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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.17 Guadalajara sep. 2017

 

Entramados

Antecedentes agrarios de la Constitución de 1917

Agrarian background of the Constitucion de 1917

Francisco Javier Velázquez Fernández1 

1El Colegio de Jalisco, México. 5 de mayo 321, CP. 45100, Centro, Zapopan, Jalisco, México


Resumen:

En este artículo se pretende abordar la parte político-ideológica que construyó el andamiaje de lo que más tarde fue el Artículo 27 de la Constitución de 1917: los planes y propuestas que en materia agraria fueron diseñando y decretando los actores revolucionarios. Por lo general, la historiografía se enfoca más al estudio de la Constitución, pero hoy, a cien años de expedida, resulta conveniente buscar sus antecedentes en materia agraria en todos los documentos de la época que le precedieron.

Palabras clave: planes; propuestas; revolución; Constitución de 1917; tierras

Abstract:

This article aims to approach the political-ideological part that built the scaffolding of what was later the Article 27th of the Constitución de 1917: the plans and proposals that on agrarian issues were designed and stated by the revolutionary actors. In general terms, historiography focuses more on the study of the Constitución, but now, one hundred years from the Carta Magna, more attentions need to be paid on seeking historic documents on agrarian matters that precede the historic event in question.

Key words: plans; proposals; revolution; Constitucion de 1917; lands

Mucho se ha escrito sobre la actividad legislativa en materia agraria después de la promulgación de la Constitución de 1917, pero ¿de dónde se nutrió la Carta Magna?, ¿quiénes fueron los ideólogos del agrarismo revolucionario?, ¿cuáles eran sus motivaciones?

Este artículo pretende acercarse someramente a la respuesta de esas interrogantes mediante el análisis de la parte agraria de los planes y proclamas en el contexto de la revolución mexicana y hasta la expedición de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Dichos pronunciamientos a menudo son olvidados por la historiografía, y ahora, al cumplirse el centenario de la Constitución de 1917, no está de más recuperarlos para encontrar en ellos la base de la propuesta agraria que manejó la Carta Magna en su Artículo 27.

Primeros pronunciamientos agrarios

Los cambios sociales que el movimiento revolucionario que comenzó en 1910 trajo consigo, si bien no surtieron efecto de manera instantánea en el campo jalisciense, sí marcaron precedente y, al menos en el papel, no tardaron en comenzar a notarse los aires renovadores. En el ámbito nacional, el primer antecedente de una posible reforma agraria se dio años antes de la etapa porfirista, lo que denota que los problemas del agro mexicano ya venían arrastrándose desde tiempo atrás y no fueron totalmente debidos a don Porfirio. Julio Chávez López, de ideas socialistas, en su Manifiesto a todos los pobres y oprimidos de México y del Universo, fechado en 1869, exhortaba a una guerra de peones contra hacendados, argumentando la explotación que desde tiempos remotos los terratenientes hacían de los trabajadores. En su proclama, Chávez no sólo reprochaba los abusos de los latifundistas, sino también la complicidad de la Iglesia y la corrupción del gobierno federal, incapaz de aplicar las leyes liberales (véase el manifiesto íntegro en García Cantú, 1984, pp. 58-61). Finalmente fue fusilado el cabecilla luego de algunos ataques en el estado de México, Tlaxcala, Morelos, Puebla e Hidalgo, donde quemó títulos de propiedad de varias fincas y repartió las tierras entre los trabajadores.

Una década más tarde se gestó un levantamiento popular en Puebla, en 1878, encabezado por Alberto Santa Fe y Manuel Serdán. Lo destacado de esa movilización fue el discurso agrario que poseía y que le dio renombre al movimiento. Santa Fe proponía la división de la tierra de la nación. El movimiento no prosperó, el líder fue encarcelado y, un par de años más tarde, figuró como diputado aliado al presidente Díaz, habiendo traicionado su causa inicial, ¿o acaso sólo la habría enarbolado para conseguir beneficios políticos?

Ya en el siglo XX, fue la Iglesia la primera en poner el dedo en la llaga de los conflictos agrarios. El obispo José de la Mora tuvo la iniciativa de convocar al “Primer Congreso Agrícola de Tulancingo”, en 1904, con el “objeto de procurar los medios prácticos de mejorar la situación moral y material de los obreros del campo” (Sociedad Agrícola…, 1904, p. 3), muy de acuerdo con los principios del catolicismo social impulsado por el papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum.

Un par de años más tarde, el “Programa del Partido Liberal y Manifiesto a la Nación”, publicado el 1º de julio de 1906, contemplaba el reparto de tierras sin más condiciones que el solicitarlas, comprometerse a dedicarlas a la producción agrícola y no venderlas por ningún motivo. Prohibía que quedaran tierras sin producir y, tocante al reparto y restitución de tierras, se mostró extremadamente radical al no contemplar la indemnización a los propietarios, lo que le situaba por encima de la ley del 5 de enero de 1915 y de la propia Constitución de 1917 (Cockcroft, 1971, pp. 221-226). Contemplaba la creación de un Banco Agrícola, o que el gobierno financiara, con los mínimos intereses, a los agricultores pobres. Precisaba que los extranjeros que adquirieran tierras, por ese solo hecho adquirían la nacionalidad mexicana y renunciaban a la de origen. Los patrones debían brindar alojamiento higiénico a sus trabajadores y anulaba todas las deudas de los jornaleros para con sus amos (Contreras y Castellanos, 2000, pp. 54-55). Lamentablemente esta propuesta no tuvo eco alguno, salvo en la futura convicción de quien más tarde ocupó la Secretaría de Agricultura y Fomento, el general Antonio I. Villarreal.2

Ante la infinidad de quejas por los abusos de las compañías deslindadoras de terrenos en tiempos de Porfirio Díaz, fue el mismo general oaxaqueño quien, mediante un decreto fechado el 27 de julio de 1909, creó la primera Comisión Agraria con la intención de proceder “a la rectificación, mensura y estudio de los bienes nacionales” (Gómez, 1975, p. 25). Sin embargo, poco fue lo que pudo hacer esta primera comisión ante la inminencia del estallido revolucionario y la consecuente salida del país del presidente de la República.

Tras la renuncia de Porfirio Díaz el 25 de mayo de 1911, la situación en materia agraria se tornó más caótica de lo que ya de por sí era, al grado de que un par de semanas después el gobernador de Tabasco pidió al de Jalisco una copia de la ley agraria del estado. Nunca se le entregó nada por dos razones: la primera era el revoltijo político en el estado que vio desfilar a seis gobernadores (uno de ellos en dos ocasiones) en 1911, y lo más seguro es que no les alcanzó el tiempo de empaparse de la administración pública jalisciense. Y la segunda razón era que no existía tal legislación en materia agraria.3

En Jalisco, el primer indicio de una reforma en el campo data de 1913, cuando con el debate político del reparto agrario a nivel nacional el diputado José González Rubio se dio a la tarea de investigar la extensión media de las haciendas de todo el país. El informe de Jalisco, proporcionado por la Dirección General de Rentas, señalaba que tenían una extensión promedio de 18 344 hectáreas, cifra totalmente irracional, y argumentaron que consideraban como haciendas únicamente a las fincas mayores de 8 778 hectáreas. Con eso se muestra qué tanto conocían los políticos mexicanos la realidad del agro del país.4

Enseguida la Dirección General de Agricultura envió cuestionarios a los gobiernos estatales con la intención de obtener un mejor panorama del campo nacional. Entre los datos solicitados se pedía informar de los terrenos que en ese momento se hallaban cultivados, los susceptibles a cultivarse, los bosques, los no cultivables pero aprovechables como agostadero y finalmente “los terrenos desnudos que no rinden producto a la agricultura” (como los pedregosos, lagos, ríos, etc.).5

Las primeras acciones en el estado vinieron de la mano del gobierno revolucionario de Manuel M. Diéguez6 y el interinato de Manuel Aguirre Berlanga, y representaron notables avances para las clases más desprotegidas tanto urbanas como rurales, con el decreto 39 del 7 de octubre de 1914, que en realidad fue una anticipada ley del trabajo. En las cuestiones del campo, tal decreto fijó el salario mínimo en 50 centavos para los lugares donde se recibía de manera adicional una remuneración complementaria (habitación, combustible, agua, pasto…);7 donde el jornalero pagara renta, el sueldo debía ser de un peso; los trabajadores del campo disfrutarían de una hora para comer; los salarios serían en moneda de curso, evitando vales, y se suprimían las tiendas de raya.8 Finalmente, se ordenaba que en tierras de temporal los medieros se quedaran con el 75% de la cosecha, y en las de riego con el 50% (Aldana, 1987, p. 232).9

Muchas de estas disposiciones ya se practicaban desde antes. De hecho, en algunas haciendas esta medida generó un gran descontrol, pues los medieros cada vez se mostraban más renuentes a trabajar las tierras, argumentando que les convenía más asegurar el sueldo de 50 centavos diarios que arriesgarse a ser presas de un mal temporal y no sólo perder la cosecha, sino quedar endeudados con la hacienda.10

La actividad legislativa y los decretos expedidos eran el reflejo de la inicial preocupación y verdadero interés que algunos de los caudillos revolucionarios mostraron por los campesinos. A continuación se presenta una breve revisión de los diversos planes, proclamas y pronunciamientos que abordaron los temas agrarios y que fueron marcando el sendero que más tarde tomó la Constitución de 1917.

