Recordar no es velorio,
Porque no todo es lo mismo,
pero el hecho fue notorio,
para nosotros fue un sismo;
les hago un recordatorio
cómo empezó el agrarismo.
Pino Domínguez Colorado, “La causa agrarista”
La literatura testimonial del agrarismo veracruzano del siglo XX ha tomado, a lo largo de los años, diversas formas. Por una parte, existen textos autobiográficos escritos por actores que participaron en la lucha por la tierra, que la mayoría de veces se convirtieron después en líderes políticos -escribiendo desde una posición de “conocimiento directo” y al mismo tiempo de relativo acceso a las herramientas que implica poder publicar-. Por otra parte, hay entrevistas llevadas a cabo por investigadores académicos donde el sujeto campesino habla, con mayor o menor amplitud, según el guión formulado por el entrevistador en el contexto de la investigación.2 Además hay textos híbridos que combinan estas dos formas, o que incorporan otros documentos, por ejemplo actas oficiales, corridos o testimonios de segunda y tercera mano, en el esfuerzo de retratar de manera amplia la historia según la perspectiva del narrador individual o el grupo que él representa.
Para los fines de este artículo, entonces, consideremos como testimoniales los textos que pertenecen a esta categoría heterogénea en que los participantes en la lucha agraria cuentan, de manera directa o indirecta, sus experiencias. El género testimonial se desliza entre convenciones de la literatura escrita y también de la tradición oral: biografía y autobiografía, historia de vida, etnografía, entre otras. El testimonial nos proporciona visiones de la lucha agraria construidas desde las perspectivas de los y las participantes; la diversidad del género textual, y en particular la incorporación de entrevistas en la investigación sociológica y etnográfica, permiten escuchar algunas voces (las de las mujeres, por ejemplo) que no aparecen en otras fuentes.
La literatura testimonial agrarista, como literatura publicada, aparece mayormente en las décadas de 1980 y 1990, cuando aún vivían algunos agraristas de los años veinte y cuando las circunstancias entonces contemporáneas -como la resurgencia de conflictos agrarios en México a causa del cierre de la reforma agraria y la imposición de medidas neoliberales- provocaron una nueva ola de interés en temas rurales. En los ochenta, por ejemplo, investigadores de la Universidad Veracruzana (UV) rescataron el archivo de la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz (LCAEV) y encontraron material que sirvió para varias tesis y libros, antes (y después) de pasarlo al resguardo del Archivo General del Estado de Veracruz.3 Se observa en la misma época el surgimiento de proyectos etnográficos y culturales como los que resultaron en la publicación de la Versada de Arcadio Hidalgo en 1981 y Tiempos de revolución, la narración autobiográfica de Santiago Martínez Hernández, en 1984. En la misma época, el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias (UV) impulsó la Colección Rescate, proyecto editorial que incluía, además de novelas y cuentos de autores de la región, varias obras de testimonio revolucionario y agrarista.4
Como una manera de acercarse a esa veta de la representación de la memoria agrarista, este artículo se enfoca sobre dos libros editados dentro de la Colección Rescate: Memorias. Un dirigente agrario de Soledad de Doblado, de Porfirio Pérez Olivares, publicado en 1992, y Tiempo y memoria. Recordatorio biográfico y poético, de Pino Domínguez Colorado, publicado en 2008. Ambos textos fueron escritos a principios de los ochenta y publicados de manera póstuma; los dos consisten en breves relatos autobiográficos, a los cuales se han agregado varios anexos: en el caso de Pérez Olivares, sus informes como presidente municipal y otros documentos, entre ellos un breve relato del agrarismo en Soledad de Doblado, y en el de Domínguez Colorado, una selección de sus versos, ya que era poeta prolífico y autor de numerosos corridos. Se trata, por ende, de hombres que, además de sus actuaciones en los movimientos agraristas locales y también en el ámbito estatal, a lo largo de sus vidas desarrollaron relaciones particulares con el mundo de las letras por motivos que a continuación exploraremos y que explican, por otra parte, su inclusión en una colección editorial cuyo enfoque es primordialmente literario. Como complemento, tomaremos en cuenta también Las luchas agrarias en Veracruz de Vladimir Acosta Díaz (1989) , libro que arroja luz sobre el papel del Estado en la constitución de la memoria agrarista, para luego concluir con algunas reflexiones sobre la persistencia, a pesar de la aparente apropiación estatal u oficialista, de una memoria campesina arraigada en la experiencia histórica de los participantes.
Es preciso señalar, desde luego, que los textos escogidos representan las perspectivas particulares de sus autores; sin embargo, como parte de una investigación que se alimenta con una extensa selección de fuentes primarias y secundarias, dichos textos interesan precisamente por la forma narrativa, en primera persona, que aportan a la historia agrarista.5 Lo que invita al análisis es la manera en que, años después de los hechos, ciertos detalles quedan en la memoria, ciertos acontecimientos adquieren un peso simbólico que no tienen en otro tipo de relato, por ejemplo en las conmemoraciones oficiales en fechas significativas, como los aniversarios de la Ley Agraria de 1915 o de la fundación de la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz.
Los autores, educados como todo el mundo bajo un sistema común donde la historia patria escrita cobra valor por arriba de la tradición oral y la memoria local,6 no están fuera de este sistema ideológico; lo interesante, entonces, son los momentos de hibridación, los recuerdos sueltos que apoyan o bien desmienten otras versiones, y que en especial dan fe de las discordias que la narrativa ceremonial del Estado muchas veces opta por ocultar u olvidar. Estos momentos sugieren un punto intermedio o liminal con respecto a la conocida distinción que hizo el historiador francés Pierre Nora entre historia y memoria, o los lieux de mémoire (sitios oficiales de reificación histórica, como museos, monumentos, actos cívicos y archivos) y milieux de mémoire (ámbitos donde la memoria colectiva se conserva y se transmite como parte de una experiencia aún viva en el mundo de los participantes).
