Es un grave error manejar las cosas de este mundo en forma indiscriminada y en general aplicando, por así decirlo, fórmulas de validez universal; porque todas presentan diferencias y excepciones por la diversidad de sus circunstancias. (Guicciardini, 1996, p. 91)
Como Niklas Luhmann nos ha mostrado por medio del estudio de la modernidad europea, los seres humanos somos incapaces de lidiar con la incertidumbre (Luhmann, 1997, pp. 87-119). Simplemente no toleramos no poder comprender lo que ocurre a nuestro alrededor. Esto significa que, de manera inevitable, recurrimos a explicaciones que llenan ese vacío de sentido hasta que surge una nueva significación que remplaza a la anterior. Todo ello a través de una serie de prácticas sistémicas. Estas prácticas son manifestaciones de una incesante producción de sentido que estabiliza la contingencia intrínseca a todo cuanto existe. El propósito de este escrito es realizar una reflexión teórica sobre las producciones de sentido dentro de la práctica historiográfica y describir por qué la historia, como disciplina, debe atender al llamado de la incertidumbre, explicada a partir del concepto de contingencia, en la elaboración de los discursos, y del acto de observar. Así, haremos un recorrido por el pensamiento del sociólogo Niklas Luhmann, la historiografía según Alfonso Mendiola, así como por la fenomenología de Edmund Husserl para entender las ventajas que suponen la teoría de sistemas, el giro historiográfico y la noción de tiempo vivencial en la labor historiográfica. Básicamente, hablamos de tres apartados: el de ‘Epistemología observacional’ que recupera la teoría de sistemas de Niklas Luhmann y su valor para el pensamiento historiográfico; el segmento ‘La historicidad de la historia’ que busca razonar la historia sistémica e historiográficamente, con los postulados de Alfonso Mendiola; y ‘El tiempo en las producciones de sentido’ que enriquece la discusión con el concepto de tiempo según Edmund Husserl. Asimismo, aclaro que nutriré el análisis incorporando a otros historiadores como Guillermo Zermeño, Martín Morales, Reinhart Koselleck, François Hartog, Edmundo O’Gorman, entre otros. Por último, las conclusiones son una reflexión personal de lo presentado.
Vale la pena aclarar que este es un artículo que tiene por objetivo ser una meditación teórica acerca de la labor historiográfica actual y, al mismo tiempo, ser una invitación para repensar algunas de las formas en las que seguimos escribiendo la historia. No niego que este tema, de alguna u otra forma, ya se haya discutido en los últimos años; aunque, sigue habiendo vacíos sobre el tema. Por tanto, nunca está de más retomar y ampliar la discusión.
Epistemología observacional: producciones de sentido
Cuando hablamos del mundo, complejo como es, hay que apropiarnos de las palabras de Alfonso Mendiola: “toda realidad es realidad observada” (2003, p. 96). A partir de aquí, inauguramos el diálogo con la teoría de sistemas sociales de Niklas Luhmann. Como base, consideremos que no existen las cosas por sí mismas (a priori, en-sí), sino que dependen de un sujeto cognoscente que les confiere un significado a posteriori. Ahora bien, este sujeto que mira1 es el encargado de producir sentido - que se origina de una operación insertada en un sistema comunicativo2 - mediante las esquematizaciones de la realidad que lleva a cabo por medio de la observación. Esta observación, entendida como acción,3 es la encargada de ordenar u organizar la realidad de tal forma que responda a las funciones de un sistema específico: el del sujeto cognoscente. Y es, precisamente, a través de la observación como operan los sistemas luhmannianos que, con sus esquematizaciones, productoras de sentido,4 definen sus funciones. Esto último se denomina diferenciación funcional, que es la lógica bajo la cual los sistemas emprenden sus operaciones - i.e., tareas específicas - y actos comunicativos que los llevan a su autorreproducción (Becker y Reinhardt Becker, 2016, p. 34).
Antes de proseguir, es importante aclarar la diferencia entre Luhmann y otros grandes teóricos del concepto de sentido, pues sus perspectivas son excluyentes. De lo contrario, será difícil continuar de forma sólida hacia nuestra reflexión sobre el discurso historiográfico. Si bien, por ejemplo, Anthony Giddens, Jürgen Habermas, Niklas Luhmann y Pierre Bourdieu entienden el sentido desde una lógica social que combate la contingencia, hay claros matices entre ellos. Giddens describe el sentido como un saber mutuo tácito en una sociedad humana, donde intervienen estructuras externas y ciertos agentes. Pierre Bourdieu conceptualiza el sentido más como una práctica colectiva, ligada a un kairós, a la manera de un ‘juego social’ que orienta a los individuos en sus opciones, o sea, es un sentido práctico en una doble connotación. Habermas, por otro lado, lo explica como un horizonte comunicativo, fruto de acciones intersubjetivas que generan consenso, dirigido hacia la comprensión, con base en criterios considerados de validez universal, de los problemas a los que hacen frente los individuos. En cambio, para Luhmann el sentido es el medio, que emerge por la contingencia, para el funcionamiento de los sistemas sociales. Es lo que asegura la continuación de sus operaciones, pues hay diferenciaciones continuas que determinan las funciones a futuro (Bialakowsky, 2017, pp. 11-22).
