El personaje
“Me parece que fue ayer y, sin embargo, tenía yo entonces 14 años”:2 es la primera oración que Federico Gamboa Iglesias (1864-1939) escribió para su autobiografía, Impresiones y recuerdos (1893). Pero la vida de Gamboa no comenzó a los catorce años, aunque el autor se esmerase en puntualizarlo de esta manera. Al escritor mexicano le tocaron, antes de publicar ese primer ejercicio memorialista, tres grandes momentos que la historiografía ha registrado como el segundo imperio (1864-1867), la República restaurada (1867-1876) y el porfiriato (1877-1911) en sus primeros ciclos.
Federico Gamboa nació en la ciudad de México en los límites del año de 1864, justamente cuando el siglo de los desengaños (Ignacio Ramírez dixit) estrenaba un nuevo escenario en la vida de los mexicanos, en el cual se podía contemplar la decoración de toques monárquicos europeos,3 con personajes variopintos; un coro de anhelos y una realidad en constante negociación, ya que pervivía esa regla de oro entre la clase dirigente y el pueblo que versaba: “la popularidad es en México tan irracional como efímera: suele alcanzarse en un día y perderse en 24 horas”.4
El padre, Manuel Gamboa,5 trabajó cerca del emperador Maximiliano; la familia conoció las ventajas que daba el tuteo con el poder, pero también las caídas estrepitosas. Después de la muerte de Benito Juárez (1872), los Gamboa Iglesias recuperaron un poco de aliento con la llegada de Sebastián Lerdo de Tejada a las alturas de la vida política, pero principalmente suspiraron frente a la posibilidad de que José María Iglesias (hermano de Lugarda Iglesias, madre de Federico) legalizara su aspiración y se convirtiera en presidente de México. El hado terminó por destruir los deseos familiares y Porfirio Díaz ocupó la silla presidencial; de nueva cuenta, la familia Gamboa conoció necesidades, exilios y hambre. Si bien algunos miembros del clan tuvieron una participación directa en ciertos momentos de la historia política mexicana, es importante aclarar que la sociedad mexicana en lo general participó de manera muy satelital y escasa en las confabulaciones para determinar quién o quiénes se ocuparían del poder político. Lo que sí compartió la familia Gamboa Iglesias con el grueso de la población fue aquel ruido de fondo del pretérito decimonónico mexicano -el cual suele estar plagado de los ecos de la batalla de..., el conflicto de..., la revuelta de..., el presidente interino número...-; en el cual, por cada cisma, hubo un efecto directo que se traducía en personas muertas (ya sea por participación directa o indirecta), familias desmembradas, pérdidas de dinero y de propiedades, cambios abruptos de estatus sociales o forzadas migraciones.
Federico Gamboa, ya en su calidad de huérfano de madre, se trasladó junto con su padre y su hermana Soledad a Nueva York, por asuntos laborales paternos. Ahí, los miembros de la reducida familia (fueron trece hijos en el matrimonio, aunque sólo sobrevivieron cuatro hasta la edad adulta, y era Federico el menor de todos) vivieron cada uno a su manera. Hay una serie de anécdotas que, para el caso de Federico, que estrenó sus dieciséis años en tierras estadounidenses, conformarían un capítulo muy simbólico en su autobiografía (“La conquista de Nueva York”), y para el de su hermana, una serie de cartas que aún esperan en los archivos ser estudiadas.6
El joven Gamboa, durante el año que vivió en la urbe de hierro (1881), estudió inglés por insistencia del padre.7 Se formó en las instituciones educativas de la época en México hasta llegar a la universidad, donde intentó obtener la licenciatura para ejercer como abogado o notario; sin embargo, no logró completarla. Al quedar huérfano de padre a los 18 años y frente a la necesidad de ingresos propios, el menor del clan abandonó la escuela y aceptó un trabajo de escribiente en un juzgado de lo civil y después de dos años pasaría otro lapso igual en un juzgado de lo penal, para convertirse así en empleado, categoría social que el propio escritor describió en su novela Suprema ley (1896). Los empleados eran
en su gran mayoría y en el mundo entero el desecho de la escuela, el desecho de la industria, el desecho del comercio, el peor de los desechos porque es el que llega con más pasiones y más apetitos a ocupar un asiento en la tragigrotesca francachela de la vida.8
Ese mismo año (1884), un pariente político le abrió la puerta a las salas de redacción de un periódico, y para el joven Federico tal paso habría de ser asimilado como el primero en su búsqueda de convertirse en hombre de letras. Comenzó haciendo una traducción, pasó a corregir pruebas, realizó reportajes de todo tipo y llegó a tener su propia columna bautizada “Desde mi mesa” (primero en El Diario del Hogar y un año después en El Lunes, ambos periódicos mexicanos), en la que una vez por semana entregaba crónicas sobre los espectáculos teatrales, las fiestas del momento o alguna somera reflexión acerca de los sucesos más relevantes de la vida social y cultural de la época.
