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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.18 Guadalajara mar. 2018

https://doi.org/10.31836/lh.18.6582 

Entramados

Pequeña nobleza: análisis de un concepto y revisión de experiencias históricas e historiográficas aplicadas al Chile colonial

Petite nobleness: analyzing a concept and revisiting historical and historiographical experiences applied to colonial Chile

Eduardo Cavieres F.1 

1 Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Brasil 2950, Valparaíso, Región de Valparaíso, Chile eduardo.cavieres@pucv.cl


Resumen

El artículo revisa el concepto pequeña nobleza para observar cómo ha sido utilizado en la historiografía de la época colonial chilena. Parte de precisiones señaladas por Álvaro Jara relativas al siglo XVI, luego bosqueja cómo dicho concepto fue definido por algunos autores europeos y cómo recalan en el contexto chileno, a fin de caracterizar la pequeña nobleza teniendo en consideración los postulados de Immanuel Wallerstein y los casos empíricos concretos investigados, para concluir que, si bien es cierto, conde es un título de nobleza que semánticamente es igual donde sea, no significa lo mismo si el individuo vivía en Madrid, Lima o La Serena (Chile).

Palabras clave: pequeña nobleza; Chile; época colonial

Abstract

The present article reviews the concept petite bourgeoisie to observe how it has been used within the historiography of the Chilean colonial period. It begins with the specifications given by Alvaro Jara related to the use of this concept during the XVI century. Then, it outlines the way such concept was defined by European authors, and it finally focuses on the Chilean context, aiming to characterize the petite bourgeoisie according to Immanuel Wallerstein’s ideas, and taking into consideration the concrete empirical cases under research. The above would lead to the conclusion that although the word Count, as a nobility title, has the same semantic meaning everywhere, it does not mean the same for a real Count than for someone who lives in Madrid, Lima or La Serena (Chile).

Key words: petite nobility; Chile; colonial period

Álvaro Jara escribió acerca de cómo entender un concepto y avanzar en su correcto significado. Señalaba que su valor no reside en las palabras que conforman la definición, sino más bien en su contenido esencial. Más específicamente, refiriéndose a los salarios en la encomienda chilena del siglo XVI, escribió que “lo importante de los elementos de la definición reside en su valor estructural, lo cual no les resta nada de su valor de funcionamiento” (Jara, 1966, p. 310). Creo que la historia más que las ciencias sociales, sin disminuir los méritos de éstas, tiene como principal problema o requerimiento que debe, precisamente, utilizar el concepto historiográfica e históricamente en términos muy precisos y llevarlo por lo tanto a realidades muy concretas. Así pues, cuando hablamos de nobleza, de pequeña nobleza o de alta nobleza es evidente que debemos considerar que el concepto utilizado no tiene un solo significado, sino diversas interpretaciones y, más aún, que para comprenderlo necesitamos referirlo a otros vocablos y a sus propias circunstancias. Para la época moderna existe un continuo movimiento histórico conceptual dependiente de realidades muy específicas, de modo que siempre se están entrecruzando situaciones que no son las mismas, o que confieren características ambiguas a un mismo fenómeno. Es lo que sucede, por ejemplo, en los diferentes niveles entre nobleza y burguesía, lo cual en la práctica hace confundirles por las dinámicas socio-culturales y económicas producidas: burgueses convertidos en nobles, nobles empobrecidos económica y políticamente, burgueses ascendentes relacionados con nobles que han perdido su prestigio, etc., etc.

Este trabajo no se refiere a la nobleza propiamente dicha, al menos no a aquélla procedente de la hidalguía o de los hechos de armas de sus miembros, sino, por el contrario, a ese pequeño grupo en la periferia del Imperio que, sin ser noble, comprando algún título a partir de la riqueza obtenida (especialmente a través del comercio), intentaba actuar como tal, tratando de imitar actitudes y comportamientos y deseando ser considerado socialmente como los verdaderos nobles en sus respectivas cortes. Por ello, el análisis se centra en la región de La Serena colonial, en el norte de Chile, y en algunos casos de individuos que lograron acceder a títulos nobiliarios en la segunda mitad del siglo XVIII, pero que en los albores de la República no detentaban ni poder social ni poder económico. Los ejemplos se repiten a lo largo de América Latina, y particularmente en regiones periféricas de los centros del poder colonial. De hecho, específicamente tratándose de regiones con elites poco productivas y con escasa tendencia a las inversiones productivas, este grupo de individuos y este tipo de elites locales también reflejan los retrasos sociales que siguen operando en los tiempos republicanos.

Tanto para América Latina como para Chile, son muchos los trabajos que, con orientaciones distintas, al final se refieren al mismo problema. Se trata fundamentalmente de una situación conceptual. Generalmente las elites urbanas, rurales o mineras, todas ellas elites locales según la perspectiva y espacialidad con que se miren (oligarquía, aristocracia, nobleza, elite, etc.), con algunas excepciones, se consideran como los poderes que transitan entre colonia y república (Schröter y Büschges eds., 1999). Nuestro concepto de pequeña nobleza opera en estos mismos sentidos, los cuales, para el periodo colonial chileno, fueron ya exitosamente expuestos por Jaime Valenzuela en un estudio pormenorizado de las fiestas y ceremonias del poder:

Lejos quedaban las ceremonias europeas donde el monarca estaba presente corporalmente, rodeado de atributos majestuosos y de una espléndida y suntuosa corte. Lejos quedaban también, si bien en un menor grado, los modelos litúrgicos reacondicionados en los centros virreinales americanos… Desprovista de grandes riquezas, la capital chilena reproducirá con dificultad estos ejemplos… Esta condición ayudará a cultivar un cierto grado de purismo cultural, tan caro a las elites de Santiago y a su gusto por mostrar abiertamente una supuesta filiación nobiliaria de larga y antigua raíz castellana (Valenzuela, 2001, p. 25) .

