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Anuario de letras. Lingüística y filología

versión On-line ISSN 2448-8224versión impresa ISSN 2448-6418

Anu. let. lingüíst. filol. vol.8 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2020  Epub 29-Nov-2021

https://doi.org/10.19130/iifl.adel.2020.24879 

Reseñas

Enrique Jiménez Ríos, Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística, Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2019, 285 pp. (Col. Lingüística Iberoamericana). ISBN: 978-84-9192-054-0.

Daniela Ivette Aguilar Santanaa  *

aUniversidad Autónoma Metropolitana, diaguilarsantana@gmail.com

Jiménez Ríos, Enrique. Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística. Madrid: Iberoamericana Vervuert, 2019. 285p. (Col. Lingüística Iberoamericana), ISBN: 978-84-9192-054-0.


La Real Academia Española (RAE) publicó la primera edición del Diccionario de la lengua española en 1780. Desde entonces, han visto la luz otras veintidós ediciones, la última de ellas en 2014. Mediante el análisis contrastivo de estas es posible trazar los caminos de la evolución del léxico en la lengua española. De una edición a otra, aparecen y desaparecen palabras, se suman acepciones, se añaden o se pierden marcas de uso, etc. Cada edición registra el resultado del cambio lingüístico, pero no ofrece información sobre el proceso: en el diccionario no se explican las razones de la inclusión, la supresión o la modificación de los términos.

En Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística, Enrique Jiménez Ríos propone una forma de reconstruir lo que sucede entre una edición y otra mediante el análisis de obras de distinta naturaleza, como libros de divulgación lingüística, recopilaciones de neologismos, boletines, artículos, notas e informes institucionales y corporativos, etc., publicados a partir del siglo XIX: “se parte en este trabajo de obras de carácter léxico, más que lexicográfico, pues no son diccionarios estrictamente semasiológicos, y se defiende que la información que contienen, especialmente normativa o correctiva, contribuye a conocer la historia de las palabras: una historia que no se narra a partir de su aparición en la lengua con una determinada documentación -particularmente textual-, sino con las razones que favorecen su inserción en ella y el modo como se gesta su nacimiento” (p. 17).

Jiménez Ríos sostiene que estas obras permiten completar la información disponible en el diccionario, ya que muestran el camino que siguen una palabra o una acepción desde que estos se crean en la lengua hasta que se recogen en el diccionario; registran las palabras o acepciones que al final no fueron incluidas en este; ofrecen información valiosa sobre el cambio lingüístico, pues en ellas es posible constatar las voces que en un principio generaron rechazo, pero terminaron siendo aceptadas en el diccionario, especialmente extranjerismos, y documentan las trayectorias de palabras y acepciones, que en muchas ocasiones compitieron con otras hasta imponerse en el uso (pp. 16-17).

Gracias al estudio de un vasto corpus, el autor detecta y expone la evolución que ha experimentado la forma en que dichas obras informan sobre los hechos lingüísticos, que va “de la enumeración a la explicación y de la difusión a la divulgación” (p. 18). Los seis capítulos que conforman la obra siguen este camino.

En la actualidad, los acuerdos y las recomendaciones de la RAE se discuten constantemente en la prensa. Solo para ejemplificar, en los últimos meses se han publicado artículos sobre las palabras más buscadas en el DLE durante la pandemia (pandemia fue, de hecho, la palabra más buscada en marzo), sobre aquellas que es posible que se incluyan en el diccionario a raíz de esta (como coronavirus y cuarentenear) y que discuten la recomendación de la RAE respecto al género de la enfermedad COVID-19. Hoy la RAE contesta las consultas de los usuarios rápidamente por medio de Twitter y sus respuestas pueden volverse virales en redes sociales. Está claro que no siempre fue así.