Los primeros artículos y crónicas de Gamboa fueron firmados con el seudónimo francés de La Cocardière.9 El afamado poeta y periodista Juan de Dios Peza fue quien invitó al incipiente cronista a descubrir las ventajas de utilizar el nombre propio. Contar con las credenciales de periodista le permitió a Gamboa internarse en el mundo del teatro, las mujeres y aquella bohemia trasnochadora que despertaba después de la última función. Saber tres idiomas ayudó a este inquieto huésped de la noche a conocer más de cerca a todas las divas extranjeras que por esos tiempos pisaron “el París de las Américas”, como llamó Southworth10 a la ciudad de México. Con su peculiar pluma, Manuel Gutiérrez Nájera escribió un artículo sobre Gamboa que describe muy bien esos inicios:
Periodista, más bien que por afición o por paga, por deseo de tener entrada libre a los teatros y acceso fácil a los bastidores […]. Lo estoy viendo con su paltó color de avellana clara; las manos en los bolsillos y en la boca el puro que le nació con el periodismo; gacha la cabeza, saliendo de sus ojazos miradas trepadoras que recorrían el cuerpo de las actrices, desde la punta de los pies hasta la cresta de rizos; pálido y descolorido por frecuentes trasnochadas que no tenían pizca de vigilias; tristón el sombrero de copa, mas no así el semblante, ni el humor retozón, ni la palabra saltarina.11
Si en algo coincidirán las voces de sus contemporáneos es en retratar a Federico Gamboa dueño de una conversación inteligente y divertida. El citado Gutiérrez Nájera, además, creía que el Pajarito (como se conocía a Gamboa entre los bohemios) era un joven citadino “despierto, vivaracho, decidor, de brío y arrestos, sin llegar nunca a pendenciero”, y a pesar de ser “pobretón siempre casi y siempre alegre”, le concedían un aire de personaje “enamorado, no de una mujer sino del sexo, inteligente, agudo, sano de espíritu, aunque venialmente pecador de cuerpo”.12
Rubén Darío, en la misma tesitura, escribió en sus memorias que Gamboa “animaba la conversación con oportunas anécdotas, con chispeantes arranques y con un buen humor contagioso e inalterable”.13 Manuel Puga y Acal también definió a Gamboa como poseedor de un carácter “bullicioso y travieso”, siempre pendiente de la belleza femenina, listo para expresar su famoso “¡Jesús me ayude! Espontáneo, sincero, vibrante”.14
De acuerdo con la memoria de Amado Nervo, así como había un Federico sonriente, “excepcional”, también había un Federico con
la mirada perdida en la contemplación de yo no sé qué espejismos, la fisonomía sombreada por una meditación pertinaz, y el andar reposado por esas calles de Dios, aspirando humo azul de su puro [...] serio y grave, lee en un salón rodeado de sus amigos, un capítulo de alguna de sus hermosas novelas, con voz pausada y monótona.15
El argentino Juan Carlos Belgrano describió a Gamboa como “atormentado”, y éste anotó en su diario el 21 de octubre de 1892 respecto de la observación: “la encuentro exacta, fotográfica casi”.16
La estampa de conversador locuaz, inteligente y sobre todo agradable será la imagen constante de Federico Gamboa en voz de sus contemporáneos, críticos y amigos, aunque en su faceta de hombre de letras, cuando ya había dejado atrás la bohemia y la ciudad de México (por sus primeros cargos dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores), dio un giro para situarse en terrenos más “serios”, aunque más de una vez el “virus”, como él llamó a su afición al bacará y el póquer, le hicieron pasar tragos amargos. Este giro fue posible, especialmente, por su ingreso en la diplomacia mexicana17 (la nobleza de la burocracia), con la que su categoría de empleado se vio aderezada de nuevas opciones y cambios de residencia. Guatemala, Argentina, Europa y Estados Unidos serán algunos de los destinos que le tocaron en más de un sentido, y en muchos de estos lugares Gamboa construyó parte de su obra literaria y memorialista. Las travesías, el contacto con otras testas y el acceso a nuevas lecturas (en Guatemala descubrirá, por ejemplo, Madame Bovary, gracias a un diplomático francés) se convirtieron en una oportunidad para que aquel joven cronista, gozoso en los entornos nocturnos, comenzara a internarse con más oficio y dedicación en las letras.
El nombre de Federico Gamboa suele asociarse con una corriente literaria, el naturalismo, que pareciera explicarse por su nombre mismo.18 En otros casos, es común encontrarlo fuertemente atado a su novela Santa de 1903, y el resto de su obra se diluye a la sombra de un personaje literario que lleva el oxímoron en el nombre. En el peor de los casos, Gamboa suele ser exhibido con la frente marcada por dos estigmas (porfirista/huertista19) que pueden utilizarse juntos o separados, pero siempre como signo de un pretérito vergonzoso, peyorativo e incluso asfixiante, lo cual reduce su papel de escritor, así como su labor creativa, a una simple reacción, especie de exaltación literaria que encuentra en un régimen o en un momento histórico toda su razón de ser.
Gamboa es un caso especial en la historia de la literatura mexicana. Su obra completa, amén de haber tenido una buena acogida de la sociedad y los escritores de la época, prefigura la imagen del escritor individual, consciente de su papel diferenciado en el entramado social, así como un claro distanciamiento de los estilos narrativos de los escritores mexicanos de la primera mitad del siglo XIX. La dedicación y disciplina en el oficio de escribir y esa marcada tendencia a autopercibirse como narrador/testigo cuya misión era trascendental posicionan a Gamboa en un escalón aparte, alejado de los grupos o constelaciones literarias de la época.
Para este autor mexicano escribir y publicar novelas eran asuntos de gran importancia, ajenos a las categorías del ocio y la banalidad, y para ello, desde su perspectiva, había que respetar una idea básica: “no pintes jamás sino lo que hayas visto”20, ya que
la condición esencial del arte legítimo es la verdad; la verdad implacable, la que nos horroriza porque sale a contar en letras de molde lo que ha visto dentro de nosotros, la que se torna en acusador de nuestros vicios y de nuestros defectos, la que podría delatarnos con los que nos estiman, probando que no somos santos ni podemos serlo ni lo seremos jamás.21
El escritor fue un fiel creyente de que “mientras un hombre viva cerca de una mujer, habrá deseos y tentaciones y riesgos”,22 incluso dentro de las vías institucionales y desinfectadas del matrimonio (Baudelaire dixit). Se puede decir que para Gamboa la conjugación obligada era: yo caí, todos caemos, nadie está libre. Muchos años después, registró en su diario la idea central de muchos de sus escritos: “¡Todos somos iguales frente a las tentaciones; el mal no radica en nosotros, sino en la especie humana que es de suyo incurable!”23
Federico Gamboa, en su aspiración por convertirse en una especie de Édouard Manet de la vida sentimental de la difusa clase media mexicana, puso especial énfasis en las mujeres, en sus comportamientos, sus acciones, pero sobre todo en los resortes emocionales que podían revertir a la muñeca de porcelana (integrantes del “bello sexo”, como se les llamaba en la época) en una mujer de carne y hueso que siente, vive y practica el sexo carnal con otro sujeto, aunque el precio que hubiese que pagar fuera alto y casi siempre devastador para su futuro social (y en muchos casos personal).
