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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.19 Guadalajara sep. 2018

 

Entramados

Consecuencias demográficas de las epidemias en la Parroquia de Santa María de las Parras (1762-1815)

The demographic repercussions of the epidemics in the parish of Santa Maria de las Parras (1762-1815)

José Gustavo González Flores1 

1Universidad Autónoma de Coahuila, México. Benito Juárez 139, Zona Centro, C.P. 25000, Saltillo, Coahuila, México.


Resumen:

Este artículo analiza las repercusiones demográficas de las epidemias de 1762 a 1815 a través del caso de la parroquia de Santa María de las Parras (Coahuila). Las epidemias fueron un fenómeno demográfico recurrente, pero en el periodo borbónico fueron más graves, ya que las enfermedades se multiplicaron. Esto provocó un gran número de muertes y el estancamiento de la población. También a finales del siglo XVIII se observan los primeros signos de modernidad, porque las enfermedades son paliadas con medidas tales como la variolación en 1798 y la creación de cementerios fuera de las iglesias durante el tifo de 1814. Esta epidemia fue la más funesta en cuanto al número de muertos registrados no sólo en Parras sino en todo el sur del actual estado de Coahuila.

Palabras clave: Parras; epidemia; población; viruela; tifo

Abstract:

This article analyzes the demographic repercussions of the epidemics from 1762 to 1815 through the case in the parish of Santa Maria de las Parras (Coahuila) Epidemics were a recurrent demographic phenomenon but the Bourbon period was more serious Diseases multiplied. This caused a great number of deaths and the stagnation of the population. Also, at the end of the eighteenth century the first signs of modernity are observed because the diseases are palliated with measures such as the variolization in 1798 and the creation of cemeteries outside the church during the typhus of 1814. This epidemic of 1814 was the most fatal in terms of number of deaths recorded, not only in Parras, but throughout the south of the present state of Coahuila.

Key words: Parras; epidemic; population; smallpox; thypus

Introducción2

El objetivo del trabajo es analizar las repercusiones sociodemográficas de las epidemias del periodo borbónico del caso de estudio de la parroquia de Parras, dentro del obispado de Durango, en el actual estado de Coahuila, al noreste de México. Para ello se recurrió a los métodos de la historia demográfica; en este caso al método agregativo o de conteo anónimo, con el que se logró obtener cifras y hacer cálculos demográficos que fueron estudiados en perspectiva histórica a partir de los registros parroquiales de entierros. Como parte del mismo objetivo, se profundiza cuando las fuentes lo señalan en la manera en que fueron afrontadas las enfermedades epidémicas por parte de las autoridades, así como las medidas que se tomaron para paliarlas.

El tema de las epidemias en la época colonial ha sido estudiado de manera frecuente para distintos casos y regiones de la Nueva España y México; sin embargo, muy poco se ha investigado para toda la zona del actual noreste mexicano y mucho menos para el estado de Coahuila. Esta investigación viene a contribuir al conocimiento histórico del tema por medio del caso de una parroquia, la de Santa María de las Parras, desde donde se verán algunas repercusiones de las sobremortalidades del periodo borbónico en la antigua provincia de Coahuila. Al mismo tiempo esto servirá para hacer un estudio comparativo de las repercusiones de las epidemias con otros casos en el norte, centro y sur de la Nueva España.

La zona que comprendía para el siglo XVII la parroquia de Santa María de las Parras (actual Parras de la Fuente, Coahuila) era una especie de oasis de verdor en medio de un ecosistema desértico, enclavado en la zona denominada Región Lagunera, la cual se encuentra al oriente de otra gran zona ecológica conocida como el Bolsón de Mapimí. Antes de la llegada de los españoles esta región estuvo habitada por gran número de grupos indígenas nómadas conocidos como laguneros o irritilas, hasta que a fines del siglo XVI se establecieron varias misiones jesuitas, la más próspera de las cuales fue la de Santa María de las Parras. A mediados del siglo XVII esta orden religiosa fue obligada a ceder los territorios de la misión al clero secular, con lo que se creó la parroquia secular de Parras, aunque los jesuitas continuaron en el lugar encargándose de los indios más aislados hasta 1767-1768, cuando fueron expulsados de los territorios del imperio español. La parroquia de Santa María de las Parras quedó dentro de la jurisdicción del obispado de Durango.

El territorio parroquial de Parras en el siglo XVIII abarcaba de este a oeste desde las colindancias con la parroquia de Santiago del Saltillo, que pertenecía al obispado de Linares (Nuevo León) hasta el Río Buenaval, en la jurisdicción del Real de Cuencamé, abarcando la Laguna; en total eran unas 70 u 80 leguas (alrededor de 300 kilómetros cuadrados), de norte a sur desde los límites del Bolsón de Mapimí hasta el Real de Mazapil; es decir, casi todo el sur del actual estado de Coahuila (Río, 1975, p. 1112; Corona, 2001, pp. 39-57). Aunque era inmenso el territorio, en la práctica solamente se administraban los sacramentos y el “pasto espiritual”3 a los habitantes del pueblo de Parras y algunos centros de población que formaban una línea horizontal de oriente a poniente en relación con el pueblo de Parras que incluían algunos ranchos, haciendas y estancias. Gran número de indios de las zonas más alejadas al norte y al poniente se mantuvieron en la clandestinidad y eran considerados infieles o bárbaros, que hacían incursiones violentas desde el Bolsón desalentando el poblamiento y la cristianización al noroeste del pueblo de Parras.