Como claro fenómeno de reproducción social y cultural para sustentar el poder económico y político, cada centro tiene sus propias periferias y éstas conforman, a la vez, sus propios centros. En esto se basa la validez de este trabajo como un aporte más para la discusión del real carácter de las elites coloniales americanas.

Consideraciones desde la historiografía

En relación con las definiciones del concepto, quiero referirme en primer lugar a un ejemplo que seguramente se multiplicó en los tiempos coloniales y adelante. En el Chile colonial, en los valles de la región central que, a pesar de tener una alta producción de trigo que iba al mercado del Perú, o en el Norte Chico que comenzaba a evidenciar la importancia de sus metales, espacios pequeños, reducidos, de poca significancia dentro de la periferia y del imperio, casos como el de don Pedro Faradón de Languería no fueron escasos. Francés, avecindado de joven en la villa de La Serena, pobre, se casó con una mujer relacionada con “buenas familias” de la localidad. Se le dotó con un par de esclavos, plata sellada y joyas. Con los recursos de su esposa se habilitó, viajó a España y al Perú y, arruinado, volvió a Chile al enterarse del fallecimiento de su cónyuge, que había recibido una importante herencia de una de sus abuelas. Entonces sí que progresó en los negocios y estableció importantes vinculaciones en Santiago y Lima, fue regidor del Cabildo, Procurador, recibió reconocimiento y prestigio y superó sus orígenes y rango social. No obstante, ello mismo le debilitó otra vez en sus actividades económicas. Falleció prácticamente insolvente, pero se consideraba a sí mismo como un señor. En los juicios a que dio lugar su testamento, su hija declaraba que

Estando a los fines de su vida, sólo pensaba en la decencia de su entierro, en el vestuario militar que se le había de poner, en los escuadrones políticos que se le habían de formar, en la artillería que se le había de disparar (Cavieres, 1993, pp. 196-197).

En la realidad concreta, en sus últimos años de vida don Pedro no tenía nada y no podía dejar nada; era sólo un pobre hombre que tenía grandes sueños de grandeza. ¿Quién era este señor? No era noble, pero hubiera querido serlo. En algún momento de su vida tuvo éxito en sus negocios y fue comerciante destacado. Como a muchos, se le abrieron puertas en términos sociales y políticos. De alguna manera, más allá del siempre tan discutido uso del don, las particulares relaciones en el ámbito local posibilitaban forzar la creación de una especie de pequeña nobleza que difícilmente podía exceder sus límites. Así, títulos más, títulos menos, entre pequeñas noblezas aparentes o noblezas más establecidas, no era lo mismo ser o simular ser noble en un valle central, pequeño y periférico que ser noble en el centro de un virreinato o, más todavía, en algunos de los centros o cortes más importantes de las monarquías europeas. Tratando de dilucidar este problema conceptual, lo que hice y lo que he mantenido en estudios sobre la época colonial chilena y latinoamericana ha sido fundamentalmente visualizar la actuación de estas personas en términos de dos tipos de relaciones. La misma persona tenía dualidad en su actuar: en términos de relaciones externas, independientemente de sus volúmenes de producción, fundamentalmente de cereales en el caso chileno, posteriormente minerales; hacia afuera, en sus relaciones con los otros sectores más urbanizados o más conectados al comercio de la época, llamémosle internacional, actuaba con unas perspectivas y con lógicas que le llevaban a insertarse en la economía-mundo y, por lo tanto, a la etapa del capitalismo correspondiente en la escala y en el nivel donde el individuo estaba situado.

La actuación de tal personaje le llevaba al plano del capitalismo porque efectivamente estaba relacionado con un tipo de mercado que tenía sus propias lógicas. Esto fue parte de lo que, en algunos casos, se transformó en una de las grandes discusiones de los años 1960 y 1970 respecto del carácter capitalista o feudal de América Latina. Efectivamente, en las integraciones de los poderes locales hacia espacios más amplios y circundantes estos hombres, si no actuaban como capitalistas o como burgueses, por lo menos adoptaban las lógicas del comercio que les hacían mostrar ciertos comportamientos determinados para poder responder a su status económico y político. El problema es que, mirados hacia dentro del sistema, en sus espacios y en sus relaciones sociales, si bien no eran nobles, sí insistían era mantener actitudes que los acercaban a ella en términos de expresar relaciones señoriales: en su medio ambiente eran señores no sólo de la tierra, sino también de sus inquilinos y, más aún, del número de indígenas que pudiesen tener a su disposición (Cavieres, 1966, 2002, 2011).

Difícil es entonces precisar el concepto en estos términos, salvo que efectivamente hablemos de nobles sólo respecto a personas que poseían los títulos que les acreditaban como tales. Sabemos, en todo caso, que la realidad es más amplia y diversa. Desde el punto de vista tanto de la historia económica como de la economía propiamente, la participación en el mercado dio mucho carácter a un grupo de comerciantes del pasado que fueron dueños del transporte, que realizaron inversiones en otras actividades paralelas a los negocios propiamente tales y que alcanzaron tal poder que, en realidad, los vemos interactuando en el mismo mundo de las elites locales, provinciales o de mayor extensión, lo que lleva a confundir efectivamente los rangos sociológicos de las verdaderas noblezas. Desde muchos puntos de vista, las relaciones sociales se van tejiendo del mismo modo como las expresadas por Wallerstein en el llamado juego de las relaciones de la economía-mundo. Si las vemos desde un punto de vista social, nos cambia la mirada. Lo vemos cuando en las relaciones con los demás, fundamentalmente con los grupos subordinados, el poder y las relaciones de este poder económico les convierta en algo más social, que busca mantener tradiciones que no siempre les son propias pero que debe compartir para tratar, al menos, de frenar las siempre dinámicas condiciones de la vida histórica. También podríamos ver la situación, más que en términos de relaciones sociales, desde el punto de vista de las actitudes y los comportamientos.