Plan de San Luis

El Plan de San Luis (Fabila, 1981, pp. 209-213), considerado la punta inicial de la Revolución mexicana, concebido en la cárcel de esa ciudad pero hecho público en Texas el 5 de octubre de 1910, no era para nada un tratado de apoyos ni beneficios ni de justicia social, era más que nada una proclama política, con fines y con una intención política bien definidos: la expulsión del gobierno de Porfirio Díaz y la llegada de su autor, Francisco Ignacio Madero, a la primera magistratura nacional.11

Para ganar simpatizantes, Madero tuvo que salpicar su documento con algunas cuestiones que resultaran de interés para el pueblo. Fue así como incorporó una muy tibia propuesta para las cuestiones agrarias. Dos son los puntos en que este documento alude al campo: el principal hablaba de los despojos de tierra sufridos por los campesinos y el segundo sobre la participación de extranjeros en ese tipo de negocios.

El artículo 3º del Plan, en su párrafo tercero, señalaba que todos los pequeños propietarios, mayoritariamente indígenas, que fueron despojados de sus tierras por la Secretaría de Fomento o por el fallo de algún tribunal, merecerían la revisión de sus causas a fin de constatar que no hubieran sido víctimas de algún tipo de arbitrariedad y, en caso de haberlo sido, se les restituirían sus tierras, o de haber pasado la posesión a una tercera persona, procedería la indemnización. La propuesta fue un buen gancho para atraer la atención de los pueblos indígenas que tanto padecieron las políticas de terrenos baldíos durante el Porfiriato, aunque en nada beneficiaba al común de los agricultores asalariados, por quienes parecía no haber interés en los cambios políticos que pretendía Francisco I. Madero. Emiliano Zapata, quien aspiraba a la restitución de las tierras de los indios en el hoy estado de Morelos, simpatizó con esta propuesta maderista, de ahí su inicial apoyo al aspirante a la presidencia del país.

Sin embargo, la misma proclama ponía un candado a la propuesta agraria: en el párrafo segundo del artículo 3º se mencionaba que serían respetados todos los compromisos adquiridos por el gobierno porfirista con los gobiernos y corporaciones extranjeras. Más aún, el artículo 8º señalaba algunas restricciones para quienes se unieran al movimiento armado del 20 de noviembre; en sus últimas líneas precisa que “se llama la atención respecto al deber de todo mexicano de respetar a los extranjeros en sus personas e intereses”. Es decir, aquello de restituir las tierras a quienes hubiesen sido despojados de ellas se convertiría en un proceso burocrático bastante tortuoso, ya que primero debería comprobarse la legítima propiedad de los terrenos, luego el despojo, y enseguida ver que sus tierras no hubiesen pasado a manos de un tercer posesionario, o que éste no fuera extranjero, pues de incurrir en alguno de estos casos la restitución sería improcedente.

¿Era esto una propuesta de apoyo para los campesinos o un simple engaño, valiéndose de un juego de palabras, para atraer a las masas a unirse a un movimiento armado con fines meramente políticos? Lo cierto es que el propio presidente interino Francisco León de la Barra (1911), en sus poco más de seis meses en el poder, dejó en claro la inviabilidad de las propuestas zapatistas de ofrecer tierras sin considerar los derechos de posesión. Incluso veía difícil que el presidente electo, Francisco I. Madero, pudiera hacer algo al respecto, pues una reforma agraria implicaría concienzudos análisis dentro del margen de la ley (Gómez, 1975, pp. 30-31). El final de la historia es conocido. Cuando Madero llegó a la presidencia, cumplió al pie de la letra su plan (y se cumplió la predicción de su antecesor), sólo que Zapata y su gente nunca comprendieron del todo el engaño del Plan de San Luis, creyeron que se hablaba de una inminente restitución de las tierras usurpadas y, ante la desavenencia, vino el consecuente rompimiento con Madero.

Con la presión campesina sobre Madero, no le quedó de otra que emprender un titubeante programa agrario tendiente a “reafirmar el monopolio de la tierra constituyendo latifundios ejidales” totalmente improductivos (Delgado, 1951, p. 7). Empero, nunca dejó de manifestar su verdadera idea sobre la cuestión agraria en México:

Inglaterra hace algunos años que ha abordado el problema agrario, ha invertido en él enormes sumas de dinero y apenas principia. Alemania necesitó ochenta años para resolverlo. No debemos formarnos ilusiones; si en veinte años logramos que en nuestro país quede resuelto tan arduo problema, podremos estar satisfechos de nuestros esfuerzos… pero conviene darse cuenta de la magnitud de la empresa a fin de no hacerse ilusiones indebidas ni buscar soluciones que ofrezcan una resolución rápida y que indudablemente traería serias perturbaciones al país y tropezarían con dificultades invencibles.

Marchar sobre la huella de países más adelantados que el nuestro y que han resuelto problema semejante es lo indicado, y no aventurarnos en empresas desconocidas y peligrosas.12

Madero siempre sostuvo que era muy distinto crear la pequeña propiedad gracias al esfuerzo de quien trabajaba, a repartir las grandes propiedades, cosa que nunca haría (Gómez, 1975, p. 35). Desde su campaña política había exhortado a Celedonio Padilla, candidato del Partido Independiente, que no se dejara llevar por el socialismo agrario que tanto impulsaba Miguel Mendoza López Schwertfegert. “Creo que debemos preocuparnos por el bienestar y el progreso del pueblo, pero no destruyendo nuestro actual sistema de propiedad sino perfeccionándolo, trabajando por la subdivisión de las grandes propiedades” (Gómez, 1975, p. 36).

Tres planes revolucionarios

Escrito en 1909 de puño y letra de uno de los personajes más olvidados por la historia de la Revolución mexicana, Dolores Jiménez y Muro, que entonces tenía 59 años de edad,13 el “Plan Político Social”, así proclamado en Michoacán, Tlaxcala, Puebla y Campeche (véase la transcripción en Silva Herzog, 2006, pp. 133-135), por haber sido firmado en la sierra guerrerense se le denominó “Pacto de Jolalpan” (18 de marzo de 1911) y, finalmente, al proclamarse el 31 de octubre de 1911 en la ciudad de México se le llamó “Plan de Tacubaya”.14

El Plan desconocía a Porfirio Díaz, exigía la devolución de tierras al campesinado, aumento salarial para ambos sexos, jornada laboral de ocho horas, libertad de expresión para la prensa, reorganización de las municipalidades suprimidas, protección a los indígenas, abolición de monopolios, y proclamaba como ley suprema la Constitución de 1857 (Rivera, 2008; Salazar, 2011, pp. 30-31, 34).

Muchos consideran que este plan fue más liberal que la misma proclama del Partido Liberal Mexicano (Salazar, 2011, p. 31), aunque otros, como James D. Cockcroft (1971), lo consideran una continuación de dicho programa, con ligeras modificaciones (p. 175; Macías, 2002, p. 47)). Lo cierto es que ambos documentos hablan de la necesidad de una reforma agraria, jornadas laborales más justas, mejores salarios y una reforma educativa (Macías, 2002, p. 47).

Por lo que toca al Plan de Texcoco (Díaz, 2002, pp. 254-256), un par de años antes de esta proclama, Andrés Molina Enríquez ya urgía al reparto de los grandes latifundios para evitar mayores males que la concentración de tierras en pocas manos podía causar, sin dejar de reconocer que ello generalmente implicaba sangrientas luchas y revoluciones. En este sentido, su postura era más radical que la que también Wistano Luis Orozco manifestaba por la época (Silva, 1959, pp. 98-99; Díaz, 2002, pp. 204-244). A pesar de lo anterior, los medios propuestos por Molina Enríquez estipulaban indemnizar al terrateniente y la nación asumiría “la obligación de pagarlos en las mejores condiciones posibles”, de modo que en realidad no habría afectación alguna para el posesionario de la tierra (Silva, 1959, p. 99).

Andrés Molina Enríquez era un convencido simpatizante de la pequeña propiedad. No había mejor solución que repartir las grandes fincas o aglutinar los fragmentos de tierra que resultaban tan inútiles como las concentraciones improductivas. Sin embargo, no dejó de manifestar su preocupación de que la tierra fuera reconcentrada en unos cuantos con posibilidades económicas que, a fin de cuentas, terminaran siendo nuevos terratenientes, proceso que se observó durante la época de la Reforma con la desamortización de los bienes de las corporaciones civiles y religiosas (Molina, 1981, pp. 104-ss).

Molina Enríquez, si bien no fue propiamente comunista, manifestaba su rechazo a la explotación causada por el capitalismo (Molina, 1981, pp. 158-ss.; Silva, 1959, p. 80), por lo que se alineaba perfectamente con los posteriores discursos sociales de los revolucionarios. Luego de esos antecedentes, no es de extrañar que Andrés Molina Enríquez hubiese publicado esta proclama en Texcoco el 23 de agosto de 1911. En ella se desconocía al gobierno de Francisco León de la Barra y “se autodesigna para asumir las funciones de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, mientras se nombra un consejo especial formado por tres personas destacadas”, entre las cuales tendría cabida Emiliano Zapata (Silva, 1959, p. 97; Castro y Pineda, 2003, p. 90). Tal osadía le costó un año de prisión en la ciudad de México, pues no recibió ningún tipo de apoyo con su manifiesto, el cual, en las cuestiones netamente agrarias, presentaba cinco decretos complementarios de suma relevancia: sobre el fraccionamiento de las grandes propiedades; sobre la libertad de importación y exportación de cereales; sobre rancherías, pueblos y tribus; sobre la supresión de los jefes políticos y, finalmente, sobre el trabajo asalariado o jornal (Silva, 1959, pp. 96-97).15

El 9 de marzo de 1912, Pascual Orozco, mediante el Plan de la Empacadora (Curiel Defossé, 2003, pp. 151-158), se rebeló contra el presidente Madero por considerarlo un fariseo traidor a la patria que violó el propio Plan de San Luis y se valió de alianzas con el gobierno de los Estados Unidos. Reconocía la legalidad de todos los órganos y niveles de gobierno siempre y cuando se unieran a la causa y también desconocieran a Francisco I. Madero.