Mapa 1 Jurisdicción de la parroquia de Santa María de las Parras. Siglo XVIII. 

Dentro de la evolución demográfica de la población novohispana, la alta mortalidad materno-infantil y las epidemias fueron los dos reguladores naturales que impidieron la explosión demográfica en el llamado “antiguo régimen demográfico” (época virreinal y siglo XIX en México), cuando no había métodos apropiados ni difundidos de control natal. Las epidemias más frecuentes luego de la llegada de los españoles fueron las de viruela, matlazáhuatl (tifo) y sarampión. En el siglo XVI estas enfermedades causaron casi la aniquilación de la población india del centro de la Nueva España, como ya se ha estudiado, en especial las epidemias de 1521, 1545-1548, 1563-1564, 1576-1581 y 1587-1588, que se atribuyeron a viruela, tifo, sarampión y otros padecimientos (Mc. Caa, 1995, pp. 123-125; Malvido, 1982, p. 171).

Estas enfermedades fueron llegando al ritmo de la colonización del norte de la Nueva España y al parecer fueron uno de los factores que dificultaron la congregación de los indios en las misiones. A principios del siglo XVII, fuentes de la época (Churruca, 1989, p. 44) señalan que hubo varias epidemias esporádicas en la región lagunera, donde se encuentra enclavada la zona del presente estudio, que provocaron algunas sublevaciones de los indios laguneros de las misiones jesuitas que recientemente se habían creado, lo que provocaba la huida de los indios.

Luego de las epidemias del siglo XVI y la primera mitad del XVII vino un periodo de relativa calma y recuperación demográfica que se prolongó un siglo aproximadamente, aunque las crónicas de la época y los registros parroquiales denotan algunas epidemias menores. En 1622 se dio en Parras una de relativa importancia, aunque desapareció pronto según lo consideró Francisco Javier Alegre, el historiador jesuita del siglo XVIII (Churruca, 1989, p. 111). En los registros de entierros, que empiezan a partir de ese año, también quedó consignada dicha epidemia, aunque de forma muy tenue. Las partidas de entierros del siglo XVII también registran otras cuatro sobremortalidades en 1630, 1657, 1673 y 1684, estas últimas tres epidemias de viruela, según lo consignan las partidas de entierros (Churruca, 1994, p. 57). Esas epidemias no quedaron consideradas en el listado de Elsa Malvido y Enrique Florescano (1982, pp. 171-176), por lo que pudo tratarse de endemias4 o epidemias que no fueron consgnadas por lo temprano de su registro.

La segunda mitad del siglo XVIII nuevamente fue un periodo de constantes crisis demográficas debido a las muertes provocadas por la viruela, el tifo y el sarampión.5 En el caso del norte novohispano, el tifo de 1762 es el que inaugura este periodo. A partir de esta epidemia fueron apareciendo otras cada quince años en promedio, algunas de ellas muy frecuentes como la de viruela de 1780, otra infantil en 1785 y las “fiebres pestilenciales” de 1787. Este lapso fatídico lo cierra el tifo o fiebres de 1814, la epidemia más mortífera de todo el periodo. Una de las consecuencias de este periodo de epidemias frecuentes fue la inestabilidad de la evolución de la población, con altibajos que impidieron el crecimiento sostenido e incluso provocaron su descenso en algunos momentos.

Casi todas las grandes epidemias del periodo borbónico tuvieron repercusión generalizada en toda la Nueva España, es decir que no fueron endemias, y se trasladaron de un asentamiento a otro siguiendo la ruta de los caminos más transitados, yendo de los poblados más grandes a los más pequeños. De esta forma, las sobremortalidades llegaron a distintas latitudes y tuvieron una repercusión particular de acuerdo con las características de cada uno de los asentamientos. Esta expansión de las enfermedades permite su estudio en perspectiva comparada para contrastar las repercusiones de forma diferenciada de acuerdo con los asentamientos, ecosistema y densidad demográfica.

La viruela de 1762 y el matlazáhuatl de 1764

En agosto de 1763 el virrey de la Nueva España, el Marqués de Cruillas, dio a conocer al Consejo de Indias los estragos que dos epidemias, una de viruela y otra de matlazáhuatl, habían dejado en la ciudad de México entre los años de 1761 y 1762. La primera había arribado a la ciudad en septiembre de 1761 y la segunda en enero del año siguiente; el resultado de ambos flagelos había sido la muerte de aproximadamente 14 600 personas. Según Elsa Malvido (1993, p. 96) ambas epidemias habían llegado de Europa, vía Veracruz. El propio virrey hizo estimaciones para el resto de la Nueva España declaró que “no ha sido menor el daño que generalmente ha padecido todo este vasto reino, de tal modo que quedaron muchos pueblos sin gente alguna”.6