Y esto último es vital porque, sin la noción de sistemas enlazados de manera comunicativa, es complicado entrar a la reflexión historiográfica que propongo. Esto es, la noción del observador social inscrito en una lógica sistémica es el centro de la tesis de este texto; sin estos elementos, no se visibiliza lo que pretendo desarrollar. La teoría de sistemas sociales luhmanniana es muy apta para la perspectiva histórica (Farías y Ossandón, 2010, pp. 6-8) e historiográfica. De ahí que me haya decantado especialmente por Luhmann.5
Finalizada esta pequeña digresión, podemos reanudar nuestra discusión. Para Niklas Luhmann, en otras palabras, el sistema es capaz de producir sentidos a través de sus observaciones. Pero, ¿qué es observar?, y, aún más importante, ¿para qué sirve el acto de observar dentro de la historiografía?
Pues bien, en primer lugar, XX significa partir en dos a través de una distinción y elegir uno de los lados. Esto significa que observar se compone de dos acciones simultáneas que consisten en, primero, distinguir6 y, luego, indicar o elegir para poder asignar un orden al mundo, a la realidad (Luhmann, 1998, p. 123). Toda observación y su subsecuente descripción ya comunicada se corresponden con un otro-excluido; es decir, el sentido se construye a partir de lo que indica, pero también a partir de lo que aparta - la referencia de la observación, el punto ciego.7 Luhmann, recuperando el concepto de forma de Spencer-Brown, afirma que hay una tensión entre lo observado y lo excluido, que queda implícito en lo indicado, o sea, la forma (Farías y Ossandón, 2010, p. 13-14).8
Como praxis del sentido, la comunicación también se ve obligada a hacer distinciones para señalar uno de los lados y proveerlo con enlaces. Con eso se continúa la ‘autopoiesis’ del sistema.9 Pero ¿qué sucede con el otro lado? Queda sin señalarse y, por lo mismo, no necesita controlarse su consistencia; ni tampoco se necesita ahí prestar atención a los enlaces. Por eso pronto se olvida de qué se distingue aquello que ha sido señalado: si del unmarked space, si de contraconceptos que en las siguientes operaciones ya no vienen al caso. Aunque siempre se arrastra el otro lado porque de otra manera no se generaría ninguna distinción (Luhmann, 2006a, p. 49).
Si lo trasladamos, siguiendo con la lógica luhmanniana, al sistema ‘historia’ y, en concreto, al subsistema ‘historiografía’ - la cual entiendo como el estudio de la historia y de la escritura de la historia; es decir, es la historia estudiándose a sí misma, de manera autorreferencial - podemos afirmar que el acontecimiento, como forma es lo que es gracias a que es distinguido, en la acción de observar, de otros eventos, de otras versiones del acontecimiento. Aquellas otredades son el unmarked space; esto posteriormente nos permitirá entender que el registro del acontecimiento sea polisémico.
En segundo lugar, el proceso de observación se compone de otro nivel: la observación de segundo orden,10 de la cual hay varios aspectos que merecen la pena ser descritos. Esta observación de segundo grado tiene por objetivo principal analizar cómo y por qué se asignó ese determinado significado en la observación de primer orden - la que engendró la forma. Dicho de otra manera, distingue la distinción empleada previamente. Como veíamos, toda distinción engendra un punto ciego para el cual, si se desea describirlo, hallar sus límites, se vuelve necesaria otra distinción, un segundo nivel cognitivo, un ‘metanivel’ (Becker y Reinhardt-Becker, 2016, p. 61). En otras palabras, la observación de segundo grado analiza de qué manera se distinguió en el proceso previo para ver la realidad de una forma y no de otra.
Por lo que la observación de segundo orden en el trabajo historiográfico desvela la contingencia,11 la multiplicidad de posibilidades, al mostrarnos qué es lo que dejó pasar el observador de primer orden, el historiador en cuestión, al momento de distinguir e indicar.12 El mundo es complejo en la medida en que se presenta ante el observador la multiplicidad de opciones sobre las cuales puede trazar distinciones, según cada momento. “En el momento siguiente otros pueden observar de otra manera porque dentro de la dimensión objetual del sentido son temporalmente movibles” (Luhmann, 2006a, p. 35). Martín Morales lo resume de la siguiente manera:
esta observación de observaciones es funcional a la descripción del marco cognitivo al ayudar a describir la fuente documental, es decir, tanto la materia prima con la que trabaja el historiador, no como una simple percepción de un ego individual sino como comunicaciones que se intercambian dentro de un sistema dado […], con una retórica específica y con una semántica siempre histórica a su vez. Las observaciones que nos ofrecen los documentos […] son observaciones hechas desde la sociedad y, por tanto, deben atribuirse al sistema social y no al individuo como tal (Morales, 2019).
