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Zincografía

versión On-line ISSN 2448-8437

Zincografía vol.6 no.11 Guadalajara abr. 2022  Epub 23-Mayo-2022

https://doi.org/10.32870/zcr.v6i11.123 

Comunicación

De la visualidad a la tactilidad en las formas del diseño

From visuality to tactility in design forms

Víctor Alejandro Ruiz Ramírez1 
http://orcid.org/0000-0001-6287-7746

1Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, Puebla, México victor.ruizramirez@correo.buap.mx


Resumen

Desde un punto de vista fenomenológico se estudia el intervalo entre lo que Walter Benjamin trató con los términos aura y huella para explicar el cambio en el régimen de la experiencia sensible mediante la calidad reproductible de la obra de arte en tanto forma de diseño. Partiendo de la consideración de que la presencia del cuerpo determina el involucramiento humano como la condicionante del modo de producción, resulta posible revisar dos formas de diseño, donde en una hay mayor presencia del cuerpo, lo que potencia la acción del aura, mientras que en otra se constata una menor presencia del cuerpo, motivo del aumento en el poder hacer de la huella. Entendiendo que el medio de producción obedece a la forma de diseño en la obra de arte, si ésta se reproduce tecnológicamente o se produce manualmente se desprenderán dos valores opuestos de la experiencia estética, el culto y la exhibición, que instauran la tensión entre lo visual y lo táctil.

Palabras clave: Reproductibilidad técnica; cuerpo; visualidad; tactilidad; huella; aura

Abstract

From a phenomenological point of view, the interval between what Walter Benjamin treated with the terms aura and trace is studied to explain the change in the regime of sensible experience through the reproducible quality of the work of art as a form of design. Starting from the consideration that the presence of the body determines human involvement as the conditioning factor of the production mode, it is possible to review two forms of design, where in one there is a greater presence of the body, which enhances the action of the aura, while in the another shows a lesser presence of the body, reason for the increase in the power to make the mark. Understanding that the means of production obeys the form of design in the work of art, if it is reproduced technologically or produced manually, two opposing values will emerge from the aesthetic experience, worship and exhibition, which establish the tension between the visual and the tactile.

Keywords: Technical reproducibility; body; visuality; tactility; trace; aura

Preámbulo

El valor del diseño1 en la obra de arte contemporánea2 se halla en el modo táctil de la vivencia que individualiza la experiencia, esto, desde los siglos XIX y XX, nos lo muestran la fotografía y el cine, respectivamente. Pero el valor del diseño de la obra de arte en su experiencia táctil no priva ni en el cine ni en la fotografía; en todo caso, éstas participan de la reproducción técnica de las obras de arte. Por otro lado, la técnica modifica la percepción, entendida la percepción como acto intencional de la conciencia cuya función radica en articular tiempo y espacio, y el principio que relaciona al sujeto con el mundo.3 Se trata de una vivencia táctil de la obra de arte porque ésta aparece incesantemente como el mundo mismo. Siguiendo a Edmund Husserl (2005): si el mundo está “dado sin cesar”, esto se debe a “una ventaja de la sensibilidad táctil” (p. 102). Entonces el mundo contemporáneo se vuelve un lugar de presencias incesantes y de ausencias intermitentes que posibilitan esta continuidad.

El diseño contemporáneo se relaciona más con la experiencia mundana porque en ambos “el cuerpo […] no puede faltar” (Husserl, 2005, p. 129). El cuerpo es verdad primordial y presencia constante porque “nos está dado perceptivamente como realidad sin ninguna conciencia de engaño” (Husserl, 2005, p. 129). Retomando la reflexión de Husserl se entenderá que la percepción acopla y empareja la vivencia del mundo en la subjetividad. La fotografía y el cine propician en la mirada la experiencia táctil que conlleva el valor de exhibición en el diseño contemporáneo, adquiriéndose un contacto cada vez más inmediato, instantáneo o continuo, entre la obra de arte y el espectador.

Esta reflexión pretende dar las pautas para explicar cómo la reproductibilidad técnica de la obra de arte, como postula Walter Benjamin, incide en la percepción.

La inmediatez en la mirada

El diseño y la producción artística se aceleraron como consecuencia de condicionar la emergencia de la obra a los modos de aprehensión de la mirada. Gracias a la tecnología, la obra puede crearse en el instante en que la mirada capta la realidad, desplazando con ello en tiempo de producción y diseño a la habilidad del artista; “[p]uesto que el ojo capta más rápido de lo que la mano dibuja, el proceso de reproducción de imágenes se aceleró” (Benjamin, 2003, p. 40). La espontaneidad con la que aparecen imágenes reproducidas va adquiriendo una velocidad similar a la de la producción oral que resulta “capaz de mantener el paso con el habla” (Benjamin, 2003, p. 40). Si en el tiempo, bajo la modalidad de la reproducción tecnológica, la obra se vuelve instantánea, en el espacio deviene ubicua.

La reproductibilidad técnica en el diseño de la obra de arte puede “poner la réplica del original en ubicaciones que son inalcanzables para el original” (Benjamin, 2003, p. 43). De modo tal que la copia de obra de arte original “esté en posibilidad de acercarse al receptor” (Benjamin, 2003, p. 43). Entonces, la condición de ubicuidad “desvaloriza” el aquí y el ahora de la producción artística y revaloriza los de su recepción.

En este punto se dilucida que el diseño detenta dos formas: a saber, una de reproducción y otra de producción. El diseño llamado de reproducción “[a]l multiplicar sus reproducciones, pone, en lugar de su aparición única, su aparición masiva” (Benjamin, 2003, p. 44). Ambas formas señaladas resultan diametralmente opuestas. Si el correlato del diseño de reproducción es la aparición masiva de la obra, el de producción es la aparición única. En el primero se propicia el contacto recurrente entre obra y espectador al ir aquélla al encuentro de éste, mientras que en el segundo sólo se permite una recepción individual, por ende, el espectador buscará las condiciones para el encuentro con la obra.