En esto vuelvo al caso del señor Languería. Lo primero sería preguntar qué era lo que realmente querían ser, qué eran o cuáles eran sus proyectos de vida. Metodológicamente, hasta hace poco tiempo nos apoyábamos mucho en la historia de la familia y la historia de las mentalidades, porque ayudaban y permitían visualizar cuáles eran las estrategias que ya todos conocemos y que estaban presentes en los análisis sobre pequeñas noblezas; la mayoría de ellos, casos de historia de familia o de historias de familias; estrategias ligadas a las relaciones de la economía local y al poder de las grandes familias, a ciertos tipos de inversiones, a la educación, a la burocracia, al gobierno eclesiástico, etc. Creo que todo ello ayuda a precisar y a definir el concepto, considerando siempre las múltiples circunstancias que rodean a los hombres, a las familias y a los grupos en la experiencia histórica. En el fondo, podríamos y debemos juntar la mayoría de los casos que han sido estudiados en forma particular y encontraríamos que, en lo esencial, todos responden prácticamente a unas mismas estrategias. Los hombres que casan a sus hijas pensando en las conveniencias económicas y sociales; que se gastan el dinero recibido a través de las operaciones comerciales para participar o utilizar redes sociales, vínculos familiares, etc. es algo tan repetido que obliga a buscar las diferenciaciones de esas historias para poder precisar en buena forma el contenido del concepto que queremos aplicar. Se trata de la siempre permanente discusión acerca de si la historia es ciencia de lo particular o de lo general.

Quiero recordar sólo tres autores que ayudan a precisar los alcances del término de pequeña nobleza, fundamentalmente en términos de sus referencias a la nobleza a secas. Me parece, en primer lugar, que uno de los estudios más importantes para España en la transición del siglo XIV al XVI es el de Amelang sobre Barcelona, estudio que demuestra en forma precisa la relación entre economía y sociedad a partir del análisis de los tiempos cíclicos: cada vez que hay una expansión de la economía, los miembros de la alta nobleza se cierran e impiden, por lo tanto, que entren nuevas familias a sus exclusivos círculos o incluso que puedan siquiera penetrar las relaciones sociales que ellos tienen; pero cada vez que hay contracciones económicas, precisamente por ser una nobleza improductiva y que necesita de recursos económicos, abre las compuertas y permite la entrada de nuevos actores de familias que provienen de pequeños comerciantes que en el tiempo han ido acrecentando sus fortunas y cuyas últimas intenciones son ingresar a la cúspide de la pirámide social y participar de sus honores y beneficios. Lógicamente, el costo es fundamentalmente económico. Estos nuevos integrantes de la nobleza, una vez que han pasado la crisis y sus efectos, vuelven a cerrar el círculo y, como sabemos, siempre los nuevos convertidos son peores que los más tradicionales y se transforman en nobles mucho más duros que los otros (Amelang, 1986).

Fernand Braudel tuvo sus propias interpretaciones sobre el concepto y sobre el problema histórico entre burguesía y nobleza. Particularmente, sus ideas acerca de lo que llamó traición de la burguesía para referirse a la inmovilización de capitales en el siglo XVI, producto de las inversiones de sectores enriquecidos por el comercio que prefirieron invertir en relaciones señoriales y no en reinversiones productivas que les hubiesen permitido acrecentar sus fortunas pero no ingresar a los círculos más exclusivos de la nobleza. Volvemos a los comportamientos y actitudes. Braudel entrega muchos ejemplos. Todavía en el siglo XVII, a la burguesía media, probablemente la del burgués gentilhombre de Molière, no le es extraña la vanidad social, pero esa vanidad no le empujaba a participar de todos los gustos o prejuicios de la nobleza. Alguno pensó que gran parte de la nobleza no servía más que para degustar y comer pacíficamente, y agregaba que

sin comparación, los honorables burgueses de las ciudades y los buenos comerciantes son más nobles que todos ellos: pues son más bondadosos que ellos, de mejor vida y de mejor ejemplo, su familia y su casa están mejor reglamentadas que las suyas, cada uno según sus posibilidades (Braudel, 1984, p. 421).

Braudel agregaba que los grandes burgueses convertidos en nobles seguían, de hecho, su vida anterior, pero adoptaban en común el rechazo al trabajo y a la mercancía y el gusto por la ociosidad. Entre sí, por lo demás, tenían en común un mismo origen y una sólida fortuna que provenía de la tierra, la usura y los cargos de judicatura y finanzas. El convertirse en noble suponía, fundamentalmente, gozar de una posición heredada y no construida. Al principio, “la puesta en órbita ha sido siempre la misma: la gentry ha salido de la mercancía, y éste es un hecho que intenta ocultar a los indiscretos y que deja cuidadosamente en la sombra” (Braudel, 1984, p. 422).

Volviendo al caso de España, en los últimos años, Enrique Soria ha escrito un libro bastante importante, La nobleza en la España moderna, donde efectivamente se ratifican los modos y estrategias seguidas en términos generales durante toda una época y en todo el espacio occidental en este tipo de ascensos y de movilidad, que utiliza similares formas y métodos para elevarse en una época en que las metas sociales más altas estaban en la pertenencia a la nobleza. Lo que sucedía en España, sucedía en Europa y en América. En el Atlántico y en el Pacífico. Plantea también acerca de la baja nobleza, la más compleja de todas, la que engloba en el término simplemente aquellos nobles que son sólo eso, que “es la cantera del estamento, el grupo que carece en general de más honores que su propia condición nobiliaria” (Soria Mesa, 2007, p. 41). Agrega que es la más numerosa, pero la menos conocida. ¿Por qué? Por la pauperización de muchas de estas familias, en especial en las postrimerías del Antiguo Régimen y a lo largo del siglo XIX.