Según este esquema binario, “la memoria se arraiga en lo concreto: en espacios, gestos, imágenes y objetos; la historia se apega estrictamente a las continuidades temporales, a progresiones y a las relaciones entre las cosas”.7 Sin embargo, como veremos, las relaciones clientelares o las que en ciertos momentos se entablaron entre los agraristas y los proyectos del Estado (sus instituciones locales, estatales o nacionales), y además la naturaleza de una lucha adscrita a una política gubernamental (la reforma agraria) que a la vez no siempre tenía correspondencias directas con las prácticas locales, significan que la memoria experiencial de una colectividad y la reificación de esa memoria a través del Estado y sus agentes no son campos opuestos, sino que se penetran y contaminan en el momento de construir la narrativa.
No pretendemos, por lo tanto, generalizar, ni pasar por alto el papel importante del mito como estructurante en la construcción de la memoria histórica,8 sino examinar de cerca los textos para averiguar qué nos pueden revelar sobre la construcción del recuerdo en torno a la lucha agrarista en la entidad, un tema que un siglo después de la promulgación de la primera ley agraria revolucionaria, la del 6 de enero de 1915, sigue siendo un punto polisémico de disputas, controversias y ambigüedades, donde sobresalen los múltiples vínculos entre el poder, la violencia y la palabra escrita.
Una vida en el agrarismo: Porfirio Pérez Olivares
El poder de la palabra desempeña un papel estelar en las Memorias de Porfirio Pérez Olivares, dirigente agrario del municipio de Soledad de Doblado, en la región central del estado de Veracruz. Pérez recuerda que, aunque en el rancho donde crecía no había posibilidad de asistir a la escuela, él aprendió a leer y escribir con el apoyo de algunos miembros de la familia, entre ellos su padre, que le compraba periódicos en sus visitas a Soledad, además de un amable comerciante que le introducía al mundo de la literatura.9 Su aprendizaje en las letras le serviría después cuando entró a la política local, y contribuyó a hacerle un hábil defensor de los derechos campesinos, funcionario ejidal, y años después, cronista de la lucha agraria en su zona.
Al igual que otros testimonios agraristas, las Memorias de Pérez Olivares hablan del ambiente de violencia e inestabilidad que rodeaba al movimiento agrario. En la zona de Soledad de Doblado el movimiento comenzó muy temprano, pues con la promulgación de la Ley Agraria de 1915 los campesinos inmediatamente empezaron a presentar solicitudes de tierra. Dice Pérez Olivares:
Organizándose en defensa de sus intereses, los terratenientes desataron de inmediato una guerra desigual y cruenta. Los campesinos, no obstante que tenían la Ley de su parte, carecían hasta de lo más elemental para defenderse, de modo que temían dar la pelea por la conquista de la tierra. Aun así, llegado el momento, sobraron campesinos valientes y de probada lealtad que se enfrentaron a todo sin parar mientes en los riesgos que corrían.10
Un tío de Pérez Olivares fue uno de esos líderes campesinos, y después tuvo que mudarse a Soledad para salvar su vida. Sin embargo, el autor también habla de otros parientes suyos que se oponían al agrarismo y se juntaron con los rebeldes en el levantamiento delahuertista de 1923-1924. “Toda esa gente, terratenientes y en su gran mayoría lambiscones suyos, creían que si Adolfo de la Huerta llegaba a la presidencia detendría lo que ya era incontenible: el reparto agrario”. Es probable que esta reflexión, con la vehemencia de un término como “lambiscones”, no capta la intrincada red de alianzas y las rivalidades a nivel micro que hubieran contribuido a la decisión de los actores mencionados a apostar por el delahuertismo, no como se entendía entonces en el escenario nacional, sino como una manera o de acrecentar su poder, o bien de obstaculizar la adquisición de poder por parte de sus opositores.
En este sentido, al simplificar el fraccionamiento de la comunidad ante factores de trascendencia simultáneamente nacional y local, la alianza entre terratenientes veracruzanos y delahuertistas se convierte en una especie de mito interpretativo para explicar conductas cuyas razones bien podían haber tenido raíces en otros sucesos de la cotidianidad. En todo caso, aunque Pérez Olivares no profundiza en el antiagrarismo de esos parientes y conocidos, queda claro que había divisiones dentro de la comunidad, o intereses rivales, los cuales le parece difícil explicar sin apoyarse en el maniqueísmo de la lucha de clases, en tono con el discurso marxista popular y la retórica del agrarismo organizado.11
De hecho, la violencia que provocaría la salida de la familia de Pérez Olivares del rancho de Cerro de León en 1929 no tuvo que ver con un conflicto entre terratenientes y agraristas, sino con tensiones intrafamiliares exacerbadas por el ambiente general de inseguridad en el campo. Resulta que en esos años los jóvenes de Cerro de León habían formado un equipo de béisbol que solía salir a jugar contra otros equipos de la zona. Sin embargo, algunos miembros del equipo, parientes de Pérez Olivares, se habían dedicado al bandolerismo y empezaron a mostrarse agresivos con él, en algún momento pidiéndole los útiles del equipo para destruirlos en el patio. Al mismo tiempo, una hermana de Porfirio era objeto del odio de otros parientes, al grado que “cuando iba al arroyo a lavar ropa, siempre andaba prevenida, o sea, armada con un cuchillo o una navaja”.12 Ante las crecientes tensiones, la familia decidió a mudarse a otro pueblo. Aunque las razones atrás de estos conflictos son borrosas y tal vez pueden ser interpretadas como envidias y rencores “normales” de la vida social en pequeñas comunidades rurales, resulta evidente en el relato que las circunstancias personales de esa familia se vieron afectadas directamente por el clima de violencia prevaleciente en la zona durante esa época.
Al proseguir con su relato sobre el agrarismo, Pérez Olivares alude a la masacre de ocho dirigentes agraristas por guardias blancas, la misma que está documentada en detalle por Alfonso Osegueda Cruz en La masacre del 28 de noviembre de 1935 en Laguna Blanca. El agrarismo radical en Soledad de Doblado, Veracruz (1912-1935). Debido a este suceso violento, “papá y yo pasamos el mes de diciembre de ese año durmiendo en el monte, aguantando los moscos y el intenso frío, en previsión de lo peor, pues ninguna sorpresa causaba el saber que habían emboscado a fulano o que por la noche habían ido a sacar de su casa a zutano para matarlo”.13 Cabe subrayar lo significativo de esta experiencia, ya que la costumbre de pasar tiempo escondidos en el monte a causa de situaciones violentas es una constante en los testimonios agraristas, como también lo es en los relatos de la revolución. En este sentido, el monte funciona no sólo como parte del ecosistema rural integral, complementario de la parte cultivada; también se presenta como un espacio de libertad, emparentado con los “lugares del discurso oculto” mencionados por James C. Scott en Los dominados y el arte de la resistencia, que eluden la dominación externa y permiten la supervivencia e incluso la resistencia. Para la familia de Pérez Olivares, entre muchas otras, el monte fue el lugar de refugio al que recurrieron una y otra vez hasta que por fin se logró estabilizar la región.