De igual manera, mediante el estudio de las posibilidades de diseño, se infiere la distinción entre el aura y la huella como las formas de los regímenes en los que puede acontecer la experiencia estética. Ambas formas dan cuenta, a su vez, de dos modalidades de la percepción y la imaginación humana que se transforman “junto con el modo de existencia de los colectivos humanos” (Benjamin, 2003, p. 46). Así, se tiene en la huella y en el aura a los dos regímenes de la experiencia estética.

Dado que “[e]l modo en que se organiza la percepción humana […] está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica” (Benjamin, 2003, p. 46), Benjamin (2003) se percata “de la organización de la percepción en el tiempo” (p. 46) a partir de las obras de arte vigentes en una época; de manera que si estudiamos el diseño de ciertas obras de la época actual podemos saber cómo se organiza la percepción de nuestro tiempo. Tal modo es el medio en que la percepción tiene lugar.

Por su parte, la imaginación también participa tanto en el aura como en la huella. En el aura se irrealiza lo cercano y presente haciendo como si estuviera lejano y ausente; en cambio, en la huella se irrealiza lo lejano y ausente como si estuviera próximo y presente. Al afectar la percepción también se sufren modificaciones en la imaginación. En la decadencia del aura se observa dicha transformación. Si el aura se define como “[u]n entretejido muy especial de espacio y tiempo [donde se da el] aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar” (Benjamin, 2003, p. 47), de lo extraño por más familiar que pueda ser; la huella, a la inversa, acontece como el aparecimiento múltiple de una cercanía, por más lejana que se encuentre, de lo familiar por más extraño que sea.

En la decadencia del aura se abre paso el esplendor de la huella, a través de dos condicionantes interconectadas, a saber: “el surgimiento de las masas y la intensidad creciente de sus movimientos” (Benjamin, 2003, p. 47). Las masas demandan con el mismo fervor “acercarse a las cosas” e ir “por encima de la unicidad de cada suceso mediante la recepción de la producción del mismo” (Benjamin, 2003, p. 47). Aunada a esta demanda se encuentra la necesidad irresistible y cada vez más vigente del apoderamiento “del objeto en su más próxima cercanía”, no ya como imagen, sino como copia, y, sobre todo, “en reproducción” (Benjamin, 2003, p. 47). Así, la imagen se constituye por la íntima conexión entre unicidad y durabilidad, mientras que, por el contrario, la repetibilidad y la fugacidad se dan conjuntamente en la reproducción, según lo explica Benjamin (2007), para quien la copia y la imagen se distinguen porque “la singularidad y la duración están tan estrechamente imbricadas en ésta como la fugacidad y la posible repetición lo están en aquélla” (p. 194).

En todo caso, se podría hablar de copia de imágenes en un sentido material. Pero si se entiende la imagen como una forma de la conciencia (Sartre, 2005), entonces esta conciencia se modula según la percepción; es decir, si entra en contacto con lo que Benjamin llama una imagen, a saber, la íntima conexión entre singularidad y durabilidad, la imaginación hará ausente lo que se percibe presente; en cambio, si se trata de una copia, esto es, la fugacidad y la repetibilidad, la conciencia imaginante hará presente lo que se percibe como ausente. Para Benjamin (2007) la copia y la imagen se distinguen porque “[l]a singularidad y la duración están estrechamente imbricadas en ésta [la imagen] como la fugacidad y la posible repetición lo están en aquella [la copia]” (p. 194). Sacar al objeto de su lugar propio de aparición conlleva “la demolición del aura” y, con ello, al anuncio del cambio en la percepción caracterizado por la multiplicidad del mundo:

Pero el objeto, por el mero origen técnico, por el puro efecto de la reproducción tecnológica, cancela, violenta, destruye lo que Benjamin llama el aura: el sentido de lejanía del objeto como fundamento de la experiencia estética, su composición con el orden de lo sagrado, su enclave en las zonas de convergencia singular de una colectividad, en un vínculo sobrecogido en lo sagrado, y en un estremecimiento singular de las identidades en fusión. (Mier, 2007a, p. 65)

Asimismo, Benjamin señala que las primeras teorías estéticas de la fotografía debieron haberse planteado la cuestión “de si el carácter global del arte no se había transformado a causa del descubrimiento de la fotografía” antes que proyectar la pregunta “de si la fotografía era un arte o no” (Benjamin, 2003, p. 63). Con la fotografía, la producción misma deviene obra de arte. En la discusión sobre el estatuto artístico de la fotografía, “la repercusión de la reproducción fotográfica de obras de arte es mucho más importante que la elaboración más o menos artística de una fotografía para la cual la vivencia es sólo el botín de la cámara” (Benjamin, 2007, p. 196). Y resulta más importante dicha repercusión justamente porque en ella acontece, una vez más en la historia de la humanidad, la transformación de los valores perceptivos debido a la técnica; es decir, la reproducción fotográfica vino a cambiar los modos de ver y a introducir la incidencia de lo táctil en la visualidad.

Una obra de arte que existía previamente a la reproducción, pero que luego se difunde por causa de ésta, hace posible el “desempeño artístico”, con el cual no se entiende la creación de la obra de arte, sino su reproducción. No obstante, la obra aurática, nacida durante el predominio del valor de la autenticidad, a pesar de que sea reproducida, no perderá su aura, aunque ésta se marchite. El diseño de la obra aurática hace que en ésta permanezcan sus valores de origen, no obstante las diversas contingencias, como suelen ser la copia, la degradación o la desaparición.

Axiología de la experiencia estética4

Benjamin (2003) propone que el valor ritual y el valor de exhibición son los dos polos en la historia del arte. Mientras que “[e]l valor ritual exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto”, el valor de exhibición crea “la emancipación que saca a los diferentes procedimientos del arte fuera del seno del ritual” (p. 53). La técnica del valor ritual “involucra lo más posible al ser humano”; contrariamente, la del valor de exhibición “lo hace lo menos posible” (Benjamin, 2003, p. 55). Ciertamente, los estudios benjaminianos han abundado sobre las interpretaciones de esta polaridad y han cuidado de circunscribirla al arte mismo. Sin embargo, algunos pensadores marxistas postulan en estos valores una “[…] encrucijada axiológica en la que la reproductibilidad técnica vendría a colocar al arte y -más que al arte- a la sociedad contemporánea misma” (Fabelo, 2015, p. 189). Ese “más que al arte” yo lo considero no ya en la sociedad, sino en la percepción misma porque los valores de culto y exhibición ponen a la visualidad y la tactilidad como formas y valores de la percepción en una encrucijada. Esto debido a que cada valor implica la presencia o ausencia del cuerpo, el mayor o menor involucramiento del ser humano, en tanto que condicionante de la técnica de producción y diseño.