De modo que el sentido es, en consecuencia, el resultado de una serie de operaciones sistémicas. El sentido es y vive en el sistema que lo fabrica, por medio de comunicaciones. Por ende, no hay un sentido transhistórico, pues este irá cambiando de sistema en sistema. El punto es el siguiente: considerando que las producciones de sentido que llevan a cabo los sistemas comunicativos luhmannianos tienen por fundamento principal la exclusión, la diferencia, o sea, la distinción dentro del proceso observacional, ya sea de primer o de segundo orden, como tal, no hay cosas-en-sí, sino que se trata de una mediación comunicativa engendrada por la experiencia del observador social interpelado por su mundo: “ya no se habla de objetos sino de distinciones” (Luhmann, 2006a, p. 40). Cuando hablamos del pasado, en términos historiográficos, nos referimos a productos del historiador, como observador inscrito en un sistema.
En el quehacer historiográfico, una observación de segundo grado consiste en observar a los sistemas y cómo producen significados: analizar el vínculo entre las estructuras sociales o las instituciones y sus correspondientes semánticas (Luhmann, 1998, p. 97), tomando en consideración que los enunciados nunca están aislados. En pocas palabras, el historiador enfoca su atención en los contextos de producción de los documentos y estudia la pluralidad de significados dados a los entes.13 Entendiendo esto último como la vinculación de los conceptos al sistema social que les dio vida. Es decir, más que hablar de entes, es, más bien, trabajar sobre conceptos.14
Por consiguiente, las semánticas que asignamos al mundo - a través de los conceptos - son históricas, plurales - como consecuencia de la contingencia implícita en ellos al ser fruto de distinciones - y sociales, nunca individuales. Por eso, la sección central del análisis que propongo - desde la teoría de sistemas, como epistemología cognitiva, y de la historiografía según Alfonso Mendiola en conjunto con Guillermo Zermeño - es la producción de sentido: pasar “de la sociedad como cosa a la sociedad como sentido” (1995, p. 254). Como tal, no estamos analizando los hechos-en-sí ni los entes-en-sí, sino las comunicaciones polisémicas-históricas de estos.
Véase el siguiente ejemplo: el entorno social es visto por el sistema político de forma distinta a lo que el sistema económico, que cuenta con un horizonte de sentido diferente, considera relevante al momento de aproximarse reflexivamente: cada sistema concibe el entorno - surgido de una distinción sistema/entorno - de forma propia. Por ello, tomando en cuenta la diversidad de diferenciaciones entre sistemas y entornos, “los eventos y los problemas obtienen una multiplicidad de significados en diferentes perspectivas” (Luhmann, 1998, p. 51).15
Así como los sistemas sociales generan sus comunicaciones ante la emergencia de la contingencia, los conceptos a los que se acerca el historiador son un reflejo de las funciones operativas de dichos sistemas, y, si se presentan cambios estructurales en ellos, el sentido también se modifica: de ahí que los conceptos terminen siendo históricos y cambien con el tiempo.16 Por consiguiente, la realidad no existe independientemente del observador; toda realidad es realidad observada. ¿Qué nos asegura que aspiramos a entender las palabras profesadas por Platón en sus Diálogos si no contextualizamos cada concepto, si no situamos sistémica e históricamente sus ideas?
Recapitulando, esta aproximación epistemológica postula que “ya no hablamos de objetos [ideales, inmutables, absolutos], sino únicamente de distinciones” (Morales, 2019), expresadas mediante conceptos. Si se entiende la historia desde la forma historiográfica que este artículo postula, hay que estudiar la producción de sentido emprendida por los sistemas sociales, pero también introducir la reflexividad en la fundamentación del conocimiento histórico con la observación de observaciones. Podemos estudiar la historicidad, la contingencia de nuestras propias observaciones;17 justamente esto es el giro historiográfico que ocurrió en la segunda mitad del siglo XX (Mendiola, 2000, pp. 181-208): los historiadores reconocieron la historicidad de sus propias afirmaciones.
Se trata de comprender las lógicas de sentido articuladas dentro de las sociedades, incluyendo a nuestro sistema como tal; el historiador, como un observador de segundo orden, estudia esas lógicas. Claro que el lector podría inquirir que, si los historiadores realizan sus análisis a través de la observación de observaciones de los distintos documentos, textos de cultura - que, a su vez, son observaciones- ¿es acaso posible acceder al pasado? Si por pasado nos referimos a una estructura óntica o metafísica, entonces la respuesta es no (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 251). Más adelante ahondaré en ello. Eso sí, ya es llamativo ver cómo pensar la historia desde la historiografía incrementa notablemente la complejidad: el historiador opera describiendo observaciones y observaciones de observaciones.
