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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.14 Guadalajara mar. 2016

 

Lecturas de lo ajeno

Enseñanza y ejercicio de la Música en México

Antonio Rubial García1 

1Universidad Nacional Autónoma de México

Camacho Becerra, Arturo. Enseñanza y ejercicio de la Música en México. México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, El Colegio de Jalisco, Universidad de Guadalajara, 2013. 317p.


Desde el siglo XI, y gracias al renacimiento de las ciudades por la intensificación de la actividad comercial, los obispos reforzaron su dominio eclesiástico en ellas con la creación de los cabildos para la mejor administración de sus catedrales y con la multiplicación de parroquias, tanto urbanas como rurales, en las que el clero secular administraría los sacramentos. Desde entonces, los obispos fueron importantes instrumentos de las monarquías europeas para consolidar su poder promoviendo la construcción y el crecimiento de sus catedrales, sedes del culto litúrgico. Con el descubrimiento de América, la Corona española quiso instaurar también el régimen episcopal, a pesar de que la labor evangelizadora había sido encargada en un principio a las órdenes mendicantes, y parte importante de ese apoyo regio se vinculó con el fortalecimiento de los cabildos catedralicios que apoyaban a los obispos en las funciones litúrgicas y administrativas de la sede. Al principio esto se dificultaba por la escasez de clérigos seculares bien preparados y por la insuficiencia de recursos procedentes del cobro de diezmos, principal sustento del obispo y su cabildo.

Las cosas comenzaron a cambiar a partir de la segunda mitad del siglo XVI con el fortalecimiento de las catedrales y del poder de los obispos, aunque el aumento en el cobro de diezmos no se logró sino hasta el siglo XVII, pues los frailes se oponían a que los indios pagaran ese tributo, y sólo cuando se consolidó la economía y crecieron las haciendas fue que los españoles pudieron sostener con sus diezmos a la Iglesia.

Uno de los aspectos más sobresalientes de las catedrales fue su actividad cultural, en especial en relación con la música, que formaba parte sustancial de la liturgia, una de las principales funciones de los cabildos.

El libro que hoy nos ocupa, formado por seis artículos, trata en cuatro de ellos precisamente de ese papel fundamental de las catedrales en la promoción y enseñanza de la música en el periodo virreinal, mientras que los dos últimos, referentes al siglo XIX, muestran la actividad musical en el mundo secularizado que había surgido en México después de la independencia. Esta obra forma parte de un proyecto intitulado Ritual sonoro catedralicio, según informa en el prefacio el coordinador general de la colección, Sergio Navarrete, y es el primero de cinco libros dedicados a este tema, con investigadores provenientes de México, Puebla, Guadalajara, Morelia y Oaxaca. Un factor importante para explicar el auge reciente de los estudios sobre la música virreinal es la apertura de los archivos catedralicios, lo que ha permitido acceder a uno de los muchos aspectos de la cultura virreinal que eran poco conocidos.

Abre el libro un interesante artículo de Celina Becerra, “Enseñanza y ejercicio de la música en la construcción del ritual sonoro en la catedral de Guadalajara”, texto que rebasa con mucho el enunciado, pues no solamente reconstruye con abundante documentación de archivo temas como los nombramientos de maestros de capilla, organistas y ministriles, o la formación de los coros de infantes, sino que además reconstruye con gran acierto las problemáticas catedralicias a lo largo del siglo XVI en Guadalajara. La originalidad del trabajo consiste en no ver el ejercicio de la música como algo aislado de lo que sucede tanto en el ámbito interno en la iglesia mayor de la ciudad como en el ámbito regional de todo el territorio de la Nueva Galicia.

Tomando como base narrativa los periodos episcopales a lo largo del siglo, Celina intercala los temas de la música litúrgica y de los hombres que la practicaban con los problemas que se iban suscitando entre el cabildo y los obispos que querían reformarlo, con la actuación de los capitulares durante las sedes vacantes por ausencia del prelado, con la labor educativa que se llevaba a cabo entre los jóvenes cantores y con las dificultades económicas que tenían esas sedes, cuya principal fuente de ingresos eran los diezmos, insuficientes aún y cuyo cobro estaba sujeto a una población azotada por las epidemias. Esto explica los constantes despidos del personal encargado de la actividad musical y las dificultades que se vivieron en el siglo XVI para consolidar un ritual sonoro.

El artículo se enriquece con la comparación con otras sedes episcopales como Puebla y Valladolid, con la reconstrucción de los miembros de los cabildos y cómo participaban algunos de ellos (como el chantre) en la formación de una tradición musical local, con los listados de salarios que músicos, cantores y maestros recibían de la catedral y con interesantes acotaciones sobre las carreras clericales que comenzaron a partir de la dedicación a la música.

El segundo artículo se refiere a un personaje, “Gaspar Fernández: su vida y obras como testimonio de la cultura musical novohispana a principios del siglo XVII”. Su autor, Omar Morales Abril, reconstruye a partir de documentos de archivo y de la propia obra de Fernández (un cancionero que se encuentra en la catedral de Oaxaca) uno de los periodos menos conocidos de la cultura musical novohispana.