“Daría mi ciencia íntegra porque el corazón de una mujer se dejara leer por mí”,24 afirma el escritor y diplomático, y aunque el argentino Ernesto Quesada escribió que Gamboa era
como un médico que extiende sobre la mesa de anfiteatro el cuerpo de una mujer otrora perseguida, y, escalpelo en mano, procede a una autopsia implacable, sin perdonar nada, sin descuidar detalle alguno -quiere encontrar la razón de ser del encanto que poseía aquella mujer; y rabioso, perseverante, corta y recorta, despedaza, seguro de llegar por fin al descubrimiento anhelado [...].25
Ni la ciencia ni la experiencia del autor como asiduo visitante a los colchones de irredentas o doncellas evitaron que Gamboa fuese el narrador que especula y, en algunos casos afortunados, sus dotes de adivino tuvieran buen destino literario.
Las novelas de Gamboa son una muestra del pensamiento masculino de la época, así como de las ideas y los ideales que se tenían de los sujetos femeninos, las relaciones de convivencia entre ambos sexos o las formas en que la carne y la pasión podían alterar las costumbres sociales. Como ya lo señaló alguna vez Julián Marías para el caso del teatro del Siglo de Oro, se puede decir que las novelas de Gamboa “si se hacen los descuentos oportunos, representa(n) una admirable fuente para entender la vida cotidiana de una época”.26
En estos terrenos literarios, su primera cosecha, Del natural: Esbozos contemporáneos (1889), publicada en Guatemala, estuvo compuesta por cinco novelas cortas.27 Ese mismo año Gamboa fue aceptado como miembro extranjero de la Academia correspondiente de la Real Española de la Lengua (a los veinticuatro años) y su texto tuvo una segunda edición.28
Para 1892 Gamboa publicó su primera novela larga, Apariencias,29 en Buenos Aires, Argentina. El ya autonombrado Homme de lettres quedó cesante de su empleo en 1893, y en el camino de vuelta a casa aprovechó su estancia en París para entrevistarse con Émile Zola (4 de octubre) y Edmond de Goncourt (8 de octubre). Su intención era conocer también a Daudet, pero ya no le fue posible. Durante los siguientes tres años Gamboa trabajó en diversos puestos burocráticos en la ciudad de México, alejados del mundo diplomático, hasta que el 31 de enero de 1896 fue nombrado Jefe de la sección de Cancillería en la Secretaría de Relaciones Exteriores. En octubre de ese mismo año, gracias a la intervención del escritor y abogado Justo Sierra Méndez, la afamada librería de la Viuda de Ch. Bouret editó su tercera novela, Suprema Ley,30 en México. En varias ocasiones Gamboa intentó, sin éxito, que esta obra fuera traducida al francés. Diez años después de su iniciación en el mundo de la narrativa publicó su cuarto trabajo, Metamorfosis (1899),31 y de nueva cuenta, por su nombramiento de encargado de negocios ad interim, lo hizo desde Guatemala.
En 1903 apareció la quinta novela de Federico Gamboa, Santa,32 impresa en Barcelona por la editorial Araluce. Su primer tiraje fue de 5 000 ejemplares, y para 1935, en su décima edición, había alcanzado ya los 60 000.33Reconquista34 (1908), La llaga35 (1913) y El evangelista: novela de costumbres mexicanas36 (1922) cierran la producción de Gamboa en este género.37
En el mundo del teatro, el entonces aspirante a artista comenzó con las adaptaciones al español de dos obras francesas.38 En el periódico México Gráfico hay una nota sin firmar del 2 de septiembre de 1888 que llama a Gamboa “joven poeta”, el cual, y dada la animosa aprobación del público, puso “de manifiesto su buen talento, su buen juicio y su ilustración; casi puede decirse que ha creado y no traducido”. Años después, Gamboa produjo como dramaturgo las obras La última campaña,39Divertirse,40La venganza de la Gleba,41 para cerrar su producción teatral con dos obras, A buena cuenta42 y la tragedia Entre hermanos.43
Federico Gamboa escribió en uno de sus diarios: “demos libro tras libro, que algo queda de ellos, y, al fin, triunfan de editores y de públicos y del mundo entero”,44 profecía autocumplida que, para un escritor que ronda los 150 años de haber nacido, aún esconde sus mejores cartas entre las líneas de un legado insuficientemente estudiado.
La obra memorialista
Federico Gamboa, así como exploró los ámbitos de la novela y el teatro con oficio y dedicación, también se adentró en los laberintos de los llamados papeles personales. A los 28 años publicó su autobiografía Impresiones y recuerdos,45 y a partir de 1892 llevó de forma sistemática y ordenada una serie de anotaciones que en vida del autor conformarían cinco textos en una serie denominada Mi Diario, Mucho de mi vida y algo de la de otros.46 De forma póstuma se armarían dos textos más de la serie.47 En su conjunto estos textos abarcan, de una u otra manera, los años de 1878 a 1939.
Impresiones y recuerdos, como dice José Emilio Pacheco, “es un libro habitable”48 y por ello, principalmente, habitado. Personajes o ciudades conforman estos recuerdos que, a través de las impresiones (en tanto experiencias), nos hablan de qué pensaba el autor en asuntos como el amor y las amistades, la vida, la literatura o los viajes. Pero ante todo, los diecisiete capítulos que componen el texto autorreferencial de Gamboa es una sola carta de presentación (del cómo le gustaría ser percibido por los demás) y un volumen único de excusas de su pretérita conducta. El periodo de vida que cubre la autobiografía es de los catorce a los veintiocho años de edad (1878-1892).
Gamboa no fue el primer escritor mexicano que escribió y publicó una autobiografía. En 1857, Juan Díaz Covarrubias dio a conocer una serie de artículos y bocetos de cuentos con rasgos autobiográficos denominado Impresiones y sentimientos. Pedro Castera entregó en 1882 una colección de doce cuentos con cortes autobiográficos bajo el título de Impresiones y recuerdos.