En resumen, los historiadores debemos preguntarnos por cómo conocemos y distinguimos una sociedad, la nuestra y la pasada que observamos. Para ello, es vital pensar la diferencia y romper la univocidad del mundo: volver múltiple lo supuestamente unitario.18 De ahí que Martín Morales (2019) describa el trabajo historiográfico como “una observación que siempre se hace en el presente”,19 nuestro presente.
Alfonso Mendiola (2003) nos proporciona un ejemplo en su obra Retórica, comunicación y realidad. Las crónicas de la conquista elaboradas en el siglo XVI no responden a los individuos, a los cronistas como egos particulares que las escribieron, sino al sistema comunicativo en el cual estaban inmersos dichos autores: los manuales de retórica, la teología como sistema de saber reinante, las novelas de caballería y los cantares de gesta, los valores cristianos de la época, los remanentes de la escritura manuscrita, etc. Para comprender estos textos no se debe hacer desde las percepciones individuales de los cronistas, pues estas son irrecuperables; por el contrario, hay que observarlas como las comunicaciones de aquel sistema social, es decir, estudiar “los sistemas de comunicación de la sociedad española del siglo XVI” (p. 45). Si tal cronista dice algo, no hay que pensar en eso que expresa, sino en por qué lo dice y cómo es que lo hace.
El análisis historiográfico parte del texto de historia entendido como enunciado emitido en un contexto determinado. El objetivo de la investigación historiográfica es reconstruir ese proceso comunicativo en el que se inserta el texto analizado. Para llevar a cabo esta reconstrucción hay que ir de la estructura inmanente del texto a su funcionamiento en la sociedad en que se produjo. (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 258)
La historicidad de la historia
Lo que he venido describiendo se reduce a dislocar los esencialismos del pensamiento ontológico para dirigirse hacia la proliferación: observar los desequilibrios, las rupturas, los disensos, las diferencias implícitas en los diferentes sentidos de los conceptos. Los sentidos elaborados son históricos; cambian, no sólo a lo largo del tiempo, sino que también de una sociedad a otra.20 En consecuencia, es vital rechazar la existencia de las cosas como hechos ajenos al ser humano.
El historiador-observador no debe pensar desde la unidad, ya que las sociedades, según la teoría de sistemas, no se entienden de esa forma. Es a través de la diferencia que se generan las esquematizaciones de los diferentes entramados sociales (Luhmann, 1998, p. 8). Ergo, no se trata de intentar generar una explicación universal de las cosas puesto que, como señala Guicciardini en el epígrafe, eso francamente nos supera. Es imposible llegar a una versión infalible del relato histórico; no podemos englobar la totalidad de un acontecimiento. Es, entonces, el pasado no un objeto que el historiador describe ‘objetivamente’, no es una cosa-en-sí, sino el fruto de la mirada de un presente cognoscente hacia un pasado producido.
La historia - entendida para los fines de este escrito como el conocimiento del pasado - por ende, se constituye como una práctica - de escritura en la mayoría de los casos - emprendida en un lugar social que interpreta, que elabora representaciones del pasado siempre desde un tiempo presente. El conocimiento que se tiene del pasado emerge y se actualiza de manera continua para desembocar en cambiantes significados. Por supuesto que aquí tiene mucho que ver la experiencia del tiempo histórico. Tanto Reinhart Koselleck como François Hartog profundizan en esta cuestión con maestría. El lector disculpará que me desvíe ligeramente, pero describir a grandes rasgos sus tesis principales será muy útil para las páginas sucesivas.
Por un lado, los regímenes de historicidad que postula Hartog son las expresiones que ordenan la experiencia que los seres humanos tienen del tiempo. Esto es, al haber diferentes maneras de relacionarse con el tiempo - lo que se denomina ‘historicidad’ - se aprehende el pasado, el presente y el futuro con una pluralidad de semánticas (Hartog, 2007, pp. 28-39). Esto permite concebir que la manera en que se visualiza el porvenir o lo pasado es radicalmente diferente a como las sociedades premodernas, por poner ese caso, lo realizaron. Y son estos órdenes del tiempo los que condicionan los regímenes historiográficos (Mudrovcic, 2013, p 15),21 pues la escritura de la historia no puede eludir esta historicidad latente, inconsciente.