Efectivamente, la epidemia de viruela se había extendido por todo el territorio novohispano desde la ciudad de México, alcanzando lugares cercanos como el valle de Toluca en enero de 1762.7 Durante el siguiente medio año la viruela se dispersó sin detenerse hasta llegar al septentrión novohispano, llegando a la parroquia de Santa María de las Parras en septiembre de 1762, lo que provocó un aumento de los decesos. Los meses de octubre y noviembre fueron aciagos, pero en diciembre la epidemia había abandonado Parras. Estos tres meses fueron suficientes para engrosar la lista de óbitos de ese año, cuya cifra fue de 421, poco más de la mitad del promedio de los decesos de los dos años anteriores sin epidemia. Como ocurría con las epidemias de viruela, los más afectados eran los párvulos, tal como ocurrió en Parras, donde fueron más de dos tercios de los difuntos (67.1%).

Detrás de la viruela venía la epidemia de matlazáhuatl ya mencionada por el virrey en el informe citado. Sobre ésta señalaba el virrey, en julio de 1762, que desde enero del dicho año una epidemia de matlazáhuatl atacaba la capital y los pueblos “más floridos”, en la que habían muerto muchos indios, pero también “españoles blancos” y mestizos, desolándose poblaciones enteras.8 Como ya he comprobado para otros casos, la dispersión de esta epidemia era más lenta que la de la viruela debido a la necesidad de un vector para expandirse (González, 2016, p. 137). De la ciudad de México había empezado a diseminarse a principios del año de 1762, a sólo unos meses de la viruela anterior, pero para llegar al noreste del obispado de Durango tardó cerca de dos años, llegando primero a la capital del obispado en julio de 1763 (Cramaussel, 2017, pp. 91-93) y hasta seis meses después, entre diciembre de 1763 y enero de 1764, a Parras. Una vez ahí, la epidemia elevó el número de muertos a 391, poco más del doble de los dos años anteriores sin epidemia.

Las consecuencias de estas dos epidemias se hicieron evidentes en la evolución de la población. En los bautizos, que reflejan los nacimientos, se percibió el principio de un estancamiento que se prolongó el resto del siglo. Incluso al medir la diferencia entre nacimientos y decesos de los años de 1762 y 1764, el resultado fue de -202 y -223 respectivamente, es decir, se registraron más muertos que nacidos, cuando generalmente la diferencia era favorable a los nacimientos. La incidencia por grupos de edad marca una radical diferencia entre ambas epidemias, ya que la de matlazáhuatl de 1764 se ensañó más con los adultos, llevando a la tumba a dos terceras partes del total (63.2%), situación totalmente inversa a la de la epidemia de viruela anterior. Por la proximidad entre ambas epidemias, las consecuencias demográficas fueron de consideración, casi un millar de muertos en ambos años. Con excepción de 1768, cuando hubo una leve alza en la mortalidad en Parras provocada por el sarampión, no se presentó ninguna sobremortalidad en más de diez años, pero la década de 1780 tenía reservada uno de los peores momentos de todo el periodo colonial no solo para Parras sino para toda la Nueva España.

La mortífera década de 1780

La década de 1780 ha sido uno de los periodos más mortíferos de la época virreinal en todo el territorio novohispano (González, 2016a, p. 101). Este periodo mortal lo inauguró la epidemia de viruela en 1780, que en algunas partes fue de las más fuertes de por lo menos el siglo XVIII. Sherburne Cook (1982, p. 298) señalaba que dicha epidemia fue la más devastadora de que se haya tenido memoria. En Valladolid y Guanajuato tuvo igualmente un fuerte impacto demográfico, más grave que el de la epidemia de viruela de 1797 (Camacho, 2010, pp. 100-104). Para el caso de la parroquia de Santa Catarina de la ciudad de México, la viruela fue la más violenta de todas las epidemias del periodo de 1770-1820 (Pescador, 1992, p. 98). Chantal Cramaussel (2010, p. 14) también señala que la mortalidad de la epidemia de 1779-1782 no tuvo comparaciones con la de las epidemias posteriores en la Nueva España. Incluso en algunas misiones de la península de Baja California, la viruela de 1780-1781 fue también la de mayor repercusión demográfica entre 1769 y 1834 (Magaña, 2010, p. 44). En documentos de la época el propio virrey Branciforte señalaba que la epidemia de viruelas de 1779-1780 “se propagó rápidamente de un extremo a otro de la América septentrional asolándola, aterrorizándola y dejando funesta época en la memoria de los vasallos”.9

Luego de presentarse en el centro de la Nueva España, desde diciembre de 1779 y enero de 1780, el traslado hacia el norte fue muy rápido, ya que a tan sólo tres meses de su surgimiento ya estaba presente en la parroquia neo-vizcaína de Parras y sus alrededores. Desde abril y hasta junio, la epidemia se mantuvo incrementando el número de muertos y para julio al parecer los peores estragos habían pasado. En total, las muertes de 1780 fueron 447, el doble de los dos años anteriores sin epidemia y, de acuerdo con el crecimiento natural, la diferencia entre nacimientos y entierros fue de -191. Por edad, los párvulos fueron más afectados que los adultos (63%), situación predecible por la naturaleza de la enfermedad. Comparada con los casos señalados y con las epidemias de viruela y matlazáhuatl de 1762 y 1764, esta epidemia no fue tan fuerte ya que de algún modo fue menguando conforme se alejaba del centro de la Nueva España, o en Parras no reunió las características demográficas para su letalidad como en otras parroquias.