Una acuciosa investigación lleva al autor a replantear lo que se había dicho hasta ahora sobre la biografía de Gaspar Fernández, a quien se había atribuido un origen portugués. El maestro Morales afirma que el músico nació en Guatemala, donde llevó a cabo su formación tanto musical como sacerdotal en el colegio seminario de la Asunción, del que llegó a ser rector. Con documentación del archivo catedralicio guatemalteco, el autor reconstruye la carrera de ese connotado músico que se convirtió en maestro de capilla de dicha catedral entre 1603 y 1606. Ese último año salió de Guatemala hacia Puebla, cuya catedral le ofreció el mismo puesto, pero con el doble de salario. Ahí desarrollaría la mayor parte de su actividad como escritor de polifonía y copista de obras musicales.

La obra recopiladora de Gaspar Fernández, que contiene música y letras de autores españoles y americanos, es una muestra de los fuertes vínculos que unían ambos continentes, vínculos que permitían el tránsito de personas y obras y que comunicaban catedrales tan distantes como Sevilla y Granada con Guatemala y Puebla. El cancionero de Oaxaca, una de las obras que recopiló, es también muestra de la multiculturalidad de la Nueva España, pues en él se reúnen textos de villancicos en angoleño, náhuatl, vasco, gallego y portugués.

El tercer artículo está dedicado a “La escoleta de música de la catedral de Guadalajara (1691-1750)”, cuyo autor, Cristóbal Durán Moncada, lleva a cabo un concienzudo estudio a partir de documentación inédita sobre la enseñanza musical en la ciudad. En el trabajo se distinguen dos épocas: una, que corresponde a los siglos XVI y XVII, en la cual la instrucción musical, bastante libre e informal, corrió a cargo del sochantre y el maestro de capilla; la otra, que abarca desde finales del siglo XVII y todo el siglo XVIII, en la que la educación se sistematizó a partir de la fundación de la escoleta. El artículo se dedica a describir la actuación y el funcionamiento de esa institución creada por el maestro de capilla Martín Casillas con la finalidad de educar a los jóvenes cantores y ministriles (instrumentistas) y examinar a los candidatos que serían contratados para las ceremonias religiosas. El éxito obtenido por este primer impulso llevó a trasladar la escoleta al seminario conciliar, con lo que sus actividades se extendieron a un público más amplio que el de la catedral. El autor narra también las vicisitudes que sufrió la escoleta, tanto financieras como de personal, a menudo ocasionadas por las epidemias. La escoleta de Guadalajara cumplió con la función que en las otras ciudades episcopales tenían los colegios de infantes, pues el de esta ciudad no se fundó hasta 1879.

A estudiar uno de esos colegios, el de la catedral de Valladolid de Michoacán, se aboca el artículo de Violeta Paulina Carvajal Ávila, “El colegio de infantes del Salvador y Santos Ángeles. Semillero de la tradición musical de la catedral de Valladolid de Michoacán”. Para encuadrar su estudio, la autora se remonta a la Edad Media, cuando en los cabildos eclesiásticos del siglo XII se introduce el oficio de maestrescuela, el canónigo que se haría cargo de la instrucción gramatical y musical de los niños del coro. En la Nueva España esa función educativa fue ejercida desde el siglo XVI en las catedrales para todos los niños que estaban a su servicio, tanto los monaguillos que ayudaban al culto como los cantores. Al igual que en las otras catedrales novohispanas, en la de Valladolid se fundó una escoleta en el siglo XVII que cubría esas funciones educativas y a la que asistían tanto niños criollos como indígenas. A mediados del siglo XVIII el cabildo catedralicio de esa ciudad comenzó a realizar una serie de cambios para renovar la capilla de música que afectaron tanto a los músicos como a los niños cantores. El cambio más importante, sin embargo, fue la creación de un colegio de infantes en 1765, a instancias del obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle. El colegio abrió sus puertas en 1768 y albergaba a doce becarios internos que vivían en comunidad en una casa vecina a la plaza mayor y que además ejercían el oficio de cantores en la catedral. Recibían clases de música, liturgia, catecismo y gramática latina, pues la finalidad era no sólo formar personal calificado para cubrir las necesidades musicales de la catedral, sino que además pretendía ser un primer escalón en la promoción de vocaciones para la carrera eclesiástica. Por tal razón, sólo se aceptaba en el colegio a los hijos de españoles. La riqueza informativa de este artículo se completa con una interesante mención de los libros que se utilizaban ahí, incluidos dos tratados musicales muy conocidos en su tiempo.