En la segunda técnica, la actividad lúdica cobra un valor de distinción y constitución de la obra de arte porque la sumerge en la iteración, guiándose por lo que Benjamin (2003) denomina con la expresión “una vez no es ninguna” (p. 56), oponiéndose a la expresión “de una vez por todas”, propia de la primera técnica. En cuanto que la primera técnica intenta dominar la naturaleza, “la intención de la segunda es más bien la interacción concertada entre la naturaleza y la humanidad” (Benjamin, 2003, p. 56). Se posibilita la interacción entre las prácticas humanas y los efectos naturales de la materia porque la técnica del valor de exhibición no busca el dominio de la naturaleza mediante la habilidad de su manejo, como ocurre en el valor de culto. Por ejemplo, en la fotografía, la incidencia natural de la luz sobre los cuerpos se captó y traspasó en impresiones sobre cierta superficie, lo que provocó toda una gama de estilos en las formas de imprimir. La habilidad se vuelve más una actividad lúdica y menos un conocimiento de prescripciones. La aparición de la cámara fotográfica muestra que el desplazamiento de la habilidad del artista en la obra implica el paso del valor de culto al valor de exhibición. En palabras de Benjamin (2003): “[…] allí donde el ser humano se retira de la fotografía, el valor de exhibición se enfrenta por primera vez con ventaja al valor de culto” (p. 58).

Al respecto, el ser humano fotografiado adquiere una presencia distinta a la de cualquier otro objeto registrado por la cámara fotográfica porque “[l]a luz […] es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido fotografiados” (Barthes, 2006, p. 127). Percibimos la luz de los objetos como emanando de ellos. En este sentido, la fotografía inscribe la luz y, por eso, en cada fotografía nos llega la luz de cada cosa del mundo en un instante. “La fotografía es literalmente la emanación del referente” (Barthes, 2006, p. 126). Qué emana el referente sino su luminosidad y “[…] el cuerpo fotografiado me toca con sus propios rayos […]” (Barthes, 2006, p. 128). En el caso del ser humano fotografiado, se trata del toque lumínico de un cuerpo como el mío, del cuerpo del otro. El aura permanece por la intersubjetividad. Entonces, el valor ritual se conecta con el valor de eternidad, pero el valor de exhibición renuncia a él. En las fotografías de seres humanos se mantiene un resquicio del valor de eternidad que se pierde si se registran objetos no humanos.

A propósito, Bolívar Echeverría (2003) desarrolla una propuesta estética con el par distintivo y complementario “valor de exhibición” y “valor de culto”. Con dicho binomio se postula una axiología con la cual se observan y explican los valores estéticos puestos en juego en el aspecto técnico-tecnológico de la obra de arte. Los valores de exhibición y de culto, lejos de considerarse como excluyentes, son del todo complementarios en su oposición y, más aún, pertenecen a un mismo valor (con lo cual se consideran como valencias), el de la producción artística. Así, se trata de pliegues del valor porque se desdoblan según la interacción establecida. Si un valor siempre da cuenta de cierto modo de relación, entonces en el par “valor de exhibición” y “valor de culto” se desprende una doble dinámica.

El diseño contemporáneo -señala Echeverría (2003) en términos de técnica moderna siguiendo a Walter Benjamin- favorece transformaciones profundas en “los procedimientos de las artes”, así como en “la invención artística y el concepto mismo de arte” (p. 12), transformaciones relacionadas con el mundo social. Esencialmente el cambio del arte se da como paso de la condición “aurática” (valor para el culto) a la “exhibicionista” (valor para la experiencia). Ese cambio da cuenta de “dos polos de presencia” entre los cuales el arte se ha movido en su devenir.

Como señala Echeverría (2003), en el primer polo -el aurático-, la obra de arte vale como “documento vivo” inmerso en la ritualidad y en la magia, mientras que, en el segundo, el valor se da en el desatamiento de la vivencia profana, de “la experiencia estética de la belleza”. Echeverría (2003) observa que, según Benjamin, el arte no puede ser independiente porque su sometimiento pasa del “valor para el culto” al “valor para la exhibición”, y mientras la obra posea un valor siempre se encontrará en cierta relación, ya sea con otras obras o con diversos tipos de acontecimientos, lo cual supone que la obra de arte acontece en la historia y no deja de circunscribirse a dimensiones espaciales y temporales; el arte, por “ser del mundo”, está, igual que el ser humano, “condenado al sentido” (Merleau-Ponty, 1997, p. 19).

En el diseño del arte occidental predominó el régimen aurático hasta finales del siglo xix, cuando apareció la fotografía, comenzando así con la expansión y pronto dominio del arte de exhibición. Al confrontar los valores de culto y de exhibición, Benjamin (2007) enseña que “la diferencia entre técnica y magia es […] una variable histórica” (p. 187). Entonces, en su valor para la exhibición, la obra de arte muestra, sobre todo, su carácter constitutivamente tecnológico, mientras que en el valor para el culto se ve incluso su constitución técnica. Raymundo Mier (2007 a) aborda la encrucijada axiológica en términos de “contemplación y exhibición”, mismos que “[…] revelan modos del mirar, sometidos a las pautas contingentes de la experiencia, conformadas, o bien por el imperio de la tradición o bien por el viento devastador -una devastación que es, a un tiempo, creación de espacios, de horizontes, de aliento- de la modernidad” (p. 61). Si el aura surge, se debe a que “el objeto y la técnica se corresponden tan nítidamente” (Benjamin, 2007, p. 192), y justamente en la nitidez de su correspondencia el objeto representado y la técnica que lo representa no se distinguen.