Por ello mismo es que estos conceptos de nobleza, y más aún el de pequeña nobleza, para el caso de América Latina, muy enraizado con el de aristocracia de la tierra, son mucho más dinámicos de lo que pensamos. Todavía se escribe que estas familias han durado 500 o 600 años, y que una vez que alcanzaron sus títulos de nobleza, prácticamente anquilosaron las estructuras sociales haciéndolas impermeables a toda transformación. Parece ser una especie de exageración. Lo que se mueve en el interior de estas historias de familias es mucho más fuerte y dinámico. Si lo vemos en relación con el problema económico, sus etapas de expansión y contracción, ello repercute en las relaciones sociales. En muchos casos, van quedando los títulos y las familias, pero los apellidos y troncos familiares no necesariamente son los originales. Hay aquí todo un juego de posibilidades que va más allá de conceptos rígidos y, en ello, el análisis histórico debe necesariamente marcar las diferencias para poder efectivamente no identificar en cada caso situaciones que no se encuentran en los mismos términos. Por lo tanto, y en el fondo, lo más importante y lo más necesario en la aplicación del concepto es la utilización de las referencias históricas, de la movilidad y las transformaciones, pero sobre todo, tener en cuenta que aun cuando las estrategias sean similares, en el relato histórico propiamente hay que buscar las diferencias para poder aplicar con propiedad el concepto. Entre esas diferencias están las de tiempos y espacios; no es lo mismo la alta o la pequeña nobleza en el siglo XVIII que en el siglo XVI; tampoco es lo mismo en regiones periféricas que en los centros del poder. No se trata sólo de la descripción de la situación en términos de su operatividad, ya que posiblemente en cuanto a ciertos elementos que tienen que ver con comportamientos o actitudes sociales encontremos situaciones análogas, sino de precisar los espacios y los tiempos que sí hacen diferencias muy notables. El conde de cualquier apelativo que estaba en el virreinato del Perú tenía el mismo grado o título que el que estaba en la corte de Madrid y el mismo que aquel que se encontraba en el valle central del Chile colonial, pero no valían lo mismo. Por sus vinculaciones, el poder efectivo era diferente y las subordinaciones o los sentidos de compromisos o lealtades ponían de manifiesto las distancias existentes entre unos y otros.

Más allá de las dimensiones sociales y los pesos económicos se desarrollaron otras diferencias. En Chile y la América española, todavía en el siglo XVII se podía tener mercedes de tierras y encomiendas de indios, pero el hombre que tenía mucho poder social y no tenía título de nobleza, tratando de actuar como noble, no siempre se consideraba en plenitud. En su vida cotidiana era posible que tuviese dominio efectivo sobre las personas subordinadas a él quizá mayor que el que podía ejercer un noble urbano. Pasar de comerciante enriquecido a pequeño burgués fue tarea difícil; asimilarse a la pequeña nobleza, algo natural; obtener la acreditación, algo más complejo. A lo económico, a lo social y a lo político se adscriben también normas y comportamientos culturales: diversas dimensiones en las relaciones de poder.

Dentro de la historiografía, la relación entre demografía histórica, historia de la familia e historia de las mentalidades ha entregado interesantes bases de análisis y perspectivas para seguir las huellas de individuos y grupos familiares en su transitar de la vida comercial a la vida señorial. En América Latina los ejemplos no sólo sobran, sino que se multiplican. Quién llegó en el siglo XVII o más tardíamente en el siglo XVIII y tuvo éxito, pudo dar los primeros pasos para que, después de dos, tres o cuatro generaciones, alguno de sus descendientes obtuviese título de nobleza u ocupase una posición importante dentro de las nacientes burguesías locales. Hoy en día, tratando de recuperar la perdida relación entre historia económica e historia social, no sólo los estudios sobre la pequeña nobleza, sino también sobre nobleza y burguesía, pueden ganar caracterización en tanto se vuelvan a retomar perspectivas de interpretación que no dejen fuera de la explicación el conjunto de circunstancias que provocaron o inhibieron las posibilidades de ascenso social efectivo de los individuos.

Hoy también resulta interesante e incluso novedosa la aplicación de la actual historia social de la cultura, con aportes provenientes de la antropología o incluso de la psicología social. Por cierto, el problema de la autorrepresentación o de las representaciones colectivas adquiere relevancia en la compresión de los éxitos y frustraciones particularmente en el nivel de los que fueron o se creyeron parte de la pequeña nobleza o de la pequeña burguesía. En todo ello es esencial, y Álvaro Jara tenía mucha razón, tener presente que el valor de la definición conjugaba aspectos estructurales y de funcionamiento de un sistema determinado. En nuestras visitas al pasado, a menudo nos podemos encontrar con “pequeñas noblezas” que, sin tener los títulos que nunca consiguieron, sin embargo fueron más nobles que muchos otros que, habiéndolos obtenido, veían a su alrededor a individuos que despreciaban, pero que tenían un efectivo y real prestigio social, económico y político.

Una aproximación desde la historia de la familia

La historia de la familia tiene variadas facetas. Desde sus bases puramente demográficas hasta sus consideraciones morales y sentimentales, cubre los más amplios aspectos de la vida social. La familia, institución en la sociedad, no sólo es receptora de las influencias y condicionantes que ésta le impone, sino también, en reciprocidad, es capaz de proyectar sus propias necesidades e intereses colectivizando ciertas actitudes y comportamientos.

Entre estas situaciones, las llamadas estrategias de sobrevivencia constituyen un área importante de estudio que permite, incluso, análisis sociales bastante globales. Estas estrategias no sólo se refieren a las relaciones de la familia con su mundo exterior y con los conflictos sociales, políticos, económicos o ideológicos con los cuales debe enfrentarse, sino también a las formas de resolver las propias problemáticas y circunstancias que se dan a lo largo del tiempo dentro de cada familia o de grupos de familias que componen un sector social determinado.