Por otro lado, Koselleck, con sus categorías metahistóricas-antropológicas de espacio de experiencia - pasado hecho presente - y horizonte de expectativas - futuro hecho presente - (1993, p. 334-36, 338), problematiza cómo la relación temporal es una condición humana forzosa. La experiencia y la expectativa, articuladas en el presente que vive el tiempo, van cambiando a lo largo de la historia. Así, el tiempo histórico koselleckiano es una continua examinación de la relación que establecemos con el ámbito temporal. En este punto, las tesis de Hartog y Koselleck comulgan en cuanto a que los modos en que el tiempo nos afecta son históricos y siempre se perciben de forma distinta. De hecho, el propio historiador francés recupera a Koselleck al enunciar que el tiempo histórico es justamente la tensión asimétrica de las experiencias y las expectativas: el régimen de historicidad es la expresión par excellence de dicha tensión (Hartog, 2007, p. 39).
Ahora, al hablar de la acción de pensar históricamente, hay que tomar en cuenta que el historiador debe trabajar el pasado desde una mirada muy específica, una histórica. Pero ¿cómo se conforma una mirada histórica? Pues bien, la historia se hace a partir de un pasado rehabilitado por un presente; presente que observa,22 produce y otorga sentidos al acontecimiento al que le da vida,23 como se ha expuesto aquí. La historia recoge, pues, las comunicaciones de los acontecimientos, el sentido dado; pero nunca el hecho-en-sí. Esto significa que la historia recopila y re-construye redes de sentido plurales que están sujetas a constantes cambios y recodificaciones conceptuales - algo que podríamos llamar desacoplamientos.24 Por ende, se debe hablar de realidades observadas, porque son varias las observaciones que están en juego; el historiador jamás podrá llevar a cabo una observación última que abarque en su totalidad todas las observaciones hechas, todo el conocimiento que se tiene del pasado.
Pensemos el pasado, ocupando los términos luhmannianos, como una alteridad - entorno - para el presente - sistema - que distingue, pero esta distinción contiene una mediación: una reapropiación que depende de aquel que asigna el sentido al pasado, del “ojo constructor” del observador (Morales, 2007, p. 17). Esta lógica sistémica de producción de sentidos acerca de la realidad se lleva a cabo debido a que, como señalé al inicio, los sistemas necesitan mitigar la contingencia (asegurar el mundo), pues no toleramos la incertidumbre, nuestra incapacidad de asir lo que nos rodea.
Para decirlo de otra manera, hablamos de un pasado cambiante, inestable, dinámico, múltiple, puesto que la realidad se constituye como un río semántico que fluye de manera continua - de acuerdo con los cambios autopoiéticos de los sistemas comunicativos.25 Y llamo así a este río debido a que, como tal, nunca se habla de ‘realidad’ estrictamente, sino de sus significaciones, de contenidos semánticos (Flores, 2010, p. 137).
En suma, los significados impuestos a la alteridad del pasado nunca son estáticos, sino que todo el tiempo se diversifican, como si estuvieran vivos. De ahí que pueda aseverar que pensar históricamente requiere pensar la contingencia del acontecimiento, su polisemia. Para contar con una mirada histórica, hay que tratar con la posibilidad de la resignificación de lo que damos por hecho y por verdadero. De esta manera, me tomo la libertad de afirmar que es ingenuo pensar que el historiador puede alcanzar la verdad debido a que sería caer en un equívoco.26 No se puede pretender alcanzar algún tipo de ‘significado primigenio’ de los acontecimientos, pues, en el momento en que se intenta, ya se está fabricando una nueva capa de sentido.27
Ahora bien, eso no significa para el historiador perder el compromiso ético de su quehacer; el punto es que lo contenido en la narración histórica de ningún modo es definitivo ni cuenta con un valor absoluto o universal.28 Su verosimilitud radica en la mirada teórica, su corpus de fuentes y, por supuesto, su modelo racional y moral característico del presente del que forma parte. Es crucial enfatizar esta puntualización: la idea de una verdad histórica en constante cambio no debe ser interpretada como la posibilidad de perder el rigor dentro de la investigación histórica ni de precipitarse en las sombras del relativismo caótico. Al contrario, conciliar con la contingencia y aceptar nuestras propias limitaciones nos permite mantener vivo el debate crítico, azuzar el fuego del rigor y nunca renunciar a la posibilidad de reescribir el pasado. Como señala Ivan Jablonka: “la historia no es (y no será jamás) ficción, fábula, delirio, falsificación” (2016, p. 23). Si pudiera alcanzarse la ‘verdad’ de los hechos, la disciplina de la historia estaría sepultada desde hace mucho tiempo, pues ya no tendría sentido seguir problematizando un pasado ya descrito. Es más, no habría siquiera posibilidad de problematizarla; se diría lo que es y ya.