La característica radical del aura en las obras de arte es el “efecto de extrañamiento” que conlleva porque el aura es la marca de que algo permanece inasequible por muy presente que esté; por este motivo, Benjamin (2007) define el aura como “[u]na trama muy particular de espacio tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar” (p. 194). El aura es, entonces, la presencia de la gracia irrecuperable. El aura existe ligada a su aquí y ahora; por consecuencia, no puede copiarse. La índole primigenia donde se ensambla la obra de arte en el tejido de la tradición es la univocidad; cuando la técnica reproductiva irrumpe en la obra, se desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. La existencia irrepetible en el lugar en que la obra se encuentra funge como otro rasgo distintivo del aura. La cultualidad conforma el valor único de la auténtica obra artística fundada en el ritual donde tuvo su primer y original valor útil. Por último, la lejanía como lo irrepetible por irrecuperable circunscribe el fenómeno del aura.

Por su parte, el diseño de la obra de arte que se da a la exhibición, y no al culto, resulta profana porque se reproduce su aparecer. El diseño de la obra de arte profana se repite, por lo cual se tienen dos modos de la actitud estética: la de culto o recogimiento y la profana o de exhibición. Sobre la actitud del recogimiento, Natalia Radetich Filinich (2012) apunta que:

En el valor de culto el espectador se relaciona con la obra de arte a partir de un movimiento interior que Benjamin llamaba el recogimiento; en la obra de arte aurática el espectador se encuentra, de alguna manera, disminuido ante la imposibilidad de hacer suyo el objeto de contemplación que se alza frente a él como algo del orden de lo inalcanzable. (p. 18)

A la segunda técnica de diseño de la obra Benjamin se refiere en términos de huella o copia. Este otro régimen de la experiencia estética se da en el encuentro con obras reproducibles técnicamente que mantienen un contacto muy cercano con el receptor. En palabras de Benjamin (2007): “Hacer las cosas más próximas a nosotros mismos, acercarlas más bien a las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier coyuntura por medio de su reproducción” (p. 194). La proximidad al sujeto, la cercanía de las masas y la posibilidad de repetición definen a la obra de arte bajo el valor de exhibición cuyo régimen de la experiencia se da en la huella.

Durante la época contemporánea predominan las obras de arte que pueden repetirse volviéndose próximas. Si el fenómeno del aura tiene en el de la huella su correlativo diametral y simétricamente opuesto, entonces, la huella es una familiarización de lo distante. Mientras que en el aura lo que está lejano en el espacio aparece próximo en el tiempo, en la huella lo que está lejano en el tiempo aparece próximo en el espacio. En el Libro de los pasajes, Benjamin (2005) confronta ambos conceptos:

Huella y aura. La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros. (p. 450)

Huella y aura se plantean como dos conceptos para describir las formas de la aparición según su cercanía y lejanía, respectivamente, lo que implica modos de la experiencia espacial. La cercanía de la huella hace que participemos de la cosa, mientras que la lejanía del aura hace que la cosa nos posea. Por estos motivos, si “en la huella nos hacemos con la cosa” (Benjamin, 2005, p. 450) podríamos pensar que la sensibilidad actual, por articularse con la huella, ha propiciado que en el diseño contemporáneo el espectador se haga con la obra; mientras que, en el diseño clásico, fundado por el aura, la obra domina al espectador.5 En el aura, la percepción visual detenta su primacía, pero en la huella, lo táctil incide en lo visual. La experiencia estética en la pintura se configura a partir de la búsqueda del mundo a través de la lejanía, mientras que en la fotografía la experiencia estética se despliega por el encuentro del mundo mediante la cercanía, es decir, el aura de la pintura nos lleva a cruzar hacia un mundo figurado como yendo a buscarlo, en cambio, la huella fotográfica hace salir las figuras del mundo viniendo a nuestro encuentro. Por lo tanto, se articula un correlato entre huella y aura; el aparecer de la lejanía en ésta media la aprehensión del objeto estético; por su parte, aquélla lo hace en el aparecer de la cercanía.

Las obras de arte afectadas por la reproductibilidad técnica como algo externo a ellas se distinguen de las que sí la detentan como forma constitutiva. El carácter reproducible del diseño en la obra de arte detonado por la técnica ha propiciado una relación de inmediatez entre la obra de arte y la vida cotidiana. Se cita el caso de la litografía, surgida en el siglo XIX, gracias a la cual “la gráfica fue capaz de acompañar a la vida cotidiana, ofreciéndole ilustraciones de sí misma” (Benjamin, 2003, p. 40).

La reproductibilidad técnica del diseño favorece un alcance inmediato al instalarse la obra de arte en la vida cotidiana. La distracción y el divertimento de la masa -forma con la que se manifiesta el espectador- absorben la obra de arte reproducida técnicamente en un movimiento inverso a las obras de arte que no poseen técnica de reproducción. Aunque la imitación también se rige por parámetros técnicos, la habilidad del artista realiza el trabajo de producción. Por su parte, la otra forma de arte desplaza la habilidad del artista insertando la obra no en la producción, sino en la reproducción.

De la tactilidad en la visualidad

Así como en el valor cultural de la obra de arte se genera una percepción conformada por el recogimiento, en el valor de exhibición la percepción se conforma en la distracción. Por un lado, “quien se recoge ante una obra de arte se hunde en ella” y, por el otro, “[l]a masa, […] cuando se distrae, hace que la obra de arte se hunda en ella” (Benjamin, 2003, p. 93). La arquitectura ejemplifica la expresión artística donde la obra se hunde en la masa porque su “recepción tiene lugar en medio de la distracción y por parte de un colectivo” (Benjamin, 2003, p. 93). No obstante, “[l]a recepción de los edificios acontece de una doble manera: por el uso y por la percepción de los mismos. O mejor dicho: de manera táctil y de manera visual” (Benjamin, 2003, p. 93). Mientras que la percepción visual se da “por la vía de la atención”, la táctil acontece “por la del acostumbramiento” (Benjamin, 2003, p. 94). La percepción visual se caracteriza por un “atender tenso” y la táctil por “un notar de pasada” (Benjamin, 2003, p. 94).