En sus aspectos agrarios, los artículos 34 y 35 suprimían el sistema de vales de las tiendas de raya, reducía las jornadas laborales a un máximo de diez horas, proponía aumentos salariales, prohibía el trabajo de los menores de diez años y éstos no debían laborar por más de seis horas. También se reconocía legalmente a los poseedores de terrenos de manera pacífica, se reivindicarían las tierras despojadas a los auténticos dueños, se repartirían las tierras baldías y se expropiarían por utilidad pública las tierras de las haciendas que no se explotaran en su totalidad.

Plan de Ayala

Fue firmado en el estado de Morelos el 25 de noviembre de 1911 y promulgado en Ayoxuxtla, Puebla, tres días después (Fabila, 1981, pp. 214-217). Puede decirse que este documento es la inmediata reacción de la llamada Junta Revolucionaria del Estado de Morelos, bando zapatista, hacia lo que se consideró el incumplimiento de lo propuesto por el Plan de San Luis maderista. El mismo Madero, quien exhortó a Zapata a dejar las armas a cambio de darle las tierras que pedía, ante la negativa del caudillo lo acusó de rebeldía y bandidaje, cosa que resultó por demás molesta al nativo de Anenecuilco. Y es que desde el principio del movimiento, Madero no dejó de tildar a los morelenses de “impacientes” que se creían “víctimas del capitalismo”, y para solucionar el problema de Morelos, acudió al consejo de los hacendados de la región, con lo que prácticamente sellaba el divorcio con los zapatistas.16

Las pocas voces de apoyo zapatistas fueron acalladas dentro del gabinete maderista, y quienes se mantuvieron en esa postura fueron acusados de demagogos partidarios de un caudillo al que no tardaron en nombrar “el Atila del Sur” (Gómez, 1964, p. 113). Lo que más indignación causó a los revolucionarios que entraron con la esperanza del reparto de tierras fue la declaración hecha por Madero al periódico El Imparcial el 27 de junio de 1912 donde exhorta a todos sus críticos a revisar cuidadosamente el Plan de San Luis para que se dieran cuenta de que nunca prometió repartir los latifundios entre la clase menesterosa (Díaz, 2002, p. 197), en lo cual tenía toda la razón. pero lamentablemente muchos entraron en la bola con la falsa creencia de que se les daría tierra, cosa que, como ya se dijo antes, nunca sucedió.

Además de desconocer a Madero como presidente y de acusarlo de ser tan dictador como Porfirio Díaz, el plan se enfocaba en lo que para ellos era el ideal más importante de la lucha armada: la cuestión de la tierra, en cuyos postulados puede notarse una clara influencia de las ideas agrarias de Andrés Molina Enríquez (Kourí, 2009, p. 18; Molina, 1981). Establecía, en su artículo 6, la restitución inmediata de las tierras usurpadas a los pueblos, siempre y cuando éstos pudieran demostrar su legítima posesión. Pero además, y esto resulta bastante significativo, en su artículo 7 propone la expropiación de una tercera parte de las propiedades de los grandes terratenientes con la finalidad de favorecer a todos aquellos que no tuvieran en propiedad ninguna tierra para cultivo, previa indemnización al propietario, aunque no especificaba si sería por parte de los trabajadores campesinos o del gobierno, pues si se trataba de los primeros, no tenía sentido, ya que ahí mismo se señalaba el deplorable estado de miseria en que se hallaban sumidos. En caso que los propietarios se mostraran reacios a la acción expropiatoria, entonces se procedería a la nacionalización de sus bienes, donde por igual perderían sus pertenencias pero sin gozar de ningún tipo de retribución económica, como en el caso de la expropiación según lo establecía el artículo 8.

El Plan de Ayala mostró un poco más de trascendencia al ampliar su horizonte hacia los trabajadores que, sin haber sido despojados de tierras, carecían de ellas. Aunque tampoco debe perderse de vista que respondía esencialmente a la realidad histórica por la que atravesaban los indios morelenses, más que al conglomerado de trabajadores del campo mexicano. Su artículo 9 resulta un tanto paradójico, pues señalaba como ejemplo que la ley se aplicaría con el mismo rigor con que Juárez aplicó las de desamortización.

El Plan fue modificado el 30 de mayo 1913 para reencausarlo en contra del usurpador Victoriano Huerta, luego del asesinato del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez. Además, la reforma del documento declaró indigno de la jefatura de la revolución al general Pascual Orozco (Contreras y Castellanos, 2000, p. 57).

La aceptación de este plan fue la principal causa de conflictos entre Emiliano Zapata y el autonombrado primer jefe de la revolución, Venustiano Carranza, pues aquél exigía que cualquier gobierno que llegase al país se adhiriera incondicionalmente y en su totalidad al Plan de Ayala, cosa en la que los llamados constitucionalistas no estaban de acuerdo, y menos aún en que los zapatistas pidieran que Carranza dejara la primera jefatura del Ejército Constitucionalista o, en su defecto, nombrase a algún personaje cercano a Zapata como una especie de vicepresidente (Fabila, 1981, pp. 246-253). Y es que el Plan de Ayala no fue un simple documento; para los zapatistas, cada letra y cada frase era más que una simple declaración de principios e intenciones. De hecho, aun después de archivar el Plan, en 1918, en aras de la “unificación”, lo seguían venerando, reverenciando “y le dieron valor de Sagrada Escritura” (Womack, 1985, p. 387).

Proyecto de Ley Agraria de 1912 o Propuesta Luis Cabrera

Más que el proyecto de ley (véase el proyecto y discurso completo en Fabila, 1981, pp. 218-242), lo interesante fue el análisis hecho por el diputado Luis Cabrera, uno de los principales promotores de una verdadera reforma agraria en México, al grado de considerar esta cuestión como promotora de “un mayor grado de perturbación nacional, o una definitiva consolidación de la paz bajo condiciones económicas muy distintas de las que estamos acostumbrados a conocer en el país”.17

El planteamiento de Cabrera, basado en ideas concebidas y publicadas en abril de 1910, se fundamentó en un par de puntos. El primero de ellos lo llamó “el peonismo”, al concebir a los peones como cautivos de las haciendas, como prisioneros, aunque hacía alusión principalmente a lo que estaba sucediendo en las plantaciones del sureste del país. Sobre “el hacendismo”, señalaba las ventajas que tenían las haciendas sobre los pequeños propietarios, tanto en lo económico como en lo político, judicial y social. Como posible solución proponía la carga tributaria a la gran propiedad, a fin de que por sí sola se fuera fragmentando y diera paso a la mediana y pequeña propiedad, que regulara un marco de mayor igualdad entre los trabajadores del campo.

La intención última de la reforma agraria que proponía Luis Cabrera se sostenía en la libertad de los pueblos, el quitarles la presión que les significaba estar al lado o supeditado a una hacienda, y para ello proponía la reinstauración de los ejidos de propiedades inalienables, bien fuera por medio de compras de tierra a las grandes propiedades, expropiaciones, arrendamientos o aparcerías, todo ello a favor del pequeño agricultor.18

Pese a que muchos diputados acogieron con benevolencia la propuesta y terminaron ovacionándolo, lo cierto es que al turnarse su propuesta a la comisión dictaminadora, ningún diputado la atacó, pero tampoco la apoyó (Gómez, 1964, p. 114), se formó una especie de ley del hielo alrededor de la propuesta, debido muy probablemente a que el ejecutivo no se mostraba muy entusiasta, según el decir del propio legislador Cabrera, pues el presidente Madero buscaba perturbar lo menos posible el orden económico de la nación para evitar más conflictos. Por el contrario, Cabrera sostenía que, si antes no había un equilibrio social basado en la mayor igualdad económica, jamás se lograría la pacificación del país.

Cabrera aludió también a cómo Madero impregnó, aunque fuera tímidamente, el Plan de San Luis de la temática agraria, porque en el fondo sabía de la necesidad de una reforma al respecto. Y los primeros magonistas también observaron la imperiosa necesidad de dar tierra a la gente, aunque nunca precisaron su idea respecto a cuáles tierras, cuántas y a quiénes. El legislador consideraba a Molina Enríquez como una persona ilustrada y observadora que supo poner el dedo en la llaga, aunque se lamentaba que no fuera muy tomado en cuenta por no elaborar un tratado saturado de traducciones europeas ni de citas de personas ilustres del viejo continente.

Cabrera criticó las llamadas “soluciones ingenuas”, como fueron las de pensar en repartir terrenos nacionales o, peor aún, comprar tierras baratas en el norte del país para luego trasladar gente del sur hacia aquellos áridos parajes. La solución era más compleja, pues a la par de crear pequeñas propiedades, había que emprender programas crediticios, de irrigación, de regulación catastral y de tasación de impuestos, por lo que Cabrera dijo que era inapropiado hablar del problema agrario, pues debía hablarse de los problemas agrarios, en plural, porque eran muchas cuestiones imbricadas unas en otras.

En sus propuestas, el diputado relacionaba el problema agrario con una aguda crisis económica de los trabajadores del campo. Pues, decía,

la población rural necesita completar su salario: si tuviese ejidos, la mitad del año trabajaría como jornalera, y la otra mitad del año dedicaría sus energías a esquilmarlos por su cuenta. No teniéndolos, se ve obligada a vivir seis meses del jornal, y los otros seis meses toma el rifle y es zapatista (Fabila, 1981, p. 234).

Sin embargo, aquí Cabrera no repara en un detalle elemental: los seis meses que el trabajador viviría a expensas de la hacienda serían los mismos que tendría que dedicarlos a trabajar en su ejido, pues en ambas instituciones predominaban los cultivos de temporal.