La difusión de los acuerdos y las recomendaciones académicos no en todos los casos ha correspondido a la necesidad de los hablantes de conocerlos. Jiménez Ríos aborda esta cuestión en el capítulo 1: “Difusión y explicación de las novedades en el léxico”. Hace varias décadas, la RAE contaba con otros medios para difundir las novedades: el apartado “Enmiendas y Adiciones” de su boletín, fundado en 1914, y el Diccionario manual e ilustrado de la lengua española, que solo tuvo cuatro ediciones (1927, 1950, 1983-1985 y 1989). El autor señala la importancia primordial de estos canales: “Estas dos maneras de difusión léxica y lexicográfica son el punto de llegada de dos caminos iniciados con anterioridad; pero también lo son de partida para la aparición posterior de obras léxicas y lexicográficas que gozan hoy de gran difusión y popularidad. El centro, generador de estas actuaciones destinadas a informar de lo que acontece al léxico, es, por tanto, el diccionario de la Real Academia Española, las palabras nuevas que incorpora o los cambios en las ya documentadas, y la explicación que se hace de esta incorporación” (p. 26).

Jiménez Ríos detecta que existen dos vías principales para dar a conocer las novedades léxicas: la expositiva y la explicativa. La sección “Enmiendas y Adiciones” del boletín corresponde a la primera de ellas. Su antecedente es el trabajo del académico Julio Casares, a cuya labor está dedicado el capítulo 3. El Diccionario manual, por otra parte, corresponde a la vía explicativa, ya que conjuga la necesidad de informar sobre las novedades con la justificación de su incorporación en la lengua y en el diccionario (p. 31). Esta obra es el antecedente de los diccionarios de dudas y dificultades, así como del Diccionario panhispánico de dudas.

Es posible afirmar, por lo tanto, que el DLE es una obra que alimenta el interés lexicográfico y lingüístico de los hablantes en general y de los especialistas en particular, pues la exposición y la explicación de las novedades léxicas generan atracción por la lengua viva. Jiménez Ríos detecta en la reflexión que provocan el germen, por un lado, de la publicación de obras normativas y correctivas, así como de libros y manuales de estilo, y, por el otro, el de una línea de investigación lingüística centrada en el uso del español, manifiesta en los aportes de la sociolingüística y la pragmática en la segunda mitad del siglo XX (p. 27).

El capítulo 2, titulado “De la exposición a la explicación de las novedades léxicas”, está dedicado a los diccionarios de dudas. Aquí Jiménez Ríos expone una genealogía sucinta de estas obras y señala cuatro como hitos en su género. La primera es el Diccionario manual de la RAE. En este se omitían las palabras y acepciones arcaicas, y se incluían neologismos y americanismos. Las voces pendientes de aprobación se marcaban con un corchete y las rechazadas con un asterisco. Esto les permitía a los usuarios conocer las recomendaciones académicas y las palabras que pugnaban por entrar al diccionario. Se trata de una obra rica en información normativa que ofrece a los hablantes orientación respecto al léxico nuevo. Hay vocablos que se mantienen en diversas ediciones, pero no llegan a incluirse en el diccionario general, lo que convierte al Diccionario manual en una obra “complementaria” de aquel (p. 45).

La trascendencia de este diccionario consiste en las obras que propició: “Paralelamente a la publicación del Diccionario manual de la Real Academia Española aparecen los primeros diccionarios de dudas: son el resultado y la consecuencia de lo consignado por este tipo de diccionario, que ya había incluido mucha información de uso, más propia de estos nuevos repertorios que de aquel, concebido como una versión reducida de un diccionario general” (p. 46).

En segundo lugar, Jiménez Ríos destaca en particular el Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española (1961), de Manuel Seco: “el diccionario de dudas más importante, y que más repercusión ha tenido en obras que han venido después, precisamente por su carácter explicativo” (p. 46). El autor lo describe como un diccionario razonado que, además de cuestiones de ortografía, pronunciación y gramática, ofrece explicaciones sobre palabras propias y castizas en sustitución de formas o sentidos nuevos, parónimos, préstamos rechazados, así como palabras y acepciones que terminan siendo admitidas se trate de préstamos o no.

En contraste con el enfoque descriptivo adoptado por la lingüística, “con el diccionario de dudas renace el interés por orientar los usos del lenguaje, hasta entonces -y después también- ejercido por gramáticos y lexicógrafos, al lado de escritores y eruditos, sin censuras e imposiciones, pues las correcciones pueden dejar de serlo. El fin último de estas obras es orientar el uso de la lengua hacia lo general, hacia el mantenimiento de la unidad idiomática” (pp. 49-50).