Tan solo unos años después de esa epidemia de viruela, en febrero de 1785, llegó a Parras una cordillera del provisor vicario capitular y canónigo de la catedral de Durango don Manuel Vicente Yáñez en la que dispensaba a todos los feligreses del obispado de abstenerse de carne en la cuaresma de dicho año. La razón era que una carestía de alimentos por sequía había golpeado a todo el obispado de Nueva Vizcaya.10 Esta misma situación afligió a otras partes de la Nueva España, aunque más de medio año después, en agosto de 1785.11 Aunada a esta crisis de subsistencia, una epidemia infantil (63.2% del total de los muertos fueron párvulos) al parecer de viruela llegó nuevamente a Parras en el mes de agosto.

El debate en torno a que las crisis de subsistencia y las epidemias tenían relación ya ha sido abordado en diversas ocasiones. Sin embargo, ya se ha demostrado que tal relación no es definitiva, es decir, la escasez no es la causa de las epidemias ya que éstas siguen diversos itinerarios y recorridos.12 La epidemia infantil de 1785 llegó probablemente del centro de la Nueva España, como todas las epidemias del periodo virreinal, ya que una de similares características atacó las poblaciones del centro de la Nueva España de diciembre de 1784 a abril de 1785, es decir, medio año antes de su arribo a Parras, que fue en agosto (González, 2015, pp. 44-45). Su intensidad fue menor que la de la anterior en cuanto al número de decesos, ya que solo se registraron 398: el doble de las muertes de los dos años anteriores sin epidemia.

La epidemia infantil de 1785 dejó la jurisdicción parroquial entre noviembre y diciembre de 1785, pero no pasó ni siquiera un año cuando otra vez, desde por lo menos octubre de 1786, cundió una nueva enfermedad que fue conocida en Parras como “las fiebres pestilenciales”. La sobremortalidad se extendió desde noviembre hasta el año siguiente. Para febrero las muertes masivas no cesaban, lo que obligó al párroco Dionisio Gutiérrez a tomar medidas, porque el templo parroquial ya no fue suficiente para soportar el número de entierros. Fue entonces que ordenó que se desenladrillaran las otras dos iglesias que había en el pueblo: la de los jesuitas y el santuario de Guadalupe, en los siguientes términos:

En vista de la constitución epidémica y pestilencial con la que Dios Nuestro Señor misericordiosamente aflige a este pueblo, la que por los secretos de su divina misericordia está quitando la vida a muchísimos habitadores de modo que ya no hay tramo en su iglesia parroquial para abrir sepulcros sin que se abra alguno que no sea sobre otro cuerpo recién enterrado: temiendo su merced […] que la emanación de los hálitos de los cuerpos recientemente corruptos, coinquinen el ambiente y la atmósfera del templo… su merced dijo debía mandar y mandó que desde hoy en adelante se entierren los cuerpos en las dos iglesias que hay.13

La alta mortandad continuó por lo menos hasta abril y a partir de mayo menguó. En total, en el año de 1787 se fueron a la tumba 481 personas, casi tres veces más que los años sin epidemia anteriores, siendo la mayoría adultos (60%). Debido a las constantes epidemias, el año de 1787 fue uno de los que menos registró nacimientos, solamente 170, es decir, la diferencia entre los nacidos y los decesos fue de -311 en dicho año.

Como se observa, la epidemia de las fiebres pestilenciales tuvo considerables repercusiones demográficas en Parras, pero la medida de utilizar todos los espacios disponibles para enterrar en tiempos de epidemia se debió a que ésta había sido la tercera en tan sólo siete años, por lo que el sobrecupo de cadáveres fue una consecuencia de la alta mortalidad de la época que ya no resistió el embate de una tercera epidemia. En febrero de 1787, momento en el que se decidió abrir las otras iglesias del pueblo, el número de los muertos desde la epidemia de 1780 casi rondaban los 2 000, incluyendo los años sin epidemia. Esto apoya las descripciones del cura Dionisio Gutiérrez cuando señalaba que “se ha llenado de tal manera de cadáveres la iglesia parroquial que no hay tramo en ella en que poder hacer un sepulcro sin encontrarse con cuerpos frescamente corruptos, cuyos efluvios llenan el ambiente”.14 Al final de la epidemia de las fiebres pestilenciales de 1787 el triste escenario de Parras mostraba un pueblo desolado, sus tres iglesias desbordadas de difuntos y el ataúd para el traslado de los fieles difuntos “cuasi-deshecho” o inservible.15