Entre otros, hace ya años que David W. Walker realizó un rápido recorrido por algunos de los títulos más representativos acerca de estos temas que fueron publicados durante la década de 1970. Brank, Marzhal, Felstiner, Socolow, Harris, entre otros, analizaron casos ambientados en Caracas, Popayán, Santiago de Chile, Buenos Aires, noreste de México. En general, todos ellos observaron la importancia del parentesco dentro de un sistema clientelista y de influencias económicas, sociales y políticas y cómo la familia y sus vinculaciones sirvieron para estructurar la economía hispanoamericana colonial. De allí se desprende el papel tan conocido del matrimonio como instrumento fundamental para mantener o acrecentar los grados de prestigio y poder alcanzados (Walker, 1991, pp. 9-45).

La situación no fue exclusiva del espacio colonial latinoamericano. Los conflictos generados tienen también mucho que ver con el carácter de sociedad conyugal del matrimonio y la falta de exteriorización de las afectividades en la sociedad tradicional europeo-cristiana. También con los esponsales y la herencia como los medios de consolidación y de transmisión de la riqueza. Desde luego, la realidad fue bastante diversa, no sólo entre los distintos grupos sociales sino también dentro de cada uno de ellos. En general, es evidente que en los sectores dirigentes siempre hubo algo que repartir; por el contrario, en los grupos inferiores, entre los pobres, lo que se distribuía y se multiplicaba era simplemente la pobreza.

La historiografía más reciente ha insistido, con mucha razón, en este tipo de análisis y, muy particularmente, en las relaciones socioeconómicas y políticas de la elite. El examen de las dotes y los testamentos conforma el material básico para ello, pero también ha permitido deducir que, en muchos casos, más que el aumento de la riqueza, las estrategias frente al matrimonio o dentro de él, por ejemplo, el celibato, la vida religiosa, el adelanto de legítimas (dotes) a cuenta de la herencia y a cambio de la separación explícita del resto de los bienes familiares, etc., constituyeron medios y formas para no desintegrar (o desintegrar al mínimo) el cuerpo global de las riquezas materiales obtenidas. Especialmente para situaciones de la sociedad mexicana, Silvia Arrom (1988), Asunción Lavrin (1991) y Pilar Gonzalbo (1991) se han referido a éstos y a otros temas similares.

Entre otros aspectos, en la mayoría de los trabajos existentes sobre el particular se ha enfatizado la idea de la familia como transmisora y reproductora de la riqueza alcanzada. Interesa particularmente visualizar el sentido opuesto a esa concentración de la riqueza y observar que las preocupaciones orientadas a lograr dichos objetivos se vieron a menudo obstaculizadas por una realidad bastante dura y compleja en que se entrecruzaron situaciones tales como la posición social, el número de hijos legítimos y la presencia de otros naturales o ilegítimos, los cambios de fortuna, los afectos y sentimientos paternos, el segundo o incluso el tercer matrimonio de uno de los cónyuges, la pertenencia a un determinado grupo social, etc. En un sistema que buscaba la seguridad material por sobre los afectos (al menos en teoría), fue lógico que la posesión de a lo menos parte de la riqueza disponible se convirtiera las más de las veces en algo mucho más importante que las solidaridades familiares.

En cuanto a los conflictos generados a partir de estas situaciones, hablando de la Europa preindustrial, Stone ha señalado que las relaciones entre hermanos en las clases altas se vieron fuertemente entorpecidas por los derechos de primogenitura ya que, inevitablemente, ésta creaba un abismo entre el hijo mayor y heredero y los hermanos menores que, por accidente en el orden del nacimiento, “estaban destinados a ser lanzados al mundo y probablemente a ir para abajo”. Reforzaba sus argumentos citando a un noble de la época que, en su momento, había comentado “sobre la malicia de los hijos menores, quienes a menudo son los enemigos más desnaturalizados de su propia casa a la menor provocación que la naturaleza o sus propios pensamientos melancólicos les presenten” (Stone, 1990, p. 73).

La fortuna familiar (en el sentido de la riqueza) y la fortuna individual (en el sentido del azar, de la suerte), como siempre, estuvieron fuertemente ligadas y, en definitiva, constituyeron igualmente una base importante de la experiencia humana. Cada individuo en el lugar y en el tiempo adecuado. El difícil equilibrio entre el ascenso y el empobrecimiento, entre el poder económico y el prestigio social, fue determinante. Como es bien sabido, para las familias de mayor rango social colonial el título de mayorazgo y su correspondiente vinculación fue el mecanismo más sólido para poder mantener integradamente tanto el status del linaje como el mayor porcentaje de las riquezas y las propiedades. No obstante, así como un título de nobleza, el obtener la vinculación era también algo sumamente oneroso y que, además, significaba un perjuicio natural para los hijos que no tuviesen la fortuna de nacer en el primer lugar entre sus hermanos. De todas maneras, se daba por aceptado que, en consideración al prestigio del apellido, esta desigualdad entre los hermanos era un sacrificio menor. Por lo demás, y para honor de la misma familia, el individuo responsable de heredar el título o la vinculación gozaba de la pertenencia a los más altos estratos de la jerarquía social.

No siempre se dio ese decurso. En Chile, entre los títulos de nobleza más antiguos destaca el marquesado de Piedra Blanca de Guana y Guanilla, otorgado por la Corona en 1696 a don Pedro Cortés y Zavala, vecino de la villa de La Serena, en el norte de la provincia. Con extensos dominios y otros que se fueron agregando, las preocupaciones del marqués se centraron en la búsqueda de un mecanismo que posibilitara que una parte importante de sus bienes permaneciera indivisa más allá de sus propios días y como testimonio de lo que había realizado en vida. En 1713, al entregar sus disposiciones testamentarias, fundó un gran vínculo sobre las posesiones de Guanilla, Piedra Blanca, La Laja y Quilicán. Por cierto, de los misterios de la vida y de la fortuna familiar, uno de carácter básico está relacionado con la sucesión y por lo tanto con la existencia de herederos en línea sanguínea directa, como aconteció por la misma época con otra de las familias más relevantes de la región, la de los Pastene, en la que se suscitó un drama común: la falta de herederos por línea paterna. Don Pedro contrajo matrimonio con una de las mujeres más codiciadas de su tiempo por sus vinculaciones sociales y económicas, pero era estéril. A su muerte, el sucesor más cercano fue un sobrino, Diego Montero y Cortés, quien debió aceptar la sujeción al vínculo creado por su tío con la prohibición de