Si en nuestra era la recepción táctil de la obra de arte alcanza un valor canónico es a causa de que los trabajos planteados “al aparato de la percepción humana en épocas de inflexión histórica […] [s]e realizan paulatinamente, por acostumbramiento” (Benjamin, 2003, p. 94). El cine funge como el ejemplo paradigmático donde se muestra que la dominante táctil “rige en el reordenamiento de la percepción” (Benjamin, 2003, p. 94). Por ende, “[l]a recepción en la distracción […] es el síntoma de transformaciones profundas en la percepción” (Benjamin, 2003, p. 94). En el cine se pone de manifiesto que aún en lo óptico la dominante táctil se encuentra vigente “mediante el efecto de choque de la sucesión de imágenes” (Benjamin, 2003, p. 95), pues las imágenes tocan de golpe la sensibilidad del espectador. La mirada se tactiliza.

Al respecto, Raymundo Mier (2009) explica que mirar acontece como un modo particular de comprender y construir el sentido del tiempo y una vía particular de acceso al universo del otro. Además, la mirada interviene como condición de selectividad en la construcción del sentido porque no se mira todo lo que aparece (Mier, 2009). Siguiendo a Benjamin, Mier observa que la faceta de la mirada propia en la modernidad es el paso de la contemplación a la percepción táctil.

Benjamin advierte en la experiencia estética de la modernidad una mutación significativa: una transformación del espacio. Ocurre una revocación y supresión de la distancia en la percepción del objeto estético. La supresión de los confinamientos del culto, propios de la concepción tradicional de lo estético, da lugar a la exacerbación de la proximidad, que culmina en la experiencia “táctil” del objeto estético. Una supresión de las mediaciones del culto y de la exégesis como vía de acceso a la conmoción estética. (Mier, 2007b, p. 111)

Se pasa de la visualidad a la tactilidad. Al respecto, Ruiz Moreno (2014) entiende6 por visualidad “un valor de la percepción cuyas valencias serían lo visual en la intensidad, que tendría como acción el mirar y como órgano de ejecución la mirada, y lo visible en la extensidad, que tendría como acción el ver y como órgano de ejecución la visión” (p. 163). Por mi parte, puedo decir que la tactilidad, en correspondencia con la visualidad, es un valor de la percepción cuyas valencias serían lo táctil en la intensidad,7 que tendría como acción el sentir y como órgano de ejecución el sentimiento, y lo tangible en la extensidad,8 que tendría como acción el tocar y como órgano de ejecución el toque. En el caso de la visualidad, a la acción a distancia propia de la visión le corresponde la lejanía en la mirada. Mientras que la acción a distancia de la visión vincula al sujeto percibiente con el mundo, la lejanía de la mirada lo hace con lo imaginario. Una apreciación fenomenológica de las tesis de Benjamin permite comprender la lejanía en la mirada como rasgo emergente de la imaginación

[…] inherente al vínculo con lo irreductible del objeto de la mirada, su distancia irreparable. No hay un rasgo en la fisonomía de ese objeto que oriente la invención de la mirada, no hay una huella específica en el objeto, que nos permita identificar en la superficie, en la disposición de la materia observada el sentido de la lejanía que es la condición misma de la mirada. La separación, la fisura intransitable que define la visibilidad y la corporeidad de lo mirado. (Mier, 2007a, p. 57)

Según Merleau-Ponty (1986), el pensamiento cartesiano se deslinda de “la acción a distancia y esa ubicuidad […] es toda la dificultad de la visión (también toda su virtud)” (p. 30). De modo que el cartesianismo hace del tacto el modelo de la visión. Por el contrario, si la fenomenología de la percepción niega que “[e]l modelo cartesiano de la visión es el tacto” (Merleau-Ponty, 1986, p. 30), se debe a la acción inmediata del tacto, opuesta a la de la visión; además de que en la tactilidad el mundo acontece sólo en el aquí del cuerpo. Lo táctil se vive en la cercanía. Por el contrario, la percepción visual, gracias a su acción a distancia, nos presenta el mundo en su lejanía; mientras el horizonte se encuentra allá en lontananza, allende el lugar que mi cuerpo ocupa, también se abre aquí en mi mirada sin la necesidad de trasladarme hacia allá. Esa es la ubicuidad, a saber, la presencia de la lejanía aquí y ahora. Como lo dice Merleau-Ponty (1986) al explicar el papel de la visión en la pintura: “ver es tener a distancia” (p. 22). La pintura, cuyo sentido radica en dar a ocasión de ver, intensifica la acción de mirar porque el Ser aparece a distancia: “La pintura despierta, eleva a su última potencia un delirio que es la visión misma, pues ver es tener a distancia y la pintura extiende esta caprichosa posesión a todos los aspectos del Ser, que de alguna manera deben hacerse visibles para entrar en ella” (Merleau-Ponty, 1986, p. 22). Por la percepción visual el mundo se tiene a distancia, esto es hacerse visible.

Recordemos que el diseño manual o primera técnica separa las instancias de recepción y producción en dos momentos. Tal separación distingue la dinámica del valor de culto, pero la reunión de ambas instancias caracteriza al valor de exhibición. También la instantaneidad reúne en una sola acción los momentos de la producción y de la recepción de la obra, a la vez que libera a la obra de su condición material, instaurándola como acontecimiento. Justamente, la obra de arte aparece de inmediato en la mirada por mor de la reproductibilidad técnica. Por el contrario, la reproducción en el diseño instaura el aparecer diferido de la obra respecto a la captación de la mirada. Cada forma de diseño incide en la percepción implantando una jerarquía entre los sentidos. Así, retomando la axiología estética, la visualidad como valor de la percepción impregna sus formas en los demás sentidos gracias a la incidencia de la reproducción del diseño que implementa la lejanía. Por su parte, la reproductibilidad técnica, al organizar la experiencia en la inmediatez del acontecimiento, propicia la absorción de los sentidos en otro valor de la percepción, a saber, la tactilidad.