Las epidemias de viruela de 1798 y el sarampión de 1804

Luego del mortal decenio de 1780 hubo una relativa calma de aproximadamente diez años, hasta que se vio rota por una epidemia de viruela en 1798. Esta epidemia, sin embargo, no tuvo el impacto de las anteriores debido a que, para ese entonces, se había empezado a difundir la “variolación” en el obispado de Durango. Chantal Cramaussel (2010, p. 16) señala al respecto que la inoculación fue una medida aplicada con esmero en las intendencias de Puebla, Michoacán, San Luis Potosí y Durango, donde se obtuvieron resultados desiguales. También hay evidencias que en la parroquia de Santa Catarina de la ciudad de México, Guanajuato, Valladolid, Xalapa y Tehuantepec esta epidemia no fue una de las más funestas gracias a diversas medidas que se tomaron por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas, entre ellas la práctica de la inoculación.16

En este mismo tenor, mientras en enero la epidemia empezaba a cobrar vidas en varias parroquias del arzobispado de México y el obispado de Michoacán, en Parras se formó una junta de vecinos en las casas reales en el mismo mes de enero de 1798 para organizar las medidas preventivas y evitar la propagación de la epidemia; posiblemente se estaba hablando sobre la inoculación, pero no hay certeza sobre ello en los documentos.17 La epidemia azotó de junio a septiembre, como se puede corroborar en las partidas de entierro donde se indicaron varias muertes por esa causa. Al final del año los muertos ascendieron a 320, el doble de los muertos de los dos años anteriores, siendo los párvulos los más afectados (58%).

De haberse practicado la variolación ante esta epidemia, marcaría un parteaguas por haber sido la primera en la que se empleó. Con la aplicación de la vacuna iba implícito un cambio de mentalidad, porque al emplear un método de prevención efectivo ante una enfermedad epidémica tenía que haber un conocimiento previo de la enfermedad y la manera como se propagaba. Esto queda de manifiesto en Parras cuando, con mucha antelación, se reunieron los vecinos para planear su contención a sabiendas de que venía una epidemia. Incluso cuando ésta llegó, el cura y los ministros de Santa María de las Parras conocen la enfermedad y por primera vez en el registro parroquial anotan la causa de muerte por viruela.

Para principios del siglo XIX la primera epidemia registrada fue la de sarampión de 1804. Esta no tuvo repercusiones notables en comparación con las otras, ya que ni siquiera duplicó el número de muertos de los años anteriores sin epidemia. El total de decesos en dicho año fue de 363. Luego de esta leve sobremortalidad pasaron diez años para que se suscitara una nueva enfermedad epidémica. Ninguna de todas las anteriores mencionadas provocó el registro de tantas muertes como la de fiebres epidémicas o tifo de 1814,18 que analizamos más ampliamente a continuación.

El tifo de 1814

El origen de la epidemia de tifo o “fiebres misteriosas” fue en el sitio de Cuautla, una de las batallas más reconocidas de la guerra insurgente, en donde el cura José María Morelos se enfrentó al virrey Félix María Calleja (Márquez, 1994, p. 225). La situación de miseria, hacinamiento, falta de alimentos y de agua o el consumo de ambos en mal estado fueron el acicate para el brote de la epidemia entre los sitiados, que para alrededor del mes de marzo de 1813 ya padecían sus consecuencias (Sánchez, 2013, pp. 57-58). Posteriormente, el traslado de soldados de una región a otra, propio de las circunstancias de la guerra, esparció la epidemia en la Nueva España dejando consecuencias desastrosas en la población.

En el mes de septiembre llegó una cordillera de la ciudad de Durango a Parras y a otras parroquias en la que se señalaba que las principales ciudades de la Nueva España se encontraban padeciendo las “fiebres epidémicas” e incluso ya habían accedido al obispado de Durango por las haciendas de El Saucillo y Santa Catarina, en el condado del Álamo, donde había “prendido con mucho progreso”. En dicha cordillera se exponían dos medidas concretas para paliar la enfermedad y evitar su propagación en el obispado: la creación de un establecimiento de sanidad y la dedicación de una casa en cada curato para socorrer a los más necesitados19. Como era de esperarse, los intentos no fueron más allá de la acostumbrada caridad cristiana, lo cual no detuvo el avance mortal de dicha epidemia que llegó posiblemente a finales de 1813 a la capital del obispado de Durango.

Desde Durango posiblemente el tifo se dispersó hacia otros puntos del norte y noreste, llegando a Parras en el mes de junio de 1814, vía Cuencamé y el pueblo del Álamo (Viesca), donde la epidemia había llegado desde marzo20 y abril21 de dicho año, respectivamente. Sin embargo, cabe la posibilidad de que a Parras hubiera tocado la enfermedad por el oriente, desde el Saltillo, donde la epidemia había empezado a causar sobremortalidad también a partir del mes de marzo de 1814. De la forma que fuera, a Parras arribó la epidemia tiempo después que a las parroquias vecinas del oriente (Cuencamé) y del poniente (Saltillo), por lo que se puede argumentar que la epidemia de tifo llegó como una especie de pinza mortal a través de los caminos que comunicaban a Parras con el exterior mediante la línea horizontal de asentamientos que unían el obispado de Linares con el de Durango.