que la dicha hacienda de Guanilla, La Laja y Piedra Blanca no pueda ser vendida, ni hipotecada a ninguna deuda ni empeño por dicho mi sobrino el General don Diego Montero y Cortés, ni sus descendientes y sucesores, porque es mi voluntad que las dichas posesiones se perpetúen en los que sucedieren en el título de Marqués, y si tal sucediere quiero y ordeno que luego que constare de su venta, hipoteca o empeño, pasen las dichas posesiones a mi pariente más cercano por línea paterna con todo lo que le pertenece y esta cláusula se guarde y cumpla sin que a ella se oponga interpretación (Cavieres, 1993, p. 79).

Por su parte, la mujer del Marqués original distribuyó las propiedades no afectas al vínculo entre órdenes religiosas, algunos parientes y otros allegados, y donó gran parte de sus valiosas joyas y ornamentos a la iglesia local de la Merced. Esta situación, unida al hecho de que el nuevo marqués, con mucho éxito comercial, casado en segundas nupcias con una joven de quince años, tampoco tuviera descendencia, complicó las cosas anunciando el pronto derrumbe del marquesado. Al fallecimiento de don Diego, en 1730, la historia de la sucesión se repitió. La viuda nombró como heredero al marquesado a otro sobrino, don Victorino Montero del Águila, pero éste fue recusado y en su lugar, en la línea de descendencia más cercana, los honores y los bienes correspondieron a don Francisco Cortés y Abarca, primo en segundo grado del primer marqués e hijo de un encomendero de Rancagua que, lamentablemente, entró en posesión en estado de ancianidad y con una avanzada demencia. Se debió entonces nombrar a otro primo para la administración de los bienes vinculados, pero éstos ya habían comenzado a disgregarse. En 1732, la mujer del segundo marqués, apremiada por la justicia y los embargos, señalaba que lo que restaba eran

los sueños devastados por la sequía, los montes cubiertos de chañarales y algarrobos, los ranchos de quincha y paja, la capilla con el ara rota, las tinajas vacías de la curtiembre y el horno apagado de la fragua. Sólo escapaban al derrumbamiento de la antigua riqueza los esclavos negros donados por don Pedro a su esposa, los animales de los potreros, las pilas de cordobanes y los clavos de las herraduras (Cavieres, 1993, p. 79-80).

Se trataba de un marqués, de un noble transitoriamente muy poderoso en lo local; pero más allá de sus límites temporales y espaciales, sólo fue un pequeño noble débil, periférico. En términos un poco más amplios, a lo largo del siglo XVIII, de veinticuatro títulos y vinculaciones otorgados por la Corona a vecinos chilenos, dieciséis de ellos fueron vinculaciones a las familias Cerda, Irarrazábal, Larraín, Aguirre, Ruiz de Azúa, Caldera, García Huidobro, Valdés, Lecaros-Larraín, Fernández de Balmaceda, Rojas, Rojas de Larraín-Larraín, Ruiz Tagle, Prado, Toro Zambrano, Herrera y Alcalde (Barbier, 1972, p. 418-419).

Ellos constituyeron la base de la nobleza local a fines de la colonia, pero no siempre gozaron de prestigio. Así, por ejemplo, para comienzos de la década de 1770 disponemos de una caracterización de los principales hombres de Santiago realizada por José Perfecto de Salas. Refiriéndose al Cabildo secular de la ciudad, hablaba de cada cual respecto de sus honores, virtudes, juicio y caudales, pero en algunos casos, cuando correspondía, era muy preciso en referirse más bien a los niveles de educación de cada uno. De la instrucción, señalaba de uno de los alcaldes, el doctor don José Ureta, que era “bello mozo, literato, de virtud… bien nacido, poco caudal”; el otro alcalde, don Basilio Rojas, era “hombre de bien, bastante juicio, poca instrucción... competente caudal”. De los otros miembros destacaba a don Juan José Santa Cruz, “mozo de bellas letras, de alta capacidad y de buen juicio”. Nada decía de su caudal. De las personas con títulos (marqueses y condes, siete en total), sólo el marqués de la Pica aparecía como “caballero bien instruido, rico y virtuoso”. De los demás se consignaba el volumen de sus caudales, sus virtudes y sus honores. Finalmente, de dieciocho otros caballeros distinguidos, don José Valeriano Ahumada concentraba los mayores elogios: “es el hombre, a mi ver, más docto que tiene la América..., erudición en toda línea, muy rico”; don Antonio Boza y Solís era “hombre muy de bien, de instrucción y otras prendas... caudal gigante”. Para la mayoría, la ausencia de una educación superior estaba bien compensada por la respetabilidad lograda a través de la virtud, el juicio, el caudal y ... el crédito (Donoso, 1963, pp. 201-213). Nobles con título y señores sin títulos nobiliarios aparecían como un conjunto, como la elite del momento: ¿pequeña nobleza? En los contextos del Santiago del siglo XVIII, así podría considerarse.

Tomaremos dos ejemplos acerca de estas situaciones entre nobles titulados y comerciantes enriquecidos. En el primer caso, la familia Toro Valdés, encabezada por don Mateo, conde de la Conquista, título obtenido en 1770, gobernador del país, presidente de la Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810, estuvo conformada por los esposos y siete hijos, de los cuales el primogénito, José Gregorio, estaba llamado a seguir al frente del mayorazgo. Cuando don Mateo casó con doña Nicolasa, llevó como capital la suma de 5 000 pesos, que acrecentó con otros 13 311 pesos producto de una herencia dejada por un hermano obispo. Por su parte, su esposa agregó una dote de 15 562 pesos y una herencia paterna de 18 655. Por cierto, la sociedad conyugal fue exitosa desde todos puntos de vista y logró aumentar esos capitales hasta formar un caudal superior a los 600 000 pesos, que, en una fuerte proporción, estaban invertidos en propiedades rurales.