Cabrera terminó su arenga señalando que la reforma agraria de México debía salir del poder legislativo y aprovechar el momento de agitación social para llevarla a cabo, porque si se dejaba enfriar el asunto, pronto se olvidaría. Y en caso de no poder hacerse por la vía pacífica mediante arrendamientos, debería procederse a la expropiación con fines de utilidad pública. No buscaba robar ni arrebatar tierras, sino tomarlas por necesidad, pues no dejaba de reconocer que 90% de los hacendados se habían hecho de las tierras de los antiguos ejidos de manera legal, así que no podía apelarse a las restituciones de esas tierras.

Todos estos alegatos presentados por Cabrera ante la cámara de diputados el 3 de diciembre de 1912 no fueron más que en apoyo del proyecto de ley que tenía como fin último la declaración “de utilidad pública nacional la reconstitución y dotación de ejidos para los pueblos”, para lo cual se facultaría al ejecutivo nacional para expropiar cuanto terreno fuese necesario, y el mismo gobierno llevaría el control de los ejidos mientras no se modificara la Constitución para conceder personalidad jurídica a los pueblos y que pudieran ellos mismos administrarse legalmente.

Como puede verse, la mente de Cabrera era muy brillante y supo perfectamente abordar este serio problema con propuestas y argumentos, lo que evidencia el conocimiento que este legislador tenía respecto de la situación por la que atravesaba el campo mexicano, al menos de la parte que le tocaba representar como diputado, que eran las colindancias del sur de la ciudad de México, realidad muy distinta de la que se vivía en otras partes del país, como el propio estado de Jalisco, según lo observa Francisco Velázquez (2015, cap. 1).

Propuesta de Pastor Rouaix

Cuando el ingeniero Pastor Rouaix llegó a la gubernatura provisional de Durango, el 4 de julio de 1913, con el primer gobierno revolucionario en la entidad, entre sus primeras acciones, apenas a tres meses de ocupado el cargo, estuvo la promulgación de una ley agraria que establecía como causa de utilidad pública el que los pueblos adquirieran tierras. Para lograr este cometido se les concedía el derecho a pedirlas y el gobierno estaba obligado a entregarlas previo pago de ellas; es decir, se les vendían, no se les daban. En caso de que el terrateniente se mostrara renuente a vender sus propiedades, el gobierno podría expropiarlas para venderlas a quienes las pidieran, pero estas expropiaciones nunca se llevaron a la práctica (Delgado, 1951, pp. 40-43).19

Su ley habla de la ausencia de “pequeña propiedad”, pues o se era dueño de enormes predios o se estaba sujeto a ellos, no había otra opción en Durango, considerando que, en su decir, la riqueza de la nación dependía del sector agrícola. Por ello, el gobernador Rouaix declaró de utilidad pública el que los habitantes de pueblos y congregaciones fueran propietarios de tierras (Manzanilla, 2004, pp. 453-455). Para lograr tal cometido, todos tenían derecho a solicitar tierras y el gobierno debía concederlas de acuerdo con el número de habitantes y por el mismo costo que la autoridad las hubiese adquirido, más leves intereses que el gobierno recogería de los nuevos propietarios y los entregaría de igual manera a los viejos dueños; los pagos se harían en diez anualidades. Para ello, el gobierno adquiriría los terrenos de las haciendas contiguas, y en caso de oposición procedería la expropiación de la finca.

Los peticionarios no tendrían derecho a más de treinta hectáreas (18 de terreno plano y 12 de montañoso). No podrían ocupar sus tierras hasta después de haber cubierto cinco anualidades, y en caso de no aportar dos anualidades seguidas, el gobierno podría volver a entregarlas a sus antiguos propietarios. Además, en cada lugar que se entregaran tierras se reservaría un espacio para una Escuela Experimental de Agricultura, y el gobierno tenía la facultad de crear nuevos poblados o reubicar los ya existentes según conviniera.

El gobernador Rouaix tenía la romántica creencia de que la riqueza de la nación llegaría acompañada de la producción del pequeño propietario, quien se esmeraría en cultivar algo propio y obtener ganancias para él y los suyos y ya no incrementar los bienes de abusivos terratenientes que sólo explotaban al peonaje en sus haciendas. Mas no reparó en un detalle: ¿de dónde sacarían los trabajadores el dinero para pagar las anualidades estipuladas en su ley?

Propuesta constitucionalista (1914)

El bando carrancista-constitucionalista en realidad no tenía mucho interés en las cuestiones agrarias; de hecho, en su principal documento, el Plan de Guadalupe del 26 de marzo de 1913, no menciona nada sobre el campo mexicano, sino que se aboca a cuestiones meramente políticas (véase la transcripción del plan en Fabila, 1981, pp. 243-245; Gómez, 1964, p. 114). No fue sino hasta la declaración de subsistencia del referido plan carrancista, dada en Veracruz el 12 de diciembre de 1914 (Fabila, 1981, pp. 254-259), cuando presionado por el empuje zapatista y villista, el constitucionalismo se vio obligado a incluir cuestiones agrarias en sus propuestas. Así, en el artículo 2º señala que se establecerían “leyes agrarias que favorezcan la formación de la pequeña propiedad, disolviendo los latifundios y restituyendo a los pueblos las tierras de que fueron injustamente privados”.

El artículo 3º hablaba de “hacer expropiaciones por causa de utilidad pública que sean necesarias para el reparto de tierras, fundación de pueblos y demás servicios públicos”. Esta tibia propuesta no era más que una paráfrasis del Plan de San Luis y un poco de las ideas de la propuesta de ley de 1912, inspirada por Luis Cabrera, y en realidad no tenía nada que ver con la radicalidad expresada en el Plan de Ayala y que, poco después, se amplió aún más con la propuesta del grupo convencionista.

La primera ley agraria (6 de enero de 1915)

Se reconoce que “el decreto del 6 de enero de 1915, del presidente Carranza, puede ser considerado como el comienzo legal de la reforma agraria” (Reyes et al., 1974, p. 23; Manzanilla, 2004, pp. 461-464; Cuadros, 1999, pp. 7-11), pues con él se creó la Comisión Nacional Agraria.20 Esta ley, más que mostrar el ideal carrancista, era el reflejo de las presiones de apoyo a los campesinos que habían sostenido líderes revolucionarios como Emiliano Zapata, Francisco Villa, Lucio Blanco21 y Pascual Orozco, entre otros, quienes desde 1912 habían distribuido tierras en sus zonas de influencia; incluso, como ya se vio, el 3 de octubre de 1913, “el gobernador provisional de Durango, Pastor Rouaix, decretó la primera ley agraria” del país (Reyes et al, 1974, pp. 23, 584-586; Manzanilla, 2004, pp. 409-413, 422, 449-455; Barba, 1964, pp. 151-153; Fujigaki, 2004, pp. 59-62; César, 1987, pp. 2-ss.; Gutelman, 1980, p. 87). Por ello, mediante un decreto del 12 de diciembre de 1914, en “Las Adiciones al Plan de Guadalupe” (Fabila, 1981, pp. 254-259), el presidente Carranza se había obligado a “expedir leyes agrarias a favor de la pequeña propiedad” (Contreras y Castellanos, 2000, p. 39).

El redactor del decreto de 1915, Luis Cabrera, “reconoció en los antecedentes de dicha ley la inspiración recibida del pensamiento de Andrés Molina Enríquez” (S.A., 1979, p. 18; Kourí, 2009, pp. 13, 18), sin dejar de lado el proyecto de ley agraria redactado por Pastor Rouaix (a la sazón Subsecretario encargado de la Secretaría de Fomento, Colonización e Industria) y José I. Novelo, expedido en el puerto de Veracruz por Venustiano Carranza, el 15 de diciembre de 1914 (que se consulta en su totalidad en Fabila, 1981, pp. 259-269). En dicho proyecto se consideraban 54 artículos, más tres transitorios. Se trataba de lo que puede considerarse una síntesis de todas las ideas agrarias hasta entonces vertidas por los principales actores políticos de la época, quienes contaban con la asesoría de líderes sociales que veían en el asunto agrario el origen del mal de la nación mexicana.

En la propuesta se abordaban todas las causas que resultaban de utilidad pública en materia agraria, con la intención de reducir las grandes propiedades agrícolas y restituir las antiguas comunidades y los ejidos con la finalidad de reinstaurar un numeroso contingente de pequeños propietarios, para lo cual se echaría mano incluso de los fraccionamientos, reparticiones, ventas y expropiaciones, siempre alegando la utilidad pública. La totalidad de las medidas para la disolución de las haciendas procedería cuando hubiese “labradores pobres”, es decir, que no tuvieran tierras en propiedad y cuyo capital no superara los mil pesos, y siempre y cuando las fincas no fueran menores de 500 hectáreas, pues ésa era la medida que se respetaría para garantizar la mediana propiedad. Todas estas acciones quedarían bajo administración y resguardo de la Secretaría de Fomento, que vigilaría la pertinencia de fundar un nuevo pueblo, una colonia agrícola o un ejido, así como las acciones de deslinde y amojonamiento.

El proyecto de ley terminaba con la derogación de toda otra ordenanza que se contrapusiera a ella, además de proponer la creación de la Dirección Agraria, bajo la tutela de la Secretaría de Fomento. A final de cuentas, vino la publicación del “Decreto de 6 de enero de 1915, declarando nulas todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, otorgadas en contravención a lo dispuesto en la Ley de 25 de junio de 1856”, dada también en el puerto de Veracruz (Fabila, 1981, pp. 270-274). ¿Qué estipulaba esta primera ley agraria emanada de la Revolución? Primeramente ha de decirse que constaba de 12 artículos en los que se hablaba de la nulidad de todas las concesiones, enajenaciones, composiciones, compras y ventas que se hubieren hecho de forma fraudulenta y/o ventajosa en contra de las comunidades, bajo la supuesta aplicación de la referida ley de 1856. Se hablaba de la restitución y expropiación de tierras para darlas a quienes carecieran de ellas. Para eso se creaba la Comisión Nacional Agraria, así como comisiones locales en cada estado del país y comités particulares ejecutivos en cada lugar en que se pusiera en práctica esta nueva ley.

