mejorable, puede servir como base para la negociación si fuera respetado y si existiera una real voluntad política de reconocer la igualdad y los derechos del interlocutor. Una comunidad de argumentación intercultural, como la que propusiera mi recordado colega y amigo Roberto Cardoso de Oliveira [1998], no puede construirse sobre la base de la asimetría de las relaciones de poder económico y político. Se debe reconocer que “lo que impide la tan imaginada articulación intercultural no es la compleja pluralidad sino la abrumadora desigualdad”.

Prueba de lo anterior son las recientes y trágicas estadísticas sobre la pobreza, pero además debo señalar que en los últimos años he dirigido una prolongada investigación de campo sobre relaciones interétnicas en México, en la que participaron 21 equipos de investigación con más de 100 integrantes en todo el país. Los resultados de este proyecto del Instituto Nacional de Antropología e Historia han sido publicados en una obra colectiva de cuatro tomos bajo mi coordinación [Bartolomé 2005]. La información contenida en sus páginas me autoriza a señalar que las relaciones interétnicas en México, más allá de toda la retórica institucional, continúan siendo relaciones neocoloniales, de las que no ha desaparecido la tradición de la explotación y el despojo, ni la discriminación y el racismo. Pero señala también que en prácticamente todos los grupos étnicos del país existen movilizaciones locales, regionales y estatales, que tratan de defender sus derechos como miembros de una ciudadanía diferenciada. También se registran muy alentadoras experiencias educativas, como las escuelas comunitarias y productivas, como las empresas forestales comunales. Las propuestas autonómicas coexisten con las de participación política dentro de un sistema republicano más representativo de su diversidad que el vigente, es decir, más democrático. Pero resulta lógico destacar, tal como lo demuestra la experiencia histórica reciente, que ni las legislaciones que tienden a tratar en términos exclusivamente jurídicos una cuestión política, cultural y económica, ni las políticas públicas asistencialistas que consideran a los indígenas como una población “vulnerable” por su calidad de tales, tienen ya mucho que ofrecer en el contexto contemporáneo. Por otra parte la transformación de la situación indígena, en cualquier proyecto posible, no se puede realizar totalmente al margen de un cambio del actual modelo estatal neoliberal que afecta al conjunto de la población, generando una pobreza crónica que el asistencialismo no puede mejorar. Pero creo que el hecho clave a destacar, más allá de las coyunturas circunstanciales, los contextos globales y sus repercusiones locales, es que la constitución o reconstitución de esos grupos en calidad de “sujetos colectivos”, orientados hacia objetivos propios y dotados de espacios socioculturales exclusivos, constituye ya una parte insoslayable de la dinámica histórica del presente y el futuro de la configuración y reconfiguración del Estado mexicano.

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1Durante la Colonia la política lingüística fue compleja. Inicialmente Carlos v propuso la castellanización de los indígenas, pero las órdenes misioneras que tenían a su cargo la educación de los nativos propugnaban por la utilización del náhuatl como lingua franca e idioma de evangelización. Pero después tropezaron con la gran diversidad idiomática que también pretendieron reconocer y utilizar para evangelizar y no enseñaban el castellano. Hasta el final de la Colonia se mantuvo una confrontación entre los partidarios de la castellanización y los del uso de las lenguas autóctonas [Heath 1972].

2Liberales y conservadores se disputaron el poder en el siglo XIX. La mayoría de los liberales propulsaban por una educación castellanizadora para todos que unificara a la población, con la excepción de algunos como el legislador nativo J. Rodríguez Puebla que aspiraba a una educación indígena en la que se utilizara sus lenguas, o Vicente Guerrero, fugaz presidente, quienes reivindicaban a los indígenas. Sin embargo J. M. Mora triunfó con su tesis que “ya no existían los indios”, sino sólo pobres y ricos a los que la educación debía igualar [Heath 1972], tesis curiosamente similar, como veremos, a la de la izquierda dogmática del último tercio del siglo XX.

3Haciendo suyo el evolucionismo unilineal aprendido en sus estudios, en una obra posterior (1935) M. Gamio caracteriza a la población mexicana en tres sectores: 1) Población de cultura anacrónica y deficiente; constituida por familias indígenas, generalmente nómadas, que ambulan en zonas aisladas de la república. 2) Población de cultura intermedia y poco eficiente, que generalmente habita en pueblos, rancherías y campos, incluyendo las costas. 3) Población de cultura moderna y eficiente, que principalmente vive en la capital de la república, en los estados y en ciudades de importancia…” [1987: 56]. Los indígenas se ubicaban en los primeros dos grupos; deficientes y poco eficientes.