El encuentro con la imagen se desplaza de la visión a la tactilización porque la imagen acontece en la experiencia estética como si fuera un proyectil. Esta manera de hacer táctil un objeto dado a la mirada es posible por la sinestesia, entendida como la comunicación entre las formas de la percepción.9 La tactilización de la obra produce la inmediatez del fenómeno en la experiencia del sujeto, trayendo al aquí y ahora la apropiación de la imagen reproducida técnicamente, saturando de presencia a la mirada, haciendo ante todo de la obra de arte una huella porque se tiene un registro del tránsito, de la fugacidad, del movimiento de lo real, volcando la vivencia en la proximidad de algo por lejano que se encuentre, dando a la experiencia un mundo incesante como “ventaja de la sensibilidad táctil”, en términos de Husserl. Sin embargo,

[l]o táctil no señala una primacía de la presencia. Es más bien la comprensión de una nueva experiencia de lo estético en la modernidad: su apertura a la irrupción, al desgarramiento, a la perturbación tajante e irreversible que abre la posibilidad de una renovación desafiante de toda interpretación y de toda invención de la historia. (Mier, 2007b, p. 111)

En efecto, lo visual y lo táctil implican dos formas de la presencia, además de la condición vicaria de la experiencia estética. Por último, la percepción visual se tactiliza de tres formas: la primera, en cuanto se pasa de un “atender tenso” a “un notar de pasada”; la segunda, cuando la imagen se proyecta -como chocando- sobre el espectador; la tercera, al sentir la continuidad del otro a través de la mirada. La percepción visual se vuelve táctil en el involucramiento del cuerpo propio para crear vínculos significantes entre valores perceptivos, y más específicamente entre la visualidad y la tactilidad, ya que, mediante la mirada, la intersubjetividad se logra como continuidad sensible. La mirada se tactiliza en este caso porque la sensación de continuidad del otro a través de la mirada despierta la experiencia del toque.

Pintura y fotografía como formas de diseño

Con la cámara fotográfica “la mano fue descargada de las principales obligaciones artísticas dentro del proceso de reproducción de imágenes, obligaciones que recayeron exclusivamente en el ojo” (Benjamin, 2003, p. 40). A diferencia de la pintura, donde

las imágenes que perduran, perduran sólo como testimonio del arte de quien las pintó […] [, en la fotografía] […] queda algo que no se consume en el testimonio del arte del fotógrafo […], algo que no puede silenciarse, que es indomable y reclama el nombre de la [persona] que vivió aquí y está aquí todavía realmente, sin querer jamás entrar en el arte del todo. (Benjamin, 2007, p. 185)

Con esta cita entendemos la pintura en tanto testimonia la presencia del artista en el diseño de la obra, mientras la fotografía aparece como presencia del diseño de la obra que testimonia el mundo. La pintura recupera la ambigüedad de la experiencia sensible, busca sus “cifras secretas”, pero la fotografía extiende nuestra percepción hacia el mundo. Ambas, pintura y fotografía, en relación con el cuerpo, se asumen como técnicas porque “[t]oda técnica es “técnica del cuerpo”. Ella figura y amplifica la estructura metafísica de nuestra carne” (Merleau-Ponty, 1986, p. 26).

Podríamos decir que la técnica pictórica en tanto diseño de la obra prescribe la manera en que se imitará el objeto observado, el diseño de la obra de arte donde predomina la habilidad manual del artista debido a su modo de producción y diseño; en este caso, la mano emula el método y el instrumento queda manipulado en su totalidad por el artista, quien toca lo que mira para que su receptor mire lo que se ha tocado. Mediante el toque, el artista encarna su técnica en la obra y en ella surge el aura, esto es, la contemplación de una lejanía. En otras palabras, la pintura crea el aura si le muestra al espectador, mediante la toma de distancia (lejanía), la ambigüedad de la experiencia sensible; como si fuera necesario un alejamiento para observar la articulación de nuestra propia carne.

A propósito, Maria Giulia Dondero (2009) indica que “Benjamin describe el poder aurático del original como el producto de la intersección entre la mano del artista del pasado y la mirada del observador en el presente” (p. 72). Entonces, la originalidad de la pintura radica en la intersección temporal del pasado de la producción con el presente de la recepción, un encuentro entre la mano del pintor y la mirada del espectador, donde el acto de pintar aparece en lontananza siempre como el lejano instante en que se expresa el toque del pintor. Desde una consideración fenomenológica, el campo de presencia del pintor trasciende su aquí y ahora para instalarse en el del espectador por mor de la contemplación pictórica. Si comprendemos que el campo de presencia debe al cuerpo vivido como propio aquí no sólo la localización de los objetos allí, sino que, por eso mismo, “el propio cuerpo se manifiesta, para cada quien, como portador del punto-cero de orientación en el aquí y ahora desde los cuales el sujeto organiza su mundo” (Illescas, 2014, p. 15); entonces, ese aquí y ahora como entramado espacio-temporal de la mano del pintor queda guardado en el toque de la pintura, y el poder aurático hace que el punto-cero de orientación se traslade a la mirada del espectador y que la pintura sea entonces portadora de ese punto-cero que en el pasado portaba el cuerpo propio del pintor.