En los 17 relatos que conforman Impresiones y recuerdos de Gamboa, son nombradas algunas mujeres que formaron parte importante de la historia de la ópera, el teatro y la vida cultural tanto de París y Roma como del México decimonónico. De esta galería, Gamboa destaca a todas aquéllas con las que tuvo un trato más personal: Adelina Patti, Luisa Théo o Anna Judic, así como las divas nacionales, Soledad Goyzueta o Rosa Palacios. Pero no se conforma con las cantantes o las cómicas, también desfilan mujeres viudas, casadas, “horizontales” o protagonistas de escándalos. De esas experiencias, Gamboa decidió compartir sus impresiones acerca de los costos o las ganancias que se obtenían, ahora con las “queridas”, mañana con las aventuras fugaces.
Pero también aparece en el texto la ciudad de México, en la cual los vicios y las virtudes se pelean la plaza; la escenografía de un Nueva York como representante del mundo anglosajón en plena expansión territorial, económica y cultural (así como el embudo de los migrantes del mundo); los paseos arbolados de una Guatemala sometida por los cacicazgos o la emoción y las revelaciones al llegar, por fin, a “la favorita del planeta”49, donde Gamboa descubrió las puertas del Moulin Rouge y “sus cinco o seis aspas girando con pereza, como cansadas de su condena de no triturar sino a los incautos y calaveras que se refugian en sus dominios”,50 y aprendió una lección, pues a pesar de soñar tanto con conocer París, el estar ahí por espacio de siete meses a la espera de poder abordar el barco que lo llevaría a Buenos Aires, lo lleva a tener que admitir que la ciudad luz
no es una perfección cual nosotros creemos desde el fondo de nuestro terruño; tiene muchos y grandes defectos. En mi sentir descuellan dos principales: el aburrimiento que de cuando en cuando le invade a uno y la abundancia de hispano-americanos.51
Además de sombrear las “ofensas” de Londres, o la parada en el puerto africano de Dakar, Federico Gamboa utilizó su autobiografía para develar algunos espacios de la vida nocturna del México finisecular, especialmente los bailes y los teatros (éstos, por dentro y por fuera). El retrato de éste y otros mundos tiene varios tonos, pues Gamboa sabía que “lo colorado, lo verde, el arco iris de la inmoralidad”52 es lo que algunos mexicanos querían leer en todo su esplendor y detalle. América Viveros Anaya puntualiza que
muchos de los relatos son escenas de comienzos que apuestan a generar el mayor interés por la manera como están narradas. Y ahí radica el punto nodal de sus decisiones autofigurativas: Federico Gamboa re-crea gran parte de las anécdotas de sus memorias en tanto éstas lo validan como escritor, y no como tradicionalmente se concebía al género: el autor consagrado cuyas anécdotas importan por ser suyas.53
¿Cómo se presenta Federico Gamboa desde su autobiografía? De forma general, como un sujeto frágil, especialmente frente a la piel y la pasión femeninas, susceptible de ser arrollado por todo aquello que provenía del amor y el sexo. Solidario con “esas hembras que de fingir amores se mantenían”54 y aquéllas que se atrevían a cambiar de rol, Gamboa hizo de sus recuerdos una serie de reflexiones, las cuales podríamos llamar una puesta en escena de la masculinidad transgresora, que se fundaba en la tríada de su juventud, su orfandad y su carácter latino.
Para Gamboa, el concepto de juventud, más que una cuestión biológica o una definición desde la medicina o la sociedad, era una etapa de la vida que involucraba la posibilidad de ser, la obligación de tener y la necesidad de estar. Y esta etapa, para el autor, era susceptible de ser extendida a conveniencia. Al momento de compensar al mensajero que le notifica su entrada al mundo de la diplomacia, reflexiona: “Con esa propina se marchaba mi humor alegre; se marchaban mis hábitos de bohemio […] perdía mi juventud con sus independencias y sus irresponsabilidades, con todos los encantos de los 20 años”.55 En Mi Diario II, a 14 días de cumplir 33 años, escribe: “A vuelta de muchas reflexiones, asesto á mi juventud el tiro de gracia. Hoy me presenté en el Registro Civil para contraer matrimonio, y el mes entrante seré un hombre casado”.56
Para el confeso, la temprana orfandad lo convertía en un sujeto “inocente”, en el sentido de ser incapaz de tomar buenas decisiones, ya que no contaba con las figuras del padre y la madre como rectores y censores de su comportamiento. A la letra:
me preparaba sin ningún aliciente (en la universidad), porque ya había quedado huérfano, ya no tenía a quien obedecer ni a quien dar gusto; podía seguir mis impulsos propios, tan malos y tan románticos como los de cualquier muchacho de mi edad.57
Gamboa solía recalcar que su debilidad ante casi todas aquellas que ostentaban el signo XX estaba directamente relacionada con el hecho de ser latino (y esto último, con ser varón, joven y huérfano, en un ciclo en el cual todas las variables se conectan entre sí). A sus 28 años escribió de su “temperamento de meridional precoz y voluptuoso”;58 diez años después se preguntó: “quién sabe qué leyes de la herencia […] en mí resucitaron debilidades y vicios ancestrales”;59 a punto de cumplir los 40 años se refiere a su pasado en Nueva York, con aquella “juventud curiosamente enfermiza de latino”.60
Federico Gamboa estructuró un texto de precisas remembranzas (y olvidos selectivos) que pueden condensarse de la siguiente manera: cómo el amor le educó el corazón (en tanto espacio simbólico de la llamada educación sentimental), su transformación de joven bohemio en hombre de letras y su andar por el mundo (un “trotaglobos”, tal como se autodefinió en algunos momentos de su vida). Para el escritor, según se puede leer en la entrada del 11 de julio de 1893, un texto autobiográfico era, principalmente, un “ego-documento”:
Uno de los amigos [...] comunícame encareciendo reserva, que hace pocas noches, en el Ateneo […], se destrozaron los tales Impresiones y recuerdos, llamándolos, amén de otros nombres, “egoístas”. ¡Hombre! -digo yo, - ¿y qué otro carácter puede ostentar un libro autobiográfico? ¡Vaya un descubrimiento!61
El poeta y escritor argentino Rafael Obligado lo expresó en su particular estilo en un artículo, “Carta de Rafael Obligado sobre Impresiones y recuerdos”, publicado el 23 de septiembre de 1893 en el periódico mexicano El Partido Liberal:
Salta a la vista que pones empeño en aparecer hombre de mundo. Tenorio retirado sin mayores aventuras ni estocada alguna. ¿Es esto sincero? Lo es ciertamente, porque tu obra es honrada de la primera a la última página; pero en mi sentir, en tal prurito hay influencias exóticas, virus inoculado, microbios de allende y una cierta dosis de naturalismo infantil [...] ¿te has detenido donde el decoro termina y asoma la licencia? Como soy incapaz para la crítica no acierto con la respuesta.