La ‘verdad’, en el discurso histórico, opera como el resultado de una producción, no arbitraria, pues el trabajo del historiador se basa en fuentes que respaldan las afirmaciones, pero sí transitiva en tanto que esta verdad depende de la autorización del lugar social y está sujeta a continuas resignificaciones. Por eso es por lo que “la historia, más que abalanzarse desesperada hacia los orígenes, debe estar dispuesta a plantear problemas en el presente” (Morales, 2007, p. 55). Además, el quehacer historiográfico no puede permitirse perder de vista su propia historicidad dentro de sus aproximaciones teóricas: “cuando la historiografía crítica reconoce la historicidad de su propio quehacer y de los fundamentos teóricos de éste, se observa a sí misma en la relación entre pasados y presentes, y entre planteamientos teóricos, prácticas de investigación y procesos de significación y construcción de conocimiento sobre el pasado” (Pappe, 2001, p. 16).
En este punto, el lector se preguntará por la forma en que el historiador puede acercarse al pasado según la perspectiva que he venido trazando. Es decir, considerando que estas producciones de sentido ampliamente contingentes repercuten en la forma en que problematizamos el mundo, ¿cómo debe proceder el historiador? ¿Vale la pena hablar del pasado aun sabiendo que nuestra versión no es la definitiva? La respuesta es sí. Para ello, el historiador debe observar los discursos y la manera en que estos operan dentro de las prácticas sociales de los sistemas funcionalmente diferenciados. Esto es, se trata de llevar a cabo una observación de segundo orden de las operaciones desarrolladas por los sistemas comunicativos; de ahí que me decante por el término de ‘historiador-observador’.
Por ende, si el historiador quiere describir de manera satisfactoria los acontecimientos, debe entender que los sistemas sociales reproducen el sentido por medio de la comunicación y, consecuentemente, debe analizar dichas formas de comunicación.29 Y, así como estos sentidos son cambiantes, los sistemas sociales, incluyendo los contemporáneos, que los engendran también lo son: “la sociedad no es una estructura petrificada, sino una operación de distinción que se propicia en la comunicación” (Torres, 1992, p. 15).30 De tal modo que el conocimiento histórico no puede perder de vista que el pasado se recupera “desde y para el presente que lo re-construye” (Pappe, 2001, p. 16) de acuerdo con la experiencia del tiempo histórico.
El tiempo en las producciones de sentido
Este mundo de sentidos dinámicos que conforma a los sistemas sociales como sistemas vivos puede ser visto desde una perspectiva aún más interesante si introducimos la fenomenología husserliana en consonancia con la teoría luhmanniana y nuestro diálogo historiográfico. La fenomenología es la corriente filosófica que estudia el mundo desde el conjunto de manifestaciones y cambios que constituyen a los entes. Esto es, para el pensamiento fenomenológico, no hay esencias inmutables, sino que los entes conforman su ser a partir de los fenómenos en los que estos se desenvuelven. Para esta corriente, la esencia de las cosas se desarrolla con su existencia.
Continuando con la línea de nuestro texto, los dinamismos de sentido son creados por la mediación del observador frente al mundo según, aquí entramos con el pensador alemán Edmund Husserl, su experiencia del tiempo. Por cierto, este tiempo husserliano no debe ser entendido desde la perspectiva tradicional, la del tiempo de Krónos:31 por el contrario, se debe comprender como el tiempo de la experiencia (Acosta, 2014, pp. 214-16). El tiempo, ya introducido en la producción historiográfica, no se mide cronológicamente, sino vivencialmente, como una categoría histórica-cualitativa (Zermeño, 2008, p. 117): depende de la conciencia constituyente del sentido (Acosta, 2014, p. 215). El tiempo se entiende como el resultado de una experiencia, como ya vimos con Hartog y Koselleck. De esta manera, Husserl aseguraría que el flujo del tiempo que experimentamos es el responsable de la producción de sentido a la par que asignamos un sentido a este tiempo vivido - curioso binomio.
El sentido del tiempo es estipulado por los observadores mientras el tiempo influye en el sentido que los observadores componen: si nuestra afectación del tiempo cambia, el sentido también lo hace. Y, si nuestras sociedades, como unidades sistémicas, transmutan, las lecturas que hacemos del pasado, como actos comunicativos, también se modifican. Esto es, nuestra historicidad condiciona nuestra historiografía. A nuevas lecturas, nuevas historias. Sobre esto, asevera Luhmann:
los conceptos sobre el tiempo no tienen un objeto independiente de la observación. Tomados como observaciones y descripciones de las relaciones temporales, no son más que observaciones y descripciones temporales. De allí que se puede concluir que estos conceptos dependen de la sociedad que se comunica sobre el tiempo y que con este fin desarrolla las formas semánticas adecuadas (Luhmann, 2006b, p. 79).
El tiempo, para los propósitos e intereses de la historiografía, no debe ser visto como una abstracción o un objeto positivo; más bien, debemos considerar la conciencia del tiempo en cada una de nuestras vivencias (Acosta, 2014, p. 216). Razón por la cual el tiempo también es resultado de un proceso distintivo emprendido por las estructuras sistémicas. El sistema funcionalmente diferenciado recurre a distinciones para la constitución de un sentido, en este caso, sobre el tiempo,32 pero, a su vez, esta distinción se emprende estando inscrita en un marco de experiencia temporal, en una historicidad específica.