Los interesados debían formar un comité particular y luego acudir a la Comisión Local Agraria de su estado. En caso de que en ésta no se diera cabal trámite al asunto, podía acudirse ante algunos jefes militares que estaban autorizados para llevar adelante estos trámites. De ahí emanaba una resolución provisional que haría pública el gobernador de la entidad. Luego debía ser aprobada, rectificada o modificada por la comisión nacional, la cual turnaría su fallo al ejecutivo federal para la publicación del decreto correspondiente en el Diario Oficial.22 Quienes creyeren que habían sido marginados, tenían el término de un año para acudir a los tribunales a solicitar la revisión del proceso.

Como puede verse, el gobierno creó todo el aparato burocrático para atender la demanda de tierras, pero aún no quedaba del todo claro el proceso a seguir para allegárselas a los más necesitados. Pese a ello, los llamados revolucionarios del Sur (zapatistas) llegaron a aceptarla a partir de 1920, por considerar que daba cumplimiento a lo establecido en el Plan de Ayala (Gómez, 1975, p. 117).

En Jalisco, el 31 de marzo de 1915 el gobernador Manuel M. Diéguez envió una circular a todos los presidentes municipales pidiendo informes de cuanto reparto y restitución pudieran hacerse en su demarcación, pues quería aplicar cuanto antes las nuevas disposiciones agrarias.23 Dicha disposición motivó a que el 28 de diciembre de 1916 expidiera el Decreto 96, mediante el cual ordenaba que cuanto antes debía haber instalada en cada municipio del estado una Junta Agrícola, la cual debía integrarse por tres propietarios, otros tantos trabajadores del campo y el presidente municipal.24 Lamentablemente no se han encontrado evidencias del trabajo desempeñado por estas juntas, pues resulta muy significativo que en ellas se diera voz tanto a los hacendados como a los que nada tenían.

La Comisión Local Agraria de Jalisco fue instalada en mayo de 1915, a instancias del gobernador interino Manuel Aguirre Berlanga (Aldana, 1987, p. 267). Sin embargo, Manuel M. Diéguez proclamó que dicha dependencia había sido creación suya en 1916 (Murià, 1982, p. 271). Lo cierto es que las comisiones locales agrarias fueron creadas tras el ascenso de Carranza al poder para contrarrestar el zapatismo agrario del centro del país, como medida para mostrar tanto a campesinos como a hacendados su disposición de arreglar la grave situación del campo mexicano, pero su discurso agrario tenía dos caras, de ahí que, en principio, no siempre se restituyó ni dotó de tierras a los campesinos, sino que también se regresaron haciendas que habían sido incautadas a sus dueños, como sucedió en Tlaxcala (Ramírez, 1990).

Pese a la buena voluntad, la Ley de 1915 presentó muchos inconvenientes para los campesinos, ya que sólo beneficiaba a pueblos con categoría política reconocida o a las comunidades indígenas que conservaran sus títulos primordiales y pudieran comprobar el despojo ilegal,

pero no incluía a los trabajadores agrícolas que vivían en las haciendas (peones acasillados) como posibles solicitantes de tierras. Básicamente la ley tenía un carácter restitutivo más que distributivo, con lo que el sistema de haciendas o grandes propiedades podía fácilmente subsistir (Reyes et al., 1974, p. 586; Warman, 2001, p. 65).

Además, dicha ley concedía demasiadas atribuciones iniciales a gobernadores y jefes políticos, quienes, por sus intereses locales a veces no ajenos al de los terratenientes, fueron otro obstáculo y la causa de incesantes abusos en contra de los campesinos (Aguado, 1998, p. 44).

El gobernador de Jalisco, Manuel M. Diéguez, mediante un escrito fechado el 3 de enero de 1917, hizo notar a Carranza el descontento generalizado que privaba en el estado por excluir a los campesinos pobres no indígenas del reparto de tierras. Esta medida provocaba actos de subversión, e incluso ya había muertos en Jalisco por esta causa (Aldana, 1987, pp. 319-320). Sin embargo, el mismo gobernante sólo concedía tierras en dotación a los campesinos que pudieran pagar el monto a cubrirse por la correspondiente indemnización al terrateniente, lo que en la práctica representaba un freno total al reparto (Tamayo, 1988a, p. 151), pero estaba atado de manos para hacer algo más, pues el 19 de enero de 1916, por resolución presidencial, se dio carácter federal a todas las cuestiones ejidales y se prohibía tajantemente cualquier alteración del decreto del 6 de enero de 1915 (Contreras y Castellanos, 2000, p. 41; Manzanilla, 2004, pp. 465-466).

Luego de promulgada la ley vino una cascada de circulares y decretos complementarios que subsanaban algunas inexactitudes. Hasta antes de la promulgación de la Constitución de 1917 se publicaron ocho circulares, un acuerdo y un decreto; la última disposición fue apenas cuatro días antes de la publicación de la Carta Magna, y ordenaba que debían tramitarse por separado los expedientes de restitución y los de dotación de tierras (Contreras y Castellanos, 2000, p. 41).

La ley tenía un grave problema que luego las autoridades agrarias no sabían cómo resolver: las indemnizaciones a los hacendados. Esta cuestión motivó la emisión de la Circular núm. 34 de la Comisión Nacional Agraria, donde se agregaba un paso más para la resolución de los expedientes agrarios: que se consultara a los pueblos beneficiados “si estaban conformes en pagar el valor de las indemnizaciones que debiera cubrir el gobierno”. Esta nueva disposición se notificó a las comisiones locales para que se llevara a la práctica desde el momento de la dotación provisional (Gómez, 1975, pp. 109-110). A fin de cuentas, en 1917 esta traba quedó impresa en la Ley Reglamentaria del Decreto de 6 de enero de 1915 (Gómez, 1975, pp. 119).

Ley Agraria del general Francisco Villa (24 de mayo de 1915)

Éste ha sido un documento poco conocido en la historia de México (Díaz, 2002, pp. 288-291), pues la figura de Villa difícilmente se asocia con las proclamas populares y de justicia social que se promovieron durante la revolución. Sin embargo, Villa no sólo fue el bandido que muchos creen (Katz, 1998); por el contrario, tenía una clara visión de lo que quería para el país, y entre sus múltiples pronunciamientos políticos y sociales destaca su postura acerca de lo que debería ser el campo mexicano.

Esta ley fue dada a conocer en León el 24 de mayo de 1915, firmada por Francisco Villa en su condición de General en Jefe de Operaciones del Ejército Convencionista, y contenía 20 artículos que respondían a la situación paupérrima de los jornaleros, a la concentración de tierras en muy pocas manos, a los jornales de miseria que tenían los trabajadores del campo, a la existencia de grandes cantidades de tierras ociosas y (llama mucho la atención este posicionamiento) buscaba descentralizar las funciones de las dependencias agrarias a una ley federal, pero adecuada en cada estado según sus propias necesidades, para evitar la lentitud del gobierno central y favorecer la apropiada atención de las particularidades regionales. Sostenía la incompatibilidad de las grandes propiedades con la prosperidad del país, por lo que deberían disolverse tales concentraciones de tierras. Para esto, cada estado tendría la facultad de fijar la extensión máxima de cada finca, con base en su propia superficie territorial, el agua disponible para riego, la densidad poblacional y la calidad de tierras, todo con el propósito de mantener un equilibrio social.

A diferencia de las demás proclamas, ésta no buscaba conformar propiedades colectivas, sino pequeños propietarios, por lo cual se basaba sobre todo en la capacidad que tenía cada individuo de poseer tierras para cultivo y lograr su sustento. Se declaraba la utilidad pública del fraccionamiento de las haciendas según las necesidades de cada estado. Hablaba de expropiaciones mediante indemnizaciones, y de disolución de los grandes predios afectados sólo parcialmente por iniciativa de los dueños, o nuevamente procedería la expropiación. Incluso las tierras de pueblos indígenas serían susceptibles de expropiación en caso de necesitarse para repartirlos en pequeños lotes a los poblados vecinos.

Otro aspecto por demás llamativo de esta ley, que no consideraron ni las anteriores ni las posteriores leyes agrarias, fue que la expropiación de las tierras comprendería la parte proporcional de los medios de producción, como “muebles, aperos, máquinas y demás accesorios que se necesiten para el cultivo de la porción expropiada”. Un par de años antes, El Economista Mexicano comparaba la entrega de tierras sin los instrumentos de trabajo a ganarse “la rifa del elefante”.25 Y aquí hay que introducir un paréntesis para hacer notar cómo Villa era consciente de que no bastaba con darle tierra a la gente, pues luego enfrentaría la problemática de no tener ni herramientas ni semillas para la producción, como a final de cuentas terminó por suceder al ignorarse este punto tan importante señalado en la ley agraria villista.

Las indemnizaciones estarían a cargo de las autoridades estatales, y si las fincas estuvieran gravadas o hipotecadas, la parte expropiada sólo pagaría la parte proporcional que le correspondiese. Para todo esto, la Secretaría de Hacienda permitiría a las entidades federativas la creación de la deuda estrictamente necesaria para costear esos gastos. Sin embargo, no todo en esta proclama era loable, pues los lotes que se formarían deberían ser pagados a crédito por los beneficiados, más un diez por ciento que se destinaría al gobierno federal para la creación del crédito agrícola del país. Ésta era la parte difícil, pues ¿qué jornalero tendría la solvencia suficiente para adquirir esas tierras, por más bajo que fuera su costo?