En 1934, antes de la masacre mencionada y la huida al monte descrita en las Memorias, los habitantes de Paso Solano (donde la familia se había establecido después de salir de Cerro de León) recibieron posesión definitiva del ejido y Pérez Olivares fue electo presidente del comisariado ejidal. Durante el ejercicio de este cargo visitó la ciudad de México como parte de una comisión formada, según el autor, para apoyar los intereses de un jefe de zona ejidal, Juan R. Solorio, que estaba en peligro de perder su empleo y quería quedar bien con sus superiores encabezando el esfuerzo de gestionar la resolución de “todos los problemas de los ejidos”.14 Junto con otros representantes de los ejidos de la región, Pérez Olivares aceptó la comisión para aprovechar la oportunidad de viajar y conocer la capital.
Al llegar a México, recuerda el autor, empezó la confusión, ya que Solorio nunca apareció. A pesar de eso, y siguiendo las redes ya establecidas entre agraristas e instancias gubernamentales, encontraron albergue; sin embargo, la “bienvenida” de parte de los anfitriones, tanto de la Casa del Agrarista como de la sociedad en general, resultó ambivalente, marcada en gran medida por la humillación, como narra Pérez Olivares:
En unos coches de alquiler nos fuimos a la Casa del Agrarista, que estaba en la calle de Sor Juana Inés de la Cruz, allá por la colonia Santa María la Ribera. De ese lugar nos mandaron al Departamento Agrario a sacar unos pases para el alojamiento. Ya de regreso en la Casa del Agrarista, nos hicieron pasar a un patio interior rodeado de amplios corredores, en los que había mucha gente de diferentes rumbos de la República. Mientras unos se desvestían y otros se vestían, otros más aguardaban, cubiertos con una especie de camisón.15
Más que delegados políticos del campo, los agraristas fueron recibidos como recién llegados de otro planeta, el de la suciedad y la contaminación, en una escena que recuerda mucho el tratamiento de los inmigrantes europeos a manos de las autoridades estadunidenses en Ellis Island, Nueva York, entre otras siniestras reacciones autoritarias ante el otro en las primeras décadas del siglo XX:
En ésas estábamos, cuando se acercó a nosotros un empleado diciendo que nos quitásemos la ropa y dándonos unas batas o camisones como los que habíamos visto. Nos dijo también que con los pañuelos hiciéramos una maleta y ahí metiéramos la ropa; a continuación, vimos cómo la maletita iba a parar a un depósito con vapor, donde, según se nos dijo, la ropa se desinfectaría. De remate tuvimos que pasar por el sillón de la peluquería y ahí nos aplicaron en la cabeza una substancia bastante aceitosa y con fuerte olor a aguarrás, dizque para matar piojos y liendres. Pero lo mejor vino después, cuando nos devolvieron la ropa y, al ponérnosla, descubrimos que había encogido a tal grado que los pantalones malamente nos llegaban a medio pantorrilla. Unos a otros nos ayudamos tratando de estirarlos, pero todo fue inútil, pues la tela no cedió ni un solo centímetro. Con esas fachas anduvimos en México y con las mismas regresamos a Soledad, provocando sin querer la risa de la gente.16
En este relato sobresale el choque entre los dos mundos: la ciudad, autoritaria en su aplicación de medidas de higiene como rito obligatorio para los visitantes, y el campo, repositorio -según la perspectiva citadina- de mugre, insalubridad, “piojos y liendres”. Los campesinos están sujetos a procesos que los humillan y que subrayan su otredad ante la sociedad capitalina, incluyendo la propia instancia -la Casa del Agrarista- cuya intención era, según su nombre, hospitalaria. Pérez Olivares profundiza el tema del choque cultural al observar que “cuando andamos en México, para cruzar la calle esperábamos a que se detuviera el tráfico y pegábamos la carrera hasta llegar a la otra acera, no faltando los maloras y los que, debido a nuestra peculiar vestimenta, nos confundieran y nos gritaran: ¡Zapatistas!”17
La consigna de “zapatistas”, para el autor, parecía provenir de su ropa encogida que, al no llegar a cubrir el cuerpo, asemejaba el calzón de manta utilizado por los campesinos indígenas del sur. No obstante, si recordamos el asombro y la confusión provocados por la ocupación zapatista y villista de la capital de la nación en 1914, nos damos cuenta que, dos décadas después, la brecha entre la ciudad y el campo no se había cerrado, y que los personajes que en la narrativa de Pérez Olivares tienen nombre, apellido y ejido o ranchería de adscripción, en el anonimato de las calles metropolitanas se conviertan en nada más (y nada menos) que unos “indios” cualquieras, objetos de burla y vistos, quizás con cierto miedo además de desprecio, como portadores de contagio.18 En la estancia de dos días en México, nuestro autor no sólo conoció la ciudad, sino que aprendió algo más sobre el contexto de su propia lucha y la percepción de ésta fuera de las fronteras de la zona de Soledad del Doblado; es decir, se vio quizá por primera vez reflejado en el espejo distorsionador donde el campesino y el indígena, a pesar de los discursos procampo del Estado, seguían sufriendo la discriminación desde el mundo urbano, que los veía como otro.