Ya dijimos que la práctica historiográfica es un conjunto de observaciones que construyen pasados a partir de sus distinciones sui generis. Y estos pasados sólo se comprenden cuando son pensados como el resultado de una vivencia en función del tiempo que condiciona el ojo constructor del observador. Expresándolo de otra manera, el presente dirige las sensaciones sobre los acontecimientos ocurridos y, de ahí, le asigna un sentido al pasado. Sin embargo, esas mismas sensaciones están condicionadas en términos temporales. De modo que el acontecimiento se produce (pasado-constructo) y se presenta de diversas formas según la intencionalidad de la conciencia histórica. Con esto último me refiero, continuando con las ideas del fenomenólogo alemán, que pensar de manera histórica la realidad conlleva pensar el sentido dado como reflejo de una intencionalidad, la del sujeto social cognoscente.
La intencionalidad para Husserl no es otra cosa que el resultado de la experiencia-expectativa de un observador que, al experimentar el tiempo desde su presente articula una forma de visualizar el pasado (devenir) o su propio presente (sobrevenir) con miras a un advenir. Es decir, la intencionalidad remite a una relación del observador con su tiempo y con el mundo según la conciencia que tiene de estos. Por lo que el sentido es intencional, presenta un propósito, responde a una ideología (Flores, 2010, pp. 150-58). “Se trata de vislumbrar fundamentalmente el modo como se origina el sentido en cada una de nuestras vivencias, a partir del operar de la intencionalidad en curso que está constituyendo” (Acosta, 2014, p. 216). De tal manera que, volviendo a nuestra meditación, puedo presentar la ecuación: múltiples presentes equivalen a múltiples sentidos.
En resumen, el sentido se produce en un discurso que depende del sistema comunicativo y del devenir del tiempo fenoménico-vivencial que interpela la intencionalidad del observador del presente que, a su vez, está sumergido en un flujo temporal. El hecho-en-sí se pierde al volverse pasado (deja de existir como tal) y lo único que permanece es la comunicación de este; comunicación que se elabora en la medida en que un sistema, igualmente temporalizado (Bialakowsky, 2017, p. 29),33 proyecta sus modelos de comprensión sobre las observaciones de los sujetos sociales.
Además del lugar social, el tiempo influye en la intencionalidad del observador y, por tanto, la producción del sentido dentro de la historiografía se realiza, precisamente, desde la experiencia del historiador-observador inscrita en el tiempo. Esto es, hay que entender la escritura de la historia como “una práctica y un discurso que es específico del contexto, lugar y periodo en que toma forma ‘el hacer historia’” (Sebastiani, 2011, p. 205).
Con Edmundo O’Gorman se vuelve mucho más sencillo elucidar estos argumentos. Para el historiador mexicano, heredero de la tradición heideggeriana, el ente es un ser-para-sí cuya descripción recae en la ausencia misma de una ‘de-finición’ (O’Gorman, 2016, pp. 60-71).34 Esto es, razonar históricamente conlleva entender la realidad como el producto de un ejercicio interpretativo: se le adjudica un ser a partir del sistema de pensamiento propio de un lugar de enunciación (Mendiola, 2005, pp. 90-104). Es decir, retomando la discusión, la verdad histórica es, más bien, una representación,35 un constructo36 colectivo-sistémico que muta sucesivamente, se actualiza, en cada época dentro de las diferentes prácticas discursivas de los sistemas comunicativos. No tenemos los hechos per se, sino las descripciones de los acontecimientos (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 255).37
Todo esto conlleva inevitablemente una conversación infinita con el pasado, pues nunca vamos a poder aprehenderlo y esquematizarlo en su totalidad. ¿Es esto un problema? El hecho de que la investigación histórica haga frente, a partir de las observaciones de segundo grado, a un sinfín de comunicaciones contingentes sujetas a la experiencia del observador del presente sobre el pasado hace de la historia una disciplina en constante transformación; la historia se mantiene viva en tanto que se reorienta a las necesidades que manifiestan los observadores sociales (Luhmann, 2006a, p. 106). Así que la respuesta es no.