En 1815, al momento de la partición de bienes quedados por fallecimiento de los Condes, 220 024 pesos debían separarse íntegramente por tratarse de la valorización del vínculo, cantidad a completar con las libres disposiciones del quinto y el tercio de ambos cónyuges. Enterándose dicha suma, José Gregorio quedaba separado del resto de los bienes de los cuales los hermanos percibieron sólo sus legítimas paterna y materna, unos 28 000 pesos cada uno, excepto doña Inés, Mariana y María Mercedes, que alcanzaron una herencia cercana a los 78 000 pesos cada una como producto de las mismas legítimas, más las mejoras permitidas por ley.2 A pesar del vínculo, la fortuna igual se debilitó.

¿Qué alternativas quedaban para familias sin mayorazgos o sin título? En primer lugar, los mecanismos de un buen matrimonio para los hijos. También reducir la presión hereditaria alentando o forzando vocaciones religiosas. Quizás una de las salidas más comunes fue el albaceazgo o la administración de los bienes. Mientras ello coincidió con la sobrevivencia de uno de los esposos y la existencia de hijos menores de edad, esta alternativa no fue un gran problema, pero sin esas condiciones, el paso del tiempo y las generaciones siempre terminó (y termina) por desestructurar familias y fortunas. La primera generación acepta, la segunda discute, la tercera se termina por separar definitivamente. Así, los lazos familiares se diluyen y las fortunas se debilitan. Algunos se enriquecen, pero los más se empobrecen.

Si volvemos a los Toro, podemos tomar a Domingo, quién se casó con Mercedes Guzmán, procreó siete hijos y falleció en 1820. Entre 1815 y el año de su deceso, diversas entradas económicas y sus gananciales le permitieron prácticamente duplicar su herencia que, como hemos visto, había llegado a una cifra cercana a los 30 000 pesos. Sin embargo, con el paso del tiempo la nueva distribución de bienes entre sus propios hijos significó, nuevamente, contraer el capital a porciones no superiores a los 11 500 pesos para cada uno de ellos. Los inventarios y la partición de los bienes familiares se realizaron nominalmente en 1823, pero para conservar el prestigio social adquirido se mantuvieron concentrados en poder de doña Mercedes, la madre, hasta 1834. Como parte de una sociedad conyugal extensiva a verdaderos negocios de familia, por la administración de los bienes durante esos años la viuda se obligó a reconocer un 5% de interés por cada legítima que permaneciera en sus manos, a lo cual habría que restar los gastos de alimentación y otros que realizara en los hijos estantes a su lado.3 A pesar de la prohibición en la exhibición de los títulos de nobleza por parte del gobierno republicano, lo del conde de don Mateo había quedado en el pasado.

En el segundo caso, más con base en actitudes de valor, es preciso considerar igualmente las diferencias entre instrucción y oficio, especialmente cuando éste no iba acompañado de algunas de las compensaciones señaladas más arriba para lograr una buena combinación social. Manuel Riesco fue, sin duda alguna, uno de los comerciantes más poderosos y respetados de comienzos del siglo XIX. Cuando en 1805 su hijo Miguel pasó a España para desarrollar actividades mercantiles, don Manuel le entregó unas muy largas instrucciones de las cuales sólo extractamos un par de consideraciones. En primer lugar, cuando Riesco describía a su familia en la Villa de Valderas y se refería a uno de sus parientes, escribano y secretario del conde de Altamira y marqués de Astorga, no dejaba de señalar que allá no era desdoro ser escribano, a diferencia de estos reinos, en que siempre se les mira con desdén por la gente que lo ejerce, que no es de la más calificada. Y agregaba:

todo esto te lo digo para que entiendas que en España no es deshonra el tener oficio, pues antes todos los que no tienen mayorazgos grandes procuran aplicarse a oficios, pues el que tiene oficio tiene beneficio (dice un adagio español). Y así mi padre fue labrador y cirujano, mi abuelo lo mismo, yo me apliqué a esto mismo y no tuvo efecto porque Dios quiso traerme por estas Américas y por esto no dejo de ser limpio de sangre.4

La segunda consideración tenía que ver con la formación de un comerciante. El mismo Manuel Riesco comentaba que él había comenzado en Cádiz, en casa de Miguel José de Ustáriz, marqués de Echandía, casa rica de mayorazgo porque el padre de don Miguel, don Agustín de Ustáriz, siendo del comercio, y bastante vasto, había formado dicho mayorazgo. De acuerdo con su propia experiencia, recomendaba a su hijo vivir también en Cádiz, en casa de los señores Vea Murguía y Lisaur,

pues siempre es bueno estar en una casa de respeto adonde hay escritorio de comercio en que te instruyas en todo; si acaso no hubiere proporción y eligieses casa... siempre asistirás al escritorio procurando trabajar lo que puedas con el mayor gusto y te instruirás en el comercio perfectamente. 5

En una sociedad tradicional, especialmente en lo que a actitudes y valores con significación social se refiere, los cambios operan, pero casi al nivel de lo que Le Roy Ladurie llamó la historia inmóvil. Imperceptibles al comienzo, los fenómenos de esta naturaleza tardan en madurar. Así ocurría en la sociedad que nos preocupa, pero así también el cambio venía produciéndose. Viviendo el mismo tiempo y la misma sociedad, don Mateo, el conde, y don Manuel, el rico comerciante, pertenecían a los mismos círculos, pero hacia adelante miraban en forma diferente.