Sobre la mano y la obra, Merleau-Ponty (1964) ha observado que “la mano lleva por doquier su estilo, que está indiviso en el gesto, y no tiene necesidad, para señalar con su rayado la materia, de cargar sobre cada punto del trazado” (p. 78). En el toque del artista se ha cargado el trazo de un cuerpo en cada punto porque responde a la espontaneidad destinada a la realización de movimientos definidos. La mano al trazar “en el espacio percibido” (Merleau-Ponty, 1964, p. 78) hace que la obra de arte difiera de la huella. Merleau-Ponty (1964) declara que “la maravilla del estilo radica en que el artista pone su marca” y si “este prodigio nos es natural” se debe a que “comienza con nuestra vida encarnada” (p. 78). Si la figura del aura se emparentara con el espíritu, entonces -siguiendo a Merleau-Ponty (1964)- tal espíritu no sólo sería la obra en sí misma, sino la perenne presencia humana implicada en la obra misma “desde el momento que sabemos movernos, desde el momento que sabemos mirar” (Merleau-Ponty, 1964, p. 78). Entonces, el poder del aura consiste en comunicar visualmente al espectador la presencia corporal que el artista deja no a través del trazo, sino de su toque, donde se comunica su presencia corporal. Así, el toque es en lo táctil lo que la mirada en lo visual. De esto se deduce que en el aura lo táctil se comunica en lo visual, es decir, el toque del pintor en la mirada del espectador; mientras que en la huella lo visual se comunica en lo táctil, porque la imagen fotográfica muestra la mirada del fotógrafo llegando como un toque. Por eso, en la fotografía la mirada del artista toca al espectador. Dolores Illescas (2014)-siguiendo a Husserl- apunta que

la experiencia de tocar alguna cosa ofrece, a la vez, determinadas cualidades sensibles de dicha cosa, como pueden ser su forma, tamaño, o textura, pero a la vez, brinda una automanifestación de la experiencia misma en la cual el tocar mismo es sentido. El tocar algo, en efecto, implica un elemento de localización de la parte del cuerpo que toca o ha sido tocada […] por esa misma cosa. De tal modo, la conciencia del tocar se manifiesta situada corporalmente. (p. 19)

Por mi parte afirmo que el poder aurático hace ver al espectador cómo el tocar mismo fue sentido en el acto de pintar, mientras que el poder de la huella hace que el espectador se toque con el mundo como fue visto éste en el acto de fotografiar.

A diferencia del diseño de la obra llamada aurática, el de la obra de arte reproducible técnicamente tiene, por un lado, a la tecnología y no a la habilidad del artista como el medio de producción principal, desplazando a la habilidad por la fidelidad del registro. La obra no se tiene como producto humano, sino de la máquina donde se reproduce algo más allá de lo que el ojo capta; entonces, la técnica se desencarna mediante la acción del artista sobre la máquina, como en la fotografía. Por otro lado, la técnica entendida como conjunto de reglas y procedimientos, desligándose de la tecnología, puede reproducirse mediante ciertas prácticas como la performance, donde una acción se repite bajo esquemas predeterminados sin que sea una actuación en el sentido teatral. Obras de este tipo se dan al espectador como huella del aparecer de lo real, tactilizando su experiencia. En tanto huella, la obra de arte aparece sin depender ya del modo en que la mirada se ha posado sobre el objeto porque la cámara es “un espacio elaborado inconscientemente”, mientras que los ojos (entiéndase la mirada) son “un espacio que el hombre ha elaborado con consciencia”, por eso “[l]a naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos” (Benjamin, 2007, p. 186).

Mediante la fotografía, la cámara hace ver movimientos corporales que pasan desapercibidos y “[s]ólo gracias a ella percibimos ese inconsciente óptico” (Benjamin, 2007, p. 187), lo cual explica que la cámara no sólo registra fielmente la realidad, sino que la construye. Específicamente, la fotografía no reproduce la realidad, puede registrarla y construirla, pero siempre desde la producción del acto fotográfico, porque la reproducción hace la fotografía y no al revés, ya que la realidad de la fotografía está en su condición de reproducirse tecnológicamente, y no la realidad en la reproducción fotográfica. El acto de fotografiar adquiere una calidad reproductible en la técnica fotográfica. A su vez, el acto de fotografiar se implica en cada fotografía. La técnica hace reproducible la fotografía y el acto que le da existencia10. La fotografía propicia el encuentro con la cosa, por lejana que esté, y así nos hacemos con ella. Se trata de la inscripción de la luz que un cuerpo emana en el instante de su captación.

Conclusiones

Con esta reflexión me he permitido mostrar las observaciones de Walter Benjamin en torno a la incidencia que el diseño de la obra de arte ha operado sobre la percepción. Considerada como un acontecimiento, tal incidencia se ha enfocado en este artículo a través de la perspectiva fenomenológica, gracias a lo cual nos hemos percatado de que la mirada articulada por el diseño ha generado la inmediatez del sentido de la imagen, haciendo de dicha inmediatez la condición de la percepción contemporánea y logrando que el saber abandone su trayecto ritual, disipándose.

El cine y la fotografía se dan como vías de acceso al sentido sin participar de un tiempo comunitario, sin poseer una competencia, sin ir por una vía ritual. Entonces, la aprehensión se torna cuasi-solipsista como goce individualizado de la imagen al precio de resquebrajamientos en las comunidades. A causa de la reproducción tecnificada, tecnologizada de la imagen, la mirada reclamada por esa presencia se embota y, a su vez, el embotamiento se debe a que la imagen ya no representa -como ocurre en el valor cultual-, sino que emana del mundo. De la inmediatez emerge la tactilidad. En palabras de Bolívar Echeverría (2003): “[e]l nuevo arte crea una demanda que se adelanta al tiempo de satisfacción posible” (p. 22). La demanda se halla antes de la satisfacción, creándola. El espectador ya no busca, encuentra.

El fenómeno de la incidencia del diseño en la percepción conlleva el trastrocamiento de régimen en la experiencia estética, dando muestra de esto el diseño contemporáneo, en el que se desarrolla una sensibilidad que propicia la decadencia del aura como rechazo de la lejanía porque el receptor participa en la obra profana; recordemos, en el régimen de la huella nos hacemos con la cosa. La estetización del mundo en la era postaurática se da como un cultivo salvaje de formas sensibles. Sin embargo, el diseño en la época postaurática no se ha clausurado porque mantiene los vínculos con el intercambio del espectáculo y los conflictos de la existencia social.

El cambio en el régimen de la experiencia sensible mediante la calidad reproductible del diseño en tanto forma de arte aplicada ha quedado explicado en este artículo mediante los términos aura y huella. Desde un punto de vista fenomenológico, resulta observable que el diseño contemporáneo se relaciona más con la experiencia mundana porque instala sus productos en la inmediatez de la experiencia, propiciando en la mirada la experiencia táctil que conlleva el valor de exhibición. Por su parte, la producción manual del diseño tradicional instaura un valor de culto, dándole a la experiencia la forma visual, donde prima la aprehensión a distancia del objeto de la percepción.