Sin embargo, unas páginas después, Pérez Olivares ofrece un interesante contrapunto a la experiencia en la ciudad de México, cuando “en estos momentos me viene a la memoria” el recuerdo de otros desencuentros, esta vez en su propio terruño:
cuando yo vivía en Paso Solano, los tipos que llegaban al rancho dizque a orientarnos y ayudarnos en cuestiones políticas y agrarias, y que andaban ataviados con polainas, sombrero tejano y pañuelo colorado en el pescuezo, eran para nosotros los “señores ingenieros”, a los que veíamos con mucho respeto y admiración, hasta que empezamos a darnos cuenta de que algunos de ellos no componían absolutamente nada. Cuando, a la distancia de tantos años, me acuerdo de eso, no puedo evitar cierta risita.19
En este recuerdo, la educación del autor que le había inculcado el respeto hacia la autoridad, no sólo político-militar sino toda la autoridad emanada de la ciudad letrada, es -por lo menos con el tiempo- desmentida por la experiencia, la cual valora los conocimientos de la gente del campo y que, incluso, emplea de cierta manera la risa como una especie de discurso oculto en los términos de Scott. El caso de los ingenieros que van con sus peculiares disfraces al campo pero “no componen nada” no es algo que conduce a la rebelión, aunque la falta de acción y de respuestas concretas por parte de las autoridades puede provocar descontento; más bien se trata del uso del humor y de la parodia como una manera de recuperar la dignidad, la misma que les fue robada de los comisariados de modo tan simbólicamente fuerte en su visita a la metrópoli.20
Vale la pena, además, ubicar estas experiencias de encuentro y desencuentro con el Estado y la ciudad en el contexto de los tempranos años treinta y la creciente complejidad y burocratización de las relaciones entre el ejido como sistema socioproductivo, el Estado y el capital. El ejido, a pesar de las tempranas visiones románticas de un “socialismo mexicano”, finalmente se insertó en el sistema capitalista como una modalidad más de la explotación mercantil de la tierra, sus productos y la mano de obra involucrada. Con el ímpetu que dio Cárdenas a la reforma agraria, escribe Armando Bartra, la dependencia de los campesinos respecto del Estado creció; el Estado, en efecto, se convertiría en el nuevo patrón, aunque no el único, mientras se expandía y diversificaba el “campo estatal”, que Alejandro Islas (a partir de una propuesta de Pierre Bourdieu) caracteriza como “una coproducción entre los agentes del Estado en sus diferentes instituciones y las familias”, es decir los habitantes de la localidad.21
Estas relaciones complejas y conflictivas, embrionarias en el momento bajo discusión, pero que persistirían a lo largo del siglo xx y hasta la fecha, son las que matizan la experiencia de los campesinos desnudos en la Casa del Agrarista en 1934, o ante los “expertos” citadinos enviados a instruirlos y asesorarlos en el mismo periodo; la relación, siendo en principio de apoyo, no por eso deja de ser paternalista.
En el caso de Pérez Olivares, la decisión de afiliarse a una facción política local puede explicarse en parte por sus capacidades con la palabra escrita y a partir de sus experiencias en la organización agraria, además del impacto de la violencia constante, reflejado por ejemplo en los largos ratos pasados escondidos con su padre en el monte. Es de notar, no obstante, que estas facciones pronto se constituyeron en partidos políticos efímeros, para después triunfar como el partido, el único, el Revolucionario Institucional, arena única de acción para cualquier dirigente como Pérez Olivares que quiere hacer avanzar su causa -los intereses de los ejidatarios- o bien sus ambiciones personales. El resto de sus Memorias ofrece una ventana iluminadora sobre la política local y las numerosas maniobras que se requieren para asegurar la sobrevivencia dentro de ella; volveremos después a esta importante faceta de la experiencia agrarista. Primero, empero, hojearemos las páginas de otro texto testimonial, Tiempo y memoria. Recordatorio biográfico y poético, de Pino Domínguez Colorado, en busca de afinidades y otras perspectivas sobre los temas hasta aquí tratados: los intersticios de la palabra, el poder y la violencia.
Recuerdos y versos: Pino Domínguez Colorado
El apartado denominado “biográfico” de Tiempo y memoria es relativamente breve, ya que la mayor parte del libro -prologado, seleccionado y anotado por el nieto del autor y académico del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana, Efrén Ortiz Domínguez- abarca su producción poética, principalmente en el género popular del corrido. La selección es fortuita, ya que Pino Domínguez Colorado figura como compositor de corridos agraristas en las antologías compiladas por Georgina Trigos (1989, 1990) y Alfonso Hernández Pérez (1981) y además como personaje clave en la obra de David Skerritt Gardner (2003) sobre la historia agraria del centro de Veracruz, relacionado incluso con el esfuerzo del investigador de entender con más profundidad el complejo papel de la organización paramilitar de la Mano Negra, como veremos en breve.22 Así que el corto relato autobiográfico viene matizado por otros textos y contextos que tomaremos en consideración, iniciando, sin embargo, con una exploración del relato mismo como parte de nuestro corpus testimonial.