Gamboa fue un provocador consumado, como dice Viveros Anaya, y al mismo tiempo un sujeto que encontró en las letras una habitación propia, tanto para delimitar su geografía identitaria como para fijar su posición frente a la vida, el amor, las mujeres y su propia jaula de género, en tanto varón y sujeto público. En este cuarto de espejos, pasado, presente y futuro se imbricaron en la narrativa hasta convertirse en diecisiete notas de una sinfonía que llevaba por título “Yo soy Federico Gamboa” (y que, al mejor estilo de la época, bien se pudo haber llamado Je suis Frédéric Gamboa) y así fue cómo sucedió.62
Se sabe que, al amparo de esa vida literaria, Gamboa conservó una serie de recortes de periódicos y revistas, especialmente de aquellos que hablaban de él como escritor, como político o como invitado cotidiano a acontecimientos públicos y privados. Estos trozos de papel formaban parte de una colección de textos que él menciona en sus diarios con el título de “El proceso de mis obras”, entendiendo la palabra proceso no como una historia sobre las formas o estilos que desarrolló para construir sus novelas u obras de teatro, sino como un seguimiento de su vida en tanto hombre de letras y ente público.
Antonio Saborit encontró hace algunos años uno de estos cuadernos, el tomo VI, y opina que “la confrontación de estas notas con la versión impresa de Mi diario certifica la propiedad del cuaderno y descubre algo de la estrategia del diarista”.63 Tuve la oportunidad de revisar este cuaderno, gracias a la generosidad de Antonio Saborit, y comprobar que Gamboa, además de escrupuloso y limpio en cuanto a la ubicación de los recortes (por tamaño y de acuerdo con el tema), también era previsor, al numerar las páginas y al tachar los espacios en blanco para evitar posibles anotaciones o comentarios que no proviniesen de su pluma.
En este cuaderno se encuentran cartas que le escribían los amigos de Gamboa; el oficio en el cual le notifica Joaquín D. Casasús (5 de enero de 1909) que la estación de empalme del ferrocarril Panamericano con el ferrocarril nacional de Tehuantepec cambiaba de nombre de San Gerónimo al de Federico Gamboa; críticas desfavorables hacia su persona y sus textos, así como la traducción del español al inglés que hizo John Hubert Cornyn de las anotaciones de Gamboa en su visita a la tumba de Washington para The Mexican Herald, el 27 de febrero de 1910; entrevistas varias, como la publicada en Artes y Letras del domingo 8 de noviembre de 1908, en la cual se lee que su anhelo era “ser independiente por el producto de mis libros”, y caricaturas, como la que apareció en México en La Revista Nacional el 16 de diciembre de 1909, en la cual una empleada doméstica le informa al señor de la casa: “Me ha dicho la señora que, para castigarlo, no le sirva en el almuerzo más que libros”, a lo que el señor contesta: “Está bien. Puedes traerme Santa de Federico Gamboa”. El aludido autor escribió a un lado de dicha caricatura: “¿qué querría decir?”; costumbre esta última que puede encontrarse en casi todo el cuaderno, aunque sin entrar en diatribas, pero que son pequeñas sombras de su presencia e intereses. Se puede inferir que estas prácticas de coleccionismo son el resultado claro del tipo de configuración que Gamboa, como hombre de letras, armó en el tiempo.
Quizás muchos mexicanos escribieron sobre sus emociones y sentimientos, pero el acto de imprimirlos para lanzarlos al juicio del público no fue una tendencia de la época. El político (filósofo y poeta) José Miguel Guridi y Alcocer dejó un texto (Apuntes, 1802) a manera de autobiografía (a sus 39 años), el cual presenta casi todas las características del género, incluyendo su proceso de enamoramiento de una mujer llamada Camila y su decepción amorosa; sin embargo, no buscó imprimir estos recuerdos. Guillermo Prieto (Memorias de mis tiempos), Nemesio García Naranjo (En los nidos de antaño), Juan de Dios Peza (De la gaveta íntima: memorias, reliquias y retratos), Juan Sánchez Azcona (Estampas de mis contemporáneos), Victoriano Salado Álvarez (Memorias. Tiempo viejo, tiempo nuevo), Jesús E. Valenzuela (Mis recuerdos), Antonio García Cubas (El libro de mis recuerdos), Rubén M. Campos (El Bar. La vida literaria de México 1900), José Juan Tablada (La feria de la vida y Las sombras largas), Ciro B. Ceballos (Panorama mexicano. 1890-1910. Memorias), entre otros mexicanos más, registraron el pasado; anotaron los sucesos significativos de un país o sus experiencias frente a la vida. Sin embargo, de estos nombres, y hasta donde se tienen noticias, ninguno de ellos publicó, primero, una autobiografía y, segundo, una serie de diarios en vida, sino que publicaron sus memorias casi siempre cuando se encontraban en edad avanzada (sin que por ello pierdan valor literario e histórico).