Una vez que arribó la epidemia, provocó un alto número de muertes durante los siguientes seis meses. Al final del año de 1814 el saldo había sido de más de 1 165 decesos registrados, cifra cinco veces mayor que el promedio de la mortalidad cotidiana de los dos años anteriores cuando no había epidemia. El tifo de 1814 fue para Parras la más mortífera peste registrada desde su fundación. Como era de suponerse, la población adulta fue la más afectada, representando el 67% de los registros totales.

Los ministros de culto fueron los primeros en dar cuenta de la epidemia, ya que conforme pasaba el segundo semestre de 1814 el número de muertos aumentaba desproporcionadamente, a tal grado que los registros tuvieron que reducirse en su formato desde fines de junio para que cupieran más partidas en cada foja. Esta medida no fue suficiente, ya que tuvieron que utilizar un libro nuevo de entierros mucho antes de lo previsto. Éste fue comprado en agosto a don Cosme Mier en 8 pesos, cuando la sobremortalidad estaba en el nivel máximo. En dicho libro, Nicolás de Flores, párroco de Parras, anotó en la portada que empezaba en agosto de 1814 y que se encontraban en medio de una “epidemia general.” Fueron tantos los enfermos atendidos por los sacerdotes de Parras que para noviembre se solicitó vía correo traer más santo óleos “por haberse consumido todos de resultas de la peste”.22

La mortandad era tan crecida en agosto que obligó al cura y las autoridades civiles del lugar a tomar una medida al parecer nunca puesta en práctica: la creación de un camposanto. Como era de esperarse, los terrenos de la iglesia parroquial ya no fueron suficientes, ni siquiera la apertura de los otros dos templos del pueblo de Parras habían logrado dar abasto al cuantioso número de cadáveres, como en el caso de la fiebre pestilencial de 1787 (Churruca, Contreras, Barrera, 1991, pp. 13-14). La creación de cementerios fuera del poblado había sido planteada desde el gobierno de Carlos III, quien expidió una Real Cédula al respecto. Estas medidas respondían a la nueva mentalidad ilustrada que buscaba proteger la salud de los vivos mediante resoluciones preventivas tales como evitar el contacto cercano con los muertos y sus emanaciones. Posteriormente el asunto fue abordado nuevamente por el Consejo de Indias, que expidió una Real Cédula que llegó a la ciudad de México en 1789 (Rodríguez, 2009, pp. 232-233). Para 1798 nuevamente se trató el tema en otra Real Cédula dirigida a los obispos de la Nueva España. Al año siguiente, el obispo de Durango envió una misiva en la que cuestionaba a sus párrocos en torno a la creación de estos espacios y su viabilidad.23 Para el caso de Parras, hasta antes de la epidemia de 1814 no había sido necesaria la erección de un cementerio fuera de la iglesia, pero la fiebre epidémica de 1814 ameritó que se creara un recinto para el entierro multitudinario de cadáveres. En septiembre de 1814, en pleno apogeo de la epidemia, comenzaron las obras, y ya en octubre se pagó 4 pesos a varios peones que abrieron zanjas “para tener prevención por la multitud de cadáveres que quedaban sin enterrarse.” El costo total por dicha obra fue de 246 pesos.24 Este recinto fue utilizado mientras duró la enfermedad, y una vez terminada los feligreses fueron de nuevo enterrando paulatinamente a sus fieles difuntos en el interior de la iglesia. Al parecer el “camposanto del 14”, como fue conocido, tuvo vigencia hasta 1825, cuando se hizo uno nuevo a las afueras del pueblo, llamado el camposanto de San Antonio, debido a que el anterior estaba en pleno centro del pueblo.25 De acuerdo con la respuesta dada a una cordillera del virrey Calleja de parte de la Regencia del Reino, en la que se ordenaba la creación de camposantos, Parras no fue la primera parroquia con camposanto en el septentrión, ya que para 1814 Chihuahua, Nombre de Dios, San Juan del Río, Santiago Papasquiaro y la parroquia vecina del Real de Cuencamé ya disfrutaban de ese beneficio (Rodríguez, 2009, p. 235).

Aunque la muerte era un acontecimiento común, las epidemias siempre representaban una fuerte alteración a la vida cotidiana de los habitantes de la Nueva España. Para el caso de Parras, la cuantiosa mortandad de 1814, nunca antes registrada, tuvo una significación especial, ya que quedó asentada en documentos cuantitativos y cualitativos de la parroquia, aunque las medidas hayan sido poco eficientes para aminorarla. En realidad, ante este tipo de sucesos, las resoluciones tomadas para paliar la enfermedad tenían poco éxito y, para el caso particular del tifo, aún no se había encontrado alguna solución médica concreta, a diferencia de la viruela, que para entonces ya se estaba mitigando mediante la práctica de la variolación.