Las parcelas creadas de las expropiaciones no deberían ser mayores de 25 hectáreas, y se contraía la obligación de trabajarlas ininterrumpidamente, además de que no se expropiarían más tierras de las que se pudieran cultivar con seguridad y de forma inmediata. En el caso de expropiación de tierras dedicadas a la aparcería, las adjudicaciones se harían preferentemente a los aparceros que las usufructuaban. Las nuevas pequeñas propiedades serían inalienables, inembargables y no podrían gravarse, procurando preservar el patrimonio familiar. Se permitía la existencia de empresas agrícolas siempre y cuando no poseyeran más tierras de las máximas permitidas, fueran propiedad de mexicanos, garantizaran el desarrollo de una región y tuvieran impacto positivo en la sociedad.

Resulta notorio que era otra visión de la manera en que debían desintegrarse las grandes haciendas y cómo formar una nueva clase de pequeños propietarios, no colectivizados, pero que a la vez gozarían de protección para que no llegase a suceder lo que en tiempos juaristas, cuando los pequeños propietarios, indígenas los más de ellos, por ignorancia, malbarataron sus tierras.

Esta proclama villista parece inspirada en una iniciativa de ley presentada por Victoriano Huerta en abril de 1913, en donde se concibe la problemática y posible solución a la crisis del campo de manera muy similar a lo expuesto por Villa: el tipo y forma de fraccionamiento, el pago que el propio trabajador debía hacer, que la gente fuera capaz de hacer producir la tierra, la repartición de los instrumentos de labranza, etc. (Delgado, 1951, pp. 13-20). No debe descartarse la posibilidad de que la propuesta villista no haya tenido resonancia en su momento, ni siquiera la tenga en la historiografía, por tener rasgos que recuerdan al proyecto del llamado “chacal” y “usurpador” Victoriano Huerta.26 Además,

muchas de las disposiciones de la legislación villista, particularmente la Ley General Agraria, fueron redactadas por políticos maderistas incorporados al villismo, de tendencia legalista y moderada. Esto… ha permitido a los detractores del villismo presentarlo como un movimiento conservador y/o sin principios (Salmerón, 2014, p. 10).

La propuesta convencionista (1915)

La propuesta convencionista27 retomó muchos de los ideales zapatistas y villistas, muy a favor27de las causas del pueblo, que eran muy distintas a las ideas planteadas por el carrancismo y en general por los constitucionalistas, quienes detrás de su discurso oficial procuraban la permanencia del status quo, pues no debe perderse de vista que el mismo Carranza provenía de una familia de terratenientes coahuilenses.28 Algunos autores, como Luciano Ramírez (2012), sostienen la idea de que los debates y propuestas de los convencionistas lograron trascender más allá de la buena voluntad y en gran medida llegaron a impregnar de sus postulados los respectivos artículos de la Constitución de 1917 (pp. 79-84).

Esta propuesta fue formulada por Miguel Mendoza López Schwetfeger y llevada al seno de la Convención por el ministro de Agricultura y Colonización, general Manuel Palafox. Consta de 35 artículos en los que verdaderamente se someten a regulación aspectos por demás especializados, como la misma calidad de la tierra que se planeaba expropiar para la creación de ejidos. En la iniciativa se partía de un carácter restitutivo, como puede apreciarse desde el primer artículo, y de volver a dar vida a los antiguos ejidos colectivos,

y para dar el efecto de crear la pequeña propiedad, serán expropiadas por causa de utilidad pública y mediante la correspondiente indemnización todas las tierras del país, con la sola excepción de los terrenos pertenecientes a los pueblos, rancherías y comunidades, y de aquellos predios que, por no exceder del máximum que fija esta ley, deben permanecer en poder de los actuales propietarios.29

El máximo de extensión del que se hablaba variaba de acuerdo con la calidad de los terrenos; iba desde un máximo de 100 hectáreas en los terrenos de mejor calidad (clima caliente, tierras de primera calidad y de riego) hasta las 1 500 hectáreas en los peores “terrenos eriazos del Norte de la República, Coahuila, Chihuahua, Durango, Norte de Zacatecas y Norte de San Luis Potosí”.

Esta ley daba una idea del beneficio o perjuicio discrecional al señalar a “propietarios que no sean enemigos de la Revolución”, quienes podían conservar estas pequeñas propiedades, y por la contraparte “se declaran de propiedad nacional los predios rústicos de los enemigos de la Revolución”, y por enemigos de la Revolución se entendía desde los declarados adversos al movimiento hasta aquéllos a quienes les tocó provenir de una familia acaudalada en la etapa porfirista o expresar alguna idea contraria al movimiento armado.

Al igual que lo señalado en documentos zapatistas y villistas, las tierras restituidas o cedidas no serían enajenables ni gravables ni transferibles en forma alguna, salvo por legítima herencia. Además, el proceso de ejecución debía ser rápido y expedito, quedando a cargo del Ministerio de Agricultura y Colonización, el cual debería establecer un banco agrícola para el apoyo a los campesinos.

El propietario de algún lote estaba obligado a cultivarlo, so pena de quitárselo y cedérselo a quien lo solicitara, si por espacio de dos años quedaban las tierras sin ser trabajadas. Si los propietarios de dos o más lotes decidían unirse, podían conformar sociedades cooperativas para explotar y vender sus productos de manera más eficiente y organizada. Además, se crearían escuelas agrícolas, forestales y estaciones experimentales donde se pudieran formar especialistas para atender debidamente el campo mexicano y obtener de él el mayor provecho, propuesta esta última planteada en su momento por Victoriano Huerta, en 1913.

Respecto a los aperos de labranza, a diferencia de la ley villista, ésta sólo permitía confiscarlos o nacionalizarlos, “incluyendo los muebles, maquinaria y todos los objetos que contengan siempre y cuando pertenezcan a los enemigos de la Revolución”. Nuevamente aparece el beneficio o perjuicio discrecional. De los impuestos que se recaudaran de las propiedades nacionalizadas habrían de salir los recursos para el pago de indemnizaciones para las fincas expropiadas. Además, se consideraba la creación de un Banco Agrícola Mexicano y se creaban tribunales especiales para lograr la anhelada impartición expedita de la justicia agraria.

A grandes rasgos, ésta era la propuesta de los convencionistas, quienes se apoyaron más en las ideas zapatistas que en las villistas; ambas propuestas eran perfectibles, pero parece que los acuerdos iban más por rescatar la antigua forma de organización agraria sin avizorar debidamente lo que el futuro inmediato les depararía, cosa que los villistas parecían tener un poco más claro, pues su propuesta no se dejaba llevar por lo inmediato, sino por lo duradero.30

Los convencionistas, más apegados a la praxis que a la teoría, casi de inmediato pusieron manos a la obra y organizaron comisiones agrarias que fueron enviadas a realizar trabajos en la materia: el ingeniero Manuel Bonilla fue enviado a Chihuahua, el general Manuel Palafox, secretario de agricultura de la convención, partió rumbo al sur, etcétera (Gómez, 1964, p. 115).

La Constitución de 1917 y sus alcances

Hasta antes de la constitución sólo hubo proclamas, decretos y propuestas contradictorias en torno a lo que se pretendía del campo mexicano. Eran notorias las posturas encontradas entre los líderes del norte y los del sur. Aquéllos buscaban la mediana y pequeña propiedad, acostumbrados a las grandes extensiones de las haciendas y la escasa población. Los sureños preferían la propiedad colectiva inalienable, inembargable e imprescriptible (Manzanilla, 2004, p. 461) debido a sus experiencias históricas, el predominio de población indígena acostumbrada desde tiempos coloniales a este tipo de propiedad, lo limitado de las tierras y la alta densidad demográfica.

El 14 de septiembre de 1916, el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista (como se nombraba Carranza), para dar cauce a las causas revolucionarias, convocó a un congreso constituyente, formalmente instalado el 1º de diciembre. Entre las discusiones más álgidas estuvo la concerniente a la redacción del Artículo 27, el cual se reservó para ser discutido en la sesión permanente efectuada entre el 29 y el 31 de enero de 1917 (Contreras y Castellanos, 2000, p. 44); es decir, el Artículo 27 fue de lo último en escribirse de la Constitución, y lamentablemente, de los primeros en modificarse.

A pesar de la Ley de 1915, Carranza siempre se mostró moderado en cuestiones agrarias, y el reparto durante su mandato fue más por actuación de facto de los jefes revolucionarios que una cuestión legal. De hecho, los artículos 5, 27 y 123 de la Constitución de 1917, que de alguna u otra manera tenían injerencia en las cuestiones agrarias, fueron producto del radicalismo de los diputados constituyentes a los que el presidente no tuvo más alternativa que acceder (Reyes et al., 1974, pp. 8, 23-24).31

Para la redacción del Artículo 2732 se contó con la colaboración de Molina Enríquez, quien fue a contracorriente de los preceptos individualistas de la Constitución liberal de 1857 y procuró mayores planteamientos de justicia social para las masas, no para los individuos; por ello sus postulados socialistas en materia agraria quedaron plasmados en dicho artículo constitucional (S.A., 1979, pp. 21-23), incluso desechando lo enunciado en la ley agraria villista.33

El artículo 27, el que versa directamente sobre las tierras, aguas y minas nacionales, señalaba que la nación era la única propietaria y con facultades de nacionalizar, privatizar o expropiar, según conviniera al interés público. En materia de tierras, se privilegiaría la pequeña propiedad por sobre cualquier otra; para ello,

los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población tendrán derecho a que se les dote de ellas tomándolas de las propiedades inmediatas, respetando siempre la pequeña propiedad (Cuadros, 1999, pp. 12-16).