4Son conocidas, aunque no muy reconocidas ni comentadas, la simpatía y militancia nazi de José Vasconcelos. De hecho, desde 1940 fue director de la revista Timón, financiada por la embajada alemana en México, que estaba destinada a difundir el ideario del nacional-socialismo en el país, hasta que fue prohibida por el gobierno mexicano. Su notorio antisemitismo también era coherente con las ideas raciales de la época. Todo ello explica la inversión que realizó de la ideología de la supremacía de las “razas puras”, para adjudicar dicha supremacía al mestizaje concebido como fundador de la “raza cósmica”.

5El INI se basó en las instituciones previas que se desarrollaron después de la Revolución de 1910-1917, tales como el Departamento de Antropología de la Secretaría de Agricultura (1917); el Departamento de Educación y Cultura para la Raza Indígena (1921); la conversión de las escuelas rurales en “Casas del Pueblo” (1923); la fundación del primer internado indígena (“Casa del Estudiante Indígena”, en 1924, convertido más tarde en el “Internado Nacional de Indios”); la creación del Departamento de Escuelas Rurales de Incorporación Cultural Indígena (1925), del Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas (1935-1936) y en la Secretaría de Educación, del Departamento de Educación Indígena (1937). En 1947 desapareció el Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas y se creó en su lugar la Dirección General de Asuntos Indígenas como dependencia de la Secretaría de Educación.

6Formuladas de manera casi simultánea, las perspectivas de R. Stavenhagen y P. González Casanova son coincidentes y se complementan, incluso la de este último tuvo la capacidad de desenmascarar la victimización ante los poderes imperiales de un Estado que victimizaba a un sector de su propia población. Así lo hizo al afirmar que el colonialismo no ocurre sólo en el ámbito internacional, sino que se da al interior de un mismo Estado en el que se registra una heterogeneidad étnica y en el que se ligan los intereses de una o más etnias con las clases dominantes y el de otras con las clases dominadas, dando lugar al desarrollo del colonialismo interno [González 1963]. Es palpable en ambos la influencia de Georges Balandier.

7Durante décadas fueron educados como agentes de deculturación, castellanización y de “inducción al cambio”; de pronto se les pidió que actuaran como revalorizadores de la misma cultura que les habían enseñado a negar. No es ésta una contradicción de fácil resolución, en la medida en que involucra una redefinición existencial radical y crítica. Incluso la ideología del progreso a través del renunciamiento étnico, creada por el integracionismo, sigue vigente en gran parte de los maestros bilingües, aunque tiendan a disfrazarla con la nueva retórica institucional. Por lo general, el uso del idioma materno en las escuelas, continúa desempeñando el papel subordinado de instrumento inicial para la castellanización. Son incluso frecuentes los casos de maestros de la Dirección de Educación Indígena, encargados de difundir su lengua y cultura, que no les enseñan el propio idioma a sus hijos.

8No es mi interés mencionarlas a todas pero no se puede dejar de mencionar a la Asociación Nacional de Profesionales Indígenas Bilingües (ANPIBAC) de destacada actuación en el ámbito educativo a fines de 1970 y mediados de 1980. En el ámbito regional oaxaqueño surgió la combativa Confederación Obrero Campesino Estudiantil del Istmo, (COCEI) integrada por los zapotecos binnizá, vinculada con la izquierda, pero básicamente autónoma. Años después surgió la Asamblea Indígena Plural por la Autonomía (ANIPA) y ahora son demasiadas como para nombrarlas a todas.

9De acuerdo con las formulaciones sintetizadas por G. Bonfil Batalla [1982] “…El etnodesarrollo puede entenderse como la capacidad autónoma de una sociedad culturalmente diferenciada para guiar su propio desarrollo. Esa capacidad autónoma, en macrosociedades complejas y plurales como las que integran América Latina de hoy sólo pueden darse si esas sociedades (en este caso los pueblos indios), constituyen unidades políticas con posibilidad real de autodeterminación, es decir de gobernarse a sí mismos, de tomar sus propias decisiones…”

10El nuevo artículo 2 constitucional garantiza a los pueblos y comunidades indígenas: 1) Decidir sus formas internas de convivencia y organización; 2) aplicar sus propios sistemas normativos de justicia; 3) elegir sus autoridades y representantes de acuerdo con sus propios procedimientos; 4) preservar y enriquecer sus lenguas, conocimientos, culturas e identidades; 5) conservar y mejorar sus hábitats; 6) acceder, respetando las leyes previas, al uso preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan y 7) elegir, en los municipios con población indígena, representantes ante los ayuntamientos (resumido).

11No sé si la frase es adecuada. Pero en todo caso esta crispación ideológica respondía a situaciones concretas, tales como las que representaban la proliferación de las dictaduras militares en muchos de los países de América Latina. Esta expresión continental de la “Guerra Fría”, que se traducía en represiones, genocidios y destierros, no podía menos que endurecer las ideologías contestatarias, aunque ello obnubilara la percepción de la realidad étnica.