El tercer diccionario del que se ocupa Jiménez Ríos es el Diccionario de usos y dudas del español actual (1996), de José Martínez de Sousa, que describe como una obra de carácter normativo que en ocasiones adopta una postura purista. Para Martínez de Sousa era de primera importancia que los hablantes aprendieran sobre el buen uso de la lengua con el fin de que pudieran reflexionar sobre sus propios usos (p. 52). En su diccionario explica el concepto de “uso de lengua”, expone diversas cuestiones relacionadas con este (abreviaciones, género, número, variantes ortográficas, etc.) y explica otras referentes a barbarismos (entre los que se incluyen extranjerismos, neologismos, impropiedades y vulgarismos) (p. 52).

A estos diccionarios, que confirman la existencia de las vías expositiva y explicativa para explicar la evolución del léxico, Jiménez Ríos añade otros “cuyo afán didáctico sirve de puente para la aparición de obras didácticas o normativas no estrictamente lexicográficas” (p. 55), entre ellas el Diccionario de incorrecciones del lenguaje (1956), de Andrés Santamaría, el Diccionario de dudas e irregularidades de la lengua española (1991), de David Fernández de Villarroel, el diccionario Larousse. Dudas y dificultades de la lengua española (1999), y el Diccionario de dudas (2007), de Antonio Fernández Fernández.

El autor cierra el capítulo con el Diccionario panhispánico de dudas (2005), heredero del Diccionario manual, en el que prima la explicación de los usos sobre el señalamiento de las novedades: “A la explicación se une la exposición del proceso de cambio en la lengua […] no del resultado, lo que hace que el hablante, al consultar esta obra, tome conciencia de su papel activo en ese proceso de cambio y pueda reflexionar sobre su propio uso lingüístico” (p. 61). Se trata de una obra didáctica que pretende no solamente orientar a los hablantes para que usen la lengua con propiedad y corrección, sino también contribuir al “mantenimiento de la pureza de la lengua y a la conservación de la unidad del idioma” (p. 61).

El capítulo 3 se titula “Explicar y difundir el léxico nuevo: la labor de Julio Casares”. Este académico español publicó los primeros artículos referentes a la labor de la RAE en el periódico bonaerense La Prensa, en 1940, como respuesta a una solicitud que se le había hecho a la institución para que informara a los lectores sobre sus labores (p. 63). Posteriormente, en 1959, Casares empezó a publicar en el periódico español ABC una sección llamada “La Academia Española trabaja”, en la que abordó la labor de la corporación y, en particular, algunas de las novedades que serían incluidas en la siguiente edición del diccionario, es decir, la decimonovena. Tiempo después reuniría dichos artículos en un libro titulado Novedades en el diccionario académico. La Academia Española trabaja (1963).

En este capítulo, Jiménez Ríos analiza con pormenores los aportes de Casares y las repercusiones de su trabajo como divulgador. No solo expuso el método de trabajo de la RAE para que los lectores empezaran a comprender cómo se tomaban las decisiones respecto a la inclusión o el rechazo de voces en el diccionario, también se mostró a favor o en contra de la adopción de algunas palabras y explicó las razones que respaldaban su postura. El autor muestra cómo respecto a algunos vocablos Casares era partidario de la innovación, mientras que en relación con otros parecía adoptar una actitud más conservadora y hasta purista. En sus artículos discute neologismos, extranjerismos, americanismos, etc. Respecto a estos, considero importante destacar la observación de Casares en cuanto al hecho de que, debido a la falta de registro en el diccionario general de ciertas voces usadas en España, algunos lexicógrafos americanos terminaban por registrarlas como propias del español americano (p. 84).

Casares defendió la autoridad de la RAE para sancionar el léxico. Ante la adopción indiscriminada de extranjerismos, propuso la búsqueda de palabras en español, la adición de acepciones a palabras ya existentes e incluso la creación de neologismos castizos (un ejemplo es locutor, que se impuso con éxito a speaker) (pp. 67-68, 73); sin embargo, también fue defensor del uso como criterio determinante para la aceptación y la inclusión del léxico en el diccionario. Jiménez Ríos destaca de su labor el hecho de haber dado a conocer las decisiones académicas con asiduidad y haber puesto los asuntos de la corrección lingüística en la discusión pública, avivando el interés de los lectores. La obra de Casares rindió muchos frutos y dejó un legado importante, como explica el autor en los siguientes capítulos.