El mandato constitucional validaba todos los repartos hechos con fundamento en la ley del 6 de enero de 1915, a la cual se atribuía rango constitucional, y de entrada prohibía a los extranjeros poseer tierras en costas y fronteras, y en el resto del territorio nacional sólo se les permitiría previo acuerdo con la Secretaría de Relaciones Exteriores y siempre y cuando no se tratara de alguna sociedad por acciones, en cuyo caso estaba totalmente prohibido tener tierras, incluso para ciudadanos mexicanos. Al igual que en la Constitución de 1857, se prohibía a cualquier tipo de corporaciones, civiles o religiosas, la posesión de terrenos, salvo los necesarios para el edificio de su administración.

Los estados y la federación estaban capacitados para legislar y proceder a la expropiación de propiedades privadas por causas de utilidad pública, y la indemnización equivaldría al valor fiscal del predio, al acordado con el propietario o al que dijere la resolución del poder judicial. Al igual que la ley de 1915, se concedían atribuciones excesivas a los gobernadores y autoridades locales para que fueran ellos y no las instancias federales quienes fijaran los límites máximos para las propiedades particulares, debiendo la parte excedente ser fraccionada de acuerdo con lo que establecieran, una vez más, los gobiernos estatales.34

Contrariamente a lo que se supone, el artículo 27 no habla de ejidos ni regula las dotaciones;35 al contrario, sólo escuetamente menciona las restituciones, “entre tanto la ley determina la manera de hacer el repartimiento únicamente de tierras”. ¿Pero cuál ley, si la Constitución era esa ley y no decía nada? Por tanto, nuevamente, lo hasta aquí legislado seguía quedando a deber y explica por qué grupos como el zapatista no estuvieron conformes con las nuevas disposiciones en materia agraria.

Comentarios finales

Muchas buenas intenciones y poca acción fue lo que mostró el gobierno de tiempos de la Revolución en materia agraria. El grueso de la legislación para el campo provino de entre 1920 y 1930. Lo cierto es que las mejores propuestas hasta la redacción de la Carta Magna fueron de personajes que a la postre no tuvieron el suficiente poder político para llevarlas a la práctica; quedaron en meras referencias regionales a las cuales, las más de las veces, se silenció por no convenir al gobierno federal.

Es notorio cómo el inicio de la revolución, marcado por el Plan de San Luis, no consideraba el reparto de tierras, sino únicamente una tibia restitución para los pequeños propietarios que demostraran haber sido despojados de forma ilegal durante el porfiriato; es decir, aquellos que sufrieron los despojos en tiempos juaristas, contraviniendo la Ley de 1856, no tenían posibilidad alguna de recuperar sus terrenos perdidos.

El Plan de Ayala, que tanto se ha pregonado como el parteaguas en la cuestión agraria nacional, tuvo un impacto muy local, focalizado en el estado de Morelos y con cierta influencia en los estados del centro y sur del país, pero en la mayor parte del territorio nacional no tuvo mayor relevancia. Sin embargo, no debe perderse de vista que logró impregnar el discurso político de los protagonistas ideológicos y caudillos de la Revolución, sobre todo los del bando convencionista, quienes a final de cuentas fueron los que ejercieron presión para que la Constitución de 1917 tomara cauce en materia agraria, dando continuidad y completando lo enunciado en la Ley del 6 de enero de 1915.

Es lamentable que planteamientos que tuvieran algún eco del huertismo fueran desechados prejuiciosamente sin siquiera considerar los posibles aportes, como la ley agraria villista, donde se apostaba por un reparto ordenado, crear pequeños propietarios no colectivos, “ideal constante en los clásicos del liberalismo mexicano” (Salmerón, 2014, p. 10), y, sobre todo, no repartir únicamente tierras, sino también instrumentos de labranza, pues lo uno sin lo otro sería inútil, como quedó ampliamente demostrado durante los primeros años de la vida de los ejidos.

Al promulgarse la nueva Constitución quedó de manifiesto que el artículo 27 no resolvería en forma automática los conflictos por la tierra, pero cuando menos apaciguó los ánimos de los exaltados y dio esperanza a los trabajadores del campo. Faltaba mucho todavía para que el movimiento agrario llegara a su cúspide en los años treinta (¿acaso crisis que auguraba una nueva revolución?), pero al menos marcaba un derrotero a seguir y para dejar de dar los tumbos de las proclamas de líderes y caudillos. Ciertamente la legislación agraria parecía incompleta, apresurada, pero los alegatos no fueron sencillos en medio de una crisis social que casi llegaba a la década; igual había partidarios que opositores en los mismos grupos en el poder, pero cuando menos se obtuvo un logro: elevar la cuestión de la tierra a rango constitucional. Fue mucho, considerando las excesivamente moderadas propuestas agrarias de los principios de la Revolución; fue poco, considerando las grandes expectativas de los desposeídos en el campo mexicano. A cien años de la Constitución de 1917, la Revolución parece seguir en deuda con el campo mexicano.

Siglas y referencias

AHCJ

Archivo Histórico del Congreso de Jalisco

AHJ

Archivo Histórico de Jalisco

AHMJ

Archivo Histórico Municipal de Jocotepec

BDEHINAH

Biblioteca de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Colección Papeles de Familia

Hemerografía

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El País. [ Links ]

El Pueblo Diario de la mañana. [ Links ]

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2El programa fue signado por Ricardo Flores Magón, Juan Sarabia, Antonio I. Villarreal, Enrique Flores Magón, Librado Rivera, Manuel Sarabia y Rosalío Bustamante (Gómez, 1975, pp. 22-23, Contreras y Castellanos, 2000, p. 54; Díaz, 2002, pp. 173-175).

3 AHJ, F-17 caja 571, exp. 14,010 (911).

4 AHJ, AG-6, caja 11, exp. 3854. Lo irracional del promedio de extensión puede explicarse en la forma en que contabilizaron las dimensiones de las fincas, pues al considerar como haciendas únicamente a las de extensión mayor de 8 778 hectáreas y dejar de lado a las de tamaño menor se estaban manipulando las cuentas, ya que en realidad en Jalisco sólo había 14 haciendas que superaban las 18 mil hectáreas (3.7% del total), mientras que el 44.5% no rebasaba el millar; la inmensa mayoría oscilaba entre 68 y 8 mil hectáreas (Southworth, 1910, pp. 208-213).

5AHJ, AG-6, caja 11, exp. 3858.

6Primer gobernador revolucionario de Jalisco, partidario del constitucionalismo, general carrancista y defensor de las clases desprotegidas (Aldana, 2006).

7El ordenamiento de pagar 50 centavos a los trabajadores agrícolas fue aplicado a escala nacional en 1932, luego de publicada la primera Ley Federal del Trabajo (aprobada el 18 de agosto de 1931). Para entonces, la Secretaría de Economía Nacional tasaba en $2.75 el salario diario para que un jalisciense pudiera modestamente vivir (Romero, 1987, pp. 173-174).

8 En el plano nacional, las tiendas de raya fueron suprimidas meses después por decreto de Venustiano Carranza, expedido el 22 de junio de 1915.

9A esta serie de disposiciones se había anticipado la Ley del Descanso Dominical Obligatorio, promulgada por Manuel M. Diéguez el 2 de septiembre de 1914, también conocida como Decreto 28 (AHCJ, Decreto 28; AHJ, T-1, caja 4, exp. 5983 (920); Tamayo, 1988, p. 50; Tamayo, 1988 a, p. 25). Pese al incondicional apoyo de Diéguez al movimiento, pronto se vio forzado a detenerlos y canalizarlos por las vías institucionales, pues varios grupos de campesinos comenzaban a hacerse justicia por su propia cuenta Tamayo, 1988a, pp. 149-150).

10AHMJ, Presidencia, P06-119-1914.

11Madero provenía de una acaudalada familia terrateniente del estado de Coahuila. Con sus miras políticas bien definidas en las elecciones de 1910, creó en 1909, al lado de varios simpatizantes, el Partido Antirreeleccionista. Y, a decir verdad, nunca tuvo mayor discrepancia con las políticas del régimen porfirista, salvo por su perpetuidad en la silla presidencial. De ahí que, en realidad, poco o nada pudiera interesarle la situación de los trabajadores del campo pues, a fin de cuentas, él sólo conocía la vida del agricultor desde la óptica de patrón.

12El País, 3 de noviembre de 1912.

13 Nació el 7 de junio de 1848, en Aguascalientes, pero vivió su infancia en San Luis Potosí. Se dice que también redactó el prólogo del Plan de Ayala. Su lucidez política le tenía bien ganada la confianza de varios pensadores de su tiempo, como Camilo Arriaga y Antonio Díaz Soto y Gama. En 1907 ingresó al grupo Socialismo Mexicano y en 1910 fundó el Club Femenil Antirreeleccionista Hijas de Cuauhtémoc y apoyó al movimiento maderista Rivera, 2008; Salazar, 2011, pp. 21, 35).

14Contó con el apoyo de líderes como Camilo Arriaga, Gildardo Magaña, José Vasconcelos, Francisco J. Múgica y José Domingo Ramírez Garrido, quienes lograron huir, pero Dolores fue apresada e incomunicada totalmente. Al salir de la cárcel de Belén se unió al movimiento zapatista, donde redactó el prólogo del Plan de Ayala, y Zapata le confirió el grado de general brigadier. Otros autores señalan que el grado conferido fue el de coronela (Salazar, 2011, pp. 21-22, 34; Tuñón, 2002, p. 33; Rivera, 2008; Castro y Pineda, 2013, p. 90). James D. Cockroft (1971) sitúa este episodio en marzo de 1911 y no en octubre. Señala que el grupo estaba integrado por varios intelectuales urbanos, totalmente desconocedores de la problemática agraria del país, seguidores del Partido Liberal Mexicano y simpatizantes de Madero, desconociendo sobre el rompimiento existente entre éstos en el norte del país (p. 174).

15Estas ideas lo acompañaron toda su vida, como puede verse en su obra Los grandes problemas nacionales (1981).