Gracias a que el cuerpo propio contiene a la percepción en todas sus formas, la sinestesia manifiesta que el cuerpo es el lugar común donde las formas de la percepción se encuentran y comunican. Por lo anterior, en el diseño contemporáneo, el encuentro con la imagen se desplaza de la visualización a la tactilización porque la imagen acontece en la experiencia estética como si fuera un proyectil. Esta manera de hacer táctil un objeto dado a la mirada es posible por la sinestesia, entendida como la comunicación entre las formas de la percepción.

La condición táctil del diseño en la reproductibilidad técnica propicia la presencia continua en el campo de experiencia del espectador del objeto diseñado bajo ese régimen, porque la obra va al encuentro de la mirada y, en consecuencia, el acostumbramiento por contacto de la huella se abre paso frente a la contemplación del aura. El diseño se encuentra entre dos modos de producción que establecen una axiología estética, donde el mayor involucramiento humano en la obra implica el despliegue del valor de culto, mientras que, en oposición, el dominio de la máquina en el proceso desarrolla el valor de exhibición. Sin embargo, los entrecruzamientos de ambos valores resultan posibles y es así como existen obras del diseño. Tal es el caso del dibujo digital, que se contempla por contacto o donde lo masivo se hace único, incluso lo asequible se vuelve inalcanzable o la huella aparenta un aura.

Referencias

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1Entendiendo que el diseño sintetiza la técnica y la producción en la obra de arte.

2El arte contemporáneo, según Danto (2010), no se inscribe en ningún gran relato, tampoco alega contra el arte anterior, pero sí “ dispone del arte del pasado para el uso que los artistas le quieran dar. Lo que no está a su alcance es el espíritu en el cual fue creado ese arte” (p. 30).

3En la definición de Merleau-Ponty (1989), “percibir es hacer presente cualquier cosa con la ayuda del cuerpo” (p. 104).

4En el sentido kantiano, la experiencia estética es la afectación producida por la representación en el sentimiento de placer o displacer del sujeto. Tal forma de la experiencia acontece como finalidad en sí misma gracias al desinterés por el objeto (Kant, 2012). Para la fenomenología “[…] la experiencia estética, que es una experiencia perceptiva, impone la evidencia de que lo percibido no es sólo lo representado y que el objeto siempre es algo ya constituido: en consecuencia, el objeto estético remite a la obra y es inseparable de ella” (Dufrenne, 1982, p. 56). En este segundo sentido, la experiencia estética se estudia en la obra de arte por ser su lugar de captación; por consecuencia, la obra de arte se capta como objeto estético por tener su ser en lo sensible.

5Resulta relevante anotar que, en la relación con la visualidad, la pintura ha sido la manifestación artística más prototípica del arte clásico a partir del Renacimiento, mientras que la fotografía lo ha sido de la contemporaneidad.

6Esta formulación se hace desde el esquematismo que como hipótesis es “entendido como una mediación entre lo sensible y lo inteligible” (Zilberberg, 1999, p. 114).

7“La intensidad que nosotros proponemos es la intensidad subjetal, la intensidad vivida, y por catálisis, la intensidad medida. ¿En qué consiste experimentar un afecto sino en tomarle ante todo y personalmente la medida?” (Zilberberg, 2015, p. 27).

8“La extensidad, orientada hacia los estados de cosas, tiene que ver con la densidad del campo de presencia: si las magnitudes son poco numerosas, diremos que la modalidad de la concentración es la válida; si es a la inversa, diremos que es la modalidad de la difusión la que será elegida” (Zilberberg, 2015, pp. 27-28).

9El cuerpo propio contiene a la percepción en todas sus formas, por esto la sinestesia manifiesta que el cuerpo es el lugar común donde las formas de la percepción se encuentran y comunican.

10Aunque fotografiar sea un acto reproducible por la tecnología de la máquina, no así el acto mismo para la experiencia donde siempre será original. Por su parte, el arte de la performance hace que el cuerpo propio aparezca en su dimensión fenoménica sin que sea encarnación de idea alguna, sino corporización de todo lo que la capte. La corporización “se refiere a todo lo que se genera en virtud de aquellos actos performativos con los que el performador genera a su vez su propia corporalidad en la realización escénica” (Fischer-Lichte, 2011, p. 189). Se trata de un acto performativo porque en su acción el cuerpo realiza a sí mismo su calidad corporal, volviéndose acontecimiento.

Recibido: 08 de Septiembre de 2021; Aprobado: 21 de Diciembre de 2021

Víctor Alejandro Ruiz Ramírez

Director de la Escuela de Artes Plásticas y Audiovisuales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), es doctor en Literatura Hispanoamericana, maestro en Estética y Arte y licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica (aprobado por Cum Laude en todos sus estudios) por parte de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. Es especialista en estética, semiótica y fenomenología, disciplinas que ha estudiado con destacados investigadores tanto de México como de América Latina y Europa, entre los que se encuentran Raúl Dorra, María Isabel Filinich, Víctor Gerardo Rivas, Luisa Ruiz Moreno, César González, Viviana Cárdenas, Raymundo Mier, María Luisa Solís Zepeda, Roberto Flores, Ángel Xolocotzi, Ivã Lopes, Denis Bertrand y Omar Calabrese, entre otros. Durante 2013 participó en el Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y el Gobierno del Estado de Puebla dentro de la categoría Jóvenes Creadores en el área de Ensayo Literario, bajo la tutoría de Enrique Pimentel. En 2009 ganó el X Premio Filosofía y Letras en la categoría de Ensayo. De 2006 a 2009 fue asistente de investigador de Raúl Dorra por parte del Sistema Nacional de Investigadores SNI y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), con quien en esos mismos años desarrolló proyectos de investigación para la Vicerrectoría de Investigación y Estudios de Posgrado en la BUAP. Desde 2006 es miembro regular del Seminario de Estudios de la Significación. Actualmente pertenece al SNI y cuenta con el Perfil Deseable del Prodep.

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