Los ejemplos anteriores son ilustrativos de lo que cotidianamente aconteció con familias de prestigio en el nivel local o en el nivel del país. El paso de las generaciones tiene sus propias dinámicas no siempre fáciles de controlar. La primera generación forma la fortuna, la segunda la administra, la tercera la gasta. A finales del siglo XVIII y comienzos del siguiente, algunos continuaban aferrados a la tierra y debieron profundizar sus estrategias para mantener el prestigio y el poder local; otros habían pasado de la actividad agrícola al comercio, y de allí a la burocracia. En estas condiciones, ¿podía la familia mantener los status y dignidades garantizando igualitariamente el futuro de todos los hijos? La respuesta estuvo en cada uno de ellos y en las particulares circunstancias que les rodearon. También en sus posibilidades y capacidades para subsistir al nivel de los padres o para sobrevivir con sus propios recursos.

Retomando el problema general: caracterizaciones y definiciones

El pisano Franco Angiolini, quien describió algunas características de la nobleza italiana, se centró básicamente en tres aspectos. En primer lugar, la distinción entre nobleza real y nobleza adquirida; mientras la primera se identifica a sí misma con la virtud y el honor, la segunda, compuesta por los llamados gentilhombres, lo hace con la ostentación y la magnificencia, para pagar las cuales se necesita más y más riqueza. Segundo, la aristocracia urbana se formó por la convergencia de familias feudales y familias mercantiles y, en consecuencia, también se originó una distinción entre la aristocracia rural, mucho más tradicional, y la urbana, más abierta a aceptar actividades del común, como se consideraba al comercio. En tercer lugar, muchos de estos señores que aceptaban participar en ese mundo mercantil lo hicieron en el alto sector de la importación-exportación, dejando las actividades mercantiles locales a los estratos sociales inferiores. La razón fue el significado que ellos otorgaban a la riqueza y su voluntad de aprovechar las posibilidades existentes para mantener y aumentar sus fortunas a través del comercio (Angiolini, 1995, pp. 97-110).

Guardando las proporciones entre una especie de centro y periferia (aun cuando dentro de Italia igualmente se daban esas relaciones), en el Chile tradicional aparecen algunas situaciones que permiten precisar conceptos y situaciones. En la formación del señorío adoptado, la nueva aristocracia urbana santiaguina, unida a través del matrimonio y las relaciones sociales con el grupo más tradicional, descendiente de las primeras generaciones después de los conquistadores, se unió al sector importador-exportador y fue orientando paulatinamente sus actitudes y comportamientos hacia la ostentación social. En la segunda mitad del siglo XVIII, en un periodo de relativa prosperidad económica debido a las exportaciones de trigo al Perú y el comienzo de las actividades del cobre en el Norte Chico, ello impulsó a algunos de sus miembros a buscar los reconocimientos superiores a través de las vinculaciones del mayorazgo o, caso ideal, mediante la obtención de un título de nobleza. Pocos lo lograron y, además, era un mal periodo histórico para ello, ya que, como está dicho, desde 1818 el gobierno republicano prohibió el uso distintivo de esos títulos y de sus escudos de armas. No hubo nobleza de sangre, pero sí adquisición de dominios políticos, económicos y sociales. Se generalizó mucho más el concepto de aristocracia, que sí atravesó fronteras políticas. ¿Pequeña nobleza? Sólo si la consideramos respecto de otras noblezas. ¿Pequeña aristocracia? Es volver a plantear el problema en relación con las pequeñas burguesías. Antes y después del proceso de independencia nacional (1810-1818), lo que es más claro observar es la existencia de una aristocracia tradicional, una aristocracia urbana, un sector mercantil y un grupo minero del norte, interrelacionados, pero igualmente con elementos distintivos. En todo caso, para la mayoría de estas personas, en la época, el llegar a ser un burgués o un empresario todavía carecía de sentido y los viejos sueños señoriales y las representaciones de noblezas ya perdidas se seguían imponiendo. Mantenían el poder político, la influencia económica y el prestigio social, pero estaban, al mismo tiempo, insertos en los cauces y canales del capitalismo en expansión: desde la periferia. En el ámbito local, lo eran todo; en el sistema global, muy poco. En términos proporcionales, quizás esa relación sea el problema básico para conceptuar términos como pequeña nobleza. Lo entendemos, pero es más difícil explicarlo.

Deberíamos agregar la estratificación jerárquica militar que igualmente se planteaba como modelo de la sociedad civil. Los encomenderos y sus familias constituían las “compañías de la nobleza”, y al igual que sus parientes dedicados a otros ámbitos de poder, utilizaron las alianzas matrimoniales para acceder o pertenecer a un linaje ilustre -noble, en los términos utilizados en la época-. Ello se mantenía como requisito del reconocimiento colectivo necesario para formar parte de dicho grupo, un modo de vida, “vivir de manera noble”, tener una apariencia y un comportamiento, una vestimenta y un hábitat que reflejaran el ideal hidalgo que se quería proyectar. Sobre ello están los magníficos trabajos de Jaime Valenzuela (Valenzuela, 2001 y 2014).

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2Archivo Judicial de Santiago (Chile), Leg. 1480, Pza.14.

3 Archivo Judicial de Santiago, Leg. 1480, Pza.14.

4“Instrucciones que da don Manuel Riesco a su amado hijo Miguel, que con su bendición pasa a estos Reinos de España a negocios de comercio”, Santiago, 14 de febrero de 1805, en Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 48, 1992, 1ª parte, pp. 434- 465.

5“Instrucciones que da don Manuel Riesco a su amado hijo Miguel, que con su bendición pasa a estos Reinos de España a negocios de comercio”, Santiago 14 de febrero de 1805 en Revista Chilena de Historia y Geografía, vol. 48, 1992, 1ª parte, pp. 434- 465.

Recibido: 03 de Junio de 2017; Aprobado: 10 de Agosto de 2017

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