En el prólogo del libro, Ortiz Domínguez aclara que el relato de su abuelo fue presentado en 1980 ante el entonces candidato a gobernador Agustín Acosta Lagunes en su visita a Mata de Jobo, “con la intención de rebatir la tesis del fracaso del ejido como forma organizativa en el campo mexicano y de alentar al virtual gobernador del Estado a combatir la corrupción que campeaba (y campea aún) en los organismos que dicen defender el campesinado”.23 Como si quisiera subrayar desde el principio la compleja y subestimada conexión entre las letras y la lucha agraria, el prologuista también hace notar que el original del texto de Domínguez Colorado fue escrito a máquina en “su memorable Remington portátil 1924, obsequio del Coronel Adalberto Tejeda”.24
El detalle es deslumbrante, ya que Remington, empresa estadunidense exitosa a escala internacional, manufacturaba tanto máquinas de escribir como armas de fuego; el gobernador Tejeda, por su parte, desafiaba el poder de los terratenientes al distribuir armas al campesinado para su defensa propia y la de su gobierno, en específico de sus políticas agraristas. Por ello, la Remington -a diferencia de la máquina Oliver que los revolucionarios ficticios retratados por Mariano Azuela en Los de abajo arrojan contra las piedras para disfrutar, sencillamente, del ruido de su estrepitosa caída- figura como un arma más en esta lucha.25
Saltando la primera parte del relato, que consiste en un detallado registro de las fechas y circunstancias de los nacimientos de cada uno de los hermanos y hermanas Domínguez Colorado, llegamos a la infancia del autor, quien nació en Mata de Jobo, municipio de Puente Nacional, en 1897. Su padre fue carpintero y la familia carecía de tierras, aunque un tío latifundista, Ambrosio Ortiz, dueño de grandes terrenos, les arrendaba un pedazo para sembrar.26 Los Ortiz y los Colorado fueron algunos de los grandes terratenientes de la zona; pequeñas propiedades no había y los demás pobladores del lugar trabajaban de jornaleros, con largas horas, sueldos bajos y siempre acumulando deudas en las tiendas de raya de las haciendas.27 En este escenario entran, primero, la Revolución, descrita con el estilo esquemático y poco profundo -propio quizás de alguien que fue, posteriormente, maestro rural-, en contraste con las detalladas descripciones de acontecimientos vividos de manera personal. Luego, los primeros murmullos de la reforma agraria, con todas sus consecuencias:
1921. Empezamos a oír que en Tlacotepec, Carrizal, Plan del Río y Acazónica se estaba formando el Comité Particular Ejecutivo Agrario para pedir Ejido. Ignorábamos nombres y condiciones, y nos preguntábamos, ¿qué será eso? ¿Cómo se hará? Nosotros no conocíamos a ninguna persona de los lugares donde se sabía que estaban formando grupos, pero aquí en Mata de Jobo había llegado el papá de Segundo Rincón, que era de Tlacotepec, y fuimos comisionados José Contreras, Isaac Fontes y yo para enterarnos del contenido de la organización.28
Expresado así, la escena tiene un aspecto dramático fanoniano de inevitabilidad: es decir, tal como en el escenario de organización anticolonial planteado por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, los organizadores de la causa agraria no tienen que hacer más que llegar al campo con sus nuevas ideas para que éstas sean secundadas y adoptadas como propias por un campesinado con hambre de tierra y sed de justicia.29 En el caso bajo consideración, lo que no queda del todo claro es el antecedente que explicaría el porqué de los nombramientos; pero para el autor, recordar los nombres de los involucrados es parte medular de su relato, ya que la necesidad de tierras se da por hecha, dadas las condiciones de explotación y desigualdad. Por ello procede su recordatorio de la siguiente manera:
En Tlacotepec habían nombrado como presidente del Comité Particular Agrario al ya finado Gonzalo Flores, quien nos orientó al principio; pero dada la circunstancia de nuestra ignorancia, el señor Rincón tomó la delantera y la hizo de presidente; al finado José Contreras lo nombramos secretario, al finado Isaac Fontes, tesorero, y empezamos a luchar por la tierra. No sabíamos nada, todo lo ignorábamos, no teníamos Ley que nos gobernara.30
El año fue 1922 y el autor tenía 21 años. Muere Isaac Fontes y el joven Domínguez Colorado entra al comité en su lugar, pero “la nuez nos sale vana”, ya que el autonominado presidente empezó a cobrarles cuotas sindicales sin que hubiera avances en las cuestiones de tierras.31 Al quejarse los demás con los compañeros de Tlacotepec, se hizo el cambio y el mismo Domínguez Colorado quedó en la presidencia del comité. Al mismo tiempo, se agudizaba la situación en la zona, ya que los terratenientes también se empiezan a organizar, formando guardias blancas que “comienzan a matar agraristas”.32 Los Colorado y los Ortiz, a pesar de los lazos de sangre que tenían con algunos de sus arrendatarios ahora organizados, se convirtieron en los peores enemigos del grupo agrarista, el cual, “en una junta que hicimos debajo de un anono que ya no existe, enfrente de la casa donde vive ahoy [sic] Franco Fontes, nos reunimos los pocos que éramos, acordando entrar a rozar una mata que estaba lado debajo de la bajada de las Perlas, y entramos en el desmonte”.33
Detengámonos un momento en este fragmento del relato, en que la decisión de llevar a cabo una invasión de tierras es narrada con la abundancia de detalles tan importante en los testimonios locales. El anono (árbol de la dulce y emblemática fruta anona) que ya no existe, la casa donde “ahoy” vive algún conocido, la ubicación precisa de la mata que se va a rozar: en apariencia estos detalles son arbitrarios o desconectados del tema principal del conflicto entre agraristas y terratenientes, pero en realidad son su parte medular, ya que hablan de la memoria y el sentido identitario que da a la lucha su significado verdadero. Es decir, en este relato de la toma de decisiones estratégicas resalta no sólo el pleito inmediato, sino la cotidianidad que, de cierta manera, evoca los milieux de mémoire que Nora considera el espacio dinámico, no reificado, de la memoria histórica.34
Todo esto, que el autor sigue narrando puntualmente con nombres y apellidos, culmina en el famoso “incidente de Puente Nacional” de 1923, en que el enfrentamiento entre terratenientes, agraristas y la guardia civil del estado aventó el agrarismo veracruzano al escenario nacional y obligó a los gobernantes federales y estatales a tomar posición.35 “Aquí en Mata de Jobo”, comenta Domínguez Colorado, “nos decían los Chiviques, y quiero ser franco al expresar que los que nos tenían por Volcheviquis [sic] fueron los papás de los que se pasan por muy agraristas, y que a los pocos que principiamos la lucha y que tomamos las armas para defender el ideal, nos han arrumbado al rincón de los trebejos viejos”.36 De esta manera nos recuerda el propósito del relato, el cual es avanzar la causa agrarista no en el lejano 1923 sino en el tiempo presente, o sea, ante el futuro gobernador del estado en 1980.