El capítulo 4 se titula “De la explicación y difusión a la divulgación del léxico: la acción de Fernando Lázaro Carreter”. Jiménez Ríos dedica el primer apartado a los trabajos de Rafael Lapesa y Emilio Lorenzo referentes al estudio sincrónico de la lengua y a la evolución del léxico en curso. En el caso del primero, destaca el volumen El español moderno y contemporáneo. Estudios lingüísticos, que, aunque fue publicado en 1996, reúne trabajos de fechas más tempranas. En el caso del segundo, refiere a obras como El español de hoy, lengua en ebullición (1966), Anglicismos hispánicos (1996) y El español en la encrucijada (1999). Ambos académicos se interesaron por el estudio de los neologismos e hicieron propuestas para su tratamiento. Sus aportes, junto con los de Julio Casares, son el antecedente de la labor de Fernando Lázaro Carreter, a quien está dedicado el segundo apartado.

En 1975, Lázaro Carreter empezó a publicar en la prensa una serie de artículos dedicados a dilucidar cuestiones diversas relativas al léxico, con la mira puesta en neologismos, préstamos, parónimos, etc., reunidos en 1997 con el título El dardo en la palabra. En sus textos expuso la tensión entre la permanencia y el cambio en la lengua, pero también advirtió sobre la necesidad imperante de mantener la unidad. Jiménez Ríos describe así su visión: “Mantener la lengua no es responsabilidad solo de los profesionales encargados de su cuidado, ni de las instituciones creadas con tal fin; y no ha de quedar tampoco en manos de los medios de comunicación, ni de los propios hablantes. Ha de ser una acción conjunta de todos los que la tienen como vehículo de comunicación y seña de identidad” (p. 104).

Puso especial atención a los medios de comunicación, pues era consciente de la importancia de estos en la creación de modelos de usos lingüísticos; sin embargo, consideraba que debían actuar como resonadores del cambio y no como motores de este. En palabras de Jiménez Ríos, para Lázaro Carreter “ante las novedades que se producen en el uso de la lengua, especialmente las venidas de fuera, periodistas, y, por tanto, hablantes en general, han de proceder con tino para enjuiciar su oportunidad, pues ni todo es admisible, ni todo es rechazable” (p. 105). Algunas de las palabras que en su momento rechazó Lázaro Carreter terminaron por ser aceptadas en el diccionario; sin embargo, sus “dardos” siguen siendo útiles como testimonio del cambio lingüístico en el último cuarto del siglo XX.

Su labor instructiva y divulgadora de largo aliento tuvo consecuencias importantes. Jiménez Ríos señala dos: la publicación de libros de estilo y la aparición de otras obras de divulgación lingüística. En cuanto al primer punto, el autor señala que un año después de la publicación del primer “dardo” de Lázaro Carreter, la Agencia EFE publicó el Manual del español urgente (1976), el primero y el más importante en España, “obra que va más allá del ámbito periodístico para convertirse en una herramienta normativa, e, incluso, de reforma lingüística” (p. 111). Destaca el hecho de que recoge palabras que aún no habían sido admitidas en el diccionario y ofrece recomendaciones respecto a su uso, lo que ofrece a los especialistas información valiosa respecto a la trayectoria del léxico (p. 113).

A este manual, siguieron otros como el Libro de estilo de El País (1977), el Libro de estilo de ABC (1993) y el Libro de estilo de El Mundo (1996). Jiménez Ríos detecta que entre las recomendaciones de estas obras y las que ofrecían los diccionarios de dudas hay similitudes, y señala que esto es un reflejo de la importante función normativa que cumplen. La aparición de todas las anteriores es el punto de partida para otras obras normativas y de corrección lingüística: “Si unas son recopilación de voces nuevas, novedades en el diccionario académico, con más o menos explicación de las razones de su aparición, otras, concebidas como guías de uso, suponen una recreación de las primeras gramáticas normativas en las que ya se abordaban fenómenos como los tratados aquí bajo la denominación de ‘vicios de dicción’” (p. 129). Por lo anterior, Jiménez Ríos afirma que las vías expositiva y explicativa para dar a conocer los hechos del lenguaje conviven y se alternan a lo largo del tiempo. Entre las obras que recuperan, por decirlo de alguna manera, el espíritu de las primeras gramáticas normativas, destaca Dudas y errores del lenguaje (1974), de José Martínez de Sousa, al que le dedica la última sección del capítulo.