En cuanto al ejercicio sistemático de Gamboa en sus diarios, preciso es aclarar que, aunque no se encuentra fuera de las prácticas culturales de la época, sí presenta ciertas peculiaridades, tal como lo resume Antonio Saborit:
Juan Nepomuceno Almonte se tomó el cuidado de escribir un diario. La misma apetencia tuvo el músico Melesio Morales. Ignacio Manuel Altamirano llevó el suyo y, además, un antojadizo livre de raison en el que quiso controlar las deudas de su dulcero paladar. Gamboa también asumió el carácter de figura -esa otra singularidad pública que los hombres de letras se inventaron desde el romanticismo-, y dejó testimonio escrito de los ecos de sus actos. Hay que insistir: aplicarse en el diario resultó insólito, aunque no extraordinario ni nuevo. Gamboa, a diferencia de Almonte y Altamirano, escribió su diario para que le leyeran. Ésta era la diferencia entre dos ejemplos de la escritura privada del final del siglo XIX mexicano.64
Como un rasgo de estilo recurrente, Gamboa solía hacer en sus diarios anotaciones cortas, una especie de elogio a la síntesis. Además, el diarista solía utilizar iniciales en lugar de nombres de personas, quizá como una precaución para evitar ser señalado de difamador o carecer de la “básica educación”, o simplemente como resultado de su proceso de formación como individuo. Sólo cuando el personaje aludido era del conocimiento público (como ejemplo, Arnulfo Arroyo, el agresor de Porfirio Díaz; septiembre de 1897) o la ocasión hablaba de cenas, actos, sesiones y los involucrados eran amigos, escritores o personajes de fama, entonces se refería a ellos por nombre y apellido. Para el caso de las mujeres, especialmente de aquéllas con las que Gamboa tuvo algún tipo de vinculación erótico-afectiva, el tratamiento era igual que con los primeros.
En los asuntos relativos a su familia Gamboa fue avaro; para los dolores, especialmente en relación con el fallecimiento de parientes cercanos, fue puntual en extremo. Además, hay meses en los que no registra nada o muy poco y, en algunos casos especiales, como el señalado por él mismo como su “más sonada catástrofe social”, con referencia a un asunto acaecido en 1901, esos dos meses (mayo y junio) no aparecen en el Diario correspondiente (III / 1920).
Sin embargo, hay muchas entradas en las que se explaya en cuanto a referencias, reflexiones o simplemente en narrar lo ocurrido desde su posición de testigo y enlace entre el lector y el mundo que él contempla y en muchos casos juzga. Entre los renglones, de pronto, brinca un dato, el nombre de una escuela, el compañero de las andanzas juveniles, la anécdota familiar, y en algunos asientos fechados, quizá por efecto de la nostalgia, la edad, el país en el cual habitaba o simplemente como el fruto de una meditación, se develan más a detalle los miedos y las obsesiones del autor; los fantasmas de su padre y madre; la red afectiva creada entre los cuatro hermanos Gamboa Iglesias; el maestro que impartió cierta materia; el escritor o periodista que funcionó como ejemplo a seguir, siempre en los terrenos del trato con las mujeres; el perro en turno que solía acompañarlo en viajes y cavilaciones; la ciudad y sus recovecos, el mundo y sus catástrofes; la política y las monarquías; sus ideas sobre la literatura, el adulterio, el amor o simplemente las aventuras y decepciones propias de su andar por el mundo.
La anotación que inaugura el diario de Gamboa, fechada el martes 7 de mayo de 1892, encierra varios de los tópicos no sólo de su narrativa sino de su forma de entender a las mujeres, la vida y el siempre complejo ejercicio de las emociones humanas. A la letra:
Visito esta noche a una señora que vive con un amigo sin estar casados. Es ella una persona de aspecto distinguido, joven y linda, italiana, y creo que hasta noble. Tomo el té con ellos, y noto que en medio de su exquisita amabilidad, en medio del gran cariño que demuestra por M., hay en ella un fondo de dulce y acentuada melancolía; me complazco en llamarla “señora”, y me parece que avalora mi delicadeza. La llamo así porque para mí lo es. Hace mucho tiempo que soy indulgente para con las locuras de amor. ¿Por qué no llamarla “señora”, si tal vez lo merece de veras?65
A pesar de que las anotaciones hechas en los diarios son narraciones casi paralelas a los hechos, y eso marca una clara separación del ámbito autobiográfico, el cual tiene como característica el espacio de reflexión que hay entre lo vivido y lo escrito, para el caso de los registros del día a día se debe tomar en cuenta el tiempo que medió entre lo que el autor escribió y el momento en que los publicó como texto.