12No puedo evitar reiterar aquí una cita que espero no se vuelva a escribir en México proveniente de la editorial de la revista Nueva Antropología coordinada por Lourdes Arizpe y Héctor Díaz Polanco, entre otros, en la que se comenta el Primer Congreso Nacional Indígena y que reza (1976) “[...] Aclaremos para empezar: los indígenas son campesinos mexicanos que, por azares históricos, hablan lenguas nativas americanas y conservan, en mayor o menor grado, costumbres e instituciones distintivas [...]”. Sin comentarios.

13Ni Alfonso Caso ni Moisés Sáenz, aunque este último realizó largos viajes por regiones indígenas, convivieron en forma prolongada con una comunidad: una excepción la constituyen los etnógrafos A. Villa Rojas, Julio de la Fuente o Maurilio Muñoz, aunque no tuvieron posiciones políticas de alto nivel de decisión. Cabe destacar que tampoco muchos de los antropólogos críticos de la década de 1970 (con algunas excepciones), ni de los iluminados ideólogos del economicismo que se proclamaba marxista habían realizado significativos o prolongados trabajos etnográficos.

14Ya en otras oportunidades me he referido a estos procesos de recuperación identitaria [Bartolomé 2005, 2006, 2009] que se registran no sólo en México, sino en muchos otros países de América Latina. Pero ahora y gracias a la introducción de algunas nuevas preguntas en los formularios censales, podemos tener evidencias cuantitativas de dichos procesos. Ello comprueba la propuesta visionaria de Guillermo Bonfil [1987] quien destacaba la posibilidad de “reindianización” del aparente mestizo y contradice la grotesca afirmación de G. Aguirre Beltrán [1994: 15] cuando señalaba que “…en México no hay indios…porque los así llamados son mestizos hablantes de lenguas vernáculas… en razón de lo cual el regreso a la indianidad sería imposible…”

15Cabe mencionar que en la actualidad existe un desarrollado sistema de educación indígena bilingüe intercultural que teóricamente atiende a casi 1 150 000 niños, con 51 000 docentes y 19 000 centros educativos. Sin embargo los programas son sólo complementarios de la educación oficial, la eficacia terminal es baja, muchos maestros no hablan la lengua o la variante de la misma que enseñan y las propuestas teóricas educativas rara vez se concretan en las comunidades. Incluso, ahora existen escuelas superiores y universidades interculturales, cuya función generalmente no logra suplir las deficiencias de la enseñanza primaria y media. De todas maneras, el conjunto constituye una valiosa infraestructura para desarrollar verdaderos programas interculturales, dependientes de la voluntad política tanto del Estado como de los mismos educadores indígenas.

16Los datos estadísticos generados por el Instituto Nacional de Estadísticas Geografía e Informática (INEGI) deben ser tomados con cautela, ya que están diseñados con una lógica occidental y urbana. Por ejemplo, que los indígenas vivan en un solo cuarto no es indicio de “promiscuidad” sino de lógica residencial; que no tengan drenaje es inevitable en los asentamientos dispersos, los pisos de tierra apisonada a veces son mejores que el duro y frío cemento, etc. La verdadera pobreza radica en la escasa alimentación, la desnutrición infantil, la mortalidad neonatal, la falta de insumos agrícolas y, en general, la imposibilidad de satisfacer necesidades alimentarias, educativas, de acceso a los sistemas de salud, entre otros.

17Al resto de la población el neoliberalismo tampoco la ha tratado muy bien. De acuerdo con el mismo informe de CONEVAL del 2011, sobre la población total el número de personas en pobreza alimentaria subió de 14 742 740 en el 2006 a 21 304 441 para el 2010. Con base en los indicadores multidimensionales, la pobreza general ascendió de 45 502 304 personas en el 2006 a 57 707 660 en el 2010, lo que supone más de 54% de los habitantes del país. Al mismo tiempo, 203 000 inversionistas de la bolsa concentraron el 45% del PIB (La Jornada, 3 de agosto de 2011).

18No lo entendió así el Secretario de la Reforma Agraria y destacado antropólogo Arturo Warman cuando en 1992 promovió la reforma del artículo 27 constitucional, que prohibía la venta de las tierras ejidales y comunitarias. Argumentó que el campesino se liberaba así de la tutela del Estado y podía disponer de forma autónoma de su propiedad [2002], pero ignoró, que las tierras indígenas integran territorios ancestrales poblados de simbolizaciones sacralizadas que las hacen culturalmente fundamentales. Aunque la imperiosa necesidad las obligue a venderlas, las tierras indígenas no pueden ser consideradas sólo como mercancías.

19Un buen ejemplo de estas perspectivas injustamente totalizadoras y políticamente unificadoras la proporciona la obra del abogado y antropólogo Héctor Díaz Polanco [1991], carente de experiencia etnográfica, quien pretendió, de manera arbitraria y jurídicamente vertical, que se aplicara el modelo nicaragüense de región autónoma pluriétnica al conjunto de los Pueblos nativos de México.

Recibido: 20 de Abril de 2017; Aprobado: 05 de Septiembre de 2017

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