Si bien los antecedentes directos de los autores y obras que estudia el autor en este libro se sitúan en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, en el capítulo 5, “Antecedentes de este interés por las novedades léxicas”, Jiménez Ríos se remonta hasta el siglo XVI para exponer cómo ha evolucionado el interés respecto al léxico nuevo tomando como referencia un amplísimo repertorio de referencias. Así, señala que, si bien en el siglo XVI ya se reconoce el problema que representan los neologismos, la opinión respecto a ellos no es unánime. Cita autores como Cristóbal de Villalón, Garcilaso y Herrera, entre otros, pero pondera el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés, pues, en sus palabras, “recoge el ideal estilístico de la lengua”. Al respecto, comenta: “Aquí se opone ‘mezcla’ a pureza, y en él ya apelaba su autor […] al criterio de prestigio, no de necesidad, para la admisión de los préstamos” (p. 138). Conforme avanza en la exposición, se hará evidente que, en los siglos posteriores, al criterio de prestigio se sumarán otros como el de necesidad, el de pureza, el de propiedad idiomática, el de conveniencia, etc.

Si en el siglo XVI se habían valorado la claridad y la naturalidad, en el XVII se privilegiaron la creatividad y la expresividad. Jiménez Ríos describe la aparición desmesurada de neologismos, algunos de los cuales pasarían a la lengua general. A estos se sumaron préstamos, así como cultismos y latinismos, que favoreció la enseñanza del latín (p. 140). El autor señala que la acción lingüística del siglo XVIII se explica en parte por los excesos a los que llegó el barroquismo en decadencia a finales de aquel siglo (p. 141). Las consecuencias fueron la defensa de la lengua y el rechazo a la innovación (p. 141). Se fundó la RAE (1713) y se publicó el Diccionario de autoridades (1726-1739). También en este siglo se registró la presencia de decenas de galicismos, incluyendo malas traducciones, errores, impropiedades, etc. (p. 142), lo que aguzó el interés por la reflexión y la corrección lingüística. Jiménez Ríos señala dos elementos que la favorecieron: un conjunto de escritores y eruditos preocupados por la lengua y un caudal abundante de obras sobre el tema. Se trata de un siglo caracterizado por la valoración de la propiedad y la pureza idiomáticas, aunque ni el casticismo ni el purismo lograron frenar la adopción de préstamos.

En el siglo XIX la mirada se mantiene puesta en el galicismo, que para muchos seguía siendo sinónimo de distinción. Suceden grandes adelantos científicos y tecnológicos que traen consigo un caudal de nuevas palabras. Ante la abundancia de extranjerismos y la necesidad de admitir neologismos que son el resultado del progreso, se adopta el criterio de necesidad sobre el de prestigio. En este momento de la historia, Jiménez Ríos destaca el Congreso Literario Hispano-Americano, celebrado como parte de la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América, en el que el léxico fue uno de los temas centrales, no por su importancia en sí, “sino porque era un ámbito, a diferencia del gramatical, que se prestaba más a la opinión y discusión de los asistentes, y resultaba fácil observar, además, las diferencias entre el léxico español y el americano, sentido como una desviación de la norma peninsular que era necesario corregir” (p. 153). Hay que recordar que para 1892 la mayoría de las colonias americanas ya se había independizado y se temía la fragmentación lingüística; en este contexto, se consideró que el diccionario era una herramienta indispensable para conservar la unidad lingüística.

En las últimas décadas del siglo XIX, se publican muchas obras de corrección lingüística con fines didácticos, ya que el diccionario y la gramática ofrecían poca información relativa a la valoración del léxico: el principal interés de los defensores de la lengua. Respecto a la aceptación de los neologismos, se sigue recurriendo a los criterios de necesidad y de uso, pero no cualquier uso, sino el de los mejores, de los más doctos y de los escritores más difundidos, lo que Jiménez Ríos califica como “prescripción encubierta” (p. 176). Analiza aquí la obra de Rufino José Cuervo, Miguel Luis Amunátegui Reyes, Alberto Guzmán, José Jimeno Ajius, José Miralles y Sbert, Valentín Gormaz, Francisco José Orellana, entre otros.