John G. Lazos es el autor del quinto artículo, intitulado “José Antonio Gómez y Olguín y su gran proyecto educativo-musical durante la primera parte del México independiente”. Una de las características más notables del siglo XIX, según este autor, es la secularización de la música, y el personaje sobre el que él trabaja es un ejemplo claro de ese paso entre lo religioso y lo profano que dará origen al mundo moderno. Gómez inició su carrera musical en la catedral de México (primero como cantor y luego como organista) y desde esta plataforma se lanzó a la publicación de obras, la mayoría copiadas de autores españoles e italianos, dirigidas a un público seglar interesado por el canto y el aprendizaje del piano, instrumento que se volvió muy popular en el siglo XIX entre las clases acomodadas urbanas. Con apoyo de los regímenes conservadores, Gómez llevó a cabo un ambicioso proyecto llamado la Gran Sociedad Filarmónica, que tenía por finalidad crear un conservatorio de música abierto al público y en el que enseñaría un selecto grupo de músicos. Al parecer el proyecto no tuvo el éxito esperado, pero fue un interesante experimento dirigido a difundir la enseñanza musical fuera de los ámbitos religiosos. Con todo, el mayor logro de Gómez fue la difusión de métodos muy modernos en su tiempo para el aprendizaje de la música, haciendo uso de publicaciones semanales. Más que como músico original, Gómez se presenta como divulgador de tratados musicales, tanto especulativos como prácticos, que se utilizaban en España e Italia. Asimismo, gracias a esos impresos podemos descubrir cómo se iba introduciendo en México la producción musical de autores como Mozart, Bellini, Rossini y Donizetti.

El sexto y último artículo del libro se intitula “El arte de tocar y cantar ordenadamente. Enseñanza y profesionalización de la música en Jalisco, siglo XIX” y es obra de Arturo Camacho Becerra, el coordinador del libro. Desde la breve introducción que precede al ensayo, el autor señala que su finalidad es “ubicar el proceso y los métodos de estudio y, en la medida de lo posible, los repertorios musicales, así como significar el trabajo de algunos protagonistas”. Sus límites temporales están marcados por la publicación del primer manual de música en Guadalajara (1821) y la fundación de la Sociedad Filarmónica Jalisciense (1869).

Con todo, el autor comienza su disertación desde finales del siglo XVIII con dos interesantes aclaraciones: una sobre la existencia de un ámbito secular, las academias de danza, que comenzaron a surgir en la capital del virreinato desde las últimas décadas del Siglo de las Luces. El cuestionamiento de su existencia por parte del sector eclesiástico es para el autor una muestra de la confrontación entre los ámbitos religioso y profano, en la que terminaría por prevalecer el segundo. La otra aclaración se refiere a la discusión que se dio entre los ilustrados sobre si la música era un arte o una ciencia, tema en el que también podía verse el proceso de secularización.

Un papel fundamental en la difusión del gusto musical secular lo desempeñó la venta y distribución de partituras (lo que implica que había un público que sabía leer la notación musical y que incluía a numerosas mujeres). El autor menciona que incluso en una revista de amplia circulación en el territorio, El Iris Mexicano, se publicaban partituras de polkas, mazurcas y piezas cortas para piano y, de acuerdo con varias noticias sacadas de los diarios, las señoritas jaliscienses daban recitales con partituras de oberturas, cuartetos y dúos de óperas famosas.

La enseñanza fue una parte importante en el proceso de secularización y el autor nos da una referencia de los establecimientos en los que se incluyó la música como parte de los programas de estudio, junto con las lenguas extranjeras, las matemáticas y el dibujo. El Hospicio Cabañas fue una de esas instituciones.

A continuación el autor hace una descripción de los métodos de aprendizaje de la música a partir de los libros que se imprimieron en ese tiempo en Guadalajara o que se dieron a conocer en la comarca y que se encuentran en la Biblioteca del Estado. Es de notar que varias de esas publicaciones iban dirigidas a un público femenino interesado en adquirir conocimientos musicales.

Por último, y a mi parecer es lo más relevante del artículo, está la referencia a los músicos y a sus espacios de actuación, tema en el cual se puede notar de nuevo el proceso de secularización. Aunque la catedral siguió siendo un ámbito de actuación muy importante para los músicos profesionales (como el michoacano José Mariano Elizaga), la música amplió sus horizontes fuera del ámbito litúrgico, se profesionalizó gracias a la creación de bandas militares y orquestas sinfónicas, de Sociedades Filarmónicas como la de Santa Cecilia y la Jalisciense, y de academias de piano. Por otro lado, la apertura de salones de baile y de teatros para representación de óperas y zarzuelas también generó la necesidad de formar un mayor número de expertos en el arte musical. El gran auge de la música en Guadalajara se vio también reflejado en las visitas a la ciudad de importantes personalidades europeas, sobre todo cantantes de ópera, lo que muestra además la existencia de un público ilustrado que asistía a sus funciones. A la par que se desarrollaba el gusto por la música culta, empezaba también el rescate de la música popular que comenzaría a ser recogida en partituras y a tener un espacio en el gusto del público ilustrado y en los recitales tanto teatrales como domésticos.

La música, como concluye el autor, se constituyó así en un elemento fundamental de la nueva sociedad; en el templo y el salón de baile, en las tertulias y los teatros, en las fiestas cívicas y religiosas y en la educación de la infancia, la presencia de la música modeló la expresión de las emociones, llenó los momentos de ocio y esparcimiento y elevó las almas hacia la contemplación de uno de los productos más sublimes del espíritu humano.

Recibido: 09 de Diciembre de 2013; Aprobado: 04 de Septiembre de 2014

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