Al igual que Pérez Olivares, Domínguez Colorado entra a la política a través del agrarismo y logra ser presidente municipal durante la década de 1950; sin embargo, a diferencia del otro autor, no hace carrera de ella, ya que en 1959 ingresa al sistema educativo como “profesor de primeras letras” y desempeña el oficio de maestro hasta que la edad obligó su jubilación.37 En un elogio al ya viejo luchador social publicado en La Voz del Campesino en 1989, el autor anónimo indica que Domínguez Colorado “considera motivo de gran orgullo no haber aceptado las diputaciones y puestos que le ofrecieron” y que “refleja la sencillez de su vida en todo”.38
Sin embargo, cabe aclarar que ninguna vida es realmente “sencilla”; en el caso que nos ocupa, hubo complicaciones que no aparecen en el relato presentado ante el candidato Acosta Lagunes, pero que sí se tratan en un artículo de Skerritt publicado un año después (1981) en torno a la Mano Negra, la fuerza paramilitar que dominó la región central de Veracruz durante varios años a partir de 1929. Para el artículo, Skerritt utilizó sus entrevistas con Domínguez Colorado y el también veterano Estanislao Arroyo Zapata (de Mata Oscura, zona de Huatusco) para explorar la complejidad de la experiencia agrarista más allá de las visiones simplistas de “buenos y malos” que, a pesar de ser las más conocidas y difundidas hasta la fecha, él consideraba inadecuadas e incluso contraproducentes para comprenderla.
Por lo tanto, la revelación inquietante que presenta Skerritt es que nuestro personaje, a pesar de su fuerte compromiso agrarista y ejidatario, se juntó en algún momento con la Mano Negra, acción que el historiador presenta como una de varias elecciones difíciles hechas por el entrevistado a lo largo de su carrera y que (subrayamos) no aparecen tal cual en el relato autobiográfico:39
Cuando la rebelión delahuertista, don Pino se incorporó a los voluntarios de Carrizal, y después Heriberto Jara lo nombró jefe de guerrilla de Mata de Jobo. Hacia finales del segundo gobierno de Tejeda, Domínguez fue nombrado jefe auxiliar de Cándido Pérez, de La Ternera: el entonces pistolero parrista de la región. Esto fue resultado de la advertencia de un amigo, aconsejándole la conveniencia de pedir a Celerino Palmeros que le llevara con Manuel Parra, así podría salvar “la chaqueta”; si no, lo iban a matar por ser agrarista. Además, cuando llegó la hora de decidir entre Tejeda o Sóstenes Blanco, don Pino se quedó con los rojos.40
Este fragmento de Skerritt es citado por Ortiz Domínguez en la presentación del libro de su abuelo, pero omitiendo las líneas sobre la Mano Negra. Por su parte, Domínguez Colorado denuncia la Mano Negra en su relato y no menciona su breve asociación con ella, por ende no queda claro el papel del autor, aunque sí nos da una pista cuando, en su “Corrido de las guardias blancas”, habla de los sucesos en la zona a partir de 1929, cuando Parra fundó la Mano Negra desde la hacienda de Almolonga:
Por este suceso brincó,
miles fueron sepultados;
a todo agrarista truncó
con Cornejo a su lado;
por el año treinta y cinco
temblaba todo el estado.
Todos en grandes festines
matando por orden de él,
no se conocían sus fines:
pistoleros a nivel
desde Xalapa a Martínez
y de Actopan a Cardel.41
Aunque lo central es lo sangriento que fueron estos acontecimientos, si leemos el corrido de modo paralelo a los resultados de la entrevista con Skerritt en 1980 podemos entender la frase “no se conocían sus fines” como autorreferencial, o sea, una indicación de que la alianza provisional entre Domínguez Colorado y la fuerza paramilitar encabezada por Parra fue, como dice Skerritt, “por motivos de fuerza mayor”.42 Por ello, el punto no es la inconsistencia del autor ni lo selectivo de su memoria -entendible en un discurso escrito para presentar ante un futuro gobernador y, de hecho, en cualquier relato del pasado, necesariamente parcial y diseñado consciente o inconscientemente para dar una buena imagen del yo narrador-; el episodio se revela como una posible mancha en su trayectoria que no se puede permitir en un texto que se ofrece como elogio. Por ello queda suprimido del relato.
Cabe remarcar: tal como Skerritt argumenta y otros autores han profundizado desde entonces, el fenómeno de la Mano Negra -al igual que el agrarismo y la lucha agraria en general- no se puede reducir a “una interpretación de buenos y malos: de terratenientes contra campesinos. Se trata, en cambio, de un proceso complejo que implica un juego de relaciones entre diversos elementos del Estado local y nacional, grupos de terratenientes y unas bases más humildes”.43 A todas luces, aunque por razones que ya se han quedado en el olvido en el caso tanto de Domínguez Colorado como de muchos otros personajes, los abruptos, ambiguos cambios de alianzas y lealtades -fueran éstos estratégicos o desesperados- formaban una parte substancial de este juego.
Otro aspecto que queda curiosamente ausente de Tiempo y memoria, a diferencia del libro de Pérez Olivares, es el recuerdo de las andanzas del autor en el mundo de las letras. Es el prologuista Ortiz Domínguez quien proporciona el dato sobre la Remington obsequiada por el gobernador, y es de suponer que el ascenso de Domínguez Colorado en el agrarismo y luego en la política tiene fundamento, como se ha visto en otros casos, en su manejo de la palabra escrita; pero nuevamente es el nieto que señala que “en pequeñas libretas anotaba de manera casi obsesiva las fechas más relevantes para la historia de México, los episodios más significativos para él e, incluso, aquellos que escapan a la sanción institucional”.44 Junto con los múltiples corridos en honor de los próceres agraristas -Úrsulo Galván, Adalberto Tejeda, Antonio Carlón-, de la Liga de Comunidades Agrarias y de la lucha agrarista en general, se encuentran en la colección numerosos versos de naturaleza didáctica, sobre todo relacionados con la historia de México, inspirados sin duda en los datos recogidos en aquellas “pequeñas libretas”. También figuran de manera notable las controversias rimadas y los corridos o trovas compuestos para su presentación ante visitas políticas, ambos subgéneros desarrollados en el ambiente de la política priísta.
Este último punto es importante, pues al mismo tiempo que la complejidad del personaje y su relato de los primeros esfuerzos agraristas de su región no dejan de ser interesantes para nuestro análisis de la violencia y la formación de las subjetividades campesinas, Tiempo y memoria también señala otra realidad de los testimonios agraristas y la memoria colectiva de la sociedad veracruzana en general, a lo largo del siglo XX: que por más “rojo” o “volcheviqui” que hubiera sido el movimiento campesino en sus inicios -“rojo” también en el sentido de las cantidades de sangre derramada-, al fin y al cabo todos los caminos llevan al PRI, el partido oficial y único. Ya que ignorar o negar su presencia implicaría pasar por alto gran cantidad de testimonios de la lucha agrarista en el estado, esta memoria oficialista la trataremos brevemente en el siguiente apartado.