A la “prescripción encubierta”, le sigue a principios del siglo XX lo que Seco llamó “descriptivismo involuntario” (p. 194). Se trata de obras calificadas como puristas y poco rigurosas, lo que se explica en parte por la formación de sus autores, que en muchos casos no eran lingüistas, y en parte porque el método de análisis de los hechos lingüísticos aún no terminaba de consolidarse. Aquí Jiménez Ríos aborda los aportes de Aníbal Echeverría i Reyes, Benito Fentanes, Eduardo de Huidobro, Mariano de Cavia, Manuel de Saralegui y Medina, y Miguel de Toro y Gisbert, entro otros. Si bien estas obras no destacan por su metodología, sí ofrecen información valiosa como testimonios de la evolución del léxico.

El autor cierra el panorama de este capítulo con una serie de obras y autores tanto españoles como americanos que considera el antecedente de la valoración de usos léxicos actuales. Entre ellos, dedica especial atención a Ángel Rosenblat, cuyos trabajos determinaron los de otros autores con intereses semejantes (p. 213). Este filólogo venezolano consideraba que el purismo era dañino -antes que hablar de pureza, prefería hablar de propiedad y expresividad- y rechazó la idea de que los usos americanos fueran corrupciones frente a la norma española (pp. 214-215). En esta sección, Jiménez Ríos retoma autores como Arturo Capdevila, Luis Flórez, Avelino Herrero Mayor, Martha Hildebrandt, Rodolfo Ragucci y María Josefina Tejera. También menciona aquí la obra de José Moreno de Alba, quien, inspirado en los artículos que había publicado en la prensa Victoriano Salado Álvarez unas décadas antes, escribió a lo largo de varios años una colección de “minucias” del lenguaje, las cuales -contrario a lo que el nombre pudiera inspirar- son eruditas reflexiones lingüísticas que han gozado de gran popularidad y hasta hoy sirven de guía a legos y especialistas.

El último capítulo, “La situación hoy”, se dedica a los consecuentes de la labor que empezó Julio Casares y continuó Lázaro Carreter, cuyo trabajo se convirtió en paradigma del género. Jiménez Ríos identifica dos cuerpos de obras de distinto carácter: científico-técnico, por un lado, y divulgador, por el otro. Todas tienen en común su fin didáctico, pero las distingue su tratamiento de la información (p. 218).

Del primer grupo, el autor refiere, por ejemplo, a Atilio Anastasi, Manuel Casado Velarde, Francisco Marsá y Leonardo Gómez Torrego, a cuya extensa producción le dedica más atención. En el segundo grupo, enfocado más bien en el “buen uso” de las palabras, menciona autores como Valentín García Yebra, Humberto Hernández y Alberto Gómez Font. Luego, en el apartado titulado “El interés de los hablantes por saber de léxico”, señala los aportes de Amando de Miguel, Pancracio Celdrán y Álex Grijelmo, de quienes comenta: “Estos tres autores y sus obras son testimonio del interés por la lengua viva, por los cambios que experimenta, y por atender a ellos en el momento en que se producen. Recogen esa tradición crítica con las novedades, practicada por los autores del siglo XIX, e incluso por otros más recientes” (p. 236), y aquí menciona a Sergio Lechuga Quijada y a Ignacio Careaga.

El recorrido histórico de Jiménez Ríos concluye con otras obras, también de carácter explicativo y divulgativo, que se ocupan de la lengua de hoy, pero recurren a la historia para examinarla: “La consideración de la historia en el examen de estos hechos lingüísticos aparece para constatar un cambio, pero, sobre todo, ayuda a explicarlo. A la explicación se recurre para justificar la inserción de una palabra en el diccionario, para censurar un uso, y ahora, con un andamiaje teórico, lingüístico y filológico, centrado en el hablante como motor de cambio, para orientar el uso que ha de hacerse de la lengua” (p. 238). En estas obras, además, “hay un reconocimiento del acto creador del léxico por parte de los escritores en sus textos; pero también de los propios hablantes competentes en sus usos” (pp. 238-239). Un ejemplo paradigmático de este tipo es No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras (2013), de José Antonio Pascual Rodríguez.