El texto que inauguró la serie, Mi diario I (1892 a 1896), fue impreso y puesto en circulación en 1908, catorce años después de la fecha de cierre. Mi diario II (1897 a 1900) fue publicado en 1910, diez años después de concluido. Mi diario III (1901 a 1904) apareció en librerías en 1920, dieciséis años después de escrito. Mi diario IV (1905 a 1908) vio la luz veintiséis años después, en 1934. Mi diario V (1909 a 1911) apareció en 1938, un año antes de la muerte del escritor, y tiene un espacio entre su escritura y publicación de veintisiete años.66
Estos datos permiten suponer que el autor pudo haber corregido estos textos antes de entregarlos a la imprenta. Él mismo confiesa que revisaba lo escrito en sus diarios, y nada ni nadie le impedía alterar lo escrito o simplemente pulirlo. Para la entrada de fecha 30 de julio de 1892 llama la atención que, al momento de leer la descripción sobre su segundo viaje a Río de Janeiro y la sensación que le causa la vista de la bahía, incluya un fraseo, al final del asiento, como el siguiente:
Secreto deseo de arrodillarme frente a belleza tanta; belleza que hace enmudecer, pensar en el Divino Artífice, oculto allá [...] Los espectáculos de esta magnitud tienen que volver creyentes aun a los incrédulos más honrados [...] La propia naturaleza grita que cree. Es el ¡ ¡ ¡ credo ! ! ! elocuente y mudo de las cosas grandes.67
Gamboa, para esa fecha (1892), estaba escribiendo Impresiones y recuerdos, vivía como quería, solía tener trato con literatos y gente de una buena posición social, tanto en lo económico como en lo cultural en la Argentina; era soltero, estaba aún fresca en su memoria la vida de fiel asistente a bailes, paseos, teatros y especialmente su trato con las mujeres caídas y las gozosas casquivanas. Por ello no deja de sorprender que hable del Divino Artífice o el acto de creer. Se puede entender si se le dimensiona al año de publicación del Diario, 26 de febrero de 1908, porque para entonces Gamboa ya estaba casado, tenía un hijo, plena autoconciencia de su papel de escritor y sujeto público, amén de que después de publicar Santa (1903) Gamboa comenzó su reconversión al catolicismo, asunto que puede verse claramente, por ejemplo, en la entrada del 20 de agosto de 1905, en la que hay una reflexión sobre lo que le dejó el haber vivido dos años, seis meses y catorce días en Washington:
Este comienzo de regeneración que palpo dentro de mi torcido individuo lo debo exclusivamente a la atmósfera respirada en mis soledades en Washington, y sin reservas las proclamo [...]. Nada importa que mi salud física venga tan maltrecha y trizada, si me diste, en compensación, la salud del espíritu, al que fortaleciste y renovaste.68
Esta “regeneración” es palpable también en su novela Reconquista, que si bien se publica en 1908, fue terminada dos años antes. En esta novela, Gamboa hace público su regreso al catolicismo, los motivos, así como las críticas a su pasado bohemio o incluso a las clases que tomó de joven en la Escuela Nacional Preparatoria, especialmente frente a la corriente filosófica que imperó en México en esa época, el positivismo. Por ello sostengo que la referencia sobre el Divino Artífice parece más la prosa del Gamboa converso, de casi 41 años, que la de aquel Gamboa que aún saborea las prerrogativas de sus 28 años de edad.
Otro ejemplo es el que se puede leer en la entrada del 2 de agosto de 1892, en la cual Gamboa lanza una diatriba contra la lejanía que existe entre los hombres de letras de la Argentina, Chile o Brasil con los correspondientes mexicanos y la falta de disposición para lograr un acercamiento, “ni siquiera a través de la garrulería de nuestros diarios o de la nebulosidad presuntuosa de nuestras revistas blancas, azules, modernas o precursoras”.69 O Gamboa era adivino y se adelantó a la fundación de la Revista Azul (1894) y la Moderna (1898), o es una feliz coincidencia de nombres y futuros. Creo que es un addendum del escritor, de nueva cuenta, pues suena más al contexto que vive Gamboa para 1908, año en que se publicó el diario.
En ese primer diario hay una entrada con fecha 14 de junio de 1892 en la cual Gamboa se preguntaba: “¿qué importa, si las obras de la índole de Mi diario no son, en definitiva y en la mayoría de sus páginas, sino puerilidades y egotismo?”,70 y un año después, 14 de noviembre de 1893:
Continúa mi colección de autógrafos y yo continúo trasladándolos a estas páginas que alguna vez han de ver la luz, no obstante que con ello acredítome de egotista y de ególatra; bien sabe Dios, sin embargo, que no me guía la inmodestia de que adolezco en un grado no mayor ni menor que cualquier otro plumitif militante, no, guíame otro móvil que, por noble, no quiero consignar; el despierto lector que lo adivine, no me ha de censurar, y el torpe que no dé con él, no me preocupa, me resultan igualmente inútiles y vanos sus aplausos que sus censuras.71
Pero a pesar de las intenciones o los pequeños zurcidos, estos textos resguardan la memoria de un individuo que, en su búsqueda por dejar constancia de su voz, su mirada y su paso por el mundo, legó una serie de documentos tan útiles como diversos.72
Unos y los otros
Como lo resume Néstor Braunstein, “somos los costureros y los encuadernadores de nuestras vidas. Con recuerdos nos vestimos… o nos disfrazamos”.73 En cualquier caso, los relatos apoyados en la memoria que utilizan la primera persona no son resultado de un accidente o la casualidad: poseen una estructura, como en el caso de la autobiografía, cuyo discurso autentificador74 está conformado por una serie de estrategias narrativas y en el cual es tan importante la selección de las experiencias y sucesos como las omisiones (“somos lo que recordamos [… y] somos también eso que olvidamos”75), y una o varias intenciones.
Aunque en todo momento hay que estar ciertos de que estamos ante la “inasible verdad de una experiencia ajena”,76 no por ello se cierran los caminos y las opciones, pues los diarios, las autobiografías, las memorias o las correspondencias se abren de peculiar manera al escrutinio, no sólo por la razón que las originó (comprenderse, justificarse, comunicar, presentarse, etcétera), sino por su carácter íntimo, en tanto búsqueda de una “explicación” sobre el yo y sus avatares (“uno es en la medida en que puede recordar lo que ha sido”77). Por ello, de nueva cuenta: si se hacen los descuentos oportunos, estamos frente a relatos que pueden funcionar como fuentes históricas, susceptibles al análisis y la reflexión.
Por ejemplo, estos relatos ayudan para el estudio de los procesos de formación de los individuos y las colectividades o para conocer de las ideas e imaginarios, en una época y un espacio determinados, respecto a lo que pudo haber significado ser joven y varón, mujer y casada, homosexual, noble, nuevo pobre y las múltiples combinaciones que se quieran imaginar. En algunos casos estos escritos pueden servir de faro cuando se busca analizar asuntos como la educación sentimental, especialmente cuando nos referimos a la edificación de la propia sentimenteca,78 ya sea desde el lector o del autor.