16La historia tradicional atribuye a Emiliano Zapata la frase insigne del agrarismo revolucionario: “Tierra y Libertad”, cuando en realidad fue usada por primera vez en nuestro país por Ricardo Flores Magón el 1º de octubre de 1910, pero no era creación suya, pues ya antes había sido grito de lucha de los anarcosindicalistas catalanes quienes, a su vez, la tomaron de los humanistas rusos (Gómez, 1975, pp. 23, 36-37).

17El discurso de Cabrera fue largo, pero como él mismo lo señaló, no había de otra, pues los diputados prácticamente no leían las iniciativas, de modo que la única forma de comunicárselas era la vía oral, con todo y las críticas que la prensa le hacía por apropiarse de la tribuna por tiempos prolongados. En la espléndida exposición de Luis Cabrera sobresale la disertación histórica que hace para justificar el regreso de los ejidos colectivos, pues había que apoyar a los grupos sociales y no a las personas. Pero destacan en particular los comentarios sobre el régimen colonial comparado con la administración pública del México independiente. Critica las leyes de Reforma, que disolvieron los ejidos, cuando éstos eran los refugios que la gente tenía ante el gran terrateniente, de modo que el colectivo de indios era también terrateniente y refugio de todos ellos, pues ahí tenían asegurada su sobrevivencia sin ningún tipo de explotación. Más aún, aseguraba que “jamás al más cretino de los monarcas españoles o de los virreyes de la Nueva España se le habría ocurrido que un pueblo pudiese vivir en esta forma” ignominiosa y a merced de los grandes terratenientes.

18El Diario de Occidente criticó esta postura de Luis Cabrera por considerarla irrealizable por la inviabilidad producto de los altos costos, así como por la segura oposiciónde los terratenientes afectados, y hacía una contrapropuesta: fomentar los contratos de aparcería con cláusulas justas para los medieros y que fueran por varios años y no sólo por una temporada, con la finalidad de crear en ellos el sentido de pertenencia y amor a la tierra que se cultivaba. De esa manera se resolvían dos asuntos con una sola acción, la concentración de la tierra (pues se proponía dedicar a la aparcería dos terceras partes de las haciendas) y las malas condiciones laborales de los medieros. Remataba el diario señalando que “es la solución más práctica y más rápida del problema agrario de México. Unos cuantos años de aplicación de las tarifas fiscales altas a las haciendas renuentes bastarían para transformar la propiedad raíz, de grande y odiosa, en pequeña y amable” (Delgado, 1951, pp. 40-43).

19Esta propuesta era muy semejante a la que aprobaba la Iglesia de comprar la tierra a los hacendados. Existen detractores de Pastor Rouaix que consideran que su ley en realidad no cobró mayor importancia por haberse puesto en práctica únicamente en el estado de Durango, así como las de Lucio Blanco sólo se habían aplicado en Nuevo León y Tamaulipas. Además, hay quienes ni siquiera la consideran una ley agraria, sino de disposiciones para la compra-venta de lotes Manzanilla, 2004, p. 455).

20Compuesta por nueve miembros, tres deberían ser ingenieros agrónomos y dos ingenieros civiles (Tannenbaum, 2003, pp. 78-ss). La comisión fue modificándose con el paso del tiempo Cuadros, 1999, pp. 82-106, 193-208; Gómez, 1975).

21Lucio Blanco publicó un decreto poco conocido, el 30 de agosto de 1913, que puede considerarse una primera ley agraria que estuvo vigente de manera local en los estados de Nuevo León y Tamaulipas (Manzanilla, 2004, pp. 450-452).

22En la reforma aplicada el 19 de septiembre de 1916 se suprimían todas las “posesiones provisionales” y se eliminaba “la acción de los gobernadores de los estados”, pues muchos de ellos eran contrarios al movimiento agrarista (Gómez, 1975, p. 117), aunque más tarde volvieron a ser considerados por las nuevas leyes agrarias.

23AHJ, F-17 Caja 571, Exp. 14,020 (915).

24AHJ, F-2 Caja 80, Exp. 6996 (917).

25El Economista Mexicano, 10 de mayo de 1913.

26Lamentablemente, “esta ley no alcanzó a tener fuerza legal debido a la derrota militar de Villa. Sin embargo, contribuyó a que la Constitución de 1917 equilibrase la propiedad social y la pequeña propiedad” (Contreras y Castellanos, 2000, p. 42).

27BDEHINAH, Col. Papeles de Familia, exp. 027: “Vida y obra del Lic. Miguel Mendoza López Schwertfeger”. En el documento resalta que por vez primera aparezca la palabra “campesinos” para definir a los trabajadores agrícolas, concepto que luego explotaron los autollamados herederos de la Revolución para corporativizar a todos los trabajadores del campo.

28De hecho, la intención primera de Carranza al entrar a la revolución era derrocar a Huerta, es decir, su interés era meramente político. Una vez en el poder, acotó todos los movimiento agraristas, por lo que exigió que lo hecho por Lucio Blanco en Tamaulipas se viera como un hecho aislado y que no se volviera a repetir, y lo mismo hizo con Pastor Rouaix, gobernador de Durango, a quien le pidió derogar o dejar como letra muerta las leyes que había promulgado en su estado (Gómez, 1975, pp. 54-55).

29BDEHINAH, Col. Papeles de familia, exp. 027: Vida y obra del Lic. Miguel Mendoza López Schwertfeger.

30El documento se hizo público el 25 de octubre de 1915 y fue suscrito por Manuel Palafox (Ministro de Agricultura y Colonización), Otilio E. Montaño (Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes), Luis Zubiría y Campa (Ministro de Hacienda y Crédito Público), Jenaro Amezcua (Oficial Mayor de la Secretaría de Guerra, encargado del despacho) y Miguel Mendoza L. Schwertfegert (Ministro de Trabajo y Justicia), todos ellos miembros del gobierno surgido de la Convención de Aguascalientes, que a fin de cuentas no dejó de ser honorífico. Hay quienes erróneamente lo fechan en 28 de octubre de 1915 (Womack, 1985, p. 398; Contreras y Castellanos, 2000, p. 42).

31La tibieza de los presidentes Madero y Carranza en cuestiones agrarias quizá se debieron a que ambos provenían de grandes familias terratenientes del norte del país. Madero siempre privilegió la propiedad privada, desatendiendo a comunidades y ejidos; Carranza, por su parte, anteponía las restituciones a las dotaciones ejidales (Manzanilla, 2004, pp. 427-433, 509; César, 1987, pp. 3-ss.).

32El equipo encargado del proyecto del Artículo 27 estuvo conformado por el ingeniero Pastor Rouaix (encargado del despacho de la Secretaría de Agricultura y Fomento, diputado por Puebla), como presidente de la comisión y los diputados ingeniero Julián Adame (Zacatecas), licenciado David Pastrana Jaimes (Puebla), Pedro A. Chapa (Tamaulipas), José Álvarez (Michoacán), José Natividad Macías (Guanajuato), coronel Porfirio del Castillo (Puebla), Federico E. Ibarra (Jalisco), Rafael L. de los Ríos (Distrito Federal), licenciado Alberto Terrones Benítez (Durango), Samuel de los Santos (San Luis Potosí), Jesús de la Torre (Durango), Silvestre Dorador (Durango), Dionisio Zavala (San Luis Potosí), Enrique A. Enríquez (Estado de México), Antonio Gutiérrez (Durango), licenciado Rafael Martínez de Escobar (Tabasco) y Rubén Martí (Estado de México), así como los miembros de la primera comisión, presidida por el general Francisco J. Múgica (Michoacán) acompañado por el licenciado Enrique Recio (Yucatán), doctor Alberto Román (diputado por Veracruz), licenciado Enrique Colunga (Guanajuato) y el profesor Luis G. Monzón (Sonora). El ingeniero Rouaix sostuvo diversas reuniones privadas en el domicilio de algunos diputados, donde contaron con el apoyo de Andrés Molina Enríquez, José Inocencio Lugo y el general Heriberto Jara, quienes en conjunto prepararon el proyecto que se presentó el 24 de enero de 1917 y que fue llevado al pleno cinco días después (El Pueblo. Diario de la mañana, martes 6 de febrero de 1917; Contreras y Castellanos, 2000, pp. 44-45; Manzanilla, 2004, p. 478).

33Lo extraño del caso es que Molina Enríquez se eclipsó del debate agrario en cuanto se pusieron en práctica tales ideas, que por cierto no resultaban muy afines con las manifestadas años atrás en su obra Los grandes problemas nacionales, donde apoyaba la pequeña propiedad particular. Fue de los primeros vocales de la Comisión Nacional Agraria, pero no se le recuerda de manera muy grata, pues, según lo rememora Marte R. Gómez (1975), “de poca utilidad era un vocal de la Comisión Nacional Agraria, que o no asistía a las juntas, o dejaba cometer errores que después criticaba, ignorando la parte que había tomado en ellos, así es que el licenciado Molina Enríquez no volvió a participar en forma destacada, como hubiera merecido, en la aplicación de nuestra reforma agraria” (p. 301).

34Sin embargo, limitaba a 40 hectáreas de labor o 60 de agostadero, la pequeña propiedad que debía respetarse y preservarse de los repartos, aunque más tarde, mediante la Circular 21 del 25 de marzo de 1917, la pequeña propiedad se ampliaba a 50 hectáreas de labor. El Reglamento Agrario de abril de 1922 amplió la superficie inafectable a 150 hectáreas de riego o humedad, 250 de temporal o 500 de otras clases.

35Para ver un breve pero concienzudo análisis sobre los ejidos emanados de la revolución, véase Kourí, 2015.

Recibido: 16 de Marzo de 2016; Aprobado: 04 de Octubre de 2016

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