Enrique Jiménez Ríos cierra el libro con varias conclusiones notables. En primer lugar, enumera tres razones por las que es necesario analizar estas obras: “porque dan cuenta del cambio lingüístico en el momento en que se produce; porque ofrecen el testimonio de que, ciertamente, el error es el motor del cambio -pues formas rechazadas resultan admitidas-; y porque suministran noticias de interés para la historia del léxico” (p. 242). En segundo lugar, señala la trascendencia de la actividad de la RAE, que administra la incorporación de novedades en su diccionario y establece los medios para dar a conocer los cambios, “cambios que han favorecido una valoración de los hechos y el desarrollo de una actividad léxica que va más allá de lo estrictamente lexicográfico” (p. 242).

Finalmente, propone que se incluya más información en el diccionario, argumentando que, si bien es cierto que los lectores podrían consultar otras obras para obtener la información que buscan, no necesariamente saben cuáles son las palabras problemáticas ni pueden manejar con la misma destreza la gramática y otras obras de consulta que un diccionario.

Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística es una robusta revisión diacrónica que pone la mira en obras que hasta ahora habían recibido poco interés y justifica la importancia de estudiarlas, ilustrando sus hallazgos con numerosos ejemplos. Enrique Jiménez Ríos se vale de un nutrido corpus y de la revisión exhaustiva de autores y obras que abarcan cinco siglos, aunque el meollo de su trabajo esté dedicado al siglo XX y lo que va del XXI, y, a partir de un minucioso análisis, propone nuevas y provechosas vetas de investigación.

Jiménez Ríos comprueba de forma sobrada que los hablantes se interesan por la lengua, que quieren saber lo que pasa con ella, de dónde vienen los cambios y por qué suceden; que reclaman información normativa, aunque luego decidan si la aceptan o no. Para terminar, quisiera señalar tres obras de publicación más o menos reciente que abonan a lo expuesto aquí. En 2016, se publicó en España la primera edición de Una lengua muy larga, de Lola Pons Rodríguez. Tres meses después se publicó la segunda edición, unos meses más tarde la tercera, y luego -tras haber sido ampliada- cambió su título a Una lengua muy muy larga. Más de cien historias curiosas sobre el español (2017). Se trata de breves artículos dedicados a la historia de fonemas, palabras y estructuras: una obra de divulgación filológica se volvió un éxito editorial. Al año siguiente se publicó en México Funderelele y más hallazgos de la lengua, de Laura García Arroyo, un conjunto de breves ensayos dedicados, en contraste, a aquellas palabras que, aunque están recogidas en el diccionario, resultan desconocidas para muchos hablantes, con notas sobre su historia, su composición, etc. Estuvo entre los libros más vendidos por varias semanas. El mismo año, el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes lo ganó Mariángeles García con una serie de artículos titulada “Relatos ortográficos”, que se publicaron primero en la revista Yorokubu y luego en forma de libro con el mismo título al año siguiente. La serie es el resultado de la combinación de las normas ortográficas con el storytelling. El libro de Lola Pons empezó en un blog personal, el proyecto de Laura García, en Twitter y el de Mariángeles García, en una revista. Hay muchas más. En efecto, como lo señaló Jiménez Ríos, al interés de los hablantes responden obras de muy diversa naturaleza y en esto los medios siguen -y seguirán- desempeñando un papel fundamental, difundiendo información lingüística mediante las vías expositiva y explicativa. Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística es una invitación a indagar en este corpus hasta ahora poco explorado como un medio para enriquecer las nuevas investigaciones lexicológicas y lexicográficas.

Bibliografía

Enrique Jiménez Ríos, Historia del léxico español en obras normativas y de corrección lingüística, Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2019, 285 pp. (Col. Lingüística Iberoamericana). ISBN: 978-84-9192-054-0. [ Links ]

Recibido: 15 de Abril de 2020; Aprobado: 29 de Abril de 2020

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Daniela Ivette Aguilar Santana. Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Fue miembro de la Comisión de Lexicografía de la Academia Mexicana de la Lengua de 2014 a 2018, donde participó en la elaboración del Diccionario de mexicanismos y el Diccionario escolar. Desde 2016 forma parte del Departamento de Publicaciones de El Colegio Nacional como editora y correctora de publicaciones académicas. Actualmente estudia la maestría en Diseño y Producción Editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

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