La autobiografía de Gamboa es una excelente opción para analizar el proceso de formación de un joven varón decimonónico que, sólo después de haberla escrito y publicado, se atrevió a visitar tanto a Zola como Edmond de Goncourt (octubre de 1893), siendo que, tres años antes, vivió siete meses en París (1890) y no lo intentó, según se tiene registro. Es decir, sólo después de haber convivido de forma sistemática con la intelectualidad que vivía o visitaba Buenos Aires a finales del siglo XIX, y haber realizado el ejercicio de narrar su pasado inmediato desde su inevitable presente, el autor mexicano se situó no sólo como un sujeto al mismo nivel de sus contemporáneos, sino acreditado para realizar la visita a sus, entonces, considerados maestros, aunque en las prácticas literarias esté muy distante de seguirlos de forma puntual.
Cierto es que, para este particular caso, Gamboa se asumió desde muy joven como un sujeto “moderno”; es decir, un hombre de su tiempo, que habitaba la ciudad moderna, en todos sus escondrijos y oportunidades, que veía en Europa (cuya máxima expresión era París) la fuente de la eterna civilización, que creyó en el progreso y el orden como un medio para que su país pudiese, al fin, levantar el vuelo y unirse en el cielo a las naciones civilizadas y especialmente, que podía ver de frente y a los ojos a los sujetos famosos, sin importar la nacionalidad. Como lo señaló alguna vez José Emilio Pacheco, “hay que admirar el valor del joven Gamboa que se empeñó en ser moderno y contemporáneo de sus contemporáneos europeos desde su primer libro”.79
Entiendo que la autobiografía de Gamboa no puede ser estudiada de la misma manera que la serie Mi diario, pero la obra memorialista del escritor ofrece caminos tanto para el estudio de la evolución de un sistema político que en su piel tenía incrustada lo social y lo cultural;80 como una visión un tanto alejada de la historiografía oficial sobre aquel suceso que sigue siendo un fantasma de muchos rostros (Revolución), pero también para conocer de algunas costumbres y rituales de los llamados grupos intelectuales, de la misma forma que de los habitantes sin voz o de los sucesos e idiosincrasias en México y otras latitudes.
De igual manera, están ahí los hábitos de lectura de un sujeto que se construyó (y ejerció) como hombre de letras, así como las opiniones sobre escritores y sus obras, las obras de teatro en México o en París; por su carrera diplomática, tenemos una visión sobre los Estados Unidos, la vieja Europa o Centroamérica en su vida social y política, porque más allá de los exilios o las “baratas amarguras de la fama” (Heinrich Böll dixit), baste destacar que los “ego-documentos” de Gamboa, que se desbordan en más de dos mil folios, son el resultado de un ejercicio sistemático de la memoria. Y la memoria, como bien señala Antolín Sánchez Cuervo,
se ha erigido en las últimas décadas en una referencia interdisciplinaria imprescindible a la hora de plantear cualquier aproximación al pasado […] la memoria es el reconocimiento de un pasado que había permanecido oculto para unos y otros (y puede) erigirse en el nervio de una nueva teoría del conocimiento y una nueva concepción de la moral, la política y la justicia.81
José Ortega y Gasset escribió que “hay siglos que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial”.82 Pero también hay siglos que mueren frente a los deseos de una historiografía que ve con satisfacción el pasado como un río estancado. La Revolución mexicana, con ese peso de las mayúsculas y los múltiples subrayados que acompaña a casi todos los movimientos sociales, ha sido por antonomasia la represa que clausuró el siglo XIX; por ello, conocer de aquellos relatos autofigurativos que también tienen una opinión, un argumento o una visión de los hechos y las figuras, aunque no sean concordantes con las versiones oficiales, resulta una oportunidad nada despreciable para el (re)conocimiento del pasado.
Impresiones y recuerdos, que Pacheco define como “un testimonio inapreciable de lo que significó ser joven en el México de los primeros años porfirianos [...] estas viejas páginas de adolescencia, estas jóvenes memorias de ultratumba”,83 y la serie Mi diario, que hoy se pueden consultar en su casi totalidad,84 y que a pesar de las irremediables pérdidas, como todo lo escrito para el año 192085 y 1924, o algunos meses como de agosto 1913 a mediados de abril de 1914, son indudablemente la dote86 y el prestigio de Federico Gamboa. El privilegio del escritor memorialista está en su carácter de “testigo y mensajero de la memoria, como go between que conecta un pasado para siempre y definitivamente perdido con una nueva vida, imprevisible, en el lector y en una estirpe de lectores sucesivos”.87
Ya sea al re-presentar esas experiencias que “cuando pequeños nos impresionaron […] (y) se nos quedaron como las cicatrices”,88 o al readecuar esas otras, por aquella “universal tendencia humana a enmendar naturalezas y cursos de acaecimientos […] que por no habernos satisfecho del todo, completamos mucho tiempo después inventándole el desenlace y curso que hubiéramos apetecido tuviesen entonces”,89 estamos frente a los relatos de un mensajero que así como le tocó jugar a ser una ola (especialmente en las agitadas aguas de la política mexicana), también se acostumbró a contemplar la existencia como un niño quietecito, con “un dedo en la boca, el mirar en la bóveda, averiguando por dónde saldría el eco de su risa o por dónde entrarían las arañas grandes que desde arriba le daban miedo”.90
Federico Gamboa intentó, con dedicación y oficio, a partir de la letra, las argumentaciones y los olvidos, dar una o varias respuestas respecto de quién era y cómo había llegado a ser quien fue (o como le gustaría ser visto), de la misma manera que en sus diarios quiso dejar registro de su mirada y su ánimo ante los sucesos que formaron parte de sus casi 75 años de vida. Quizá Gamboa sabía, al igual que María Zambrano, que “el que no sabe lo que le pasa, hace memoria para salvar la interrupción de su cuento, pues no es enteramente desdichado el que puede contarse a sí mismo su propia historia”,91 o tal vez simplemente este escritor utilizó, como señala Braunstein, su “variable cuota de narcisismo” para (auto) presentarse y dejar en claro su postura frente a la vida; pero en cualquiera de estos casos, este memorialista legó una serie de textos que pueden ser utilizados como fuentes de información y objeto de análisis, cuyos contenidos están a la espera de la mirada de aquel que tenga ganas de iniciar un diálogo con los muertos.