Fuente: Churruca, 1994, p. 65. AHMM, Libros de entierros de 1693 a 1820

Gráfica 1 Defunciones anuales en la parroquia de Santa María de las Parras (1622-1820 

Cuadro 1 Defunciones anuales de la parroquia de Santa María de las Parras (1760-1815) 

Año Entierros Año Entierros Años Entierros Año Entierros
1760 224 1774 198 1788 124 1802 302
1761 211 1775 223 1789 141 1803 221
1762 421 1776 163 1790 143 1804 363
1763 149 1777 118 1791 185 1805 197
1764 391 1778 204 1792 186 1806 164
1765 125 1779 229 1793 148 1807 123
1766 129 1780 447 1794 131 1808 187
1767 195 1781 147 1795 126 1809 294
1768 281 1782 169 1796 159 1810 208
1769 155 1783 146 1797 138 1811 312
1770 160 1784 146 1798 318 1812 263
1771 199 1785 398 1799 186 1813 189
1772 128 1786 365 1800 179 1814 1173
1773 136 1787 481 1801 216 1815 240

Fuente: AHMM. Libros de entierros de 1693 a 1820.

Fuente: AHMM, Libros de bautismos 1637-1820

Gráfica 2 Bautismos de la parroquia de Santa María de las Parras 1637-1820 

Conclusiones

En la segunda mitad del siglo XVIII y hasta finales del periodo colonial, las enfermedades epidémicas asolaron a la población novohispana de forma periódica. Pese a su importancia en la historia de la población, las parroquias y los asentamientos del noreste novohispano y mexicano no habían sido estudiados. Este estudio representa uno de los primeros análisis hechos a partir de los métodos de la historia demográfica para este espacio geográfico, de ahí su importancia.

Entre 1760 y 1815, en el caso de Parras, las epidemias aparecieron en seis ocasiones, es decir, cada siete años en promedio, con algunas muy frecuentes como las de la década de 1780. Las tres principales causas de las sobremortalidades, tanto en Parras como en toda la Nueva España, fueron la viruela, el tifo (matlazáhuatl y/o fiebres) y el sarampión en menor medida. De todo este ciclo mortal de los siglos XVIII y XIX la intensidad de casi todas las epidemias sólo duplicaron el número de decesos de los años anteriores sin epidemia. En el mediano plazo estas sobremortalidades lograron estancar y por momentos reducir el número de los nacidos, lo que evidencia su importancia en la evolución de la población.

De estas epidemias, la de fiebres pestilenciales de 1786-1787 y el tifo o fiebres epidémicas alcanzaron un rango de afectación que triplicaba o quintuplicaba el número de decesos, respectivamente. El tifo o fiebres epidémicas de 1814 fue la más desastrosa cuantitativamente hablando. Esta epidemia puede ser considerada como una de las más terribles registradas de todo el periodo colonial en el caso de Santa María de las Parras. Pero su trascendencia va más allá, ya que al parecer fue la más caótica registrada en varios puntos del centro, norte y noreste novohispano, como demuestran otros casos como San Bartolomé (actual Valle de Allende, Chihuahua), Parral (Cramaussel, 2017, p. 99), la Villa de Santiago del Saltillo y el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, donde también fue la más terrible.26 Queda por investigar por qué este mal fue tan virulento en esta parte de los dominios españoles, incluso mayor que en parroquias del obispado de Michoacán como Taximaroa, Maravatío o Tlalpujahua, donde la epidemia y la guerra insurgente se combinaron de forma radical.

Ante las epidemias no hubo un remedio efectivo que hiciera menguar la enfermedad. Las autoridades civiles y eclesiásticas enfrentaban estas contingencias tomando las medidas de la época, que en algunos casos consistían en la apertura de casas para asistir “caritativamente” a los enfermos, se organizaban procesiones y rogativas para pedir a Dios el cese de la enfermedad o se aprestaban a abrir nuevos espacios para el entierro masivo. Sin embargo, a partir de la viruela de 1798 hay un parteaguas en la percepción y contención de las enfermedades epidémicas, que dejarán de verse como meros castigos divinos. Una visión moderna ilustrada permite percibir las epidemias como contingencias demográficas que era posible evitar mediante la variolación que posiblemente fue practicada y que logró mermar notablemente el número de muertos. Pero, aunque para el tifo no había ningún método eficaz que ayudara a la población, la construcción de camposantos como el de 1814 afuera de las iglesias, además de haberse realizado por la falta de espacio, pudo haber sido una señal de modernidad para evitar los contagios producto de la cercanía con los cadáveres.

  • Archivos

  • AHMM, Archivo Histórico Mateo y María de Parras de la Fuente, Coahuila, México

  • AGI Archivo General de Indias.

  • Archivos parroquiales consultados en familysearch.org

  • Archivo parroquial de San José de Cuencamé (Familysearch).

  • Archivo parroquial de Viesca (Familysearch).

  • Archivo del Sagrario Metropolitano de Santiago del Saltillo (Familysearch).

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2Esta investigación se llevó a cabo gracias a los recursos ministrados por PRODEP 2016-2017 para la incorporación de nuevos Profesores de Tiempo Completo (PTC).

3“Pasto espiritual” se refiere a las enseñanzas o doctrina que se daba a los fieles haciendo alusión al alimento indispensable para las ovejas del rebaño del Buen Pastor que es Jesucristo.

4Endemia se refiere a una sobremortalidad por causa de una enfermedad en un área geográfica delimitada.