El Estado y la memoria, o “donde sólo aprendí lo que no olvidé”
Al considerar los testimonios de los agraristas de las décadas de 1920-1930 y sus descendientes, se topa inevitablemente con la realidad histórica de larga duración, centrada en la estrecha relación entre las comunidades rurales, la reforma agraria y el Estado. A grandes rasgos, se puede considerar que el desarme de las organizaciones agrarias a principios de la década de 1930 puso fin a la etapa radical e inauguró otra dinámica, corporativa y paternalista, en que las ligas campesinas, igual que las confederaciones obreras, las agrupaciones feministas y otros sectores sociales, fueron abarcados como bastiones casi automáticos de apoyo al partido dominante y a los gobernantes en turno. Es decir, el apoyo masivo y visible que estos sectores podían brindar para legitimar el poder del Estado fue la garantía de un mínimo de protecciones sociales y económicas; de esta manera, el agrarismo, siempre vinculado de manera fundamental al Estado a través de su relación con los gobiernos de Tejeda (entonces con alto grado de reciprocidad y participación directa, al nivel municipal sobre todo) y en menor grado de Heriberto Jara, llegó a una nueva y duradera etapa de dependencia política.
Si bien los dos textos que hemos considerado aquí como parte del género de literatura testimonial del movimiento campesino reflejan de manera abierta la influencia preponderante de la política, del partido y del Estado en la formación de la memoria agrarista, lo hacen desde lo personal y lo local, es decir, la historia del individuo y de su comunidad donde otros actores individuales, colectivos e institucionales no pueden sino figurar. Caso aparte, entonces, son los textos escritos desde una perspectiva explícitamente oficialista. Uno de ellos, ejemplar, es La lucha agraria en Veracruz (1989), compilación de documentos, actas, fotos y recuerdos escrita por Vladimir Acosta Díaz, miembro fundador de la Vieja Guardia Agrarista de México en 1952, la Vieja Guardia Agrarista del Estado de Veracruz en 1968 e hijo del dirigente agrarista Isauro Acosta.
La Vieja Guardia veracruzana, como el tomo I del libro anuncia desde su portada, es una organización que “se constituyó, se integra y opera con tres generaciones: los precursores supervivientes que fundaron la Liga, los hijos de estos precursores y los que tengan más de 15 años de militancia constante y legal dentro de la Liga”. La autoridad moral desde donde se escribe la historia se demuestra así desde un principio, y el mismo autor agrega su propia autoridad, como hijo de familia agrarista y miembro de diversos comités y poseedor de cargos políticos, tanto electorales como nominados, o en sus palabras “de respetabilidad partidista”. El libro fue publicado por la Liga de Comunidades Agrarias y Sindicatos Campesinos del Estado de Veracruz (la LCAEV en su encarnación posterior) a través de la Editora del Gobierno del Estado, en tiraje de 3 000 ejemplares: tres veces el tiraje de las Memorias de Pérez Olivares y seis veces el de Tiempo y memoria de Domínguez Colorado. Pero no es su edición por parte del gobierno lo que resulta interesante de este libro, sino su insistencia en leer la lucha agraria exclusivamente a través del lente de la política, mientras a la vez propone como lema -impreso en la portada y repetido dentro del libro- la enigmática expresión: “donde sólo aprendí lo que no olvidé”. Un repaso por el contenido del libro nos da una posible interpretación de este lema.
Después de una breve introducción e igualmente breve prólogo, ambos del autor Vladimir Acosta, sigue una foto del entonces presidente de la república Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), el gobernante que intervino fuertemente en el campo al reformar el artículo 27 de la Constitución para permitir la compra y venta de tierras ejidales. Aunque esta intervención, y la aprobación del Tratado de Libre Comercio que entró en vigor en 1994, fueron consideradas por muchos un atentado contra el espíritu y la letra de la reforma agraria revolucionaria, priístas como Acosta consideraban a Salinas “el hombre que México necesita para alcanzar el cambio en las estructuras del sistema económico, político y social […] logrando definitivamente la soberanía nacional, específicamente en el importante renglón agropecuario”.45
Sigue en la próxima página un elogio al entonces gobernador Fernando Gutiérrez Barrios; luego, una página con un montaje de fotos de los gobernadores de Veracruz desde 1920, seguido por otra foto en grande de Adalberto Tejeda, también en su papel de gobernador del estado. Finalmente, otro montaje con fotos de los dirigentes de la Liga de Comunidades Agrarias “desde su fundación, 1923 a 1988”.46 De esta manera, aún antes de llegar a la parte medular del libro, se establece un paralelo entre el movimiento agrario y el Estado, por un lado, y por otro, una ficticia continuidad entre los momentos fundacionales de la Liga y el presente del texto, ubicado en plena época salinista y neoliberal.
El texto de Acosta entremezcla recuerdos y narraciones, valiosos documentos históricos como el Acta Constitutiva de la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz (a cuyo nombre el autor agrega anacrónicamente “Sindicatos Campesinos”, quizás para reforzar la continuidad con la organización en épocas posteriores); fotos de diversas índoles, entre las cuales sobresalen un par de llamativos retratos de Úrsulo Galván que expresan el carisma del líder; semblanzas de algunos personajes claves de la lucha (Tejeda, Galván, Isauro Acosta, José Cardel y Carolino Anaya), escritas por historiadores o fuentes cercanas al personaje retratado; y finalmente, casi interminables listas de los gobernantes, las mesas directivas, los delegados y demás funcionarios relacionados con la organización campesina en cada uno de sus periodos de actividad.47 Concluye el libro con el “Himno Agrarista”, atribuido aquí a Lorenzo Barcelata; dicha canción es una variante del “Corrido Agrarista” grabado por Barcelata y Ernesto Cortázar con los Trovadores Tamaulipecos en 1929, pero que, con modificaciones, se convirtió en “himno” de los actos oficialistas del partido y sus organismos sectoriales campesinos.