La incertidumbre que genera todo esto no debe ser entendida como una puerta que se cierra, sino como una condición de posibilidad para abrir más discursos, más escrituras de la historia. Es esta polisemia la que permite re-escribir los acontecimientos retomando la pluralidad, lo impensado, lo olvidado, lo oculto. El valor de la historia reside en su posibilidad creativa de cara al acontecimiento.38
El observador, que padece su propio tiempo, necesita aprender a convivir con el desbordamiento de la complejidad del mundo inmanente a la diversidad de sentidos dentro de los sistemas comunicativos: la contingencia es la manera de la sociedad (Torres, 1999, p. 16). Asegura Immanuel Wallerstein:
si consideramos la incertidumbre como la piedra angular para construir nuestros sistemas de saber, quizá podamos construir concepciones de la realidad que, aunque sean por naturaleza aproximativas y nunca deterministas, serían herramientas heurísticas útiles para analizar las alternativas históricas que nos ofrece el presente en el que vivimos (2005, p. 12).
Conclusiones: una historia de las cosas vivas
El historiador no es un anticuario; todo lo contrario, es un enamorado de las cosas vivas (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 249). El paradigma actual de la historia es su paradójica ausencia de paradigma, es decir, que adolece de un método único: una historia viva que se actualiza de manera sucesiva, justo como lo hacen los sistemas comunicativos.39 Lo dice Jörn Rüsen:
la relación con el pasado básicamente se establece cargado de sentido de modo que el pasado esté vivo afectando a los procesos vivenciales del presente como fuerza de la orientación cultural. De manera elemental y cultural, el recuerdo y la memoria son prácticas de orientación vivenciales, y así aparecen como el fuego acogedor del sentido histórico (2013, p. 52).
Concluyo exhortando al historiador-observador a conseguir una nueva forma de darle sentido no ya a una historia universal-totalizadora, sino a la pluralidad de acontecimientos. Y a asimilar tal situación. Como las estructuras de sentido son contingentes, no podemos hacer historia hoy en día -una historia que produzca conocimiento- si antes no nos detenemos a describir la sociedad que observa y produce sentidos (Luhmann, 1998, p. 52), y su correspondiente experiencia del tiempo histórico. El historiador-observador debe ser consciente de la figura del sujeto social e introducir la reflexividad incluso en su propio quehacer.
Un pensamiento que asume por completo la historicidad es aquel que, primero, se caracteriza por preguntarse por la diferencia (Torres, 1999, pp. 9-11), y, segundo, que contiene una mirada reflexiva, que reconoce sus limitaciones. Respecto a lo primero, basta con decir que investigar y problematizar es aprender a plantear preguntas que consideren las condiciones de posibilidad de los acontecimientos, su contingencia sujeta al tiempo. A su vez, es cuestionar las recodificaciones conceptuales que alteran las semánticas dentro de los discursos sociales; observar cómo se conforma la realidad a través de la rearticulación de nuevas distinciones con nuevos sentidos (Torres, 1999, p. 18). En cuanto a lo segundo, la mirada reflexiva, consiste en que el historiador no pierda de vista el cómo y el porqué de las cosas comunicadas por él al tiempo en que analiza los discursos de las sociedades que estudia.
La exhortación a la reflexividad en el campo de estudio de la historia lleva a una constante resignificación, desde la teoría principalmente, justo como los horizontes de sentido se acoplan y desacoplan a lo largo del tiempo.40 Pensar históricamente implica, además, asumir la historicidad de nuestra escritura, lo cual potencia nuestro propio campo de visión.
Retomando la figura del río semántico, esta forma de problematizar el tiempo histórico, cargado de re-significaciones sistémicas, no implica una historia algorítmica nomotética con una aproximación simplificada hacia el ‘hecho’; todo lo contrario, el historiador-observador critica los estatutos de objetividad y valores absolutos porque sabe que debe describir la singularidad de los sucesos; una descripción totalmente alejada de las fórmulas de validez universal.
La idea de verdad estática, inamovible e inalterable sólo es otra forma de sentido en un sistema que así lo interpreta; es una certidumbre autoproducida (Luhmann, 2006a, pp. 94-95). En cambio, la historia viva trabaja con redes de sentido dinámicas cuya comprensión estriba en el lugar de enunciación que resignifica los pasados plurales. Por lo tanto, si el discurso histórico asume la historicidad, inevitablemente se sumerge en una brecha epistemológica como consecuencia de su inminente renuncia al pensamiento esencialista y ontológico en el que anteriormente se había basado (Betancourt, 2010, pp. 91-100). En pocas palabras, la pregunta no es si debemos hacerlo, sino cómo abandonar las aproximaciones objetivistas/ahistóricas de la realidad.41 Y la respuesta recae en entender la realidad como una vivencia (Mendiola, 2005, p. 93). La realidad estriba sobre un fundamento tripartito de sentido: histórico, sistémico-comunicativo y temporal.
Cierro con las siguientes palabras que Carlos Pereyra dedicó a la obra bernaldiana: “el acontecimiento relatado no existe para nosotros sino a través del ojo que lo ve, del temperamento que lo siente, del espíritu que lo interpreta y de la imaginación que lo reconstruye” (1955, p. XXII). Para mí, esta cita resume a la perfección la reflexión a la que hemos arribado.