5Es importante señalar que la epidemia de matlazáhuatl de 1737-1739, que tanto daño había causado en el centro de la Nueva España, como lo han estudiado Miguel Ángel Cuenya y América Molina, no tuvo un impacto considerable en la parroquia de Parras en el noreste novohispano, donde apenas duplicó el número de muertos con respecto de los dos años anteriores sin epidemia (Molina, 2001, p. 96; Cuenya, 1999, p. 12; González, 2016, pp. 111-115).

6Archivo General de Indias (en adelante AGI), México, 1260, f. 39.

7La ruta se trazó mediante la consulta de varios archivos parroquiales digitalizados del estado de México y se encuentran en Family Search, especialmente en: https://www.familysearch.org, México, State of Mexico, Catholic Church Records, parroquia Toluca de Lerdo, El Sagrario, Defunciones 1758-1780, (104 imágenes) imagen 11-15. En la misma página, Mepetec, San Juan Bautista, Defunciones 1752-1773, imagen 5. Ixtlahuaca, San Francisco de Asís, Defunciones 1724-1780, imagen 300. San Felipe, Santos Felipe y Santiago, Defunciones 1761-1767, imagen 4.

8AGI, México, 1260.

9AGI. Estado, 27, n. 50.

10Archivo Histórico Mateo y María (en adelante AHMM). Exp. 76. Dispensa de abstinencia de carne.

11Juvenal Jaramillo dedica un apartado de su obra para tratar el tema de la crisis agrícola de 1785 en Michoacán, la cual representó el primer gran reto para la gestión del obispo fray Antonio de San Miguel (Jaramillo, 1996, pp. 45-54).

12La historiografía reciente ha postulado que las epidemias no son consecuencia de las dificultades alimentarias. Al respecto, Pedro Canales demuestra que, cuando menos en el valle de Toluca, no hay correlación entre las dificultades alimentarias de los pueblos coloniales y las crisis epidémicas. Carbajal menciona también que el hambre de 1785 por sí sola no explica la epidemia de “la bola”. Lourdes Márquez señala al respecto que, si bien la malnutrición crónica hace que algunos padecimientos sean letales entre la población desnutrida, hay enfermedades tan fuertes que no respetan el nivel nutricional, como el tifo (Canales, 2006, p. 95). Para el caso de Metepec, Josué Severo ha señalado que ni epidemia ni endemia se ven causalmente ligadas con una previa crisis agrícola Severo, 2013, p. 96). También Juan Luis Argumaniz apoya dicho postulado (Argumaniz, 2013, p. 210; Carbajal, 2010, p. 71; Márquez, 1994, pp. 150-153; González, 2015, p. 44).

13AHMM. Exp. 540.

14AHMM. Exp. 540. Sobre epidemia pestilencial de 1787.

15AHMM. Exp. 747. Libro de cuentas de fábrica 1787-1788. En este libro, en junio de 1787 se registró el gasto de 8 pesos y 1 real en la facción de un ataúd y andas en que conducir los cadáveres a los sepulcros en virtud de estar el anterior cuasi-deshecho.

17AHMM. Exp. 542. Medidas para la viruela 1798. Exp. 743-15 Cordillera de la Inoculación de la vacuna de viruela. 1815.

18La designación del tipo de enfermedad como el origen de las epidemias se obtiene, de acuerdo con la historiografía, observando la causa de muerte de otros casos en los mismos años y la mortalidad de la población por edad. También la duración de la sobremortalidad determina el tipo de epidemia. Atendiendo a estos elementos, la epidemia de 1814 en Parras fue sin duda provocada por el tifo o las “fiebres misteriosas” como se ha señalado para otros casos novohispanos.

19AHMM. Exp. 743, Libro de cordilleras, año 1813.

20Archivo parroquial de San José de Cuencamé. Consultado en: “México, Durango, registros parroquiales y diocesanos, 1604-1985”, database with images, FamilySearch (https://familysearch.org/ark:/61903/3:1:S3HY-DKY3-PGJ?cc=1554576&wc=3PZD-RM9%3A107796301%2C107796302%2C112273103: 20 May 2014), Cuencamé > San Antonio de Padua > image 550 a 601 of 1743; parroquias, Durango (parishes, Durango).

21Archivo parroquial de Viesca. Consultado en: “México, Coahuila, registros parroquiales, 1627-1978”, database with images, FamilySearch https://familysearch.org/ark:/61903/3:1:S3HT-XKP8-8H?cc=1502401&wc=MKC4-RMS%3A64892801%2C64892202%2C65327901: 16 February 2017), Viesca > Santiago Apóstol > image 380 a 401 of 1185; parroquias, Coahuila (parishes, Coahuila).

22AHMM. Exp, 161. Libro de fábrica 5 (1814).

23 AHMM. Exp. 741, Cordillera sobre establecimiento de cementerios públicos (1799).

24 AHMM. Exp, 161. Libro de fábrica 5 (1814).

25 AHMM. Exp, 747. Libro de cordilleras, Camposanto de San Antonio (1825).

26Archivo del Sagrario Metropolitano de Santiago del Saltillo, visto en Familysearch.org Libros de entierros (1760-1820).

Recibido: 09 de Agosto de 2017; Aprobado: 03 de Marzo de 2018

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