De esta manera, sin dejar de ser un útil compendio de información sobre la Liga tanto en sus orígenes como en su trayectoria posterior, pasando por alto, por supuesto, la amarga división de 1932, cuando después de la muerte de Galván la organización se dividió entre “rojos” -fieles a las ideales originales de Galván y Almanza- y “blancos” que buscaron posicionarse a toda costa en el nuevo panorama político post-tejedista, encontrándose en este último grupo tanto Sóstenes Blanco como Isauro Acosta. El hecho de que algunos de los pocos próceres del movimiento que aún vivían, y muchos de sus seguidores, veían a los “blancos” como traidores no entra al libro, como tampoco entra la consecuente violencia entre los agraristas mismos, además de la que fomentaron la Mano Negra, otras guardias blancas y otras fuerzas políticas y de combate durante los 1930 en adelante, pues la misión del autor es valorar la organización existente y subrayar la continuidad, cosa que sólo se puede lograr borrando las contradicciones.
Por ello, la frase enigmática “donde sólo aprendí lo que no olvidé” cobra un sentido fuerte que, de hecho, se puede aplicar no únicamente a este libro, sino también a los otros aquí mencionados, ya que en todos los relatos es evidente que el acto de olvidar -lo desagradable, lo incómodo, lo políticamente incorrecto- desempeña un papel central en la construcción de la memoria.
Reflexiones finales
En su corrido “La causa agrarista” Domínguez Colorado asegura que “recordar no es velorio”, y subraya la importancia de transmitir la memoria histórica de la lucha agraria a las nuevas generaciones:
A hoy no lo sabe ninguno,
el joven su sueño atroz,
para mí es tiempo oportuno,
se los digo en alta voz,
con Cándido Aguilar el año 21,
con Tejeda el 22.48
Difícil saber si el recuerdo viene a perturbar “el sueño atroz” del joven ignorante de este pasado, o bien a educarlo para sentirse orgulloso de sus raíces, de los que “nos fajamos los pantalones / para poder controlar” y defender los derechos de los campesinos en contra de los hacendados y los federales rebeldes asociados con la rebelión delahuertista. En otro corrido, titulado “Del agrarismo”, don Pino habla de su propia historia desde una óptica personal e incluso autobiográfica:
Doy mis pasos todavía
y mi acción no fue contraria,
si consta en geografía
para mí la lucha es diaria.
Les cuento mi biografía
dentro de la lucha agraria.49
La poesía agrarista de Domínguez Colorado brota de la misma fuente de las Memorias de Pérez Olivares cuando, sabiéndose en el ocaso de sus días, decide narrar la historia del agrarismo en su zona como parte de su propia autobiografía (o viceversa); y también de Vladimir Acosta Díaz cuando éste intenta hacer justicia a los mártires y próceres del agrarismo en sus inicios, aunque en su caso es más notorio el intento de someter los recuerdos a un proceso de depuración necesario para la reafirmación del agrarismo dentro del programa del Partido Revolucionario Institucional en el aquí y ahora, o como diría Domínguez Colorado, “ahoy”. De ahí los usos estratégicos de la memoria que se ven con notoriedad en el agrarismo contemporáneo.50
A manera de conclusión, terminamos con un par de reflexiones que, a nuestro parecer, vale la pena remarcar. En primer lugar, al leer los testimonios, queda claro que los campesinos nunca fueron -como muchas veces se les han pintado- simples títeres en manos de unos ideólogos llegados de afuera a reclutar carne de cañón para sus campañas políticas o causas subversivas. Aunque la gente del campo generalmente describe la experiencia del haber entrado a la lucha sin comprenderla en toda su complejidad, aun así, siempre entra por voluntad propia y desde la plena conciencia de sus carencias, sus necesidades y también de los riesgos involucrados. Hubo tremenda capacidad de organización, una vez que el modelo les aparece (desde el rancho de al lado o un poco más allá, donde hay rumores de que ya hay comité… o sea, no necesariamente de manera directa de las organizaciones urbanas); también hubo tremendo valor y capacidad de resistencia, en la acepción más básica del término: vivir en clandestinidad, buscar refugio en el monte, desafiar la desaprobación y hostilidad abierta de vecinos y parientes más acomodados, además de la persecución abierta de parte del enemigo. Quienes los han querido ver como sujetos pasivos y manipulados, entonces, están equivocados, como ya ha señalado Skerritt en su discusión sobre el “potencial revolucionario” del campesinado.51 Esto, por supuesto, sin descontar la larga historia de manipulación que, a partir de la revolución, hizo del sector campesino una construcción ideológica y -en un sistema de gobierno electoral donde los sectores populares significan votos- un objeto de contención.52
Además, tampoco podemos considerar el movimiento campesino como parte de una propuesta fundamentalmente ideológica, aunque el “fantasma” del bolchevismo, como hemos visto en el testimonio de Domínguez Colorado, recorría el campo precisamente como fantasma, potencialidad o espejismo: sobre todo en boca de los detractores del agrarismo, pero también como el evangelio traído esporádicamente por los organizadores en el plano estatal y nacional (las reuniones en el campo que se realizaron después del regreso de Manuel Almanza de la Unión Soviética en 1925, por ejemplo). Más que nada, los campesinos reaccionaron a las circunstancias, utilizando tanto la palabra como las armas, tanto los lazos de compadrazgo y amistad como el convencimiento ideológico, tanto “las herramientas del débil” (el chisme, el rumor, la comunicación clandestina y encubierta) como la organización sólida, abierta y decisiva, el desafío a las acciones de los terratenientes o incluso a las imposiciones de un gobierno que, muchas veces, era percibido como una amenaza a la autonomía de las organizaciones sociopolíticas locales, fueran ellas “rancheras” o comunitarias.53
Si bien muchas de estas estrategias de organización y las alianzas resultantes fueron aprovechadas y apropiadas por el partido en el poder para fortalecer su dominación del mundo rural a partir de la década de 1930 y aun antes,54 esto no resta valor a los testimonios, ni a los personajes retratados, ni a las historias que cuentan. Aunque “recordar no es velorio”, la transmisión de la memoria implica poder: poder, en este caso, asociado con el acceso a la palabra escrita y el mundo de las letras, el poder de narrar, ser escuchado y publicar.